23

Regresamos a casa pasando por Suecia y Dinamarca, a mediados de abril aproximadamente, llevando con nosotros el esperma de ocho reyes: cincuenta dosis de siete de ellos, y solamente veinte del viejo Pedro de Yugoslavia. Lo del rey de Noruega era una pena. Nos echaba a perder el magnífico historial que habíamos acumulado hasta entonces, pero pensé que a largo plazo tampoco iba a perjudicarnos apenas.

—Ahora quiero tomarme unas vacaciones —dijo Yasmin—. Unas buenas vacaciones. Además, casi hemos terminado.

—Falta Norteamérica.

—¿Hay muchos allí?

—No, pero les necesitamos. Haremos una travesía de primera, en el Mauritania.

—Antes quiero mis vacaciones —insistió Yasmin—. Me lo habías prometido. No pienso ir a ningún lado si no he descansado antes una buena temporada.

—¿Cuánto tiempo necesitas?

—Un mes.

Habíamos ido directamente en automóvil a Cambridge después de desembarcar del buque danés en Harwich, y estábamos tomándonos una copa en «Dunroamin». A. R. Woresley entró entonces frotándose las manos.

—Felicidades —dijo—. Habéis hecho un buen trabajo con los reyes.

—Yasmin quiere tomarse un mes de vacaciones —dije—. Pero personalmente opino que deberíamos continuar y terminar antes con los norteamericanos.

A. R. Woresley, que hacía humear su asquerosa pipa, miró a Yasmin a través del humo y dijo:

—Estoy de acuerdo con Cornelius. Primero hay que terminar el trabajo. Las vacaciones vendrán después.

—No quiero —dijo Yasmin.

—¿Por qué? —preguntó Woresley.

—Pues porque no. Por eso.

—Bueno, supongo que tú eres la que tiene que decirlo —admitió Woresley.

—Puedes apostarte hasta tu vida misma a que quien tiene que decirlo soy yo —dijo Yasmin.

—¿Es que no te lo pasas bien? —pregunté.

—Cada vez me divierto menos —dijo Yasmin—. Al principio era una juerga cada vez. Pero ahora me siento de repente como si ya estuviese harta.

—No digas eso.

—Ya lo he dicho.

—Mierda.

—Parece que lo que olvidan los dos —dijo Yasmin— es que cada vez que queremos el esperma de algún jodido genio, soy yo la que tiene que ir a verle y pelearse con él. La que tiene que jugarse el cuello.

—No es exactamente el cuello —dije.

—Deja de hacer chistes, Oswald.

Y se quedó allí sentada con cara de pocos amigos. A. R. Woresley no dijo nada.

—Si te tomas ahora un mes de vacaciones —dije—, ¿estarás dispuesta a ir conmigo a Norteamérica inmediatamente después?

—Sí. De acuerdo.

—Disfrutarás mucho con Rodolfo Valentino.

—Lo dudo —dijo Yasmin—. Creo que mis días de retozo continuo se han acabado.

—¡Nunca! —exclamé—. ¡Mejor sería que estuvieses muerta!

—Hay otras cosas, aparte de retozar.

—Cristo, Yasmin. ¡Hablas como Bernard Shaw!

—Es posible que me haga monja.

—Pero, ¿vendrás antes a Norteamérica?

—Ya te he dicho que sí.

A. R. Woresley se sacó la pipa de la boca y dijo:

—Tenemos ya una notable colección, Cornelius, verdaderamente notable. ¿Cuándo empezaremos a vender?

—No debemos precipitarnos —dije—. En mi opinión, no deberíamos poner a la venta el esperma de ninguno de ellos antes de que hayan muerto.

—¿Por qué?

—Los grandes hombres son mucho más interesantes después de su muerte. Cuando están muertos se convierten en leyenda.

—Quizás tenga razón —dijo Woresley.

—Tenemos muchos ancianos en la lista —dije—. La mayoría de ellos no durarán mucho. Te apuesto el cincuenta por cien de las ganancias totales a que dentro de cinco o diez años ya no quedará ni uno.

—¿Quién se dedicará a la venta una vez llegado el momento? —preguntó Woresley.

—Yo —dije.

—¿Cree que será capaz de conseguirlo?

—Mira —le dije—. A la tierna edad de diecisiete años no me costó lo más mínimo vender pastillas rojas al ministro francés de Asuntos Exteriores, a una docena de embajadores, y prácticamente a todos los personajes que había entonces en París. Y recientísimamente he vendido a Lady Victoria Nottingham a todas las testas coronadas de Europa menos una.

—Eso lo conseguí yo, no tú —dijo Yasmin.

—Fui yo. La clave fue la carta del rey Jorge V, y eso fue idea mía. De modo que supongo que no váis a pensar que me costará mucho vender las semillas de los genios a un montón de señoras millonarias, ¿no os parece?

—Es posible que no —dijo Woresley.

—Y, de paso —añadí—, dejadme deciros que si yo soy el que va a dedicarse a realizar las ventas, creo que tengo derecho a un porcentaje de beneficios más elevado que los demás, ¿no?

—¡Eh! —exclamó Yasmin—. ¡De eso nada, Oswald!

—Acordamos que todo el mundo tendría la misma participación —dijo Woresley, con expresión hostil.

—Tranquilos —dije—. Sólo estaba bromeando.

—Maldita sea, espero que así sea —dijo Yasmin.

—De hecho, lo que pienso es que Arthur debería tener la participación más amplia, ya que fue él quien inventó la técnica —precisé yo.

—Caramba, me parece muy generoso por su parte, Cornelius —dijo Woresley, radiante.

—Un cuarenta por ciento para el inventor y un treinta para Yasmin y para mí —dije—. ¿Estás de acuerdo, Yasmin?

—No estoy del todo segura —dijo Yasmin—. He trabajado muy duro en este proyecto. Quiero mi tercio.

Lo que ellos ignoraban era que hacía ya tiempo que había decidido que en último término sería yo el que sacaría la mayor tajada. Yasmin, al fin y al cabo, nunca necesitaría una fortuna. Le gustaba vestirse bien y comer cosas suculentas, pero eso era todo. En cuanto al viejo Woresley, no estaba muy seguro de que supiera qué hacer si se encontraba con una gran suma de dinero en su bolsillo. El único lujo que se permitía prácticamente era el tabaco de pipa. Yo en cambio era diferente. El tipo de vida al que yo aspiraba hacía absolutamente imprescindible la posesión de una fortuna inmensa. Yo no podía soportar un champagne medianamente bueno ni la más mínima incomodidad. Tal como yo veía las cosas, solamente lo bueno, y con eso quería decir lo absoluta y maravillosamente buenísimo, podía quizás satisfacerme.

Calculé que si les daba el diez por ciento a cada uno y me quedaba con el ochenta por ciento restante, les bastaría. Al principio protestarían como condenados y hasta me llamarían guarro asesino, pero cuando comprendiesen que no podían remediarlo de ningún modo acabarían tranquilizándose y hasta dándome las gracias por mi generosidad. Ahora bien, para ponerme en disposición de poder dictar condiciones a mis otros dos socios, no había más que un medio. Tenía que conseguir apoderarme del Hogar del Semen y de todos los tesoros que contenía. Luego debía trasladarlo a un lugar más seguro y secreto, donde ninguno de los dos pudiera encontrarlo. No sería difícil. En cuanto Yasmin y yo regresáramos de los Estados Unidos, contrataría un camión de mudanzas y lo llevaría a «Dunroamin» cuando no hubiera nadie. Luego me largaría con el cofre del tesoro.

Ningún problema.

Pero, ¿no es una mala jugada?, deben estar pensando algunos de ustedes. ¿No es una canallada?

Y una mierda, contesto. Jamás llegarán en este mundo a ninguna parte como no aprovechen sus oportunidades. La caridad debe empezar por uno mismo. Al menos, en mi caso.

—Así pues, ¿cuándo irán a los Estados Unidos? —preguntó A. R. Woresley.

Saqué mi agenda.

—Dentro de treinta días será el quince de mayo —dije—. ¿Qué te parece ese mismo día, Yasmin?

—Quince de mayo —dijo, sacando del bolso su propia agenda—. Me parece bien. Nos encontraremos aquí el día quince. Dentro de un mes.

—Y yo reservaré dos camarotes del Mauritania para su primera salida después de esa fecha.

—Magnífico —dijo Yasmin tomando nota de la fecha en su agenda.

—Y luego nos haremos con el semen de Henry Ford, de Marconi, de Rodolfo Valentino y del resto de yanquis.

—No se olviden de Alexander Graham Bell —dijo Woresley.

—Traeremos de todo —aseguré—. Después de un mes de descanso, Yasmin tendrá ganas de ponerse otra vez a jugar, ya lo veréis.

—Confío que así sea —dijo Yasmin—. Pero necesito descansar. De verdad.

—¿Dónde piensas ir?

—Subiré a Escocia. Estaré en casa de un tío mío.

—¿Buena persona?

—Muy buena persona —dijo Yasmin—. Es hermano de mi padre. Se dedica a pescar salmones.

—¿Cuándo te irás?

—Ahora mismo —respondió—. El tren sale dentro de una hora. ¿Querrás acompañarme a la estación?

—Claro que sí —le dije—. Yo me iré a Londres.

Llevé a Yasmin en coche a la estación y la ayudé a entrar con sus maletas en la sala de espera.

—Nos veremos exactamente dentro de un mes —le recordé—. En «Dunroamin».

—Allí estaré —afirmó ella.

—¡Buenas vacaciones!

—Igualmente, Oswald.

Le di un beso de despedida y regresé en coche a Londres. Me dirigí directamente a mi casa de Kensington Square. Me sentía bien. El gran proyecto estaba a punto de culminar con éxito. Podía verme a mí mismo, al cabo de cinco años, sentado junto a una rica dama y oyéndola decir: «Me parece que prefiero a Renoir, Mr. Cornelius. Adoro tanto sus cuadros. ¿Cuánto cuesta el de Renoir?»

—La tarifa de Renoir es de setenta y cinco mil, señora.

—¿Y cuánto cuesta un rey?

—Depende de cuál.

—Éste, éste tan moreno y tan guapo. El rey Alfonso de España.

—El rey Alfonso cuesta cuarenta mil dólares, señora.

—¿Quiere decir que cuesta menos que Renoir?

—Renoir era un hombre mucho más grandioso, señora. Su esperma es escasísimo.

—¿Y qué ocurrirá si no funciona, Mr. Cornelius? Quiero decir, en caso de que no quedara embarazada.

—Entonces tendría usted derecho a una segunda dosis gratuita.

—¿Y quién será la persona encargada de realizar la inseminación?

—Un famoso ginecólogo, señora. Todo estará meticulosamente preparado.

—¿Seguro que mi esposo no se enterará jamás?

—¿Cómo quiere usted que llegue a saberlo? Creerá que es hijo suyo.

—Claro, claro —diría la señora millonaria con una sonrisilla tonta.

—Por fuerza, señora.

—Sería encantador tener un hijo del rey de España, ¿verdad?

—¿No ha pensado en Bulgaria, señora? Bulgaria sale tirado. Son solamente veinte mil.

—No quiero ningún mocoso búlgaro en mi casa, Mr. Cornelius, aunque sea de sangre real.

—Lo comprendo perfectamente, señora.

—Claro que también está Puccini. La Bohème es mi ópera favorita, sin duda. ¿Cuánto cuesta Mr. Puccini?

—Las dosis de Giacomo Puccini cuestan sesenta y siete mil quinientos, señora. Se lo recomiendo encarecidamente. Es prácticamente seguro que su hijo sería un genio de la música.

—Yo toco un poquito el piano.

—Eso aumentaría notablemente las posibilidades del muchacho.

—Supongo que sí, ¿verdad?

—Confidencialmente, puedo decirle, señora, que hay cierta dama de Dallas, en el estado de Texas, que ha tenido un hijo de Puccini que a los tres años ya ha compuesto su primera ópera.

—No me diga.

—Sensacional, ¿eh?

Pensé que me divertiría muchísimo en cuanto empezaran las ventas. Pero de momento tenía ante mí un mes entero en el que la única tarea sería divertirme. Decidí permanecer en Londres. Y echar, no una sino mil canas al aire. Me lo merecía. A lo largo de casi todo el invierno había estado persiguiendo reyes por toda Europa y había llegado el momento de correr tras las mozas.

Y eso fue lo que hice. Me monté una juerga por todo lo alto. Durante tres de las cuatro semanas me lo pasé en grande [véase el Vol. III]. Después, repentinamente, a comienzos de la cuarta y última semana de mis vacaciones, cuando me encontraba en plena pleamar, batiendo en la mantequera a las damas londinenses con tan intenso ritmo que por todo el barrio de Mayfair se oía el traqueteo de sus huesos, se produjo un diabólico incidente que puso freno inmediato a todas mis actividades. Fue verdaderamente terrible. Demoníaco. Cuando lo recuerdo, a pesar del tiempo que ha pasado, me produce un terrible dolor físico. Sin embargo, creo que debería describir este sórdido episodio con la esperanza de que salve a otros seres deportivos como yo de una catástrofe similar.

No tengo por costumbre sentarme dentro de la bañera del lado malo, con la espalda junto a los grifos. Hay poca gente que lo haga. Pero aquella tarde a la que me refiero el otro lado, el lado cómodo e inclinado, estaba ocupado por un salaz diablillo de hiperactiva proclividad carnal. Por eso estaba yo allí. Y en cierta medida también porque era una duquesa perteneciente a la aristocracia inglesa. Si yo hubiese contado con algunos años más, hubiera sabido qué se podía esperar de una de esas aristócratas, y no hubiese sido tan descuidado. Casi todas esas mujeres han adquirido sus títulos cazando mediante alguna trampa a uno u otro pobre y bendito par del reino, y para conseguir un éxito en esa cacería es necesario poseer cierto tipo de mendacidad y astucia francamente especiales. Para llegar a ser duquesa, una mujer tiene que ser una manipuladora de hombres de primera categoría. Me he liado con bastantes mujeres de ésas a lo largo de mi vida, y todas son iguales. Las marquesas y condesas no son tan espantosamente crueles como las duquesas, pero casi. Si alguno de mis lectores quiere divertirse con ellas, que lo haga, por supuesto. Es una experiencia picante. Pero por todos los santos, no pierdan ustedes la cabeza en ningún momento mientras se dedican a ello. Nunca se sabe, nunca se puede estar completamente seguro de cuál es el momento en que decidirán darle un mordisco a la mano que las magrea. Cuidado, insisto, con las mujeres que ostentan grandes títulos nobiliarios.

Fuera como fuese, la cuestión es que esta duquesa de la que hablo y yo llevábamos una hora aproximadamente revoleándonos en la bañera, y cuando ella se cansó me tiró el jabón a la cara y salió del agua. El resbaladizo proyectil me dio en plena boca, pero como no me sacó de sitio ni me aflojó ninguno de mis dientes, ignoré el incidente. De hecho, me lo había lanzado para aplacarme un poco y disponer de una oportunidad para saltar del baño, como así hizo, efectivamente.

—Vuelve —le dije, pues yo deseaba una segunda ración.

—Tengo que irme —respondió ella. Y se secaba su magnífico cuerpo a cierta distancia de mí, con una de mis grandes toallas.

—Esto no es más que el descanso. Todavía falta la segunda parte —dije en tono suplicante.

—Lo malo de ti, Oswald, es que no sabes parar a tiempo —me dijo ella—. Cualquier día alguien perderá la paciencia.

—Frígida furcia —le dije. Era una necedad decirlo, y además era completamente falso, pero lo dije.

Ella pasó a la habitación contigua para vestirse. Yo me quedé sentado en el baño, silencioso y frustrado. Nunca me ha gustado que manden los otros.

—Adiós, cariño —dijo ella entrando de nuevo en el baño. Llevaba un vestido de seda de manga corta, de color verde oscuro.

—Lárgate a tu casa —dije—. Vuelve con tu ridículo duque.

—No seas tan gruñón —dijo ella.

Vino hasta donde yo estaba, se inclinó y empezó a hacerme masaje en la espalda por debajo del agua. Luego su mano se deslizó hacia otras zonas, acariciándolas y pellizcándolas cariñosamente. Yo me quedé quieto, disfrutando de todo aquello y preguntándome si no estaría quizás dispuesta a empezar el jaleo otra vez.

Bien, quizás no vayan a creerme, pero mientras aquella zorra fingía estar jugando, lo que en realidad estaba haciendo era sacando subrepticia y cautelosamente el tapón del baño. Como ya saben ustedes, cuando se quita el tapón del baño y éste se encuentra repleto de agua hasta el borde, la succión del desagüe es fortísima. Y cuando un hombre se encuentra sentado a horcajadas sobre ese agujero del desagüe, como me ocurría a mí en ese momento, es inevitable que sus dos posesiones más tiernas y valiosas sean absorbidas repentinamente por ese horrible agujero. Se oyó un sordo plop en el momento en que mi escroto, arrastrado por la fuerza de succión, resbaló hasta el agujero y se introdujo en él. Solté un grito que seguramente se oyó claramente al otro lado de Kensington Square.

—Adiós, cariño —dijo la duquesa, abandonando rápidamente el baño.

En los atroces momentos siguientes supe exactamente lo que deben sentir los que caen en manos de las mujeres beduinas, que disfrutan privando al viajero de su masculinidad utilizando cuchillos sin afilar.

—¡Socorro! —grité—. ¡Sálvame!

Había quedado empalado. Estaba pegado a la bañera. Sujetado por las pinzas de un fortísimo cangrejo.

A mí me parecieron horas, pero supongo que de hecho no estuve enganchado en aquella posición más de diez o quince minutos. Pero fue bastante, de todos modos. Ni siquiera sé cómo conseguí liberarme de aquello y salir de una pieza. Una succión poderosa es una de las cosas más horribles que se pueda imaginar, y mis dos preciosas joyas, que normalmente apenas eran un poco más grandes que un par de ciruelas claudias, habían adquirido de repente el tamaño de un par de melones de cantalupo. Creo que fue el viejo Geoffrey Chaucer quien hace mucho tiempo, allá por el siglo XIV, escribió que «las damas de rancio abolengo / harán presa de tus huevos». Y estas inmortales palabras, créanme, están ahora profundamente grabadas en mi corazón. Durante tres días tuve que andar con muletas, y durante no sé cuantísimo tiempo caminaba como si tuviera un puerco espín metido en la entrepierna.

Así, tullido, partí hacía Cambridge el 15 de mayo para acudir a mi cita con Yasmin en «Dunroamin». Cuando salí del coche y anduve cojeando hacia la puerta principal, tenía las pelotas ardiendo todavía, y me dolían como si el diablo las utilizara de tambor y redoblara contra ellas constantemente. Yasmin, naturalmente, querría saber qué me había pasado. Y lo mismo Woresley. Me pregunté si debía contarles la verdad. Si lo hacía, Yasmin se revolcaría por toda la habitación partiéndose de risa, y me parecía oír ya al pomposo Woresley diciendo: «Es usted demasiado carnal, Cornelius. Cuando un hombre se entrega al vicio como usted, siempre acaba pagando un alto precio».

Creí que en aquellas circunstancias no soportaría esa clase de reacciones y decidí decirles que tenía una distensión de ligamentos en un muslo. Que me lo había hecho tratando de ayudar a una anciana que había caído en la acera, delante de mi casa. Que la había acompañado dentro y que la cuidé hasta que llegó la ambulancia, pero que de todos modos el esfuerzo había sido excesivo, etc., etc. Bastaría con eso.

Me encontraba bajo el pequeño porche de la entrada buscando mi llave, cuando de repente vi que había un sobre clavado en la puerta con una tachuela. Estaba tan apretada, maldita sea, que no logré sacarla, de modo que al final tiré del sobre. No estaba dirigido a nadie en particular, de modo que lo abrí. Qué estupidez eso de no poner ningún nombre en el sobre. ¿Sería para mí? Lo era.

Querido Oswald:

Arthur y yo nos casamos la semana pasada…

¿Arthur? ¿Quién diablos es Arthur?, pensé.

Nos hemos ido muy lejos y confío que no te importe demasiado pero la verdad es que me he llevado el Hogar del Semen. Bueno, en realidad te hemos dejado a Proust…

¡Por todos los santos! ¡Arthur es Woresley! ¡Arthur Woresley!

Sí, te hemos dejado a Proust. A mí no me gustó nunca el sodomita ése. Sus cincuenta dosis están guardadas en el congelador portátil, que encontrarás en el sótano. La carta de Proust está en el despacho. Nosotros nos hemos llevado las demás cartas…

Estaba tambaleándome. No podía seguir leyendo. Abrí la puerta, entré a tropezones y encontré una botella de whisky. Vertí un poco en un vaso y, lo bebí de un solo trago.

Si te paras a pensarlo un momento, Oswald, estoy segura de que estarás de acuerdo en que no te hemos hecho ninguna guarrada. ¿Sabes por qué? Dice Arthur…

A mí me importaba un rábano lo que dijera Arthur. Me habían robado el precioso esperma. Valía millones. Estaba dispuesto a apostar lo que fuera a que había sido el marica de Woresley quien le había metido la idea en la cabeza a Yasmin.

Dice Arthur que al fin y al cabo es él quien ha inventado el método, ¿no es cierto? Y que he sido yo la que ha sudado lo suyo para recolectarlo. Recuerdos de parte de Arthur.

Adiós

Yasmin Woresley

Verdaderamente maravilloso. Un golpe justo debajo del cinturón. Me quedé boqueando.

Rondé por toda la casa hecho una furia. Me hervía el estómago y seguro que me salía humo por las narices. Si hubiese habido un perro por la casa lo hubiera matado a patadas. Como no había ninguno, me lie a mamporros contra los muebles. Rompí un montón de cosas bonitas, y luego me dediqué a ir por los objetos más pequeños, por ejemplo, un pisapapeles de cristal de Baccarat y un jarrón etrusco, que fui arrojando por las ventanas sin dejar de gritar ¡criminales! y contemplando cómo se partían los cristales en pedazos.

Pero al cabo de una hora más o menos, empecé a calmarme, y finalmente me hundí en un sillón con un vaso grande lleno de whisky de malta.

Soy, como ya deben haber comprobado ustedes, un tipo con una notable capacidad de recuperación. Estallo cuando me provocan, pero no me paso luego días y días dándole vueltas al asunto. Lo olvido en seguida. Mañana será otro día, me digo. Es más, no hay nada que estimule tanto mi imaginación como un desastre tan flagrante como éste. Después, durante la calma y el silencio absoluto que siguen a la tormenta, mi cerebro empieza a trabajar intensamente. Mientras estaba sentado aquel día con mi whisky y rodeado de las ruinas de «Dunroamin», empecé a meditar y planificar mi futuro otra vez.

Así que esto es lo que ha pasado, me dije. Me han estafado. Se acabó. Hay que empezar otra vez. Todavía me queda Proust y dentro de unos años les sacaré mucho partido a estas cincuenta dosis de esperma de Proust (tal como ha ocurrido, efectivamente), pero no bastarán para hacerme millonario. ¿Qué hago?

Fue en este momento cuando empezó a agitarse en mi mente la gran y maravillosa solución. Permanecí sentado muy quieto, dejando que la idea echase raíces y fuera creciendo. Era inspirada. Era bellísimamente sencilla. No podía fallar. Ganaría con ella millones de libras. ¿Cómo no se me había ocurrido antes?

Prometí al principio de este diario contarles cómo conseguí hacerme millonario. Me ha costado bastante tiempo contarles cómo no lo conseguí. Permítaseme pues recuperar el tiempo y relatar en unos pocos párrafos más cómo conseguí al final reunir mi fortuna. La idea que se me ocurrió repentinamente en «Dunroamin» era la siguiente:

En primer lugar, regresaría inmediatamente al Sudán. Allí negociaría con algún funcionario corrupto del gobierno para que se me concediese en arriendo esa preciosa zona del territorio sudanés donde crece el árbol hashab y florece el escarabajo vesicante. Conseguiría derechos exclusivos para la caza del escarabajo. Reuniría a los aborígenes que se dedican a este deporte y crearía una unidad bien organizada. Les pagaría generosamente, mucho más de lo que obtenían en aquel momento vendiendo los escarabajos en el mercado libre. Trabajarían exclusivamente para mí. Eliminaríamos despiadadamente a los furtivos. Acabaría finalmente por controlar totalmente el mercado de escarabajos vesicantes sudaneses. Una vez organizado todo esto y asegurado un abastecimiento regular de escarabajos, construiría en Jartum una pequeña fábrica para la manipulación de los bichos y la fabricación a gran escala de las famosas Pastillas Afrodisíacas del profesor Yousoupoff. La misma fábrica prepararía los envíos de pastillas. Luego establecería una red secreta de venta subrepticia de pastillas, con oficinas en París, Londres, Nueva York, Amsterdam y otras ciudades de todo el mundo. Me dije a mí mismo que si un osado muchacho de diecisiete años había sido capaz de ganar él solo cien mil libras en un solo año de ventas en París, trabajando a escala mundial las perspectivas eran fenomenales.

Y eso fue, amigos míos, lo que ocurrió. Fue exactamente así. Volví al Sudán. Pasé allí poco más de dos años, y no me importa confesarles que además de aprender bastantes cosas sobre el escarabajo vesicante, también averigüé alguna que otra acerca de las damas que habitan en aquellas regiones. Las tribus estaban muy divididas entre sí y casi nunca se mezclaban. Pero yo logré mezclarlas: los nuba con los hassarianas, los beggaras con los shilluks y los shukrias con esas curiosas mujeres de la tribu de los Niam-Niam, de piel extrañamente clara, que viven al oeste del Nilo Azul. Las nubias me gustaban especialmente, y no me sorprendería que fuera éste el origen de la palabra nubil.

A finales de 1923, mi pequeña fábrica trabajaba a pleno rendimiento y producía mil pastillas diarias.

En 1925 ya tenía agentes de ventas en ocho ciudades. Los había elegido cuidadosamente. Todos ellos, sin excepción, eran generales retirados. Es corriente encontrar militares sin trabajo en todos los países, y descubrí que esta clase de hombres estaban cortados exactamente por el patrón necesario para desempeñar esta clase de oficio. Eran eficaces. Carecían de escrúpulos. Eran valientes. Despreciaban la vida humana. Y no tenían la suficiente inteligencia para estafarme sin delatarse a tiempo.

Fue una operación inmensamente lucrativa. Los beneficios eran astronómicos. Pero al cabo de unos pocos años acabé aburriéndome de aquel negocio de tan enormes proporciones, y se lo vendí a una mafia griega a cambio de la mitad de los beneficios. Los griegos estaban entusiasmados, yo estaba entusiasmado, y cientos de miles de clientes han estado entusiasmados desde entonces.

Me siento abiertamente orgulloso de mi contribución a la felicidad de la especie humana. No hay muchos hombres de negocios y apenas un par de millonarios que puedan decirse a sí mismos con la conciencia tranquila que han logrado acumular sus fortunas proporcionando además un alto grado de placer y éxtasis, a sus clientes. Y me satisface profundamente haber descubierto que los peligros que tiene para la salud humana la utilización del cantharis vesicatoria sudanii han sido muy exagerados. En mis registros puede comprobarse que son como máximo cuatro o cinco docenas de personas las que sufren anualmente consecuencias graves o quedan lisiadas o mutiladas a consecuencia de la utilización de la mágica substancia. Y los que mueren son poquísimos.

Un último comentario. En 1935, aproximadamente quince años después, estaba desayunando en mi casa de París y leyendo el diario cuando me sentí atraído por esta nota que aparecía en las columnas de chismorreos (texto traducido del francés):

«La Maison d’Or de Cap Ferrat», la mayor y más lujosa residencia de toda la Cote d’Azur, acaba de cambiar de propietario. Ha sido adquirida por un matrimonio inglés: el profesor Arthur Woresley y su bella esposa Yasmin. Los Woresley han llegado a Francia procedentes de Buenos Aires, donde habían vivido durante muchos años, y desde estas páginas les damos la bienvenida. No dudamos que añadirán brillantez al ya de por sí deslumbrante mundo de la Riviera. Además de adquirir la lujosa «Maison d’Or», acaban de estrenar un yate capaz de surcar los océanos, que ha causado la envidia de todos los millonarios del Mediterráneo. Cuenta con una tripulación de dieciocho personas, y camarotes para diez pasajeros. Los Woresley han bautizado su yate con el nombre de ESPERMA. Al ser preguntada Mrs. Woresley por el motivo de esta curiosa elección, ella rio y dijo: «Oh, no sé. Supongo que porque es un barco tan grande como un cachalote».

Qué gran chica era Yasmin. Tengo que admitirlo. Aunque soy incapaz de imaginar qué pudo ver en el viejo Woresley, con sus aires de cátedro y sus bigotes manchados de nicotina. Dicen que no es fácil encontrar un hombre bueno. Quizás Woresley fuera uno de ellos. Pero, ¿quién diablos quiere hombres buenos? Y, si vamos a eso, ¿quién diablos quiere mujeres buenas?

Yo no.