Maria Christine von Tornefeld, viuda de Rantzau, casada en segundas nupcias con el consejero de Estado del rey danés y embajador extraordinario Reinhold Michael von Blohme, una belleza a quien en sus años mozos no faltaron pretendientes, escribió sus memorias hacia mediados del siglo XVIII, a los cincuenta años. Esta obrita, que tituló Mi vida, colores y figuras, no se publicó hasta un par de decenios después de su muerte. Uno de sus nietos la daría a conocer a un pequeño círculo de lectores a comienzos del siglo XIX.
El título, un tanto ambicioso, no deja de estar justificado. Su autora llegó a conocer, en una época agitada, un buen número de países; acompañó a su marido, consejero de Estado danés, en todos sus viajes, que lo llevaron incluso a visitar la corte del tristemente célebre Nadir-Sha, en Isfahán. En sus memorias hay episodios que todavía pueden interesar al lector de hoy, como por ejemplo, en uno de los primeros capítulos, su impresionante relato sobre la expulsión de los campesinos protestantes del arzobispado de Salzburgo. En un capítulo posterior, la autora describe la revuelta de los copistas de Constantinopla, a quienes la fundación de una imprenta en dicha ciudad había privado de todo medio de vida. Asimismo, refiere magistralmente las actividades de los ensalmadores de Reval y la violenta represión de esta secta de iluminados. En Herculano, tuvo la oportunidad de contemplar los «primeros», en palabras de la autora, «descubrimientos que vieron la luz, estatuas esculpidas en mármol y bajorrelieves», sin percatarse sin embargo de la importancia de tales hallazgos. En París viajó en una carroza que «sin necesidad de caballos, sino movida por su propio impulso interno» era capaz de recorrer once milias francesas y media en menos de dos horas.
Se relacionó con algunos de los más insignes espíritus de su siglo. En un baile de disfraces, en París, conoció al joven Crebillon —parece que fue su amante durante algún tiempo—. En una fiesta masónica que tuvo lugar en Luneville sostuvo una larga conversación con Voltaire, con quien se encontraría unos años más tarde en París, precisamente el día en que ingresó en la Academia. Igualmente, contaba con varios científicos entre sus amistades, como el señor de Réaumur y el catedrático de física experimental, señor von Muschenbroeck, inventor de la botella de Leyden. En sus memorias relata con gracia extraordinaria la historia de su encuentro con el «famoso maestro de capilla, el señor Bach de Leipzig», a quien oyó tocar el órgano en la iglesia del Espíritu Santo de Potsdam en mayo de 1741.
Sin embargo, la parte del libro que más vivamente impresiona al lector es aquella en la que Maria Christine von Blohme evoca, con un tono exaltado y, a pesar de ello, de una ternura casi poética, a su padre, a quien perdió siendo muy joven y a quien llama «el caballero sueco». Su temprana desaparición y las extrañas y contradictorias circunstancias en las que se produjo este trágico acontecimiento ensombrecieron sus años juveniles.
Maria Christine von Blohme vino al mundo —según refiere ella misma— en Silesia, en la hacienda de sus padres, y todos los aristócratas de la comarca se reunieron para celebrar su nacimiento. De su padre, el «caballero sueco», tan sólo conservaría una imagen borrosa. «Tenía unos ojos temibles», cuenta, «pero cuando me miraba, era como si el cielo se abriera ante mí».
Cuando ella tenía seis años, o quizá un poco más, su padre abandonó la hacienda para dirigirse a Rusia «bajo las lúgubres banderas de Carlos XII», rey de Suecia, cuya fama se había extendido por todo el mundo. «Mi padre era de origen sueco», escribe, «y los ruegos y los llantos de mi madre no lograron hacerlo desistir».
Pero antes de su partida, la niña cosió en secreto un saquito lleno de tierra y sal en el forro de su casaca. Lo hizo siguiendo el consejo de uno de los palafreneros de su padre, que lo consideraba un medio probado e infalible para mantener unidos a dos seres para siempre. Más adelante vuelve a mencionar a estos dos palafreneros del señor von Tornefeld: Maria Christine von Blohme cuenta que aprendió a maldecir y a tocar la armónica de ellos, si bien esta última habilidad no le fuera luego de ninguna utilidad en la vida.
Una noche, transcurridas unas cuantas semanas desde que su padre partiera para unirse al ejército sueco, la pequeña Maria Christine se despertó al oír unos golpes en su ventana. Al principio pensó que sería Herodes, una especie de rey de los fantasmas o del mundo de los cuentos, cuya imagen la atormentaba a menudo por las noches. Pero era su padre, el «caballero sueco». No se sorprendió en absoluto, sabía que iba a venir, la tierra y la sal de su casaca lo unían a ella.
Preguntas susurradas, palabras tiernas, quedas, volaron de uno a otro. Luego callaron. Él le sostenía la cara entre sus manos. Ella lloró un poco, de alegría por el reencuentro, y también porque él le dijo que debía partir de nuevo.
No había transcurrido ni un cuarto de hora, que él desapareció.
Volvió a visitarla, pero siempre de noche. Alguna vez ella se despertaba incluso antes de que él tocara a su ventana. A veces acudía a verla dos noches seguidas, pero luego pasaban tres, cuatro o cinco sin que diera señales de vida. Nunca permaneció con ella más de un cuarto de hora.
Así pasaron algunos meses. El hecho de que la pequeña Maria Christine no mencionara a nadie, ni siquiera a su madre, estas visitas nocturnas del «caballero sueco», es algo que la autora no acierta a explicar. Sostiene que es posible que el «caballero sueco» la obligara a mantenerlas en secreto. Quizá temiera que no la creyeran, que incluso se rieran de ella y confinaran su aventura nocturna al reino de los sueños o de la fantasía.
En la época en que Maria Christine recibía las visitas del «caballero sueco», los correos del ejército sueco que llegaban de Rusia y que cambiaban los caballos en la hacienda les trajeron noticias de las victorias de su padre.
Éste había atraído la atención del rey por su valor y había sido nombrado maestre de la orden de caballería de Westgöta y, más tarde, comandante del regimiento de dragones de Smaland. Con esa jerarquía había participado en la batalla de Gorskwa asegurando, gracias a su audaz intervención, la victoria de las fuerzas suecas. Tras la batalla, el rey lo había abrazado delante de todo el ejército, besándolo en ambas mejillas.
A la madre de Maria Christine le inquietaba que «su amadísimo esposo y amigo no le hiciera saber par écrit cómo se encontraba en el ejército sueco». «Pero», decía, «probablemente en el frente no tendrá oportunidad de escribir ni una sola línea».
Entonces, en un día soleado del mes de julio, sucedió algo que a Maria Christine se le quedó grabado en la memoria.
«Fue hacia el mediodía», escribe, cuarenta años más tarde, «mi madre y yo nos encontrábamos en el jardín, entre los frambuesos y los zarzales de rosas silvestres, cerca del diosecillo pagano que yace escondido entre la hierba. Mi madre llevaba un vestido de color azul lavanda y en ese momento reprendía al gato por haber saqueado un nido. El gato, sin embargo, quería jugar con ella y se arqueó de manera que hizo reír a mi madre. De pronto oímos unas voces anunciando la llegada de un correo a la hacienda.
Mi madre se alejó corriendo para escuchar las noticias que traía y no regresó al jardín. Una hora más tarde toda la casa comentaba que en Poltava se había librado una terrible batalla, que los suecos habían sido derrotados y que el rey se batía en retirada. Luego me dijeron que ya no tenía padre. El señor Christian von Tornefeld, mi padre, había caído apenas comenzada la batalla abatido por una bala, y hacía ya tres semanas que lo habían enterrado.
Yo no lo quería creer. No habían transcurrido ni dos días desde la última vez que había tocado a mi ventana y hablado conmigo.
A última hora de la tarde mi madre me hizo llamar.
La encontré en la «habitación larga». Ya no llevaba el vestido azul lavanda y desde entonces no la he vuelto a ver más que de luto.
Me cogió en sus brazos y me besó. Al principio no era capaz de hablar.
«Pequeña», me dijo, con la voz velada por el llanto, «tu padre ha caído en la guerra sueca. No regresará jamás. Junta las manos y reza un Padrenuestro por su alma».
Yo negué con la cabeza. ¿Cómo iba a rezar por el alma de mi padre, sabiendo que estaba vivo?
«Volverá», dije.
Los ojos de mi madre se llenaron de lágrimas.
«No volverá», sollozó. «Ahora está en el cielo. Junta las manos, reza tu oración, reza un Padrenuestro por el alma de tu padre».
Como no quería afligirla aún más con mi desobediencia, recé, pero no por el alma de mi padre, pues estaba segura de que seguía con vida. A través de la ventana vi un cortejo fúnebre que avanzaba por el camino, colina abajo. En un carro llevaban el ataúd, el cochero le dio en ese momento con la fusta al caballo. Sólo un anciano acompañaba al muerto, un sacerdote.
Probablemente sería un viejo vagabundo a quien llevaban a enterrar de ese modo. Y por el alma de ese pobre hombre recé un Padrenuestro y rogué a Dios que lo acogiera en su seno.
«Pero mi padre, el “caballero sueco”», y así concluye Maria Christine von Blohme, «no regresó jamás; nunca más volví a despertarme al oír sus golpecitos en la ventana. Y, sin embargo, ¿cómo era posible que estuviera luchando en las filas del ejército sueco, y cayera, y que en ese tiempo lo viera tantas veces en nuestro jardín hablando conmigo, si no murió, por qué no volvió nunca a tocar en mi ventana? Para mí, esto ha sido y será siempre un extraño, triste e insondable misterio».
A continuación relataré la historia del «caballero sueco».
Es la historia de dos hombres que se conocieron un terrible día de invierno del año 1701 en un granero e hicieron un pacto de amistad, reemprendiendo luego juntos el viaje por la carretera que lleva de Oppeln a Polonia entre los nevados prados de Silesia.