Una tarde apacible de verano en que el sol brillaba en el cielo despejado, el Caballero Sueco llegó al molino abandonado.
No corría la más leve brisa, no se oía el trinar de los pájaros, sólo los grillos cantaban su canción y las abejas zumbaban y era como si alguien tocara el órgano muy quedo. Un tríbulo se arqueaba entre una verónica, un mastuerzo y un diente de león. Y a lo lejos, sobre los hornos y la forja del Obispo, podía verse una nube de humo negro cernerse sobre un valle de abetos.
El Caballero Sueco la miró y sintió cierto desasosiego, como si presintiera un peligro. Pero arrojó aquel pensamiento lejos de sí moviendo la cabeza antes de que hubiera tomado forma. Luego descendió del caballo y lo ató a un tronco para que pudiera vagar en círculo y pastar.
La puerta y las ventanas de la casa del molinero estaban cerradas y no salía humo de la chimenea. Pensó que seguramente el molinero, a quien en una hora aciaga tomó por un fantasma salido de su tumba, por un alma en pena surgida del purgatorio, estaría recorriendo los caminos a golpe de látigo para traerle a su señor, el Obispo, mercancías procedentes de los más remotos lugares del mundo. Si apareciese en ese momento sobre la colina montado en su carreta, ¿quién iba a temerle?
El Caballero Sueco se sentó en la pradera, entre la alta hierba, y estiró las piernas. Apoyó la espalda en el pozo, cerró los ojos y dejó vagar su imaginación.
Se acordó del día en que, pobre, hambriento, medio helado, había avanzado hacia el molino por la nieve que casi le llegaba hasta los hombros, y de cómo había logrado hacerse con el arcano, del día en que la vida empezó a sonreírle. Ahora estaba allí sentado plácidamente sobre la tierra con plumas en el sombrero y los bolsillos repletos de dinero y Iabranzas de las que podía enorgullecerse como si fuera un señor de noble cuna. Que viniera ahora el molinero muerto con su boca torcida, el purgatorio no era más que una quimera que sólo existía en la cabeza de los predicadores, eso es lo que le había dicho el Brabanzón, que había recorrido el mundo entero, y conocía cualquier lugar donde hubiera un pedazo de tocino en el fuego, pero ¿qué estruendo era aquél, qué extraño zumbido, como el que debió escucharse en Venecia cuando cayó en manos de los turcos? ¿Qué quería aquella gente? ¿Qué gritos eran aquéllos? Vienen de todas partes, de arriba, de abajo, repitiendo una y otra vez: «¡Corred! ¡Corred! ¡Corred!»
El Caballero Sueco se sobresaltó. ¿Qué clase de gentes eran aquéllas? ¿Qué querían? Miró a su alrededor y no vio a nadie, únicamente su caballo seguía junto a él, arrancando manojos de hierba, brezo y tréboles de la tierra, y no se oía nada, ni gritos ni voces, sólo el zumbido de las abejas que revoloteaban a su alrededor.
Volvió a apoyarse contra el muro del pozo y dejó caer la cabeza sobre el pecho. Ahí estaba de nuevo el griterío, cientos de voces, unas veces cerca, otras lejos, ora susurrando, ora con un terrible estrépito: «¡Corred! ¡Corred!»
El Caballero Sueco trató de levantarse, pero fue en vano. Algo lo sujetó, algo lo levantó, algo lo llevaba en volandas, cada vez más alto, y a su alrededor crecía y se elevaba de nuevo aquel bramido, aquel retumbar: «¡Corred! ¡Corred! ¡Corred!» Y luego se hizo el silencio.
Entonces vio que estaba en el cielo, entre torres y muros de nubes, y sobre éstos había un resplandor y un fulgor que sus ojos apenas podían soportar. Se tapó la cara con las manos y, mirando entre los dedos, vio tres hombres sentados en unas sillas a las que se accedía por unos peldaños, tres hombres vestidos con unos largos abrigos orlados de piel y zapatos rojos, y reconoció a uno de ellos, al más joven, uno de mirada severa que se encontraba en el centro. Lo había visto retratado muchas veces, era san Miguel, el guardián de las puertas del cielo. Delante de los tres hombres había un enorme querubín con una espada desenvainada en las manos, y alrededor de ellos se congregaba el séquito celestial, cabeza con cabeza. Habían sido ellos quienes habían gritado: «¡Corred! ¡Corred!» Porque todo el mundo debía asistir al juicio que se iba a celebrar.
—Votre très humble serviteur —murmuró el Caballero Sueco y se inclinó agitando el sombrero a la manera de los nobles ante san Miguel, que llevaba la balanza en la mano, y ante sus celestiales acompañantes, para honrarlos como merecían. Pero aquellos tres hombres no le dirigieron ni una mirada. Al apaciguarse el séquito celestial, el ángel de la espada alzó la voz, de modo que todos pudieron oírlo:
—Miguel y conjueces del Tribunal Supremo, yo os pregunto si ha llegado ya el día y la hora de celebrar el juicio.
Y los tres hombres de los largos abrigos respondieron a una:
—Sí, es la hora, el juez supremo así lo ha decidido.
El ángel de la espada miró hacia las resplandecientes alturas.
—¡Señor Juez Omnipotente! —gritó—. ¿El tribunal es el adecuado?
Entonces se oyó, proveniente de las alturas, la voz del juez supremo como un viento de tormenta que atravesara un bosque de encinas.
—¡El tribunal es el adecuado, y quien tenga alguna queja, que hable ahora!
Un murmullo y un rumor de alas se extendió entre el séquito celestial. Luego se hizo el silencio. De pronto el miedo se apoderó del Caballero Sueco.
—¿Qué hago yo aquí? —se preguntó—. ¿Qué he venido a buscar en este lugar? —Confundido, daba tirones a su casaca azul y miraba a su alrededor buscando el modo de escabullirse, cuando de pronto se dio cuenta de que todos los ojos estaban pendientes de él. El ángel de la espada rompió el profundo silencio:
—Si es así, yo acuso —dijo— a aquel hombre, a quien he solicitado comparecer ante el tribunal, de haber sido un ladrón durante muchos años y de haber saqueado las despensas de los campesinos robándoles el pan, las salchichas, los huevos, la manteca y todo lo que tuvieran, de todo ello lo acuso ante el Tribunal de Dios una vez, dos y tres.
—¿No es más que eso? —dijo el hombre del abrigo largo sentado a la derecha de san Miguel—. En la tierra es muy difícil ganarse honradamente un trozo de pan, un huevo y un poco de manteca.
—Su única posesión era su propia sombra, así de pobre era —dijo el que se sentaba a su izquierda. Y san Miguel, el guardián de las puertas del cielo, alzó su rostro severo y habló:
—¿Quién puede reprender al pobre hombre con su blusón de cutí por convertirse en ladrón, cuando los ricos multiplican sus bienes sin respetar ley alguna?
—Dejad que siga su camino, es inocente —se oyó decir al juez desde lo alto con una voz que sonó como música de arpa.
—¡Alabado sea el Señor! —murmuró el Caballero Sueco secándose el sudor de la frente—. Alabado y honrado sea Su Nombre.
Y en ese mismo instante se oyó desde todas las esquinas y desde lo alto un coro de voces:
—¡Alabado sea el Señor! Alabado y honrado sea Su Nombre.
El ángel de la espada no se movió de su sitio. Con el ceño fruncido miraba a san Miguel y a los dos conjueces del tribunal y, cuando se acallaron las voces, volvió a hablar:
—Eso no es todo —dijo—. Acuso a ese mismo hombre de ser un ladrón de iglesias, de haberse dedicado durante un año a robar la plata, los incensarios, las patenas, los cálices y los candelabros, y también los adornos y las arquetas de oro de las iglesias para su propio provecho y bienestar, de esto lo acuso una vez, dos y tres.
—Sí, es cierto que lo he hecho, ¡Dios se apiade de mí! —exclamó casi sin aliento el Caballero Sueco mirando compungido al arcángel.
—¡Dios se apiade de él! —repitió el coro celestial.
Entonces uno de los conjueces tomó la palabra y dijo:
—El oro y la plata son el arma terrible y el medio del que se vale el maligno para tentar a los hombres. Nosotros no tenemos nada que ver con ello, pues no nos pertenecen.
—No nos pertenecen —repitió el segundo—. La culpa la tiene la insensata vanidad de los hombres. Ante los ojos del Altísimo un Avemaria rezada con humildad vale más que todo el lujo de la tierra.
—No nos pertenecen —resolvió el tercero, san Miguel, volviendo los ojos hacia el cielo—. Cuando Él bajó a la tierra no llevó consigo ni oro ni plata, ¿Para qué los quiere?
Y en las alturas celestiales se elevó la voz del Juez supremo:
—Dejad que siga su camino, es inocente.
—No lo sabía —murmuró el Caballero Sueco para sí con un profundo suspiro, mientras a su alrededor retumbaba un Benedicamus domino—. Por mi alma que no sabía que aquí arriba se tratara a los pobres pecadores con tanta benevolencia. Supongo que ese de ahí, el de la espada, es el que se lleva la peor parte, no me gustaría estar en su lugar. ¿Por qué no se va? El asunto está resuelto. ¿A qué espera?
—¡El asunto no está resuelto! —exclamó el ángel de la espada—. Porque ese hombre que veis allí y que murmura para sus adentros, ese hombre, jueces del Tribunal Supremo, tiene en lo más profundo de su ser un alma tan perversa que ha sido capaz de mentir a su compañero de infortunios, al noble sueco, le mintió del modo más abyecto y le engañó pronunciando un falso juramento. ¡Que caiga sobre él la desgracia y la maldición una vez, dos y tres!
Y tras pronunciar el ángel la maldición todos enmudecieron, y luego el primero de los conjueces dijo apenado y consternado:
—Ése es un grave y terrible pecado que debe ser sopesado y ponderado.
—¿Cómo pudo traicionar a su compañero de infortunios? —clamó el segundo—. ¿Es que la luz de Dios había dejado de iluminar su alma?
San Miguel, sin embargo, negó con la cabeza:
—Habláis demasiado, no puede ser cierto —opinó, y tras esto se levantó y dijo:— ¡Acusador! ¿Dónde están tus testigos?
—Sí, es cierto, ¿dónde están tus testigos? —murmuró el caballero, cuyo ánimo se debatía entre el miedo y una loca esperanza—. ¿Dónde piensas encontrarlos, acusador, si no había nadie presente?
—Los testigos están dispuestos a hablar, sólo esperan a que los convoquéis —respondió el ángel de la espada—. Apartaos, pues son numerosos.
Y a una seña suya se retiró el séquito celestial y el círculo formado por los asistentes se abrió. Y el ángel de la espada, volviéndose hacia las profundidades, gritó:
¡Landas, praderas, pantanos y arenales,
caminos, senderos y trigales,
viento y nieve, matorrales y cenagales,
fuego, agua, seto y portón,
piedra del camino y candil de la casa!
¡Acudid y hablad!
Y entonces acudieron desde las profundidades los mudos testigos, los objetos terrenales, y llegaron tronando, crujiendo, silbando, rechinando, bramando y zumbando, y los jueces celestiales comprendieron su lenguaje. Y sobre aquel fragor se elevó la voz del arcángel:
—Hemos interrogado a los testigos y éstos han hablado. Se le ha imputado el crimen.
—Es culpable —retumbó la voz del juez desde las alturas—. Y mi sentencia es ésta: deberá cargar con su culpa durante el resto de sus días sin que pueda confesar a nadie su pecado más que al aire y a la tierra.
El pavor se apoderó del Caballero Sueco, comenzó a temblar, la desesperación inundó su alma, se apretó las sienes con los puños y un escalofrío de espanto recorrió su cuerpo. Los ángeles celestiales lloraban y gemían a su alrededor, incluso el ángel de la espada se apiadó de él y exclamó, volviéndose hacia lo alto:
—¡Juez Omnipotente! Es un castigo demasiado duro. ¿Es que no hay misericordia para él?
—No hay misericordia para él —respondió la voz de trueno desde las alturas—. Te confío al reo. Responderás de él con tu honor y tu palabra, y vigilarás que se cumpla el castigo.
El ángel de la espada inclinó la cabeza en señal de obediencia.
—Entonces lo llevaré conmigo —dijo—, y lo conduciré hasta la verde pradera…
El Caballero Sueco estiró los brazos y se levantó. Volvió a estirarse, se frotó los ojos y desató su caballo.
«Si no fuera porque lo he soñado», se dijo mientras descendía al trote por la colina, «habría dejado de temer la terrible cólera de Dios. Lo único que quiere es que oculte mi vida anterior, y eso mismo es lo que yo deseo. ¡Sería un estúpido si le fuera contando a todo el que se cruzara en mi camino quién soy y lo que he hecho! El Gran Juicio, eso es otra cosa, ahí hay un fragor de trompetas que le aturde a uno la cabeza, y yo ni siquiera he oído el garlido de una gaita, todo esto no ha sido más que un espejismo, un sueño.»
Le pareció muy extraño, casi incomprensible, que durante el sueño le hubiera asaltado una desesperación tan grande por no poder confiarle a nadie lo que había hecho en su anterior vida. No lograba entenderlo, pero tampoco podía detenerse a meditar en ello. Porque ahora había otro asunto que le preocupaba y le oprimía el corazón.
Mientras cabalgaba bordeando los campos pudo ver cómo habían madurado el trigo y la cebada, cómo colgaba el magnífico fruto de las espigas, porque habían esperado a que llegara el buen tiempo y habían sembrado en el momento preciso, y en todas partes se veía a los criados afanarse en su trabajo. Tras el segador venía el gavillero, y tras éste el atador, y tras el atador el hacinador.
«Aquí se nota que hay un amo con mano dura», se dijo el Caballero Sueco, y sintió una punzada en el corazón. «Las cosas han cambiado desde la última vez que estuve aquí. Me parece que llego demasiado tarde. La joven demoiselle ha sido desposada y hay un nuevo amo en la hacienda que sabe lo que le conviene a la tierra. Mi felicidad ha llegado a su fin antes de haber empezado.»
Pero a medida que avanzaba y cuando ya sus ojos alcanzaron a ver el pueblo con sus tejados de paja y, tras los arces, el tejado de pizarra de la casa señorial, comprobó que aquellos campos seguían en un estado lamentable, con mucha maleza entre los tallos: bromo, veza, pico de cigüeña y raspilla; y que de las espigas pendían unas bolas negras y polvorientas en lugar de grano: habían sembrado a destiempo mala simiente en suelo mal abonado.
El Caballero Sueco se irguió sobre la silla y picó espuelas.
—¡No! —exclamó lleno de júbilo—. No se ha desposado. No hay un nuevo amo en la casa. Ha perdido tanto dinero que ha tenido que vender los campos y los prados al vecino. Sólo ha podido conservar el terreno que rodea la casa, no mucho. Alabado sea el cielo, llego a tiempo.
El corazón le latía como un caballo desbocado ahora que iba a verla de nuevo. Al llegar al jardín se detuvo y esperó, y al verla correr por el sendero de grava con sus zapatitos de tafilete rojo olvidó las corteses palabras que tenía preparadas, sólo era capaz de pensar que su sueño y su quimera se hacían ahora realidad, y que aquella hora determinaría su destino para siempre. Y por primera vez se apoderó de él el temor, produciéndole escalofríos, de que pudiera reconocerlo. «Infeliz, ¿de dónde vienes?», sus palabras retumbaron en su oído. «¡Baja de prisa a la cocina y que la moza te sirva un plato de sopa con un trozo de pan!»
Se armó de valor y se dirigió hacia ella con el sombrero bajo el brazo, hizo una reverencia y se detuvo. Había llegado el momento de hablar, pero no se sentía capaz de pronunciar una sola palabra y fue ella quien habló primero:
—Su Señoría sabrá disculparme por haberlo hecho esperar. Me acaban de anunciar que un caballero extranjero ha venido a visitarme. Me había aumentado de la casa para ahuyentar a las gallinas que habían entrado en el jardín, donde causan muchos destrozos.
Sí, aquélla era la voz que un día lo libró de la horca. El Caballero Sueco estaba como hechizado y solo era capaz de mirar y escuchar. Era hermosa como el sol, el mismo diablo debía envidiar semejante belleza.
Ella continuó:
—Seguramente no es lo más correcto que Su Señoría se presente a sí mismo, pero Monsieur, je ne tiens pas à l’étiquette.
—¿Puede repetírmelo la demoiselle —le rogó el Caballero Sueco, como si acabara de despertar de un sueño—. Entiendo el francés sólo a medias, no tuve un buen preceptor en mi juventud y me resulta más fácil hablarlo que entenderlo.
La muchacha miró sorprendida a aquel caballero que confesaba con tal franqueza no ser muy ducho en francés. No daba la impresión de querer pasar por un caballero à la mode.
—¿Su Señoría es un oficial? —preguntó.
—Sí, eso es lo que soy, oficial de la corona sueca, para servir a Dios y a las gentes de bien —dijo el Caballero Sueco golpeando su espada.
—¿Y venís de muy lejos?
—Directamente de la caballería de Su Majestad, he participado también, dicho sea con modestia, en varias batallas, pero ahora he decidido retirarme.
—¿Y qué se le ofrece a Su Señoría? —preguntó la muchacha, que no acertaba a explicarse el motivo de la visita de aquel oficial extranjero.
—Al pasar por aquí no he querido perder la ocasión de presentarle mis respetos a la demoiselle —respondió el Caballero Sueco.
—Y yo se lo agradezco a Su Señoría —dijo la demoiselle confundida, bajando los ojos y mirando sus zapatos.
Así permanecieron durante unos instantes, sin saber qué decirse. Desde el jardín de la casa les llegaba el aroma de los nardos, de los claveles y los jazmines. A su alrededor reinaba un profundo silencio, a excepción del chirrido de un pozo que sonaba a lo lejos.
—No es la primera vez que vengo a esta casa —comenzó el Caballero Sueco con voz insegura.
—Ah, sí —dijo, tras reflexionar un instante, la muchacha—, antes de que muriera mi padre siempre teníamos invitados en la casa, también venían muchos oficiales. Ahora ya no es lo mismo.
—Me ha apenado saber —le aseguró el Caballero Sueco— que la demoiselle ha perdido a su señor padre. Con frecuencia me acuerdo de él, era mi padrino.
—¿El padrino de Vuestra Merced? ¿Mi padre? —exclamó la muchacha sorprendida.
—Sí. Y también conservo un anillo que me entregó la demoiselle, lo guardo como un tesoro —continuó el Caballero Sueco.
La muchacha estaba pálida como una muerta.
Se acercó la mano al corazón y respiró hondo, y luego susurró con un hilo de voz:
—Le ruego a Su Señoría por lo más sagrado que me diga quién es.
—Esperaba que la demoiselle me reconociera —respondió el Caballero Sueco atropelladamente y en voz muy baja, pues el miedo le oprimía el pecho—. Si la demoiselle quisiera acordarse de cómo rodamos montaña abajo, al volcar el trineo tras la desbandada de los caballos…
Un grito cortó el aire y la tierna niña se echó en sus brazos, estremecida por los sollozos, temblándole todo el cuerpo. Llena de júbilo y de pena gritó:
—¡Christian!
—Sí, soy yo —dijo el Caballero Sueco, y en ese momento sintió que realmente era aquel Christian von Tornefeld, a quien había enviado al infierno del Obispo, y con infinita ternura acarició sus cabellos y sus labios pronunciaron el nombre que había escuchado una única vez y que nunca antes se había atrevido a pronunciar—, Maria Agneta —exclamó, y ella alzó hacia el suyo su rostro radiante de felicidad bañado por las lágrimas.
Al verse paseando con ella cogidos de la mano y en amorosa conversación, con muchos «te acuerdas todavía» y «has pensado alguna vez», por el sendero de grava y entre las avenidas, sintió un deseo irrefrenable de abrazar el cielo y la tierra y le pareció como si hubiera salido del marasmo de su vida anterior para llegar a un prado florido lleno de sol.
Se detuvo junto a un banco cubierto de musgo sobre el que reposaba la mirada de una ninfa de arenisca desgastada por el tiempo que sonreía tímida y melancólica, y contempló pensativo los pedazos de un fauno con pata de cabra dispersos sobre la hierba. Maria Agneta apoyó la cabeza en su hombro y apretó su mano.
—Sí —susurró—. Claro que te acuerdas. Fue aquí donde yace el dios pagano entre la hierba.
—Sí, aquí fue —repitió el Caballero Sueco sin saber qué era lo que había ocurrido en aquel lugar, y sus ojos se deslizaron inquietos desde la cabeza con cuernos del fauno hasta el banco y la ninfa.
—Aquí juramos —prosiguió Maria Agneta— que la llama de nuestro amor jamás se apagaría. Y tú, Christian, dijiste: No te olvidaré, como nunca olvidaré a Dios.
—Sí, ésas fueron mis palabras —dijo el Caballero Sueco con voz firme.
—Durante los amargos días de la muerte de mi padre —dijo ella, mientras seguían caminando—, fueron mi único consuelo y mi esperanza. Doy gracias a Dios con toda mi alma por tu regreso. He tenido que esperarte mucho tiempo, Christian.
—Han sido tiempos difíciles, también para mí —le aseguró el Caballero Sueco—. He recorrido una larga ruta, he tragado el polvo de los caminos y he tenido que dormir tras vallas y setos, bajo la nieve y la lluvia. Pero todo eso pertenece al pasado.
—Si llegas a venir un poco más tarde no me hubieras encontrado aquí —dijo ella—. Debo marcharme y ganarme el pan en algún lugar del mundo fregando y cuidando niños.
—¿Fregando y cuidando niños? ¿Una dama de tan noble cuna? —preguntó sorprendido y casi ofendido el Caballero Sueco.
—Sí, o acarreando el lino o el lienzo a los hogares. No puedo permanecer en esta casa.
—¿Y por qué razón —le preguntó él— no puede quedarse ma cousine en esta casa?
—Soy pobre, no tengo ya bien alguno —respondió ella—. El señor von Saltza, mi padrino, es ahora el dueño de todo: el techo que me cobija, la cama en la que duermo. Los pagarés están en su poder. ¡Quiere que me case con él, Christian! ¿Dónde están las pecas que tenías en la cara? Ya sé por qué no te reconocí apenas te vi.
—Me parece que conozco a ese señor von Saltza —dijo el Caballero Sueco, ante cuyos ojos se alzó la imagen del hombre de la barba de chivo para desaparecer un instante después—. ¿Y ma cousine no quiere desposarlo?
—¿Cómo puedes preguntarme semejante cosa? —dijo ella con un ligero reproche en la voz—. Prefiero dormir sobre el heno como una campesina antes que yacer con mi señor padrino sobre plumas de cisne.
—¡Mi bien amada! —exclamó el Caballero Sueco lleno de alegría estrechando en sus manos las de ella—. Ya no habrás de temer a ese señor von Saltza ni sus pagarés. Que los traiga, tenemos dinero. ¿A cuánto ascienden las deudas?
—No lo sé —dijo la muchacha—. El administrador debe de haberlo apuntado. He tenido que vender las tierras, los prados y el estanque, ni siquiera sé cómo ha podido suceder. Nunca había dinero en la casa.
—¿Y cómo iba a ser de otro modo? —dijo el Caballero Sueco riéndose de un modo tan desaforado que la muchacha se sobresaltó—. En esta hacienda no hay ni una sola persona honrada, ¿lo sabe ma cousine? El administrador, el contable, el mayoral, no son más que un atajo de bandidos, ¿lo sabe ma cousine? Y por eso tampoco son capaces de poner orden entre los criados, aquí cada cual hace lo que se le antoja, ¿lo sabe ma cousine?
—Y tú, ¿cómo es que lo sabes tú, Christian? —preguntó Maria Agneta.
—Ayer, chemin faisant, le eché un vistazo a las tierras y vi que estaban en un estado lamentable —le informó el Caballero Sueco—. Y esta mañana, temprano, mientras ma cousine aún dormía, he inspeccionado la casa. Y he visto muchas cosas. El contable tiene cuatro vacas que alimenta con vuestra segunda hierba, ¿lo sabe ma cousine? El mozo de cuadra y el boyero se desayunan con una tortilla, tocino frito y cuajada, cuando lo que les corresponde es sopa, guisantes y berzas o nabos. Los segadores se llevan al campo uno, una libra de queso; otro, dos docenas y media de huevos o un pato para venderlo luego en el pueblo. Al administrador no le queda otro remedio que hacer la vista gorda, pues todo el mundo en esta casa sabe que él mismo es un ladrón. Y ma cousine pone a un hombre semejante al frente de la hacienda y encima le paga por ello un ducado tras otro.
—No sabía que sucedieran esas cosas —dijo la muchacha, abatida—. Mi tutor, el señor von Tschirnhaus, lo conoce desde que era niño y me asegura que es un hombre honrado.
—Sans doute —dijo el Caballero Sueco soltando una carcajada—. Fue honrado en la cuna, pero de entonces acá ha dejado de serlo. Y eso no es todo. Los graneros y las cuadras, ¡están llenos de agujeros! Por ahí entra la lluvia que pudre el forraje y hace que enfermen los animales. A estas alturas se debería haber sembrado ya el mijo y las hortalizas, se debería haber cortado ya la hierba y preparado la paja, pero nada de eso se ha hecho. ¿Lo sabe ma cousine?
—Christian, deberías hablar con la gente —le rogó la muchacha—, y decirles que deseas que se haga de otro modo.
Pero el Caballero Sueco rechazó su propuesta moviendo la mano.
—Hablar no sirve nada más que para desgañitarse uno —afirmó—. A éstos les voy a zurrar yo la badana para que se amansen y se vuelvan honrados. Con la caña de Indias en la mano voy a poner orden en esta casa. ¡Eh, tú, muchacho! ¿Es que no te han enseñado a saludar a las gentes de bien?
Con estas palabras se dirigió a un criado que se disponía a pasar a su lado y que, al oírlo, se quitó el grasiento bonete de la cabeza haciendo una mocha.
—¡Corre a buscar al administrador! —le ordenó el Caballero Sueco—. Y cuando lo encuentres, dile que Su Ilustre Señoría desea que acuda con los libros a rendirle cuentas. Que me espere arriba, en el refectorio de los señores.
El Caballero Sueco no regresó hasta pasadas dos horas. Al verlo, Maria Agneta corrió a su encuentro.
—Nunca en mi vida he tenido que enfrentarme a un trabajo tan duro como éste —le dijo, pasándose la mano por la frente—. Prefiero tener que galopar durante diez horas bajo la lluvia y el viento antes que repetirlo. El administrador ha arruinado con su pluma tal cantidad de papel que bastaría para proveer durante dos años a todos los queseros de todo el Sacro Imperio Romano. Pero que se reservaba la quinta parte de toda la lana y la cuarta de la leche que se ordeña cada día, eso no lo había apuntado en los libros. Con el permiso de ma cousine, lo he mandado al diablo. Ha desaparecido para siempre.
—Estoy de acuerdo con todo lo que decidas —dijo Maria Agneta.
—Cuando haya pagado todas las deudas —continuó el Caballero Sueco—, aún me sobrará un poco para pagarle al cura el cortejo nupcial y la boda, lo que pidan los músicos, el traje de novia y el almuerzo de los vecinos al día siguiente, si ma cousine también está de acuerdo.
—¡Christian! —dijo la muchacha en voz baja—. Todo este tiempo te he estado esperando, he estado esperando este momento. Y ahora que ha llegado me entrego a ti, siempre te he amado, durante toda mi vida no te he amado más que a ti.
—Más que a mí —repitió el Caballero Sueco. Agachó la cabeza y durante unos instantes pensó, sin quererlo, en el otro, en el perdido, a quien por causa de este amor había despojado de su nombre, su libertad y su honor.
Luego continuó hablando:
—Ma cousine no encontrará en este mundo de Dios a ningún otro que la ame como yo la amo, ésa es la verdad, y que Dios me ayude.
—Lo sé, Christian —dijo Maria Agneta con una sonrisa.
—Pero todavía tengo que decirle una cosa a mi adorada prometida —prosiguió el Caballero Sueco—, y es que tendré que trabajar muy duramente y que durante largo tiempo habremos de compartir con los criados el pan negro de avena.
—Comeré contigo el negro pan de avena, Christian —dijo Maria Agneta—. Y daré gracias a Dios eternamente por haberme colmado de dicha.
Una noche, dos meses antes de dar a luz, Maria Agneta se despertó a medianoche y no pudo volver a conciliar el sueño. Sentía al niño moverse en su vientre. Si era niña la llamarian Maria Christine, y sabía que sería una niña, ya la había visto en sueños corriendo por el caserío con su vestidito blanco de satén y con un gorrito blanco y negro en la cabeza, y veía también cómo se reían los criados y las mozas al verla enredarse con el vestidito y caerse, y acudían a ayudarla, y los gansos y las cabras se reían con ellos. Mientras pensaba todo esto con los ojos cerrados y una sonrisa en los labios, recordó lo que había sucedido un año atrás. Hace un año, se dijo, las arcas estaban vacías, no tenía ni lino ni sábanas. En cambio ahora, desde que un amo gobernaba la casa, todo estaba en orden, y sintió que su felicidad descansaba sobre suelo firme y que debía agradecérselo a Dios, el dispensador de todo lo bueno. Amaba a su marido con locura y, cuando éste se ausentaba para ocuparse de las tierras, la espera se le hacía intolerable, y cuando por la noche sentía sus pasos en la escalera, la sangre le zumbaba en los oídos de la alegría de volver a verlo. Ahora se encontraba a su lado, durmiendo. Se incorporó un poco para oírlo. Respiraba tranquilo. Algunas noches, sin embargo, le asaltaban extraños sueños, y gemía y agitaba los brazos con violencia: probablemente estaba luchando en el ejército sueco junto a su rey.
Las gentes de la aldea y también los nobles vecinos le llamaban el «Caballero Sueco», pues siempre se vestía con la casaca sueca de color azul que había llevado el día en que llegó a la casa por primera vez. Las gentes decían con sorna que no le gustaba exponerse al sol, para que no se vieran los remiendos de su vieja casaca. Ahorraba en todo, pues quería guardar el dinero para el festín del bautizo. Sin embargo, a escondidas y a medio florín la vara, Maria Agneta le había comprado un trozo de terciopelo azul a un judío que se dirigía desde Polonia a la feria de Leipzig, para hacerle una casaca nueva. Pero temía confesárselo. Un día ella le dijo que un caballero debía vestir con dignidad, y él le había respondido, interrumpiéndola: «Cualquier carpintero, cualquier tonelero se pasea hoy vestido de terciopelo y seda, por eso un caballero debe llevar un blusón de cutí, como los campesinos, para darles en las narices.»
En la aldea se comentaba: «¿Qué clase de caballero es éste? Si se trata de vender un potro, un ternero o un carnero, no hay nadie que lo aventaje en el regateo, por un simple cruzado es capaz de pelearse con el hombre más pobre, ¿qué hay de su honor de caballero?». Cuando esto llegó a sus oídos, el Caballero Sueco se rió. «¿Para qué quiero yo ese honor? ¿Acaso el honor me va a engordar las vacas y los cerdos?». Sin embargo, era un oficial y un caballero sans reproche, cada día le hacía una nueva déclaration d’amour, y a ella le agradaba oír cómo la llamaba mi alma, mi ángel querido, mi mayor tesoro. Sin duda ya no era el galán à la mode de antaño, ahora debía trabajar duramente para que pudieran comer y beber a su gusto. No tenía tiempo para comer con ella, su adorada, a mediodía, y se conformaba con un plato de gachas que le servían en la estancia de los criados. Durante el día no podía distraerse ni un instante y unas veces estaba aquí, y luego allá, y con frecuencia decía: «El señor de la casa debe conocer cada brizna de paja que llega al pesebre y cada astilla que pasa por la maderería.»
Ella deseaba poder ayudar a su Christian de alguna manera, pero no le resultaba fácil retener todo lo que le había enseñado. Sabía qué cantidad de madera y de desbrozo debía traerse diariamente a la casa, cuántos cuartillos de cerveza hacían falta el domingo, cuándo debían recibir carne los criados, y cuándo mijo, sopas de leche, gachas o albóndigas, y sabía que las albóndigas debían hacerse con harina de centeno y harina de cebada mezcladas por partes iguales. Sabía muchas más cosas y se las repetía a sí misma para distraerse, tal y como se las había oído decir a su Christian.
«El tabernero del pueblo recibirá todos los meses dos pares de gallinas y sesenta huevos, a cambio de ello su mujer deberá tejer un lienzo para sus amos. Cuando era niño hicieron en mi pueblo una representación con los tres Reyes Magos, y el tabernero hacía de Baltasar, pero entre tanto debía vestirse de pastor y tocar la gaita, hacía de pastor negro, ¡lo que me reí yo con aquello! No conseguía quitarse el hollín de la cara. Al molinero se lo dispensa de servir, pero deberá cebar cuatro cerdos cada año. El herrero del pueblo recibirá once florines para el hierro y ocho fanegas de grano por cuidar de los aperos de labor, tiene un niño de nueve años que le ayuda con el fuelle. Los árboles de la vega nos pertenecen, el molinero no tiene ningún derecho sobre ellos, son olmos y encinas, y la encina, dice Christian, es un buen árbol, de él se pueden sacar jamones y salchichas. Las mujeres del pueblo deben trabajar en casa a cambio de un cruzado diario más la comida. Una oveja da en una esquilada una libra y cuarto de lana, un carnero da una y media. Mañana —no debo olvidarlo— debo decirle al pastor que guarde sus gallinas en su casa y no en la cuadra de las ovejas. Una oveja da en una esquilada… pero ¿por qué no se ve la luna? Seguramente hay niebla otra vez. Las nieblas de marzo no son buenas, dice Christian; a los cien días traen granizo. Ya es la una. Hace tiempo que no estoy despierta tan tarde. A la una de la madrugada fue cuando llevaron a Nuestro Señor Jesucristo ante Pilatos. Y Pedro se quedó en el patio, calentándose las manos con la lumbre. ¡Qué frío tengo!»
Se tapó los hombros con la manta y, mientras permanecía así, tumbada y esperando que le sobreviniera el sueño, se apoderaron de ella de pronto una tristeza y un miedo terribles, le pareció estar sola en la habitación y que su Christian se hallaba muy lejos de ella y sufriendo terriblemente, veía alzarse las llamas a su alrededor, y él gritaba pidiendo auxilio, y vio su rostro con tal viveza que quiso gritar ella también, presa de miedo y desesperación, aunque sabía que él estaba a su lado y dormía apaciblemente. Y sin embargo todo su ser vibraba en una queja, como si le hubiera perdido. «¿Qué es esto?», se preguntó, turbada. «La melancolía se ha apoderado de mí, ¿por qué? ¿por qué? Si está aquí, a mi lado. No, está muy lejos de aquí y pide auxilio, y nadie lo escucha. Que Dios me perdone, no es verdad lo que digo, no debería decirlo, no es justo. ¿Qué es lo que me sucede? ¿De dónde me viene este miedo?»
Se levantó de la cama, arrimó la candela con el pulso temblándole y encendió la mecha de la lámpara de cobre dejando que la incierta luz cayera sobre el rostro del hombre que dormía a su lado. Lo miró, miró cómo dormía con las manos cruzadas sobre el pecho, y no logró ahuyentar aquel temor. Le pareció ver en aquel rostro inmóvil algo que le resultaba ajeno, algo que nunca antes había visto, algo que pertenecía a otro mundo, pero no era capaz de decir qué era.
Un escalofrío recorrió su cuerpo y se echó a llorar desconsoladamente.
«No se ha ido», dijo una voz en su interior. «Está aquí, a mi lado. Pero, que Dios me perdone, por un instante pensé que era un extraño el que yacía a mi lado. ¿Cómo ha podido suceder, cómo se me ha podido ocurrir semejante idea? ¿Y por qué siento esta necesidad de llorar ahora que lo he visto? ¿Por qué? ¿Por qué?»
Volvió a mirarlo queriendo encontrar en su rostro consuelo y sosiego, pero cuanto más lo miraba, mayor era el dolor que atormentaba su corazón.
Y entonces, en medio de aquel terrible sufrimiento, se le ocurrió de pronto una idea. Recordó que una doncella que habían tenido en la casa, Margret, le había enseñado a hablar con los que duermen. «Dibuja sobre él la señal de la sagrada cruz», había dicho Margret, «y coge su pulgar izquierdo, así tendrás poder sobre él. Luego llámalo en nombre del Señor, pregúntale lo que deseas saber, y te dirá la verdad.»
—No es más que un juego —susurró—. Soy una tonta, perdóname, Christian. Lo hago sólo para comprobar que es mentira, y porque da la casualidad de que tú duermes y yo estoy despierta. Ella, Margret, me contó muchas cosas antes de escaparse con aquel soldado. También me contó que si uno se frota los párpados con sangre de murciélago puede ver al diablo cabalgar por los aires, y no es verdad, hubo uno que lo probó y no vio nada. Lo hago también por pasar el rato, perdóname, Christian, pero no encuentro sosiego ni recobro el sueño, y la noche es tan larga.
Dibujó apresuradamente la señal de la cruz sobre su frente y apretó el pulgar de su mano izquierda. Entonces le preguntó, balbuciendo:
—¿Quién eres? ¡Dime quién eres! ¡En nombre de Dios todopoderoso, responde!
En ese momento el rostro del durmiente empalideció súbitamente y su respiración se hizo tan pesada como si lo hubieran enterrado bajo un montón de piedras. Y al verlo tratar de pronunciar las palabras con la boca pero permanecer callado apretando los dientes, le pareció como si hubiera dos hombres luchando en su interior, uno que deseaba hablar y confesarse, y otro que se negaba y conseguía vencer. Sólo pudo escuchar un gemido que provenía del pecho del durmiente.
—¡En nombre de Dios todopoderoso! —exclamó desesperada. Le volvió la espalda para no continuar viendo el rostro de aquel desconocido—. Si no eres mi Christian, ¿por qué has venido y por qué has dicho que me amabas?
Durante un instante reinó el silencio más absoluto y luego se oyó la respuesta, pesada y lentamente, como surgiendo de un sueño:
—En el nombre de Dios, he venido porque te amo desde siempre. Te amo desde el primer instante en que mis ojos te contemplaron.
—¡Christian! —exclamó ella, llena de júbilo, porque quién sino él podría hablar del pasado. Lo miró y entonces él abrió los ojos y se llevó la mano a la frente. Al incorporarse aún medio adormilado y reconocerla, su rostro le resultó de nuevo familiar y su miedo y sus dudas desaparecieron del mismo modo que desaparece en un instante la confusión que el sueño crea en el ánimo del que se despierta.
—Mi ángel —le oyó decir—. Has estado llorando. ¿Qué ha ocurrido?
—No es nada —susurró ella—. Nada, querido, no ha sido nada. He estado llorando no sé por qué, ya ha pasado. Sabes, hay veces en que uno es tan feliz que tiene que llorar.
—¡Duerme, mi vida! —le dijo él—. Aún es temprano, debes dormir.
Casi dormida, pronunció un débil «Sí», el cansancio se había apoderado de ella. Él se zafó de su abrazo y le arregló la almohada. Ella se recostó y, al apagarse la luz, su mano buscó por última vez la de él, y luego cerró los ojos.
Ésa fue la única vez en que la verdadera imagen del amor de su infancia se alzó en su alma. A partir de aquella noche, se fundió con la imagen del hombre con el que se había casado, para no regresar nunca más.
El miércoles que siguió a la celebración del Éxodo, al cruzar la plaza del pueblo para llevarle una libra de pan a la anciana esposa del correo que ya no podía valerse por sí misma, le sobrevinieron los dolores del parto. Sólo tuvo el tiempo suficiente de regresar a su casa y arreglarse el pelo.
A él tuvieron que salir a buscarlo al campo. Cuando llegó galopando al caserío alguien le anunció a gritos que había sido una niña.
Todos los nobles del lugar acudieron a caballo o montados en sus calesas al festín del bautizo: los Üchtritz, los Dobschütz, los Rottkirchs, los Bafron, los Bibran; desde Bohemia llegaron los Nostitz, y desde el principado de Sajonia, los señores de Tschirnhaus.
Por la tarde la casa rebosaba de invitados. Las damas se instalaron en una de las estancias de abajo y se les ofrecieron confituras, pasteles y aguardiente de comino. Acompañaba a la puérpera Barbara von Dobschütz, una dama de cierta edad y nariz respingona que sólo sabía hablar de su devoción, de Dios y de cosas sagradas, pero de una forma muy particular. Hablaba de Dios con el mismo tono que utilizaba para reprender a sus criados.
—Con frecuencia no me da tiempo de hacer todo lo que debo, querida mía —se lamentó—. El domingo escuchar el sermón, cada semana un día de oración y penitencia. Repartir limosnas, visitar a le enfermos, todas las tardes un rato de lectura, este año ya me he leído tres veces El jardín del paraíso y La corona celestial desde el principio hasta el final. Nom de Dieu, una hace lo que puede para dar contento al Señor. Pero a veces Él tiene una forma muy curiosa de tratar a los suyos, si lo sabré yo. Le he rogado con toda mi alma…
El Caballero Sueco había entrado en la habitación y se había acercado a la cama sin hacer ruido. Puso la mano sobre la pequeña toca de encaje que ocultaba los rizos castaños de Maria Agneta y le dijo en voz muy baja:
—Mi adorado angelito, vengo a verte y a ver a mi corazoncito. Estás muy delgada, pero tan hermosa como un día de verano.
—… que me ahorrara este año los dolores reumáticos —continuó la Dobschütz—. ¿Y de qué me ha servido? En lugar de reuma ahora tengo jaquecas. Querida, ¡no sabes lo que he sufrido…!
El Caballero Sueco se inclinó sobre la cuna.
—Alma querida que el señor me ha enviado —susurró—. Ha cerrado las manitas, está durmiendo.
Y, tal y como había venido, se fue sigiloso de la estancia, cerrando la puerta tras de sí.
—Si hace lo mismo con los demás —suspiró la Dobschütz continuando con su perorata acerca de Dios—, entonces no me extrañaría que dentro de poco estén todas las iglesias vacías.
Los caballeros se encontraban en el refectorio principal sentados alrededor de una mesa con sendas jarras de vino, botellas de rosoglio, bíter español y aguardiente de Danzig.
El Caballero Sueco se había retirado al vano de una ventana con Melchior Bafron, que pasaba por ser el mejor agricultor de toda Silesia. Entablaron conversación sobre la calidad de los suelos, los beneficios que podían obtenerse de los prados, los intereses de la hierba, la cría de terneros y sobre lo difícil que era, en los tiempos que corrían, sacar provecho del engorde de los cerdos.
—Yo siempre he preferido criar novillos —dijo Melchior Bafron—. El cerdo no da ningún provecho, no se puede esperar nada de él hasta que no llega al tajo del carnicero. Y, en cambio, ¡considere mi señor hermano las ventajas de la vaca…!
El señor de la casa no estaba de acuerdo con él en aquel punto.
—Cualquier animal es malo si no se lo cuida como es debido —opinó—. Doce celemines de grano y no del mejor, y doce semanas de espera no se las puede uno ahorrar para el cerdo. Y después de eso lo que gano con el tocino constituye una partida nada despreciable que añado a mis ingresos.
Los señores que departían en la mesa habían comenzado entretanto a comentar los tiempos que corrían, los avatares de la guerra y la proximidad del enemigo. Se decía que el joven rey de los suecos, que se encontraba en Polonia con su ejército, tenía la intención de atravesar Silesia y llevar el frente al otro lado, al principado de Sajonia.
—De modo que pronto llegarán la carestía y la peste a nuestra tierra —suspiró el barón von Bibran—. El paso de un ejército extranjero siempre trae consigo ese tipo de desgracias.
—Para nosotros no supondría una desgracia que subieran los precios del ganado y del grano —intervino el señor von Dobschütz—. El rey sueco siempre ha sido generoso.
—Sí, siempre es generoso con las palabras del Evangelio —se burló el viejo Tschirnhaus.
—Aunque Polonia y el principado de Sajonia aunen sus fuerzas —exclamó el joven Hans Üchtritz con entusiasmo alzando su copa—, no podrán detener el avance del León del Norte. Del mismo modo en que ha obligado al rey de los daneses a firmar un acuerdo, el Príncipe Elector sajón deberá hincar la rodilla ante él.
—¡A tu salud, Hans! —retumbó la bronca voz del señor von Nostitz, cuñado de Hans Üchtritz—. ¡Te deseo larga vida, Hans! Pero yo te aseguro: si yo fuera rey de Polonia, preferiría tener al diablo de vecino antes que a Carlos el sueco. Porque al diablo al menos puedo ahuyentarlo con la señal de la cruz.
—¡Calla! —silbó desde el otro extremo de la mesa su primo, Georg von Rottkirch—. ¿Olvidas quién es dueño de esa casa? Es sueco de nacimiento y defenderá la causa de su rey. ¿Acaso buscas pelea?
—No he dicho nada ofensivo —se retractó el señor von Nostitz, que no era hombre pendenciero—. Digo que al diablo se lo ahuyenta con la cruz, pero al mal vecino no. No he dicho nada más que eso. No busco pelea.
—A nuestra casa, donde los correos suelen cambiar los caballos —refirió el joven Tschirnhaus—, llegan a veces noticias. Se rumorea que el rey sueco va a imponer a la nobleza el doble vasallaje y que quiere obligar a los campesinos a que le entreguen su séptimo varón. Se dice que quiere llevar la guerra hasta los samoyedos, que viven bajo la nieve, más allá de Moscú.
—Continuará con la guerra mientras haya gente dispuesta a ir a la guerra —dijo el barón von Bibran.
—Yo lo considero el héroe evangélico, un milagro viviente y un ejemplo para el futuro —exclamó el joven Üchtritz, alterado por el vino, con tanta violencia que la araña que colgaba sobre la mesa comenzó a temblar—. Alzo mi copa por la victoria del rey sueco y porque su gloria dure eternamente.
Los señores le miraron disgustados, ninguno de ellos estaba dispuesto a secundar su brindis, y sólo por respeto al dueño de la casa alzaron sus copas. De pronto la voz del Caballero Sueco cortó el silencio en que se hallaba sumida la sala, dirigiéndose a Bafron:
—Contra los cólicos yo les doy a los lechones ladrillo machacado con un poco de aceite.
El joven Üchtritz volvió a depositar su vaso sobre la mesa sin decir palabra. El señor von Nostitz se dejó caer sobre la silla prorrumpiendo en una carcajada tal que estuvo a punto de perder su peluca. En ese momento se abrió la puerta de la sala y uno de los criados a los que habían enfundado en librea anunció a un invitado que llegaba con retraso, el barón von Lilgenau.
Los caballeros se levantaron y rodearon al recién llegado. Al principio no se oyó más que un confuso parloteo. Luego, la voz de bajo del señor von Nostitz se elevó sobre las demás:
—¡Hans Georg! ¡Hermano! ¿Qué haces aquí? ¡Hace más de un año que no te veo!
El Caballero Sueco se había levantado.
—No me había enterado ni de lo del noviazgo ni de la boda —le oyó decir al recién llegado—. Y, al pasar cerca de aquí, le oí gritar a uno que se celebraba un bautizo en esta casa. Así que me bajé del caballo y subí la escalera. ¿Tornefeld? Tengo que verlo. Creo que conocí a su padre.
Al Caballero Sueco le pareció sentir una mano helada posándose sobre su corazón. Todo daba vueltas a su alrededor, las paredes, los hombres, las jarras de vino, la mesa. Y, como en un sueño, oyó la voz del señor von Nostitz:
—Señor von Tornefeld, aquí le traigo a Hans Georg Lilgenau, Capitán de dragones. Es amigo mío y está deseando conocerlo. Está emparentado con los Lilgenau de Mankerwitz.
—Sea bienvenida Su Señoría —murmuró el Caballero Sueco. El suelo se balanceaba bajo sus pies, los vasos bailaban, la araña se mecía. Hizo acopio de toda su entereza y se mantuvo muy erguido. En aquel instante no pensaba más que en Maria Agneta, que descansaba en su habitación. Terminado. Todo había terminado.
Por segunda vez en su vida se enfrentaba al barón Maléfico en aquella casa.
—Yo conocí a vuestro señor padre, el coronel —la voz de su mortal enemigo llegó hasta sus oídos—. En la batalla de Saverne tuve el honor de luchar bajo sus órdenes.
¿Saverne? ¿Sería una trampa? Aquella pregunta lo atravesó como un rayo. ¡Saverne! ¡Saverne! ¿De qué conozco yo ese lugar? En una ocasión, en el molino, el otro había dicho: «¿Qué sabrás tú, hermano, de Saverne y de lo que allí sucedió…?»
—Sí —dijo el Caballero Sueco, y respiró profundamente—. Mi padre me ha contado muchas veces lo que pasó en Saverne y cómo cayeron allí rayos, truenos, gritos y… —¿cuáles habían sido sus palabras?— todos corriendo de un lado a otro. ¡Adelante! ¡Atrás! Formar una y otra vez, atacar de nuevo. En aquella batalla perdió el brazo.
El barón Maléfico lo miró fijamente a la cara durante largo rato.
—Os parecéis tanto a vuestro señor padre que es para echarse a reír —dijo entonces, y la fiesta continuó su curso.
Todos los años, si la cosecha había sido buena, el Caballero Sueco compraba sendas fanegas de tierra a sus vecinos para añadirlas a sus tres yugadas, unas veces tierra de labor, otras algún prado, y cinco años más tarde había logrado recuperar toda la tierra que el antiguo administrador había malvendido en su propio provecho. No se daba a los placeres de la comida ni de la bebida, y jamás permanecía largo rato junto al calor de la chimenea. En cualquier época del año salía al campo antes de que sonaran las primeras campanadas, y vigilaba cómo segaban, cortaban y ataban las gavillas, cómo preparaban el abono y abrían las zanjas para el agua.
Los señores y los criados se alimentaban del fruto de los campos, la crianza se daba bien, la tala engrosaba las arcas de la casa. En las despensas había todo lo que debe haber en una casa grande; en la cochera había trineos grandes y pequeños, carruajes y calesas; a todas horas había caballos frescos para el postillón, los ordenanzas y los correos que se detenían en la casa, y los vecinos acudían a ver los moruecos españoles que criaba.
Pero a veces, al recorrer al galope los campos y contemplar las tierras que se extendían a un lado y a otro y que le pertenecían, una sombra se cernía sobre su alma como un golpe de viento helado nocturno: era como si todo aquello que consideraba suyo, los campos, los prados y las vegas, los abedules dispersos y el verde fruto de los campos, el arroyo que corría entre los prados, y su casa y la hacienda, y la mujer que amaba, y la hija por quien temía, como si todo aquello no fuera suyo, sino algo que se le hubiera prestado por poco tiempo y tuviera que devolverlo y, cuanto más brillaba el sol sobre él, mayores eran las tinieblas que turbaban su espíritu. Entonces obligaba a su caballo a dar la vuelta y galopaba hacia su casa como perseguido por el diablo. Y cuando en el patio las herraduras de su caballo arrancaban chispas a los guijarros, la niña acudía desde el jardín a saludarlo y detrás de ella Maria Agneta, que la cogía al vuelo y la levantaba para que pudiera abrazarla y besarla desde su montura. Sólo entonces, al abrazar a la niña, un ser de carne y hueso, lograba ahuyentar aquellas sombras de su alma.
A su esposa, a Maria Agneta, la amaba como el primer día; el tiempo no había podido ejercer con ellos su efecto devastador. Pero aún más intenso y atormentado era su amor por la niña, por Maria Christine. Era la primera a quien su mirada buscaba al regresar a la casa. En cuanto la veía, brillaba en sus ojos el reflejo de la felicidad eterna.
A veces, cuando después de una jornada entera en los campos, regresaba tarde a la casa, se acercaba sigiloso a la cama de Maria Christine y permanecía en silencio ante ella escuchando su respiración. Pero su mirada se adentraba, aun contra su voluntad, hasta el sueño de la criatura y ésta se despertaba con un puchero, pero luego, al reconocer a su padre, le tendía los brazos y se abrazaba a su cuello. Si quería liberarse tenía que cantarle canciones, siempre las mismas, pues no se acordaba de muchas: la canción del lobo que ayunaba y la canción del angelito elegido. Y la que cuenta cómo llegó un sastre a las puertas del cielo, la que habla del mendigo que se casó o de la gallinita que no quería poner huevos. «¡Matad a la gallina! ¡Matad a la gallina! Mi pan se come, pero no pone», cantaba el Caballero Sueco, y por un instante la gallina revoloteaba en el borde de la cama buscando mendrugos de pan, y el lobo que ayunaba ya no quería volver a probar la carne y se estiraba perezoso a los pies de la niña, entre las sillas bailaba el sastre con el mendigo, y desde detrás de la ventana los miraba Herodes, que parecía en la canción de los Reyes Magos. Esa era la que más le gustaba a Maria Christine, a veces empezaba ella misma a cantarla con su vocecita:
Melchor, Gaspar y fino Baltasar,
larga barba tiene Herodes.
El Caballero Sueco se le unía con su voz grave y los dos cantaban muy bajito para que nadie los oyera:
Galopaban como el viento,
en siete horas millas ciento,
llegaron a la casa de Herodes,
que a la ventana salió, a verlos.
«Melchor, Gaspar y fino Baltasar,
¿a dónde vais? ¿A dónde vais?»
«Raudos como el viento vamos,
a Maria y al Niño buscamos»
«¡Melchor, Gaspar, y fino Baltasar,
quedaos aquí, que vamos a celebrar!»
«Debemos partir, no nos podemos quedar,
vamos a Belén, el silencioso lugar.»
—Para ver su resplandeciente rostro, por siempre, por siempre, por siempre jamás —sonó ahora la vocecita de Maria Christine, pero eso pertenecía a otra canción, el sueño la venció y todo se difuminó ante ella, casi no era capaz de mantener los ojos abiertos. El Caballero Sueco se levantó y se alejó sin hacer ruido, tal y como había llegado y, al salir por la puerta, se llevó consigo las fantásticas figuras que habían habitado la estancia por un rato: el lobo, la gallinita, el sastre y el mendigo. Herodes, con larga barba, fue el último en desaparecer.
Ocurrió un día de marzo, el tiempo por tanto en el que, como dicen los campesinos, se rompe el hilo en la rueca, con lo cual quieren significar que comienza el trabajo en los campos. Anochecía, y nubes cargadas de nieve cruzaban el cielo y en las desnudas ramas de los arces cantaba la corneja. Arriba, en la casa, el Caballero Sueco recorría una y otra vez la «habitación larga». Maria Agneta se había sentado junto a la chimenea y contemplaba los grabados de un libro llamado El jardín de los amarantos, el fuego arrojaba reflejos sobre su cabello dándole un brillo rojizo. Cerca de la ventana, el preceptor trataba de enseñarle a Maria Christine el noble arte de las letras, pero la niña no lograba apartar su vista del rincón donde guardaba sus juguetes, un caballo y un cochecito de madera. Entre la mesa y la puerta había dos aldeanos con las gorras en la mano, uno era un campesino que había venido a pedir simiente, el otro un carpintero a quien el Caballero Sueco había mandado llamar, pues quería construir otro granero encima de las cuadras. El carpintero calculaba cuánto debía pedir para el sueldo, el vino, la carne, el pan y el queso que necesitaba para él y su gente. El campesino entonó su letanía por segunda vez:
—Vengo a rogar a Su Excelencia que me conceda un gran favor, pues quiero salir al campo a sembrar centeno.
El Caballero Sueco se detuvo, se acercó al campesino y le dijo:
—Todos los años vienes a pedir pan y simiente. Para alimentarte tú y tu vaca te basta con la tierra que tienes, también podrías producir tú mismo la simiente del próximo año y hacer que tu hacienda prosperara. Pero, en cambio, ¿qué es lo que haces? Ya de mañana vas a ver al tabernero y, si no estás con él, estás en tu casa echado detrás de la estufa. Así no se puede prosperar. Sabes cómo remediar la sed, pero cuando tienes hambre acudes a mí.
El campesino sabía muy bien que debía aguantar la tormenta si quería recibir su medio celemín de grano. Se encogió, escuchó con paciencia los reproches mientras estrujaba su gorra de pelo de conejo y, pasado un rato, comenzó de nuevo:
—Porque es costumbre que el amo escuche al labrador de buen grado y que responda a su ruego con amabilidad y probidad, como conviene a un cristiano, vengo a rogar a Su Ilustre Señoría me conceda un gran e importante favor. Se trata de la simiente, si me la pudiera dar, aunque fuera prestada.
—Ahí llevan a otro —dijo en ese momento Maria Agneta que, como empezaba a oscurecer, había dejado a un lado el libro de los grabados y se había acercado a la ventana—. Es el tercero en esta semana. Que Dios nos proteja, ¿por qué mueren tantos hombres en ese lugar? ¿Acaso el Obispo no tiene un cementerio propio?
—No —intervino el preceptor—. No tiene más que chozos para los martillos, hornos, y muchas minas y galerías. La más grande es la de san Mateo. Luego está la de san Lorenzo y el pozo de los Desamparados. Permite que la gente muera en el dominio, pero el capataz los lleva a enterrar a los pueblos de los alrededores.
Afuera, bajo la pálida luz del día que llegaba a su fin, un miserable cortejo fúnebre avanzaba por el camino que bajaba de las colinas. A la cabeza del mismo iba un hombre cargado con una cruz, tras él venía un viejo clérigo, luego el jamelgo que tiraba de la carreta en la que descansaba un ataúd de madera y, aparte de ellos, no había nadie que llorara al muerto.
—Se dice —les contó el carpintero— que Su Alteza el señor Obispo quiere mandar construir otro jardín de recreo en su residencia de Franconia, lleno de estanques y cascadas, de grutas de piedra y juegos de agua, pabellones chinos y una orangerie. Pero todo eso cuesta dinero, y las arcas del Obispo están vacías. Por eso ha enviado al dominio a un nuevo capataz que ha restringido la ración de los que allí trabajan, ya no les dan manteca y reciben todos los días tan sólo media libra de pan, aunque trabajen lo mismo que antes.
—Quizá el señor Obispo no esté al corriente de lo que está pasando, habría que decírselo —opinó Maria Agneta.
—Lo sabe de sobra, de sobra —la contradijo el preceptor—. En la región se le llama, y con razón, «el embajador del diablo». Es un hombre despótico, quiere aventajar a los demás príncipes en lujo y en el brillo de su corte, ningún capataz, ningún patrón de mina le parece lo suficientemente severo.
El Caballero Sueco se encontraba junto a la ventana mirando en silencio la carreta mientras avanzaba lentamente con su carga por el camino, y mirando al clérigo que conducía el féretro.
—En todas partes hay guerra —continuó el preceptor—, son buenos tiempos para la forja del Obispo. Carlos el sueco y el zar de los moscovitas necesitan mucha artillería, pesada y ligera, y cañones para los mosquetes, corazas y sables de coraceros. Por eso humean las chimeneas y el hierro se funde en la forja sin descanso. Cada día salen del dominio carros y carros llenos de armas hacia Polonia.
—El dominio es el albergue de los perdidos y de los condenados —dijo en voz baja el campesino, que seguía junto a la puerta—. Son almas que sólo la muerte misericordiosa podrá liberar.
Entonces comenzó a hablar el Caballero Sueco, dejándose llevar por la violencia de sus recuerdos:
—El trabajo más duro es el de las caleras —dijo—. Allí están los canteros, que parten la piedra con la pesada alzaprima y con sus propias manos, y luego hay otros que la pican con la almádena. Día y noche tragan polvo, después de un par de años comienzan a escupir sangre y acaban muriendo. Dios se apiade de ellos, y también de aquellos que, uncidos al carro, arrastran la piedra picada hasta el horno y luego acarrean la cal quemada. La calera tiene cinco pozos que arden rojos como…
—¿Cómo sabes tú todo eso, Christian? —preguntó Maria Agneta sorprendida—. Hablas como si hubieras estado tú mismo picando piedra en el infierno del Obispo.
—Mientras recorría los caminos con mi caballo he conocido a muchos vagabundos y a muchos ladrones de mercado que me hablaron del infierno del Obispo —respondió el Caballero Sueco.
Luego siguió hablando:
—Delante de la calera está el horno, que tiene dos bocas de fuego, en una arrojan la madera y por la otra sacan la ceniza al rojo vivo. Tres hombres deben encargarse de este horno: el quemador, el atizador y el descargador. El quemador tiene que ir calentando el horno poco a poco, primero lo alimenta con astillas, luego con leña menuda y más tarde con maderos que corta y separa con una horca de hierro. El descargador tiene que sacar la ceniza ardiente del horno y tiene que poder soportar el calor. Cuando sopla el viento, el ardiente aliento del horno le quema la cara y el cabello, y su alarido resuena de punta a punta. El tercero es el quemador, que es el que vigila el fuego. Al principio el humo tiñe la llama de negro, luego ésta cambia de color: se torna rojo oscuro y violeta, luego azul y finalmente es blanca. Cuando la llama arde blanca y la piedra tiene el color de las rosas, es que ha hecho bien su trabajo. El quemador no puede apartar los ojos de la mirilla. Porque si el fuego no es como debe ser, se expande o se apaga, entonces el horno no marcha bien y los vigilantes se lanzarán con sus garrotes sobre el quemador y sus ayudantes. En invierno, en cambio, cuando después de sudar como condenados junto al ardiente pozo, el quemador, el atizador y el descargador salen a respirar el aire helado, entonces viene la muerte y los señala con el dedo. Y cuando uno de ellos, a quien ella ya ha elegido, yace con las mejillas ardiéndole de fiebre y sin respirar apenas, pues cada aliento es como una punzada qe atravesara su pecho, entonces le dicen: «¡Apártate de mi camino! ¿Quién te necesita ya? Si estás enfermo estira la pata, espira tu último aliento y muérete de una vez, ya no sirves para nada.»
Luego se calló. Maria Agneta encendió la lámpara. Maria Christine se había desembarazado del abecedario del preceptor y había corrido junto a sus juguetes. Gritaba para sí en voz baja, jaleando su caballo de madera con unos «arre» y «so». Entretanto, en el camino, la carreta que llevaba el ataúd había alcanzado la casa.
El Caballero Sueco inclinó la cabeza y movió los labios murmurando una oración.
—¿Con quién hablas, padre? —gritó Maria Christine desde su esquina—. Veo que hablas, pero no oigo lo que dices.
—Rezo un Padrenuestro por el alma de un pobre hombre —dijo el Caballero Sueco—. Quizá fue una noble flor, cuyo destino era marchitarse antes de tiempo. ¡Ven y reza conmigo!
Cogió en brazos a la niña y se acercó a la ventana. Maria Christine miró hacia abajo y, al ver en el camino la carreta y el jamelgo, levantó los brazos y empezó a gritar y a arrear al caballo gritando «arre» y «so».
El Caballero Sueco frunció el ceño.
—¡Ni «arre» ni «so»! —dijo—. Tienes que rezar un Padrenuestro por el alma de un pobre nombre. ¿Es que no me has oído?
La voz del Caballero Sueco sonó con un tono extraño que asustó a la niña. Temblando, le echó los brazos al cuello y pronunció, a punto de llorar, las palabras del Padrenuestro, mientras la carreta con el ataúd continuaba su camino hasta perderse de vista bajo la incierta luz del atardecer.
Una vez, hacia el mediodía y cuando los carpinteros casi habían terminado con su trabajo, el Caballero Sueco salió del nuevo granero y cruzó el patio con un formón en la mano. En ese momento vio que dos hombres se habían detenido junto al portón. Un escalofrío le recorrió la espalda, su corazón se puso a latir violentamente, pero no dejó que se le notara, y quiso pasar a su lado con expresión indiferente, como si no los conociera. Confiaba en que hubiera sido la casualidad la que los hubiera conducido hasta la casa y en que no lo reconocerían. Habían transcurrido seis años desde su último encuentro. Pero ellos ya le habían salido al paso, el Veiland se quitó la gorra de cuero de la cabeza y Cuellotorcido se inclinó ante él, barrió el suelo con su sombrero, y, sonriendo bajo su espesa barba, dijo:
—¡Capitán! Por todos los santos, te das unos aires que hay que ver, pareces un noble. Cualquiera diría que eres el tercero de a bordo después del emperador romano. ¿No reconoces a tus antiguos camaradas?
—¿Notas con qué alegría nos recibe? No podría ser mayor —gruñó el Veiland—. Ya te lo había dicho yo: los invitados que no se esperan son como la manteca sin hierbas, nadie los traga. Capitán, no esperaba que fueras a salir corriendo en busca del carnicero para ofrecernos el mejor trozo de la ternera. Pero me conformaría con que nos dejaras dormir esta noche en un rincón de la cuadra o en el secadero.
—Pues yo no —dijo Cuellotorcido—. Ha sido nuestro capitán. ¿Acaso hemos caído en desgracia? Capitán, yo me quedo contigo, y si necesitas a alguien que te desee los buenos días cada mañana y que te pregunte «¿Ha descansado bien el Señor?», yo me encargaré de hacerlo, y no tendrás queja de mí.
El Caballero Sueco aún no había dicho nada, Pero en el torbellino de pensamientos que cruzaba su cabeza comenzaba a vislumbrarse un poco de orden. Se daba cuenta de que el destino lo había puesto en manos de sus antiguos compañeros, que ahora se habían convertido en sus enemigos mortales. No le quedaba otra solución más que abandonar en secreto la casa, la hacienda, esposa e hija, trigales y prados, y ocultarse en tierras extranjeras para poder olvidar todo lo que amaba. Y entonces el miedo la ira, la duda y la desesperación se apoderaron de su corazón.
—¡Desgraciados! —les espetó con la voz ahogada por la emoción—. ¿Es que no vais a dejarme vivir en paz? Esperaba que el demonio ya os hubiera llevado consigo. ¿Qué tengo yo que ver con vosotros?
—¡Vaya manera de hablar! —le reprochó Cuellotorcido—. ¿Me llamas desgraciado cuando siempre me he portado contigo como un buen camarada? Yo daba por seguro que nos acogerías en nombre de nuestra fraternidad y de la confianza que te merecíamos. ¿Serás capaz de no apiadarte de nuestra miseria?
—Ya os hice ricos al proporcionaros muchos cientos de táleros y de ducados —murmuró el Caballero Sueco—. ¿Qué habéis hecho con ellos?
—Se los ha tragado todos el gaznate, no hemos sacado ningún provecho de ellos —le explicó Cuellotorcido.
—¡Los tres grandes males de la humanidad, Capitán: el juego, las mujeres y el vino! —suspiró el Veiland—. Debería haber arrojado un poco de aquel dinero a algún arroyo, según es costumbre, así al menos el envidioso del diblo se habría llevado su parte. Ahora lo tiene todo. Cuando Dios da la harina, el diablo lleva la quilma.
—Y como lo habíamos perdido todo y ya no sabíamos qué hacer para sortear el hambre —dijo Cuellotorcido poniendo fin a su relato—, hemos echado mano del bastón y del hatillo y nos hemos lanzado a los caminos.
El Caballero Sueco continuaba de pie frente a ellos con la mirada perdida y el corazón desbocado. En sus ojos brillaba un fuego maligno y peligroso. No deseaba partir, no, no debía abandonar la casa y la hacienda, debía quedarse y tratar con todas sus fuerzas de conservar lo que con tanto esfuerzo le había arrebatado a la vida y a la tierra. Aquellos dos, Veiland y Cuellotorcido, se habían cruzado en su camino y eran un obstáculo para su felicidad, no sería culpa suya si algo les sucedía, ¿quién los había mandado venir? Debía hacerles callar para siempre. Y, al pensar esto, sintió una extraña rigidez en los brazos y notó que el formón que llevaba en la mano era ahora más pesado.
—¿Quién os ha indicado el camino? —preguntó—. ¿Cómo habéis sabido dónde encontrarme?
—El Brabanzón —respondió Cuellotorcido— nos lo ha dicho. Ahora es comerciante y vive en Ratibor. Ha abierto un negocio de maderas colorantes y de todo tipo de especias: canela, jengibre, nuez moscada, correhuela y pimienta. Se ha convertido en un hombre importante, forma parte del consejo del ayuntamiento, deberías ver con qué respeto lo tratan todos. La primera vez que fuimos a verlo nos recibió con gran alegría, despidió al resto de las visitas y cerró la puerta cuando se fueron. Nos sentamos a la mesa, nos bebimos varias botellas de vino y comimos de todo, caza mayor y menor, y al despedirse nos honró a cada uno con diez táleros reales, para que los gastáramos a su salud. En nuestra segunda visita tuvimos que rogarle largo rato para que al final acabara arrojándonos un florín sobre la mesa, mientras repetía una y otra vez: «Si yo tuviera tal, podría hacer tal.» La tercera vez nos gritó: «¿Otra vez aquí? ¿Qué es lo que queréis de mí? ¡Sólo dinero! ¿Acaso queréis arruinarme? Id a ver a vuestro antiguo Capitán, que ahora es terrateniente y tiene una gran hacienda y todo lo que un hombre pueda desear.» Y nos dijo dónde podíamos encontrarte.
—¡Que el diablo se lo pague! —dijo el Caballero Sueco entre dientes—. Y a él, ¿quién se lo había dicho? Yo no he ido pregonándolo por la comarca.
—Hace un año, o menos, te vio en Oppeln, en el mercado de caballerías —le informó Cuellotorcido—. Estaba sentado en la taberna La Corona de Oro, bebiéndose su cuartillo, y entonces te vio, Capitán, cruzar la plaza del mercado del brazo de varias personas de rango. Te reconoció de inmediato, llamó al tabernero y le preguntó quién eras y dónde vivías, y el tabernero se lo dijo, y también que tus potros son los mejores de toda la comarca.
El Caballero Sueco había tomado una decisión.
Aunque hubieran sido buenos camaradas y hubieran compartido más de un peligro, en aquel momento prevalecían en él el miedo y la rabia. Los tres se habían deslizado en su vida, primero aquellos dos, y luego el Brabanzón. Pensó en un lugar solitario, no muy lejos de su hacienda. Allí, en el barranco, donde el arroyo avanzaba en meandros entre los sauces, allí pensaba hacerlo.
—De modo que ya son tres los que saben quién soy —murmuró para sus adentros—, y, si me descuido, pronto serán ciento.
—¿Qué diantres murmuras? —exclamó Cuellotorcido, que había oído las últimas palabras del Caballero Sueco—. Del Brabanzón respondo yo como de mí mismo. Aunque se reunieran todos los verdugos del Sacro Imperio Romano y le arrancaran la piel a tiras, no te delataría.
—Es verdad, no te lo discuto —dijo el Caballero Sueco dándoles a entender que ahora ya estaba tranquilo—. Oídme bien, no lejos de aquí hay un lugar seguro donde tengo enterrado mi dinero. Quiero compartirlo con vosotros en nombre de nuestra vieja amistad, porque debemos permanecer todos unidos como las hojas del trébol. Por eso, ¡coged la pala y la laya y venid conmigo!
Al decir esto señaló hacia los aperos del jardinero que estaban apoyados contra el muro. El Veiland lo miró pensativo y sorprendido, y no se movió. Cuellotorcido, sin embargo, lanzó su sombrero por los aires y se puso a dar gritos de alegría:
—¡Aleluya! ¡Dios te bendiga, Capitán, y te dé salud y honores, Dios te bendiga por habernos ayudado en la necesidad!
El Caballero Sueco les hizo una seña para que cogieran la pala y la laya y lo siguieran. Pero al dar la vuelta se tropezó con Maria Christine, que se había acercado a ellos sin que la oyeran y ahora tiraba de su casaca.
—Padre —dijo con su débil vocecita—. ¿Por qué no vienes? Madre me envía, la olla ya está en la mesa.
—¿Es la joven hija de Su Excelencia? —preguntó respetuoso Cuellotorcido, pues no quería que la niña supiera en qué términos estaban con el señor de la casa.
—Sí —dijo el Caballero Sueco—. Esta es mi hijita.
Maria Christine miró largo rato a aquellos dos tipos andrajosos sin mostrar ningún temor y luego volvió a tirar de la casaca de su padre mientras le preguntaba:
—Padre, ¿qué clase de hombres son éstos? ¿Son buenos? No los conozco.
—Estos hombres han venido a pedir trabajo —le explicó el Caballero Sueco.
Cuellotorcido se puso en cuclillas junto a la hija de su antiguo Capitán y empezó a hablar con ella.
—¡Eres una auténtica princesita! —le dijo—. Tu cara es blanca y encarnada como el más hermoso de los tulipanes. Dime, ¿qué sabes hacer, además de dar saltitos de un pie al otro?
—Sé —dijo Maria Christine subiéndose a una piedra para parecer más alta— leer el abecedario. Sé bailar la polca y la zarabanda, y también sé tocar el clavicordio, pero sólo un poco, acabo de empezar, y tú, ¿qué sabes hacer tú?
—Yo sé hacer muchas cosas —se jactó Cuellotorcido—. Sé cómo se les quitan las pulgas a los erizos y ponerles herraduras a los gansos. A los saltamontes les hago delantales de colores y con sólo silbar consigo que los peces se pongan a dar saltos por el aire.
Maria Christine lo miraba con la boca abierta y los ojos como platos. Luego señaló al Veiland.
—¿Y ese de ahí? ¿Qué sabe hacer?
—Convierte las salchichas grandes en salchicha pequeñas en un santiamén, ésa es su especialidad —le dijo Cuellotorcido—. Pero también sabe rebuznar como un burro y chistar como un ganso. Y sabe imitar una pelea entre un gato y un perro.
—Que me enseñe cómo se pelean un gato y un perro —le pidió Maria Christine.
El Veiland no se hizo de rogar. Empezó a ronzar, gañir, bufar, gruñir, ladrar, aullar, volvió a bufar iracundo y, al final, cuando el perro ya se había alejado lloriqueando, Maria Christine se puso a dar palmas y a saltar de un pie al otro gritando entusiasmada:
—No podéis iros, no dejaré que os marchéis, lo hacéis mejor que los mismos animales, os quedaréis aquí, en la casa. Y fijaos bien, a las doce y por la tarde a las seis se les sirve la comida a los criados, hay que ser puntual, el que no esté a su hora con la jarrita en la mano no recibirá su cerveza.
El Caballero Sueco veía con asombro cómo había surgido en un instante aquella amistad entre su hija y aquellos dos desgraciados. El peso que le oprimía el corazón desapareció. Aquellos dos hombres que le habían enseñado a Marie Christine sus estrambóticos trucos para hacerle reír no lo delatarían, de eso estaba seguro. Y entonces los vio como lo que eran, dos pobres diablos, compañeros de infortunios que vagaban por los caminos y que habían venido no para destruir su felicidad sino porque esperaban que les iría mejor si acudían a él que mendigando un trozo de pan a gentes desconocidas. Y el plan que había concebido se desvaneció, ahuyentado por la risa de un niño.
—Ya que mi joven hija os ha acogido en la casa —dijo—, os permitiré quedaros, y porque creo que será mejor teneros cerca que lejos. Ahora id a la estancia de los criados y que os sirvan una ración de sopa de hierbas y de tocino. Y cuando hayáis comido, quiero ver para qué servís. Dentro de poco empezaremos con el esquileo y la siembra de la avena, habrá que retirar las piedras de los campos, y pronto necesitaré a alguien que cuide el huerto de los frutales. Id con Dios. Y acordaos: nada de historias pasadas, no sirven para nada.
Dicho esto se marchó y Maria Christine lo siguió dando saltitos. Sus dos nuevos criados lo miraron hasta que desapareció en la casa. Entonces Cuellotorcido dijo suspirando:
—¿Has visto? No ha vuelto a mencionar el dinero que quería compartir con nosotros. De camino a la fuente se nos ha roto el cántaro. No nos ha dado nada, seguimos en la miseria.
El Veiland, que era capaz de oír el relincho de un caballo a tres horas de distancia y el canto de un gallo a dos, movió la cabeza:
—Yo lo prefiero así —opinó—. Cuando se puso a hablar del dinero y de que debíamos acompañarlo, no sé, de pronto se me paralizaron las piernas. Ahora tendré que doblar el espinazo y deslomarme cada día recogiendo las piedras de los campos, y conformarme con una sopa de hierbas y tocino por la noche, pero por Dios que, aun sin saber por qué, lo prefiero así.
No se solía ver juntos a los nuevos criados, pues Cuellotorcido se pasaba el día en los establos ocupado con la bruza y la almohaza, mientras el Veiland se afanaba en el campo con la siembra, el arado y el gradeo de las tierras. Pero seguían siendo amigos y por las tardes se reunían en el establo, jugaban a las cartas y compartían su cuartillo de vino, y lo que uno quería lo aprobaba el otro. No tenían mucho trato con el resto de los criados. Pero cuando Cuellotorcido veía a Maria Christine de lejos, le silbaba para indicarle que fuera a verlo al establo. Y allí, en su arcón de madera, siempre había algo para ella, una chifla que había tallado con una caña, o un mono con brazos y piernas que se movían hecho con un cabio y pintado de colores.
Siempre que podían evitaban al Caballero Sueco pues ya no le consideraban como a un igual sino como a un noble señor, y temían que se arrepintiese de haberles permitido quedarse en la hacienda. Pero cuando él visitaba los establos, o cuando sin querer se tropezaban en algún lugar, entonces se comportaban con él como un soldado con su teniente y ni su expresión ni sus palabras delataban que compartían un secreto.
Y de este modo transcurrió un año, y así vivieron hasta que llegó la tarde en que cayó el rayo que hizo pedazos la felicidad del Caballero Sueco.
Aquella tarde, el Caballero Sueco había invitado a su casa a varios nobles de la ciudad. Se había levantado de la mesa un poco más tarde de lo que acostumbraba y se había disculpado. Quería dar una vuelta por la hacienda. Al salir de la casa y mirar al cielo, se encontró con Cuellotorcido, que quería decirle algo, pero no sabía cómo empezar, y el Caballero Sueco, que iba con prisa, le espetó:
—¿Qué quieres? ¿No has tenido bastante contentement?
—Sí, Su Excelencia, lo he tenido —afirmó Cuellotorcido—. A mediodía gachas de mijo y morcilla, y por la noche sopa de cerveza, pan y queso. Pero debo anunciarle a Su Excelencia otra cosa, con el debido respeto, y es que ahí hay uno que, modestamente, desea hablar con Su Excelencia, yo lo conozco y sé que Su Excelencia también lo conoce, ha llegado en una calesa y está ahí fuera esperando. A mí el asunto me da mala espina.
—Por todos los diablos, ¿quién es? —le preguntó el Caballero Sueco—. Abrevia, que no tengo tiempo.
—Estaba oscuro y no he podido verlo bien —dijo, contradiciéndose, Cuellotorcido—. Su Excelencia podrá ver por sí mismo quién es.
El Caballero Sueco bajó la voz y murmuró con rabia:
—¡Habla, mastuerzo! ¿Es el barón Maléfico?
—Válgame Dios, no, no es él —respondió Cuellotorcido susurrando a su vez—. Es, con la venia de Su Excelencia, el Brabanzón. No quería decirlo, ya que se me había prohibido hablar de las historias del pasado. Su Excelencia no desea que se lo recuerden.
El Caballero Sueco lo despidió con un gesto impaciente y se encaminó hacia el portón. Entonces salió de las sombras el Brabanzón y se detuvo bajo la lámpara del patio.
Nadie hubiera podido reconocer en él al pillastre que había sido. Tenía el aspecto de un hombre consciente de su valía y del reconocimiento de las gentes. Vestía calzas de seda, pantalones de terciopelo color cereza, y una camisola negra con ricos bordados de plata. Llevaba una espada al cinto y alrededor del cuello una cadena de oro de la que colgaban unos impertinentes. Sus movimientos eran comedidos y en todo lo que decía se percibía una serenidad y una dignidad que nada podía alterar.
—¡Muy buenas tardes! —dijo, iniciando la conversación—. Me miras como si no dieras crédito a tus ojos. Seguramente no esperabas que volviéramos a vernos.
—Siempre he sabido que no me vería privado de tu amistad —dijo el Caballero Sueco con disimulada ironía—. ¡Bueno! ¿Qué es lo que quieres? ¿Qué te trae por aquí? ¿Quieres hablar conmigo del pasado?
—No —dijo el Brabanzón—. Se trata del presente. Pero ¡déjame que te vea, Capitán! Me ha alegrado saber que te defiendes bien en tu nueva vida. Todo el mundo te estima, en todas partes se pronuncia tu nombre con respeto. No lo digo por politesse, es la pura verdad.
—Muy agradecido —repuso el Caballero Sueco—. Es para mí un honor saber que te interesas por mis asuntos. ¿Y tú? ¿Con qué te ganas el sustento?
—Negocios —le explicó el Brabanzón—. ¿Qué haría el ratón si no tuviera su paja? Adquirí un par de cosas que luego vendí sacando algún beneficio y he salido ganando, no he despilfarrado ni un solo céntimo de mi parte.
—¿Y por lo demás? —siguió el Caballero Sueco— ¿Qué es lo que haces? ¿Tienes mujer e hijos?
—No —respondió el Brabanzón—. Hubiera podido casarme con la hija de un doctor, pero me pareció más sensato seguir soltero. Por la noche, después de despachar la correspondencia, me voy al teatro o una assemblée donde la gente se dedica a discutir o incluso se permite jugar una partidita pour passer le temps, y los domingos los solía pasar en el jardín cuando hacía buen tiempo, así ha sido hasta ahora. Pero ahora he vendido todo lo que poseía, incluso los muebles y los cuadros de la casa, y me dispongo a marcharme del país.
—Yo probablemente me vaya a hacer viejo en esta casa —opinó el Caballero Sueco—. Porque, aunque se suela decir que el amo debe ser más fuerte que la tierra, con frecuencia resulta que la tierra puede con el amo, pues lo retiene y no lo deja marchar. Tú, en cambio, podrás visitar otros países, lo cual es de envidiar.
—¿Quién merece que lo envidien, en realidad? —dijo el Brabanzón—. Cuando pienso en los extraños sucesos que han jalonado mi vida, veo claramente cuán vana y efímera es la felicidad. Porque todo pasa, como la luz cuando llega su hora, y nosotros no somos más que una pelota en manos del capricho del azar, que nos lanza hacia arriba para dejarnos caer desde lo alto más tarde.
—Todo eso son especulaciones admirables —admitió el Caballero Sueco—, pero a mí no me sirven de nada, pues no tengo tiempo para ocuparme de ellas. Debo cuidar de que mi mujer y mi hija y todos los que viven en mi casa tengan qué comer.
—¡Capitán! —dijo tras unos instantes el Brabanzón bajando la voz—. ¡Escucha! Por Dios que siento tener que anunciártelo. Sí, Capitán, traigo un mensaje terrible. Debes marcharte de aquí.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó el Caballero Sueco sin que en su voz pudiera percibirse inquietud ni preocupación alguna.
—Debes marcharte de aquí —repitió el Brabanzón—. ¡Debes partir de inmediato! El barón Maléfico te sigue los pasos.
El Caballero Sueco se encogió de hombros.
—¿El barón Maléfico? —dijo riendo—. Si no es más que eso… Que venga, no me preocupa en absoluto. ¿Qué sabe él de mí?
—De ti no sabe gran cosa —respondió el Brabanzón—. Pero de los ladrones de iglesias y de su Capitán lo sabe todo, pues Lisa la Roja, la cabritilla, se ha pasado al otro bando, y por eso te digo, ¡vete de aquí!
—¡Christian! —sonó de pronto la voz de Maria Agneta al atravesar la noche—. ¿Dónde estás? Hace rato que te esperamos. Los señores se quejan de que te empeñes en recorrer los establos a estas horas de la noche.
Se había asomado a una de las ventanas. Desde la habitación les llegó una algarabía de risas y de voces disputando.
—Querida mía, ten un poco de paciencia, subo en un momento —gritó el Caballero Sueco y se volvió hacia el Brabanzón—. ¿Qué estabas diciendo de Lisa la Roja?
—¿Esa era madame von Tornefeld? —preguntó el Brabanzón poniéndose el impertinente delante del ojo y mirando hacia arriba.
—Sí, ésa es mi mujer —dijo el Caballero Sueco—. La mujer más buena del mundo, la más pura, la más santa, y yo, ¿qué soy yo?
—¡Sublime! ¡Adorable! —susurró el Brabanzón arqueando los labios mientras Maria Agneta desaparecía de la ventana—. Deberías mandar que le hicieran un retrato al óleo o en gouache, o al temple. Preséntele mis disculpas por no haber subido a poner mi devotion a sus pies.
—¿Qué pasa con Lisa la Roja? ¡Habla de una vez! Ya has oído que me esperan —lo instó el Caballero Sueco.
Me parece, Capitán, que con ella se nos coló una víbora —le informó el Brabanzón—. Lisa la Roja se ha unido a un sargento del cuerpo de dragones del barón Maléfico, cuyo cuartel está en Schweidnitz, se ha casado con él, no hace mucho, pero el amor que te tenía se ha convertido en odio. El sargento es un tipo joven y ella quiere que lo asciendan, y para ello le ha hecho llegar al barón Maléfico el mensaje…
—¿Dónde está el barón Maléfico? —preguntó el Caballero Sueco—. ¿Sigue siendo Capitán de dragones?
—Estuvo en España, en Hungría, y últimamente en Viena por asuntos de negocios, pero ahora se dirige, según mis informes, hacia Schweidnitz. Lo han nombrado coronel, y Lisa la Roja se jacta de que nos va a entregar, pues ya le han prometido la licencia de oficial para su sargento a cambio, y dice que deberemos considerarnos afortunados si nos mandan a galeras, a servir a Su Majestad, el Emperador Romano, con la marca de los condenados en la frente. Liquida tus asuntos, Capitán, y vete de aquí, podemos temer cualquier cosa de esa mujer.
El Caballero Sueco frunció el ceño y miró la luz que arrojaba la lámpara del patio.
—Bastante grave es lo que me cuentas —dijo después de un rato—, pero podría ser peor. ¿Por qué he de marcharme? Es mejor que me quede donde estoy. Ella no sabe nada de mí, me buscará en los caminos, en las tabernas, en los mercados, en las ferias, donde se reúne la gente humilde, allí me buscará, pero no aquí, en mi hacienda.
—Capitán —opinó el Brabanzón—, me dejas de una pieza. Hablas como si hubieras despachado tus cinco sentidos a las Indias. Lisa la Roja sabe muy bien dónde buscarte. ¿No has dicho muchas veces que querías ser un caballero? Y cuando te atacaron las fiebres y Lisa la Roja te limpiaba la frente y la cara con agua y vinagre estuviste reprendiendo a los criados y a las mozas que veías en sueños, los llamabas vagos, perezosos y ladrones, y los amenazabas con el día de tu regreso diciendo que entonces aprenderían lo que es bueno. Eso es lo que contabas en tu delirio. Lisa la Roja me lo dijo el día en que nos separamos: «El que quiera encontrarlo tendrá que recorrer las haciendas». Por eso te aconsejo…
—Hay cientos de haciendas en esta región, y en Pomerania, en Polonia, en Brandenburgo, y en todas partes, ¿cómo va a dar conmigo?
—No le llevará mucho tiempo —respondió el Brabanzón—. El barón Maléfico no tendrá más que investigar un poco y en seguida sabrá que hace siete u ocho años llegaste a esta casa con la talega llena de dinero. Y en el momento en que albergue la menor sospecha y llame a Lisa la Roja para que testimonie contra ti, entonces, ¿qué? Por eso no pierdas más tiempo, haz como yo. Prefiero conformarme con menos a vivir siempre en peligro. Escucha mi consejo, Capitán, vete de aquí, que al otro lado de las montañas también hay gente.
—Sí —dijo el Caballero Sueco en voz baja—. Debería irme. Pero mi corazón se resiste.
—Bueno, ¡entonces quédate y deja que te ahorquen! —le soltó con impaciencia el Brabanzón—. ¿De qué me vale hablar? No hay mejor sordo que el que no quiere oír.
Sacó un reloj de repetición dorado y barnizado de su bolsillo y se lo acercó a la oreja.
—Debo marcharme ya, mi cochero me espera —continuó algo más tranquilo—. No sé por qué me altero tanto. Al fin y al cabo, se trata de tu pellejo y no del mío. Yo ya te he dicho lo que sabía, te he avisado. Si la cosa va mal, nadie podrá reprocharme nada.
Ambos descendieron en silencio por la avenida de arces hasta la calesa del Brabanzón. El cochero los saludó y se subió al pescante. El Brabanzón se montó en el coche y luego, inclinándose por encima de la portezuela, le dijo en voz baja para que no pudiera oírlo el cochero:
—Capitán, respeto tu valor, quieres quedarte aquí y hacer frente al mal tiempo. Pero es una lástima por tu hija. Deberá cargar toda su vida con la memoria de un padre condenado a la rueda y al cadalso, o a galeras. Y ahora, queda con Dios, Capitán ¡que tengas suerte! ¡Allons! Cochero, ¡adelante!
El Caballero Sueco lo siguió con la mirada hasta que el carruaje desapareció en la noche. Las palabras del Brabanzón le habían atravesado el corazón como un cuchillo afilado. Ahora sabía que debía partir, debía hacerlo por su hija. Pero ¿a dónde? ¿A dónde?
Y mientras permanecía allí de pie escuchando el ruido de las ruedas perdiéndose en la lejanía, tuvo una visión.
Se vio con la casaca sueca azul montado en su bayo y galopando en formación a través de una pradera interminable. A su alrededor se oía el canto de los suecos elevándose hacia el cielo cargado de negras nubes. Aves de rapiña sobrevolaban sus cabezas. Los cañones tronaban, las banderas ondeaban hechas jirones y las balas de los mosquetes atravesaban las filas de jinetes. Una de ellas lo alcanzó y lo derribó del caballo, y en ese instante le invadió una felicidad indescriptible.
Esa misma noche les comunicó al Veiland y a Cuellotorcido lo que le había referido el Brabanzón. También les dijo que debían prepararse para acompañarlo a la guerra sueca. La noticia les alegró y brindaron a la salud de su Capitán, pues hacía tiempo que estaban hartos de trabajar en la hacienda. Estaban dispuestos a aceptar cualquier cosa que supusiese un cambio en sus vidas. Creyeron volver a los viejos tiempos, cuando, cual alcotanes, recorrían los caminos; contaban con poder enriquecerse en la guerra a las órdenes de su Capitán y llenarse de nuevo los bolsillos.
Mucho sufrió en cambio el Caballero Sueco, y más aún Maria Agneta, cuando le comunicó que debía partir para servir al rey sueco en su lucha contra los moscovitas en las estepas de Ucrania. Maria Agneta lo miró sin saber si lo había entendido bien, y él tuvo que decírselo otra vez: que la noche anterior había recibido, procedente del cuartel general del rey, ordre expresse de dirigirse, junto con el resto de los suecos que se encontraban en el extranjero y acompañado de dos criados con buenas caballerías, al campamento del ejército sueco.
Ella rompió a llorar. Y, sacudida por los sollozos, le reprochó por pensar tan sólo en la gloria que obtendría en la guerra y en su rey, que para él lo era todo, y ella en cambio no significaba nada, y que la llama de su amor se había extinguido en su corazón.
Él lo negó, pero no podía confesarle la verdad: que la preocupación por el nombre, el honor y el futuro de ella y de la niña lo obligaban a separar su destino del de ellas, que lo hacía por necesidad, y que, al unirse al ejército sueco, no buscaba la gloria sino una muerte honorable que nunca tendría si permanecía en la hacienda. Y una y otra vez le repetía, tratando de convencerla:
—Querida mía, mi mayor tesoro, sabes muy bien que mi amor no se ha extinguido, su llama sigue ardiendo en mi corazón. Eres mi ángel y mi felicidad, y nada de lo que suceda en el futuro me hará cambiar. Pero debo marcharme. Durante siete años he permanecido apartado de la guerra. Ahora mi rey me llama, sabía que podía ocurrir en cualquier momento. ¡No llores, mi amor! ¿Acaso no has prometido amarme y respetarme, y aceptar todo lo que viniera de mi mano, lo bueno y lo malo?
—¿Y tú? —le preguntó ella desesperada—. ¿Acaso no has prometido que permanecerías a mi lado hasta que la muerte nos separe? ¿Qué voy a hacer sin ti? ¿Y qué me importa tu rey, que nunca ha amado a una mujer sino únicamente la gloria?
—No hables así de la respetabilísima y altísima Persona de Su Majestad —dijo el Caballero Sueco—. Ay, amada mía, quisiera quedarme contigo, pero no es posible. Ha llegado la hora de ceñirme la espada. Dios sabe que no me voy con el corazón alegre. ¡Pero mi rey me llama!
Ella lloró durante todo el día y toda la noche. Por la mañana le sobrevino una extraña serenidad. Se levantó y fue al armario a buscar la casaca sueca azul con botones de latón y cuello rojo. El pantalón de piel de alce, los guantes de esgrima amarillos, la espada del puño de cuero, la bolsa, la botella y las pistolas de jinete. Y mientras contemplaba todas aquella prendas esparcidas ante ella, recordó la imagen del Caballero Sueco que, con el sombrero bajo el brazo, se había presentado ante ella en el jardín soleado, y sus ojos se llenaron de lágrimas.
—Que Dios, en su misericordia, os proteja a ti y a tu rey —dijo en voz baja, mientras deslizaba sus manos sobre la vieja casaca azul.
Maria Christine se acercó al establo dando saltitos. Encontró a Cuellotorcido sentado en su arcón y remendando su vieja cincha. Durante un rato estuvo mirando cómo trabajaba, y luego se puso a hablar de lo que llenaba su corazón de inquietud y de impaciencia. Le preguntó:
—¿Ya sabes que mi padre se marcha a la guerra?
—Sí —dijo Cuellotorcido—. Y mi compañero y yo nos vamos con él.
—Entonces ya sois tres —contó Maria Christine con los dedos—. ¿Por qué seréis tres, como los Reyes Magos de Oriente?
—Para que cuando dos callen haya uno que escuche —le explicó Cuellotorcido.
—¿Está muy lejos la guerra? —quiso saber Maria Christine.
—Si me das una vara, te lo mediré —respondió Cuellotorcido.
—¿Y cuándo volveréis?
—Cuando hayas gastado tres pares de zapatitos, entonces volveremos.
—Pero yo quiero saber qué día vais a volver —grito Maria Christine.
—Vete al bosque y pregúntaselo al cuco, ése te dirá el día —le aconsejó Cuellotorcido.
—¿Y tú qué vas a hacer en la guerra?
—Ganar dinero y hacienda —respondió Cuellotorcido—. Me estorba la faltriquera vacía. Me pesa menos cuando está llena.
—Madre llora —le informó la niña—. Madre dice que hay muchos que se quedan en la guerra y que no regresan jamás a casa.
—Pues por eso mismo puedes ver que la guerra es buena cosa —opinó Cuellotorcido—. Porque si fuera mala, todos volverían en seguida.
—Entonces, ¿por qué llora madre? —preguntó la niña.
—Porque no puede venir con nosotros.
—¿Y por qué no puede ir con vosotros?
—A causa del mal tiempo. ¿Qué iba a hacer en la guerra si se pone a llover y a nevar?
—Pero yo no quiero —gritó Maria Christine pataleando— que mi padre esté en la guerra cuando se ponga a llover y a nevar. Se va a llevar su vieja casaca azul, que se moja en seguida. Tiene que volver a casa cuando empiece el mal tiempo.
—No te pongas así —le rogó Cuellotorcido—. Ya veré lo que se puede hacer.
—Tienes que ayudarme —dijo Maria Christine subiéndose a sus rodillas—. Sé que puedes hacerlo. No quiero que mi padre se quede en la guerra, ¿me oyes? ¡No te hagas el sordo! Tú sabes hacer muchas cosas, tienes que hacer que vuelva a casa.
—¿Te crees que estoy aquí para hacer todo lo que tú quieras? —dijo Cuellotorcido riéndose—. ¡Serías capaz de convencer al mismo diablo de que liberara el alma de quien quisieras! Deja ya de tirarme de la barba, ¿crees que te voy a dejar que me la arranques a pedazos? Y ahora, fíjate bien: si de verdad quieres que tu padre vuelva de la guerra debes coger tierra y sal, meterlo en un saquito…
—Tierra y sal —repitió Maria Christine—. ¿Qué clase de tierra? ¿Roja? ¿Negra?
—La tierra es tierra, da igual que sea roja, amarilla, negra o marrón —le explicó Cuellotorcido—. Mete sal y tierra en un saquito y cóselo en la casaca azul de tu padre, entre el forro y la tela. Tienes que hacerlo por la noche, a la luz de la luna, y nadie deberá verte con la aguja en la mano, y tampoco deberá ladrar ningún perro ni cantar ningún gallo, si no se romperá el hechizo y tendrás que empezar de nuevo. ¿Lo has comprendido?
—Sí —susurró la niña.
—La sal y la tierra en su casaca —continuó Cuellotorcido— tendrán tal poder que pensará en ti día y noche. Son más fuertes que una cuerda de campana, lo sujetarán y lo arrastrarán hacia ti de tal manera que no tendrá paz, ni de día ni de noche, hasta que no regrese junto a ti. ¿Te acordarás de todo lo que te he dicho?
—Sí —dijo Maria Chrístine con voz temblorosa, a quien asustaba la idea de tener que hacer todo aquello en la oscuridad de la noche—. Tierra y sal en un saquito, y luego, con aguja e hilo…
—Bajo la luz de la luna, nada de velas —le advirtió Cuellotorcido—. ¡No lo olvides! Hace once días que hubo luna nueva, ahora está en creciente, puedes intentarlo.
Cuando la luna se elevó sobre las hayas rojas y los alisos del jardín, Maria Christine se deslizó fuera de su cama. De debajo de la almohada sacó el saquito con tierra y sal, una pequeña tijera, aguja e hilo. Entonces salió de su habitación y bajó la escalera sin hacer ruido. Dio un par de pasos, se detuvo un instante junto a la puerta para comprobar que todo estuviera tranquilo, y luego, con el corazón latiéndole muy fuerte, entró en la habitación en la que se encontraba la casaca sueca azul de su padre extendida sobre una poltrona.
Había algo de luz en la enorme estancia, la luz de la luna entraba por la ventana y dejaba adivinar los contornos de las cosas. Los botones de latón de la casaca azul lanzaban destellos. Maria Christine se apartó de la puerta y se asustó un poco al ver su imagen reflejada en el espejo que colgaba de la pared. Cuando se dio cuenta de que no había nadie más en la habitación, respiró hondo y cogió la pesada casaca. La apretó contra su cuerpo y la arrastró hasta la ventana y, poniéndose en cuclillas, lanzó un leve suspiro, temiendo que el ladrido de algún perro o el canto de un gallo arruinasen su plan secreto. Pero no se oía nada y ella colocó la casaca sobre sus rodillas y cogió la tijera.
Los perros y los gallos dormían a aquella hora, pero su padre y su madre permanecían despiertos en la «habitación larga». Maria Agneta estaba sentada, con la cara pálida y los ojos llorosos, mientras el Caballero Sueco contemplaba el fuego con los brazos cruzados. Su memoria se había remontado hasta el momento en que se cruzó por primera vez con Maria Agneta. Había sido en aquella misma sala, encontrándose ella en la miseria y engañada por todos. Se había quejado de su querido muchacho por haberla olvidado a ella y a su amor. En aquel momento había surgido en él, el desvalido prisionero del barón Maléfico, la pretensiosa idea de hacerla suya y de que él sabría ser mejor caballero ante ella y ante el mundo que el hombre que ocupaba su pensamiento. Lo que al otro le habían puesto en la cuna, él había tenido que ganárselo con malas artes, abusos y engaños. Siete años había durado su felicidad. Y ahora tan sólo le quedaba una cosa por hacer: si se le había concedido poder vivir como un caballero durante siete años, ahora le correspondía morir como tal. Estaba decidido a buscar la muerte en el ejército sueco, y sabía que debía agradecerle al destino que se le ahorrara morir a manos del verdugo.
—Hay gente buena, honrada y con experiencia en la hacienda —le dijo a Maria Agneta—. Tan sólo deberás preocuparte de llevar la casa, y no te faltará nada.
—En lo que no has pensado es en que me faltarás tú, querido mío —susurró Maria Agneta.
—También deberás vigilar —continuó el Caballero Sueco— que no se gaste mucho en la casa, en los establos ni en las tierras, pero tampoco debe faltar lo necesario. No gastar nunca más de lo que se gana. Deshazte del ganado inútil en cuanto puedas. Y no te apresures con la siembra de verano. ¡Es mejor esperar a que llegue el buen tiempo! Y acuérdate también de que un acre bien trabajado y bien abonado vale más que dos en mal estado.
—¿Cómo voy a poder acordarme de todo eso —se lamentó Maria Agneta—, si no voy a tener un momento de tranquilidad? El temor de que te suceda algo me atormentará día y noche.
El Caballero Sueco continuaba pensando en sus ovejas, que le habían hecho ganar unos cuantos ducados. Pero cuando quiso explicarle a Maria Agneta que sólo los buenos pastos producen buena lana, y cómo debía proteger las ovejas contra la disentería y la sarna, oyó unos golpes que parecían provenir de la habitación de al lado. Se puso un dedo sobre los labios.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó—. ¿Lo has oído? ¿Quién sigue despierto a estas horas?
—No hay nadie despierto en la casa —opinó Maria Agneta—. Ha sido un golpe de viento que ha debido de cerrar los postigos.
Pero al Caballero Sueco le había parecido oír el crujido de unos pasos. Cogió el candelabro de la mesa, se acercó a la puerta y la abrió.
—¡Eh! —gritó—. ¿Quién está ahí?
La pequeña Maria Christine había estado dando puntada tras puntada con el corazón en vilo, pues oía la voz de su padre muy cerca. Y cuando por fin terminó con su trabajo sin que ningún perro hubiera ladrado y sin que ningún gallo cantara, y tras colocar aliviada la casaca azul sobre la poltrona, oyó que algo muy pesado caía a su lado con un golpe seco.
La niña se asustó y no supo explicarse qué había pasado. Quiso salir corriendo, pero se golpeó con el canto de una silla y se frotó la cadera y la rodilla, a punto de llorar. Sin embargo, siguió avanzando hacia la puerta, pero con las prisas perdió una pantufla, se detuvo durante un instante sin saber qué hacer, y finalmente salió de la habitación, precisamente en el momento en que oyó gritar al Caballero Sueco: «¿Quién está ahí?»
Durante un rato los dos permanecieron junto a la puerta abierta, el Caballero Sueco, que sujetaba el candelabro en la mano, y Maria Agneta, que, temerosa, se apretaba contra él. De pronto, al mover él el brazo, la luz de la vela iluminó la cantonera de cobre de un libro que estaba en el suelo junto a la poltrona. Maria Agneta corrió hacia él y lo recogió.
—Ha sido esto —dijo—. Se ha caído. Seguramente el gato se ha subido a tu casaca y ha tirado de ella, y el libro se ha deslizado fuera del bolsillo. Parece que tuviera cien años, huele a moho.
El Caballero Sueco miró pensativo su viejo arcano, del que no había vuelto a acordarse durante todos aquellos años de felicidad.
—Es la Biblia de Gustavo Adolfo, el famoso héroe —le explicó a Maria Agneta—. Lo llevaba debajo de la coraza cuando la muerte lo alcanzó. Y yo debo entregárselo al joven rey de los suecos en persona, así se me ha ordenado. Pero no sé si hacerlo me proporcionará honor alguno, tiene un aspecto terrible, la lluvia la ha empapado y los gusanos se han cebado en ella. Pero no creo que el rey sueco se fije en tales destrozos.
Se encogió de hombros, pero, a pesar de todo, el libro sobre la mesa junto a las pistolas de jinete y los guantes de esgrima amarillos.
Dos días más tarde, al alba, cuando la niebla aún cubría el estanque y los prados, el Caballero Sueco abandonó la casa en compañía del Veiland y de Cuellotorcido. Mucho le había dolido despedirse de Maria Agneta y, cuando ella lo abrazó por última vez y le deseó, con labios y voz temblorosos, que Jesucristo Todopoderoso lo protegiera, le resultó muy difícil ocultarle que aquél era su último adiós.
La niña estaba dormida y tampoco se despertó cuando su padre le besó la boca, la frente y los ojos.