Mi depósito portátil de nitrógeno líquido empezaba a estar bastante lleno. Teníamos ya del rey Alfonso, de Renoir, de Monet, de Stravinsky y de Matisse. Pero todavía cabían más. Las dosis eran de un cuarto de centímetro cúbico de fluido y los recipientes en los que las colocábamos eran apenas más gruesos que el palo de una cerilla, y la mitad de esa longitud. Cincuenta de estos reducidos recipientes bien colocados en una bandeja metálica ocupaban poquísimo espacio. Decidí que en este viaje debíamos conseguir tres bandejas más, y le dije a Yasmin que visitaríamos a Marcel Proust, Maurice Ravel y James Joyce. Todos ellos vivían en la zona de París.
Si he dado la impresión de que Yasmin y yo hacíamos estas visitas en días más o menos consecutivos, se trata de una impresión equivocada. De hecho actuábamos lenta y cautelosamente. Generalmente dejábamos transcurrir una semana entre una visita y la siguiente. Esto me daba tiempo para investigar a fondo las costumbres de la siguiente víctima antes de caer sobre ella. Nunca nos limitábamos a ir en coche hasta una casa, llamar al timbre y confiar que todo saliera bien. Antes de llamar, me enteraba de todo lo que había que saber acerca de sus costumbres y horarios de trabajo, de su familia y sus criados en caso de que tuvieran, y elegíamos meticulosamente el momento más apropiado. Pero incluso así a veces Yasmin tenía que esperar un rato en el automóvil hasta que la esposa o la criada salían de compras.
Nuestro siguiente objetivo era monsieur Proust. Tenía cuarenta y ocho años, y hacía seis que había publicado Du côté de chez Stvann. Ahora acababa de publicar A l’ombre des jeunes filies en fleur. Este libro había sido recibido con gran entusiasmo por parte de los críticos, y con él había obtenido el premio Goncourt. Pero yo estaba un poco nervioso en relación con su caso. Mis investigaciones me habían demostrado que se trataba de una pieza un poco especial. Era rico e independiente. Era un snob. Era antisemita. Era vanidoso. Era hipocondríaco y padecía asma. Dormía hasta las cuatro de la tarde y pasaba la noche entera despierto. Vivía con una fiel y vigilante criada que se llamaba Céleste y residía en aquel momento en un piso situado en el número 8 bis de la Rué Laurent-Pichet. La casa pertenecía a la famosa actriz Réjane, y el hijo de Réjane vivía en el piso inmediatamente inferior al de Proust, mientras que la misma Réjane ocupaba todo el resto de la casa.
Averigüé que, desde el punto de vista literario, monsieur Proust era un hombre absolutamente carente de escrúpulos que estaba dispuesto a usar tanto la persecución como el dinero a fin de inspirar artículos encomiásticos sobre sus libros. Y por si todo esto fuera poco, era absolutamente homosexual. Ninguna mujer, aparte de la fiel Céleste, recibía jamás autorización para entrar en su dormitorio. A fin de estudiarle más de cerca, conseguí que me invitaran a cenar en casa de su amiga íntima la princesa Soutzo. Y allí descubrí que monsieur Proust tenía un aspecto despreciable. Con un bigotito negro, sus ojos redondos y saltones y su tipo redondeado y bajito, tenía un extraordinario parecido a un actor de la pantalla cinematográfica que se llamaba Charlie Chaplin. En casa de la princesa Soutzo se quejó constantemente de que hubiera corrientes de aire en el comedor, trataba a los invitados como si fueran su corte, y daba por supuesto que cuando él hablaba todo el mundo debía permanecer en silencio. Recuerdo dos declaraciones increíbles que pronunció aquella velada. De un hombre que prefería a las mujeres, dijo:
—Respondo de él. Es completamente anormal.
En otro momento le oí decir:
—La preferencia por los hombres conduce a la virilidad.
En resumen, era un caso espinoso.
—Espera un momento —me dijo Yasmin cuando le hube contado esto—. Antes prefiero condenarme que ir a por ese marica.
—¿Por qué?
—No seas tan bobo, Oswald. Si es una loca desbocada al cien por cien…
—Él dice que es invertido.
—Me importa un rábano lo que él diga.
—Es una palabra sumamente proustiana —dije—. Mira la definición del verbo «invertir» en el diccionario, y verás que dice: «poner boca abajo».
—Muchas gracias, pero no voy a permitir que me ponga boca abajo —dijo Yasmin.
—No te excites.
—En cualquier caso, sería una pérdida de tiempo. Ni siquiera me dirigiría una mirada.
—Creo que lo haría.
—¿Qué quieres que haga, que me disfrace de monaguillo?
—Le daremos una dosis doble de polvos de escarabajo vesicante.
—Eso no servirá para que cambie de hábitos.
—No —dije—, pero se pondrá tan caliente que no le importará cuál sea tu sexo.
—Me invertirá.
—No lo hará.
—Me invertirá como si yo fuera un capital.
—Llévate un alfiler de buen tamaño.
—De todos modos, no funcionará —se resistió—. Si es un auténtico mariconazo de veinticuatro quilates, todas las mujeres le resultarán igualmente repulsivas.
—Es importantísimo que consigamos su mercancía —insistí—. Nuestra colección no estaría completa sin cincuenta dosis de Proust.
—¿Tan célebre es?
—Lo será —afirmé—. Estoy seguro. En el futuro habrá una gran demanda de hijos de Proust.
Yasmin miró a través de las ventanas del Ritz el nublado cielo gris del verano parisino.
—En ese caso, solamente hay una solución —concluyó.
—¿Cuál?
—Hazlo tú mismo.
Me sentí tan escandalizado que pegué un salto.
—Poco a poco —le dije.
—Lo que él quiere es un varón —dijo ella—. Pues bien, tú eres varón. Eres el gancho perfecto. Eres joven, guapo y lascivo.
—Sí, pero no soy ningún Ganimedes.
—¿No tienes cojones?
—Claro que sí. Pero el especialista en el trabajo sobre el terreno eres tú, no yo.
—Y ¿quién lo ha dicho?
—No podré hacerlo con un hombre, Yasmin, lo sabes muy bien.
—No es un hombre. Es un marica.
—¡Por Dios! —exclamé—. ¡Que me condene si dejo que ese sodomita se me acerque! ¡Deberías saber que hasta una lavativa me deja una semana entera con el mal de San Vito!
Yasmin estalló a carcajadas.
—Supongo que ahora vas a decirme que tienes el esfínter pequeño.
—Eso, y no pienso dejar que me lo ensanche monsieur Proust, muchas gracias.
—Oswald, eres un cobarde.
Habíamos llegado a un punto muerto. Me quedé muy malhumorado. Yasmin se levantó y se preparó una copa. Yo la imité. Estuvimos un rato bebiendo en silencio. Era la hora del crepúsculo.
—¿Dónde cenamos esta noche? —pregunté.
—Me da igual —dijo ella—. Creo que antes deberíamos tratar de resolver el asunto de Proust. Detesto la idea de que se nos escape ese microbio.
—¿Se te ocurre alguna idea?
—Estoy pensando.
Terminé mi copa y me preparé otra.
—¿Quieres otra?
—No —rehusó Yasmin.
La dejé pensar. Al cabo de un rato me dijo:
—Bueno. Me gustaría saber si esto funcionaría.
—¿Qué?
—Acaba de ocurrírseme una idea.
—Cuenta.
Yasmin no contestó. Se puso en pie, fue hasta la ventana y se asomó. Estuvo asomada en esa ventana durante cinco minutos largos, inmóvil, profundamente concentrada, y yo me quedé mirándola pero sin decir palabra. Luego vi que de repente echaba la mano derecha hacia atrás y empezaba a dar manotazos en el aire como si estuviera cazando moscas. Y ni siquiera se volvió. Siguió con medio cuerpo fuera de la ventana y dando golpes a las inexistentes, moscas que revoloteaban a su espalda.
—¿Qué démonios ocurre?
Yasmin dio por fin media vuelta, me miró, y vi que una ancha sonrisa se dibujaba en sus labios.
—¡Es una idea magnífica! —exclamó—. ¡Me encanta! ¡Soy una chica listísima!
—Vomítalo de una vez.
—Será difícil, y voy a tener que actuar con mucha rapidez, pero soy un buen recogedor. Pensándolo bien, era mejor recogedor que mi hermano cuando jugábamos a cricket.
—¿De qué diablos estás hablando? —dije.
—Suponía que tendría que disfrazarme de hombre.
—Eso es fácil. No habría ningún problema.
—Un joven guapísimo.
—¿Y tendrías que darle polvos de escarabajo?
—Ración doble —dijo.
—¿No hay en eso demasiado riesgo? No te olvides como puso una ración doble al pobre Woresley.
—Así es exactamente como quiero que se ponga —dijo—. Quiero que se ponga morado de ganas.
—¿Te importaría decirme qué es exactamente lo que te propones hacer? —le pregunté.
—No hagas tantas preguntas, Oswald. Déjalo de mi cuenta. Considero a monsieur Proust como una pieza valiosa. Pertenece al género de los bromistas, y como a un bromista le trataré.
—Me temo que no es de ésos. También es un genio. De todos modos, llévate el alfiler. El alfiler real. El que ha penetrado tres centímetros en el trasero del rey de España.
—Me sentiría mejor si me llevase un cuchillo de carnicero.
Nos pasamos los días que siguieron preparando el disfraz de jovencito para Yasmin. Le dijimos al modisto, al peluquero y al zapatero que estábamos preparándola para un baile de disfraces, y todos trabajaron con entusiasmo. Es asombroso el cambio que puede producir una buena peluca. En cuanto se la ponía y se quitaba el maquillaje, el rostro de Yasmin adquiría aspecto masculino. Elegimos unos pantalones de color gris claro, ligeramente afeminados. Una camisa azul, una pajarita de seda, un chaleco de seda estampado con flores y una chaqueta de tono dorado oscuro. Los zapatos eran de color castaño y blanco. El sombrero era de fieltro flexible de color tabaco y ala muy ancha. Suprimimos las curvas del noble tronco de Yasmin envolviéndolas con un vendaje ancho de crespón. La enseñé a hablar con un susurro suave que permitía disimular el timbre, y ensayé con ella detenidamente todo lo que tenía que decir, primero al entrevistarse con Céleste cuando ésta le abriera la puerta, y luego con monsieur Proust cuando la condujeran ante su presencia.
Al cabo de una semana estábamos listos. Yasmin no me había contado todavía cómo pensaba salvarse de ser invertida a la manera auténticamente proustiana, y yo no la forcé a explicarse. Me bastaba con que hubiese aceptado la tarea de ir a por él.
Decidimos que llegara a la casa a las siete y media. A esa hora nuestra víctima ya llevaría levantado sus buenas tres horas. Ayudé a Yasmin a vestirse en su habitación del Ritz. La peluca era preciosa. Su cabello era de color broncíneo-dorado, levemente rizado y un poquito largo. Los pantalones grises, el chaleco floreado y la chaqueta dorada la convirtieron en un encantador, aunque ligeramente afeminado, joven.
—Ningún «dante» resistiría la tentación de darte —dije.
Ella sonrió, pero no hizo ningún comentario.
—Espera —le dije—. Falta una cosa. En tus pantalones se echa de menos un bulto. Eso nos traicionaría.
En un aparador había una bandeja con fruta, regalo de la administración del hotel. Elegí un plátano pequeño. Yasmin se bajó los pantalones y fijamos el plátano a la parte superior de su muslo con esparadrapo. Cuando volvió a subirse los pantalones el efecto resultaba electrizante: un sugerente e hipnotizador bulto, justo en el lugar adecuado.
—Él se fijará en eso —dije—. Se volverá loco por ti.