14

Todo estaba dispuesto. Yasmin y yo hicimos nuestras maletas y partimos hacia Madrid. Llevábamos con nosotros la importantísima maleta de nitrógeno, la otra maleta más pequeña con glicerina y todo lo demás, un buen acopio de trufas de Prestat y cuatro onzas de polvo de escarabajo vesicante. Debo mencionar de nuevo que en aquellos tiempos los funcionarios de aduanas no revisaban prácticamente los equipajes y que nuestras extrañas maletas no crearían problemas. Cruzamos el Canal de la Mancha y fuimos a Madrid vía París en un tren de la Wagon-Lits. El viaje duró en total diecinueve horas. Una vez en Madrid ocupamos las habitaciones en el Hotel Ritz que habíamos reservado anteriormente por telégrafo. Una de ellas a nombre de Oswald Cornelius y otra a nombre de Lady Victoria Nottingham.

A la mañana siguiente fui al Palacio de Oriente. En las puertas me detuvieron dos soldados que montaban la guardia. Agité mi sobre y les dije en castellano: «Es para el rey», y me dejaron pasar. Llegado a la entrada principal, tiré del cordón del timbre. Un lacayo abrió una de las puertas. Entonces pronuncié la frase en castellano que me había aprendido de memoria, y que decía:

—Esto es para su majestad el rey Alfonso de parte del rey Jorge de Inglaterra. Es un asunto urgentísimo.

Y, dicho esto, me fui.

De vuelta en el hotel, me senté con un libro en la habitación de Yasmin dispuesto a aguardar los acontecimientos.

—¿Y si no estuviese en Madrid? —preguntó ella.

—No lo creo —dije—. La bandera ondeaba en Palacio.

—¿Y si no contesta?

—Contestará. No se atreverá a no hacerlo, después de leer la carta escrita en ese papel.

—¿Y si no sabe inglés?

—Todos los reyes saben inglés —dije—. Es parte de su educación. Alfonso habla un inglés perfecto.

Justo antes de la hora del almuerzo, oímos un golpecito en la puerta. Yasmin abrió y se encontró con el director del hotel en persona, con una expresión de importancia en el rostro. Llevaba en la mano una bandeja de plata en la que reposaba un sobre blanco.

—Un mensaje urgente, milady —dijo, haciendo una reverencia. Yasmin tomó el sobre, le dio las gracias y cerró la puerta.

—¡Abrelo inmediatamente! —dije.

Ella rasgó el sobre y sacó una carta escrita a mano en un magnífico papel con membrete real.

Querida Lady Victoria —decía—. Nos complacerá verla a las cuatro de esta tarde. Bastará con que dé su nombre en la puerta y la recibiré inmediatamente.

ALFONSO REY

—Sencilla, ¿no te parece? —dije.

—¿Qué quiere decir eso de «nos»?

—Todos los monarcas se refieren a sí mismos con este término. Tienes tres horas para prepararte y presentarte a las puertas de palacio —dije—. Hay que preparar el chocolate.

Yo me había procurado en Prestat algunas cajitas pequeñas y muy elegantes con media docena de trufas cada una. Yasmin tenía que darle al rey una de esas cajas como pequeño obsequio, y al hacerlo debía decirle: «Os he traído, señor, un pequeño obsequio. Son unas trufas deliciosas. Jorge las encarga especialmente para mí». Entonces abriría la cajita y diría con una de sus sonrisas capaces de desarmar a cualquiera: «¿Os importa que os robe una? Soy incapaz de resistir la tentación». Entonces tenía que meterse rápidamente una trufa en la boca, coger con la punta de los dedos la trufa marcada, y ofrecérsela delicadamente al rey, diciendo: «Probad una». El pobre hombre se sentiría forzosamente encantado. Sin duda alguna, comería la trufa igual que hizo A. R. Woresley en el laboratorio. Y ya estaría. A partir de ese momento, bastaría con que Yasmin charlara frívolamente durante nueve minutos sin entrar en ninguna de las cuestiones supuestamente más serias que constituían el motivo aparente de su visita.

Tomé el polvo de escarabajo vesicante y preparamos la trufa fatal.

—Nada de dosis dobles esta vez —dijo Yasmin—. No quiero tener que usar el alfiler de sombrero.

Estuve de acuerdo con ella. La misma Yasmin marcó la trufa cargada de polvos haciéndole unas rayas en su superficie.

Era el mes de junio y en Madrid hacía mucho calor. Yasmin se vistió esmeradamente pero con la ropa más ligera posible. Le di uno de los artilugios de caucho que habíamos llevado y ella se lo guardó en el bolso.

—No te olvides, por Dios, de ponérselo a tiempo —dije—. Eso es lo más importante. Y regresa aquí lo más rápidamente que puedas en cuanto termines. Ven directamente a mi habitación.

Le deseé buena suerte y partió.

Me fui a mi habitación, que estaba al lado de la suya, e hice con sumo cuidado todos los preparativos necesarios para dar al esperma el tratamiento adecuado en cuanto lo tuviese en mis manos. Era la primera vez que tendría que hacerlo en serio, y no quería que hubiese ningún fallo. Admitiré que me sentía nervioso. Yasmin se encontraba en Palacio. Estaba dándole al rey de España polvos de escarabajo vesicante y después de eso se produciría seguramente un buen combate de lucha libre, y yo sólo deseaba que ella supiese hacerlo todo bien.

El tiempo transcurría lentamente. Terminé mis preparativos. Me asomé a la ventana y estuve mirando los carruajes que pasaban por la calle. Pasaron uno o dos automóviles, pero en Madrid no había tantos como en Londres. Miré el reloj. Ya eran más de las seis de la tarde. Me preparé un whisky con soda. Me lo llevé a la ventana y me lo tomé allí pausadamente. Esperaba que de un momento a otro Yasmin llegara en un simón y entrara en el hotel. Pero no aparecía. Me preparé un segundo whisky. Me senté y traté de leer un libro. Ya eran las seis y media. Yasmin llevaba en palacio dos horas y media. De repente sonaron en la puerta unos golpes muy fuertes. Me levanté y la abrí. Yasmin, con las mejillas encendidas, se precipitó en mi habitación.

—¡Lo he conseguido! —exclamó agitando en el aire su bolso como si se tratara de una bandera—. ¡Lo tengo! ¡Está aquí!

En la cosa de caucho anudada que me dio Yasmin había al menos tres centímetros cúbicos de semen real. Puse una gota bajo el microscopio para comprobar su poder generador. Los inquietos gusanitos reales se agitaban enloquecidamente, llenos de febril actividad.

—Es un material de primera —dije—. Voy a ponerlo en los recipientes y a congelarlo antes que me cuentes nada. Luego, quiero saber exactamente todo lo que ha ocurrido.

Yasmin se fue a su habitación para bañarse y mudarse de ropa. Yo empecé a trabajar. A. R. Woresley y yo habíamos acordado que prepararíamos exactamente cincuenta dosis de semen de cada una de las personas que lo donasen. Más dosis hubieran ocupado demasiado espacio y hubiesen llenado antes de hora nuestro congelador portátil. Diluí el semen con yema de huevo, leche desnatada y glicerina. Lo mezclé bien. Medí con el cuentagotas la cantidad que debía poner en cada recipiente. Cerré los recipientes. Los coloqué media hora en hielo. Los expuse al vapor de nitrógeno durante unos minutos.

Y por fin los introduje cuidadosamente en nitrógeno líquido y cerré el depósito. Ya estaba. Teníamos cincuenta dosis de semen del rey de España. Unas dosis muy potentes. La ecuación no podía ser más sencilla. Nos había proporcionado en principio tres centímetros cúbicos. En ellos debía haber aproximadamente tres mil millones de espermatozoides, y estos tres mil millones, divididos en cincuenta dosis, producirían una potencia de sesenta millones de espermatozoides por dosis. Era exactamente el triple de la cantidad óptima fijada por Woresley, que era de veinte millones por dosis. En otras palabras, las dosis del rey de España eran de una potencia de primera categoría. Me sentí lleno de júbilo. Llamé al timbre y pedí que nos trajeran una botella de Krug en un cubo con hielo.

Yasmin regresó, fresca y limpia. El champagne llegó al mismo tiempo. Esperamos a que el camarero abriese la botella, llenara las copas y se fuera de la habitación.

—Ahora —le dije a Yasmin—, cuéntamelo todo.

—Ha sido asombroso —dijo—. Los preliminares fueron exactamente como tú dijiste que serían. Me introdujeron en una enorme sala llena de cuadros de Goya y El Greco. El rey estaba en el otro extremo, sentado tras un imponente escritorio. Iba vestido en traje de calle. Se levantó y se adelantó a saludarme. Llevaba bigote y era un tipo bajito de bastante buen aspecto. Me besó la mano. Y, Dios mío, no puedes imaginarte cómo se puso a mariposear a mi alrededor pensando que yo era la amante del rey de Inglaterra. «Madame —dijo—, encantado de conocerla. ¿Cómo se encuentra nuestro común amigo?»

»“Aquejado de un poco de gota —dije—, pero por lo demás se encuentra magníficamente.” Luego hice el número de las trufas y él se comió la suya como un corderito y disfrutándola notablemente. “Son magníficas —dijo mientras masticaba—. Tengo que pedirle a mi embajador que mande unos cuantos quilos.” Cuando tragaba el último pedacito de chocolate miré la hora en mi reloj. “Siéntese, se lo ruego”, me dijo.

»En el salón había cuatro grandes sofás, y antes de sentarme los estudié detenidamente. Quería elegir el que fuera más blando y práctico de todos. Sabía que al cabo de nueve minutos, el que eligiera en aquel momento se convertiría en un campo de batalla.

—Bien pensado —dije.

—Elegí una especie de larguísima chaise longue tapizada de terciopelo de color ciruela. El rey permaneció en pie y, mientras charlábamos, paseaba por la sala de un lado a otro, con las manos unidas a la espalda y tratando de conservar un aspecto digno de un monarca.

«“Nuestro común amigo —dije— me ha pedido que os diga, majestad, que si alguna vez necesitárais algún tipo de ayuda confidencial en su país, no dudéis en confiar absolutamente en él.”

»“Lo tendré en cuenta”, dijo.

»“También me dio otro mensaje, majestad”, añadí.

»“¿De qué se trata?”

»“¿Me prometéis no enfadaros conmigo si os lo digo?”

»“Naturalmente que no, señora. ¿Qué más le dijo?”

»“Me dijo, díle a ese apuesto de Alfonso que mantenga sus manos lejos de mi novia. Son exactamente las palabras que pronunció, majestad.” El pequeño Alfonso se rio, entrelazó sus manos y me dijo: “Mi querida señora, respetaré sus deseos, aunque sea un gran sacrificio.”

—Yasmin —le dije—, eres una inteligentísima mala puta.

—No puedes imaginarte lo que me he divertido —dijo—. Me encantó engañarle. Él sentía una tremenda curiosidad por conocer detalles de mis relaciones con el rey Jorge, pero no acababa de atreverse a confesarlo. Se dedicaba todo el tiempo a hacerme preguntas. “Supongo —me dijo— que tiene usted casa en Londres…”

»“Naturalmente —le dije—. Tengo una casa en Londres, donde celebro mis recepciones ordinarias. Una casita privada en Windsor Great Park, para que cierta persona pueda venir a visitarme cuando sale a cabalgar. Y otra casita de campo en Sandringham Estate, donde también puede acudir cierta persona a tomar el té cuando va a cazar faisanes. Como seguramente sabéis, le encanta cazar faisanes.”

»“Lo sé, lo sé —dijo Alfonso—. Y tengo entendido que es el hombre con mejor puntería de toda Inglaterra.”

»“Lo es, majestad —dije—, y en más de un sentido.”

»“¡Ja! —dijo—. Ya veo que usted es una damita muy graciosa.”

—¿Ibas comprobando el tiempo? —le pregunté a Yasmin.

—Naturalmente. No recuerdo con exactitud lo que decía cuando llegó el momento, pero lo más interesante es que se quedó congelado a mitad de la frase, igual que le ocurrió al pobre Woresley en el laboratorio. Ya estamos, pensé entonces. Habrá que ponerse los guantes de boxeo.

—¿Saltó sobre ti?

—No. No olvides que Woresley tomó una dosis doble.

—Es cierto.

—De todos modos, estaba de pie delante de mí cuando se quedó congelado, y como llevaba los pantalones muy ajustados pude ver qué estaba ocurriendo allí debajo. Precisamente en ese instante le decía que era coleccionista de autógrafos de grandes hombres y le pedía que me regalara su firma en papel con membrete de palacio. Me levanté y fui yo misma a su escritorio, tomé una hoja y se la di para que la firmase. Resultó incluso demasiado fácil. El desgraciado ya casi no sabía qué hacía. Firmó, yo me guardé la hoja en el bolso, volví a sentarme. Ya sabes, Oswald, que puedes conseguir prácticamente cualquier cosa que les pidas en el momento en que los polvos empiezan a afectarles. Están tan pasmados y se sienten tan violentos por lo repentino del efecto que harían cualquier cosa. No creo que nunca nos cueste nada conseguir sus firmas. Fuera como fuese, yo volví a sentarme en el sofá y Alfonso seguía en pie mirándome con los ojos fuera de las órbitas y tragando saliva de tal modo que su nuez subía y bajaba constantemente. Tenía la cara enrojecida, y luego empezó a inspirar profundamente. «Venid aquí y sentáos, majestad», le dije dando unos golpecitos en la chaise longue, justo a mi lado. Él vino y se sentó. Siguió tragando saliva y mirándome con los ojos desorbitados y agitándose durante un minuto aproximadamente. Entretanto yo veía crecer su desmesurada lujuria a medida que los polvos actuaban. Era como ver aumentar la densidad del vapor en una caldera sin otra salida que la válvula de seguridad. Y yo era la válvula de seguridad, pobrecilla de mí. Si no se conseguía, iba a estallar. De repente me dijo con voz asfixiada y algo mojigata: “Señora, desearía que se quitara la ropa.”

»“¡Oh, majestad! —exclamé poniéndome las manos sobre el pecho—. ¡Qué decís!”

»“Desnúdese” —dijo él tragando saliva.

»“Pero, si lo hago, ¡me violaréis, majestad!” —exclamé.

»“No me haga esperar” —dijo él tragando más saliva.

»“Majestad, si me violáis quedaré embarazada y nuestro mutuo amigo sabrá que ha ocurrido algo entre nosotros. Se enfadará tanto que mandará sus barcos de guerra a bombardear vuestras ciudades.”

»“Convénzale de que él fue quien la dejó embarazada. Y ahora, deprisa, ¡no puedo esperar más!”

»“Sabrá que no ha sido él, majestad, porque él y yo siempre tomamos precauciones.”

»“Entonces, ¡tome precauciones ahora también! —cortó secamente—. ¡Y no se ponga a discutir conmigo, señora!”

—Has manejado la situación maravillosamente —le dije a Yasmin—. Entonces le pusiste el artilugio.

—No hubo ningún problema. Resultó fácil. Con Woresley tuve que librar una tremenda pelea, pero en esta ocasión ha sido tan fácil como ponerle un guardacalor a una tetera.

—¿Qué ocurrió luego?

—Esta gente de la realeza es muy extraña —dijo Yasmin—. Conocen algunos trucos que nosotros, ordinarios mortales, ignoramos.

—¿Por ejemplo?

—Bueno —dijo—, para empezar, no se mueve. Supongo que la teoría es que los reyes no tienen que hacer ningún tipo de trabajo manual.

—Así que te obligó a que tú hicieras todo el trabajo.

—A mí tampoco me permitió que me moviera.

—No digas estupideces, Yasmin. No se puede realizar una copulación estática.

—Los reyes sí pueden —dijo ella—. Espera y verás. No vas a creértelo. No vas a poder creer que puedan ocurrir cosas así.

—¿Qué clase de cosas?

—Ya te he dicho que había elegido esa chaise longue tapizada de terciopelo púrpura —prosiguió Yasmin.

—Sí.

—Bien, pues resulta que había elegido exactamente el sofá más adecuado. Este maldito sofá era de un tipo construido especialmente como campo de jolgorios para su majestad. Ha sido la experiencia más fantástica que he tenido en mi vida. Había algo debajo, Dios sabe qué, pero tenía que ser un motor de algún tipo, y cuando el rey tiró de una palanca todo el sofá empezó a traquetear y saltar arriba y abajo.

—Me estás tomando el pelo.

—¡No te estoy tomando el pelo! —exclamó ella—. No podría inventármelo aunque quisiera, y sabes que es verdad.

—¿Quieres decir en serio que había un motor debajo del sofá? ¿Has llegado a verlo?

—Claro que no. Pero lo he oído perfectamente. Hacía el más condenado ruido que te puedas imaginar. Rechinaba horriblemente.

—¿Quieres decir que era un motor de bencina?

—No, no era de bencina.

—¿Qué era entonces?

—Un resorte de relojería —dijo ella.

—¡Un resorte de relojería! —dije—. ¡Imposible! ¿Cómo sabes que era un resorte?

—Porque cuando ha empezado a pararse, él ha tenido que darle cuerda otra vez.

—No me creo ni una palabra de todo esto —dije—. ¿Qué clase de cuerda?

—Tiene un asa muy grande —dijo Yasmin—, como la manivela que se usa para poner un automóvil en marcha, y cuando él le daba vueltas, hacía clic-cataclec. Por eso sé que es un resorte como los de relojería. Siempre se oye ese ruido como un chasquido cuando le das cuerda a un reloj.

—Demontres —dije—. Sigo sin creérmelo.

—No sabes gran cosa acerca de los reyes —dijo Yasmin—. Los reyes son diferentes. Se aburren mucho, y por eso siempre están tratando de inventarse modos de divertirse. Por ejemplo, el rey loco de Baviera, que hizo practicar un agujero en el centro de las sillas de su comedor. Cuando todos los invitados estaban sentados en pleno banquete, vestidos con sus ropas más lujosas y caras, él abría un grifo secreto y por los agujeros de las sillas salían unos chorros de agua a presión. Chorros de agua a enorme presión que les hacían subir el frío líquido por el trasero. Los reyes están locos.

—Sigue con lo del sofá de resorte —dije—. ¿Era asombroso y maravilloso?

Yasmin tomó un poco de champagne y no contestó inmediatamente.

—¿Viste la marca del fabricante en el sofá? —dije—. ¿Dónde puedo comprarme otro igual?

—Yo no trataría de comprármelo —dijo ella.

—¿Por qué?

—No vale la pena. No es más que un juguete. Un juguete para reyes tontos. Tiene cierta gracia por la sorpresa, pero eso es todo. Cuando se puso en marcha la primera vez me llevé la mayor sorpresa de mi vida. “¡Eh! —grité—. ¿Qué demonios ocurre aquí?”

»“¡Silencio! —dijo—. ¡Está prohibido hablar!”

»“De debajo del sofá salía un zumbido muy fuerte y todo vibraba muchísimo. Y al mismo tiempo traqueteaba arriba y abajo. La verdad, Oswald, era como montarse en un caballo que estuviera en la cubierta de un buque en medio de una tempestad. Santo Dios, pensé, me voy a marear. Pero no me mareé y cuando le dio cuerda por segunda vez empecé a cogerle el tranquillo. En realidad, era en cierto modo como montar a caballo. Tenías que acoplarte a él, cogerle el ritmo.

—¿Así que empezaste a disfrutarlo?

—No diría tanto. Pero tiene sus ventajas. Para empezar, no te cansas nunca. Sería fantástico para los ancianos.

—Alfonso tiene sólo treinta y tres años.

—Alfonso está chalado —dijo Yasmin—. Una vez, mientras le daba cuerda al motor, me dijo, “Generalmente utilizo a un criado para esta misión”. Dios mío, pensé, este estúpido bestia está verdaderamente chalado.

—¿Cómo te libraste de él?

—No fue fácil —dijo Yasmin—. Verás, como él no hacía ningún esfuerzo que no fuera el de darle cuerda a la cosa de vez en cuando, no se cansaba. Al cabo de una hora yo ya tenía bastante. “Desenchufad —le dije—. Ya es suficiente.”

»“Aquí el único que da órdenes soy yo” —dijo.

»“No seáis así —dije—. Retiradla de una vez.”

»“Aquí el único que da órdenes soy yo” —dijo.

»Vaya por Dios, pensé. Al final tendré que usar el alfiler de sombrero.

—¿Lo has utilizado? ¿Has llegado a aguijonearle? —le pregunté.

—Desde luego que sí —dijo—. ¡Se lo clavé tres centímetros!

—¿Qué pasó?

—Saltó casi hasta el techo. Soltó un grito penetrante y cayó en el suelo. “¡Menudo pinchazo!” —chilló él, agarrándose el trasero. Yo me levanté en un instante y empecé a vestirme otra vez mientras él seguía pegando brincos en pelota viva y chillando: “¡Me ha pinchado! ¡Me ha pinchado! ¡Cómo se ha atrevido a hacerme eso!”

—Tremendo —le dije a Yasmin—. Maravilloso. Fantástico. Ojalá hubiese podido verlo. ¿Le salía sangre?

—Ni lo sé ni me importa. A esas alturas ya estaba absolutamente harta de él, y tan fastidiada que le dije: “Oídme, fijaos en lo que os digo. Si nuestro amigo mutuo se enterase de esto haría que os colgasen de los huevos. ¿Supongo que os dais cuenta de que acabáis de violarme, no?” Eso bastó para cerrarle la boca. “¿Qué demonios os ha ocurrido?”, le dije. Estaba vistiéndome lo más deprisa que podía y trataba de ganar tiempo. “¿Qué impulso os indujo a hacerme esto?”, grité. Tenía que gritar porque el maldito sofá seguía haciendo aquellos ruidos justo detrás de mí.

»“No lo sé”, dijo él. De repente se mostraba de lo más dócil y amable. Cuando ya estaba lista para irme, me acerqué a él, le besé en la mejilla y le dije: “Olvidemos lo que ha ocurrido, ¿de acuerdo?”

Y al mismo tiempo le arranqué rápidamente la pringosa cosa de caucho de su real protuberancia y abandoné majestuosamente la sala.

—¿Nadie trató de detenerte? —pregunté.

—Nadie.

—Sobresaliente —dije—. Lo has hecho muy bien. Dame la hoja en seguida.

Yasmin me dio la hoja con membrete de palacio y la firma del rey, y yo la guardé cuidadosamente en un archivador.

—Ahora, haz tus maletas —dije—. Nos vamos en el primer tren.