21

Desde Viena nos fuimos hacia el norte bajo el pálido sol de otoño en dirección a Berlín. Hacía solamente once meses que la guerra había terminado y encontramos la ciudad sumida en tinieblas y aburrimiento. Pero vivían en ella un par de personas a las que queríamos visitar, y yo estaba dispuesto a conseguir su donación por encima de todo. El primero era el señor Albert Einstein, y en su casa de Haberlandstrasse número 9 Yasmin tuvo un agradable y triunfal encuentro con este pasmoso caballero.

—¿Cómo te ha ido? —le pregunté como acostumbraba en cuanto subió al coche.

—Ha disfrutado muchísimo —dijo Yasmin.

—¿Y tú?

—Yo no mucho —dijo—. Cerebro sí tiene, pero lo que es cuerpo… Prefiero ir a ver todos los días a Puccini.

—¿Quieres hacerme el favor de olvidarte del Romeo italiano?

—Lo intentaré, Oswald. Pero, verás, ocurre una cosa muy curiosa. Los cerebrales, los intelectuales, tienen una reacción diferente a la de los artistas cuando les hace efecto el escarabajo vesicante.

—¿Cuál es la diferencia?

—Los cerebrales se detienen y piensan. Tratan de averiguar qué diablos está ocurriéndoles y por qué les ocurre. En cambio los artistas no se preocupan de eso y, simplemente, se zambullen directamente en la lujuria.

—¿Cuál ha sido la reacción de Einstein?

—No podía creerlo —dijo Yasmin—. De hecho, se ha olido que había truco. Es el primero de todos ellos que ha sospechado que le habíamos hecho alguna trampa. Esto demuestra lo inteligente que es.

—¿Qué te ha dicho?

—Se ha quedado muy quieto y, mirándome desde debajo de esas cejas tan pobladas que tiene, me ha dicho: «Fräulein, aquí hay gato encerrado. Ésta no es mi reacción normal cuando recibo la visita de una joven guapa.»

»“¿No depende de lo guapa que sea?”, le he dicho.

»“No, Fräulein, no depende de eso —ha dicho—. ¿Está segura de que la trufa que me ha dado no tenía más que chocolate?”

»“Desde luego —le he asegurado—. Yo también me he tomado una.

»Resulta que este hombrecillo diminuto, Oswald, estaba superrecalentadísimo a consecuencia de los efectos del escarabajo, pero, al igual que el amigo Freud, ha conseguido dominarse al principio. Se ha puesto a caminar arriba y abajo de la habitación murmurando: “¿Qué está ocurriéndome? Esto no es natural… Aquí pasa algo… Jamás permitiría esta clase de…”

»Yo me había tendido en el sofá adoptando una actitud seductora y esperaba que él se decidiera a actuar, pero no, Oswald, no había modo. Durante cinco minutos enteros sus procesos investigadores han bloqueado totalmente sus deseos carnales o como quieras llamarlos. Casi podía oír el zumbido de sus sesos mientras trataba de entender lo que le pasaba.

»“Relájese, señor Einstein”, le he dicho.

—Te encontrabas delante del mayor intelecto del mundo —le dije a Yasmin—. Este hombre tiene una capacidad de raciocinio sobrenatural. Intenta comprender sus teorías sobre la relatividad y sabrás a qué me refiero.

—Si alguien llegase a averiguar el truco se nos acabaría el negocio.

—Nadie lo conseguirá. No hay más que un Einstein —dije.

Nuestro segundo donante en importancia en la ciudad de Berlín era el señor Thomas Mann. Yasmin me informó que se trataba de una persona agradable pero que no inspiró su imaginación.

—Lo mismo ocurre con sus libros —dije.

—Entonces, ¿por qué le elegiste?

—Ha hecho algunas cosas bastante buenas. Creo que su fama perdurará.

En mi maleta de nitrógeno líquido portátil había ahora espermatozoides de Puccini, Rachmaninov, Strauss, Freud, Einstein y Mann. De modo que regresamos de nuevo a Cambridge con nuestra preciosa carga.

A. R. Woresley se quedó extasiado. Sabía condenadamente bien que ahora sí empezaba a ser un proyecto grandioso. Los tres nos quedamos extasiados, pero yo no estaba de humor todavía para perder el tiempo con celebraciones.

—Mientras permanecemos aquí —dije—, vamos a tratar de tachar de la lista a algunos ingleses. Empezaremos mañana mismo.

Como Joseph Conrad era seguramente el más importante de todos ellos, decidimos empezar con él. Vivía en Capel House, Orlestone, en el condado de Kent, y bajamos allí en automóvil a mediados de noviembre. Para ser preciso, era el 16 de noviembre de 1919. Ya he dicho que no quiero dar aquí demasiadas descripciones detalladas de muchas visitas de las que hicimos, por temor a ser repetitivo. No pienso violar de nuevo esta regla a menos que se presenten detalles jugosos o divertidos. Nuestra visita a Mr. Joseph Conrad no fue jugosa ni divertida. Fue rutinaria, aunque Yasmin comentó a la salida que era uno de los hombres más encantadores que había conocido en su vida.

De Kent pasamos a Sussex, para ir a Crowborough, donde persuadimos sin problemas a Mr. H. G. Wells.

—No era mal tipo —dijo Yasmin tras haberle visitado—. Bastante pomposo y con tendencia a pontificar, pero muy agradable. ¿Sabes lo más curioso de los grandes escritores? —añadió—. Son gente de aspecto la mar de corriente. No encuentras ningún detalle que muestre a primera vista su grandeza, a diferencia de lo que ocurre con los pintores. Un gran pintor siempre tiene aspecto de gran pintor. Pero los grandes escritores suelen tener la misma apariencia que un contable de una fábrica de quesos.

De Crowborough fuimos a Rottingdean, en el mismo condado de Sussex, para visitar a Mr. Rudyard Kipling. «Menudo sodomita lleno de cerdas», dijo Yasmin después de conocerle. Cincuenta dosis de Kipling.

Ahora ya le habíamos cogido el ritmo, y al día siguiente y sin salir del mismo condado nos apuntamos a Sir Arthur Conan Doyle con la misma facilidad que quien coje una mora. Yasmin llamó sencillamente al timbre y dijo a la criada que era representante de la editorial y que tenía que entregarle unos documentos muy importantes. Inmediatamente la condujeron al estudio del escritor.

—¿Qué piensas de Mr. Sherlock Holmes? —le pregunté.

—Nada especial. Otro escritor con un lapicero muy delgadito.

—No te precipites —dije—. Tu próxima visita también es a un escritor, pero no creo que éste te resulte aburrido.

—¿Quién es?

—Mr. Bernard Shaw.

Tuvimos que atravesar todo Londres para llegar a Ayot St. Lawrence, en Hertfordshire, que era la residencia de Shaw, y por el camino le conté a Yasmin algunas cosas sobre este presuntuoso payaso literario.

—Para empezar —le dije—, es un vegetariano fanático. Sólo come verduras crudas, fruta y cereales. De modo que dudo que acepte la trufa.

—¿Qué le damos entonces, una zanahoria con polvos?

—¿Qué te parece un rábano? —sugerí.

—¿Se lo comerá?

—Probablemente no —dije—. Mejor será que le des uva. Compraremos en Londres un buen racimo de uva y meteremos los polvos dentro de uno de los granos.

—Seguro que traga —dijo Yasmin.

—Tiene que tragar. Este tipo no funcionaría si no se tomase los polvos.

—¿Qué le pasa?

—No lo sabe nadie.

—¿No practica el noble arte?

—No. No le interesa la actividad sexual. Parece un capón.

—Diablos, qué mala suerte.

—Es un larguirucho capón parlanchín y abrumadoramente engreído.

—¿Quieres decir que no le funciona la maquinaria? —preguntó Yasmin.

—No estoy seguro. Ya tiene sesenta y tres años. Se casó a los cuarenta y dos, pero fue un matrimonio de conveniencia y para tener compañía. Sin relaciones sexuales.

—¿Cómo lo sabes?

—No es que lo sepa. Pero eso piensa casi todo el mundo. El mismo ha declarado que no tuvo «aventuras de tipo sexual hasta los veintinueve años…»

—Algo retrasadillo.

—Dudo que haya tenido ninguna, incluso a estas alturas —dije—. Le han estado persiguiendo muchas mujeres famosas, pero sin éxito. Mrs. Pat Campbell, la deslumbrante actriz, dijo de él «Mucha pluma y poca cresta».

—Me gusta la definición.

—Su régimen alimenticio —dije— está calculado a propósito para mejorar la eficacia mental. «Declaro terminantemente —escribió Shaw una vez— que es imposible que un hombre que se alimente de whisky y animales muertos pueda realizar una buena labor.»

—Lo que hay que hacer por tanto es tomar whisky y comerse a los animales cuando todavía están vivos.

Yasmin era francamente rápida.

—Es socialista y marxista —añadí—. Cree que el estado tendría que dirigir todas las actividades.

—Entonces, todavía es más necio de lo que pensaba —dijo Yasmin—. Me muero de ganas de ver la cara que pone cuando empiece a actuar el escarabajo.

—¿Le damos ración doble? —pregunté.

—Triple —dijo Yasmin.

—¿No habrá peligro?

—Si es cierto todo lo que dices de él, necesitará media lata.

—De acuerdo entonces —dije—. Ración triple.

Elegimos el grano de uva que colgaba en la parte más baja del racimo y con un cuchillo le hicimos un pequeño agujerito en la piel. Saqué parte de la carne de la uva y, empujándolos con un alfiler, metí allí los polvos. Luego proseguimos nuestro camino hacia Ayot St. Lawrence.

—¿Te das cuenta que ésta será la primera vez que alguien tome una dosis triple?

—No me preocupa —dijo Yasmin—. Ese tipo tiene una vida sexual evidentemente subdesarrollada. A lo mejor resulta que es eunuco. ¿Tiene la voz atiplada?

—No lo sé.

—Malditos escritores —dijo Yasmin.

Se hundió en su asiento y se mantuvo en un ceñudo silencio durante el resto del viaje.

La casa, conocida con el nombre de «El rincón de Shaw», era un gigantesco montón de ladrillos rodeado de un buen jardín. Cuando paré el automóvil justo enfrente, eran las cuatro y veinte de la tarde.

—¿Qué tengo que hacer? —preguntó Yasmin.

—Ve hacia el otro extremo de la casa, hasta que llegues al final del jardín. Allí encontrarás un pequeño cobertizo de madera con el techo inclinado. Es el sitio donde trabaja. Ahora está allí. seguro, Llama y entreténle con lo de siempre.

—¿Y si me ve su esposa?

—Es un riesgo que tienes que aceptar. Probablemente no habrá problema. Y dile que eres vegetariana. Le gustará.

—¿Cuáles son los títulos de sus obras de teatro?

—Hombre y superhombre —dije—. El dilema del doctor, Comandante Barbara, César y Cleopatra, Androcles y el león, y Pigmalión.

—Me preguntará cuál prefiero.

—Di que Pigmalión.

—De acuerdo, diré Pigmalión.

—Adúlale. Dile que no solamente es el mayor dramaturgo del mundo sino también el mejor crítico musical de toda la historia. Y no te preocupes. Él hablará por los dos.

Yasmin bajó del coche y se fue caminando con paso firme hacia el jardín de Shaw. La vi hasta que desapareció en la parte de atrás de la casa. Entonces me fui en el automóvil hasta un hostal, The Waggon and Horses, y allí alquilé una habitación. Una vez arriba, preparé mi equipo y lo dispuse todo a fin de poder convertir rápidamente el semen fresco de Shaw en unas cuantas dosis congeladas. Una hora más tarde regresé a la casa para esperar a Yasmin. No tuve que esperar mucho tiempo, pero no voy a contarles lo que pasó a continuación hasta que no hayan oído lo que ocurrió previamente. Estas cosas hay que contarlas en el orden en que ocurrieron.

—Anduve hasta el final del jardín —me contó Yasmin bastante después, mientras tomábamos en el bar un excelente pastel de carne y riñón acompañado de una botella de soportable Beaune— y vi la choza. Fui rápidamente hacia allí. Esperaba oír de un momento a otro la voz de la esposa de Shaw gritándome: ¡Alto! Pero no me vio nadie. Abrí la puerta de la choza y miré hacia el interior. Estaba vacío. Vi un sillón de bambú, una mesa sencilla repleta de hojas de papel, y en conjunto una atmósfera muy espartana. Pero Shaw no estaba. Bueno, salió mal, pensé. Será mejor que me vaya. Otra vez al coche. Fracaso total. Cerré de un portazo.

»“¿Quién anda ahí?”, gritó una voz desde detrás del cobertizo. Era una voz de hombre, pero aflautada y casi chillona. Dios mío, pensé, al final resulta que este tipo es un eunuco de verdad.

»“¿Eres tú, Charlotte?”, preguntó la voz aflautada.

»¿Qué efectos puede producir el escarabajo vesicante en un eunuco al cien por cien?, me pregunté.

»“¡Charlotte! —gritó—. ¿Qué haces ahí?”

»Entonces salió de detrás del cobertizo un ser alto, huesudo y barbudo, que sostenía en una de sus manos unas tijeras de podar. “¿Le importa que le pregunte quién es usted? —dijo—. Esto es propiedad particular.”

»“Estaba buscando el lavabo público”, le dije.

»“¿Qué anda usted buscando, señorita? —dijo apuntándome con sus tijeras de podar como si fueran una pistola—. Ha entrado en mi cobertizo. ¿Qué ha robado?”

»“Maldita sea, no le he robado absolutamente nada —dije—. De hecho, ya que quiere saberlo, he venido a traerle un regalo.”

»“Ah, un regalo”, dijo, ablandándose un poco.

»Levanté el magnífico racimo de uva sacándolo de la bolsa por el tallo.

»“¿Y qué he hecho yo para merecer tanta generosidad?”, preguntó Shaw.

»“Usted me lo ha hecho pasar maravillosamente bien en el teatro. Por eso me ha parecido que sería un buen detalle darle algo a cambio. Eso es todo. Tome, pruebe eso —le dije dándole el grano inferior—. Esta uva está verdaderamente buena.”

»Shaw dio un paso al frente, cogió el grano y lo hizo pasar entre toda aquella pelambre hasta metérselo en la boca.

»“Excelente —corroboró mientras se lo tragaba—. Moscatel —dijo lanzándome una penetrante mirada—. Tiene usted suerte, jovencita, de que no me haya sorprendido trabajando porque la hubiese echado a patadas, por mucha uva que hubiese traído. De hecho, ahora estaba podando mis rosales.”

»“Le ruego que disculpe mi intrusión. ¿Me perdona?”

»“La perdonaré en cuanto compruebe que los motivos que la han traído hasta aquí son puros.”

»“Son tan puros como la Virgen María”, dije.

»“Lo dudo. Ninguna mujer va a visitar nunca a un hombre a no ser que espere obtener algún provecho. Lo he mostrado repetidas veces en mis obras. Las hembras, señorita, son animales depredadores. Y sus presas son los hombres.”

»“¡Qué estupidez! —le contradije—. No hay más cazador que el varón.”

»“Nunca en mi vida he dado caza a ninguna mujer —replicó él—. Son las mujeres las que quieren cazarme. Y yo huyo como un zorro que tiene una docena de sabuesos pisándole los talones. Las hembras son criaturas rapaces —dijo, escupiendo una semilla de la uva—. Rapaces, depredadoras y devoradoras.”

»“Ande, ande. Todo el mundo hace de cazador de vez en cuando. Las mujeres persiguen a los hombres para casarse con ellos. ¿Qué tiene de malo? En cambio, los hombres persiguen a las mujeres para acostarse con ellas. ¿Dónde quiere que le deje la uva?”

»“La dejaremos en la cabaña”, dijo, cogiéndome el racimo. Entró en el cobertizo y yo le seguí. Entretanto, rezaba pidiendo que los nueve minutos transcurrieran velozmente. Se sentó en su sillón de bambú y se quedó mirándome con aquellos ojos sepultados bajo las espesísimas cejas. Yo me senté rápidamente en la única otra silla que había en aquel lugar.

»“Es usted una jovencita animosa —dijo él—. Admiro a la gente animosa.”

»“Y usted no para de decir tonterías de las mujeres. Me parece que no sabe absolutamente nada de ellas. ¿Ha estado alguna vez enamorado apasionadamente?”

»“Una pregunta típica de mujer. Para mí no hay más que una clase de pasión. La pasión de la inteligencia. La actividad del intelecto es la mayor de las pasiones que soy capaz de experimentar.”

»“¿Qué me dice de las pasiones físicas? ¿No le parecen muy poderosas?”

»“No señora, no lo son. Descartes vivió una vida mucho más apasionada que Casanova.”

»“¿Y Romeo y Julieta?”

»“Un amor de cachorros —dijo—. Menuda tontería”

»“¿Quiere usted decir que su César y Cleopatra es una obra más grandiosa que Romeo y Julieta?”

»“No me cabe la menor duda.”

»“Caray, tengo que admitir que tiene usted valor, Mr. Shaw.”

»“También lo tiene usted, jovencita —dijo cogiendo una hoja de papel de la mesa—. Escuche esto —y empezó a leer en voz alta, con su timbre aflautado— …el cuerpo acaba siempre aburriendo. No hay nada que sea siempre bello e interesante, excepto el pensamiento, porque el pensamiento es la vida…»

»“…y acaba naturalmente siendo un aburrimiento —dije—. Me parece que esa frase tiene un sentido muy tópico. En cualquier, caso, el cuerpo no resulta aburrido a mi edad. El cuerpo es una fruta jugosa. ¿De qué obra es la frase?”

»“Habla de Matusalén —dijo—. Pero ahora tendré que pedirle que me deje en paz. Es usted pícara y bonita, pero eso no le da derecho a malgastar mi tiempo. Le agradezco la uva.”

»Eché una ojeada a mi reloj. Faltaba solamente un minuto. Tenía que seguir hablando.

»“Bien, pues, me iré —dije—. Pero a cambio del racimo, me encantaría que me diera su autógrafo estampado en una de sus famosas postales.”

»Cogió una postal y la firmó. Luego me dijo: “Y ahora lárguese. Ya me ha entretenido bastante.”

»“De acuerdo. Me iré”, dije sin salir y peleando por ganar segundos. Los nueve minutos ya habían transcurrido. ¡Oh escarabajo, bendito escarabajo! ¿Dónde te has metido? ¿Por qué me has abandonado?

—Qué pensamientos tan cursilones —dije.

—Estaba desesperada, Oswald. Era la primera vez que ocurría. “Mr. Shaw —le dije, deteniéndome en la puerta y buscando alguna excusa para ganar más tiempo—, le he prometido a mi querida madre, que cree que usted es Dios Padre en persona, que le formularía una pregunta de su parte…”

»“Señorita, ¡hay que ver la lata que da!”, ladró él.

»“Soy una latosa, lo sé, lo sé. Pero, conteste por favor a su pregunta. Se trata de lo siguiente. ¿Es verdad que desaprueba la actitud de todos los artistas que crean sus obras de arte por motivos puramente estéticos?”

»“Es cierto, señorita.”

»“¿Quiere esto decir que con la sola belleza no basta?”

»“No —dijo—. El arte debe ser siempre didáctico, y servir a alguna finalidad social”

»“¿Cree que Beethoven, o Van Gogh, servían a alguna finalidad social?”

»“¡Largo de aquí! —rugió—. No tengo ganas de discutir necedades…” Se paró a mitad de la frase. Porque en ese momento, Oswald, el cielo sea alabado, el escarabajo actuó.

—¡Viva! ¿Le dio muy fuerte?

—Recuerda que era una dosis triple.

—Lo recuerdo. ¿Qué pasó?

—Creo que hay demasiado riesgo con esta cantidad, Oswald. No pienso hacerlo nunca más.

—¿Le conmocionó un poco, eh?

—La primera fase fue devastadora —dijo Yasmin—. Era como si el tipo estuviese sentado en una silla eléctrica y alguien hubiese enchufado y le hubiesen soltado una descarga de mil voltios.

—¿Tanto?

—Todo su cuerpo se puso rígido y se quedó en el aire, flotando, estremeciéndose, con los ojos salidos y la boca retorcida.

—Dios santo.

—Me ha dejado perpleja.

—Me lo supongo.

—Y ahora qué hago, pensé primero. ¿Respiración artificial, oxígeno, qué?

—¿No estás exagerando, Yasmin?

—Te juro que no. El pobre hombre estaba todo él retorcido, paralizado, agarrotado. No podía decir palabra.

—¿Estaba consciente?

—Quién sabe.

—¿Pensaste que podía estirar la pata?

—Imaginé que tenía un cincuenta por ciento de posibilidades de hacerlo.

—¿Tanto?

—No puedes imaginarte cuál era su aspecto.

—Caray, Yasmin.

—Yo seguía en la puerta y recuerdo que pensé, bueno, pase lo que pase, este viejo buitre no escribirá más obras de teatro. «Hola Shaw —le dije—. ¡Eh, despierta! ¡Despierta!»

—¿Te oía él?

—Lo dudo. Y a través de los mostachos vi que le salía de los labios una cosa blancuzca, como salmuera.

—¿Cuánto tiempo duró todo esto?

—Un par de minutos. Y, además, estaba preocupada por su corazón.

—¿Su corazón? ¿Por qué?

—La cara se le estaba poniendo rojísima. Era tan rápido que veía su cara, cada vez de un rojo más intenso. Y luego virando a un tono morado.

—¿Asfixia?

—Algo así —dijo Yasmin—. ¿Verdad que este pastel de carne y riñón está delicioso?

—Es muy bueno.

—Entonces, repentinamente, regresó a la tierra. Parpadeó, me lanzó una mirada, soltó un grito indio, pegó un salto y empezó a arrancarse la ropa que llevaba. «¡Que vienen los irlandeses! —gritó—. ¡Señorita, apréstese a la lucha! ¡Apréstese a la lucha, que la batalla va a empezar!»

—Así pues, no es exactamente un eunuco.

—No daba esa impresión.

—¿Cómo lograste colocarle la caperuza de caucho?

—Cuando se ponen violentos no hay más que un modo de lograrlo —dijo Yasmin—. Le agarré la pirindola con todas mis fuerzas, como si en ello me fuese la vida, y le pegué un par de torsiones para forzarle a estarse quieto.

—¡Uy!

—Muy eficaz.

—Sin duda.

—Cuando les hago eso podría llevarlos a donde me diera la gana.

—No me extraña.

—Es como clavarle las espuelas a un caballo.

Tomé un sorbo de Beaune, y lo retuve unos instantes en el paladar. Era de las bodegas de Louis Latour, francamente aceptable. Había sido una suerte encontrar algo así en un bar campestre.

—¿Qué pasó luego? —pregunté.

—El caos. El piso de madera. Moretones por todas partes. La leche. Pero, ¿a que no sabes lo más interesante de todo? Él no sabía lo que tenía que hacer. Tuve que enseñarle yo.

—Entonces, ¿era virgen?

—Seguro. Pero aprendió condenadamente deprisa. Jamás había encontrado tantas energías en un hombre de sesenta y tres años.

—Debe ser la dieta vegetariana.

—Podría ser —dijo Yasmin pinchando un pedazo de riñón con el tenedor y llevándoselo a la boca—. Pero no olvides que estaba como quien dice estrenando el motor.

—¿Cómo?

—Que estrenaba el motor. La mayoría de hombres de esa edad ya están más o menos gastados. Me refiero a que las piezas ya no funcionan como al principio. Llevan tantos kilómetros a la espalda que empiezan a traquetear.

—¿Quieres decir que por el hecho de ser virgen…?

—Exactamente, Oswald. Era un motor nuevo a estrenar. No lo había utilizado nunca. Y por tanto no estaba gastado.

—Pero, ¿no necesitaba un cierto rodaje?

—No —dijo Yasmin—. Tenía pleno rendimiento. A las máximas revoluciones. Y en cuanto le cogió el tranquillo se puso a gritar: «¡Ahora entiendo qué andaba buscando Mrs. Pat Campbell!»

—Supongo que al final habrás tenido que recurrir al alfiler…

—Naturalmente. Pero, sabes una cosa, Oswald, cuando les das una dosis triple se ponen tan fuera de sí que ni se enteran. Era como acariciarle el culo con una pluma. No le dolía.

—¿Cuántos pinchazos le diste?

—Hasta que se me cansó el brazo.

—Entonces, ¿qué hiciste?

—Hay otros medios —dijo oscuramente Yasmin.

—Uy —dije. Recordé lo que Yasmin le hizo a A. R. Woresley cuando quiso sacárselo de encima en el laboratorio—. ¿Pegó un salto?

—De aproximadamente un metro. Y eso me dio justo el tiempo suficiente para agarrar los despojos y lanzarme corriendo hacia la puerta.

—Menos mal que no te habías desnudado.

—Era imprescindible —dijo Yasmin—. Siempre que damos una dosis mayor de lo corriente tengo que estar preparada para salir zumbando.

Esa fue la historia que me contó Yasmin. Permítanme ahora reanudar yo el relato y regresar al momento en el que estaba tranquilamente sentado en mi automóvil frente a «El rincón de Shaw», en pleno atardecer, y mientras ocurría todo esto. De repente vi a Yasmin que venía al galope por el sendero del jardín, con el cabello ondeando a su espalda, de modo que abrí rápidamente la puerta de su asiento para que saltara lo antes posible. Pero ella no saltó. Corrió a la parte delantera del coche y cogió la manivela para ponerlo ella misma en marcha. En aquellos tiempos, recuérdenlo, no había todavía automóviles con motor de arranque.

—¡Pon el contacto, Oswald! —gritó—. ¡Pon el contacto, que viene a por mí!

Yo di el contacto. Yasmin hizo girar la manivela. El motor se puso en marcha a la primera. Yasmin corrió hacia su sitio, saltó al interior y todo ello sin dejar de gritar:

—¡Vamos, aprisa! ¡Larguémonos ya!

Pero antes de poder entrar la marcha del todo, oí un aullido procedente del jardín y en la semioscuridad vi la figura alta, fantasmal y barbuda de Shaw que venía a paso de carga en pelota viva y chillando:

—¡Vuelve, so ramera! ¡Todavía no he terminado contigo!

—¡Vamos! —gritó Yasmin. Acabé de poner la marcha, solté el embrague y partimos.

Había frente a la casa de mister Shaw una farola, y cuando miré un instante hacia atrás le vi pegando brincos en la acera bajo la luz de gas, con su piel completamente blanca con la única excepción de los calcetines que todavía llevaba puestos, barbado por arriba y barbado también por debajo, y con su enorme miembro de color rosa asomando por la barba inferior como si fuera el cañón recortado de una escopeta. Era una imagen que tardaré en olvidar: aquel engreído y arrogante dramaturgo que siempre se había burlado de las pasiones de la carne, ensartado ahora en la espada de la lujuria y pidiéndole a Yasmin a gritos que volviera. La cantharis vesicatoria sudanii, reflexioné, podía incluso convertir al Mesías en un simio.