Durante el día habían permanecido escondidos y ahora, de noche, avanzaban a través de un pinar ralo. Ambos tenían motivos sobrados para no dejarse ver, debían hacer todo lo posible por permanecer ocultos. Uno era un vagabundo y ladrón de mercados que había escapado de la horca, el otro, un desertor.

El ladrón, a quien en la comarca llamaban el Levantacorrales, soportaba sin gran pesar las molestias de sus marchas nocturnas, ya que durante toda su vida había pasado hambre y frío en el invierno. Su compañero, sin embargo, Christian von Tornefeld, se encontraba en un estado lamentable. Era un hombre joven, casi un niño. El día anterior, habiéndose escondido en el sobrado de un caserío bajo un montón de esteras de junco, se había jactado de su courage fantaseando acerca de la suerte que le depararía el destino y la grandiosidad de su vida. Tenía un primo, un pariente de su madre, que tenía una hacienda en aquella comarca. Sin duda lo acogería y le proporcionaría dinero, armas, vestidos, y un caballo, con el cual cruzaría la frontera polaca. Y una vez allí, ya no tendría nada que temer. Estaba harto de servir en ejércitos extranjeros. Su padre había dejado Suecia porque los señores consejeros lo habían despojado de sus realengos, arruinándolo. Pero él, Christian von Tornefeld, seguía sintiéndose sueco en lo más profundo de su corazón. No había otro lugar para él más que el ejército sueco. Deseaba servir con honor al joven rey, a quien Dios había enviado a la tierra para castigar la traición de los grandes. A los diecisiete años, Carlos de Suecia había hecho posible la famosa victoria de Narva. Sí, la guerra era una gran cosa, siempre que uno tuviera el valor necesario y supiera emplearlo.

El ladrón lo dejaba hablar. Años atrás, cuando trabajaba como peón en los campos de Pomerania, recibía ocho táleros al año, seis de los cuales debía pagar al rey sueco en calidad de impuestos. A su entender, el diablo había enviado a los reyes a la tierra para sangrar y pisotear al resto de los hombres. Sólo comenzó a prestarle atención cuando Christian von Tornefeld empezó a hablar del poderosísimo arcano que lo convertiría en un hombre irremplazable a los ojos de Su Altísima y Graciosísima Majestad. El ladrón sabía muy bien de qué clase de arcano se trataba. Un trozo de pergamino bendecido, con un par de fórmulas en latín o en hebreo, eso lo podía sacar a uno de cualquier apuro. También él había poseído uno en tiempos, que llevaba consigo cuando se dirigía a los mercados para ganarse el sustento. Se lo había dejado arrebatar por dos míseros chelines, el dinero se había esfumado y, desde entonces, la fortuna le había vuelto la espalda.

Ahora, mientras avanzaban a duras penas por el pinar con el viento y el granizo azotándoles la cara, Christian von Tornefeld ya no osaba hablar de courage, de la guerra ni del rey de los suecos. Iba jadeando, con la cabeza gacha, y, cada vez que tropezaba con la raíz de un árbol, profería un quejido amortiguado por su debilidad. El hambre lo atormentaba, en los últimos días su único alimento había consistido en nabos helados, raíces y hayucos que habían logrado arrancarle a la tierra. Pero peor aún que el hambre era el frío. Las mejillas de Christian von Tornefeld semejaban una gaita desinflada, tenía los dedos rígidos y amoratados, le dolían las orejas bajo el trapo con el que trataba de resguardar su cabeza. Y mientras se tambaleaba bajo la tormenta de nieve soñaba, no con futuras hazañas sino con unos gruesos guantes y unas botas forradas de piel de conejo, y con un hueco lleno de paja y gualdrapas, muy cerca de la lumbre, donde poder pasar la noche.

Cuando salieron de aquel bosque ya había amanecido. Una fina capa de nieve cubría los campos, los prados y los eriales que unas pocas codornices atravesaban bajo la pálida luz del amanecer. El viento de la tormenta se enredaba en las despojadas ramas de cuatro o cinco abedules. Y por levante se extendía un muro blanco de niebla que se agitaba y ondulaba ocultando a su mirada los pueblos, los caseríos, los páramos, la tierra de labor y el bosque que había detrás.

El ladrón se dispuso a buscar un refugio donde pasar el día, pero en aquel lugar no había una sola casa ni un granero, ni siquiera una zanja o un hueco entre los árboles y las zarzas que pudiera albergarlos. Pero hubo algo que le llamó la atención. Se agachó para verlo mejor.

Había huellas en la nieve: hombres a caballo habían hecho allí un alto para descansar. Por los rastros que las culatas de los mosquetes y las fajinas habían dejado en la nieve el adiestrado ojo del vagabundo supo que se trataba de un grupo de dragones que se habían detenido para calentarse alrededor de una hoguera. Cuatro de ellos se habían dirigido después hacia el norte, y tres, hacia el este.

Una patrulla. ¿A quién andarían buscando? Sin levantarse del suelo, el ladrón lanzó una mirada a su compañero que, encogido y temblando de frío, estaba sentado al borde del camino sobre una piedra miliar. Y al verlo en un estado tan lastimoso, supo que no debía comunicarle su descubrimiento, pues, de lo contrario, aquel muchacho perdería el último resto de valor que le quedaba.

Christian von Tornefeld percibió la mirada que se había posado sobre él. Abrió los ojos y se frotó las manos ateridas.

—¿Qué es lo que has encontrado? —preguntó con voz lastimera—. Si son nabos o un tallo de col debes compartirlo conmigo, ése era el trato. ¿No hemos prometido que nos ayudaríamos, y que lo que fuera de uno pertenecería también al otro? Cuando lleguemos a la casa de mi primo…

—¡Por los clavos de Cristo, no he encontrado nada! —le aseguró el ladrón—. ¿Cómo va a haber nabos en unos campos sembrados de trigo? Sólo quería ver qué clase de tierra es ésta.

Los dos hombres hablaban entre ellos en sueco, pues el ladrón había nacido en Pomerania y había servido a un terrateniente sueco. Cogió un puñado de tierra de debajo de la nieve y la desmenuzó entre los dedos.

—Es buena tierra —dijo, poniéndose de nuevo en camino—, tierra roja, como la que eligió Dios para hacer al hombre. Un celemín de grano debería dar dos con esta tierra.

En él había vuelto a despertar el mozo de labranza. En su juventud había caminado tras el arado y sabía muy bien cómo había que tratar a la tierra.

—Dos —repitió—. Pero el amo de estas tierras tiene, según me parece, un mal administrador y criados que descuidan su trabajo. Porque estas tierras se han echado a perder: han empezado demasiado tarde con la siembra de otoño. Ha llegado el frío y han tenido que dejar el gradeo para más tarde, con lo cual el grano se ha helado.

No había allí nadie que lo escuchara. Tornefeld lo seguía con los pies llenos de heridas, suspirando y gimiendo a cada paso.

—Por estos lares es difícil encontrar buenos labradores, rastrilladores y sembradores —continuó el ladrón—. A mi entender, el amo no debe pagar bien a los criados, escoge trabajadores baratos que no sirven para nada. Los bancales de la siembra de otoño deben hacerse altos hasta la mitad para que el agua corra hacia el surco. El labrador no lo ha tenido en cuenta y ha arruinado la tierra por muchos años, no les dará más que mala hierba. Aquí, en cambio, han removido el suelo demasiado y han dejado que asome tierra mala, ¿no lo ves?

Tornefeld no veía ni oía nada. No alcanzaba a comprender por qué razón debía seguir caminando, interminablemente; ya era de día, y por lo tanto hora de descansar, y a pesar de ello continuaban avanzando.

—También los pastores engañan a su señor —continuó renegando el ladrón—. He visto que han usado toda clase de abonos en estos campos: ceniza, marga, viruta y limo, todo menos sirle. El sirle es lo mejor, vale para toda clase de terreno. Seguramente el pastor lo vende y se embolsa lo que le dan.

Y empezó a pensar cómo sería el señor de aquellas tierras y por qué tendría a su servicio a unos criados tan holgazanes, tan dejados, y que, además, lo engañaban.

—Debe de ser un hombre más viejo que la tos —dijo—, que ya no puede caminar por sí mismo, con gota, y que no sabe qué es lo que se cuece en sus tierras. Seguramente se pasa todo el día sentado delante de la estufa con la pipa en la boca y frotándose las piernas con jugo de cebolla. Se fía de lo que le cuentan los criados y se deja estafar a diestro y siniestro.

Pero de todo aquello Tornefeld sólo acertó a comprender que su camarada hablaba ahora de una estufa. Pensó que en seguida entrarían en una habitación caliente y el delirio se apoderó de su cerebro.

—Hoy es san Martín —murmuró—. En Alemania las gentes pasan todo el día de san Martín comiendo y bebiendo. Todos los pucheros humean, las sartenes sudan y todos los hornos de los campesinos rebosan de pan negro. Cuando entremos en la habitación, en seguida vendrá el campesino a ofrecernos su mejor ganso. Y nos servirá, para acompañarlo, cerveza de Magdeburgo, y después rosoglio y bíter español. ¡Va a ser un auténtico festín! ¡Bebe, hermano! ¡A tu salud! ¡Por muchos años! ¡Y que Dios lo bendiga!

Se detuvo y comenzó a balancear la mano con la que creía sujetar un vaso, haciendo reverencias a izquierda y derecha. Y en eso se resbaló, y estuvo a punto de caer de bruces si no hubiera sido por el ladrón, que lo agarró por el hombro.

—¡Mira hacia adelante y no sueñes! —le dijo—. Hace tiempo que pasó san Martín. Y ahora camina y deja de arrastrarte y de dar traspiés como una vieja enredada en su bastón.

Tornefeld dio un respingo y recobró la consciencia: todo había desaparecido, el campesino y el puchero humeante, el ganso en la fuente y la cerveza de Magdeburgo, y él se hallaba de nuevo en medio del campo y el viento helado le azotaba la cara. Y entonces la aflicción turbó su debilitado ánimo, no veía salvación en ninguna parte ni el final de su dolor, y se dejó caer sobre el suelo.

—¿Es que te has vuelto loco? —gritó el ladrón—. ¿Piensas quedarte aquí tumbado? Si te cogen, no tendrás escapatoria: el palo, la horca, la argolla o el potro de tormento te esperan.

—Por el amor de Dios, déjame, ya no puedo más —exclamó, exhausto, Tornefeld.

—¡Levántate! —insistió el ladrón—. ¿Prefieres que te muelan a palos o que te ahorquen?

Y de pronto le sobrevino la ira por haberse unido a semejante mozalbete que no servía para nada y que no hacía más que quejarse. Si hubiera estado solo, ya estaría en lugar seguro. Si los dragones lo atrapaban, la culpa sería de ese crío. Y, furioso por haber cometido semejante locura, la emprendió con él:

—Si lo que quieres es que te cuelguen, ¿por qué desertaste de tu regimiento? Lo podían haber hecho ellos mismos, hubiera sido mejor para los dos.

—Lo que quería era salvar la vida, por eso me escapé —dijo Tornefeld con un quejido casi inaudible—. El tribunal de guerra me ha condenado a muerte.

—¿Y quién te manda ser tan imbécil como para abofetear a tu capitán? Tendrías que haberte callado y esperar a que soplara el viento de otro lado. Si eras mosquetero vivirías como un señor. En cambio ahora, mírate, tienes un aspecto verdaderamente lamentable.

—Lo hice porque se atrevió a ofender a la honorable persona de Su Majestad —susurró Tornefeld con la mirada perdida—. Dijo que era un jovencito alocado y un fatuo que cita sin cesar el Evangelio para ocultar su propia torpeza. Habría sido un imbécil si hubiera permitido que se hablara de mi rey de esa manera.

—Más valen seis imbéciles que un loco. ¿Qué te importa a ti el rey?

—He cumplido con mi deber como sueco, como soldado y como caballero —dijo Tornefeld.

Por un instante, el ladrón estuvo tentado de dejar al mozalbete ahí tirado y largarse. Ahora, en cambio, al escuchar aquellas palabras, se le ocurrió que él también tenía su honor, el honor de los vagabundos, y que aquel muchacho, a pesar de sus discursos, había dejado de ser un caballero y ahora pertenecía, como él, a la gran cofradía de los pobres y los muertos de hambre, y que no debía dejarlo en la estacada si no quería perder su propio honor. Y volvió a intentar hacerlo entrar en razón:

—Levántate, hermano, por lo que más quieras, levántate, los dragones nos siguen la pista, te quieren apresar. Por el amor de Dios, ¿es que quieres que acabemos los dos en el patíbulo? ¡Piensa en el preboste, piensa en la carrera de baquetas! Acuérdate de que en el ejército del emperador a los desertores les hacen dar nueve vueltas alrededor del cadalso antes de colgarlos.

Tornefeld se levantó y miró trastornado a su alrededor. El viento del este había disipado la niebla y ahora ya podía distinguirse el horizonte. El ladrón comprobó que no se habían perdido y que estaban cerca de su objetivo.

Ante ellos se encontraba el molino abandonado, y tras éste se extendían los juncales y la marisma, los eriales y las colinas y el negro bosque. Los conocía muy bien, estas colinas y este bosque eran el dominio del Obispo con su forja y su bocarte, con sus canteras y sus hornos para fundir el hierro, y sus hornos de cal. Aquí reinaban el fuego y el arrogante Obispo al que en toda la comarca llamaban «el embajador del diablo». Y el ladrón creyó ver, allá abajo, dibujándose contra el horizonte, las lenguas de fuego de las caleras de las que en su día logró huir, donde no había más que fuego, fuego sobre fuego dondequiera que uno mirase, llamas color púrpura y rojo intenso y llamas negras de humo. Allí suspiraban los muertos vivientes encadenados a los carros, los salteadores de caminos y vagabundos, sus hermanos, que habían preferido el infierno a la horca. Como él en tiempos, arrastraban con sus desnudas manos las piedras hasta las canteras del Obispo, una piedra tras otra, durante toda una vida, sacando las cenizas incandescentes del horno, haciendo guardia día y noche delante de aquella boca que vomitaba fuego bajo el frágil tejado de madera, al que llamaban «el ataúd». El fuego les quemaba la frente y las mejillas, ya no las sentían, ya sólo sentían los golpes del látigo con los que el capataz del Obispo y sus esbirros los forzaban a trabajar.

El ladrón se dirigía hacia aquel lugar, el único refugio que le quedaba, porque en ese país había más horcas que torres de iglesia, y sabía que el cáñamo de la soga que acabaría con su vida ya había sido rastrillado y peinado.

Apartó la mirada de aquel lugar y contempló el molino. Llevaba muchos años abandonado, con la puerta candada y las ventanas cerradas. El molinero había muerto. En la comarca se decía que se había ahorcado porque el capataz o el alcaide del Obispo le habían embargado el molino, el burro y los sacos de harina que tenía. Pero en ese momento el ladrón se apercibió de que las paletas se movían, el eje del enorme árbol crujía y de la chimenea de la casa del molinero salía humo.

Sobre este molinero circulaba una leyenda en la comarca y el ladrón la conocía. Los campesinos contaban en voz baja que el molinero muerto salía una vez al año de su tumba para poner en marcha la rueda de su molino durante una noche y poder pagarle así al Obispo un centavo más de su deuda. Pero todo aquello no eran más que chismorreos, eso también lo sabía el ladrón. Los muertos no se movían de sus tumbas, ahora era de día y no de noche. Y si las paletas giraban bajo los pálidos rayos del sol invernal, era porque el molino debía de tener un nuevo dueño.

El ladrón se frotó las manos y se encogió de hombros.

—Parece —dijo— que hoy tendremos un tejado para cobijarnos.

—Un trozo de pan y un haz de paja es todo lo que necesito —murmuró Tornefeld.

El otro se rió.

—¿No habrás creído que te han preparado una cama de plumón con colgaduras de seda? —se burló—. ¿Y quizá también un potaje francés y un pastel para que lo tomes con vino de Hungría?

Tornefeld no respondió. Y comenzaron a subir, el ladrón y el caballero, por el camino que conducía al molino.

La puerta no estaba cerrada, pero el molinero no aparecía por ninguna parte, ni en la estancia ni en el dormitorio. En vano lo buscaron en el sobrado. Tampoco había nadie en el molino. Sin embargo, la casa debía de estar habitada, pues en el fogón ardían un par de leños y en la mesa alguien había puesto una fuente, pan, salchichas y una jarra de cerveza.

Desconfiado, el ladrón inspeccionó el lugar, porque conocía a los hombres y sabía que aquella mesa no había sido preparada para personas sin un cruzado en el bolsillo. Hubiera preferido alejarse del lugar tras hacerse con el pan y las salchichas. Pero Tornefeld había recobrado el valor en aquella estancia caldeada. Se sentó a la mesa empuñando el cuchillo del pan como si el molinero hubiera ahumado y cocido aquella salchicha para él.

—¡Come, hermano, y bebe! —dijo—. En tu vida has estado mejor servido. Yo respondo de lo que comamos. ¡Bebe, hermano! ¡A tu salud y a la de todos los soldados que luchan con arrojo! ¡Viva Carolus Rex! ¿Eres luterano, hermano?

—Soy luterano o papista, según sople el viento —respondió el ladrón, echando mano de la salchicha—. Cuando me topo en los caminos con un vía crucis o con una capilla entonces rezo un ave Maria gratia plena, y si tengo que atravesar tierras luteranas, entonces ensalzo el Reino, el Poder y la Gloria del Todopoderoso con un Padrenuestro.

—Eso no puede ser, hermano —dijo Tornefeld estirando las piernas bajo la mesa—. Hay que elegir entre Pedro y Pablo. Si continúas por ese camino te perderás. Yo por mi parte pertenezco a la Iglesia protestante, y me río y abomino del Papa y de sus mandamientos. El rey Carlos es el paladín de todos los luteranos. ¡Brinda conmigo por su salud y por la muerte de sus enemigos!

Alzó su vaso y lo vació de un trago, tras lo cual continuó:

—Ahora el príncipe elector de Sajonia se ha aliado con el zar moscovita para derrotarlo. ¡Menuda alianza! Es como si un chivo y un buey pretendieran vencer a un ciervo real. Come, hermano, coge lo que puedas y disfrútalo. Hoy haré de mesonero y de maestro de cocina, mozo y escanciador, todo en uno. Sin duda la cocina no es de primera. Yo preferiría una tortilla o un buen asado, mi estómago reclama algo caliente.

—Sin embargo ayer no le hiciste ascos a los platos fríos que comimos y bien que te apresurabas a desenterrar nabos helados —se burló el ladrón.

—Sí, hermano —contestó Tornefeld—. Han sido días terribles, fatigas indescriptibles, llegué a creer que no sobreviviría. He creído ver mi propio entierro, las velas, las coronas, los sepultureros y el ataúd de madera. En fin, pero sigo vivo, gracias le sean dadas al Señor, tengo una «salvaguardia» que me protege de la muerte y de su guadaña. Y dentro de dos semanas estaré en las trincheras al lado de mi rey.

Al decir esto, golpeó con la mano el bolsillo del jubón en el que guardaba lo que denominaba su arcano. Luego frunció los labios y se puso a silbar una zarabanda mientras tamborileaba con los dedos sobre la mesa marcando el ritmo.

La ira se apoderó de nuevo del ladrón. Este mozalbete de sangre azul, que unas horas antes yacía quejumbroso y acobardado sobre la nieve, y a quien con tanto esfuerzo había conseguido arrastrar hasta aquella habitación, ahora estaba allí, repantigado y silbando tranquilamente, como si las calles se le hubieran quedado estrechas y el mundo demasiado pequeño. Él, en cambio, ya no esperaba nada de la vida, más que ser un muerto más entre los muertos que habitaban el bocarte y los llameantes hornos del Obispo. Aquel mozalbete, en cambio, se lanzaría al mundo con su arcano en la mano para ganar honores y fortuna. El ladrón habría dado la vida por ver el famoso arcano y comenzó a lanzarle pullas para que se lo enseñara.

—No lo tomes a mal, hermano —dijo—, pero hablas de irte a la guerra como si se tratara de una romería. Más valiera que te dedicaras a trillar el trigo de algún campesino y que barrieras sus establos. Porque la guerra es un hueso duro de roer, te lo aseguro, un hueso que no se ha hecho para tus dientes.

Tornefeld dejó de tamborilear y de silbar.

—No me avergonzaría ser mozo de labranza —respondió—. Es un noble oficio, fue bajo la trilla donde el ángel se le apareció a Gedeón. Pero nosotros, los hombres de rango de Suecia, hemos nacido para la guerra, no servimos para aventarle el trigo a un campesino ni para barrer establos.

—Lo único que digo es que me parece que harías mejor papel tras el fogón que frente al enemigo en el campo de batalla —dijo el ladrón.

Tornefeld permanecía tranquilo, únicamente le temblaba la mano, y volvió a poner sobre la mesa el jarro del que estaba a punto de beber.

—Haré todo lo que le corresponda hacer a un auténtico soldado —respondió—. Los Tornefeld se han dedicado desde siempre a la guerra, ¿por qué razón voy a quedarme yo guardando el fogón? Mi abuelo, el coronel, fue quien guió al Regimiento Azul en la batalla de Lützen, luchó al lado de su rey, Gustavo Adolfo, y lo protegió con su propio cuerpo cuando lo derribaron del caballo. Y mi padre participó en once batallas y escaramuzas, y en el asalto a Saverne perdió un brazo. Pero ¿qué sabrás tú, hermano, de Saverne y de lo que allí sucedió, entre rayos, truenos, humo y gritos, adelante, atrás, estruendo de tambores y trompetas, formar una y otra vez y atacar de nuevo? Seguramente lo único que sabes es que en Saverne se seca el lúpulo y se tejen tapices, puede que sepas eso y nada más.

—Sin embargo, has abandonado tu compañía como un bellaco —le replicó el ladrón—, has desertado del regimiento del modo más infame. Yo te he visto tendido en la nieve, llorando. No vales para soldado, no serás capaz de resistir las guardias, la zapa, los asaltos, el frío y la miseria.

Tornefeld callaba. Con la cabeza inclinada hacia delante contemplaba, absorto, las brasas del fogón.

—Me parece —continuó, obstinado, el ladrón— que cuando oigas el estruendo del tambor sentirás miedo, miedo de perder tu vida de tres al cuarto. Buscarás desesperado una estufa o una chimenea para esconderte y que no te encuentren.

—No me agrada —dijo Tornefeld en voz muy baja— que ofendas a través de mi persona el honor de los nobles suecos.

—Me da igual que te agrade o no —exclamó el ladrón—. Tengo a los nobles por bribones y me importa un comino su honor caballeresco.

En ese momento Tornefeld se levantó de un salto, pálido de ira y de vergüenza, y, como no encontró otra arma, alargó la mano hacia la jarra de cerveza y la blandió contra el ladrón.

—Ni una palabra más —exclamó—, o te retuerzo el pescuezo.

Pero el ladrón hacía tiempo que se había hecho con el cuchillo del pan.

—¡Venga, venga! —rió—. Puedes gritar cuanto quieras, que a mí no me asustas. Y ahora veamos lo de tu arcano, a ver si es verdad que te hace invulnerable. Porque si no es así, te voy a hacer tantos agujeros…

El ladrón calló y ambos dejaron caer las armas, uno el cuchillo y el otro la jarra. De pronto se percataron de que había alguien más en la habitación.

Sentado en el escaño de la cocina había un hombre con una cara que parecía cuero de España, macilenta, arrugada y llena de surcos, con dos ojos clavados en ella como dos cascaras de nuez huecas. Llevaba un jubón de tela roja, una gorra ancha de cochero, sobre la gorra una pluma, y el reborde de sus bastas botas de cabalgar le llegaba hasta más arriba de la rodilla. Al verlo ahí sentado sin decir palabra, enseñando los dientes y con la boca torcida, el miedo se apoderó de ellos, y el ladrón pensó que debía ser el molinero muerto, que salía del purgatorio para ver cómo iban las cosas en su molino. Y tras las espaldas de Tornefeld hizo la señal de la cruz, y gritó «Por los estigmas y los sufrimientos de Jesús» y «Por el agua y las lágrimas de Cristo» confiando en que en un instante el fantasma desaparecería envuelto en una nube de azufre y de pestilencia para regresar al purgatorio. Pero el hombre del jubón rojo no desapareció y permanecía sentado, inmóvil, contemplando a los dos hombres como un búho a punto de lanzarse sobre su presa.

—¿Cómo ha entrado Su Señoría? —preguntó Tornefeld, a quien le castañeteaban los dientes—. No os he visto entrar.

—Una mujeruca me ha traído en su faldón —dijo el hombre con una risa inaudible y una voz que sonaba como la tierra cayendo sobre la tierra—. ¿Y vosotros? ¿Qué habéis venido a buscar aquí? Os coméis mi pan y os bebéis mi cerveza, ¡y yo encima tengo que festejarlo!

—Parece como si el diablo lo hubiera tenido diez años en maceración —dijo el ladrón a media voz.

—¡Calla! ¡No digas nada! Lo podría tomar como una ofensa —le susurró Tornefeld con brusquedad. Y en voz alta replicó:— Su Señoría sabrá disculparme. Afuera está todo helado y no hay más que carámbanos, y los tiempos están tan revueltos que hace tres días que no he probado bocado, Dios es testigo. Por ello me he atrevido a acercarme a la mesa de Su Señoría…

—Parece como si un cuervo le hubiera soplado en la cara —murmuró el ladrón.

—… a pesar de que no tengo el honor de conoceros —continuó Tornefeld, acompañando sus palabras con una reverencia—. Pero no dejaremos de presentaros nuestra reconnaissance como es debido.

El ladrón se daba perfecta cuenta de que aquélla no era la manera más correcta de hablar con un fantasma, y se acordó también de que con la prisa y la turbación había pronunciado un conjuro que no era el adecuado. Porque invocar la sangre y los estigmas de Cristo servía contra la hidropesía, la viruela y el tizón, pero no para ahuyentar a los fantasmas. Pero antes de que pudiera dar con la fórmula, el hombre de la gorra de cochero se volvió hacia él con estas palabras:

—Muchacho, me miras como si supieras quién soy.

—Sé muy bien quién sois —dijo el ladrón con voz temblorosa—, y también sé de dónde venís. Su Señoría viene de las calderas de Pedro Botero, donde las llamas se abren paso por las ventanas y donde asan manzanas en los anaqueles.

Veía ante sí las llamas del purgatorio, el abismo ardiente, albergue de las almas necesitadas de purificación. Eso era el infierno. Pero el hombre del jubón rojo hizo como si el ladrón estuviera hablando del dominio, de sus fundiciones y sus hornos de cal, que día y noche arrojaban humo y llamas hacia el cielo.

—Ya veo que no me conoces —respondió—. No soy fundidor, vaciador ni fumista de las forjas del Obispo.

Fuera de la casa se arremolinaban los copos de nieve. El ladrón dio un paso hacia la ventana y señaló hacia las paletas de la rueda del molino, que se habían detenido.

—Lo que quiero decir —balbuceó con un hilo de voz— es que sois el mismísimo molinero que se despidió de este mundo con una soga al cuello y que ahora vive en un abismo de fuego.

—¡Sí! Yo soy ese molinero —exclamó el hombre del jubón rojo. Se levantó del banco y se puso a dar vueltas por la habitación—. Sí. Soy el molinero al que te refieres, y es cierto que en una hora amarga traté de quitarme la vida con una soga. Pero, cuando estaba a punto de expirar, apareció el capataz del Obispo con sus criados y cortaron la cuerda, y el melecinero me hizo una buena sangría. Estoy vivo y ahora soy el cochero de Su Alteza el Obispo, me dedico a recorrer la ruta militar para llevarle a mi Señor mercancías provenientes de las ciudades y países más diversos, de Venecia, Malinas, Varsovia, Lyon. Y vosotros, ¿qué oficio y condición tenéis? ¿De dónde venís y hacia dónde os dirigís?

El ladrón seguía con ojos inquietos a aquel hombre, que se paseaba por la habitación arrastrando con gran estrépito las espuelas. Pensaba en que ese difunto que quería pasar por un hombre de carne y hueso sabía muy bien con quién se las veía y que él, el ladrón, se había pasado la vida robando todo lo que había tenido a su alcance: tocino, huevos, pan y cerveza, los patos de los estanques y las nueces de los árboles. Por eso prefería no hablar de su oficio. Alargó tembloroso la mano y señaló hacia el oscuro bosque que albergaba la forja y el bocarte, y dijo:

—Me dirijo hacía allí para ganarme el pan con el sudor de mi frente.

El molinero lanzó una risotada sorda y se frotó las huesudas manos.

—Si es allí donde quieres ir —dijo—, la cosa tiene fácil arreglo. Su Alteza es un buen amo. Tendrás una libra de pan cada día y media de sopa. Además de eso te darán manteca y dos cruzados, por la noche puré y los domingos morcilla de sémola y estofado de carnero.

El ladrón cerró los ojos. Habían sido tiempos difíciles, en diez días sólo recordaba haber tenido un bocado caliente en la boca una única vez, cuando consiguieron cazar un grajo y asarlo. Aspiró aire por la nariz como si ya tuviera la fuente de carne sobre la mesa.

—Estofado de carnero —murmuró—. Con comino.

—Con comino y nuez moscada —le aseguró el molinero—. Te tratarán como es debido.

Se volvió hacia Tornefeld.

—¿Y tú? ¿Qué haces ahí parado como un santo de retablo? ¿Tienes boca y no sabes decir nada? ¿Tú también quieres que te traten a cuerpo de rey? ¿Es| que el Obispo va a tener que alimentar a todos los maleantes y rebañadores de sartenes que pululan por estos caminos?

Tornefeld negó con la cabeza.

—No tengo intención de quedarme en esta tierra —dijo—. Quiero cruzar la frontera.

—¿La frontera? ¡Ah! ¿Quieres probar el pan de especias y el aguardiente polaco?

Tornefeld permanecía erguido e inmóvil, como si ya lo hubieran llamado a filas.

—Quiero servir a mi Señor, el rey de Suecia.

—¡El rey de Suecia! —exclamó el molinero, y su voz adquirió de pronto un tono chirriante—. Claro, desde luego, te está esperando, a ver si le aconsejas sobre cómo ahuyentar al kan de los tártaros y al emperador de China. Debe creer que las piernas se le van a hinchar si no gana suficientes honores. ¿Quieres buscar fortuna en el ejército sueco? Te darán cuatro cruzados al día que se te irán en proveerte de tiza, polvos, cera para los zapatos y esmeriles. La suerte es al soldado lo que un grano en un acre de arena al hombre pobre, te lo aseguro. No germina.

—De cualquier modo estoy decidido a ir a la guerra con el ejército sueco —dijo Tornefeld.

El molinero se acercó a él como si quisiera ver el blanco de sus ojos. Afuera se oía el ulular del viento, y los troncos de madera que sostenían el techo de la casa del molinero crujieron bajo el peso de la nieve. Pero en la habitación reinaba el silencio, no se oía más que la respiración de tres seres enfrentados.

—¡Infeliz! —dijo el molinero—. Puedes considerarte hombre muerto, a no ser que alguien se apiade de ti. De una libra de plomo salen seis perdigones y uno de ellos es para ti. Ahora todos los locos quieren alistarse en el ejército sueco y una vez allí gritan ¡piedad! ¿De quién vienes huyendo? ¿Del arado, de la vara, del escabel del zapatero o del tintero?

—No huyo ni de la vara ni del tintero —respondió Tornefeld—. Soy un caballero. Mi padre y mi abuelo dedicaron su vida a la guerra y yo deseo hacer lo mismo.

—Mira por dónde, Su Señoría es un caballero —exclamó, burlón, el molinero—, aunque más bien parece un cuco tiñoso de lo harapiento y desgreñado que va. ¿Tenéis acaso un pasaporte y los papeles en regla?

—No tengo ni pasaporte ni papeles —contestó Tornefeld—. Sólo cuento con mi dignidad y mis ganas de luchar. Y por mi alma que…

El molinero alzó la mano con un gesto de desprecio y la dejó caer de nuevo.

—Guarde Su Señoría su alma para sí, nadie la necesita —dijo malhumorado—. Pero os interesará saber que esta noche han aparecido soldados en todos los caminos, parece que hubieran caído con la nieve, dragones y mosqueteros que buscan a los bandoleros que pululan por las fronteras para acabar con ellos. Y sin pasaporte ni papeles difícilmente podrá Su Señoría llegar hasta Polonia.

—No me importa si es difícil o fácil —respondió Tornefeld—. Estoy resuelto a ir a la guerra sueca.

—Bueno, pues vaya Su Señoría a la guerra sueca —exclamó el molinero profiriendo un grito semejante al ruido de una rueda sin engrasar—, no pienso empeñarme en abrirle los ojos. ¡Pero antes pague lo que ha comido y bebido, y después vaya con Dios!

Y al verlo ahí parado delante de él, con los dedos crispados, la boca torcida y los ojos bailándole como fuegos fatuos, el terror se apoderó de Tornefeld. Hubiera deseado poder lanzarle medio florín sobre la mesa y esconderse después detrás del fogón y taparse hasta las orejas para no seguir viendo al molinero. Pero aunque vaciara sus bolsillos y les diera la vuelta, no encontraría ni un mísero cruzado. Retrocedió dos pasos y se acercó al ladrón.

—Hermano —le susurró—, mira en tu bolsa a ver si encuentras un florín o medio. Se me ha acabado el dinero y tengo que pagar a este Micer Roñoso.

—¿Cómo quieres que tenga yo un florín? —se quejó el ladrón—. Si hace ya una eternidad que no veo uno y ya no sé siquiera si es redondo o cuadrado. ¿No dijiste que respondías de la comida?

Tornefeld miró preocupado al molinero, que se había inclinado sobre la lumbre y atizaba el fuego.

—Pardiez, entonces nuestra suerte está en tus manos —le dijo al ladrón con voz persuasiva—. Debes ir inmediatamente a buscar a mi primo, que vive en Kleinroop, al lado de Lancken. Le dirás que estoy aquí, y que me envíe dinero, vestidos y un caballo.

—Hermano, te deseo que vivas muchos años —respondió el ladrón—. Pero le tengo más apego a mi vida que a la tuya, y no quiero que los dragones me atrapen. ¿Qué tengo yo que ver con tu primo?

Tornefeld se volvió hacia la ventana y vio que la tormenta de nieve había arreciado y que hasta las paletas del molino habían desaparecido.

—Tienes que ir en mi nombre —insistió—. Te estaré eternamente agradecido si lo haces. Ya ves que estoy enfermo, no podría estar peor, y, si salgo con este frío y esta nieve, moriré.

—Ahora temes que se te congele la nariz —se burló el ladrón—, y hace un momento alardeabas de tu valor y de tu coraje y decías que querías ir a la guerra sueca. Ahora me das jabón y antes me amenazabas con la jarra y me querías ver ahorcado y con el pescuezo roto… Que vaya otro. Yo, desde luego no.

—Perdóname, hermano. Lo de antes fue una broma, te juro que lo siento —le rogó humildemente—. No quiero ocultarte la verdad: no temo ni a los dragones ni al frío. Pero no quiero presentarme ante mi primo de esta guisa, harapiento y agotado, ni ante la joven demoiselle. Ve en mi lugar, hazlo en nombre de nuestra condición de hermanos. Dile que tendré el honor de presentarle mis respetos cuando me convierta en un soldado como Dios manda. Te tratarán a cuerpo de rey y recibirás una recompensa por llevarle el mensaje.

El ladrón reflexionó un momento. Para llegar al pueblo de Lancken debía retroceder tres millas por el mismo camino por el que habían venido. Tal vez los descuidados campos que habían atravesado pertenecieran al noble señor primo de su compañero de infortunios. Sin duda, le gustaría conocer al hombre que se dejaba estafar y robar de un modo tan lamentable por su administrador, por el encargado del registro de granos, por sus pastores y sus peones.

El camino era peligroso, eso lo sabía. Si caía en manos de los dragones, no escaparía a la horca, pues había en aquella región tantas como cruces de caminos. Pero estaba acostumbrado al peligro. El destino le había dado a elegir en no pocas ocasiones entre morir de hambre o morir ahorcado. Y ahora, cuando pretendía poner fin a su vida de vagabundo disponiéndose a vender su libertad por un trozo de pan diario y un techo donde guarecerse, sintió un deseo irrefrenable de salir y dejar que el viento le azotase la cara y de volver a bailar, por última vez, una polca con la muerte.

—Está bien, iré y tú te quedarás aquí —le dijo a Tornefeld—. ¿Pero crees que Su Excelencia recibirá a un tipo tan insignificante como yo?

—Todos los hombres son iguales a los ojos de Dios —se apresuró a responder Tornefeld, temiendo que el ladrón cambiara de idea—. Enséñale este anillo, que lleva mi escudo, así sabrá que te envío yo. Habla poco y no des muchas explicaciones. En primer lugar, dile que te dé dinero, ya que tendré que hacer uso de mi bolsa para pasar la frontera. Además, deberá enviarme una calesa, un abrigo grueso, camisas, pañuelos, medias de seda rojas…

El ladrón miró con desconfianza el anillo de plata que Tornefeld le había entregado.

—Dirá que lo he robado —dijo.

—No, no lo dirá —le aseguró Tornefeld—. Y si lo dice, le contarás, como prueba de tu sinceridad, cómo, siendo yo todavía un niño, al bajar por una montaña en un trineo con la joven demoiselle se encabritaron los caballos y volcamos. Cuando oiga esto, sabrá en seguida que se trata de mí. Y que me envíe también una casaca de brocado estampado y otra de raso con encajes y lazos. Un sombrero de gala, dos pelucas negras, un camisón de seda para la noche…

—¿Y cómo se llama tu señor primo? —lo interrumpió el ladrón.

—Christian Heinrich Erasmus von Krechwitz de Kleinroop —contestó Tornefeld—. El mismo que me sostuvo ante la pila bautismal. Y no te olvides de pedir también dos pelucas negras, una grande y otra pequeña, un sombrero con galones, una casaca francesa de raso…

El ladrón ya había partido. Al abrir la puerta, una corriente helada cruzó la habitación. El molinero se había levantado y se calentaba las manos sobre las brasas de la lumbre.

—El señor Christian von Krechwitz —murmuró—. ¡A ése le conocí yo! Un hombre severo, todo un señor. Descanse en paz.

Comenzaba a oscurecer cuando el ladrón llegó al pueblo. Había dejado de nevar, pero el frío arreciaba. El viento silbaba, helado y cortante, en torno de su cabeza. En la calle principal no se veía un alma, sólo un enorme perro marrón vagaba entre las miserables casuchas y los cobertizos. Un destello de luz y el eco amortiguado de una gaita que provenían del albergue eran los únicos signos de vida. Al final de una avenida de arces distinguió el brillo húmedo del tejado de pizarra de la residencia de los señores de Kleinroop.

Mientras cruzaba el estanque helado de camino hacia la casa no pudo evitar pensar de nuevo en aquellos nobles señores que tenían a los peores criados del mundo a su servicio y permitían que arruinasen sus tierras. «Este señor von Krechwitz», se preguntó, «¿Por qué no sale nunca de su casa? Si se decidiera a recorrer sus campos, vería lo que allí sucede. ¿Es que está ciego? Quizá esté enfermo, quizá padezca de hidropesía o de hemoptisis y se Pase todo el día tomando aceite de oliva, ajenjo y electuario. ¿Por qué no vigila sus tierras? Quizá sea un soñador y un lunático, y permanezca encerrado día y noche en su habitación meditando si hay más hombres que mujeres en el cielo, o en cómo será la luna por dentro. Tal vez no viva en la hacienda. Apuesto mi bolsillo derecho contra mi bolsillo izquierdo a que no vive aquí. Probablemente está en la ciudad y se dedica a la esgrima, al baile, al juego, a componerles sonetos a las damas, y deja a su gente hacer de las suyas y sólo viene a la casa a recoger el dinero. Así debe de ser este señor von Krechwitz. Y en cuanto se hace con cien táleros, vuelve a la ciudad y no regresa hasta que se lo ha gastado todo y se ha endeudado por otros cien. Así es este señor von Krechwitz. Y cuando se endeuda, permanece en su casa haciendo cabalas sobre cómo podría hacerse rico de la noche a la mañana. Yo podría aconsejarle. La tierra es buena, por cada tres fanegas de tierra fértil hay una de erial. Si se sembrara y abonara como es debido, como lo pide el suelo —en este acre rubión, en el otro ballueca, y trigo sólo en el más duro—, si sembrara con tino y rastrillara mejor, y si escardara, vería como crecía aquí el grano, espiga contra espiga. Pero para eso tendría que llamar al orden a sus criados, revisar el trabajo del que registra el grano, mandar al diablo al administrador y ocuparse él mismo de todo. Eso es lo que debería hacer, en lugar de pasarse por la ciudad entonando serenatas al pie de las ventanas de las damas…»

De pronto algo le hizo interrumpir sus divagaciones. Oyó un campanilleo y el chasquido de un látigo, y rápidamente se hizo a un lado escondiéndose tras una cornisa de nieve.

Un trineo se deslizaba pesada y lentamente sobre la capa de hielo que cubría el estanque, un viejo trineo que crujía y avanzaba con estruendo arrastrado por un caballo famélico. Sobre el cuero amarillento y carcomido de la portezuela aún podían verse los restos de un escudo nobiliario. El farol del pescante arrojaba un rayo de luz sobre la cara del hombre que, envuelto en una piel de oveja, viajaba en él y, por un instante, el ladrón pudo ver una nariz bulbosa que el frío había teñido de azul, una boca amarga y una barba negra partida en dos.

El ladrón se incorporó tras la cornisa y se quedó mirando cómo se alejaba el trineo, moviendo la cabeza.

—Así que éste es el famoso señor von Krechwitz —murmuró—. No me parece que sea un soñador ni un lunático, y tampoco tiene aspecto de ser de los que sólo saben perseguir a las mujeres y hacerles regalos, o perder dinero en el juego. Su cara es la de un hombre insaciable, un hombre de los que no regalan un centavo a nadie, eso es lo que parece, avaro y malvado. Pero este hombre que parece tan severo, ¿por qué no sabe imponerse entre sus criados?

El ladrón siguió rumiando el asunto y meditando, y no tardó mucho en encontrar una respuesta a sus preguntas.

—Ya lo tengo —dijo para sí—. Este señor von Krechwitz ha cometido alguna vez una fechoría que ha ocultado al mundo, nadie lo sabe, sólo sus criados, y por eso su suerte está en sus manos. Tal vez haya matado a su hermano a causa de una herencia, o se haya hecho con la fortuna de su esposa después de envenenarla. Sus criados lo saben, y él teme que lleguen a contarlo y que testifiquen contra él, y por eso no se atreve a echar a ninguno de ellos de su casa.

El trineo se detuvo frente a la entrada de la casa. Las puertas se abrieron y un criado apareció con un farol de cuadra en la mano. Se inclinó ante él con respeto, pero el hombre del trineo se levantó, le arrebató el látigo al conductor y se puso a golpearlo.

—¡Cretino! ¡Botarate! —gritó de manera que se lo podía oír a gran distancia—. ¡No eres más que un patán! ¡Cerdo inmundo! Me has enviado el peor trineo y un jamelgo paralítico. El diablo te recompensará como mereces. ¡Silencio! ¡Ya te daré yo varapalo para que aprendas quién soy yo!

El criado no se movió un ápice ofreciendo su espalda a los golpes. Finalmente el hombre dejó a un lado el látigo, cansado, y el criado se inclinó para recogerlo. El trineo desapareció de la vista del ladrón, las puertas se cerraron, y todo a su alrededor volvió a ser oscuridad y silencio.

—Así se hace —murmuró el ladrón frotándose las manos—. Sabe cómo hay que tratarlos, estos bellacos no merecen otra cosa. A cada uno su ración de palos. Pero, por todos los diablos, si por una nadería es capaz de darle a la fusta como si fuera un domador de osos, ¿por qué no atiende mejor sus intereses? ¿Por qué permite que se echen a perder sus campos y que se pudra el grano en la tierra? No lo comprendo. No, por Dios, que no alcanzo a comprenderlo.

Continuó su camino, perplejo. Habían cerrado y echado el candado a la puerta de la casa, pero el adiestrado ojo del ladrón encontró en seguida el lugar adecuado para saltar el muro sin gran esfuerzo. Y mientras escalaba, se le ocurrió otra idea que parecía explicar el extraño comportamiento de aquel señor von Krechwitz. «Por estos lares hay señores que ponen todo su empeño no en la tierra, sino en los establos», se dijo. «Y hacen bien. Una vaca vale por lo menos nueve, si no diez táleros, si da buena leche. Y si a eso se le añade el ternero, la mantequilla y la boñiga, la vaca tendría que dar al año por lo menos cuatro táleros reales. Y luego están las ovejas. La oveja es la que tiene los dientes más duros, lo único que necesita son pastos y unos cuantos rastrojos, y aun así da una libra y media de lana por trasquiladura. Este señor von Krechwitz… seguramente a más de uno le gustaría estar en su pellejo. Le importan una higa el granizo, las plagas de ratones, los escarabajos o el tizón, ha arrendado sus tierras y se ha lanzado a la cría de ganado. Los potros, los corderos y los terneros seguramente le dan dinero. La lana de Silesia la compran los polacos y los moscovitas, e incluso la han llevado hasta Persia. La buena lana siempre se paga bien. Sabe lo que hace, este señor von Krechwitz…»

Mientras pensaba en todo esto, el ladrón se deslizó muro abajo, cayó sobre la nieve y volvió a levantarse. El patio estaba desierto y parecía abandonado, delante del portón había una grada volcada y un horcón clavado en la nieve. Hacía rato que habían guardado el trineo que había visto en la cochera y el caballo en los establos. Probablemente los criados habían considerado que su jornada había terminado y se encontraban reunidos en sus dependencias.

El ladrón se encaminó lentamente y titubeando hacia la casa de los señores, pero un par de pasos más allá se detuvo de nuevo: aún tenía tiempo. Bien podía esperar Tornefeld una hora más su casaca francesa, su sombrero de galones y las medias de seda rojas, sin las cuales no estaba dispuesto a ir a la guerra; que esperara, a él qué más le daba. Antes de llevarle al amo de la hacienda su mensaje quería ver la ovejería, de la que probablemente se hablaba ya en todo el país e incluso más allá, en Polonia; quería ver los moruecos españoles, quería saber cómo habían instalado a las ovejas madres y qué habían hecho para que los corderos resistieran el duro invierno.

El establo donde albergaban a las ovejas estaba candado, pero para el ladrón los candados no suponían ningún obstáculo. Trepó por el muro, ágil y silencioso como un lince. Alcanzó el comedero introduciéndose por un pequeño hueco. Desde allí bajó la escalera que llevaba al establo.

¡Así que éstas eran las famosas ovejas del señor von Krechwitz! No había más de tres docenas de ovejas en un establo que hubiera podido albergar a más de cien. Tres docenas de ovejas mal cuidadas, con una lana basta, muchas de ellas hinchadas por la humedad y el pésimo forraje. No había además ni un morueco a la vista.

El ladrón cogió el farol del establo y fue de animal en animal contando los carneros que había, los cabritos, los borregos de un año y los de dos, y las ovejas de cría.

—No, estas ovejas no dan beneficio alguno, está claro que también aquí le roban al amo —se dijo, furioso, como si se tratara de sus propias ovejas—. Es cierto que no es fácil encontrar pastores honrados. Suelen ser unos bribones, los mejores dejan que sus corderos se alimenten con la leche de las ovejas de sus señores. Pero éste es peor que cualquier otro. Dos carros de heno, tal y como viene del prado, es todo lo que se necesita para alimentar a treinta ovejas un invierno entero. En el comedero sólo he visto paja y ni un solo haz de heno. El pastor ha vendido la hierba de los prados para ganarse unos cuartos y a las ovejas les da un poco de paja mal cortada, que es como darles veneno. Ha arruinado el ganado a conciencia.

Se detuvo al lado de uno de los animales y lo miró con detenimiento.

—Esta oveja está enferma —comprobó—. No es la sarna, quizá tenga la filaria, o la despeadura. Eso viene de que no mantienen el lugar lo bastante seco. El pastor no sabe que las ovejas no soportan la humedad. Si yo fuera el señor von Krechwitz…

Dejó el farol en el suelo e inspeccionó el hocico del animal.

—¡Por todos los santos! —exclamó indignado—. No, no es la filaria, esta oveja tiene el carbunco. Y el pastor o no lo sabe, o no le importa. Hay que sacrificar a este animal inmediatamente, pero de forma que no pierda ni una gota de sangre, y hay que enterrar el cadáver en un hoyo profundo. Pero él deja al animal aquí, junto a los otros. ¿Y el amo? Claro, es demasiado perezoso como para molestarse en visitar el establo, quizá le disguste el olor. Pero debe saber qué clase de ovejas tiene, debe saber que el carbunco ha invadido sus establos.

El ladrón ya había visto bastante. Se deslizó fuera del establo tan silenciosamente como el gato del palomar. Durante un tiempo vagó entre el resto de las dependencias del caserío y comprobó que la fortuna del amo hacía aguas por todas partes.

—Los criados rehuyen el trabajo, esta canalla no sirve para nada. El grano del almacén está mohoso. Aún no han comenzado con las labores de invierno, no han cortado la madera, a estas alturas deberían haber secado y espadillado el lino, y ni siquiera lo han aplastado. Este señor no tiene más que rebañadores de sartenes, caraduras y maleantes a su servicio. El mayoral y sus peones comen todos los días sopa de leche y carne, y seguro que beben cerveza como si fuera martes de carnaval o fiesta mayor. En esta casa nada funciona a derechas, los criados se dan la gran vida y los amos se empeñan hasta las cejas. ¡Por todos los demonios! ¡Si yo estuviera en el lugar de este señor von Krechwitz! ¡Y cómo tienen a las vacas! Una vaca necesita paja fresca todos los días, y no digamos los terneros, a los que hay que cuidar como si fueran niños de pecho. Pero en esta casa…

De pronto se abrió la puerta de la cuadra y aparecieron dos hombres. El ladrón apenas tuvo tiempo de tirarse al suelo.

Uno de ellos parecía el administrador. Iba cargado como un mulo con los libros de cuentas. Llevaba tres debajo de cada brazo y sostenía otros dos con una mano, con la otra sujetaba un farol, de su cinturón pendía el tintero y detrás de la oreja llevaba dos plumas de ganso. Con actitud sumisa se enfrentaba al hombre de la barba partida que el ladrón había visto llegar en el trineo. «Ha venido a ver las cuadras», se dijo el ladrón para sus adentros, tendido en el suelo y helado de frío, «y ahora se va a organizar aquí una buena. Lo está mirando como si quisiera partirle el cuello en mil pedazos. Y si ahora me levanto y le digo lo que está pasando en los demás establos y que una de las ovejas tiene el carbunco… ¡demonio! Ahora va a haber aquí más que palabras.»

—¿Te has vuelto loco? —gritó el hombre de la barba, y el administrador dejó caer los libros del susto—. ¡Doscientos florines! ¡Déjame en paz! El domingo de Ramos vuelves a venir, ése es tu día, y no antes. ¡Doscientos florines! ¿De dónde quieres que los saque? ¡En mi casa no nievan ducados! El lunes después de Judica le presté a Su Señoría trescientos florines y para san Leonardo doscientos veinte. En esta casa el dinero vuela por la ventana como si fuera humo.

Se detuvo un momento para respirar, tenía la cara amoratada de rabia y de frío.

El administrador comenzó entonces a hablar con voz lastimera tratando de convencerlo.

—Su Excelencia sabe muy bien que tenemos la casa llena de gentes a quien nadie ha invitado, que quieren que se les sirva todos los días carne y vino y tortilla. Y los campesinos vienen a pedir pan y grano.

—Dile a Su Señoría que venda sus anillos y sus cadenas, así tendrá dinero —exclamó el barbas de chivo—. Mi dinero ya está colocado, todo el mundo me viene con exigencias y yo no veo ganancia alguna.

—Los anillos y las cadenas hace tiempo que los tiene el judío —suspiró el administrador—. Hemos vendido ya las jarras de plata y los vasos, los coches, las carrozas y las calesas, hemos rascado donde hemos podido para obtener el dinero de la siembra, y tendremos que pagar doce celemines por cada diez. Y Su Señoría piensa que Vuestra Excelencia, siendo su benevolentísimo señor padrino…

—¡Caramba! —exclamó el barbas de chivo—. ¡Ahora resulta que vuelvo a ser el benevolentísimo señor padrino de Su Señoría! Pero el año pasado, cuando se celebró el entierro del difunto señor padre de Su Señoría fue Kaspar von Tschirnhaus el que llevó el yelmo y Peter von Dobschütz quien cargó con el escudo en su mano derecha, y al barón von Bibran se le encomendó su caballo. Y yo, ¿dónde estaba? Georg von Rottkirch llevó el blasón y Hans Uchtritz de Tschirna la cruz y la espada; a Melchior Bafron se le permitió llevar el escudo de la mano izquierda, y la Nostiz y la Lilgenau sostuvieron el sudario. Y yo, ¿dónde estaba? Se me permitió únicamente prestar el dinero que hacía falta para las gualdrapas de terciopelo y para la bandera de doblete de tafetán y para el predicador y para las velas, doscientos veinte florines tuve que soltar, y a cambio de eso se me permitió cantar con el coro: «Dejadnos enterrar el cuerpo». Ése fue el único honor que me depararon.

El ladrón ya había oído bastante. El hombre de la nariz bulbosa y la barba de chivo no era el amo de la hacienda sino uno de los usureros del lugar, de esos que se dedican a saquear las propiedades y a apilar moneda sobre moneda, que no perdonan a nadie ni un techo para guarecerse ni un trozo de pan con qué alimentarse.

—¡Que Dios nos proteja! —murmuró el ladrón—. Un vulgar prestamista, y yo que lo había tomado por un noble señor. ¿Dónde tendría yo los ojos? Pero ahora debo atender a lo que dicen y no perderme detalle, pues seguro que estos dos se traen algún negocio entre manos. Se han acercado tanto el uno al otro que parecen dos nueces colgando de un cembro, y si uno parece Judas, el otro es el mismísimo Iscariote.

El administrador, a quien el ladrón identificaba como el Iscariote, se mantenía erguido y escarbaba con el pie en la nieve. El prestamista, sin embargo, se sonó las narices con gran estrépito y dijo:

—Saluda a Su Señoría de parte de su señor padrino, el barón von Saltza de Düsterloh y Pencke, y dile que no piensa darle más dinero, ni táleros ni florines, y que no aceptará ni los frutales ni los derechos de pastoreo en prenda de lo que le debe. Pero que si quiere vender la yegua de monta, Diana, y a Jasón, el galgo italiano, estoy dispuesto a darle ochenta florines por ellos. Díselo a Su Señoría. Y si no está de acuerdo, adiós muy buenas. Entonces mandas que me enganchen los caballos, y me voy a mi casa.

—¡Por el amor de Cristo! —suspiró el ladrón—. De modo que es un señor de noble alcurnia, se dice a sí mismo barón y posee un escudo, pero su honor de caballero no le impide dedicarse a la usura. Prefiero la miseria antes que ser un noble de esta calaña.

—Ochenta florines no es gran cosa —respondió el administrador—. Su Excelencia sabe sin duda que el galgo ya vale cincuenta.

—He dicho que doy ochenta florines por ellos y ni un cruzado más —exclamó el prestamista—. Y aun así salgo perdiendo, pues un caballo y un galgo se llevan en un día en forraje y en cuidados más de lo que un hombre pueda sacar de ellos en un mes.

—Pero Su Excelencia sacará provecho de este caballo y de este galgo —dijo el administrador con una risilla semejante a un balido—. Su Señoría tendrá que llamar a la puerta de Su Excelencia cada vez que quiera ver al Jasón o a la Diana. Y Su Señoría querrá verlos todos los días, de eso estoy seguro, no puede vivir sin ellos.

—¿Crees que vendrá? —preguntó el usurero—. Si viene no la echaré. Dile que su señor padrino, el barón von Saltza, es como la albahaca que crece en el jardín: si se la agarra con fuerza, apesta como el demonio y sus efluvios le escuecen a uno los ojos, pero si se la acaricia con suavidad, despide un aroma delicioso.

—Se lo diré, se lo repetiré todos los días —dijo el administrador—. Ciento diez florines, Su Excelencia. Ochenta para Su Señoría y treinta para mí. Su Excelencia sabe que siempre he sido su fiel servidor, que siempre he buscado su beneficio.

—Veinte para ti, y ya es bastante —dijo el de las barbas de chivo, cuyo humor parecía haber mejorado de pronto, y, cerrado el trato, ambos se encaminaron hacia la casa. El ladrón salió de su escondite y se sacudió la nieve de la ropa.

«Este lugar es una cueva de ladrones», dijo para sus adentros. «Si todos los bribones que hay en esta casa llevaran una campana colgando del cuello, no se podría oír aquí una sola palabra. Pero ¡este señor von Krechwitz! Tengo que decírselo, tengo que decirle que el carbunco ha entrado en sus establos y que el administrador lo estafa, que su propio padrino también lo engaña y que sus criados y sus mozas se dan la gran vida mientras su hacienda merma día tras día. De mis labios lo sabrá, sabrá en qué estado se encuentran sus bienes, quizá me recompense con un plato de sopa de cerveza, pero también estoy dispuesto a hacerlo por nada.»

Se levantó. Una extraña transformación se había operado en él. Ya no pensaba en que había llegado a aquel lugar en calidad de mentor de Tornefeld, ahora su misión era otra. Se le figuraba que él, el ladrón, era el único hombre honrado en aquella hacienda, y en calidad de hombre honrado quería hablarle al amo.

Siempre que había querido entrar en una casa ajena se había arrastrado tan sigilosamente como un topo en un jardín. Esta vez, sin embargo, tomó el camino directo, por primera vez en su vida se encaminó hacia la puerta de la casa erguido y sin miedo, era un hombre honrado, estaba decidido a entrar, pues tenía que intercambiar con el amo un par de palabras de igual a igual.

Pero una vez delante de la puerta y a punto de llamar como alguien que no trajera malas intenciones, ésta se abrió de un golpe y dos dragones, los enemigos por excelencia de los vagabundos, salieron de la casa. Iban cargados con faroles y morrales. Y al verlos, el ladrón olvidó que había venido como un honrado ciudadano más y le asaltó el miedo de siempre, se hizo a un lado y echó a correr rodeando la casa. Los dragones soltaron los morrales y lo siguieron.

—¿Quién va? ¡Responde! —les oyó gritar, y luego:— ¡Alto o disparo! —Pero no se detuvo, ya había alanzado la esquina y sólo pensaba en salvar el pellejo, pero en ese momento oyó unas voces que provenían del otro lado. Y entonces se detuvo.

—¿Y ahora? —jadeó—. ¿Y ahora?

A su lado encontró un montón de nieve que los criados habían traído al terminar de despejar el camino de la casa. Se lanzó sobre él y se enterró lo más profundamente que pudo. Permaneció inmóvil y los dragones pasaron de largo.

—¿Dónde se ha metido? —les oyó gritar—. Parece como si se lo hubiera tragado la tierra.

Un poco más tarde, al cesar el ruido, levantó con cuidado la cabeza. Los dragones habían desaparecido, pero en cualquier momento podían regresar. Se levantó. «¿Y ahora, hacia dónde?», se dijo. Sobre su cabeza, a una altura de aproximadamente dos hombres, vio una ventana con un gran alféizar. «¡Si lograra alcanzarlo!», pensó. Tomó carrerilla, dio un salto y consiguió agarrar el alféizar con las manos, pero alguien había puesto pedazos de cristal y clavos en él, y se cortó las manos. Se sobrepuso al dolor y no se soltó, y lentamente tiró de su cuerpo hasta alcanzar la ventana. Una vez arriba abrió con artimañas de ladrón los postigos rotos de la ventana e introdujo las piernas por ella hasta que sintió el suelo bajo sus pies.

Y así, empapado y aterido, jadeante y con el pecho ardiéndole, temblando de miedo y de frío, acosado, agotado y con las manos llenas de sangre, pisó el ladrón por primera vez la casa que dos años más tarde lo acogería como amo y señor.

Durante un rato permaneció inmóvil en aquella estancia, rodeado de toda clase de cachivaches, pensando únicamente en el frío y en que, una vez más a lo largo de su miserable vida, había logrado escapar del cadalso por muy poco. Pero ¿por cuánto tiempo? Tenía que encontrar al señor von Krechwitz y hablar con él, pero sus mayores enemigos, los dragones, habían instalado su cuartel en la casa y se arriesgaba a que lo descubrieran por segunda vez. ¿Y qué más daba? Debía intentar encontrar al señor von Krechwitz. En todo caso no podía ni quería regresar con las manos vacías. Permaneció donde estaba, esperando a que su respiración se aquietara. Luego avanzó unos pasos. Cuando sus ojos se hubieron acostumbrado a la oscuridad, logró ver una enorme puerta con remaches de hierro. No estaba cerrada, sólo entornada, y a través del resquicio pudo ver un rayo casi imperceptible de luz anaranjada. El rayo no procedía ni de un candil de aceite ni de una vela. Habían encendido fuego en la chimenea, frente a la puerta de la habitación, y aparte de eso no había otra luz en la estancia. Y donde no hay luz tampoco suele haber personas, se dijo el ladrón, a nadie le gusta la oscuridad. Lanzó un quedo suspiro de satisfacción. Porque lo que más deseaba en aquel momento era una habitación vacía con la chimenea encendida. Quería calentarse y secar sus vestidos.

Durante un minuto siguió escuchando. Luego empujó con cuidado la pesada puerta y cruzó el dintel sin hacer el menor ruido.

Sí, la chimenea estaba encendida, y la pálida luz de las llamas iluminaba un cofre de oro colgado de la pared. Pero en seguida comprobó que estaba vacío. El ladrón esbozó un gesto de disgusto con la boca, pero luego recordó que no había entrado en aquella casa para robar.

«Como muy bien ha dicho el de abajo», se dijo con regocijo, «el señor de Krechwitz se lo ha dado todo al judío. Los anillos, las cadenas, los platos de oro y los picheles. A pesar de eso, no vive mal este señor von Krechwitz.»

El ladrón respiró hondo. Percibió un olor a vino, a pan fresco y a carne asada. Alguien había estado comiendo en aquella habitación dejándole los restos. Sobre la mesa había fuentes, platos, vasos y una jarra de vino. ¿Dónde estaría ahora el hombre para quien habían tendido la mesa, el hombre para quien ardía el fuego de la chimenea? El ladrón inspeccionó la habitación. Sobre una silla vio brillar la hoja de una espada. Al lado de la chimenea había una bota de montar muy alta. Y entre las dos ventanas había una cama, y en esa cama —el ladrón contuvo la respiración—, en esa cama había una persona.

No se asustó. Estaba acostumbrado a semejantes lances. Y cruzar una habitación sin despertar a nadie formaba parte de los gajes de su oficio.

Pero la persona que se encontraba en aquella cama no dormía, y no estaba sola. En aquella cama había dos personas, un hombre y una mujer.

El ladrón se detuvo. El hombre que yacía en la cama era seguramente el famoso señor von Krechwitz. Probablemente había acabado temprano sus tareas, había comido y bebido hasta hartarse, y ahora se había acostado y se divertía con su querida esposa. Con él es con quien quería hablar, y empezó a pensar de qué manera podría hacerse notar y cómo debía comenzar su discurso.

«¡La paz del Señor sea con vos!», se dijo esbozando una reverencia. «¡Uy!, de un salto dejará la cama cuando sepa que sus ovejas tienen el carbunco. Pero prefiero esperar un poco antes de decírselo, antes quiero ver qué es lo que se traen entre manos estos dos.»

Y se dispuso a escuchar, satisfecho de que su fortuna lo hubiera guiado tan rápidamente hasta aquel señor von Krechwitz. Al principio no pudo oír más que un murmullo y el crujir de las sábanas. Luego percibió un bostezo ahogado. El hombre se incorporó y estiró los brazos.

El ladrón continuó componiendo su discurso. «La paz del Señor sea con vos. Su Excelencia descansa plácidamente e ignora que el carbunco ha entrado en sus establos. Sus criados son unos inútiles. Debería… ¡No!», se interrumpió. «No es así como debo empezar. Sería como calzarse la bota derecha; en el pie izquierdo. Antes de nada debo decirle de dónde vengo y quién me envía.»

—¿Por qué bosteza Vuestra Merced sin parar? —dijo de pronto la mujer—. ¿Es eso todo lo que sabéis hacer? ¿Por qué no me llamáis ahora ángel, tesoro, gatita, capullito de alhelí y vuestra mayor felicidad? ¡No os ha durado mucho el amor!

«La paz del Señor sea con vos», continuó el ladrón con su letanía. «El señor von Tornefeld me envía, el ahijado de Su Excelencia está en el molino…»

—Te he prometido el amor de un soldado —dijo el hombre—. Pero el amor de un soldado dura poco, tan poco como la hierba en los prados o el rocío de la mañana.

—¿Entonces ya no soy el tesoro, ni la gatita, ni el capullito de alhelí, ni la mayor felicidad de Vuestra Merced?

—A ti hay que darte todo el tiempo palabras bonitas como al niño la papilla. ¿Acaso no te he regalado una cinta de seda de siete varas y dos bolsas de azúcar y un tálero de plata con un san Jorge?

—No habéis tardado en cansaros del juego. El aceite se ha quemado, la lámpara se ha apagado, y no ha alumbrado más que un instante.

«El señor von Tornefeld, Su Ilustrísima lo conoce sin duda», murmuró el ladrón. «Está en el molino y desea que se le envíe una casaca francesa y un sombrero con galones, dinero, un coche y caballos.»

—Es por el ayuno —dijo el hombre—. Todos los días vigilia. Persigo la gloria eterna con el ahínco con que el cazador sigue al jabalí. Así es fácil olvidar los pecados de la carne. Cuando sea rico, mantendré a un capellán para que rece y ayune por mí.

—Vuestra Merced haría mejor en mantener a un capellán que se ocupe de las doncellas en su lugar.

—¡Calla! —exclamó el hombre enojado—. No querrás pasar tú por doncella. ¿Crees que no me he dado cuenta de que no era la primera vez? No ha merecido la pena cortar la flor.

«Pero eso no es todo», continuó el ladrón, que seguía ausente y sólo pensaba en Tornefeld. «Necesita también un camisón de seda, y medias y pañuelos, y dos pelucas.»

—Pero ¡qué grosería! —exclamó la mujer—. Doncella o no, tampoco vos estabais intacto. No tenéis más que una oreja y un ojo.

—Son heridas que me han infligido mis enemigos —respondió el hombre con orgullo y todavía rabioso.

—Y las mías me las han infligido mis amigos —dijo la mujer con una carcajada, a lo que el hombre respondió con otras mayores, y durante un rato no oyeron que reían a tres, pues al ladrón le había parecido extraordinariamente cómica la conversación que mantenían aquellos dos en la cama.

—¡Silencio! —gritó de pronto la muchacha—. ¿Qué ha sido eso? Hay alguien en la habitación.

—¿Qué dices? —dijo el hombre—. ¿Quién podría ser? ¿Cómo va a entrar nadie aquí?

—Te digo que hay alguien en la habitación. Lo he oído reír —dijo la muchacha incorporándose. Trató de distinguir algo en la oscuridad y un leve reflejo de luz cayó sobre su blanco pecho.

—¡Acuéstate y déjame en paz! —dijo el hombre—. Hay un dragón montando guardia delante de la puerta y no dejaría pasar a nadie. Pero tú eres capaz de oír cantar a los peces del estanque.

—¡Allí! ¡Allí está! —gritó la muchacha agarrando con una mano el brazo del hombre mientras señalaba hacia la oscuridad con la otra—. ¡Allí está! ¡Al lado de aquella pared! ¡Auxilio! ¡Auxilio!

El hombre se zafó, se levantó de la cama de un salto, y en un abrir y cerrar de ojos se había hecho con su espada.

—¡Eh! ¡Tú! —gritó—. ¿Quién eres? ¿Qué quieres? Estáte quieto y no te muevas, si no quieres que te corte en pedazos y te tengan que recoger con cuchara. ¡Quédate donde estás o te saco el estómago de un solo golpe!

El ladrón empezó a sospechar que las cosas no marchaban tan bien como se había imaginado y le pareció que era hora de salir de su escondite y de explicarle al señor por qué había venido y quién lo enviaba.

—La paz del Señor sea con vos —se apresuró a decir, acompañando sus palabras con una reverencia que nadie vio—. El ahijado de Su Señoría me envía y por eso he venido, y aquí estoy, para servir a Su Señoría, pues él está en el molino esperando…

—¡Baltasar! —gritó el hombre de la espada—. ¡Entra y trae una luz! Quiero ver a este que viene recitando no se qué del señor y de su ahijado.

—¡No! ¡Que no traigan luz! —berreó la muchacha—, que estoy desnuda como Eva.

—¡Si estás como Eva, ya te puedes ir largando al paraíso! —dijo el hombre lanzándola sobre la cama y tapándola con la sábana. Entretanto, el dragón había entrado en la habitación y un instante después había un candelabro sobre la mesa. El ladrón se vio frente a un hombre pequeño y achaparrado, vestido tan sólo con una camisa y un sombrero de plumas, y que esgrimía una espada.

El miedo lo había paralizado.

Conocía a ese hombre. Era el capitán de los dragones, a quien en aquellas tierras llamaban el «barón Maléfico». Había instalado su cuartel precisamente en aquella casa.

Le llamaban el barón Maléfico porque se había propuesto acabar con las cuadrillas de ladrones que asolaban Silesia y Bohemia. El propio emperador le había dado amplios poderes. Con sus dragones recorría las dos provincias de punta a punta, y los que dependían de los bienes ajenos, los vagabundos y los pillos, los salteadores de caminos y los rateros, todos los malhechores, fuera cual fuese su plumaje, le temían como si fuera el mismísimo demonio. El verdugo que lo acompañaba no daba abasto con la soga, y su perdón significaba un estigma de fuego en la frente y cadena perpetua en las galeras de Venecia. Este hombre y sus dragones eran los que habían empujado al ladrón al infierno del Obispo, el único lugar en el que estaría a salvo de ellos. Y ahora su mala estrella lo había conducido a aquella habitación, a cinco pasos del barón Maléfico, y sin posibilidad de escapar; la casa estaba infestada de dragones, no había escapatoria. El ladrón estaba como petrificado y a su sorpresa se unió el asombro de descubrir que el temido barón era más bien menudo y sus brazos y sus piernas más peludos que los de un mono.

Entretanto, el capitán se había colocado un pedazo de tela negra con una cinta sobre el ojo: este gesto formaba sin duda parte de su aseo diario, a continuación, el dragón le entregó unos pantalones de montar de cuero y su cinturón.

—Y ahora veamos de quién se trata —dijo—. Pero ¡ándate con cuidado, muchacho! ¿Ves mi espada?

En ese momento el ladrón se dio cuenta de que lo único que podría salvarlo era hacerle frente. Si dejaba traslucir el miedo que sentía, estaba perdido.

—Sí. Veo vuestra espada ¿y qué? —respondió—. En ella caben tres docenas de gorriones. Vuestra Merced podría arrancar de un golpe siete repollos.

—Tiene la lengua muy larga. Y sus ojos parecen los de un caballo encabritado —dijo el dragón que se había arrodillado frente a su capitán para calzarle las botas de montar—. Si supiera con quién está hablando, mediría sus palabras.

—Muchacho, te estás jugando la cabeza —le espetó el barón—. ¡Una palabra más y te entregaré a mis dragones para que jueguen un rato contigo y que no te reconozca ni tu propio hermano!

—Déjeme tranquilo Su Señoría —gruñó el ladrón—. No tengo ningún asunto pendiente con vos, no he venido a buscaros a vos.

—¿Cómo te atreves a hablar así? ¡Como si fueras un soldado o un caballero! —exclamó el barón Maléfico—. Ya veo que tendré que enseñarte buenos modales para que cuando te ahorque puedas presentarte ante el diablo como es debido. ¿Qué es lo que buscas aquí? ¡Responde!

—¿Que qué busco? Al amo de la casa, ¿a quién si no? —dijo el ladrón disgustado e impaciente, como si no tuviera tiempo para entretenerse con aquel capitán y sus preguntas.

—¿Al amo? —gritó el barón Maléfico—. ¡Margret! ¿Este hombre es de la casa? ¿Lo conoces?

Entretanto habían entrado más dragones y el humo de sus teas y antorchas se extendió por toda la habitación.

La muchacha que había descubierto al ladrón estaba sentada en el borde de la cama. Sin que los dragones se percataran de su presencia, se había puesto la camisa a toda prisa mientras sujetaba su falda entre las rodillas. Tardó un par de segundos en responder:

—No, no es de la casa. No lo conozco.

El capitán se había levantado y avanzó hacia el ladrón. Su botas crujieron.

—Sucio, tiñoso, harapiento y lleno de liendres —dijo soltando una carcajada—. No creo que lo hayan enviado de la corte del Obispo para invitar a cenar a Su Señoría. ¡Revisad sus bolsillos! Seguro que es uno de los de la banda de Ibitz el Negro.

Dos dragones agarraron al ladrón y se pusieron a hurgar en sus bolsillos. Uno de ellos encontró el cuchillo que siempre llevaba encima y lo levantó.

—¿Qué os había dicho? —exclamó el barón Maléfico—. Ha querido despistarme. Habla de una vez, muchacho. ¿A qué viene este cuchillo?

—Es una pieza de gran valor —tartamudeó el ladrón con una risilla nerviosa, pues se le había hecho un nudo en la garganta—. Lo he mandado traer del Nuevo Mundo con la flota española para cortar con él el pan y el queso.

—No vas a tener muchas ocasiones de usarlo —dijo el barón—. Ha entrado en mi habitación y seguramente pensaba esperar a que estuviera dormido para quitarme de en medio con el cuchillo. Leonardo, ven aquí. Ibitz el Negro te tuvo preso tres días. Míralo bien y dime si es de la banda.

El dragón le puso una tea delante de la cara.

—No es de la banda del Ibitz —dijo—. A ésos los conozco yo bien: está el Afrom, Michel el Encorvado, el Lechuzo, Adam el Ahorcado, el Silbador y el Brabanzón. Pero a éste no lo he visto nunca. Y además, los tenemos cercados y no pueden escapar.

—Es posible que alguno haya podido burlar a nuestros centinelas —opinó el capitán—. Éste ha logrado entrar en la casa sin que lo viera nadie. El diablo se fiará de él, yo no.

—Pero no es de la banda del Ibitz —afirmó el dragón—. Son veinte y a todos ellos los conozco, a Juan el Estañero, a Jonás el Bautizado, al Klaproth, al Veiland, a Árbol de Fuego y a Matías el Loco, pero a éste no lo he visto antes.

—Entonces dime quién te envía —gritó el barón Maléfico—. Habla de una vez o mando que te descuarticen, voto a Dios.

—Me envía un noble caballero a quien sirvo y cuyos asuntos atiendo, Su Excelencia, ésa es toda la verdad —respondió el ladrón, que poco a poco iba recuperando el ánimo, pues había recordado que contaba con el anillo de Tornefeld para demostrar lo que decía—. Me envía para comunicarle al amo de esta casa que…

—¿Cómo se llama tu amo? —le interrumpió el barón—. Por todos los santos, los nobles de estos lugares tienen extraños lacayos. ¿Quién es ese señor para tener a un tipo tan desastrado a su servicio?

—Es el ahijado de Su Ilustre Señoría —dijo el ladrón—. Su Señoría lo sostuvo ante la pila bautismal. Tengo que decirle de su parte…

—¿Te envía el ahijado de Su Señoría? —exclamó el barón lanzando una sonora carcajada—. ¡Por mis muertos! En fin, si es así, bienvenido seas. Y, ¿cuántos años tiene el infante, el ahijado de Su Señoría?

—Yo diría que unos dieciocho o veinte, no estoy seguro, no es que lo conozca desde hace mucho —dijo el ladrón, asombrado por el regocijo y el extraño comportamiento del barón.

La muchacha, que había terminado de vestirse, se abrió paso entre los dragones y se acercó al ladrón.

—Infeliz, no conseguirás nada con tus mentiras —dijo—. Su Señoría no tiene ningún ahijado. Resígnate, harías mejor en arrodillarte, alzar las manos y pedir misericordia.

—Por todos los demonios, ¡no! —gritó el barón Maléfico—. Quiero verlo sudar como un pollo en el horno. Me quiero divertir un rato. Quiere que lo conduzca ante Su Señoría, y bien, se hará según sus deseos. Puede que traiga noticias sobre su ahijado que interesen a Su Señoría. Muchacho, ¡ven conmigo! ¡Baltasar! ¡Mis guantes y mi fajín!

Escoltado por dos dragones con velas, y con las manos atadas, el ladrón siguió al barón Maléfico por unas escaleras y, a punto de lograr lo que venía buscando, ver por fin al señor von Krechwitz, sintió una curiosidad aún mayor que antes, pues ahora se había topado con un enigma más: ¿por qué se había reído el barón Maléfico, a quien hubiera querido ver desterrado en Turquía, ya que era su mayor enemigo y su más encarnizado adversario; por qué se había reído al oír que lo enviaba el ahijado de Su Señoría? ¿Y por qué había dicho la muchacha: «Infeliz, su Señoría no tiene ningún ahijado»? ¿Por qué? ¿Qué clase de persona podía ser aquélla para que nadie pudiera creer que tuviera un ahijado? Si hasta el más miserable jornalero tiene alguno. Ese señor von Krechwitz, ¿sería tan cruel y tan desalmado como para que ninguna madre quisiera encomendarle a su hijo ante la pila bautismal? Tal vez ni siquiera fuera cristiano. ¿Entonces aquella casa pertenecía quizá a un tártaro o a un moro? ¿O es que era tan avaro que no estaba dispuesto a pagar el bautizo, o…?

De pronto se detuvo como fulminado por el rayo. Ya lo tenía, ya lo sabía, y, si hubiera tenido las manos libres, se habría golpeado con ellas la cabeza. Ahora estaba claro. Por fin entendió también por qué no había nadie honrado en toda la hacienda y por qué no había nadie que metiera en cintura a los criados, y por qué se echaban a perder los campos y las ovejas… Había sido un estúpido y un zopenco por no haberlo adivinado antes. «Un corderillo indefenso es presa fácil para cualquiera», se dijo con una sonrisa amarga y apretando los puños. Y en ese momento ya se encontraba ante una puerta entreabierta a la que el barón llamó, penetrando en la habitación de Su Señoría con la dignidad y el aplomo de un caballero. Tras él entraron los dos dragones y el ladrón.

Sí, era tal y como había sospechado. En la habitación había una niña, una muchacha muy joven que no tendría más de diecisiete años, delgada y frágil, y tan hermosa como un ángel celestial: aquélla era la dueña de la hacienda de Kleinroop. Tenía los ojos llenos de lágrimas, el ladrón se percató en seguida, y frente a ella, apoyado en la chimenea, estaba el de las barbas de chivo, el noble usurero, el barón von Saltza de Düsterloh y Pencke, a quien el administrador había vendido el galgo italiano y el caballo de la joven ama.

El barón Maléfico se detuvo ante ella con las piernas separadas y el sombrero de plumas en la mano, y la saludó.

—¿Molesto? —dijo—. Espero me disculpe por incomodar a la ilustre demoiselle tan tarde, pero debo partir mañana a primera hora, y hubiera sido una descortesía no presentarle a la demoiselle mis respetos antes de hacerlo, no desearía que la demoiselle me olvidara.

La muchacha sonrió e inclinó la cabeza levemente.

—Es un honor que no merezco —dijo con una voz muy débil y dulce—. Me ha apenado saber que Vuestra Merced se dispone a partir. ¿Es que acaso no se ha alojado a su gusto en esta casa?

El ladrón la miraba fijamente. Sus planes se habían desbaratado.

«¡Qué desgracia!», pensó. «Con lo joven que es, si le digo que he descubierto las artimañas y picardías de sus criados no me va a creer, si es una niña, seguramente todavía cree que todo el mundo es honrado. Y si intento hacerle ver que podría alimentar a su gente y a sí misma con la leche y con lo que le dan sus gallinas y que incluso le sobraría, no lo creerá, seguro que su administrador la ha convencido de lo contrario. Mis palabras no valdrían de nada. Pero es tan hermosa, creo que no he visto nada más hermoso en todos los días de mi vida.»

—El alojamiento ha sido excelente, no hubiera podido desear nada mejor —respondió el barón Maléfico con una reverencia—. Todo se ha dispuesto del modo más conveniente y à point. Sin embargo, debo partir, voy a encontrarme con esos bandidos y a darles una lección. Hemos rodeado a Ibitz el Negro y a su banda en la Garganta del Zorro, tengo que reunirme con mis hombres, pues mañana, al amanecer, les soltaremos los perros hasta acabar con ellos.

—Así son las cosas —murmuró el ladrón, que permanecía cerca de la puerta escoltado por los dragones—. Se ensaña con los ladrones encerrados en su madriguera, unos pobres desgraciados, pero a los ladrones de esta casa, que en su soberbia se atreven a dilapidar los bienes de Su Señoría, a ésos no los ve y les deja vía libre.

—Espero que el señor Capitán logre, Dieu aidant, llevar este asunto a buen término —dijo la muchacha—. Ese Ibitz y su gente han asolado estas tierras, y también las comarcas más próximas de Polonia, han asaltado a los cocheros, se han llevado las vacas de los campesinos. Todos los días nos llegaban noticias de sus fechorías. El señor Capitán es verdaderamente un san Jorge.

—Si no son más que unos infelices —murmuró el ladrón, mientras el capitán, halagado por estas palabras, se acariciaba el espeso bigote—. Si hubieran tenido a su debido tiempo un trozo de pan que llevarse a la boca y un techo donde cobijarse, ahora serían gente honrada. ¡Pero el mundo es así! Los criados de esta casa…

—Si Su Señoría me dispensa, yo también me retiro —dijo con voz ronca el barbas de chivo—. Es tarde y debo regresar a mi casa. Y si la demoiselle cambia de opinión, podrá comunicármelo mañana. Quedo a su disposición.

—Si mi señor padrino me permitiera conservar a mi Jasón y a mi Diana —dijo la muchacha, y sus ojos volvieron a llenarse de lágrimas.

—La demoiselle podría tener todos los caballos que quisiera —dijo el barbas de chivo—. Sabe que depende únicamente de su voluntad. Y también vestidos, cadenas, anillos, invitados todos los días y la oportunidad de alternar con los grandes del reino: depende únicamente de su voluntad.

—Siento que el señor padrino no pueda satisfacer sus deseos —dijo la muchacha, y su voz adquirió de pronto un tono firme—. El señor padrino sabe que no puede ser. Antes dejaría el sol su órbita. Le he prometido fidelidad a otro entregándole mi mano y mi corazón, y lo esperaré, aunque tenga que esperarlo hasta el día del juicio final.

—Le deseo mucha suerte a la demoiselle en su proyecto —farfulló en tono cortante el barbas de chivo—. Quedo a su disposición hasta entonces. ¿Han enganchado ya los caballos?

—¡Que los ángeles la protejan! —susurró el ladrón despavorido—. ¡Este viejo pícaro quiere hacerla su esposa! Un montón de hollín al lado de la más pura nieve.

—Ya están enganchados. El trineo está en el patio y el cochero lo aguarda —respondió la muchacha—. Tengo mis esperanzas puestas en la generosidad de mi señor padrino. ¡Si pudiera dejarme a mi Jasón!

—De ninguna manera —graznó el barbas de chivo—. He comprado y pagado con mi propio dinero el caballo y el galgo. Si alguien en esta casa hubiera sabido lo que es el ahorro, no se habría llegado a esta situación. Un cruzado llama a otro, y un florín hace dos. Pero en esta casa nadie parece saberlo. Aquí, cuando la leña no prende, la cocinera alimenta el fuego con mantequilla.

—¿Para qué queréis el noble perro? —gritó el barón Maléfico desde la puerta—. Para la caza que practicáis os basta con un calungo.

El barbas de chivo se volvió hacia él y lo miró de arriba a abajo con gesto altivo.

—Os agradeceré que os ocupéis de vuestros propios asuntos —gruñó—. Por mi parte nunca me he mezclado en los asuntos del señor Capitán. Sé muy bien que cuento con más de un enemigo en estas tierras, pero me gustaría ver qué harían en mi lugar.

El barón Maléfico hizo una mueca de desprecio y levantó la cabeza.

—No tengo riquezas —dijo—. Mis únicos bienes son una pragmática real y mi buena conduite. Pero a fe que no querría estar en vuestro pellejo ni por mil táleros.

—Ocupaos entonces de vuestro propio pellejo y no del mío, que no está a la venta —aulló el barbas de chivo con el rostro congestionado y los ojos a punto de salírsele de las órbitas—. ¡Apartaos! ¡Haceos a un lado! ¡Me marcho!

—¿Por qué grita Vuestra Merced? ¿Acaso tenéis la rabia? —preguntó el barón muy sereno—. No os alteréis, no vaya a ser que reventéis como Judas cuando lo colgaron.

—¿Como Judas cuando lo colgaron? —gritó el barbas de chivo deteniéndose un segundo para recobrar el aliento—. Vuestra Merced parece haber olvidado con quién está hablando. Pertenezco a la nobleza. Medid vuestras palabras, pues a mi espada no le gusta descansar largo rato en la vaina.

El barón Maléfico se hizo a un lado y señaló con la mano hacia la puerta abierta.

—Vuestra Merced verá cumplidos sus deseos. Os brindaré el honor de batirme con vos a la manera de los caballeros, abajo, en el patio.

—¡Con Dios! ¡Con Dios! —exclamó el barbas de chivo, que había logrado llegar hasta la puerta—. No tengo tiempo de escucharos por más tiempo. Otro día será, por hoy ha sido bastante, debo atender mis asuntos.

Y se lanzó escaleras abajo erguido como un pavo y tan rápido como le permitieron sus piernas.

El barón Maléfico lo siguió con la vista durante un instante. Luego se volvió hacia la muchacha.

—Ruego a la demoiselle que me disculpe —dijo dando un sombrerazo—, pero el señor padrino de la demoiselle es, y se lo digo con todo el respeto y la devoción que me merece, un patán. No vale ni una estocada. El niño más enclenque lo derribaría de un solo golpe.

—Me ofende proponiéndome que me convierta en su esposa —dijo la muchacha con una débil sonrisa—. Dice que lo hace por la amistad que le unía a mi padre, para sacarme de la miseria.

—Si eso es amistad —exclamó el barón Maléfico—, a partir de ahora buscaré la amistad de los lobos. La demoiselle ha dicho que está prometida. ¿Puedo preguntar quién es el afortunado que puede alabarse de contar con el afecto de la demoiselle?

El ladrón se sobresaltó como si acabara de despertar de un sueño. Un extraño pensamiento se había apoderado de él: sintió como si de pronto fuera otra persona, ya no era el ladrón sino el hombre a quien la noble muchacha se había prometido, y sintió su cuerpo entre sus brazos y su mejilla junto a la suya.

Un escalofrío le recorrió la espalda y un profundo y silencioso suspiro salió de sus labios.

«¡No! ¡No!», susurró para sí. «Que Dios, en su misericordia, haga que aparte los ojos de lo que nunca podrá ser mío.»

—Vuestra Merced siempre ha sido bueno conmigo, así que puede saberlo —dijo la muchacha—. Es un noble sueco, un amigo de la infancia, ése es mi prometido. A él le di mi anillo y yo conservo el suyo. Pero hace mucho tiempo que no tengo noticias de él, y a menudo pienso: te ha olvidado, pero tú nunca lo olvidarás. Y, sin embargo, a veces me parece que todavía puedo tener alguna esperanza, que la diosa fortuna llegará algún día con su carro alado. Se llama Christian, es el ahijado de mi padre y primo mío por parte de madre.

«De modo que es él. ¿Cómo es posible?», se dijo el ladrón sin dar crédito a lo que oía. «Jamás hubiera creído que pudiera ser él. Este mozalbete de sangre azul es el dueño de su corazón, ese cabeza de alcornoque que se come el mundo cuando tiene un brasero bajo los pies y que gimotea como una mujer cuando se le hielan las orejas. ¡Ese ilustrísimo botarate es su prometido! Nunca lo hubiera pensado. Y él no se acuerda de ella ni remotamente, sólo piensa en su Carlos y en la guerra, pero claro, siempre que tenga una pelliza para cubrirse las espaldas y una casaca francesa, y coches y caballos y la bolsa repleta de cuartos, y medias de seda y todo lo demás, y tafetán y raso para sonarse las narices.»

—¿Qué ha dicho la demoiselle? —preguntó el barón Maléfico—. ¿El ahijado de su señor padre? Entonces es posible que este mastuerzo haya dicho la verdad, después de todo. Lo he traído conmigo. ¡Acércate, bribón! Esta es Su Señoría. ¡Saluda y dile quién te envía!

El ladrón avanzó unos pasos y se inclinó, evitando sin embargo la luz del candil, cuyas dos potentes llamas iluminaban la estancia. Su rostro permaneció envuelto en tinieblas. No se atrevía a moverse. «¡No debo hablar! ¡No debo hablar!», pensó. «¡Ni una palabra acerca de él!» Pero la razón por la cual se negó a hablar, por la que quería ocultar que era Tornefeld quien le enviaba, era algo que en ese momento él mismo ignoraba.

—¿Qué haces ahí cual pasmarote mirando a la demoiselle como un negro las primeras nieves? —le espetó el barón Maléfico—. ¡Habla de una vez y di quién te envía!

«¡No! ¡No! ¡No!», gritó una voz en su interior. «No debe saberlo. Si se lo digo es capaz de venderlo todo, los vestidos, los encajes, las sábanas que aún le quedan, es capaz de venderlo todo para poder comprarle los jubones de gala y las medias de seda. ¡No debe saberlo!»

Rehuyendo su mirada respondió en voz baja:

—No me envía nadie.

—¡Ahora resulta que no te envía nadie! —gritó el barón—. ¡Y sin embargo abajo has hablado de un noble señor, del ahijado de Su Señoría, diciendo que era tu amo!

—Era mentira —dijo el ladrón, y respiró hondo.

—Es lo que me esperaba —gruñó el barón—. Nos ha mentido para escapar de la horca.

La muchacha se acercó al ladrón sin hacer ruido y se detuvo frente a él. El ladrón, sin embargo, volvió la cara, no quería mirarla a los ojos.

—Infeliz, ¿de dónde vienes? —le preguntó—. Por tu aspecto se diría que has recorrido un largo camino. El hambre ha dejado su huella en tu rostro, baja de prisa a la cocina y que la moza te sirva un plato de sopa con un trozo de pan. Pero antes dime si te ha enviado Christian Tornefeld. ¿Dónde se encuentra y por qué no ha venido en persona?

«Si se lo digo, se irá con él», pensó el ladrón. «Y, si no encuentra ni coche ni caballos, es capaz de ir a pie cruzando los campos nevados.» Y le pareció ver la cara risueña de Tornefeld mientras estrechaba a la muchacha en sus brazos, tal y como había hecho él en el extraño sueño que acababa de tener.

Clavó la vista en el suelo y dijo:

—No conozco a ese señor, no sé nada de él.

—Es lo que me esperaba. ¿Por qué razón iba a tener un noble señor a un rebañasartenes como ésta por criado? —opinó el barón—. ¡Que me aspen si no es de la banda del Ibitz! —tronó—. ¡Cretino! ¡Dinos entonces qué has venido a buscar en esta casa!

El ladrón notó que un sudor frío le recorría la frente, pensó que había llegado su hora, y, a pesar de ello, permaneció firme en su propósito de no decir la verdad pasara lo que pasara.

—He venido a robar —dijo desafiante.

—Entonces tendrás lo que mereces —decidió el barón—. Encomiéndate a Dios, muchacho. Te vamos a colgar.

—¡No, no lo colguéis! —suplicó la muchacha sobresaltada—. Parece tan desgraciado y tan pobre, seguro que no ha tenido un solo día feliz en su vida.

—Parece un bribón y un canalla, capaz de cometer cualquier fechoría —dijo el barón frunciendo el ceño—. Sé mejor que la demoiselle cómo tratar a los tipos de su calaña.

—¡No lo colguéis! —rogó la muchacha alzando las manos—. No ha hecho nada, su único pecado es ser pobre y no tener qué llevarse a la boca. Dejadlo marchar, hacedlo por consideración a mi persona.

El ladrón se estremeció. Nunca antes había oído nada semejante. Durante toda su vida no había recibido más que golpes e insultos, se le había amenazado con el calabozo y la horca, los niños solían tirarle piedras a su paso por las aldeas. Y esta noble niña se apiadaba de él. Era capaz de enfrentarse a la muerte sin pestañear, pero en ese instante le asaltó un extraño sentimiento. Sintió una opresión en la garganta, y un espasmo recorrió su rostro. Le hubiera gustado hacer feliz a aquella muchacha, pero no fue capaz de decirle que Tornefeld la esperaba en el molino. Eso no se lo pudo decir.

—La demoiselle sabe que no hay nada que yo más desee que poder servirla, que sus deseos son órdenes para mí —dijo el barón Maléfico sin poder ocultar su disgusto—. No podemos esperar nada bueno de este hombre. Pero, ya que la demoiselle insiste… ¡Muchacho, debes agradecerle a la señora y a su generosidad que puedas conservar el pellejo!

Un prolongado aullido recorrió la sala, proveniente del patio de la casa.

—Le estoy muy agradecida al señor Capitán, no olvidaré su gesto —dijo la muchacha de prisa—. Ése es mi Jasón, ¿lo oís? Se queja porque no estoy con él, seguramente intuye que Diana y él tienen que partir. Debo despedirme de mis queridos compañeros, de mi caballo y de mi perro.

Corrió hacia la puerta y bajó las escaleras. El barón Maléfico la siguió despacio. Al llegar a la puerta se volvió una vez más hacia el ladrón.

—¡Que me parta un rayo si no es de la banda del Ibitz! —dijo enojado—. Muchacho, te has librado de la soga, pero no de una buena tunda de palos. Lleváoslo abajo y que le zurren la badana. Veinticinco. Luego lo soltáis y que vuelva si quiere junto a su jefe y le diga que mañana va a haber fuegos artificiales en la Garganta del Zorro.

Lo condujeron hasta el patio. Dos dragones lo sujetaban por los brazos, la cara vuelta hacia el muro, mientras un tercero blandía la vara de avellano. Y mientras su espalda recibía un golpe tras otro, unos pasos más allá la noble niña, la dueña de la casa, se despedía de sus queridos amigos. Abrazada al cuello del caballo, le susurraba tiernas palabras, mientras el perro saltaba jadeando a su rededor.

—Adiós, Diana —dijo con voz dulce y apesadumbrada—. Siempre te he querido. Que Dios te proteja, Mi Jasón, debemos separarnos.

El barbas de chivo permanecía entretanto embozado en su trineo, golpeándose impaciente los nudillos, pues la despedida se prolongaba demasiado.

El ladrón no podía verla, únicamente oía los gemidos del perro y los relinchos del caballo. La vara silbaba sobre su cabeza, pero el ladrón ni siquiera se encogía al recibir los golpes.

—¡Golpead! ¡Golpead más fuerte! —silbó entre dientes—. No tengo sangre azul en las venas, y por eso no me dedico a la usura. ¡Golpead! ¡Más fuerte! Soy pobre, y por eso no deseo quitarles a los pobres su dinero, sus coches y sus caballos. ¡Golpead! ¡Golpead! ¿Qué clase de nobles son éstos? El barbas de chivo, que huye espantado de la espada del capitán; Tornefeld, que quiere ir a la guerra, pero teme que se le congelen los dedos. ¡Golpead! ¡Golpead! Yo estoy hecho de otra pasta. Haría mejor papel que ellos si fuera caballero.

Y en su delirio concibió una idea monstruosa: ya no era un vagabundo ni un ladrón sino un caballero, y pensó también que debía volver a aquella casa a meter en cintura a los criados, a poner orden en la hacienda, porque todo aquello, la muchacha, la casa, la hacienda y los campos, todo debía ser suyo. «Durante muchos años he compartido la mesa de los desheredados», se dijo, casi sin aliento. «Ahora voy a sentarme a la mesa de los señores.» Y esta idea, concebida en el dolor, se apoderó de todo su ser, y a fuego y sangre fue introduciéndose en lo más profundo de su alma.

El verdugo dejó caer la vara sobre la nieve, pero el ladrón no se percató de que los golpes habían cesado. Uno de los dragones le acercó la camisa, el jubón y su propia botella para que bebiera un trago de aguardiente.

—Y ahora esfúmate —le aconsejó—, y que no vuelva a verte el capitán.

Entre los dos lo sujetaron por los hombros creyendo que no tendría fuerzas para llegar al portón. Se zafó de ellos y avanzó, con las piernas temblorosas, pero erguido, a través de la nieve.

Al llegar a la entrada se volvió. Vio a la muchacha, la casa, el patio y la grada volcada medio hundida entre la nieve, y de un vistazo lo abarcó todo, como si ya fuera suyo. Luego se marchó. El viento le azotó la cara, la nieve crujió bajo sus pies. Y los arces del camino inclinaron sus ramas fustigadas por el viento como si ya adivinaran lo que iba a ocurrir, saludando a aquel hombre que ahora abandonaba la casa como a su dueño y señor.

Cuando dejó a sus espaldas el pueblo con sus perros y su llanto de gaita y tomó el camino que conducía al molino, no había concebido aún un plan, únicamente sabía que le dolía la espalda y que debía regresar a aquella casa como un caballero, a caballo, con plumas en el sombrero y con dinero en los bolsillos. No podía enterrarse en el infierno del Obispo, no tenía intención de mantener la promesa que le había hecho al molinero. «Aún no le he vendido mi alma al diablo», se dijo, mientras avanzaba a duras penas por la nieve. «¿Acaso hemos cerrado el trato? ¡No! No se puede cerrar un trato si no es con un trago de aguardiente. Y al molinero debió de parecerle demasiado gasto. Ahora sufrirá las consecuencias. El dragón que me sujetaba mientras su compañero me zurraba me ha dado de beber. ¡Sí, hermano! ¡Te doy las gracias, hermano! He bebido a la salud de mi regreso. Ese trato sí que vale. Sí, hermano, hemos hecho un pacto.»

¿Volver al infierno del Obispo? No, por todos los santos. No, aquello estaba olvidado. Quería volver al mundo y emprender el combate con aquellas fuerzas que siempre le habían sido hostiles. Lo tentaba el gran juego de dados de la vida, quería arriesgarse y jugar una última partida. Y, a aquel ladrón que nunca había sido capaz de robarle al campesino lo suficiente como para poder hartarse, le pareció que el mundo y sus riquezas habían sido creados para que él se hiciera con ellos.

Debía hacerse con el arcano del que tanto se jactaba Tornefeld. Lo necesitaba. Con aquel pergamino santificado o lo que quiera que fuese en el bolsillo, podría poner a la diosa fortuna de su parte y hacerse con todo el oro del mundo. Ya vería cómo se las apañaba Tornefeld en la guerra sin su arcano.

¿La guerra? No, Tornefeld no debía ir a la guerra, no debía permitir que volviera, a caballo y con sombrero de plumas y ufano como un príncipe. Ella lo amaba, su corazón no lo había olvidado. Debía desaparecer para siempre.

—¡En el infierno del Obispo! —murmuró el ladrón, y en este instante se le ocurrió cómo podría desembarazarse de Tornefeld y mantener la palabra dada al molinero. Tornefeld debía seguirlo en su lugar al infierno del Obispo. ¿Nueve años tan sólo? No, ¡por toda la eternidad! Ni dos meses aguantaría ése el duro trabajo en los hornos y en las canteras, aquel noble mozalbete, aquel niño mimado, ni dos semanas aguantaría los golpes del látigo del capataz y sus esbirros. Otros más fuertes que él habían sucumbido a ellos mucho antes de que venciera el plazo de su condena.

Y, al pensar sobre ello, le pareció ver a Tornefeld tendido en la nieve, tal y como lo había visto aquella mañana, desesperado y medio muerto de agotamiento. Y de nuevo sintió lástima de aquel muchacho tendido ante él y que fantaseaba con su honor de caballero. «¡Levántate, hermano!», quiso decirle. «¡Levántate! No voy a abandonarte.» Pero no. No había lugar para la compasión. Tornefeld debía desaparecer para siempre.

—¡Vete con el molinero! ¡Vete! —gritó a los cuatro vientos—. No puedo darte mejor consejo. No puedo olvidar a la doncella cuyas lágrimas he visto.

Y con estas palabras se despidió de su compañero de infortunios, con estas palabras dictó el veredicto que condenaría a Tornefeld.

A un tiro de piedra del molino se encontró de pronto, como si hubiera surgido de la tierra, con el molinero muerto, que vestía su blusón de cochero y su gorra de plumas. El ladrón quiso pasar de largo, Pero la nieve se alzaba a un lado y a otro del camino y el molinero no quiso hacerse a un lado.

—Déjeme pasar Vuestra Merced —dijo el ladrón. Los dientes le castañeteaban—. Déjeme ir a la casa. Hace frío y dentro de poco hará más, he oído cantar al cuco.

—¿Qué puede importarte a ti el frío? —le respondió el molinero con una carcajada y una voz sorda que parecía surgir de las profundidades de un pozo—. Pronto dejarás de pasar frío. Esta misma noche aprenderás cómo se saca el carbón de un horno en llamas.

—No será hoy —dijo el ladrón, que había recobrado el valor—. Mañana. Hoy es miércoles, es mal día, el día en que vendieron y traicionaron a Nuestro Señor Jesucristo.

El ladrón esperaba que, al oír el santo nombre, el fantasma desaparecería de inmediato para al purgatorio, pero el molinero muerto seguía frente a él mirándole a los ojos.

—No puedo esperar tanto —dijo sacudiéndose la nieve del capote—. Hoy mismo te vienes conmigo. Porque mañana ya no estaré aquí.

—Lo sé, lo sé —exclamó el ladrón. Un escalofrío le recorrió la espalda—. Mañana no quedará de Su Señoría más que un montón de arena y cenizas. Déjeme Vuestra Merced, rezaré por él un miserere y un de profundis, que son el alimento preferido de las ánimas.

—¿Qué es lo que dices? ¿Qué majaderías son ésas? —gritó el molinero muerto—. ¿Qué clase de chiflado he venido a buscar? Ahórrate tu de profundis, mañana salgo a primera hora rumbo a Venecia, debo traerle a mi Excelentísimo Señor vasos tallados, terciopelo y tapices dorados, y dos de esos perros españoles de los que tanto se habla.

—¿Para qué necesita el señor Obispo tapices dorados y terciopelo? —gruñó el ladrón, que nunca había sentido aprecio por los grandes señores—. Que comparta su dinero con los pobres de estas tierras, en lugar de vivir rodeado de lujos como los mismísimos príncipes.

—Mi Excelentísimo Señor es más que un obispo, es un príncipe —le adoctrinó el molinero—. El que viaja en una carroza dorada de seis caballos, ése es el verdadero príncipe. Pero si alguna vez vas a la iglesia el día de Nuestra Señora verás al Obispo, un hombre sencillo y muy devoto, un verdadero santo.

—Y si ese príncipe la espicha —soltó el ladrón—, ¿qué sería entonces de tu Obispo?

—¡Calla! —exclamó indignado el molinero—. ¡Deslenguado! Ahora prepárate a venir conmigo, que ya te enseñarán a ganarte el pan honradamente.

El ladrón no se movió.

—Las cosas han cambiado —dijo—. No pienso acompañaros.

—¿Cómo dices? —gritó el molinero—. ¿No quieres venir conmigo al único lugar donde te dejarán vivir en paz? ¡Estúpido! Dondequiera que vayas no verás más que guerra, asesinatos, fuego y peste, sólo en los dominios del Obispo reina la paz.

—No busco la paz —dijo el ladrón—. Quiero recorrer el mundo y vivir como un hombre libre.

—Es demasiado tarde para eso —le espetó el molinero—. Hemos hecho un trato, vendrás conmigo. Me has dado tu palabra.

—Su Señoría no puede obligarme —objetó el ladrón—. No se cierra un trato sin beber un vaso de aguardiente. Ésa es la costumbre aquí, en la tierra, no sé cómo se hará en el infierno.

—¿Cómo? ¿Qué dices de aguardiente? —gritó el molinero—. Te he dado pan y salchichas y cerveza…

—Os pagaré lo que os debo —le explicó el ladrón—. Mi compañero, el del molino, irá con Su Señoría en mi lugar.

—¿El del molino? —se enfureció el molinero—. Te quiero a ti. ¿Qué voy a hacer con ese inútil? No es sino una boca más que alimentar y no sirve para nada. Al Obispo le costará más en un día que lo que pueda sacarle en una semana.

—El hambre y las penurias que hemos tenido que soportar lo han debilitado —dijo el ladrón—. Deje Vuestra Merced que se recupere y verá cómo levanta la alzaprima y cómo arranca con sus propias manos la piedra de la roca.

—Es a ti a quien quiero llevarme y no al otro —gritó el molinero acercándose al ladrón y agarrándolo por la camisa—. El trato lo he hecho contigo. No te dejaré escapar.

El ladrón sintió la helada mano del molinero oprimiéndole el pecho como los elfos que asaltan a los hombres en sueños. No podía respirar, le parecía que unas garras de hierro le atenazaban el corazón. Se daba cuenta de que esta pobre alma que venía del purgatorio poseía una fuerza sobrehumana. Quería huir y no podía. Y de pronto, acuciado por la angustia, recordó el conjuro que servía para alejar a los fantasmas, y esta vez era el adecuado. Y, entre gemidos y jadeos, pronunció las palabras que atravesaron la negra noche:

En el nombre de Jesús y de Maria

híncate de rodillas

y ruega a la Virgen y al Niño,

para que a tu alma den al fin consuelo.

—¿Qué es lo que farfullas? ¿Es que son vísperas o ha sonado el Ángelus? —le oyó decir al molinero muerto que ahora estaba tendido en el suelo. El ladrón pudo por fin respirar y moverse, el elfo había dejado de oprimirle el pecho—. ¡Ayúdame a ponerme en pie! —gritó el molinero—. ¿Por qué me has golpeado? Que el diablo te lo pague. Mira lo que has hecho.

El ladrón sabía que no había golpeado al molinero muerto. Había sido el conjuro que había pronunciado en el momento justo, gracias a él había logrado que el molinero lo soltase y cayese de bruces sobre la tierra. Se agachó y le preguntó:

—¿Estoy dispensado? ¿Me deja marchar Su Señoría?

—¡Lárgate a donde te plazca, no te necesito! —gritó el molinero muerto agarrando la mano del ladrón para incorporarse—. He visto por tus palabras qué clase de pájaro eres. ¡Vete! Corre al cadalso, búscate a alguno dispuesto a acabar contigo, yo no quiero saber nada de ti.

El camino estaba despejado. El ladrón se rió para sus adentros y luego dio la vuelta y se encaminó hacia el molino. Había ganado la partida, el fantasma que cada año salía de su tumba para pagarle a su antiguo amo, el Obispo, con carne y sangre humanas un céntimo más de la deuda que lo atormentaba, ese fantasma ya no tenía ningún poder sobre él. Pero ahora debía librar otro combate, el combate con Tornefeld, que debía desaparecer en el infierno del Obispo y dejarle a él, al ladrón, su ilustre apellido y su talismán.

Tornefeld saltó del escaño cuando vio entrar al ladrón en la habitación.

—¡Ahora llegas! —dijo malhumorado, frotándose los ojos—. No sé cómo te has atrevido a hacer esperar a un caballero.

El ladrón se apresuró a cerrar la puerta, pues el viento había arrastrado una nube de copos de nieve.

—He corrido todo lo que he podido. Además, no me faltaban motivos —dijo.

—¿Y bien? —preguntó Tornefeld—. ¿Cómo están mis asuntos?

—Bastante mal. No creo que te vaya a alegrar lo que tengo que contarte —respondió el ladrón mientras colgaba su capa llena de remiendos sobre el fogón para que se secara.

—¿No conseguiste hablar con mi señor primo? —preguntó Tornefeld.

—No —dijo el ladrón—. Ése se ha ido al otro mundo por la vía rápida y no acepta visitas.

—¿Es cierto? ¿No me estás mintiendo? —exclamó Tornefeld—. ¿Ha muerto?

—Te lo juro —dijo el ladrón—. Tan cierto como que yo también he de morir. Hermano, ¡te han dejado solo en el mundo y desamparado!

—Muerto, mi señor padrino ha muerto, y yo que había puesto todas mis esperanzas en él —murmuró compungido—. Era el primo de mi señor padre y un buen amigo, Dios los tenga en su gloria. ¿Y quién es el amo ahora?

—Una muchacha —dijo el ladrón con los ojos fijos en el fuego—. Una niña. Tan buena, tan joven. Tan hermosa como un serafín bajado del cielo.

—¡La demoiselle, su hija, Maria Agneta, ma cousine! —exclamó Tornefeld—. Si ella sigue ahí, todavía me queda alguna esperanza. ¿Le has hablado de mí?

—Sí —mintió el ladrón—. Y al principio no se acordaba de ti. Pero cuando le enseñé el anillo…

—Entonces supo quién te enviaba —gritó Tornefeld animándose—. Y le habrás dicho que estoy aquí en el molino, y que necesito un coche, y caballos, y un capote y…

—Me los ha negado —continuó mintiendo el ladrón—. No le queda dinero. No sabe siquiera con qué va a alimentarse, me dijo. La hacienda pierde dinero a raudales, en la casa no queda nada, los caballos y los coches están empeñados. Que el señor primo viera cómo llegaba hasta el ejército sueco, dijo.

—¿Que no hay dinero en la casa? —repitió Tornefeld consternado—. ¡Pero si en esa casa nadaban en la abundancia! ¡Siempre había fuego para el asado e invitados, nunca faltó el pescado en la artesa, ni caza en el saladero! Y mi señor padrino tenía dinero, vaya si tenía, tres iglesias y doce torres hubiera podido construir con su dinero.

Después calló y dejó caer la cabeza. Luego esbozó una débil sonrisa:

—¿La demoiselle no se acordaba de mí? Es cierto, han pasado muchos años desde que la vi por última vez. Éramos unos niños. Nos prometimos amor eterno y fidelidad, pero todo eso ya está olvidado, el tiempo se lo ha llevado todo.

Comenzó a recorrer la habitación de punta a punta y de pronto se detuvo ante el ladrón.

—Estoy solo en el mundo, no hay nadie a quien pueda acudir. Pero debo ir a alistarme al ejército sueco. ¡Tengo que ir! ¡Tengo que hacerlo!

—Quieres volar como el águila y ni siquiera tienes plumas —se burló el ladrón—. Ya se las arreglará tu rey sin tu ayuda.

—¡Calla! —gritó Tornefeld—. ¿Crees que soy un don nadie porque no tengo ni un centavo en la bolsa? Soy sueco y un caballero, y hoy mismo me iré, ¿lo oyes?, hoy mismo. Debo ir con mi rey.

Se palpó el costado, como si aún tuviera su espada colgada al cinto. Luego se acercó a la ventana.

—El viento sigue silbando, mira cómo arrastra los copos de nieve —dijo angustiado—. La noche parece una boca de lobo.

—Sí, hoy los lobos se están confesando sus pecados unos a otros —dijo el ladrón—. ¿Y tú quieres salir en una noche como ésta? No llegarás muy lejos, hermano, como no sea a tu tumba.

—Marchas cortas de día —dijo Tornefeld—. Por la noche me sentaré con los campesinos junto al fuego. Un plato de puré, una jarra de cerveza, los campesinos te lo dan sin pedir nada a cambio. Mañana, cuando rompa el día, me iré de aquí.

—Hermano. ¡Ay, hermano! —gimió el ladrón forzando la voz—. Todavía no te lo he dicho todo. ¡Los mosqueteros! Daría mi vida por poder ayudarte. Pero creo que tus días están contados.

—¿Los mosqueteros? ¿De qué estás hablando? —balbuceó Tornefeld y rompió a sudar—. ¿Mis días contados? En nombre de Dios, dime todo lo que sepas.

—Los mosqueteros del emperador te han condenado por desertor. Debes pagar con tu piel, con tu vida y con tu honor.

—Eso ya lo sé —dijo Tornefeld pasándose la mano por la frente—. Pero no llegarán hasta aquí.

—Te equivocas, hermano, están muy cerca —mintió el ladrón—. Han sentado sus cuarteles cerca de la hacienda, los mosqueteros imperiales. Y su capitán… ¡Virgen santa…!

De pronto clavó los ojos en el escaño y vio al molinero muerto con su jubón rojo. Nadie lo había oído entrar. Allí estaba, riéndose con aquella boca torcida, y enseñando los dientes, con una pierna sobre la otra, y en ese momento se puso a cantar con una voz semejante a un graznido:

¿Quién marcha al trote

entre el cuervo y la corneja

y no se mueve?

Y baila en círculo

como la propia muerte…

—¡Calle Su Señoría, no quiero oíros! —le gritó Tornefeld al molinero con cara de desencajada.

Luego se volvió hacia el ladrón y le preguntó:

—¿Es cierto lo que dices? ¿Te has encontrado con ellos?

El ladrón se dio cuenta de que el miedo se había apoderado de Tornefeld y de que ya no sabía qué hacer.

Pero no se apiadó de él. Su corazón estaba helado como una piedra.

—Que me parta un rayo si no es verdad lo que digo —le aseguró, sin perder de vista al molinero muerto—. He venido a toda prisa para avisarte. Cuando el capitán oyó que estabas en el molino, juró por sus muertos que te colgaría. Y los caporales que jugaban a los dados junto al fuego se pusieron a hacer apuestas sobre quién de ellos te llevaría a la horca.

Tornefeld lanzó un grito como si ya sintiera la soga apretándole el cuello, y las gotas de sudor empezaron a caerle por la cara.

—Tengo que irme de aquí —gimió—. No deben encontrarme. No me abandones, hermano, ayúdame a escapar. Te lo agradeceré toda la vida.

El ladrón se encogió de hombros, como si no supiera qué decirle.

—Los caminos están llenos de nieve —dijo—. No podrás escapar, te alcanzarán.

Y, mientras hablaba, el molinero muerto comenzó a graznar y a cantar de nuevo marcando el ritmo con las palmas:

Y baila en círculo

como si la muerte fuera

y baila tan tieso

del silbido de la muerte al compás

la última tarantela…

—¡Calle Vuestra Merced! ¿Acaso queréis amargarme? No me gusta su canción —gritó Tornefeld. Se llevó la mano al costado, donde antes debió de llevar la espada. Pero un instante después volvió a asaltarlo el miedo y llamó al ladrón su amigo del alma y su hermano, y le rogó alzando las manos que, en nombre de Dios y por los santos sufrimientos de Cristo, le salvara la vida.

El ladrón hizo como si reflexionara.

—No quiero que te maten —dijo—, y te ayudaré porque somos hermanos. Quieres unirte al ejército sueco, pero el mundo está lleno de trampas para que los caballeros caigan en ellas. A un hombre corriente le sería más fácil llegar hasta él. Dame el arcano que guardas bajo la casaca y yo iré en tu lugar a reunirme con el ejército sueco.

—¿El arcano? ¡Jamás! —exclamó Tornefeld—. Le prometí a mi señor padre en su lecho de muerte que se lo daría al rey en persona.

—Si no sigues mi consejo acabarás en manos del verdugo —dijo el ladrón sin alterarse—. Hay quien está dispuesto a dar su vida por su rey. En una hora estarán aquí los mosqueteros. Juzga tú mismo qué posibilidades tienes de escapar.

Tornefeld se llevó las manos a la cara gimoteando.

—¡Hermano! —confesó entonces en voz baja—. Quiero decirte la verdad. Sé que no tengo el valor que debiera. Quiero conservar mi vida, le tengo horror a la muerte y a la eternidad. ¡Toma, cógelo!

Sacó el arcano de debajo de su casaca. Era un libro impreso. El ladrón lo cogió con las dos manos y lo sujetó con fuerza para asegurarse de que Tornefeld no se lo arrebatara.

—Es la Biblia de Gustavo Adolfo, la llevaba debajo de su armadura cuando cayó en Lützen —dijo Tornefeld—. Lleva la huella de su noble sangre. Mi padre la heredó de mi abuelo, que combatió en Lützen siendo coronel del Regimiento Azul. Se la entregarás al rey personalmente. Siempre pensé que me traería honores y gloria junto al ejército sueco, quizá te ayude a hacer fortuna. Y ahora, hermano, ¿qué va a ser de mí?

El ladrón ya había escondido la Biblia bajo sus ropas.

—Te llevaré a un lugar en el que estarás a salvo de cualquier penalidad —dijo—. Me han prometido un trabajo en la forja del Obispo. Irás en mi lugar. Allí estarás a salvo de los mosqueteros, ya que el Obispo tiene sus propias leyes y sus jueces. Te quedarás allí hasta que tu asunto esté archivado y olvidado, y entretanto servirás al Obispo como un hombre de ley.

—Sí. Eso es todo lo que deseo, servir como un hombre de ley. Te doy las gracias, hermano, que Dios te lo pague aquí en la tierra y también allá arriba, en el cielo —dijo Tornefeld señalando con la mano hacia arriba y hacia abajo.

—¿Ya habéis cerrado el trato? —gritó el molinero muerto desde el escaño—. Para que sea válido debéis beber los dos un vaso de aguardiente de Estrasburgo, un vaso o dos.

Se levantó y puso la botella y los vasos sobre la mesa, pero Tornefeld movió la cabeza.

—No estoy para celebraciones —dijo apesadumbrado—. ¡Ay, hermano! ¡Qué bajo he caído!

—Es mejor eso que estar arriba, en el último peldaño del cadalso —opinó el ladrón—. La vida es un bien frágil y valioso, y es de sabios conservarla. ¡Bebe, hermano! Bebe a la salud de san Juan, que te protegerá del diablo.

—Bebo —dijo Tornefeld cogiendo el vaso con la mirada perdida— a la salud de mi rey, el León del Norte, para que logre hacerse con el imperio. En su jardín hay una flor: la corona imperial. Bebo para que brille muchos años en todo su esplendor. Y bebo a la salud de los valerosos soldados suecos. Yo ya puedo contarme entre ellos.

De un trago vació la copa y luego la lanzó contra la pared rompiéndola en mil pedazos.

Hacía frío en la habitación. La llama de la vela que los alumbraba desde la mesa tembló, a punto de extinguirse. El elfo de la noche entró por las ranuras de la puerta y puso su pesada mano sobre el pecho de Tornefeld.

El molinero se levantó y estiró el cuello.

—Es la hora, debes venir conmigo.

Avanzaron los tres hasta la puerta. El viento había dejado de silbar, la noche era clara y el aire frío, sobre las colinas nevadas y sobre los negros bosques brillaba la pálida luna. Tornefeld miró a su alrededor buscando a los mosqueteros que lo perseguían, pero no se veía un alma, únicamente los páramos, y los caminos y veredas, los campos y los árboles; los matorrales, las piedras y los cenagales nevados, y, a lo lejos, una luz en una ventana.

—Hermano, prométeme —le rogó al ladrón con voz queda— que tú mismo le entregarás la Biblia al rey.

—Lo prometo, hermano, ante Dios y ante todos los santos —dijo el ladrón y con un gesto grandilocuente señaló hacia la negra noche y hacia los matojales, las piedras, los campos y los cenagales—. Nunca te he fallado —dijo, mientras murmuraba para sus adentros: «Bastante tiene ya el rey, ¿para qué quiere el sagrado talismán? Ahora es mío, me servirá a mí, y no pienso soltarlo ni aunque venga el diablo a reclamarlo.»

Al llegar al cruce los dos hombres se despidieron.

—Te agradezco de corazón que me hayas ayudado, hermano —dijo Tornefeld—. Todavía quedan hombres leales en el mundo. Que Dios te proteja, y, si tienes suerte, acuérdate de mí.

Al llegar a la linde del bosque, el molinero lanzó un silbido y de detrás de los arbustos salieron tres hombres, tres individuos malencarados con los rostros llenos de cicatrices, y uno de ellos puso su peluda mano sobre el hombro de Tornefeld.

—¿Dónde has encontrado a este delicado muchachito? —exclamó soltando una carcajada—. Vamos a tener que darle sopitas.

—¡Quítame la mano de encima! —le espetó Tornefeld—. Soy un caballero y no estoy acostumbrado a semejante trato.

—Ah, conque un caballero, ¿eh? ¡Pues tome el caballero! —gritó el segundo, y los dos se abalanzaron sobre él como locos con sendas estacas en la mano.

—¿Por qué me pegáis? ¿Qué es lo que os he hecho? —gritó Tornefeld desesperado.

—Así es como solemos recibir a los nuevos. Para que te vayas acostumbrando —se rieron, y a golpes y empujones lo fueron guiando a través del bosque hacia el lugar donde las llamas lamen los tejados y el mineral fundido gime en el caldero.

El tercer hombre se había detenido junto al molinero. Señaló hacia el ladrón, que, a toda prisa y sin mirar atrás, huía a campo traviesa bajo la luz de la luna.

—Mira cómo corre —dijo—. En mi vida he visto a nadie dar tales saltos. ¿Se te ha escapado?

El molinero movió la cabeza.

—No, ése no se me escapa —dijo con una sonrisa—. Volveremos a vernos. Dice que quiere alistarse en el ejército sueco, pero no llegará hasta él. El oro y el amor lo esperan al borde del camino.