15

Al cabo de media hora ya habíamos hecho las maletas, abandonábamos el hotel, y nos dirigíamos a la estación del ferrocarril. La siguiente parada era París.

Y así fue. Fuimos a París en el tren nocturno y llegamos allí una luminosa mañana de junio. Nos hospedamos en el Ritz. «Dondequiera que vayas —me había dicho una vez mi padre—, si tienes alguna duda, hospédate en el Ritz.» Sabias palabras. Yasmin vino a mi habitación para discutir nuestra estrategia mientras disfrutábamos de un temprano almuerzo: una langosta fría para cada uno y una botella de Chablis. Tenía delante de mí, en la mesa, la lista de candidatos prioritarios.

—Pase lo que pase, los primeros son Renoir y Monet, por este orden —dije.

—¿Y dónde deben de estar? —preguntó Yasmin.

Nunca resulta difícil descubrir el paradero de los grandes hombres.

—Renoir está en Essoyes —dije—. Es una pequeña ciudad a unos 80 kilómetros al sudoeste de París, entre la Champaña y la Borgoña. Ahora tiene setenta y ocho años y tengo entendido que va en una silla de ruedas.

—Por Dios, Oswald, no creas que voy a darle polvos del escarabajo vesicante a un pobre bastardo que anda en una silla de ruedas —dijo Yasmin.

—Le encantará —le dije—. Lo único que le pasa es que padece una ligera artritis. Todavía pinta. Es, sin duda alguna, el pintor más famoso de nuestros días. Además, te diré otra cosa. No hay ningún pintor vivo en toda la historia del arte que haya obtenido en vida precios tan elevados por sus cuadros como él. Es un gigante. Dentro de diez años venderemos dosis de espermatozoides suyos por una fortuna.

—¿Dónde está su mujer?

—Murió. Renoir es un viejo solitario. Ya verás cómo le reanimas. En cuanto te vea seguramente querrá pintarte desnuda allí mismo.

—Me gustaría.

—Por otro lado, tiene una modelo que se llama Dédée por la que está absolutamente loco.

—En seguida la dejaré arrinconada.

—Si sabes jugar bien tus cartas, hasta podría ser que te regalase un cuadro.

—Eh, eso también me gustaría.

—Pues trabájatelo y será tuyo.

—¿Y qué hay de Monet?

—Es otro viejo solitario. Tiene setenta y nueve años, uno más que Renoir, y vive como un recluso en Giverny. No está lejos de aquí. En las afueras de París. Actualmente le visita muy poca gente. He oído decir que de vez en cuando Clemenceau se deja caer por allí, pero es casi el único. Serás un rayo de sol en su vida. ¿Quizá te lleves otro lienzo? ¿Un paisaje de Monet? Esos cuadros valdrán verdaderas fortunas dentro de un tiempo. Ahora mismo ya están valorados en miles de libras.

La posibilidad de conseguir un cuadro de uno de los pintores, o quizá de ambos, excitó notablemente a Yasmin.

—Antes de que terminemos habrás visitado a otros muchos pintores —le dije—. Podrías formar una colección.

—Me parece una idea excelente. Renoir, Monet, Matisse, Bonnard, Munch, Braque y todos los demás. Es una idea buenísima. Tengo que recordarlo.

Las langostas eran enormes y deliciosas, y tenían unas tenazas enormes. El chablis también era bueno: un Grand Cru Bougros. Me apasionan los buenos chablis, no solamente los Grand-Cru, que son secos como el acero, sino también algunos de los Premier-Cru, que tiene un toque afrutado más palpable. Este Bougros que tomamos aquel día era el más seco que había probado en mi vida. Yasmin y yo estuvimos discutiendo nuestra estrategia mientras comíamos y bebíamos. Yo mantenía que no habría hombre capaz de rechazar a una joven dama del encanto y la devastadora belleza de Yasmin. Ningún varón, por muy anciano que fuese, sería capaz de tratarla con indiferencia. Dondequiera que fuésemos constatábamos la evidencia de esta afirmación. Incluso el conserje de piel suavemente jaspeada que se encontraba en el vestíbulo del hotel había empezado a comportarse estrafalariamente en cuanto tuvo a Yasmin a dos palmos de donde él estaba. Le vigilé estrechamente y noté primero la chispa de siempre centelleando en el centro mismo de la pupila de cada uno de sus ojos negros, y luego, el movimiento de su lengua que se deslizaba por su labio superior, mientras sus dedos jugueteaban nerviosamente con los impresos. Al final, cuando nos dio las llaves se equivocó de número. Nuestra Yasmin era efectivamente una centelleante criatura impregnada de sexualidad, una especie de escarabajo vesicante humano, y como iba diciendo, no creía que hubiese varón capaz de enviarla a freír espárragos.

Pero toda esta química sexual no nos serviría de nada a menos que ella lograse presentarse en persona ante el presunto cliente. Era muy posible que constituyeran un obstáculo en ciertos casos las formidables amas de llaves y hasta alguna que otra formidable esposa. Sin embargo mi optimismo se basaba en que la mayoría de los tipos tras los que andábamos eran pintores, músicos o escritores. Artistas.

Y los artistas son las personas más accesibles del mundo. Incluso los más famosos no están protegidos, como suele ocurrir con los hombres de negocios, por severas secretarias ni por bandidos aficionados embutidos en trajes negros. Los grandes hombres de negocios y otros tipos familiares viven en cuevas a las que solamente se puede acceder después de atravesar largos túneles y múltiples habitaciones, y con un Cerbero en cada esquina. Los artistas son gente solitaria, y habitualmente cuando llamas a su puerta salen a abrirte ellos mismos.

Pero ¿con qué excusa podía Yasmin llamar a su puerta?

Ah, muy fácil, podía decir que era una joven inglesa, estudiante de bellas artes (o de música, o literatura, según los casos), que sentía tanta admiración por la obra de Renoir o Monet o Stravinsky o quien fuera, que había recorrido aquel largo camino desde su país para rendir homenaje al gran hombre, saludarle, obsequiarle con un pequeño regalo, y luego volver a irse. Nunc dimittis.

—Eso bastará —le dije a Yasmin mientras extraía limpiamente la última tira de carne de la suculenta pinza de langosta.

Por cierto, ¿no les encanta a ustedes sacar la tira de carne entera, sin desgarrar sus fibras rojo-rosadas? Conseguirlo constituye un pequeño triunfo. Puede parecer un rasgo infantil, pero cuando logro sacar una nuez de su cáscara sin que se parta en dos siempre experimento una sensación triunfal comparable. De hecho, jamás tomo una nuez sin proponerme esa proeza. La vida es mucho más divertida si se sabe jugar en todo momento.

Pero, regresemos a Yasmin.

—Eso bastará —le dije— para que te inviten inmediatamente a entrar en la casa o al estudio en un noventa y nueve por ciento de ocasiones. Con tu sonrisa y tu aspecto lascivo, no creo que ninguno de ellos te mande a paseo.

—Y ¿qué pasa con los vigilantes o esposas que estén con ellos?

—Creo que podrás superarles fácilmente. De vez en cuando puedes encontrarte con que te dicen que el hombre está muy ocupado pintando, escribiendo o lo que sea, y que vuelvas a las seis. Pero al final siempre te saldrás con la tuya. No olvides que has hecho un largo viaje con el simple objeto de homenajearles. Y subraya que no tienes intención de molestarles más que durante unos breves minutos.

—Nueve minutos —dijo Yasmin con una sonrisa pícara—. Sólo nueve minutos. ¿Cuándo empezamos?

—Mañana. Esta tarde compraré un automóvil. Lo necesitaremos para nuestras operaciones en Francia y el resto de Europa. Mañana iremos en auto a Essoyes y conocerás a monsieur Renoir.

—Nunca pierdes el tiempo, ¿verdad, Oswald?

—Querida amiga —dije—, en cuanto haya ganado una fortuna pienso pasarme el resto de mi vida perdiendo el tiempo. Pero mientras no tenga el dinero en el banco, pienso trabajar bastante. Y lo mismo te digo a ti.

—¿Cuánto tiempo crees que tardaremos?

—¿En hacernos ricos? Unos siete u ocho años. Como máximo. No representa tanto tiempo si piensas que podrás haraganear sin hacer nada el resto de tu vida.

—No es mucho —admitió ella—, la verdad. Y de todos modos, este trabajo me divierte bastante.

—Ya lo sé.

—Lo que más me divierte —añadió— es la idea de ser violada por los hombres más importantes del mundo. Y por todos los reyes. Es una idea que excita mi fantasía.

—Vamos a comprarnos un automóvil francés —dije.

De modo que salimos del hotel y esta vez compré un espléndido y pequeño Citroën Torpedo de diez caballos, con cuatro asientos, que era un modelo que acababa de empezar a fabricarse. Me costó el equivalente a 350 libras esterlinas en moneda francesa, y era exactamente lo que necesitaba. Aunque carecía de portamaletas, en los asientos traseros había espacio suficiente para todo nuestro equipo y el equipaje. Era un coche abierto con una capota de lona que se podía colocar en menos de un minuto si empezaba a llover. La carrocería estaba pintada de azul oscuro, el color de la sangre real, y su velocidad máxima era de unos regocijantes ochenta kilómetros por hora.

A la mañana siguiente partimos hacia Essoyes con mi laboratorio portátil adecuadamente depositado en los asientos traseros del Citroën. Nos detuvimos en Troyes para almorzar, y comimos truchas del Sena (eran tan buenas que me comí dos) y nos bebimos una botella de vin du pays. A las cuatro de la tarde llegamos a Essoyes y tomamos unas habitaciones en un pequeño hotel cuyo nombre he olvidado. Mi dormitorio volvió a convertirse en laboratorio, y en cuanto lo tuve todo dispuesto para las pruebas, mezclas y congelación del semen, Yasmin y yo salimos en pos de monsieur Renoir. No fue difícil encontrarle. La mujer del hotel nos dio las instrucciones precisas. Vivía en una gran casa blanca, dijo, situada a mano derecha, a unos trescientos metros de la iglesia o algo así.

Después de haberme pasado un año en París yo hablaba bien el francés. Yasmin conocía el idioma lo suficiente como para arreglárselas. Había tenido una institutriz francesa durante una época de su infancia, y este hecho nos fue de gran ayuda.

Encontramos la casa fácilmente. Era un edificio de madera pintada de blanco, no muy grande, rodeada por los cuatro costados de un agradable jardín. Yo sabía que no era la principal residencia del famoso pintor, que se encontraba al sur, en Cagnes, pero probablemente prefería el fresco clima de ésta para los meses del verano.

—Buena suerte —le dije a Yasmin—. Estaré esperándote a unos cien metros de aquí, camino del hotel.

Yasmin bajó del automóvil y se dirigió a la puerta del jardín. La vi caminar hacia allí. Llevaba zapatos planos, un vestido de lino color cremoso y la cabeza descubierta. Fría y grave, atravesó la puerta y avanzó por el camino balanceando los brazos. Su paso era ligeramente saltarín, la seguía una breve sombra, y parecía más bien una joven postulante que va a visitar a la Madre Superior a que una persona que estaba a punto de provocar la más lasciva explosión de la vida mental y física de uno de los más grandes pintores del mundo.

Era una tarde cálida y soleada. Me adormilé sentado en el coche descapotado y no me desperté hasta al cabo de dos horas, al notar que Yasmin se sentaba a mi lado.

—¿Qué ha pasado? —dije—. ¡Dímelo, deprisa! ¿Ha ido todo bien? ¿Le has visto? ¿Has conseguido la materia prima?

Yasmin llevaba en una mano un pequeño paquete de papel pardo, y el bolso en la otra. Abrió el bolso y sacó la hoja firmada y la importantísima cosa de caucho. Me lo dio todo sin decir palabra. Tenía una extraña expresión en el rostro, mezcla de éxtasis y temor reverencial, y no parecía oír mis palabras. Era como si estuviese a muchos kilómetros de allí, a muchísimos kilómetros.

—¿Qué pasa? —dije—. ¿Por qué este tremendo silencio?

Ella miraba fijamente hacia delante a través del parabrisas, sin oírme. Tenía los ojos muy brillantes, el rostro sereno, casi beatífico, y adornado de un curioso resplandor.

—Demonios, Yasmin —dije—. ¿Qué infiernos te pasa? Parece que hayas tenido una visión.

—Ponte en marcha —dijo ella— y déjame en paz.

Regresamos en coche al hotel sin hablar y cada uno se fue a su habitación. Examiné inmediatamente el semen al microscopio. El esperma estaba vivo pero el recuento de espermatozoides daba una cifra baja, muy baja. No pude preparar más de diez dosis. Pero eran diez magníficas dosis de veinte millones de espermatozoides cada una. Dios Santo, pensé, estas dosis les van a costar muchísimo dinero a ciertas personas dentro de unos años. Serán tan escasas y buscadas como el Primer Folio de Shakespeare. Pedí que me sirvieran champagne y una bandeja de tostadas y foie gras, y envié un mensaje a la habitación de Yasmin para que se reuniera conmigo.

Llegó media hora después, y traía consigo el pequeño paquete envuelto en papel pardo. Le serví una copa de champagne y le preparé una tostada con foie gras. Aceptó el champagne pero ignoró el foie gras y permaneció en silencio.

—Anda —dije—, dime qué es lo que te preocupa.

Vació su copa de un largo trago y me la acercó para que le sirviera más. La llené de nuevo. Se bebió la mitad y luego la dejó.

—¡Por Dios, Yasmin! —exclamé—. ¿Qué ha pasado?

—Me ha castigado —dijo mirándome muy fijamente.

—¿Quieres decir que te ha pegado? ¡Santo Dios, lo siento! ¿Quieres decir que te ha dado una paliza?

—No seas necio, Oswald.

—Entonces, ¿qué quieres decir?

—Quiero decir que me ha castigado. Es el primer hombre que me ha dejado completamente derrotada.

—¡Ah, ya entiendo lo que quieres decir! ¡Santo Cielo!

—Ese hombre es algo fuera de lo común —dijo—. Es un genio.

—Claro que es un genio. Por eso lo hemos elegido.

—Sí, pero es un genio maravilloso. Es tan encantador, tan amable y maravilloso, Oswald, que jamás había conocido a nadie como él.

—Te ha castigado, sí.

—Desde luego.

—¿Y dónde está el problema? —dije—. ¿Es que ahora te sientes culpable de lo que has hecho?

—Oh no —dijo—. En absoluto culpable. Estoy simplemente abrumada.

—Pues estarás muchísimo más abrumada cuando hayamos terminado —dije—. No es el único genio al que vas a visitar.

—Ya lo sé.

—¿No vas a decirme que abandonas, no?

—Desde luego que no. Dame un poco más de champagne.

Llené su vaso por tercera vez en otros tantos minutos. Ella seguía sentada y bebiendo. Luego dijo:

—Oye, Oswald…

—Te escucho.

—Hasta ahora nos hemos tomado todo esto bastante en broma, ¿verdad? Ha sido todo como un juego, ¿no?

—Nada de eso. Nos lo tomamos todo muy en serio.

—¿Y qué me dices de Alfonso?

—Tú fuiste la que se lo tomó en broma —dije.

—Ya lo sé —dijo—, pero se lo merecía. Es un bromista.

—No entiendo muy bien a dónde quieres ir a parar —dije.

—Renoir ha sido otra cosa —dijo Yasmin—. Ahí es adonde voy a parar. Es un gigante. Su obra permanecerá viva por muchos siglos.

—Y lo mismo su esperma.

—Deja de tontear y escúchame —dijo—. Lo que quiero decirte es que hay tipos que son unos bromistas. Y otros que no lo son en absoluto. Alfonso es un bromista. Todos los reyes son unos bromistas. Y en nuestra lista hay bastantes bromistas más.

—¿Cuáles?

—Henry Ford es un bromista —dijo Yasmin—. Y creo que el tipo ése de Viena es un bromista. Y el de la telefonía sin hilos, Marconi, también lo es.

—¿Por qué dices todo esto?

—Lo digo porque —dijo Yasmin— no me importa en absoluto bromear con los bromistas. No me importa tratarles bastante mal si tengo que hacerlo. Pero que me condene para toda la eternidad si me dedico a clavar alfileres de sombrero a hombres como Renoir, Conrad y Stravinsky. No pienso hacerlo después de lo que he visto hoy.

—¿Y qué has visto hoy?

—Ya te lo he dicho, he visto a un anciano verdaderamente grandioso y maravilloso.

—Que te ha castigado.

—Maldita sea, y que lo digas.

—Permíteme que te pregunte una cosa. ¿Se lo ha pasado bien?

—Asombrosamente bien —dijo—. Se lo ha pasado asombrosamente bien.

—Dime lo que ha ocurrido.

—No —dijo ella—. No me importa contarte cómo me va con los bromistas. Pero con los que no lo son… Ésos son otra cosa. Eso es privado.

—¿Estaba en una silla de ruedas?

—Sí. Y ahora tiene que atarse el pincel a la muñeca porque no puede sostenerlo con los dedos.

—¿Por culpa de la artritis?

—Sí.

—¿Le has dado los polvos?

—Claro.

—¿No ha sido una dosis exagerada para él?

—No —dijo Yasmin—. A esas edades lo necesitan.

—Y te ha regalado un cuadro —dije, señalando el paquetito envuelto en papel pardo.

Yasmin lo desenvolvió en este momento y lo levantó para enseñármelo. Era un pequeño lienzo sin enmarcar que representaba una joven de sonrosadas mejillas, con largos cabellos dorados y ojos azules, un maravilloso cuadro lleno de magia. Maravilloso. Desprendía un misterioso fulgor cálido que llenó toda la habitación.

—No se lo he pedido —dijo Yasmin—. Me obligó a llevármelo. ¿Verdad que es precioso?

—Sí —admití—. Bellísimo.