Al llegar a este punto de mi relato, justo cuando me disponía a narrar nuestra expedición a Suiza, abandoné la pluma y vacilé. ¿No estaba escribiendo un relato rutinario? ¿No empezaba a repetirme? Durante los doce meses siguientes Yasmin conocería a un buen montón de personas fascinantes, de eso no cabía la menor duda. Pero casi en todos los casos (habría naturalmente alguna que otra excepción) los hechos serían más o menos los mismos. Les daría los polvos de escarabajo, seguiría el cataclismo inevitable, la huida con el botín y todo lo demás, y pensé que esto, por muy interesantes que fueran los sujetos, acabaría siendo aburrido para el lector. Nada me hubiese resultado más fácil que describir detalladamente cómo nos encontramos a Nijinski en un sendero de los bosques de abetos junto a su casa, tal como efectivamente ocurrió, y cómo se puso a perseguir a Yasmin por el oscuro bosque, saltando de una piedra a la siguiente, y elevándose tanto que más que saltar parecía estar volando. Pero si hacía esta descripción me obligaba asimismo a relatar el encuentro con James Joyce, en París, con su traje azul oscuro de estameña, sombrero de fieltro negro, calzado con zapatillas de tenis viejas, retorciendo las ramitas de un fresno y diciendo obscenidades. Después de Joyce, les llegaría el turno a Bonnard y Braque y luego al corto viaje de vuelta a Cambridge para descargar nuestros preciosos restos en el Hogar del Semen. Fue francamente una estancia muy breve porque Yasmin y yo le habíamos cogido el ritmo a la cosa y queríamos seguir hasta el final.
A. R. Woresley se mostró enloquecidamente excitado cuando le mostré nuestro botín. Ya teníamos al rey Alfonso, Renoir, Monet, Matisse, Proust, Stravinsky, Nijinski, Joyce, Bonnard y Braque.
—Ha aprendido a congelar magníficamente bien —me dijo mientras pasaba cuidadosamente las bandejas con sus etiquetas de mi maleta congelador al gran congelador de nuestras oficinas centrales—. Seguid, muchachos —nos alentó frotándose las manos como un tendero de ultramarinos—. Seguid así.
Y seguimos así. Estábamos a comienzos de octubre, y bajamos al sur, a Italia, en pos de D. H. Lawrence. Le encontramos instalado en el Palazzo Ferraro de Capri, con Frieda, y en esta ocasión tuve que distraer a la obesa Frieda llevándola a pasear durante un par de horas por las rocas mientras Yasmin se iba a trabajar con Lawrence. En el caso de Lawrence sufrimos una leve conmoción. Cuando corrí con su semen de vuelta al hotel de Capri donde nos habíamos instalado y lo examiné bajo el microscopio, comprobé que todos los espermatozoides estaban completamente muertos. Allí no había ningún tipo de movimiento.
—Cristo —le dije a Yasmin—. Este tipo es estéril.
—Pues no se comportó como si lo fuera —dijo Yasmin—. Parecía un macho cabrío. Un macho cabrío que estuviera cachondo.
—Tendremos que tacharle de la lista.
—¿Quién es el siguiente? —preguntó ella.
—Giacomo Puccini.