—Puccini es de los más importantes —dije—. Un gigante. No podemos fallar.
—¿Dónde vive? —preguntó Yasmin.
—Cerca de Lucca, a unos sesenta kilómetros al oeste de Florencia.
—Dime qué clase de tipo es.
—Puccini es un hombre riquísimo y famosísimo —dije—. Se ha hecho construir una casa enorme, Villa Puccini, al borde del lago, junto al pueblecillo donde nació, que se llama Torre del Lago. Puccini ha compuesto nada menos que Manon, La Bohème, Tosca, Madame Butterfly y La Fanciulla del West. Y todas estas óperas ya son Clásicas. Probablemente no tiene la talla de Mozart o de Wagner, ni siquiera la de Verdi, pero es de todos modos un genio y un gigante.
Y todo un hombre.
—¿En qué sentido?
—Es terriblemente mujeriego.
—Magnífico.
—Ya tiene sesenta y un años, pero la edad no le ha cambiado en esto lo más mínimo. Es un jodedor, un bebedor, conduce automóviles como un loco, le entusiasma pescar y todavía le entusiasma más cazar gansos. Pero, por encima de todo, es un lascivo. No sé quién fue quien dijo de él que se pasa la vida a la caza de mujeres, aves silvestres y libretos, por este orden.
—Parece un buen tipo.
—Espléndido —dije—. Está casado con una vieja ramera que se llama Elvira. Aunque te cueste creerlo, la tal Elvira fue condenada una vez a cinco meses de prisión acusada de provocar la muerte de una de las amiguitas de Puccini. Era una chica que trabajaba de criada con ellos, y la bestia de Elvira sorprendió a Puccini con esa chica una noche, en el jardín de su casa. Hubo una escena terrible, despidió a la chica y, no contenta con eso, Elvira estuvo acosándola hasta que ella, desesperada, se suicidó. La familia de la chica llevó el caso a los tribunales y Elvira fue condenada a pasar cinco meses entre rejas.
—¿Llegó a cumplir la condena?
—No —dije—. Puccini consiguió evitarlo pagando doce mil liras a la familia de la chica.
—¿Qué plan de ataque tenemos? —me preguntó Yasmin—. ¿Me limito a llamar a la puerta y entrar?
—No saldría bien. Está rodeado de fieles cancerberos, y además está su esposa, que es una carnicera. Por este método no llegarías a su lado.
—Entonces, ¿qué sugieres que haga?
—¿Sabes cantar? —le pregunté.
—No soy una prima donna —dijo Yasmin—, pero tengo una vocecita tolerable.
—Magnífico. Esto lo resuelve todo.
—Pero, ¿qué tendré que hacer?
—Te lo diré por el camino.
Acabábamos de regresar al continente tras nuestra estancia en Capri y nos encontrábamos en Sorrento. En aquella zona de Italia gozábamos de un octubre muy agradable y había un cielo muy azul sobre nuestras cabezas cuando subimos al Citroën Torpedo y nos dirigimos al norte, camino de Lucca. Lo llevábamos descapotado y avanzar junto a la maravillosa costa desde Sorrento hasta Napóles era una experiencia sumamente placentera.
—Ante todo —le dije a Yasmin—, permíteme que te cuente cómo Puccini conoció a Caruso, porque esta anécdota tiene que ver con lo que tendrás que hacer tú. Puccini ya era entonces mundialmente famoso. Caruso era prácticamente un desconocido, pero ansiaba con todas sus fuerzas conseguir el papel de Rodolfo para una representación de La Bohème en Livorno. Un día se presentó en Villa Puccini y pidió ser presentado al compositor. Casi cada día llegaban varios cantantes de segunda fila con idénticas intenciones, de modo que, para evitar que le ocupasen toda la jornada, era necesario protegerle de ellos. «Decidle que estoy ocupado», dijo Puccini. Pero el criado regresó diciendo que aquel visitante se negaba terminantemente a irse. «Dice que vivirá acampado en el jardín durante todo un año si hace falta», dijo el criado. «¿Qué aspecto tiene?», preguntó Puccini. «Es un tipo bajito y rechoncho que lleva sombrero de copa y dice ser napolitano.» «¿Qué voz tiene?», preguntó Puccini. «Él dice que es el mejor tenor del mundo», respondió el criado. «Todos dicen lo mismo», afirmó Puccini. Pero hubo algo —aun hoy en día no sabe qué fue—, que impulsó al maestro a dejar el libro que estaba leyendo y salir al vestíbulo. La puerta principal estaba abierta y el pequeño Caruso se encontraba en pie delante de ella. «¿Quién demonios es usted?», le gritó Puccini. Caruso, utilizando su magnífica voz, le contestó cantando los versos de La Bohème que dicen: «Chi son? Sono un poeta…» Puccini se quedó atónito ante la calidad de su voz. Jamás había oído un tenor como aquél. Corrió hacia Caruso, le dio un abrazo y le dijo: «¡Usted cantará el Rodolfo!». Estos hechos ocurrieron tal como te los he contado, Yasmin. Al propio Puccini le encanta repetirlo. Y actualmente Caruso es el mejor tenor del mundo, y él y Puccini son amigos íntimos. ¿No te parece una historia maravillosa?
—¿Y qué relación tiene todo esto con mis posibilidades como cantante? —preguntó Yasmin—. Te aseguro que mi voz no dejará atónito a Puccini.
—Naturalmente que no. Pero la idea que aplicaremos será la misma. Caruso quería cantar una ópera de Puccini. Tú solamente quieres tres centímetros cúbicos de su semen. Para Puccini, es mucho más fácil dar esto último, sobre todo si se lo tiene que dar a una chica tan deslumbrante como tú. Lo de cantar será solamente un modo para atraer su atención.
—Continúa con tu plan.
—Puccini solamente trabaja por las noches —dije—, desde las diez y media aproximadamente hasta las tres o las cuatro de la madrugada. A esa hora, los demás habitantes de la casa estarán durmiendo. A medianoche, tú y yo nos arrastraremos hasta penetrar sigilosamente en el jardín de la casa y buscaremos su estudio, que según tengo entendido se encuentra en la planta baja. Las noches son todavía cálidas, y sin duda habrá una ventana abierta en esa habitación. De modo que yo me quedaré escondido en los matorrales y tú te levantarás, te situarás frente a esa ventana, y cantarás bajito la dulce aria «Un bel di vedremo», de Madame Butterfly. Si todo sale bien, Puccini saldrá corriendo a la ventana y verá junto a ella a una muchacha de extraordinaria belleza: tú. El resto tendría que ser fácil.
—Este plan me gusta bastante —dijo Yasmin—. Los italianos se pasan la vida cantando delante de las ventanas.
Cuando llegamos a Lucca nos instalamos en un pequeño hotel, y allí, ayudado de un viejo piano que había en la sala de estar del hotel, le enseñé a cantar el aria. Yasmin apenas sabía italiano pero se aprendió en seguida la letra de memoria, y al final podía cantar el aria completa de forma bastante satisfactoria. Tenía poca voz, pero un timbre perfecto. Después le enseñé a decir en italiano: «Maestro, adoro su obra. He venido desde Inglaterra…» etc., etc., así como algunas otras frases útiles, por ejemplo: «Me gustaría que me concediese su autógrafo.»
—Creo que con este tipo no vas a necesitar polvos de escarabajo —le dije.
—Lo mismo pienso yo —dijo Yasmin—. Por una vez, podríamos prescindir de escarabajos.
—No lleves tampoco alfiler —le advertí—. Puccini es un héroe para mí. No me gustaría que le ensartaras.
—Si no utilizamos los polvos de escarabajo, tampoco necesitaré ningún alfiler —dijo—. Tengo verdaderas ganas de hacer la experiencia con éste, Oswald.
—Seguro que te divertirás.
Cuando ya estaba todo preparado, fuimos una tarde en auto a Villa Puccini con intención de estudiar la residencia. Era una mansión muy grande que se elevaba a orillas de un amplio lago y estaba completamente rodeada por una verja de hierro de más de dos metros y medio de altura y con unos apreciables pinchos en lo alto. Esto constituía un pequeño problema.
—Necesitaremos una escalera —dije.
Regresamos a Lucca y compramos una escalera de madera que pusimos en el coche descapotado.
Llegamos de nuevo a Villa Puccini poco antes de la medianoche. Estábamos preparados para el ataque. La noche era oscura, calurosa y silenciosa. Apoyé la escalera contra la verja. Trepé hasta lo alto y me dejé caer en el jardín. Yasmin me imitó. Pasé la escalera al otro lado y la dejé colocada, lista para la huida.
Inmediatamente localizamos la única habitación de toda la casa que tenía las luces encendidas. Era una de las que daban al lago. Cogí a Yasmin de la mano y nos arrastramos hasta llegar cerca de esas luces. Aunque no había luna, las luces que salían por los dos grandes ventanales se proyectaban hasta las aguas del lago e iluminaban débilmente la casa y la zona adyacente del jardín. Éste estaba lleno de árboles, matas más bajas, macizos y arriates. A mí me encantaba la situación. Yasmin coincidió en que todo estaba resultando muy divertido. Cuando nos acercamos un poco más a una de las ventanas, oímos el piano. Esta ventana estaba abierta. Caminamos de puntillas hasta ella y nos asomamos cautelosamente. Y allí estaba el gran Puccini, sentado en mangas de camisa ante un piano vertical, con un cigarro en la boca, tecleando unas veces, deteniéndose otras para escribir unas notas y luego volver a teclear. Era un hombre robusto, un tanto tripudo y llevaba un grueso bigote negro. A ambos lados del piano había un par de afiligranados candelabros de bronce, pero sus velas no estaban encendidas. Sobre una repisa alta, no lejos del piano, había un extraño pájaro blanco disecado que debía ser alguna especie de grulla. Y en las paredes del estudio colgaban numerosos lienzos al óleo con los retratos de los famosos antepasados de Puccini: su tatarabuelo, su bisabuelo, su abuelo y su padre. Todos ellos habían sido músicos famosos. A lo largo de dos siglos, los varones de la familia Puccini se habían transmitido de unos a otros un talento musical de primera categoría. Las dosis de espermatozoides de Puccini, en caso de que pudiéramos conseguirlas, serían valiosísimas. Decidí que en lugar de preparar cincuenta como siempre, haría cien.
Yasmin y yo seguíamos espiando al gran músico desde la ventana abierta. Me fijé que tenía una abundante melena de pelo negro completamente peinada hacia atrás.
—Voy a desaparecer —le susurré a Yasmin—. Espera a que deje de tocar, y entonces ponte a cantar.
Ella asintió con la cabeza.
—Nos encontraremos junto a la escalera.
Yasmin volvió a asentir silenciosamente.
—Buena suerte —le dije. Y me fui de puntillas hasta ocultarme detrás de un matorral a cinco metros de la ventana. A través de su follaje no solamente veía a Yasmin sino que también alcanzaba a dominar el interior de la habitación donde el músico componía, porque la ventana era bastante baja.
Oí sonar el piano. Luego hubo una pausa. Sonó el piano otra vez. Estaba componiendo la melodía con un dedo solamente, y era maravilloso encontrarse a medianoche en Italia, al borde de un lago, oyendo a Giacomo Puccini componer lo que indudablemente sería una graciosa aria de una nueva ópera. Se produjo otra pausa. Esta vez le había salido la frase tal como esperaba y se había puesto a escribirla. Tenía el cuerpo inclinado hacia adelante y con la pluma iba escribiendo en el manuscrito, encima de la letra que le había dado el libretista, las notas de la composición.
De repente, en el absoluto silencio que prevalecía en aquellos momentos, la dulce vocecita de Yasmin empezó a cantar «Un bel di vedremo». El efecto no hubiera podido ser más pasmoso. En aquel lugar, en medio de aquella atmósfera, en medio de la oscura noche y junto al lago iluminado levemente por la luz de la ventana de Puccini, me sentí indescriptiblemente emocionado. Vi que el compositor se quedaba helado. Tenía la pluma en la mano, apoyada contra el papel, la mano se detuvo y todo su cuerpo se quedó paralizado mientras oía la voz que sonaba junto a su ventana. No se volvió a mirar. Creo que no se atrevía a hacerlo, por temor a romper el hechizo de aquellos instantes. Junto a su ventana, una joven doncella estaba cantando una de sus arias favoritas con una vocecita transparente y de timbre perfecto, sin fallar una sola nota. El rostro de Puccini no modificó su expresión ni por un instante. Mientras sonaba el aria no se movió en lo más mínimo. Era un momento mágico. Luego, Yasmin terminó el aria. Durante unos segundos más, Puccini permaneció sentado ante el piano. Parecía estar esperando que el concierto continuase, o que desde el exterior llegara alguna nueva señal. Pero Yasmin no se movió ni dijo tampoco nada. Permaneció simplemente ante la ventana, con el rostro vuelto hacia el interior de la casa, en espera de que Puccini se le acercara.
Y así acabó haciéndolo. Vi que dejaba a un lado la pluma y que se levantaba lentamente. Se acercó a la ventana. Por fin vio a Yasmin. Ya he hablado muchas veces de su deslumbrante belleza, pero la visión de su figura tan quieta en medio de la noche debió producirle a Puccini una maravillosa conmoción. El compositor se quedó mirándola atónito. Tragó saliva. ¿Era un sueño? Entonces Yasmin le sonrió y así se rompió el hechizo. Vi cómo Puccini salía del trance en el que estaba sumido y le oí decir: «Dio mio come bello!» Entonces saltó al jardín y entrelazó a Yasmin con un fuerte abrazo.
Esto, pensé, es más lógico. Así es el verdadero Puccini. Yasmin no tardó en reaccionar. Luego le oí a él susurrarle en italiano —estoy seguro de que ella no le entendió:
—Tenemos que entrar. Si el piano deja de sonar durante mucho tiempo, mi esposa se despertará y sospechará.
Lo dijo sonriendo y mostrando unos bellos dientes muy blancos. Luego tomó en sus brazos a Yasmin, la depositó al otro lado de la ventana, y saltó él también.
No soy un voyeur. Estuve mirando las bufonadas que hacía A. R. Woresley con Yasmin por motivos exclusivamente profesionales, pero no tenía intención de espiar por la ventana a Yasmin y Puccini. El acto de la copulación es como el de hurgarse la nariz. Está muy bien cuando es uno mismo quien lo hace, pero para el espectador es un acto singularmente carente de atractivos. Me alejé. Trepé por la escalera, me dejé caer al otro lado de la verja y me fui a dar un paseo al borde del lago. Estuve caminando alrededor de una hora. Cuando regresé junto a la escalera no había ni rastro de Yasmin. Cuando ya habían transcurrido tres horas, volví a entrar en el jardín para investigar qué ocurría.
Estaba reptando cautelosamente entre las plantas cuando de repente oí unos pasos en el sendero engravillado y aparecieron Puccini y Yasmin cogidos del brazo. Cruzaron a mi lado, apenas a un par de metros del lugar donde me encontraba. Le oí a él decirle en italiano:
—Un caballero no puede permitir que una dama regrese caminando a Lucca sin compañía a estas horas de la noche.
¿Iba a acompañarla al hotel? Les seguí para ver a dónde se dirigían. El automóvil de Puccini estaba aparcado en el paseo que había delante de la casa. Vi que el maestro ayudaba a Yasmin a sentarse en el asiento delantero, junto al del volante. Luego, tras un buen rato de ruidos de cerillas, consiguió encender las lámparas de acetileno. Dio vueltas a la manivela y el motor se puso traqueteante en marcha. Abrió las puertas de la verja del jardín y saltó a su puesto de conductor. Y, con el motor al máximo de su potencia, desaparecieron.
Corrí a mi automóvil y lo puse en marcha. Conduje a toda velocidad hacia Lucca pero no logré alcanzar a Puccini. De hecho, yo estaba todavía a mitad de camino cuando él se cruzó conmigo, pisando el acelerador a fondo en dirección a su residencia. Esta vez iba solo.
Encontré a Yasmin en el hotel.
—¿Conseguiste la mercancía?
—Claro —dijo ella.
—Dámela, deprisa.
Me la dio, y al amanecer ya había preparado cien dosis de una concentración magnífica. Mientras las estaba preparando, Yasmin bebía chianti sentada en un sillón y me informaba de lo ocurrido.
—Lo he pasado fantásticamente bien. Maravilloso. Ojalá fueran todos como él.
—Bien.
—No puedes imaginarte lo divertido que es —contó—. Nos hemos reído muchísimo. Y me ha cantado un fragmento de la nueva ópera en la que está trabajando.
—¿Te ha dicho cómo piensa titularla?
—Turio. Turidot. O algo así.
—¿No ha creado problemas la esposa?
—No ha dicho nada. Pero ha sido graciosísimo porque incluso cuando estábamos apasionadísimos en el sofá, tenía que estirar el brazo de vez en cuando para darle al piano. Para que ella creyera que seguía trabajando y no se imaginara que se estaba tirando a una chica.
—¿Crees que es un gran hombre?
—Grandioso. Estupendo. Encuéntrame a otro como él.
De Lucca nos fuimos hacia el norte, en dirección a Viena, y por el camino visitamos a Sergei Rachmaninov, al que encontramos en su encantadora casa situada a orillas del lago de Lucerna.
—Es gracioso —dijo Yasmin cuando regresó al coche después de una sesión evidentemente agitada con el gran músico—. Es gracioso, pero encuentro un enorme parecido entre Rachmaninov y Stravinsky.
—¿Quieres decir que tienen rasgos faciales parecidos?
—Todo lo tienen parecido. Los dos tienen el cuerpo pequeño y una cara grande y grumosa. Y sendas narizotas en forma de fresa. Y las manos bellísimas. Los pies pequeños. Y la verga gigantesca.
—¿Crees, por la experiencia que has obtenido hasta ahora, que los genios tienen la verga más grande que los hombres corrientes?
—Indudablemente —dijo—. Mucho más grande.
—Me lo temía.
—Y saben utilizarla mejor —añadió, remachando el clavo—. Son excelentes esgrimidores.
—No me lo creo.
—Es cierto, Oswald. Me extraña que lo dudes.
—Creo que olvidas que todos ellos habían tomado polvos de escarabajo vesicante.
—Los polvos ayudan. Naturalmente. Pero no se puede comparar el manejo de la espada de un gran hombre con el de un tipo corriente. Por eso estoy pasándomelo tan bien.
—¿Soy un tipo corriente?
—No seas envidioso. No todos podemos ser Rachmaninov o Puccini.
Me sentí profundamente ofendido. Yasmin me había pinchado en la parte más sensible. Anduve muy mohíno el resto del viaje hasta Viena, pero la visión de esta noble ciudad me devolvió pronto el buen humor.
Yasmin tuvo en Viena un divertidísimo encuentro con el doctor Sigmund Freud, en su consulta de la Berggasse 19, y creo que esta visita merece una breve descripción.
En primer lugar, Yasmin pidió una visita en regla, afirmando que tenía necesidad apremiante de tratamiento psiquiátrico. Le dijeron que tendría que esperar cuatro días. De modo que organicé las cosas de modo que pudiera estar ocupada entretanto. Antes, pues, de ver al doctor, fue a visitar al augusto señor Richard Strauss, que acababa de ser nombrado codirector de la ópera de Viena. Según Yasmin, era un hombre bastante pomposo. Pero no resultó un sujeto difícil, y conseguí preparar cincuenta dosis de su semen, todas de excelente calidad.
Le llegó luego el turno al doctor Freud. Para mí, este célebre psiquiatra debía ser clasificado entre los semibromistas, de modo que no vi ningún motivo que nos impidiera tratar de conseguir que ella se divirtiera un poco con él. Yasmin estuvo de acuerdo. Así que inventamos entre los dos una curiosa enfermedad psíquica que se suponía que ella debía padecer, y una vez hecho esto Yasmin se fue a la enorme casa de piedra gris situada en la Berggasse a las dos y media de una fría y soleada tarde de octubre.
—Es un pájaro bastante necio —me contó luego—. De aspecto muy severo y vestido con toda corrección, como un banquero o algo así.
—¿Habla inglés?
—Bastante bien, pero con un horroroso acento alemán. Me hizo sentar frente a su escritorio, y yo le ofrecí inmediatamente una trufa. La cogió y se la tomó cándidamente. ¿No es curioso que todos ellos se coman la trufa sin discutir?
—Creo que no es de extrañar. Es natural. Si una chica guapa me ofreciera una trufa, yo la aceptaría.
—Es un tipo lleno de pelos por todas partes —explicó Yasmin—. Lleva bigotes y una abundante barba puntiaguda que seguramente se recorta meticulosamente con tijeras delante de un espejo. Es una barba gris tirando a blanca. Pero la lleva muy bien recortada alrededor de la boca, de forma que parece un marco para sus labios. Unos labios muy notables, por cierto, y muy gruesos. Parecía que se hubiese puesto unos labios postizos de caucho encima de los suyos.
»“Veamos, Fräulein —dijo al principio, mientras terminaba de tomarse la trufa—. Hábleme de ese problema tan apremiante.”
»“¡Ay, doctor Freud, ojalá pueda ayudarme! —exclamé, poniéndome inmediatamente a actuar—. ¿Puedo hablarle con franqueza?”
»“Para eso ha venido —dijo—. Tiéndase, por favor, en ese sofá de ahí, y relájase.”
»De modo que me tendí en el maldito sofá, Oswald, y mientras me dejaba caer pensé que de todos modos tenía la ventaja de que estaría en un sitio bastante cómodo cuando empezaran los fuegos artificiales.
—Entiendo.
—De modo que le dije: «¡Doctor Freud! ¡Me ocurre una cosa terrible! ¡Una cosa terrible y escandalosa!»
»“¿De qué se trata?”, me preguntó. Evidentemente, le encantaba que le contasen cosas terribles y escandalosas.
»“No se lo va usted a creer —le dije—, pero, no sé por qué razón, no puedo estar delante de ningún hombre más de unos pocos minutos sin que de repente trate de violarme. ¡Se ponen todos como fieras salvajes! ¡Me rasgan la ropa! Me muestran su órgano…, ¿es ésta la palabra adecuada?”
»“Es tan buena como cualquier otra —dijo—. Prosiga, Fräulein.”
»“¡Todos saltan al punto sobre mí! —exclamé—. ¡Me tumban y me utilizan para conseguir placeres! Doctor Freud, ¡todos los hombres que he conocido me lo han hecho! ¡Tiene usted que ayudarme! ¡Me violan tanto que me van a matar!”
»“Querida señora —dijo él—, ésta es una fantasía muy común en determinados tipos de mujeres histéricas. A todas ellas les aterroriza la idea de tener relaciones físicas con los hombres. De hecho, ansian con todas sus fuerzas fornicar, copular y practicar toda clase de travesuras sexuales, pero les aterran las consecuencias. Y por eso fantasean. Imaginan que son violadas. Pero no les llega a ocurrir. Todas son vírgenes.”
»“¡No, no! —exclamé yo—. ¡Se equivoca usted, doctor Freud! ¡No soy virgen! ¡Soy la chica más violada del mundo!”
»“Eso son alucinaciones —dijo él—. Nadie la ha violado jamás. ¿Por qué no lo admite? Si lo hiciera, se sentiría en seguida mucho mejor.”
»“¿Cómo quiere que lo admita, si no es cierto? —exclamé—. ¡Hasta ahora, todos los hombres con los que me he encontrado me han violado! ¡Y estoy segura de que usted va a hacer lo mismo como me quede aquí mucho rato más, ya lo verá!”
»“No sea ridícula, Fräulein”, cortó él.
»“¡Me violará usted, me violará! —exclamé—. ¡Se portará usted tan mal como los demás, antes de que termine la sesión!”
»Cuando le dije esto, Oswald, el viejo buitre puso los ojos en blanco y me dirigió una sonrisa llena de arrogancia.
»“Fantasías. Todo esto no son más que fantasías.”
»“¿Por qué cree que usted tiene toda la razón, y que yo me equivoco completamente?», le pregunté.
»“Permítame explicárselo un poco más —dijo, recostándose en su silla y entrelazando las manos sobre su estómago—. En su inconsciente, mi querida Fräulein, usted cree que el órgano masculino es una ametralladora…”
»“¡Eso es exactamente, por lo que a mí respecta! —exclamé—. ¡Es un arma mortal!”
»“Exactamente —dijo él—. Ahora vamos por buen camino. Seguramente también cree usted que si un hombre la apunta con su metralleta, apretará el gatillo y la rociará de balas.”
»“No son balas —dije—. Es otra cosa.”
»“Y por eso huye usted. Rechaza a todos los hombres. Se esconde. Se pasa todas las noches sentada en solitario…”
»“No estoy sentada en solitario. Estoy con mi encantador doberman, Fritzy.”
»“¿Macho o hembra?”, interrumpió él.
»“Fritzy es macho.”
»“Peor que peor —dijo—. ¿Tiene usted relaciones sexuales con este doberman?”
»“No sea imbécil, doctor Freud. ¿Por quién me ha tomado?”
»“Usted huye de los hombres. Huye de los perros. Huye de todo lo que tiene un órgano…”
»“¡En mi vida había tenido que oír tamañas guarradas! —exclamé—. ¡Además, a mí no me asustan los órganos de nadie! ¡Y no creo que sean ametralladoras! ¡Lo que creo es que es un fastidio, eso es todo! ¡Ya estoy harta! ¡Ya me han violado bastante!”
»“¿Le gustan las zanahorias, Fräulein?”, me preguntó de repente.
»“¿Las zanahorias? —dije—. Santo Dios. No especialmente. Cuando las como suelo pedir que me las corten a cuadraditos. Las prefiero troceadas.”
»“¿Y qué me dice de los pepinos, Fräulein?”, me preguntó de sopetón.
»“No tienen casi sabor —respondí—. Como más me gustan es rebanaditos en salmuera.”
»“¡Ja, ja! —dijo mientras tomaba nota de todo esto en mi ficha—. Quizás le interese saber, Fräulein, que la zanahoria y el pepino son símbolos sexuales. Representan el falo masculino. ¡Y por lo que se ve, usted quiere trocearlo y rebanarlo y ponerlo en salmuera!”
»Te juro Oswald —me dijo Yasmin—, que tuve que hacer enormes esfuerzos para no partirme de risa allí mismo. Pensar que esos tipos se creen todas estas paparruchas…
—Él se las cree —dije.
—Ya lo sé. Siguió sentado allí, escribiéndolo todo. Y luego me dijo: «¿Qué otras cosas tiene que contarme, Fräulein?»
»“Puedo decirle qué es lo que yo creo que me pasa”, dije.
»“Hágalo, por favor.”
»“Creo que tengo dentro de mí una pequeña dinamo y que esta dinamo gira sin parar y produce unas poderosas descargas de electricidad sexual.”
»“Muy interesante —murmuró, sin dejar de garabatear—. Siga, por favor.”
»“Es una electricidad sexual de un voltaje tan elevado, que en cuanto un hombre se me acerca, la corriente salva el espacio que nos separa y le pone a mil.”
»“¿Puede explicarme qué quiere decir le pone a mil?”
»“Quiere decir que le excita. Que electriza sus partes. Se las pone al rojo vivo. Y entonces los hombres, cuando les pasa esto, se vuelven locos y saltan sobre mí. ¿No me cree, doctor Freud?”
»“Creo que es un caso grave —dijo el vejancón—. Harán falta muchas sesiones psicoanalíticas para devolverla a usted a la normalidad.”
»Bien, pues, durante todo este rato, Oswald —me dijo Yasmin—, yo iba vigilando el reloj. Y cuando ya habían transcurrido ocho minutos le dije: “Por favor, doctor Freud, no me viole. Tendría usted que estar por encima de estas cosas.”
»“No sea ridícula, Fräulein. Ya está alucinando otra vez.”
»“No se olvide de mi electricidad —exclamé—. Ya verá cómo acaba poniéndose usted a mil. Ya verá cómo la corriente saltará de mí hacia usted y le electrizará las partes. ¡Se le pondrá la verga al rojo vivo! ¡Me rasgará la ropa! ¡Me violará!”
»“¡Deje inmediatamente de gritar como una histérica!”, dijo secamente. Se puso en pie y se acercó al sofá en el que yo seguía tendida.
»“Aquí estoy —dijo abriendo los brazos—. ¿Verdad que no le hago ningún daño? ¿Verdad que no intento aprovecharme de usted?”
»Y justo en ese momento, Oswald —me dijo Yasmin—, los polvos hicieron su efecto repentinamente y la cosita se le despertó y se le puso tan tiesa que parecía que llevara un bastón metido en los pantalones.
—Calculaste el tiempo de maravilla —dije.
—La verdad es que no estuvo mal, ¿eh? Entonces extendí el brazo y señalé con un dedo acusador hacia allí, gritando: «¡Lo ve! ¡Ya le empieza a ocurrir, viejo fauno! ¡Mi electricidad le ha excitado! ¿Me cree ahora, doctor Freud? ¿Cree ahora lo que le decía?»
»Hubieras tenido que ver la cara que puso, Oswald. De verdad, hubieras tenido que verla. Los polvos de escarabajo vesicante le atacaban ahora con toda su fuerza, en sus ojos asomaba el destello del deseo sexual más alocado y empezaba a agitar los brazos como un cuervo viejo a punto de volar. Pero tengo que admitir que no saltó inmediatamente sobre mí. Estuvo aguantando al menos un minuto entero, mientras trataba de averiguar qué le estaba ocurriendo. Bajó la vista hacia sus pantalones. Luego levantó los ojos hacia mí. Y se puso a murmurar: “¡Es increíble…! ¡Asombroso…! ¡No puedo creerlo! Tengo que tomar notas… Tengo que registrar cada uno de los momentos. ¿Dónde tengo la pluma, Dios mío? ¿Dónde está la tinta? ¿Dónde está el papel? ¡Al infierno el papel! ¡Quítese la ropa, Fräulein, por favor! ¡Ya no puedo esperar un segundo más!”
—Seguro que sufrió una tremenda perturbación —dije.
—Se quedó helado —asintió Yasmin—. Aquello echaba por tierra una de sus teorías más famosas.
—¿Le clavaste el alfilerazo?
—Naturalmente que no. En realidad actuó con la mayor decencia posible. En cuanto tuvo su primera explosión, y a pesar de que los polvos seguían azuzándole con gran intensidad, se alejó de un salto, corrió a su escritorio en pelota viva, y se puso a tomar notas. Debe tener una tremenda fuerza de voluntad. Y una gran curiosidad intelectual. Pero lo que le ocurrió le dejó absolutamente confundido y desconcertado.
«¿Me cree ahora, doctor Freud?», le pregunté.
»“¡Tengo que creerla! —exclamó—. ¡Con su electricidad sexual ha abierto usted un campo de investigación completamente nuevo! ¡Este será un caso que hará historia! Tengo que verla otro día, Fräulein.”
»“No. Sé que saltará usted sobre mí. Será incapaz de controlarse.”
»“Ya lo sé —dijo sonriendo por vez primera—. Ya lo sé, Fräulein, ya lo sé.”
Conseguí cincuenta dosis de primera categoría con el semen del doctor Freud.