Las navidades ya estaban cerca y Yasmin dijo que quería tomarse unas vacaciones. Yo prefería seguir.
—Anímate —le dije—. Hagamos antes una gira real. Iremos exclusivamente a por los reyes. Persuadiremos a los nueve reyes europeos que nos faltan. Y después nos tomaremos los dos un largo descanso.
Los reales Retozos, como decía Yasmin, eran una perspectiva tan irresistible que accedió a aplazar sus vacaciones y pasar las navidades en la Europa invernal. Preparamos juntos un itinerario bien organizado que nos llevaría, por este orden, a Bélgica, Italia, Yugoslavia, Grecia, Bulgaria, Rumania, Dinamarca, Suecia y Noruega. Repasé las nueve cartas con la imitación de la letra y la firma del rey Jorge V. Por su parte, A. R. Woresley rellenó mi congelador portátil de nitrógeno líquido. Luego partimos con el fiel Citroën en dirección a Dover, donde tomamos el vapor del Canal dispuestos a hacer una primera etapa en el Palacio Real de Bruselas.
El efecto de la carta de Jorge V en nuestras ocho primeras visitas fue prácticamente idéntico. Todos ellos se dispusieron rápidamente a ayudar al rey de Inglaterra, y a echarle una ojeada a su amante secreta. Todos ellos preveían un asunto jugosillo. Todos ellos concedieron a Yasmin una audiencia palaciega pocas horas después de haber recibido la carta. Tuvimos un éxito detrás de otro, A veces hizo falta utilizar el alfiler de sombrero, pero no siempre. Hubo algunas escenas divertidas y también algún que otro momento comprometido, pero al final Yasmin consiguió siempre salirse con la suya. Logró incluso que el rey Pedro de Yugoslavia, que ya contaba setenta y seis años de edad, colaborase, aunque al final el pobre hombre perdió el conocimiento y Yasmin tuvo que reanimarle arrojándole en la cara un orinal lleno de agua fría. Cuando a comienzos de abril llegamos a Christiania (actualmente Oslo), teníamos en el bote un total de ocho reyes y solamente nos quedaba la contribución del rey Haakon de Noruega. Éste tenía cuarenta y ocho años.
En Christiania tomamos habitaciones en el Grand Hotel de la Puerta de Carl Johan, y desde el balcón de su habitación podía contemplar esa espléndida avenida que se encarama hasta la colina en cuya cumbre se encuentra el palacio real. Presenté mi carta un martes a las diez de la mañana. A la hora del almuerzo Yasmin recibió una nota manuscrita por el propio rey en la que la invitaba a presentarse en palacio a las dos y media de esa misma tarde.
—Será mi último rey —dijo Yasmin—. Echaré de menos esto de colarme en palacio y luchar con los monarcas.
—¿Qué opinión te merecen en general —pregunté—, ahora que ya casi has terminado? ¿Tienen mucha categoría?
—Varía según los casos —dijo ella—. El tipo ése de Bulgaria, Boris, resultó francamente aterrador, sobre todo cuando se empeñó en enrollarme un alambre de espinos.
—Los búlgaros son gente difícil.
—Fernando de Rumania también estaba bastante chalado.
—¿Es el que tenía espejos distorsionadores en toda la habitación, verdad?
—Ese mismo. Veamos ahora cuáles son las asquerosas costumbres del noruego.
—Tengo entendido que es un tipo muy decente.
—Nadie que haya tomado polvos del escarabajo resulta muy decente, Oswald.
—Seguro que estará muy nervioso —comenté.
—¿Por qué?
—Ya te lo dije. Su esposa, la reina Maud, es hermana del rey Jorge V. De modo que nuestra carta falsificada estaba presuntamente escrita por el cuñado de Haakon. Le pilla el asunto muy de cerca.
—¡Humm, qué picante! —dijo Yasmin—. Me gusta.
Y partió hacia palacio con su cajita de trufas de chocolate, su alfiler y todo lo demás. Yo me quedé en el hotel y dispuse el equipo a fin de tenerlo a punto cuando regresara.
Menos de una hora después ya estaba de regreso. Entró en mi habitación volando como un huracán.
—¡He metido la pata! —exclamó—. ¡Oh, Oswald, he hecho algo horrorosamente terrible! ¡Lo he echado todo a perder!
—¿Qué ha pasado? —dije, empezando a temblar.
—Dame un trago —pidió—. Cognac.
Le preparé una copa.
—Anda —dije—. Veamos qué ha pasado. Cuéntame en seguida lo peor.
Yasmin tomó un gran trago de cognac, y después se recostó en su silla, cerró los ojos y dijo:
—Ahora me encuentro mejor.
—¡Dime, por Dios —exclamé—, qué ha ocurrido!
Yasmin se bebió el resto del cognac y me pidió otro. Se lo di rápidamente.
—Un precioso salón, muy amplio —empezó—. Un rey alto y encantador. Bigote negro, muy cortés, amable y guapo. Se comió la trufa como un corderito y yo empecé a contar los minutos. Hablaba un inglés casi perfecto. «No me gusta demasiado este asunto, Lady Victoria —me dijo golpeando suavemente la carta de Jorge V con un dedo—. Me extraña muchísimo viniendo de mi cuñado. El rey Jorge es el hombre más recto y honorable que he conocido.»
»“Pero también es un ser humano, majestad.”
»“Es un marido perfecto”, dijo.
»“Lo malo es que está casado.”
»“Naturalmente que está casado. ¿Qué insinúa?”
»“Los hombres casados son muy malos maridos, majestad.”
»“¡No dice usted más que necedades, señora!”, cortó él.
—¿Por qué no te callaste en este preciso instante, Yasmin? —exclamé.
—Porque no podía, Oswald. Cuando me pongo en este plan me da la sensación de que no puedo parar. ¿Sabes qué le he dicho a continuación?
—Dilo ya —la apremié. Estaba empezando a sudar.
—Le he dicho: «Majestad, lo que quiero deciros es que cuando un hombre fuerte y apuesto como Jorge ha tenido que estar comiendo arroz con leche todas las noches a lo largo de muchísimos años, lo más natural es que empiece a desear un poco de caviar».
—¡Dios mío!
—Ya sé que era una tontería decirle eso.
—¿Qué contestó él?
—Se le puso la cara verde. He creído que iba a pegarme, pero se ha quedado simplemente quieto, echando chispas y soltando zumbidos como los fuegos artificiales, ésos que antes de la gran explosión se pasan un buen rato chisporroteando.
—¿Estalló al fin?
—Todavía no. Se mostraba muy digno. Me ha dicho: «Le agradecería, señora, que no usase la expresión “arroz con leche” cuando se refiera a la Reina de Inglaterra.»
»“Lo siento, majestad —me he excusado—. No tenía intención.” Yo seguía en pie, en medio de la habitación, porque él no me había invitado aún a tomar asiento. Al diablo, he pensado, y he elegido un ancho sofá verde y me he tendido en él, preparada para el momento en que el escarabajo descargara su golpe.
»“No me cabe en la cabeza que Jorge pueda tener esta clase de deslices”, ha dicho el rey.
»“Vamos, vamos, majestad —le he dicho—. Al fin y al cabo no hace más que seguir los pasos de su papá.”
»“Le rogaría que me explicase qué insinúa usted con estas palabras, señora.”
»“Me refiero al viejo Eduardo VII —le he contestado—. ¡Qué puñetas! ¿Acaso no mojaba su real mecha por toda la nación?”
»“¿Cómo se atreve? —ha exclamado, estallando por primera vez—. ¡Eso es una infamia!”
»“¿Y qué me decís de Lily Langtry?”
»“El rey Eduardo era el padre de mi esposa —ha dicho con voz glacial—. ¡No permitiré que se le insulte en mi casa!”
—Pero, ¿qué fue, en nombre del cielo, lo que hizo que llegaras a estos extremos? —exclamé—. Por una vez encuentras a un rey la mar de amable y no se te ocurre otra cosa que empezar a insultarle.
—Es un hombre encantador.
—Entonces, ¿por qué lo has hecho?
—Se me había metido el diablo en el cuerpo, Oswald. Y supongo que además estaba divirtiéndome horrores.
—No se les pueden decir cosas de éstas a los reyes.
—Desde luego que sí —dijo Yasmin—. En realidad, Oswald, he descubierto que no importa lo que les diga al principio ni que lleguen a ponerse muy furiosos, porque al final siempre aparece el escarabajo y me rescata en el momento oportuno. Al final siempre son ellos los que parecen no saber comportarse.
—Pero, ¿no dices que has fracasado?
—Espera, déjame seguir y ya lo verás. El rey seguía caminando de un lado a otro de la habitación murmurando para sí, y entretanto yo vigilaba el reloj. Por algún extraño motivo, hoy parecía que los nueve minutos tardaban en pasar más que nunca. Entonces el rey me ha dicho: «¿Cómo puede hacerle eso a su propia reina? ¿Cómo ha podido rebajarse a seducir a su querido esposo? La reina María es la dama más pura de toda la nación.»
»“¿Lo creéis así en realidad?”
»“Lo sé. Es tan pura como la nieve.”
»“A ver, a ver…, esperad un momentito —le he dicho. ¿No os han llegado entonces todos esos rumores picantes?”
»Al oírme decir esto, Oswald, el rey se ha vuelto tan deprisa como si le hubiese picado un escorpión.
—Por Cristo, Yasmin, ¡qué arrestos tienes!
—Era divertido —dijo ella—. Sólo pretendía hacer un chiste. —Menudo chiste.
»“¡Rumores! —ha gritado el rey—. ¿Qué clase de rumores?”
»“Rumores muy picantes, ¡picantísimos!”, le he dicho.
»“¡Cómo se atreve! —se ha puesto a rugir—. ¡Cómo se atreve a entrar aquí y hablar de esta manera de la reina de Inglaterra! ¡Señora, es usted una ramera y una mentirosa!”
»“Quizás sea una ramera —le he dicho—, pero no miento. Hay, majestad, cierto caballerizo en las cuadras del rey en Buckingham Palace, un coronel de los Granaderos, que además es un chico muy apuesto de grandes mostachos, que cada mañana se encuentra con la reina en el gimnasio y la enseña a hacer ejercicios para mantenerla en forma.”
»“¿Y por qué no iba a hacerlo? —ha dicho el rey interrumpiéndome secamente—. ¿Qué tiene de malo hacer ejercicios para mantenerse en forma? Yo mismo los hago.”
»En ese momento he mirado mi reloj. Ya no faltaba casi nada para que se cumplieran los nueve minutos. Ya no faltaba casi nada para que el alto y orgulloso rey se transformara en un lascivo y un cachondo. “Majestad —le he dicho—, Jorge y yo hemos espiado muchas veces por la ventana que hay al final del gimnasio, y hemos visto…” Aquí me callé. Me he quedado sin voz, Oswald. No podía continuar.
—¿Qué ocurrió? Dímelo, por Dios.
—He creído que iba a darme un ataque al corazón. He empezado a boquear. Me costaba mucho respirar y por todo el cuerpo se me iba poniendo la carne de gallina. En aquel momento he pensado, te lo juro, he pensado que estaba a punto de morirme.
—¿Y qué es lo que te ocurría? ¡Santo Cielo!
—Eso mismo me ha preguntado el rey. Es un tipo verdaderamente decente, Oswald. Medio minuto antes había estado diciéndole toda clase de bestialidades sobre sus parientes políticos de Inglaterra, llenándolos de insultos, y ahora de repente se mostraba preocupadísimo por mi salud. «¿Quiere que llame a un médico?», me ha dicho. Pero yo no podía contestarle. No he hecho más que gorgotear absurdamente. Entonces me ha empezado esa terrible comezón, primero en las plantas de los pies y luego, extendiéndose rápidamente, piernas arriba. Estoy quedándome paralizada, he pensado. No puedo hablar. No puedo moverme. Casi no puedo pensar. Voy a morirme de un momento a otro. Y entonces, ¡zas! ¡Me ha dado!
—¿Qué es lo que te ha dado?
—El ataque de lujuria del escarabajo vesicante, naturalmente.
—A ver, un momento…
—¡Me había equivocado de trufa, Oswald! ¡Me había comido la que estaba cargada con los polvos! ¡Le había dado a él la que no tenía nada y me había comido yo la del escarabajo!
—¡Por todos los santos, Yasmin!
—Eso. Pero a esas alturas ya había deducido qué era lo que había ocurrido, y lo primero que he pensado ha sido que sería mejor salir corriendo como el diablo de palacio antes de ponerme todavía más en ridículo.
—¿Te has ido entonces?
—Era más fácil decirlo que hacerlo. Por primera vez en mi vida estaba comprobando personalmente lo que se siente cuando te hace efecto el escarabajo.
—Es fortísimo.
—Tremendo. Te deja la mente congelada. No logras coordinar bien. Lo único que sientes es un terrible y latente impulso sexual que se te desborda por todo el cuerpo. No puedes pensar más que en cosas lujuriosas. Al menos eso era lo único en lo que yo era capaz de pensar en ese momento, y siento decirte, Oswald… Que no he podido reprimirme, entiendes… No podía reprimirme… De modo que…, bueno, he saltado del sofá y he lanzado un ataque a fondo contra los pantalones del rey…
—¡Dios mío!
—Y eso no es todo —dijo Yasmin tomando otro trago de cognac.
—No me lo cuentes. No puedo soportarlo.
—De acuerdo, no te lo cuento.
—Sí —dije—. Continúa.
—Me he puesto como una loca. Me he montado encima de él. Le he pillado a contrapié y le he derribado en el sofá. Pero este rey es un tipo atlético. Ha sido muy rápido. Se ha vuelto a poner en pie rápidamente. Se ha escondido detrás del escritorio. Yo me he subido de pie al escritorio. Y él se ha puesto a gritar: «¡Deténgase, mujer! ¡Apártese de mí!» Y luego ha empezado a chillar de verdad, a chillar a voz en grito, quiero decir. «¡Socorro! —gritaba—. ¡Que alguien se lleve de aquí a esta mujer!» Y entonces, mi querido Oswald, se ha abierto la puerta y ha entrado la reina, la reina Maud en toda su gloria y esplendor, y ha atravesado la sala con no sé qué labor de costura en las manos.
—Tenía que ocurrir.
—Lo sé.
—¿Dónde estabas cuando ha entrado?
—Saltando desde el gran escritorio chippendale con intención de caer sobre él. Volaban las sillas por todas partes y entonces ha hecho su aparición esta mujer pequeña y bonita…
—¿Qué ha dicho?
—Ha dicho: «¿Se puede saber qué estás haciendo, Haakon?»
»“¡Llévatela de aquí!”, chillaba él.
»“¡Lo quiero para mí! —gritaba yo—. ¡Y pienso agenciármelo!”
»“¡Haakon! —le ha dicho ella—. ¡Abandona inmediatamente esta actitud!”
»“Pero si no soy yo, ¡es ella!”, ha exclamado él sin dejar de correr por toda la sala, tratando de salvar su vida. Pero ahora le había arrinconado por fin y estaba justo a punto de tirármelo allí mismo cuando me han agarrado por los brazos un par de guardias. Eran soldados. Dos noruegos de muy buen aspecto.
»“Lleváosla”, ha dicho el rey jadeando.
»“¿A dónde, majestad?”
»“Sacadla inmediatamente de aquí, ¡deprisa! ¡Echadla a la calle!”
»Y así es cómo, cogida por los codos por ambos soldados, me han arrastrado fuera de palacio, y recuerdo que les iba gritando todo el rato guarradas a los jóvenes soldados y haciéndoles proposiciones deshonestas, y, mientras, ellos se partían de risa…
—¿Y te han echado a la calle?
—Sí —dijo Yasmin—. Frente a las puertas de palacio.
—Has tenido muchísima suerte de que no se hubiera tratado del rey de Bulgaria o alguno así —le dije—. Te hubieran metido en una mazmorra.
—Ya lo sé.
—Así que simplemente te soltaron frente a las puertas de palacio.
—Sí. Estaba aturdida. Me he sentado en un banco que había bajo unos árboles, tratando de recobrar fuerzas. Porque yo tenía una ventaja en relación con mis demás víctimas, Oswald, y era que yo sabía qué me pasaba. Sabía que aquello eran los efectos que producía el escarabajo. Debe ser francamente horrible que te pase eso y no sepas por qué te ocurre. De modo que yo he tenido al menos una posibilidad de combatir esos efectos. Recuerdo que estaba sentada en el banco y que me decía: lo que necesitas, Yasmin, lo que necesitas es que te den un buen montón de pinchazos en el trasero con ese alfiler de sombrero. Cuando lo pensaba me he puesto a reír como una boba. Pero poco después, gradualmente, esa sensación de necesidad sexual ha ido reduciéndose hasta que por fin he recobrado el control de mí misma y he podido bajar caminando la calle hasta el hotel, y aquí estoy. Lo siento, Oswald. Siento haberlo estropeado todo, de verdad. Es la última vez que ocurre.
—Lo mejor será que nos larguemos de aquí —dije—. No creo que esa gente nos trate mal, pero lo más lógico es que el rey empiece a hacer preguntas comprometedoras.
—Seguro.
—Creo que deducirá que mi carta era una falsificación. Te apuesto lo que quieras a que en este mismo momento está tratando de pedirle al propio Jorge V que se lo confirme.
—Apuesto a que sí —dijo Yasmin.
—Entonces, apresúrate a hacer las maletas. Nos escabulliremos inmediatamente y cruzaremos la frontera hacia Suecia. Vamos a desaparecer del mapa.