El efecto que causó Renoir en Yasmin durante aquella dramática visita a Essoyes no suprimió, gracias a Dios, la diversión de nuestras siguientes expediciones. Yo, personalmente, he sentido siempre dificultades para tomarme algo completamente en serio, y creo que el mundo sería un lugar más agradable si toda la gente siguiera mi ejemplo. Carezco totalmente de ambiciones. Mi lema —«Es mejor tropezarse con una leve reprimenda que realizar cualquier tarea onerosa»— debe ser bien conocido a estas alturas por todos mis lectores. Pero antes de llegar a esta feliz conclusión es necesario evidentemente tener un buen montón de dinero. El dinero es imprescindible para un sibarita. Es la llave del reino. Los lectores de tendencia criticona me dirán: «Oiga usted, ¿cómo es que nos dice que no tiene ambiciones? ¿No se da cuenta acaso de que el deseo de riqueza es una de las más detestables ambiciones que aquejan al ser humano?».
Esto no tiene por qué ser necesariamente cierto. Lo que determina si una ambición es detestable o no es la forma de adquirir esa riqueza. Personalmente, soy una persona muy escrupulosa en relación con mis métodos. Me niego a tener nada que ver con el proceso de obtención de dinero a no ser que obedezca a dos reglas de oro. Primera, tiene que ser de una forma que me divierta muchísimo. Segunda, tiene que divertir muchísimo a las personas a quienes arrebato el botín. Se trata de una filosofía muy simple que recomiendo sinceramente a todos los magnates del mundo de los negocios, directores de casinos, ministros de Hacienda y directores generales del Presupuesto de cualquier nacionalidad.
Hay dos cosas sobresalientes en este período. En primer lugar, la extraordinaria sensación de satisfacción que Yasmin tenía después de cada visita a un artista. Salía de la casa o el estudio con los ojos brillantes como estrellas y una luminosa rosa roja en cada mejilla. Lo cual me hacía meditar repetidas veces sobre la destreza sexual de los hombres de destacado genio creador. ¿Acaso esta prodigiosa capacidad creativa se derramaba hacia otros terrenos? Y, si era así, ¿conocían los artistas algún recóndito secreto, algún método mágico para excitar a una dama, fuera del alcance de los mortales corrientes como yo? Las rosas rojas de las mejillas de Yasmin y el brillo de sus ojos me hicieron sospechar, por mucho que me pesara, que, efectivamente, así era.
La segunda faceta sorprendente de mi plan era su extraordinaria sencillez. Parecía que Yasmin no tuviera jamás el menor problema para conseguir que cada uno de nuestros sujetos le entregase la mercancía. No crean, cuanto más pienso en ello, más evidente resulta que lo lógico era que jamás tuviera ningún problema para conseguirlo. Los hombres son por naturaleza criaturas polígamas. Si a esto agregamos el claramente demostrado hecho de que los artistas supremamente creativos tienden a ser más viriles y potentes que los demás hombres (del mismo modo que también suelen ser mucho más bebedores), es fácil empezar a comprender por qué razón ninguno de ellos se ponía a discutir con Yasmin. ¿Cuál fue el resultado? Pues simplemente que nos encontrábamos con un montón de artistas dotados con una medida suprema de talento y por lo tanto de carácter hiperactivo, cargados además con los mejores polvos de escarabajo vesicante sudanés, que miraban con ojos desorbitados a una joven de indescriptible belleza. Naturalmente, todos ellos vibraban inmediatamente. Desde el preciso momento en que engullían la fatal trufa de chocolate ya estaban absolutamente listos para sentencia. Estoy completamente seguro de que hasta el mismo Papa de Roma hubiera, en la misma situación, arrojado lejos de sí su sotana exactamente al cabo de nueve minutos, al igual que todos los demás.
Pero debo regresar un momento a donde les había dejado.
Después de Renoir, volvimos a nuestro cuartel general instalado en el Ritz de París. Y de allí partimos en pos de Monet. Nos trasladamos en coche a su espléndida casa de Giverny y dejé a Yasmin junto a la puerta según el método ya establecido. Yasmin pasó en la casa más de tres horas, pero no me importó en lo más mínimo. Sabía que me aguardaban en el futuro otras muchas esperas como aquélla, y había instalado en la parte de atrás del coche una pequeña biblioteca: las completas de Shakespeare, algunas cosas de Jane Austen, de Dickens, de Balzac, y el último Kipling.
Al fin reapareció Yasmin, que llevaba una gran tela bajo el brazo. Caminaba lentamente, paseando por la acera como en medio de una ensoñación, pero cuando se acercó me fijé sobre todo en el destello de éxtasis que brillaba en sus ojos y en las luminosas rosas encendidas en sus mejillas. Tenía aspecto de una bella tigresa mansa que acabara de engullir al emperador de la India y que hubiera disfrutado su sabor.
—¿Todo bien?
—Magnífico —murmuró ella.
—Veamos el cuadro.
Era un vibrante estudio de nenúfares del lago que había en el jardín de aquella misma casa. Verdaderamente bello.
—Me ha dicho que hago milagros.
—Tiene razón.
—Me ha dicho que soy la mujer más bella que había visto en su vida. Me ha pedido que me quedara.
El semen de Monet resultó tener una mayor densidad de espermatozoides que el de Renoir a pesar de ser un año mayor que éste, y tuve la fortuna de poder preparar veinticinco dosis. Admito que cada dosis tenía solamente la cantidad mínima imprescindible de espermatozoides, veinte millones, pero bastarían. De sobras. Y calculé que, en el futuro, aquellas dosis de esperma de Monet podrían llegar a valorarse en cientos de miles de libras.
A continuación tuvimos un golpe de suerte. En aquella época se encontraba en París un dinámico y extraordinario director de ballet llamado Diaghilev. Éste tenía un talento extraordinario para descubrir grandes artistas, y en 1919 estaba reagrupando su compañía tras la guerra y preparando un nuevo repertorio de ballets. Había reunido a su alrededor con este fin a un grupo de hombres extraordinariamente dotados. Por ejemplo, en aquel mismo momento:
Stravinsky había llegado a París procedente de Suiza para escribir la música del Pulcinella que Diaghilev quería montar. Pablo Picasso estaba diseñando los decorados.
Picasso estaba diseñando además los decorados para El sombrero de tres picos.
Henri Matisse había sido contratado para que diseñase los figurines y el decorado de Le Chant du Rossignol.
Y otro pintor del que no habíamos oído hablar y que se llamaba André Derain estaba muy ocupado preparando el decorado de La Boutique Fantastique.
Stravinsky, Picasso y Matisse estaban en nuestra lista. Basándonos en la teoría de que el criterio del señor Diaghilev era seguramente más firme que el nuestro, añadimos a esta lista el nombre de Derain. Todos ellos estaban en París.
Fuimos primero a por Stravinsky. Yasmin se dirigió directamente hacia él mientras trabajaba al piano en la composición de Pulcinella. Su actitud fue más de sorpresa que de fastidio.
—Hola —le dijo—. ¿Quién es usted?
—He venido desde Inglaterra para ofrecerle una trufa —dijo ella.
Esta absurda frase, que Yasmin utilizaría en otras muchas ocasiones, desarmó completamente a aquel hombre amable y acogedor. Lo demás fue muy sencillo, y aunque yo ansiaba oír contar los detalles más salaces, Yasmin permaneció muda.
—Podrías decirme al menos qué clase de persona es.
—Brillantísimo —dijo ella—. No puedes imaginarte lo brillantísimo y ágil e inteligente que es. Tiene una cabeza enorme y una nariz como un huevo duro.
—¿Es un genio?
—Sí —dijo ella—. Es un genio. Posee la chispa, al igual que Monet y Renoir.
—¿En qué consiste la chispa? —le pregunté—. ¿Dónde está? ¿En los ojos?
—No —dijo Yasmin—. No puede decirse que esté en un sitio en particular. Pero está ahí. Sabes que está ahí. Es como un halo invisible.
Hice cincuenta dosis de semen de Stravinsky.
Luego le llegó el turno a Picasso. Tenía un estudio en Rué de La Boétie y dejé a Yasmin delante de la desvencijada puerta del edificio, en la que la pintura se caía a trozos. No había timbre ni llamador, de modo que Yasmin la abrió simplemente empujándola y entró. En el coche, me dispuse a leer La Cousine Bette, que sigue pareciéndome lo mejor que escribió el viejo maestro francés.
Creo que apenas había leído cuatro páginas cuando se abrió de golpe la puerta del coche y Yasmin entró a trompicones y se dejó caer en el asiento a mi lado. Tenía el cabello absolutamente revuelto y resoplaba como un cachalote.[6]
—¡Por Cristo, Yasmin! ¿Qué ha pasado?
—¡Dios mío! —boqueó ella—. ¡Oh, Dios mío!
—¿Te ha echado? —exclamé—. ¿Te ha hecho daño?
Yasmin jadeaba demasiado para contestar inmediatamente. Un torrente de sudor la bajaba por las sienes. Parecía como si hubiese dado cuatro vueltas a la manzana perseguida por un maníaco armado de un cuchillo de carnicero. Esperé a que se repusiera.
—No te preocupes —dije—. Por fuerza teníamos que encontrarnos con algún fracaso.
—¡Este tipo es un demonio! —dijo Yasmin.
—¿Qué te ha hecho?
—¡Es un toro! ¡Es un pequeño toro zaino!
—Sigue.
—Cuando entré estaba pintando una tela muy grande, y él se ha dado la vuelta con los ojos tan abiertos que se le han quedado redondos como círculos, unos ojos muy negros, y ha gritado «Olé» o algo así y entonces ha ido acercándose muy lentamente y medio agachado como si estuviera a punto de saltar…
—¿Y ha saltado?
—Sí —dijo—. Ha saltado.
—Santo Dios.
—Ni siquiera ha dejado el pincel.
—Así que no has tenido tiempo de ponerle el impermeable, ¿verdad?
—Lo siento pero no. No he tenido tiempo ni siquiera de abrir el bolso.
—Diablos.
—He sido barrida por un huracán, Oswald.
—¿No hubieses podido frenarle un poco? ¿No recuerdas lo que hiciste a Woresley para frenarle?
—A éste no le hubiera frenado nada.
—¿Te ha echado al suelo?
—No. Me ha arrojado contra un mueble sucísimo con aspecto de sofá. Había tubos de pintura por todas partes.
—Todavía llevas pintura encima. Mírate el vestido.
—Ya lo sé.
Sabía que no podía echarle a Yasmin la culpa de lo ocurrido. Pero al mismo tiempo me sentía fastidiado. Confié en que no se repitiera.
—¿Y sabes lo que ha hecho luego? —dijo Yasmin—. Se ha abrochado la bragueta y me ha dicho: «Gracias, mademoiselle. Ha sido muy refrescante. Ahora tengo que trabajar otra vez.»
—¡Y se ha dado la vuelta, Oswald! ¡Se ha dado la vuelta y se ha puesto a pintar otra vez!
—Es español —dije—, como Alfonso.
Salí del coche, puse en marcha el motor con la manivela y cuando volví a subir encontré a Yasmin que trataba de arreglarse el cabello mirándose al retrovisor.
—Detesto decirlo —dijo—, pero he disfrutado una barbaridad.
—Ya me lo imaginaba.
—Qué vitalidad tan fenomenal.
—Dime —le pregunté—, ¿crees que monsieur Picasso es un genio?
—Sí —respondió ella—. Es un tipo muy fuerte. Algún día llegará a ser brutalmente famoso.
—Maldita sea.
—No podemos ganar siempre, Oswald.
—Parece que no.
El siguiente era Matisse.
Yasmine estuvo con monsieur Matisse durante unas dos horas, y que me condene ahora mismo si la bribona no salió cargada con otro lienzo. Esa tela era pura magia, un paisaje Fauve con árboles azules, verdes y rojos, firmado y fechado en 1905.
—Fantástico cuadro —dije.
—Fantástico tipo —dijo ella. Y fue todo lo que quiso decirme acerca de Henri Matisse. Ni una sola palabra más.
Cincuenta dosis.