Bajamos y nos fuimos hacia el automóvil. Conduje hasta la Rue Laurent-Pichet y lo detuve unos veinte metros antes de llegar al número ocho, en la acera de enfrente.
—Adiós —le dije— y buena suerte. Le encontrarás en el segundo piso.
Yasmin bajó del coche.
—El plátano resulta un poco incómodo —dijo Yasmin.
—Ahora ya sabes en qué consiste ser un hombre —dije.
Yasmin dio media vuelta y se fue hacia la casa con las manos en los bolsillos de los pantalones. Vi que probaba de empujar la puerta, que cedió abriéndose directamente, debido con toda probabilidad a que el edificio estaba dividido en varios apartamentos. Yasmin entró.
Me acomodé en el automóvil para esperar el resultado. Yo, el general, había hecho todo cuanto podía para preparar la batalla. Lo demás quedaba en manos de Yasmin, el soldado. Iba bien armada. Llevaba una dosis doble —según habíamos decidido finalmente— de polvos de escarabajo vesicante, y un largo alfiler en cuya afilada punta quedaban todavía restos de sangre real española, pues Yasmin se había negado a limpiarlos.
Era una tarde nublada y calurosa de agosto. Mi Citroën Torpedo estaba descapotado. Mi asiento era cómodo, pero estaba demasiado nervioso para concentrarme en la lectura. Tenía ante mí una buena vista de la casa, y fijé mis ojos en ella con cierta fascinación. Veía las anchas ventanas del segundo piso, el de monsieur Proust, pero aunque las cortinas de terciopelo verde estaban abiertas no podía ver el interior. Yasmin estaba ahora allí arriba, probablemente en esa misma habitación, y estaría diciendo, de acuerdo con las meticulosas instrucciones que yo le había dado, «Perdóneme usted, monsieur, pero estoy enamorado de su obra. He venido desde Inglaterra simplemente para rendir homenaje a su grandeza. Acepte por favor esta caja de trufas…, son deliciosas… ¿Le importa que coja una? Tome, ésta para usted…»
Esperé veinte minutos. Treinta minutos. Miraba el reloj. Teniendo en cuenta la escasa simpatía que Yasmin había mostrado por «ese marica», como ella le había llamado, supuse que no habría tête à tête ni agradable conversación al terminar, a diferencia de lo ocurrido con Renoir y Monet. La visita a Proust, reflexioné, tenía que ser breve, y posiblemente bastante dolorosa para el gran escritor.
Acerté en lo breve. Treinta y tres minutos después de que Yasmin entrase, vi que se abría la gran puerta negra del edificio, y ella salía a la calle.
Mientras caminaba en dirección hacia mí, busqué en su vestido huellas de violento desorden. Pero no encontré ninguna. El sombrero color tabaco seguía dispuesto sobre su cabeza con la misma pícara inclinación que cuando entró, y en conjunto tenía un aspecto tan aseado y elegante al salir como media hora antes.
¿El mismo aspecto? ¿No caminaba con cierta exagerada parsimonia? Sí, ciertamente. ¿No mostraba cierta tendencia a desplazar sus espléndidos muslos con muchas precauciones? Sí, indiscutiblemente. Caminaba, de hecho, como una persona que acabase de desmontar de una bicicleta después de haber realizado un largo trayecto sobre un sillín incómodo.
Estas pequeñas observaciones me tranquilizaron. Eran la prueba, sin duda, de que mi galante soldado había participado en un encarnizado combate.
—Muy bien —le dije cuando subió al auto.
—¿Por qué crees que he tenido éxito?
Nuestra Yasmin tenía mucho aplomo.
—No me dirás que ha salido mal.
No respondió. Se instaló en el asiento y cerró la puerta.
—Necesito saberlo, Yasmin, porque si traes el botín tengo que regresar rápidamente y disponerme a congelarlo en seguida.
Lo traía. Claro que lo traía. Regresé rápidamente al hotel y preparé cincuenta dosis excepcionales. Cada una de ellas, de acuerdo con el recuento realizado bajo el microscopio, contenía al menos setenta y cinco millones de espermatozoides. Sé que eran dosis muy potentes porque en este momento, cuando escribo estas palabras diecinueve años después del acontecimiento, puedo asegurar positivamente que andan corriendo por Francia catorce niños que llevan la sangre de Proust en sus venas. Sólo yo sé quiénes son. Estos asuntos son secretísimos. Secretos que guardamos yo y las respectivas madres. Los esposos no están enterados. Es un secreto de la madre. Pero tendrían que ver ustedes a esas bobas, ricas y ambiciosas madres apasionadas por la literatura. Cada una de ellas, al contemplar orgullosamente a su proustiano hijo, se dice a sí misma que ha dado a luz a un niño que con casi absoluta seguridad será un gran escritor. Bien, pues esa madre se equivoca. Todas esas madres se equivocan. No hay prueba alguna de que los grandes escritores engendren grandes escritores. De vez en cuando engendran escritores de poca monta, pero de ahí no pasan.
Existe, creo, una proporción algo mayor de pruebas que confirman que los grandes pintores engendran a veces grandes pintores. Por ejemplo, Teniers, Brueghel, Tiépolo e incluso Pissarro. Y entre los músicos, el maravilloso Johan Sebastian era tan absolutamente genial que le resultó imposible no transmitir parte de esa genialidad a sus hijos. Pero entre los escritores no ocurre lo mismo. Los grandes escritores suelen brotar casi siempre de tierras pedregosas, y son hijos de mineros, matarifes o maestros pobres. Pero esta sencilla evidencia no impedía a cierto número de damas ricas y ávidas de snobismo literario que desearan un hijo del brillante monsieur Proust, o del extraordinario mister James Joyce. Mi objetivo, de todos modos, no era propagar la genialidad sino ganar dinero.
Cuando terminé de preparar las cincuenta dosis de semen de Proust y de sumergirlas sanas y salvas en nitrógeno líquido, ya eran casi las nueve de la noche. Yasmin se había bañado y cambiado de ropa, y, vestida ahora con un magnífico atuendo femenino, la llevé a Maxims para celebrar nuestro éxito con una cena espléndida. Todavía no me había contado lo ocurrido.
Mi diario a partir de esa fecha me informa de que los dos empezamos esa cena con una docena de escargots. Era en pleno agosto y como empezaban a llegar a Escocia y Yorkshire los primeros gallos de monte, pedimos uno para cada uno, e indiqué al maître que nos los sirvieran muy crudos. El vino sería una botella de Volnay, uno de mis borgoñas favoritos.
—Bien —dije después de pedir todo esto—. Cuéntamelo todo.
—¿Quieres que te lo cuente golpe por golpe?
—Hasta el menor detalle.
Había en la mesa una bandejita con rábanos y Yasmin se metió uno en la boca y se puso a masticarlo.
—Había un timbre en la puerta —dijo al terminar—, de modo que llamé. Céleste abrió la puerta y me lanzó una mirada asesina. Hubieras debido ver a Céleste, Oswald. Es muy flaca, tiene la nariz afilada, los labios delgados como la hoja de un cuchillo y dos ojitos pequeños y castaños que me miraron de pies a cabeza llenos de antipatía. “¿Qué desea?”, dijo secamente, y yo recité lo de que acababa de llegar de Inglaterra para entregarle un regalo al gran escritor que adoraba. “Monsieur Proust está trabajando”, dijo Céleste, y trató de cerrar la puerta. Yo metí el pie, la abrí le golpe y entré. “No he recorrido toda esa distancia para que me cierren la puerta en las narices”, dije. “Tenga la amabilidad de informar al señor de que he venido a verle.”
—Bien hecho —le dije.
—Tenía que acobardarla, no había otra solución. Céleste me dirigió otra mirada asesina. “¿Su nombre?”, me preguntó. “Anuncie a mister Bottomley”, respondí, “de Londres”. El nombre me gustó bastante.
—Muy adecuado [7] —dije—. ¿Te anunció la criada?
—Desde luego. Y salió al vestíbulo el gracioso y diminuto sodomita de ojos saltones, todavía con la pluma en la mano.
—¿Qué ocurrió entonces?
—Yo me lancé inmediatamente a pronunciar el pequeño discurso que me habías enseñado, empezando por lo de “Perdóneme usted, monsieur…”, pero apenas había pronunciado media docena de palabras cuando él levantó la mano y exclamó: “¡Basta! ¡Ya le he perdonado!” Me miraba con ojos desorbitados, como si yo fuese el muchacho más guapo y deseable y picante que hubiese visto en su vida, y apuesto lo que quieras a que así era.
—¿Te habló en inglés o en francés?
—Mitad y mitad. Habla inglés bastante bien, más o menos como yo el francés, de modo que no importaba.
—¿Y se ha enamorado de ti al instante?
—No podía quitarme los ojos de encima. “No la necesitaré más, Céleste, Gracias”, dijo relamiéndose los labios. Pero a Céleste no le gustó el asunto. Seguía enfurruñada. Olía el lío.
»“Puede irse, Céleste”, dijo monsieur Proust, elevando el tono de su voz.
»Pero ella insistía en quedarse. “¿No desea usted nada más, monsieur Proust?”
»“Deseo que me deje solo”, cortó él, y ella salió indignada caminando con grandes zancadas.
»“Hágame el favor de sentarse, monsieur Bottomley —dijo—. ¿Quiere dejarme su sombrero? Le pido mil perdones por la actitud de mi criada. Es exageradamente protectora.”
»“¿De qué le protege, señor?”
»Él me sonrió, mostrándome una horrible dentadura, llena de huecos. “De usted”, dijo suavemente.
»¡Canastos!, pensé, van a invitarme de un momento a otro. En ese momento, Oswald, pensé que lo mejor sería no darle polvos de escarabajo vesicante. Aquel hombre ya estaba babeando de lujuria.
Si me hubiese agachado aunque sólo hubiese sido un instante para atarme los cordones de los zapatos, se hubiera arrojado sobre mí.
—Pero se los diste, ¿no?
—Se los di —dijo Yasmin—. Le di la trufa.
—¿Por qué?
—Porque en cierto sentido es más fácil manipularlos cuando están sometidos a la influencia de los polvos. Entonces no saben demasiado bien lo que hacen.
—¿Funcionó bien la trufa?
—Siempre funciona bien —dijo—. Pero esta vez era una dosis doble, así que funcionó mejor.
—¿Mucho mejor?
—Los sodomitas son diferentes —dijo ella.
—No lo dudo.
—Verás, cuando un hombre corriente queda enloquecido por el escarabajo vesicante, lo único que quiere es violar a la mujer allí mismo. Pero cuando el que se queda enloquecido por los polvos es un homosexual, lo primero que piensa no es en ponerse a sodomizarte allí mismo. Primero lanza violentos ataques, tratando de agarrarte la verga.
—Una situación algo difícil para ti.
—Y que lo digas —dijo Yasmin—. Sabía que si le dejaba acercarse lo suficiente como para cogerme, todo lo que iba a encontrar era un plátano hecho papilla.
—¿Qué hiciste entonces?
—Me dediqué a saltar para ponerme fuera de su alcance. Y al final, naturalmente, aquello se convirtió en una persecución. Él corría detrás de mí por toda la habitación, tirando todo lo que encontraba a su paso.
—Muy agotador.
—Sí, y encima, a mitad de la cacería se abrió la puerta y apareció la desagradable criada que dijo: “Monsieur Proust, este ejercicio es muy malo para su asma.”
»“¡Largo de aquí! —chilló él—. ¡Lárgate de aquí, so bruja!”
—Imagino que ella está bastante acostumbrada a estas cosas —dije.
—Estoy segura de que lo está —dijo Yasmin—. Fuera como fuese, en medio de la habitación había una mesa tan larga que en seguida comprendí que mientras no me apartase de ella jamás podría alcanzarme. Lo malo era que a él parecía divertirle mucho esta parte del asunto, y en seguida pensé que esta persecución por todo el cuarto debía ser una primera fase esencial para esta clase de tipos.
—Algo así como un precalentamiento.
—Exacto —dijo ella—. Y mientras dábamos vueltas y más vueltas a la mesa, él no dejaba de decirme cosas.
—¿Qué clase de cosas?
—Guarradas —dijo ella—. No vale la pena repetirlas. Por cierto que lo del plátano bajo los pantalones fue un error.
—¿Por qué?
—Abultaba demasiado —dijo—. Él se fijó en seguida. Y mientras me perseguía alrededor de la mesa, iba señalándolo y cantándole alabanzas. Yo ansiaba decirle que no era más que un estúpido plátano de un frutero del Hotel Ritz, pero no podía hacerlo. El plátano le ponía ciego, y a cada segundo eran más fuertes los efectos del escarabajo vesicante. Y de repente comprendí que tenía que resolver además otro grave problema. ¿Cómo diablos iba a poder colocarle el artilugio de caucho antes de que saltase sobre mí? Me parece que no hubiera colado decirle que se trataba de una precaución imprescindible, ¿no te parece?
—Cierto.
—Quiero decir que, al fin y al cabo, ¿qué razón podía darle para tratar de explicar simplemente el hecho de que lo llevara en el bolsillo?
—Difícil —convine con ella—. Un asunto francamente difícil. ¿Cómo lo resolviste?
—Al final le dije: “Monsieur Proust, ¿me desea?”
»“¡Sí!”, chilló él. “¡Le deseo más que a nadie en mi vida! ¡Deje de escapar!”
»“Todavía no —le dije—. Antes tiene que ponerse esta cosa tan graciosa, para que no se le enfríe.” Me lo saqué del bolsillo y se lo lancé por encima de la mesa. Él dejó de perseguirme y se quedó mirándolo. Dudo que hubiese visto ninguno antes. “¿Qué es esto?”, preguntó.
»“Es un cosquilleador —le respondí—. Uno de nuestros famosos cosquilleadores. Un invento de míster Oscar Wilde.”
»“¡Oscar Wilde! —exclamó—. ¡Gran tipo!”
»“Sí, y además fue el inventor de este aparato —dije—, con ayuda de Lord Alfred Douglas.”
»“¡Lord Alfred también era un muchacho excelente!”, exclamó.
»“El rey Eduardo VII —dije, remachando el clavo—, llevaba conmigo un cosquilleador, a donde quiera que fuese.”
»“¡El rey Eduardo VII! —exclamó—. ¡Dios mío!” Cogió el pequeño artilugio que se encontraba todavía sobre la mesa. “Entonces, ¿va bien?”
»“Duplica el placer —dije—. Póngaselo rápidamente, sea buen chico. Estoy impacientándome.”
»“Ayúdeme”.
»“No —contesté—. Hágalo usted mismo.” Y mientras él trataba de colocárselo, yo…, bueno…, tenía que asegurarme que no viera ni el plátano ni todo lo demás, ¿no crees? Y sin embargo sabía que había llegado el temido momento en el que iba a tener que bajarme los pantalones…
—Ahí sí que había riesgo…
—Era inevitable, Oswald. De modo que mientras él manipulaba el gran invento de Oscar Wilde, le di la espalda, me bajé los pantalones y adopté la posición que imaginaba sería la correcta, doblándome sobre el respaldo del sofá…
—Dios mío, Yasmin, no me dirás que pensabas permitirle que…
—Desde luego que no —replicó Yasmin—, pero tenía que esconder el plátano e impedirle que lo alcanzara.
—Ya, pero, ¿saltó sobre ti?
—Se lanzó sobre mí como un ariete.
—¿Y cómo lograste escabullirte?
—No me escabullí —contestó ella sonriendo—. Ahí está la cuestión.
—No te sigo —dije—. Si se lanzó sobre ti como un ariete y no lograste escabullirte, quiere decir que te metió el espolón.
—No me metió el espolón de la manera que tú imaginas. Verás, Oswald, yo recordé una cosa. Recordé lo que me contaste que ocurrió con el toro de A. R. Woresley y su hermano. Recordé que ellos dos engañaron al toro haciéndole creer que había metido la verga en un sitio, cuando en realidad la tenía en otro. Recordé que A. R. Woresley había agarrado la verga del toro y la había desviado hacia otro receptáculo.
—¿Fue esto lo que hiciste esta tarde?
—Sí.
—Pero, naturalmente, no la metiste en una bolsa, como hizo A. R. Woresley, ¿verdad?
—No seas necio, Oswald. No me ha hecho falta ninguna bolsa.
—No, claro… No la necesitabas. Ahora entiendo lo que quieres decir… Pero, ¿no era un poco difícil de hacer? Me refiero a que, encontrándote tú de espaldas…, y como él arremetía contra ti como un ariete… ¿Habrás tenido que actuar con muchísima rapidez, no?
—He sido rápida. La he atrapado en el aire.
—¿Y él no se ha dado cuenta?
—Tanto como el toro —dijo Yasmin—. Menos incluso. Y te diré por qué.
—¿Por qué?
—En primer lugar, él estaba enloquecido por los polvos de escarabajo, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
—Y gruñía y roncaba y agitaba los brazos, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
—Y llevaba la cabeza alta, como el toro, ¿de acuerdo?
—Es probable, sí.
—Y, lo más importante, él estaba seguro de que yo era un hombre. Pensaba que se estaba tirando a un hombre, ¿de acuerdo?
—Claro.
—Y tenía la verga en buen sitio. Se lo estaba pasando bien, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
—De modo que para él, sólo podía haberla metido en un sitio. ¿Acaso tienen los hombres algún otro sitio donde metérsela?
Me quedé mirándola boquiabierto de admiración.
—Por fuerza tenía que confundirle.
Y, tras decir esto, Yasmin sacó un caracol de su concha imprimiéndole un movimiento de torsión y se lo llevó a la boca.
—Brillante —dije—. Indiscutiblemente brillante.
—Yo también me he sentido muy satisfecha.
—Es el mayor engaño de la historia. Insuperable.
—Gracias, Oswald.
—Solamente hay una cosa que no acabo de comprender.
—¿Cuál?
—¿Acaso no apuntó bien cuando se acercó a ti cargando como un ariete?
—Sólo en cierto modo.
—Pero, tiene fama de gozar de gran puntería. Tiene mucha experiencia.
—Mi querido espantajo —dijo Yasmin—, parece que no te acaba de entrar en la cabeza la idea de cómo se ponen los hombres cuando han tomado una dosis doble.
Desde luego que me entra, me dije. Yo me encontraba detrás de los archivadores cuando A. R. Woresley tomó su dosis doble.
—No —dije—. No me cabe en la cabeza. ¿Cómo se ponen los hombres cuando toman una dosis doble?
—Se desbocan. No saben, literalmente, lo que se hacen. Hubiera podido perfectamente introducírsela en una jarra de cebolletas en salmuera y tampoco se hubiese enterado de la diferencia.
Al cabo de los años he descubierto una verdad sorprendente pero simple acerca de las jovencitas: cuanto más bonitos son sus rostros, más delicados son sus pensamientos. Yasmin no era una excepción. Allí estaba ahora, sentada al otro lado de la mesa de Maxims, con un maravilloso vestido de Fortuny y con el mismísimo aspecto que debía tener la reina Semíramis en el trono de Egipto, y diciendo groserías sin parar.
—No dices más que groserías —le dije.
—Soy una grosera —afirmó sonriente.
Llegó el Volnay y lo probé. Un vino maravilloso. Mi padre solía decir que no se debe jamás prescindir de un Volnay de una buena bodega si lo veías en una carta.
—¿Cómo lograste salir tan rápidamente? —le pregunté a Yasmin.
—Es un tipo bastante bruto y parece que tenga el cuerpo lleno de pinchos. Me daba la misma sensación que si se me hubiera subido encima una langosta gigante.
—Una experiencia brutal.
—Horrible. Llevaba una gruesa cadena de oro en el chaleco que se me clavaba continuamente contra mi espalda. Y un reloj enorme en el bolsillo del chaleco.
—Estas cosas no pueden hacerle ningún bien al reloj.
—No —dijo ella—. Lo oí crujir.
—Sí, bueno…
—Este vino es fantástico, Oswald.
—Ya lo sé. Pero, ¿cómo lograste salir de allí tan deprisa?
—Eso será un problema cuando les demos los polvos a los jóvenes —dijo—. ¿Cuántos años tiene este tipo?
—Cuarenta y ocho.
—Está en la plenitud de la vida. No es lo mismo cuando ya han cumplido los setenta y seis. A esta edad, aun con los polvos de escarabajo vesicante en el cuerpo, se les acaban las fuerzas en seguida.
—¿Y a monsieur Proust no?
—¡Santo Cielo, qué va! Era el movimiento perpetuo. Una langosta mecánica.
—¿Qué hiciste?
—¿Qué podía hacer? O él o yo, me dije. De modo que en cuanto le llegó la explosión y entregó la mercancía, metí la mano en el bolsillo de mi chaqueta y saqué el alfiler.
—¿Se lo clavaste?
—Sí, pero no olvides que esta vez tenía que estirar el brazo hacia atrás, y no era tan fácil. Es difícil golpear con fuerza.
—Me lo figuro.
—Por suerte, mi mejor golpe siempre ha sido el revés.
—¿Jugando a tenis?
—Sí —dijo Yasmin.
—¿Le acertaste a la primera?
—Di justo al lado de la línea de saque. Y se lo hundí más que al rey de España. Un golpe fatal.
—¿Protestó?
—¡Oh, Dios mío! Se puso a gritar como un cerdo. Y empezó a bailar por toda la habitación soltando gritos de dolor, agarrándose el trasero y chillando: «¡Céleste! ¡Céleste! ¡Corra! ¡Corra a buscar un médico! ¡Me han apuñalado!» Seguramente la criada estaba espiando por el ojo de la cerradura porque entró súbitamente y corrió hacia él preguntándole: «¿Dónde? ¿Dónde? ¡Déjeme ver!»
Y mientras ella le examinaba la espalda, le arranqué la importantísima bolsita de caucho y salí volando de la habitación subiéndome de paso los pantalones por el camino.
—Bravo —dije—. Qué triunfo.
—Y muy divertido además —subrayó Yasmin—. He disfrutado mucho.
—Sueles hacerlo.
—Deliciosos caracoles. Grandes, magníficos y jugosos.
—En la granja de caracoles los ponen en serrín durante dos días antes de ponerlos a la venta —le expliqué.
—¿Por qué?
—Para que los caracoles se purguen ellos mismos. ¿En qué momento conseguiste que te firmara la hoja de papel? ¿Justo al principio?
—Al principio, sí. Siempre lo hago al principio.
—¿Y por qué ponía Boulevard Haussmann en lugar de Rué Laurent-Pichet?
—Eso mismo le pregunté yo —dijo—. Me contó que antes vivía en esa calle. Acaba de mudarse.
—Entonces, todo está conforme.
Se llevaron las conchas de caracol vacías y poco después nos trajeron los lagópodos. Me refiero a los lagópodos escoceses. Es decir que eran gallos de monte, pero no gallos lira (la especie en la que el macho es negro y la hembra gris) ni los urogallos ni las perdices nivales.[8] Estos últimos también son sabrosos, sobre todo la perdiz nival, pero no hay nada como el lagópodo escocés. Y, en el supuesto naturalmente de que hayan sido cazados esa misma temporada, no hay carne más sabrosa ni más tierna que la de los lagópodos. La veda se abre el doce de agosto, y cada año espero ansiosamente esa fecha, y con mucha mayor impaciencia que la del primero de septiembre, que es cuando empiezan a llegar las ostras de Colchester y Whitstable. Al igual que un buen solomillo, los lagópodos escoceses hay que cocinarlos lo menos posible, de modo que la sangre quede de una tonalidad escarlata ligeramente oscura, y en Maxims no les gustaría que los pidieses de ninguna otra forma.
Comimos nuestros lagópodos lentamente, cortando cada vez un delgado filete de pechuga, dejándolo fundirse en la lengua y tomando un sorbo de fragante Volnay a continuación.
—¿Quién es el siguiente de la lista? —me preguntó Yasmin.
Era una cuestión sobre la que yo había estado reflexionando por mi cuenta; y ahora le dije:
—El siguiente iba a ser mister James Joyce, pero quizás, para cambiar un poco de aires, sería mejor que antes hiciéramos una pequeña excursión a Suiza.
—Me encantaría —dijo Yasmin—. ¿Y quién hay en Suiza?
—Nijinski.
—Yo creía que estaba aquí, con Diaghilev.
—Ojalá fuera así. Pero parece que está un poco chiflado últimamente. Cree que se ha casado con Dios, y anda por ahí con una gran cruz de oro colgándole del cuello.
—¡Qué mala suerte! —dijo Yasmin—. ¿Significa quizá que nunca más volverá a bailar?
—Nadie lo sabe. He oído contar que hace sólo unas semanas bailó en un hotel de St. Moritz. Pero sólo para divertirse, para entretener a los demás huéspedes.
—¿Vive en un hotel?
—No. En una casa, justo encima de St. Moritz.
—¿Solo?
—Desgraciadamente no. Vive con su esposa y su hijo y con un montón de criados. Es rico. Ha ganado sumas fabulosas. Sé que Diaghilev le pagó veinticinco mil francos por cada actuación.
—Santo Dios. ¿Le has visto bailar alguna vez?
—Solamente una —dije—. El año que estalló la guerra, mil novecientos catorce, en el Palace Theatre de Londres. Bailó Les Sylphides. Fue pasmoso. Bailaba como un dios.
—Me entusiasma la idea de conocerle —dijo Yasmin—. ¿Cuándo nos vamos?
—Mañana. No podemos perder tiempo.