Con la Biblia de Gustavo Adolfo bajo el capote avanzaba el ladrón cruzando bosques y rastrojos, caminos y cenagales, hacia la Garganta del Zorro, donde tenía su guarida la banda de Ibitz el Negro.
Sabía que los dragones tenían cercado el lugar y que debía atravesar la línea de centinelas, pero eso no le inquietaba. Porque pasar desapercibido cuando el peligro acuciaba era parte de su oficio; el zorro y la marta bien hubieran podido aprender de él a deslizarse sigilosos. Pero había otra cosa que le preocupaba: que le había prometido a ese estúpido de Tornefeld entregarle al rey sueco el libro sagrado, el arcano. Y eso no quería hacerlo. El tesoro que llevaba guardado bajo su capote le pertenecía. Y, como su conciencia lo torturaba, comenzó a insultar a Tornefeld y a disputar con él como si continuara a su lado.
—¡Calla, majadero! —murmuró malhumorado—. ¿Es que siempre has de tener la boca abierta? ¿No eres capaz de dejar la lengua quieta? Si quieres coger moscas con ella, allá tú, pero a mí déjame en paz. ¿Que vaya al ejército sueco? Hermano, si lo que quieres es un loco, vete a buscarlo a otra parte, el país está lleno de ellos. A mí me importa un rábano tu rey. Si quiere el arcano, que venga a buscarlo, yo no voy a gastar mis suelas en ir a entregárselo. No tengo más que estos zapatos, con mis propias manos he tenido que fabricármelos, y el rey no me va a honrar con unos nuevos. Tu rey es un hombre ahorrador, según he oído, paga cada pico y cada pala de su ejército y cuida que no se le pierda ni una.
El ladrón se detuvo un instante para recuperar el aliento, pues el camino era empinado. Luego continuó y se dirigió de nuevo a Tornefeld, que estaba a muchas leguas de él, pero esta vez intentó convencerlo por las buenas.
—No me lo tomes a mal, hermano —dijo—. Pero eres más terco que una mula. ¿Quieres que me enrole en el ejército sueco? ¿Y qué clase de vida será ésa? Cuatro cruzados al día y, a cambio, frío, hambre, golpes, trabajo, penalidades y escaramuzas, insultos y vejaciones. ¡Vaya vida! Ya han sido muchos años de alimentarme de sopa clara y de pan de paja de guisantes, ahora quiero hundir mis manos en fuentes repletas. Ha llegado mi oportunidad, hermano, tengo el arcano y me lo pienso quedar, ¿quién se va a atrever a quitármelo? ¿Que he hecho una promesa? ¿Quién lo sabe? Ni rey ni roque. ¿Acaso tienes testigos? No, lo has soñado, hermano, yo no recuerdo haber prometido nada. ¿Qué dices? ¿Que soy un bribón y un desalmado, que no tengo honor? ¡Ya basta, muchacho! Veo que tendré que templarte el cuerpo hasta que te crujan las costillas, de otro modo no te darás por satisfecho. Una palabra más y…
De pronto se detuvo. Le había parecido oír el resoplido de un caballo. Eran los dragones. Se dejó caer sobre la tierra sin hacer ruido y comenzó a avanzar entre los matorrales con infinito cuidado, pulgada a pulgada; en ese momento dejó de acordarse de Tornefeld, lo relegó al olvido por siempre jamás.
Al romper el alba se encontraba ya en la Garganta del Zorro.
En un claro del bosque vio una cabaña de carbonero medio derruida y delante de ella a un hombre con una casaca polaca de color negro que hacía guardia sujetando un mosquete con las dos manos. De la jamba de la puerta colgaba un conejo despellejado. Delante de la cabaña ardían dos hogueras que arrojaban rayos de luz sobre el suelo helado, y entre las hogueras dormían los hombres de Ibitz el Negro envueltos en sus capotes, pues la cabaña era pequeña y no podía albergarlos a todos. Pero dos de ellos estaban despiertos y sujetaban con sus cuchillos unos trozos de carne sobre el fuego. Un jamelgo viejo y escuálido comía de su cebadera atado a un árbol.
Durante un rato el ladrón los observó desde su escondite. Uno de los hombres se despertó, pidió aguardiente y se puso a soltar juramentos. El hombre que hacía guardia delante de la cabaña apoyó el mosquete en la puerta y se frotó las manos. Los que estaban sentados delante del fuego habían retirado la carne y se la metían a pedazos en la boca.
—Buen provecho —dijo el ladrón surgiendo de entre los matorrales—. ¡Comed, comed tranquilos y que os aproveche, hermanos, pero tened cuidado de no quemaros la lengua!
Los dos hombres lo miraron sorprendidos. Uno de ellos se levantó de un salto y estuvo a punto de atragantarse. Los ojos casi se le saltan de las órbitas del esfuerzo y del susto que le había dado.
—¿Quién eres? —dijo al fin—. ¿Te han dejado pasar nuestros compañeros? ¿De dónde vienes? ¿Te envían los dragones? ¿Vienen para acá?
El hombre que vigilaba la cabaña se apresuró a coger su mosquete y gritó, con algo de retraso, «Alto, ¿quién va?», mirando hacia el bosque.
—Un amigo —dijo el ladrón—. No vengo de parte de los dragones. He oído que estáis en apuros y he venido a ayudaros.
El hombre que permanecía junto al fuego había estado mirando al ladrón atentamente y en ese momento se levantó y dijo:
—Yo te conozco. Eres el Levantacorrales y trabajas por estos lares. ¿Qué haces aquí? ¿Te has creído que nos vas a salvar la vida?
—Yo también te conozco —dijo el ladrón—. Te llaman Cuellotorcido, en Magdeburgo te pusieron a la sombra una temporada.
—Sí, soy Cuellotorcido —dijo el bandido—. Y ése de ahí es Jonás el Bautizado. Y ahora dime, ¿de qué nido has caído?
—He venido para ayudaros, pues os habéis metido en un buen lío —respondió el ladrón—. Estaré a vuestro lado cuando os ataque el barón Maléfico.
—¿Que estarás a nuestro lado? —dijo Cuellotorcido estallando en una sonora carcajada—. ¡Imbécil! ¡Te has metido tú solo en la boca del lobo! El barón Maléfico tiene cien dragones a su mando y nosotros somos sólo veinte, no tenemos caballos y contamos apenas con cinco mosquetes. En una hora acabarán con nosotros, Dios nos coja confesados. ¿Y tú dices que nos quieres ayudar?
—¿Qué clase de bandidos sois? ¿Dónde está vuestro valor? —se rió el ladrón—. Y aunque tuviera tantos dragones como hojas tiene el bosque, yo no le temo. Si él tiene dragones, yo tengo húsares. ¿Dónde está vuestro jefe?
Los demás se habían despertado, se habían acercado formando un corro en torno de él y contemplaban desconfiados y sorprendidos a aquel hombre que, armado con una simple estaca, pretendía hacer frente al barón Maléfico y a sus dragones.
—¿Que tienes húsares? —exclamó Jonás el Bautizado—. Mientes con tal descaro que la misma torre de Babel se tambalearía si te oyera. ¿Piensas que nos lo vamos a creer? ¡Que os parta un rayo a ti y a tus húsares! ¿Dónde están? ¿Dónde los has escondido?
—Me da igual que me creáis o no —respondió el ladrón—. Están en el bosque, esperando mi llamada ¿Dónde está vuestro jefe, Ibitz el Negro? Dicen que es un portento, capaz de asustar al mismísimo diablo. Con él quiero hablar, ése no se amedrentará ante el olor de la pólvora.
—Ibitz el Negro —dijo Cuellotorcido— está postrado en la cabaña. Tiene el tabardillo y pide a gritos que le traigamos un cura. Le falta muy poco para espicharla.
Un humo espeso, proveniente de una sartén con brea y madera de enebro, llenaba la habitación. Ibitz el Negro yacía sobre la paja moviéndose inquieto y respirando con dificultad. Y a pesar de que llevaba puestas una piel de oveja y unas zapatillas rojas como el rey de corazones de la baraja, tenía un aspecto temible, incluso ahora, con un pie en la sepultura, con su barba negra y su rostro cruel y temerario.
Una mujer joven y pelirroja vestida únicamente con una camisa estaba en cuclillas junto a él y le frotaba la frente con agua de nieve y vinagre. En la habitación había también un médico de campaña y uno de los hombres de la banda, Árbol de Fuego, un cura huido. Los dos habían estado buscando por todas partes el oro de Ibitz el Negro, incluso habían registrado el lecho de paja en el que descansaba, y ahora trataban de convencerlo para que confesara sus pecados y se arrepintiera, confiando en que en su delirio les diría dónde había escondido los táleros. Y tan concentrados estaban que no se percataron de que el ladrón había entrado en la cabaña.
—¡Capitán! ¡Capitán! —gemía el médico—. Ha llegado tu hora, la muerte ya ha echado mano de su guadaña y quiere llevarte con ella. Tendrás que comparecer ante Dios y rendirle cuentas.
—Has ofendido al Señor con tus muchos y graves pecados —dijo Árbol de Fuego elevando las manos y golpeándose el pecho como un sacerdote entonando el confíteor—. Que Cristo te acoja en su seno, que las puertas del cielo se abran para ti.
Pero sus palabras no surtían el menor efecto. Él no quería escuchar, era como si le estuvieran hablando a una pared. La joven que estaba a su lado cogió una cuchara e intentó verter unas gotas de moscatel en la boca del moribundo.
—¡Alabado sea el Señor, que mora en Sión! —comenzó de nuevo a predicar Árbol de Fuego—. ¿Es que no eres capaz de pronunciar una sola palabra pía? ¿Para qué quieres el dinero, Capitán? No te lo vas a poder llevar contigo, sólo te llevarás el peso de tus pecados.
En ese momento Ibitz el Negro pareció recobrar la conciencia por un momento, quizá por efecto del vino, o tal vez por haber oído mencionar su dinero. Abrió los ojos e hizo ademán de agarrar a la mujer, llamándola mi cabritilla, mi amada y mi alma, y luego buscó con la mirada al médico y le preguntó:
—Médico, ¿qué hora es?
—Tu tiempo ha terminado, prepárate para la eternidad —respondió Árbol de Fuego en su lugar.
—Encomiéndate al Altísimo, Capitán. No habrá compasión para ti en la tierra, dentro de poco descansarás en los brazos de la muerte. Pero Dios es misericordioso. Por eso debes confesarte y arrepentirte de tus pecados.
—Ya de pequeño empecé a pecar comiendo carne en días de ayuno —musitó Ibitz el Negro.
Pero no era eso lo que querían oír el médico y Árbol de Fuego.
—También has robado, has saqueado, has hecho fortuna a base de negocios nada limpios —le reprochó Árbol de Fuego golpeándose el pecho como si estuviera en la iglesia a punto de tomar la comunión—. ¡Que Dios te valga, Capitán! ¡Piensa en la salvación de tu alma!
—Robado, saqueado —continuó Ibitz el Negro con su confesión—. He vivido gracias al sudor y al sangre del pobre.
—¡Entonces confiesa de una vez dónde has metido el dinero del pobre! —gritó Árbol de Fuego—; ¡Confiésalo antes de que sea demasiado tarde, si no tu alma y tu cuerpo se perderán y el diablo te llevará para siempre!
—¡No, pillastre, no pienso decírtelo! —respondió Ibitz el Negro con un hilo de voz—. Prefiero que me lleve el diablo a que tú, bribón…
Se había incorporado, pero en ese momento se detuvo al ver al ladrón, que permanecía junto a la puerta. Y, en su delirio, pensó que era el diablo, que había venido a buscarlo.
—¡Ahí está! ¡Ahí está! —gritó—. ¿Por qué no habéis cerrado las ventanas y la puerta? El maligno ha venido y quiere llevarme con él.
La muchacha miró al ladrón y del susto dejó caer la cuchara con el moscatel. El médico y Árbol de Fuego gritaron como un solo hombre:
—¿Quién eres? ¿Qué quieres?
—Vengo a ver a ése de allí, a vuestro capitán, para… —comenzó el ladrón, pero Ibitz el Negro había logrado levantarse haciendo acopio de las pocas fuerzas que aún le quedaban y se acercó a él tambaleándose, envuelto en la piel de oveja y con sus zapatillas.
—¡Déjeme, Vuestra Merced! —le rogó con el rostro desencajado y dando diente con diente—. Hace una hora recé tres Padrenuestros, soy bueno, soy bueno. Hay otros hombres aquí, y todos son unos sinvergüenzas, ¿por qué he de ser yo el elegido?
Y, cegado por el miedo, abrió la puerta de un golpe y señaló con la mano hacia fuera:
—Mira cuántos hay, quédatelos, cógelos a todos y llévatelos lejos, ¡pero a mí déjame en paz!
Tras esto perdió el sentido y se desplomó. La muchacha lo arrastró hasta el lecho y le lavó el sudor de la frente. El ladrón lo había escuchado sorprendido y sin moverse, pero un instante más tarde se volvió, salió de la cabaña y cerró la puerta tras de sí.
Ya había amanecido. Las dos hogueras estaban a punto de extinguirse y un sol pálido y frío se elevaba sobre los árboles. El ladrón se arrebujó en su capote. Durante algunos segundos permaneció atento esperando escuchar algún ruido en la cabaña, pero no oyó nada. Luego se dirigió a los bandidos, que habían formado un círculo en torno de él:
—Ya lo habéis oído. Me ha nombrado su sucesor y vuestro capitán. Debo llevaros conmigo.
Se oyeron murmullos y carcajadas, y uno de los bandidos exclamó:
—¡Imbécil! ¿A dónde quieres llevarnos? ¿Tal vez al país de las cebollas, donde crecen los locos y los reyes son villanos? ¿No te has dado cuenta de lo que pasa, de que los dragones van a caer sobre nosotros de un momento a otro? ¿Cómo vamos a escapar, si no tenemos caballos y apenas nos aguantamos en pie?
—Les recibiremos como corresponde —dijo el ladrón—. Estad dispuestos y no temáis. Acabaremos con ellos. Después de esto no querrán volver a saber nada de nosotros.
—¡Capitán! —preguntó Cuellotorcido—, ¿de dónde sacas ese valor?
—No me lo he sacado de la manga —respondió el ladrón—. Grabaos esto: bajo el jubón llevo un arcano que me da un poder infinito. Y, si me seguís, la fortuna hará que lluevan sobre vosotros doblones de oro.
—Yo también creo que debemos defendernos —gritó Cuellotorcido, a quien casi había convencido—. Porque, si nos rendimos, el barón Maléfico hará con nosotros como el cocinero con la tenca: la mitad frita y la otra mitad hervida. Si no nos ahorcan, nos mandarán a Venecia a las galeras con la frente marcada a fuego.
—¡Si al menos tuviéramos suficientes mosquetes! —opinó uno de ellos—. Entonces no temeríamos al barón, por muchos hombres que trajera.
—¿Para qué queréis mosquetes? —se rió el ladrón—. Una buena estaca es mejor, nunca yerra el tiro. Recordad esto: los dragones no son buenos soldados. Saben montar guardia, cavar fosos y trincheras, y tender puentes, con la pala y la laya son unos maestros. Pero si se trata de pelear, veréis cómo se achican.
—¿Y los húsares? —gritó Cuellotorcido—. ¿Dónde están los húsares de los que tanto hablabas?
—Si esperas un momento iré a buscarlos —dijo el ladrón. Sacó su bolsa vacía de debajo del jubón y se internó en el bosque, desapareciendo entre los pinos y los matorrales.
Volvió con la bolsa llena cargada sobre el hombro. Al cruzar el bosque había descubierto no muy lejos de allí un nido de avispones. Y eso es lo que traía ahora en la bolsa.
—Aquí están mis pequeños húsares —dijo sujetando el saco sobre las hogueras humeantes—. Dentro de poco se despertarán. Le van a cantar al barón Maléfico una tonadilla que no conoce.
Se oyó un leve zumbido. El jamelgo que habían atado al árbol alzó las orejas asustado y trató de huir.
Los bandidos comprendieron entonces lo que su nuevo capitán quería hacer con los avispones. Un furor salvaje se apoderó de ellos, querían participar en la batalla y ver cómo caían el barón Maléfico y sus dragones. Y comenzaron a lanzarse gritos unos a otros:
—Acabaremos con ellos.
—Les pondremos a caldo.
—Voy a cascarle las nueces a ese barón Maléfico.
—Vamos a menearles el zarzo a ésos como si fueran patos salvajes.
Entretanto, uno de los centinelas que montaban guardia salió del bosque y corrió hacia ellos gritando que los dragones cabalgaban hacia allí divididos en dos frentes y que eran más de cien. Se organizó otro revuelo:
—¡A las armas, compañeros! ¡El enemigo está aquí!
—¡Aquí está la mecha! ¡Cargad los mosquetes con tres balas!
—¡Ánimo y a ellos!
—¡No apuntéis a la cabeza sino al cuerpo!
—Yo apuntaré al pelotón, así no fallaré ni un tiro.
—¡Silencio! —ordenó el ladrón—. Compañeros, yo iré delante, tengo que decirle un par de cosas al barón Maléfico antes de nada. Cuando me oigáis decir zorro, disparad, fijaos bien, ésa es la contraseña, y quien no tenga mosquete, que los zurre con la estaca. Y ahora adelante, y portaos como hombres, y quien tenga miedo que se quede en la retaguardia.
—Con la venia, señor Capitán —dijo Cuellotorcido—, he de comunicarle que ninguno de nosotros piensa quedarse atrás.
—En el nombre de Dios —dijo el ladrón y se cargó el saco sobre el hombro.
El barón Maléfico cabalgaba al frente de su avanzada por el ralo oquedal, cuando de pronto, bajo la pálida luz de la mañana nevada, vio a los bandidos que venían a prender salirle al paso en el sendero que llevaba hacia la Garganta del Zorro. A pesar de que algunos de ellos iban armados con mosquetes, pensó que habían decidido entregarse de buen grado, pues ignoraba que hubiesen recobrado el valor. Espoleó a su bayo dispuesto a ir a su encuentro. Pero en ese momento se oyó una voz que venía de arriba:
—¡Alto! ¡Deténgase Su Señoría, que el asunto se le puede torcer!
El Capitán de dragones miró hacia arriba y vio a un hombre encaramado a un pino moviendo los pies alegremente, como si no hubiera en el mundo otro sitio mejor donde sentarse, y con un saco en las manos.
El barón Maléfico arrimó su caballo al árbol con el gatillo de la pistola levantado y gritó:
—Baja de ahí muchacho y deja que te vea la cara o te bajo a balazos.
—¿Para qué voy a bajar? Aquí estoy muy bien —se rió el ladrón—. Dé la vuelta Su Señoría, ése es mi consejo, póngase a buen recaudo, pues la pólvora no es buena ni para el hígado ni para el bazo.
—¡Ahora te reconozco! —gritó el barón Maléfico—. De todos los bribones que ha puesto Dios en la tierra, tú eres el peor. Ya sabía yo que eras de la banda. Pero ha llegado el momento de ajustar las cuentas. Búscate el árbol que más te guste, que yo me encargaré de que la cuerda aguante.
—Aún no asamos y ya pringamos —se burló el ladrón—. Hágame caso Vuestra Merced, se lo digo con buena intención. Retírese a tiempo, que los saltos mortales no siempre salen bien.
Entretanto, el grueso de la tropa había llegado al lugar y se había acercado al barón. Precisamente eso era lo que quería conseguir el ladrón con su discurso, tenerlos a todos reunidos.
Uno de ellos acercó su caballo al árbol y gritó:
—¡Baja, bellaco, que voy a arrancarte la piel a tiras para vendérsela al tamborilero!
—¡Con un par de meneos te bajo yo del árbol, hombrecito, y luego te cogeré del brazo y te arrastraré hasta Hungría sin que te dé tiempo ni de respirar!
—Si es verdad que sois tan fuertes y tan valientes —se burló el ladrón—, ¿por qué dejáis al turco seguir tan tranquilo en Constantinopla? Soy yo solo contra vosotros. Pero, os lo digo por vuestro bien, no os precipitéis sobre la miel, no sea que se os queden pegadas las patas.
—¡Por mis muertos que te haré tragar esas palabras! ¡Baja del árbol! —aulló el barón Maléfico, que empezaba a perder la paciencia.
—¿Tanta prisa tiene Su Señoría? —dijo el ladrón muy tranquilo—. Yo no la tengo. Antes he de bendecir a sus caballos y desearles que se rompan la crisma.
—¡Basta! —gritó el barón—. ¡Derecha! ¡Abran filas! ¡Listos para el ataque! Y tú, baja del árbol y ríndete, o te bajo a balazos.
Y con estas palabras agarró la pistola y apuntó hacia el ladrón, mientras sus jinetes cerraban filas, preparados para atacar.
—Si es así, ¡que cada zorro cuide de su pellejo! —exclamó el ladrón tan alto que su grito retumbó por todo el bosque, alertando a sus compañeros.
El barón Maléfico disparó contra él y le hirió en el hombro en el mismo instante en que dejó caer el nido de avispones sobre los dragones.
Al principio sólo se oyó un leve zumbido y un murmullo. Los dragones lo oyeron, pero no sabían de dónde provenía. Y de pronto uno de los caballos dio un respingo y se elevó hacia lo alto, erguido como una vela, otro se hizo a un lado y, haciendo restallar sus herraduras, se dio a la fuga. Se oyó un juramento, un insulto, los gritos de los que habían sido golpeados por las herraduras, y un instante después se oyó tronar al barón Maléfico, que ya se temía lo peor:
—¡Dispersaos! ¡En fila!
Pero ya no había nada que hacer, a su alrededor todo era confusión.
Los caballos que se encontraban en el centro del grupo trataban de huir porque los avispones se habían concentrado sobre ellos, piafaban y se engallaban y se desplomaban sobre los jinetes que habían salido disparados de sus sillas. Un estruendo indescriptible llenó el bosque: relinchos, gritos de dolor, juramentos, insultos, órdenes que nadie escuchaba, tiros de pistola y de mosquete, y el eco de todo aquello. El disciplinado pelotón se había convertido en una masa amorfa de cuerpos de caballos, cascos y hombres que gritaban, aullaban y maldecían, se agarraban a las crines de los caballos o que colgaban de los estribos, un batiburrillo de cañones de mosquetes, sables que cortaban el aire, manos tendidas y rostros desencajados. Y, en medio de este desbarajuste, irrumpieron las balas de los ladrones.
Ya no valían órdenes ni mando alguno. Los caballos huían en estampida y se precipitaban con jinete o sin él sobre los matorrales y las raíces para adentrarse en el bosque. Sólo unos pocos dragones intentaban, una vez que habían logrado levantarse del suelo, formar de nuevo, y sobre éstos cayeron los bandidos con sus estacas y con las culatas de sus mosquetes.
El barón Maléfico, que había conseguido apaciguar a su caballo, dio media vuelta y trató de ayudar a sus hombres. Pero era demasiado tarde, los bandidos ya los habían dispersado. Y, al ver que la batalla estaba perdida, espoleó su caballo mientras lanzaba un grito, y se alejó del lugar. El ladrón lo despidió con un sarcasmo:
—¿Cómo es que se va Su Señoría tan pronto? Parece que fuera huyendo del diablo. Va a echar a perder su caballo.
El camino estaba despejado, los bandidos no tenían más que buscar a los caballos y montarlos. El ladrón se deslizó lentamente árbol abajo y, al llegar a tierra, se apoyó en el tronco. Empezaba a dolerle la herida, tenía la camisa y el jubón llenos de sangre. Oyó a lo lejos la corneta de los dragones avisándoles que debían reagruparse. Sobre el pisoteado suelo lleno de nieve quedaron, helados de frío y entre charcos de sangre, dragones heridos, caballos agonizantes y monturas destrozadas, los auténticos vencedores de aquella batalla, los avispones.
Una vez que cada bandido hubo encontrado un caballo, se reunieron, sentaron a su capitán herido en el suyo y regresaron, entre gritos de júbilo y sombreros lanzados al vuelo, a la Garganta del Zorro.
El médico, que se había apostado delante de la puerta de la cabaña, puso los ojos en blanco al verlos llegar.
—¡Milagro! —exclamó—. ¿Sois vosotros? Nunca lo hubiera creído. Pensé que nos volveríamos a ver como el lobo volvió a ver al zorro, los dos colgados del palo del peletero. Y ahora venid, vamos a brindar por la victoria, que luego habrá que echar mano del pico y la pala, pues hay que enterrar al Ibitz.
El ladrón se irguió sobre la montura y dijo:
—Con un Padrenuestro y un Avemaria será bastante, no hay tiempo para más, tenemos que irnos. Quien quiera venir, que venga, y el que no, allá él.
Al ver que sus hombres murmuraban entre ellos, espetó:
—Ahora el Capitán soy yo, y debéis obedecerme. El barón Maléfico va a reunir a sus hombres y seguramente atacará otra vez. Tenemos que alejarnos de aquí. Ya habéis visto qué deprisa que gira la rueda de la fortuna.
Hacia el mediodía se detuvieron en una taberna no muy lejos de la frontera polaca. Allí estaban a salvo. El ladrón se tumbó en el henil aquejado por la fiebre, el médico le había vendado la herida y Cuellotorcido hacía guardia junto a él. Sus nuevos camaradas se encontraban abajo bebiendo aguardiente polaco. Gritaban de tal manera que se les oía a unas cuantas millas de distancia.
—Capitán —dijo Cuellotorcido, de cuclillas junto al herido—. ¿Tan mal estás? Respiras como si estuvieras a punto de irte al otro mundo.
—Creo que hoy he gastado demasiada pólvora —dijo el ladrón con una débil sonrisa—. Muy bien no estoy. Si estuviera peor, probablemente moriría. Pero no quiero morir, quiero ir en busca de mi suerte, y daré con ella, aunque deba ir a la luna a buscarla.
Trató de incorporarse, pero en seguida volvió a desplomarse sobre la paja.
—Esos de ahí abajo lo están pasando en grande —dijo—, parece un estanque de ranas en primavera. Pero ya vendrá el llanto y el crujir de dientes. Ésos no ven la cuerda ni el garrote del verdugo aunque lo tengan delante. Tenemos que irnos de aquí. Dime el nombre de cada uno de ellos y lo que saben hacer, y yo te diré quién se viene con nosotros y quién no.
—A mí ya me conoces —empezó Cuellotorcido su informe—. Soy Cuellotorcido.
—Sí, ya sé quién eres —respondió el ladrón—. En Magdeburgo fuiste mi compañero de celda. Nos daban pan de paja de guisantes. Tú vendrás conmigo.
—Y seré un buen compañero —le aseguró Cuellotorcido—, hasta que mi cuerpo reviente y pongan mis restos bajo tierra.
—¡Sigue! ¡Quién más! —insistió el ladrón—. Continúa. Dime el nombre y para qué vale.
—Miguel el Encorvado. Ése tiene buenos puños. Es capaz de enfrentarse a tres hombres si se trata de pegar tiros o de dar estocadas.
—Tiros y estocadas: no es eso lo que necesitamos —murmuró el ladrón—. Ése no me interesa, le doy licencia.
—Luego está el Silbador —continuó Cuellotorcido—, ése tiene buenas piernas, los galgos y las liebres hacen apuestas con él.
—Pues que corra a donde le venga en gana, a mí no me sirve —decidió el ladrón—. Tráeme más paja, que tengo frío.
—Matías el Loco —continuó Cuellotorcido—. Con el sable no hay quien le gane.
El ladrón había dejado de escucharlo. ¡El conjuro contra las heridas! ¡Si lograra recordarlo! El dolor era tan intenso que creyó sentir que se le iba la vida en cada gota de sangre.
Había un conjuro tan poderoso que era capaz de detener las hemorragias, pero no lograba recordarlo, en vano se estrujaba el cerebro, sin dar con las palabras.
—Matías el Loco —repitió Cuellotorcido—. No sabe lo que es el miedo, sabe encargarse de la retaguardia. ¿Me escuchas, Capitán?
—Sí, te escucho —dijo el ladrón, temblando de fiebre—. Si no conoce el miedo, tampoco sabe lo que es la cautela. Que se vaya por su lado, no lo necesito.
—El Lechuzo —continuó Cuellotorcido—. A ése no le hace falta dormir, puede estar siete días en vela.
—¿Y de qué me vale ése? —murmuró el ladrón—. ¿No hay ninguno que sepa acuñar y limar llaves y hacer moldes de cera para cerraduras?
—Árbol de Fuego sabe hacerlo —dijo Cuellotorcido—, no hay cerradura que se le resista.
—¡Dios mío! ¡Esto arde como el mismísimo infierno! ¡Si al menos no me atacara la gangrena!
—El Veiland —dijo Cuellotorcido—. Tiene el oído de un zorro, es capaz de oír los relinchos de un caballo a tres horas y a los perros ladrar y a los gallos cantar a dos horas de distancia. A un hombre lo oye a una hora.
—Ése será un buen vigía —dijo el ladrón—, me lo quedo.
—Luego está Juan el Estañero, no hay que olvidarse de él —continuó Cuellotorcido—. Es fuerte como un roble, es capaz de partir con el hombro cualquier puerta que se le ponga delante.
—Ése no nos sirve —opinó el ladrón—. Demasiado ruido, y el ruido no me gusta. ¿No hay alguien que sepa hacer algo útil?
—El Brabanzón, en un instante se convierte en un campesino, un cochero, un mercachifle o un estudiante.
—Ése nos vale —dijo el ladrón—. Siempre viene bien explorar antes el terreno.
—También sabe algo de francés —añadió Cuellotorcido.
—Ni buscado con candil —exclamó el ladrón—. Lo aprenderé de él, para pasar por un caballero.
—¿Por un caballero? —exclamó Cuellotorcido sorprendido—. ¿Qué dices? ¿Estás delirando?
—No, estoy en mi sano juicio —respondió el ladrón—. Entonces ya somos cinco, y con eso basta. Baja y diles a los tres…
—Pero ¿y los demás? —exclamó Cuellotorcido—. ¡El Klaproth, el Afrom, Konrad el Niño, Adam el Colgado, Jonás el Bautizado! Hemos jurado permanecer juntos y no separarnos jamás.
—No respondas a tu capitán —lo amonestó el ladrón—. Tu obligación es callar y obedecer. Lo que hayáis jurado es asunto vuestro y no me incumbe. No quiero llevar mucha gente, no quiero que vayamos arracimados como las gallinas en invierno. A una mano le bastan cinco dedos, si no fuera así, tendría seis o incluso siete, o diez. Y cuando haya que repartir el botín, cinco ya serán demasiados.
Tras pronunciar estas palabras calló y cogió aliento porque le costaba hablar. Pero cuando Cuellotorcido oyó lo del reparto, se le ocurrió una idea que no pudo guardar para sí.
—Conozco a un campesino rico que vive cerca de aquí —empezó—. Tiene muchos jamones en la alacena, y también huevos y manteca, en la bodega tiene vino, y dinero en los arcones…
—No —dijo el ladrón tumbándose sobre el otro costado, pues tenía todo el cuerpo dolorido a causa de la fiebre—. No quiero abrirles a los campesinos los baúles y los arcones, no quiero saquear ni incendiar las aldeas. Dejad a los campesinos en paz.
—¿Entonces quieres apostarte en los caminos y asaltar a los cocheros? —preguntó Cuellotorcido.
—No. Eso tampoco. Tengo otros planes —suspiró el ladrón sujetándose la herida—. Entraremos en las casas de los curas y nos llevaremos su oro.
—¿El oro de las casas de los curas?
—El oro y la plata de las iglesias y capillas —aclaró el ladrón—. Me parece estar oyendo cómo pide a gritos que me lo lleve.
—Antes prefiero que me parta un rayo —gritó Cuellotorcido espantado—. ¡Eso es un pecado mortal! ¡Un sacrilegio!
—Atiende y aguza las orejas, que te voy a contar una cosa —susurró el ladrón—. Todo lo que hay sobre la tierra es de Dios. El oro y la plata que tienen guardados los curas es de Dios, y seguirá siendo de Dios aunque los metamos en nuestros sacos. Creo que es una buena obra poner en circulación los tesoros que allí descansan. Y si es un pecado, como dices, debes saber que, así como no se puede hacer un jubón sin una vara ni unas tijeras, ni una casa sin llamar a un carpintero o a un albañil, tampoco podrás tener mejores días sin haber cometido antes algún pecado.
Cuellotorcido se apresuró a asentir con la cabeza para indicar que había comprendido y que le daba a razón. El ladrón continuó:
—Baja y diles a los tres que he elegido que estén preparados, saldremos a medianoche, y buscad un carro para mí, para que pueda ir tumbado.
Cuellotorcido bajó las escaleras, y en ese momento salió de un montón de paja Lisa la Roja, que había estado escuchando su conversación.
—¡Capitán! —le rogó—. Llévame contigo y te querré como a mi propia vida.
El ladrón abrió los ojos sorprendido.
—¿Quién eres tú? —le preguntó—. No te necesito. Tienes el cabello rojo, y no me gustan ni los gatos ni los perros de ese color.
—Soy Lisa la Roja, la cabritilla de Ibitz el Negro. Ahora que ha muerto estoy sola en el mundo. ¡Llévame contigo!
—Las cabritillas no deberían acercarse a los lobos —susurró el ladrón.
—Sé de sobra cómo hay que tratar a los lobos —dijo la muchacha—. Llévame y haré lo que me ordenes. Sé hilar el lino, cocinar, lavar. También sé cantar y tocar el laúd. Sé hacer guantes con las pieles de los conejos. Y para las heridas tengo un ungüento hecho de polipodio, verónica, llantén y hierbaluisa. Y hay también otra flor llamada la escabiosa, con media onza y tres de ortiga muerta de la de flor roja…
—¡Si al menos no me atacara la gangrena! —gimió el ladrón.
—A los elfos que traen la gangrena los mando yo a un lugar desierto, al agua o a un árbol hueco, conozco el conjuro —le aseguró.
El ladrón la miró y le dijo con un estertor.
—¡El conjuro! Si sabes el conjuro, dilo y te llevaré conmigo. ¡El conjuro! ¡Por lo que más quieras! ¡El conjuro!
La muchacha reflexionó un instante y luego comenzó a cantar:
Cuando Nuestro Señor Jesucristo caminó en círculo,
un gemido recorrió todas las cosas.
Lloraba el follaje y lloraba la hierba…
—¡No! —le interrumpió el ladrón—. Ése no es el conjuro de las heridas. ¡El otro! ¡El otro!
—El otro conjuro —repitió Lisa la Roja. Y entonces puso la mano sobre la tela empapada en sangre con la que le habían vendado la herida, y empezó a cantar de nuevo en voz baja:
Quiso el Señor que nacieran…
—¡Sí! ¡Ése es! ¡Ese es! —jadeó el ladrón—. ¡Sigue cantando! ¡Dilo entero!
Y la cabritilla cantó:
Quiso el Señor que nacieran tres flores,
Una es roja, la otra blanca,
La tercera se llama Deseo del Padre.
¡Detente, sangre!
—¡Detente, sangre! —murmuró el ladrón. Cerró los ojos, y le pareció sentir como si el dolor apartara sus afiladas garras de la herida y se alejara volando con lentos y pesados aletazos. Después le sobrevino un gran cansancio y durmió, durmió profundamente sin que lo visitara ningún sueño. Respiraba tranquilo y la cabritilla se acurrucó a su lado sobre el lecho de paja.
Durante más de un año los saqueadores de iglesias se dedicaron a recorrer los territorios comprendidos entre el Elba y el Vístula, Pomerania y Polonia, Brandenburgo y la Nueva Marca, Silesia y las montañas de Lusacia. En estas comarcas abundaban los malhechores, pero nadie hasta entonces se había atrevido a echar mano de los tesoros de las iglesias, ni siquiera en tiempos de guerra, cuando el hambre apretaba. El hecho de que alguien lo hiciera había consternado a las gentes. Al principio creyeron que debían de ser más de cien hombres los que se habían propuesto saquear y profanar los sagrados templos de todo el país. Luego, cuando se supo que se trataba de una banda de seis hombres la que se dedicaba a tales sacrilegios, se difundió el rumor que los ladrones de los bienes divinos conocían el arte de la magia, volviéndose invisibles en los momentos de peligro y, que por eso, no debía sorprender que el barón Maléfico no hubiera conseguido atrapar a ninguno de ellos a pesar de sus esfuerzos. Se decía que Satán en persona, el eterno enemigo de Dios, dirigía la banda que se dedicaba a robar los sagrados tesoros que albergaban capillas e iglesias.
El primer hombre que logró ver al susodicho Capitán fue el párroco de Kreibe, un pequeño pueblo de Silesia que pertenecía a un tal señor von Nostitz.
El párroco, que era apicultor, se encaminó un día de mayo después de la oración de la tarde hacia el pueblo vecino, para ponerse de acuerdo con el chamarilero a quien pretendía vender su miel. Más tarde, tras despedirse del chamarilero, un chaparrón lo había obligado a buscar refugio en la taberna, y ya era medianoche cuando regresó a Kreibe.
Al pasar delante de la iglesia vio una luz tras los cristales de una de las ventanas y, por un instante, reconoció pintada sobre el cristal y envuelta en tinieblas la imagen de san Jorge con su capa azul y con el dragón, que el pintor del pueblo había representado como una vaca preñada con alas de murciélago.
La luz desapareció un instante después, pero el cura ya sabía que había alguien en la iglesia, y, a pesar de que en ella había algunos objetos de cierto valor —un crucifijo de plata maciza de varios codos y una imagen de Nuestra Señora tallada en marfil con una corona de oro, ambos exvotos donados por el señor von Nostitz, a quien cuatro años antes había aquejado la viruela—, el cura no pensó ni por un instante que pudiera tratarse de los saqueadores de iglesias, preocupado tan sólo por los dos tarros de miel que, junto con las pipas, el fuelle y otros aparejos de colmenero, tenía guardados en la sacristía, a su juicio el único lugar seguro en todo el pueblo. La puerta de la iglesia estaba cerrada y el cura fue a buscar la llave, alegrándose ante la idea de poder atrapar por fin a los ladrones de miel con las manos en la masa. Luego, con una maldición en los labios y una candela en la mano, irrumpió en la iglesia.
Un golpe de viento le apagó la vela. Avanzó un par de pasos tanteando en la oscuridad, cuando de pronto el reflejo de una linterna sorda le iluminó la cara recorriéndole luego la sotana hasta llegar a los pies, y un hombre apareció ante él apuntándole con una pistola.
En ese momento olvidó la maldición. Aterrorizado, sólo fue capaz de susurrar un «alabado sea Jesucristo».
—Por siempre jamás, amén, excelentísimo señor —le respondió con gran amabilidad el hombre que tenía frente a él—. Sentiría mucho haberos asustado. Me he permitido entrar y considerarme vuestro invitado, a pesar de no tener el honor de conoceros.
Hasta ese momento, el párroco no se había percatado de que el hombre ocultaba su rostro tras una máscara. Fue entonces cuando se le ocurrió que estaba hablando con uno de los ladrones de iglesias. El corazón estuvo a punto de parársele del susto. Y antes de que le diera tiempo a rehacerse, la pesada puerta de hierro de la sacristía se abrió de un golpe y aparecieron tres hombres con los rostros envueltos en trapos. Uno de ellos llevaba el crucifijo de oro, el segundo la corona de Nuestra Señora, y el tercero el pebetero en una mano y una linterna sorda.
—Por el amor de Cristo, ¿cómo habéis logrado abrir la puerta de hierro? —gimoteó temblando como una hoja. Siempre se aseguraba de cerrarla con aldabas y cerrojos, y la llave acababa de cogerla de la alacena.
El hombre de la máscara dejó de apuntarle y se inclinó ante él, como si sus palabras le hubieran procurado una gran satisfacción, que debía agradecer. Después dijo:
—El excelentísimo señor debe saber que una puerta de hierro no es para nosotros más que una tela de araña. No nos incomoda en absoluto.
Acto seguido se dirigió a sus compañeros:
—Aprisa, no nos queda mucho tiempo, no debemos molestar al excelentísimo señor más de lo necesario.
El párroco vio cómo desaparecían en un gran saco el crucifijo y la corona de oro. Sabía que, como guardián de aquellos tesoros, estaba obligado a dar aviso y a subir a la torre de la iglesia y echar al vuelo las campanas para que pudieran oírse a muchas millas de distancia. Pero temía por su vida. Permaneció inmóvil y no dio aviso alguno, únicamente juntaba las manos una y otra vez.
—Son las ofrendas de nuestro Ilustrísimo Señor —se lamentó—. ¿Y os las vais a llevar? Son regalos destinados a Dios y no a los hombres.
—No —dijo el Capitán con voz serena—. Sólo lo que ha dado a los pobres es un regalo hecho a Dios. Todo lo demás es para el mundo, y yo he venido a llevarme la parte que me corresponde.
—Lo que hacéis es, como cualquier robo, un grave pecado, peor aún, es un sacrilegio —exclamó el párroco—. Aparta tu mano de estos tesoros sagrados o te condenarás para toda la eternidad.
—Vuestra Excelencia no debe ser tan severo con eso de los pecados —opinó el Capitán—. Los necesita tanto como ellos a vos. Si no hubiera pecadores ni pecados, ¿quién necesitaría a un cura?
En ese momento pudo ver que era el propio diablo quien hablaba por boca de ese hombre. Porque sólo el gran difamador y el adversario de Dios era capaz de confundir al hombre con argumentos tan perversos, astutos y escurridizos como aquéllos. Dio un paso atrás, se persignó y respondió desesperado:
—¡Satana, Satana! ¡Recede a me! ¡Recede!
—¿Qué queréis decir? —preguntó el hombre de la máscara—. No os he entendido. No tengo estudios, el latín sigue siendo latín para mí.
—Digo que estás poseído por el diablo —gritó el párroco—. El diablo habla por tu boca.
—Vuestra Excelencia, os lo ruego, bajad la voz, que nos podrían oír —dijo el ladrón con una sonrisa—. Y si es verdad que el diablo ha entrado en mi cuerpo, será porque Dios lo ha querido. Porque sin la aquiescencia de Dios, el diablo no entra ni en el cuerpo de un cochino, según dice Mateo.
Dicho esto se dio la vuelta y se acercó a sus compañeros. El párroco lo siguió con la mirada mientras pensaba cómo podría describir a aquel hombre para que más tarde pudieran reconocerlo y apresarlo.
«Bien parecido, de estatura mayor de lo habitual», dijo para sus adentros. «El rostro enjuto, hasta donde es posible verlo. ¡Si no llevara la máscara! Una peluca rubia con rizos, un sombrero con ribete blanco, una capa con adornos blancos y negros. Eso es todo lo que podría decir, y como descripción vale bien poco.»
Entretanto el Capitán le había cogido el pebetero a uno de sus camaradas. Lo miró con detenimiento. Luego volvió a acercarse al cura.
—Veo que Su Excelencia practica la apicultura —le dijo—. ¿Cuántas colmenas, si se me permite la pregunta?
—Tres —respondió el cura, mientras pensaba: «Manos finas, como sólo suelen verse en personas de condición. Dedos largos de mangante. La barbilla afeitada.» Y luego en voz alta dijo:— Las tengo en la parte de atrás de mi casa, en la pradera.
—Tres colmenas —repitió el Capitán—. Al menos darán dieciocho cuartillos o más en primavera.
—Este año sólo han sido diez y medio —suspiró el cura.
—No es mucho para tres colmenas —constató el Capitán—. Y eso que ha sido un año como pocos: un verano con bastante viento y fuerte sereno de noche, un otoño largo y seco, y nieve en invierno. ¿Por qué han dado tan poco?
—Es una desgracia —se quejó el cura, pensando ya en el tesoro robado, ya en las colmenas—. El calcañuelo ha atacado las colmenas.
—¿Y Vuestra Merced no sabe qué hacer? ¿No hay ningún remedio contra el calcañuelo?
—No —dijo el cura con aire preocupado—. No hay ninguno. Contra fortuna no vale arte ninguna.
—¡Pues atienda Su Señoría! —dijo el ladrón de iglesias—. Mezclad comino silvestre y unas gotas de aceite de espliego en agua azucarada y dádselo a beber a las abejas, eso las curará. ¡Está demostrado!
—Lo intentaré —dijo el cura pensativo—. Comino silvestre, ¿dónde puedo encontrarlo? En las praderas cercanas no lo he visto. ¿Y qué puedo hacer con la miel? No se me aclara. Dos veces la he pasado por el cedazo y sigue turbia.
Se habían quedado solos en la iglesia; el resto de la banda se había marchado ya con el saco a hombros. El capitán movió la cabeza.
—Eso es por la humedad del aire —opinó—. La sacristía no es el lugar más adecuado para la miel, las paredes chorrean agua. ¡Póngalas Su Señoría al calor del sol!
—Sí, ¡si pudiera fiarme de los campesinos! —exclamó el cura—. Son un atajo de ladrones, me roban la miel, la ponga donde la ponga. La sacristía es el único lugar seguro, ya que tengo la puerta cerrada a cal y canto, con barras y cerrojos.
—Eso ya lo sé —dijo el ladrón de iglesias—. Es terrible cuando los campesinos se roban unos a otros. Cada uno debería guardar su casa y dejar que el vecino tuviese también su buen año. Pero ahora debo despedirme de Su Señoría, pues he de partir.
Mientras conversaban habían estado paseando entre las hileras de bancos. En ese momento el cura se detuvo.
—Es una pena —dijo— que no pueda disfrutar de la agradable compañía de Su Señoría por más tiempo.
—Aprecio su amistoso gesto —respondió el ladrón con la misma amabilidad—. Sin embargo, debo rogarle a Su Señoría que me disculpe por esta vez.
Hizo una profunda reverencia, apagó el pendil, y un instante después había desaparecido en la oscuridad.
El cura permaneció en la iglesia meditando sobre el lugar en el que debería guardar la miel, pues era verdad que por los muros de la sacristía corría el agua. Luego, un minuto después, se le ocurrió que era el momento de subir a la torre para dar aviso sin peligro de su vida. Pero le pareció más sensato seguir a los ladrones en secreto y ver hacia dónde se dirigían y si llevaban caballos. Luego congregaría a los campesinos para perseguirlos.
Pero cuando salió de la iglesia los ladrones ya habían desaparecido y, a pesar de ser noche de luna, no había ni rastro de ellos ni a izquierda ni a derecha. Parecía —así lo refirió a los asustados campesinos una hora más tarde— como si el búho y el cuervo que anidaban en la torre les hubieran prestado sus alas para huir.
Las personas que tenían la desgracia de cruzarse en el camino de los ladrones a deshora no siempre escapaban tan bien librados como el párroco de Kreibe, que salió del apuro sin daño y con apenas un susto en el cuerpo. En Tschirnau, un pueblo situado en el condado bohemio de Glatz, en la ribera derecha del Neisse, el sacristán sorprendió en la noche de san Kilian a los ladrones en su iglesia. En ese preciso instante se disponían a marcharse con el botín. En aquella iglesia, objetivo de las peregrinaciones de los campesinos de todo el condado, se habían hecho con cuatro candelabros de oro de seis libras cada uno, un incensario, una batea y seis patenas —todas ellas de plata—, una cadena de oro muy pesada, un pedazo de brocado con bordado de oro, y un libro en el que se enumeraban y describían las buenas obras de Martín, el Papa. No es que lo hubieran cogido para aprender de aquellas buenas obras, sino por la encuadernación en marfil.
—Todo esto va a ir derecho al caldero —oyó el sacristán al entrar en la iglesia. Al principio sólo vio al ladrón que tenía el libro en las manos, más tarde reconoció a otros dos. Era un hombre valiente y sabía que en la taberna había un par de campesinos que acudirían en su ayuda si oían alboroto. Y, como no encontró nada mejor, le arrancó a la imagen de san Cristóforo el tronco de árbol que tenía en las manos y golpeó con él a uno de los ladrones en la cabeza, cuyo cabello rojo le había llamado la atención.
El ladrón gritó con voz de mujer. En ese momento alguien tomó al sacristán por el cuello. El sacristán quiso gritar y no pudo, y dejó caer la estaca. Mientras ésta caía al suelo con gran estrépito, un hombre apareció en el dintel de la puerta, un hombre con la cara envuelta en trapos, como los demás, les hizo una señal y dijo:
—Viene solo, nadie lo ha seguido, por eso lo he dejado pasar.
Esto fue lo último que pudo oír el sacristán. Un instante después perdió el conocimiento. Cuando recobró el sentido se encontró tendido en los escalones que llevaban a la iglesia con las manos y los pies atados y la dolorida cabeza envuelta en un trapo, los ojos y la boca pegados con brea. Así lo encontraron los campesinos que se dirigían a faenar y, a su lado, sobre los peldaños, vieron el tronco de san Cristóforo partido en dos.
Peores consecuencias tuvo el encuentro entre la banda de los ladrones de iglesias y un joven caballero de Bohemia que ocurrió en una posada. Este último perdió la vida en el lance.
La posada se encontraba en un camino vecinal que sale de la carretera que va de Brieg a Oppeln a su paso por un espeso bosque. Raramente paraban en ella gentes que no fueran gitanos, aprendices y demás chusma de similar catadura, a lo sumo se atendía a algún buhonero que iba de paso con sus cachivaches al hombro. El joven conde bohemio, que se dirigía a caballo a la universidad de Rostock acompañado de su preceptor y de un lacayo, se había visto obligado a alojarse en aquella casa por una noche porque el eje de su carruaje se había partido. Esto sucedió en una lluviosa noche de otoño. Mientras el cochero trataba de reparar el carruaje, el joven conde y su preceptor cenaron atendidos por el lacayo. Les sirvieron un pollo asado y una tortilla. La cocina de aquel lugar no daba para mucho más.
Cuando hubieron terminado, el lacayo salió para ayudar al cochero y el preceptor se retiró a descansar. Estaba fatigado y deseaba acostarse. El tabernero había preparado dos camas en el sobrado para los dos ilustres huéspedes. Se dispuso que el cochero dormiría en uno de los bancos de la taberna y el lacayo en el establo.
El joven conde se quedó un rato en la taberna apurando su jarra de vino. No estaba solo. Cerca de la chimenea roncaba desde hacía un buen rato el padre del tabernero, un hombre ya entrado en años. La lluvia golpeaba los cristales, el fuego chisporroteaba en la chimenea. En la cocina se oía un estruendo de cacerolas y sartenes. La mujer del tabernero freía salchichas de Nuremberg para el cochero y el lacayo.
El joven conde se preguntaba si no sería posible encontrar en aquel lugar a algún hombre inteligente con quien poder jugar una partida de L’hombre, pues le parecía que era demasiado temprano para acostarse. Y mientras permanecía allí sentado con los codos apoyados en las rodillas y la cabeza entre los puños, escuchó un ruido que venía de fuera y le pareció oír a alguno de sus hombres, al lacayo o al cochero, pedir socorro. Levantó la cabeza y aguzó el oído. El tabernero salió de la cocina con el rostro demudado y quiso decir algo, pero en ese mismo momento se abrió la puerta y se oyó una voz lanzar la orden:
—¡Messieurs! ¡Que nadie se mueva de su sitio!
El ladrón de iglesias apareció en el dintel de la puerta, con el rostro oculto por una máscara, y detrás de él dos de sus camaradas y la coleta roja de un tercero.
El joven caballero bohemio permaneció sentado junto a su jarra sin inmutarse. Se dijo a sí mismo que, si verdaderamente aquéllos eran los ladrones de iglesias, de los que ya había oído hablar, quizá pudiera conservar no sólo su vida sino también los treinta ducados bohemios que llevaba en su bolsa. Se propuso hacer un buen papel en aquella aventura para poder referirla más tarde en la universidad de Rostock. Y, para animarse, apuró su vaso de un par de tragos.
Entretanto el Capitán había entrado en la habitación. Agitó su sombrero con una leve reverencia presentando así sus respetos al ilustre huésped. Luego pidió vino y lo vertió en un vaso de plata que uno de sus camaradas extrajo de su bolsa de viaje.
El tabernero lo miraba temblando de tal modo que a punto estuvo de dejar caer la jarra de vino.
—¿Qué es lo que queréis? —dijo a duras penas—. Sabes muy bien que no puedo daros cobijo.
—¡Pamplinas! ¡Muévete de una vez! —le ordenó el Capitán—. Corre a la cocina y mira si hay tocino para mis hombres, y pan y cerveza.
Había arrojado su capote sobre el respaldo de una silla y mostraba una desgastada casaca de terciopelo violeta y unas botas altas de montar. Sus compañeros ocuparon una mesa al lado de la chimenea; sólo uno de ellos, el del cabello rojo, permaneció junto a su Capitán. Era Lisa la Roja, vestida de hombre. El Capitán se volvió hacia el joven noble agitando de nuevo su sombrero.
—Espero que Su Señoría sepa disculpar esta inesperada visita debida a circunstancias ingratas —dijo con mucha cortesía—. Pero hoy sopla de Polonia un viento helado y no quería que mis hombres pasaran frío bajo la lluvia.
—Una pregunta, si me lo permitís —respondió muy tranquilo el joven caballero—. ¿Qué les ha sucedido a mis hombres? Los he oído gritar. Y quítese Vuestra Merced la máscara para que pueda ver con quién estoy hablando.
El Capitán miró sorprendido al joven caballero unos segundos.
—Dios lo libre de semejante cosa —dijo—. Y pierda cuidado por lo que respecta a su servicio. Se ha retirado a los establos. Pero mis hombres no escatimarán esfuerzos para servir en lo que puedan al Ilustrísimo Señor.
Y al decir esto señaló a los dos hombres que se habían sentado a la mesa.
Al joven conde le llamó la atención que el Capitán de los ladrones de iglesias tratara de pasar, con sus palabras y sus gestos, por un caballero. Y le pareció que lo más seguro, sobre todo teniendo en cuenta las monedas de oro que llevaba en la bolsa, era tratar con la misma cortesía a aquel hombre, sin duda peligroso. Y de ese modo se levantó y, con el sombrero en la mano, rogó al Capitán que se sentara a su mesa y que bebiera con él un vaso de vino.
El ladrón se tomó unos minutos para considerar su oferta. Luego contestó:
—No puedo responder a la gran politesse de Vuestra Merced de otro modo que diciendo que es un honor que no merezco. Pero, ya que así lo queréis, con mucho gusto beberé un vaso de vino a la salud de Vuestra Merced.
Una vez que los tres se hubieron sentado a la mesa, fue Lisa la Roja la primera en alzar la copa para brindar a la salud del diablo, como acostumbraba hacer Ibitz el Negro.
—Estás en compañía de un hombre honorable —la reprendió el Capitán—. Deja los juramentos para otra ocasión.
—La demoiselle —dijo el caballero, tratando de iniciar una conversación— viste prendas de hombre y lleva una espada. ¿Se trata de una costumbre del lugar?
—No —dijo el Capitán—. Viste como un hombre porque resulta más cómodo para montar. Y de su espada sabe hacer buen uso; si la esgrime es pour se battre bravement et pour donner des bons coups.
—Yo también he estado en París —explicó el caballero cruzando las piernas y haciendo chirriar sus espuelas—. He visto el Louvre y el nuevo palacio de recreo del rey.
—Yo en cambio no —dijo el Capitán—. He aprendido francés con mi compañero, ése de allí, que lo habla con la misma facilidad con la que camina.
Y al decir esto señaló con la mano al Brabanzón, que se hallaba en la otra mesa con Cuellotorcido dando buena cuenta del tocino.
—¿Y Su Señoría también piensa alojarse aquí esta noche? —le preguntó el caballero, esforzándose porque la conversación no decayera.
—No —respondió el ladrón—. Debo partir de inmediato. Tengo un par de asuntos que resolver no muy lejos de aquí.
—Entonces beberé por el éxito de vuestra empresa —dijo el caballero.
—Su Señoría puede ahorrarse la molestia —dijo el Capitán—. Al pescador que sale a pescar no se le desea buena suerte, porque entonces no la tiene.
—¿Cómo no vas a tenerla? —terció Lisa la Roja—. Si tienes el arcano que todo lo puede, incluso lo más difícil.
—¡Calla! —dijo el ladrón de iglesias disgustado—. Hablas demasiado. Te lo he dicho muchas veces: lo que se habla por la boca lo paga después el cuello.
Y, volviéndose hacia el caballero, continuó:
—Tengo varios negocios aquí y allá y debo cabalgar muchas leguas para tenerlos vigilados.
—Y, ¿qué tipo de negocios son ésos, si se me permite la pregunta? —dijo el caballero.
—Su Señoría lo adivinará en seguida si le digo que en esta comarca me llaman el ladrón de Dios —respondió el Capitán con la mayor tranquilidad.
El caballero dio un respingo y olvidó toda cortesía, pues, a pesar de que desde el principio había sabido con quién estaba tratando, le disgustó que se lo dijera de un modo tan directo.
—¿Y te atreves a decírmelo —exclamó golpeando la mesa con el puño— sin la menor vergüenza?
—No siento vergüenza ni desmedro alguno —respondió el ladrón de iglesias sin alterarse—. Si el Altísimo ha querido convertirme en lo que soy, ¿cómo voy yo, que no soy más que una mota de polvo, a oponerme a su voluntad?
—Entonces a Dios también le gustará que te cuelguen y te rompan el pescuezo —dijo el caballero, a quien el vino se le empezaba a subir a la cabeza—. Y ése será tu fin.
—No tiene por qué serlo —le contradijo el ladrón—. También David fue un gran pecador, y aun así alcanzó grandes honores antes de morir.
—Por mis muertos, ¡me estás engañando! —gritó el caballero contrariado—. Me confundes con tu dichoso David. Pero una cosa es cierta, y muchas veces he meditado en ello: ¿Por qué no ha hecho Dios que seamos todos cristianos? ¿Por qué hay tantos turcos y tantos judíos? Ahí hay algo que no marcha como debiera.
—Es posible que Dios no quiera que ganen el cielo demasiados hombres —dijo el ladrón para darle qué pensar—. Tengo para mí que Dios prefiere mantener a los hombres lejos de él, en los infiernos, antes que en el cielo. Porque, ¿qué puede esperar de ellos? En cuanto hubo cuatro hombres en la tierra se mataron a palos, y no creo que en el cielo vayan a hacer otra cosa.
—Deja ya de predicar —dijo el caballero—. Seguramente sabrás que le han puesto precio a tu cabeza, diez mil táleros reales, y el que te aprese vivo recibirá una gran hacienda.
—Muy cierto —admitió el Capitán—. Pero Su Señoría debe saber también que nunca corre tanto el conejo como cuando le echan los perros. Todavía no se ha tendido la trampa en la que he de caer.
—¡No estés tan seguro de eso! —exclamó el caballero, a quien el vino comenzaba a afectar seriamente—. Si vuelvo a verte, te reconoceré. Tus días están contados. Sobre tu cabeza pende ya el hacha de cierto rey antiguo cuyo nombre no recuerdo en este momento, pero mi preceptor lo sabe, está arriba, durmiendo. Por todos los diablos, ¿por qué no habrá querido jugar a L’hombre? Ahora seríamos tres.
—¿Ha dicho Vuestra Merced —preguntó el ladrón pensativo— que me reconocerá?
—Sí, eso es lo que he dicho. Par la sang de Dieu! —respondió el caballero—. Me juego dos ducados bohemios a que soy capaz de reconocerte.
—Dos ducados. No es mucho —dijo el Capitán—. Acepto la apuesta.
—Entonces puedo considerar que he ganado la apuesta, pues tengo muy buena memoria para las caras —exclamó con una carcajada el caballero mientras alargaba el brazo sobre la mesa hacia la cara del Capitán. Un momento más tarde el trapo negro que le servía de máscara colgaba de su mano.
En la habitación se hizo el silencio, únicamente se oyó el tintineo del cuchillo que Cuellotorcido dejó caer sobre el plato. El Capitán se levantó. Su rostro de hombre resuelto, que no mostraba jamás, estaba pálido y empalideció aún más, pero no se alteró en absoluto.
—Su Señoría ha ganado la apuesta, no cabe duda —dijo esbozando una sonrisa—. Aquí está el dinero.
Sacó dos ducados de su bolsa y los lanzó sobre la mesa. El caballero los recogió y los retuvo un instante sobre la palma de la mano. Parecía como si en aquel momento hubiera recuperado la serenidad y le asustara su atrevimiento.
—Y como va siendo hora de que nos despidamos —continuó el Capitán—, pues uno ha de partir y el otro se quedará, creo que antes debemos beber un último trago, por nuestra amistad y al son de un ¡Valet!
Y, alzando su vaso:
—¡De un golpe y al corazón! ¡A vuestra salud!
—¡Larga vida! —dijo el caballero con voz insegura, levantando su vaso y llevándoselo a los labios.
No se dio cuenta de que Lisa la Roja había empuñado su tercerola tras regar la cazoleta con pólvora.
Recibió el tiro antes de que le diera tiempo a apurar el vaso. El joven caballero se desplomó con un ligero suspiro sobre el respaldo de su silla. La cara le cambió de color, la cabeza cayó hacia adelante. Sus manos se abrieron, el vaso retumbó en el suelo y las dos monedas de oro rodaron por la habitación.
El Capitán permaneció inmóvil durante unos minutos aspirando el olor de la pólvora. Luego cogió su máscara.
—Me pregunto si sabía que iba a morir —dijo con los ojos fijos en el muerto.
—Yo creo que lo supo en el último segundo —dijo Lisa la Roja—. Pero no le di tiempo ni para pronunciar un Jesucristo. De un golpe y al corazón, como ordenaste. Lo siento por él, parecía un muchacho alegre. Pero todavía no hemos terminado, vamos a necesitar más pólvora para la cazoleta, pues allí hay otro que también ha visto tu cara.
Y con el cañón de la tercerola apuntó al viejo, que se había despertado y seguía sentado, con una expresión estúpida, en el banco de la chimenea.
El ladrón se apresuró a ocultar su rostro tras la máscara.
—¡Por los clavos de Cristo! —exclamó—. ¿Es que no basta con uno? ¿Qué voy a hacer ahora con este anciano? Se ha visto envuelto en el asunto sin tener arte ni parte. ¿Es que también he de cargar con la muerte de este viejo?
—Haz lo que quieras —dijo Lisa la Roja—. Pero, si ha de pasar, no dejes que espere la bala mucho tiempo, porque lo peor de morir es el miedo.
—Un anciano —se lamentó el Capitán—. ¿Cómo quieres que mate a un pobre anciano? No puedo hacerlo, y, sin embargo, no sé cómo puedo impedirlo.
—Si tú no eres capaz, yo lo haré en tu lugar —dijo Cuellotorcido—. Pero dale al tabernero una moneda para el entierro y para que pague la misa.
—No podemos dejarlo vivir —decidió el Capitán—. Dios sabe que no me resulta fácil. Id a buscar al tabernero.
Acudió el tabernero, vio al muerto y juntó las manos, pero cuando oyó que iban a matar a su padre, se tiró al suelo y se puso a gritar, a implorar y a golpearse con los puños.
—No hay nada que hacer —dijo el Capitán—, y Dios sabe que lo siento. Pero no hay más remedio. Despídete de él.
—Pero ¿qué mal os ha hecho? —gimoteó el tabernero—. ¡Tened piedad de él! ¿Acaso eres de piedra e incapaz de atender mi ruego? Es mi padre y, si tuviese dinero, os compraría su vida.
—Es una lástima —dijo el ladrón, conmovido por las súplicas de aquel hombre—. Pero ha sucedido así y no está en mi poder cambiarlo. Ha visto mi cara, que normalmente llevo oculta tras una máscara, y no puedo dejarlo con vida cuando me marche de aquí.
El tabernero se levantó y miró al anciano, que seguía en el banco con la mirada perdida como si no supiera lo que ocurría a su alrededor.
—¿Cómo es posible —gritó el posadero— que te haya visto, si hace doce años que está completamente ciego, si hay que guiar su mano para que encuentre la escudilla con la cuchara? ¿Y tú dices que ha visto tu cara?
Y al decir esto se arrojó sobre una silla y, tapándose la cara con las manos, empezó a reírse como un poseso.
El Capitán no supo qué decir, luego se dirigió al anciano y en un instante sacó la pistola y se la puso delante de la cara. El anciano continuó como estaba, la mirada vuelta hacia algún rincón oscuro de la habitación, sin mover ni un solo músculo.
—¡Es verdad que está ciego! —exclamó el ladrón dejando caer la pistola—. Alabado sea el cielo, que me ha librado de este peso. ¡Deja ya de reír! Le perdono la vida, y me alegro sinceramente de ello. Y ahora, a los caballos, ¡ya hemos perdido demasiado tiempo!
El tabernero siguió riéndose durante un buen rato.
Una vez que hubieron partido los ladrones de iglesias, el tabernero regresó a la habitación y encontró a su padre arrastrándose por el suelo.
—¿Has visto su cara? —le gritó—. ¡Levántate y habla de una vez! ¡Déjate de tonterías, que ya no estás ciego!
—Ahora que soy rico —dijo el anciano levantándose despacio—, no pienso compartirlo contigo. Porque siempre me has escamoteado la comida y la ropa y no me has dado lo que debías. Ya te he dicho muchas veces…
—¿Lo has visto? ¿Podrías reconocerlo? —le interrumpió el tabernero.
—No. No tuve tiempo de prestarle atención —murmuró el viejo.
—¿Que no has tenido tiempo? —le espetó el tabernero—. ¿Qué diablos quiere decir eso?
—¡Que no! No tuve tiempo —repitió el anciano, obstinado—. Me desperté al caer ése al suelo —señalando al muerto—, y entonces dos monedas de oro rodaron por el suelo. Ahora son mías. Porque me fijé muy bien en ellas para que no se me escaparan. A una la vi desaparecer allí, en la rendija de la esquina, de eso estoy seguro. Y la otra vino a parar aquí, justo debajo de mi banco, y rápidamente le puse el pie encima y no me moví. Pero quizá fueran tres, tengo que ver si hay más.
—¡Y aunque hubieran sido veinte, animal, botarate! —gritó el tabernero—. ¿Es que no lo entiendes? Hemos perdido diez mil táleros reales. ¡Nunca más tendremos una oportunidad como ésta!
Salió de la habitación dando un portazo y se fue a buscar al cochero y al lacayo, que se encontraban en el establo, para que velaran a su señor.
En la primavera del año 1702, el lunes después de Judica, los ladrones se prepararon para su último asalto. Para ello habían elegido una iglesia cercana a Militsch, famosa por la gran cruz de atril dorada que colgaba sobre el altar mayor. Pero el golpe fracasó porque el párroco, siguiendo el consejo del obispo, había puesto el antiguo crucifijo a buen recaudo en el castillo de Militsch, y sobre el altar colgaba ahora un Cristo de madera de mediocre factura.
Un campesino que se había levantado a medianoche para vigilar a una de sus vacas que estaba enferma sorprendió a los ladrones mientras salían de la iglesia por una de las ventanas con las manos vacías. Al verlos, puso pies en polvorosa y se dirigió tal y como estaba, en camisa, al caserío del señor Melchior von Bafron. Allí dio la voz de alarma. El señor von Bafron, que aún no se había acostado y estaba jugando a las cartas, avisó a los hombres que en ese momento estaban disponibles y a quienes podía convocar rápidamente: los campesinos, los carboneros, la servidumbre y el cuerpo de montería.
Pero era demasiado tarde. Al verse en peligro, los ladrones se habían separado de acuerdo con su costumbre, y cada uno había seguido su camino dirigiéndose hacia la frontera con Polonia. De modo que no pudieron dar con la banda, a pesar de que rastrearon todos los caminos e incluso los bosques de los alrededores. Lo único que encontraron fue un saco de lino que uno de los ladrones había perdido al precipitarse en la huida. El saco contenía pan y cebollas, una bolsa con sal gorda y unas muelas envueltas en unos trapos; probablemente una reliquia procedente de alguna de las iglesias saqueadas.
A la mañana siguiente, el barón Maléfico acudió con su compañía de dragones desde la ciudad de Trachenburg, en la que había sentado sus cuarteles. Hacía cuatro meses que había regresado de Hungría, donde había combatido al turco y, una vez en Silesia, se dispuso de inmediato a retomar la lucha contra los ladrones: como un sabueso se lanzó tras sus huellas. Se indignó de sobremanera al oír que, cerca de la frontera polaca, habían apresado a un fraile mendicante vestido con un hábito marrón dejándolo luego en libertad, pues sabía que uno de los ladrones de iglesias solía hacer uso de tales vestimentas. Él mismo se había cruzado al alba con un correo sueco que se dirigía con su saca de cuero hacia Trachenburg. Con este hombre, que lo trató de «señor primo», había conversado en sueco y en francés, y el extranjero le había parecido fuera de toda sospecha, ya que en aquellos días era fácil encontrar envoyés del rey sueco en todos los caminos de Silesia y hasta en Pomerania.
Éste fue, por tanto, el resultado del último golpe de los ladrones de iglesias, y durante mucho tiempo no se tuvieron noticias de ellos hasta que, durante la semana que siguió al descendimiento de Cristo, empezó a correr el rumor de que la banda de los ladrones de Dios se había disuelto.
Se decía que, encontrándose en los bosques de Polonia, habían surgido desavenencias entre ellos a causa del reparto del botín, y que habían llegado a echar mano de los cuchillos y los mosquetes. Tres de ellos habrían muerto allí mismo, huyendo el resto con el oro. Uno de los muertos —se decía— era el Capitán.
El rumor se extendió por toda la comarca, los cocheros se lo contaban a gritos a los segadores al pasar, los curas lo daban por cierto en sus sermones, incluso había algunos que decían haber visto los cadáveres con sus propios ojos, y todos se alegraron de que se hubiera puesto fin a sus desmanes. En las tabernas y en los mercados se cantaba una canción, que alguien había impreso, sobre la muerte del Capitán.
Pero había un hombre en la región que no quería creerlo. Ese hombre era el barón Maléfico. Se reía de aquella historia y la tenía por un embuste. Decía que habían sido los mismos ladrones quienes habían inventado el cuento de que su Capitán yacía a tres palmos bajo tierra para que dejaran de buscarlos y así poder disfrutar con toda tranquilidad del producto de sus robos. Y juró por sus muertos y por todos los demonios que no descansaría hasta poner a la banda y a su Capitán en manos del verdugo.
Pero nadie volvió a saber nada de los ladrones de iglesias, nadie volvió a robar capilla ni iglesia alguna, y los relicarios que aún quedaban permanecieron intactos brillando bajo la tibia luz del atardecer que se filtraba por las ventanas, sin que ninguna mano osara tocarlos.
Lejos de aquellas tierras, en una cabaña en las montañas de Bohemia que llamaban «Los Siete Valles», los ladrones habían instalado un cuartel secreto en el que se reunieron por última vez.
Acababa de amanecer y hacía frío, el viento se colaba por los agujeros y las rendijas de la cabaña, y afuera lloviznaba. Cuatro de ellos se habían acostado sobre la paja envueltos en sus capotes y con los ojos insomnes fijos en el tesoro que brillaba en el centro de la habitación, en los táleros y los táleros dobles, en los ducados de Kremnitz y de Danzig que los alcahuetes de las callejuelas de Bohemia y de Polonia les habían dado a cambio del botín que habían acumulado durante el pasado año.
Habían estado reunidos toda la noche discutiendo, peleándose y dándose gritos, pues no querían dejar partir a su Capitán. No les bastaba el oro que habían conseguido reunir y pensaban que aún quedaba mucho disperso por toda la región. Pero el Capitán no dio su brazo a torcer, debían separarse, y nada de lo que dijeron logró disuadirlo.
—En este negocio —dijo—, cada uno tiene que pagar lo que se lleva con su propio cuello, y además con creces. Tened cuidado, se habla mucho de nosotros y de eso a caer en manos del verdugo no hay más que un paso. Además, el barón Maléfico ha vuelto y no quiero encontrármelo otra vez. Por eso creo que no debemos seguir juntos por más tiempo, o nuestra suerte empezará a caminar hacia atrás, como el cangrejo. Que cada uno siga su camino y que nadie vuelva la vista atrás. Ése es mi deseo, y vosotros jurasteis obedecerme en todo cuando os libré de una muerte segura.
Nadie consiguió convencerlo de lo contrario y lo único que quedaba por hacer era repartir el montón más grande de los que había en la habitación y marcharse cada uno por su lado.
El Capitán permanecía junto a la puerta vestido con su raída casaca de terciopelo violeta. Pensaba en el futuro que le aguardaba. Con aquel dinero pagaría las deudas de la hacienda, compraría aparejos y ganado para la cría, y se haría con nuevos criados. No debían faltar tampoco buenos caballos para los postillones que pasaran por el lugar. «¡Y también un galgo italiano y un caballo de monta para la joven demoiselle, la ilustre novia del señor von Tornefeld!» se dijo sonriendo. «Ahora ya hay dinero en la casa.»
Entretanto Lisa la Roja se había acercado de cuclillas al montón más pequeño de oro acuñado y de plata que le correspondía al Capitán, y llenó el bolsillo de su capa con los táleros dobles y los ducados. Árbol de Fuego se había levantado, irritado por la escena. El dinero de los demás hería su vista.
—¡Por todos los diablos! —gritó—. ¿Qué es lo que pasa aquí? ¿Es que hay algunos a los que se les permite coger todo lo que quieran?
—Ésa es la parte del Capitán, ¿a ti qué te importa? —le reprendió Cuellotorcido—. Deberías estarle agradecido por lo que te ha dado. Porque cuando te uniste a nosotros no tenías ni trajes ni zapatos. Tus únicos bienes eran una camisa hecha jirones. A él le debemos las vacas gordas, a partir de hoy eres rico.
—¿Rico? —exclamó indignado Árbol de Fuego—. ¿Qué es lo que dices? ¿Quién puede ser rico en estos tiempos, si una fanega de grano cuesta ya once perras gordas? No pienso tocar mi parte, tengo que ahorrar para la vejez; cuando esté paralítico y me aqueje la gota, ¿quién va a ayudarme? Pero hasta entonces tendré que depender de la misericordia de Dios y recorreré las puertas de los campesinos mendigando una corteza de pan duro para no morirme de hambre. Eso es todo lo que he conseguido, ésa es mi recompensa.
Y con una risa amarga recibió la parte que Cuellotorcido le acercó: un sombrero lleno de táleros y un puñado de oro.
—Hemos ido tras el oro arriesgando el pellejo y la vida hasta lograr hacernos con él —dijo el Brabanzón—. Ahora me voy a tomar unas largas vacaciones. Viviré con todos los lujos. Un buen alojamiento en alguna posada como «El esturión» o «El ciervo», una mesa bien provista, todos los días pescado o carne, y el vino adecuado. Temprano por la mañana misa, por la tarde paseo, y de noche una partida. Así pienso vivir, contemplando tranquilamente lo bueno y lo malo que nos depare el porvenir.
—¡Y si después de las vacas gordas —lo interrumpió Árbol de Fuego con voz estridente—, vienen las flacas o, peor, la hambruna, entonces no se te ocurra acudir a mí! No pienso darte ni un céntimo de cobre, te lo aviso desde ahora, no vengas a llamar a mi puerta.
—No te preocupes —respondió tranquilo el Brabanzón—. Puedes plantar lilas y resedas delante de tu puerta, que no iré a pisártelas.
Entonces tomó la palabra Cuellotorcido, el primero de la banda que, después del Capitán, había recibido dos puñados de oro acuñado.
—Durante todo este tiempo hemos vivido como búhos —dijo—, ocultándonos de día. Ahora eso se ha acabado. Ahora pienso recorrer todos los países, Venecia, España, Francia y los Países Bajos, quiero ver el mundo a pleno día. Y aunque me gaste dos táleros a la semana y medio los domingos, con esto me bastará para el resto de mis días.
El Veiland, un tipo grande y pesado, de rostro muy pálido, agarraba los ducados y los dejaba deslizarse por sus manos mientras se reía para sus adentros:
—Aquí, en tierra bohemia, donde no me conoce nadie, pienso mandar hacer un vasito y un cuchillo, un cucharón y un fusique de oro, y dos cajitas, una para el bolsillo derecho y otra para el izquierdo. La del derecho para guardar tabaco de Sevilla, que será para mí, y la del izquierdo para tabaco de Bahía, que ofreceré a mis amigos, porque hay que ahorrar.
—¿Y tú, cabritilla? —le gritó Cuellotorcido a Lisa la Roja, que continuaba en cuclillas sin decir palabra—. ¿Por qué pones esa cara? Ahora podrás vivir rodeada de seda y de terciopelo. ¿Tienes alguna pena? Deja ya de rumiarla. Los amores vienen y van, eso ya deberías saberlo. Cuando lleves hebillas de oro en los zapatos y adornos en el pelo, collares, diademas y sortijas de oro, tendrás todos los pretendientes que quieras.
Lisa la Roja no respondió. Se incorporó y trató de levantar el saco del Capitán, pero era demasiado pesado para ella, y Cuellotorcido tuvo que ayudarla a sacarlo de la cabaña.
Delante de la puerta Lisa la Roja habló una vez más con el que había sido su amante, por última vez intentó hacerle cambiar de idea.
—¡Llévame contigo! —le rogó apoyando la frente en su hombro—. No vuelvas a decirme que no. Ya sé que quieres a otra, seguramente es más hermosa que nada de lo que hay en el cielo o en la tierra, pero ¿qué más da? Llévame contigo, no pienso molestarte. Viviré con los criados y me ocultaré tras la estufa, y haré el trabajo más pesado, sólo quiero saber dónde estás y cómo te encuentras.
—No puede ser —dijo el Capitán impasible—. Antes encontrarás un guijarro seco en el mar que a mí, no me busques, pues no darás conmigo.
Lisa la Roja se echó a llorar. Luego se tranquilizó, se secó las lágrimas y dijo con voz queda:
—¡Ve con Dios! Te he querido como a mi propia vida. Que Dios te proteja en tu andadura.
Entretanto, el Veiland y el Brabanzón habían salido de la cabaña. Se despidieron con gran estrépito de su Capitán lanzando sus sombreros al aire al grito de ¡Viva! y disparando un par de tiros, cuyo eco retumbó por todo el bosque. En el momento en que, espoleando su caballo, el Capitán se despidió por última vez de sus compañeros, Veiland cogió el pañuelo que llevaba anudado al cuello y le prendió fuego deseándole salud y felicidad.
Una semana más tarde, Árbol de Fuego deambulaba por un camino de Silesia vestido con su cogulla de fraile. Había escondido su dinero en el bosque, en tres lugares diferentes, y había hecho algunas marcas en los árboles para poder encontrarlo. Ahora se dedicaba a ir de pueblo en pueblo, de caserío en caserío, y en su saco de mendigo llevaba un pan y algunas cebollas, tres manzanas verdes, un trozo de queso y un mechón de cabellos envuelto en un trapo que mostraba como si fuera una reliquia.
Y mientras avanzaba por el camino tragando polvo, escuchó tras de sí el trote de un caballo. Al volver la cabeza vio a un correo sueco vestido con una casaca azul con botones de latón, pantalones de ante, cinturón de piel de búfalo y sombrero de plumas. Se apartó y cuando el jinete pasó a su lado le tendió la mano, sin grandes esperanzas de recibir una limosna. Los oficiales del ejército sueco no solían ser generosos con los frailes mendicantes.
Sin embargo, el jinete detuvo su caballo. Esbozó una sonrisa y le lanzó medio florín de Pomerania.
Árbol de Fuego cogió la pequeña moneda de plata. Pero de un salto volvió a incorporarse y miró sorprendido al jinete.
Había reconocido aquella sonrisa burlona. Y esos ojos que brillaban como los de un lobo, aquellas cejas espesas que casi se juntaban en el centro y aquella arruga en la frente. El hombre que tenía ante sí, ¿no sería su antiguo Capitán?
—¿Esto es todo lo que le das a un camarada? —gritó agarrándolo por el brazo—. Te he reconocido en seguida a pesar de la barba. Baja del caballo y, si llevas vino, bebamos…
Al ver que el jinete había dejado de sonreír enmudeció, y de pronto vio que era un extraño el que miraba al hombre de la cogulla, y una voz desconocida le dijo, chapurreando el alemán:
—¿Qué quieres, fraile? ¿No te basta con medio florín? Apártate de mi camino si no quieres que te apalee.
El fraile exclaustrado volvió a mirar el rostro del desconocido, luego alzó las manos desesperado e invocó a Dios como testigo por haber confundido a tan noble y severo señor con otro, no entendía cómo podía haber sucedido. El jinete lo interrumpió:
—¡Deja ya tus miserables éxcuses! —le espetó—. No quiero oír ni una palabra más. ¡No te basta con medio florín! ¡Hazte a un lado, bestia inmunda!
El fraile obedeció, se apartó y, un instante más tarde, el jinete lo había dejado atrás. Sólo pudo oír una carcajada burlona que le resultó familiar. Y, con los ojos como platos y la boca abierta, vio alejarse al caballero sueco hasta que desapareció, y con la mano temblorosa se santiguó varias veces, como si acabara de cruzarse con el mismísimo diablo.