A la mañana siguiente, cargado con la cosa de caucho y la carta firmada, me fui a buscar a A. R. Woresley. En el Edificio de Ciencias me dijeron que aquella mañana no había comparecido. Así que tomé el automóvil, me fui a su casa y llamé al timbre. Salió a abrir la puerta su diabólica hermana.
—Arthur se encuentra indispuesto —dijo.
—¿Qué tiene?
—Se cayó de la bicicleta.
—Vaya por Dios.
—Cuando regresaba a casa de noche, chocó contra un buzón de correos.
—No sabe cuánto lo siento. ¿Está muy malherido?
—Tiene todo el cuerpo lleno de moretones.
—Espero que no se haya roto nada.
—Bueno —dijo, y en su voz había un dejo de amargura—, al menos no se ha roto ningún hueso.
Santo Dios, pensé. Oh, Yasmin. ¿Qué le hiciste?
—Hágame el favor de transmitirle mis más sinceras condolencias —dije. Y me fui.
Al día siguiente Woresley, magullado y frágil, se presentó a trabajar.
Esperé a que se encontrara solo en el laboratorio, y entonces le puse delante de los ojos la página con el membrete del Departamento de Química con el texto que yo había mecanografiado encima de su firma. Dejé caer alrededor de mil millones de espermatozoides suyos (ahora ya muertos) en la mesa de trabajo, y le dije:
—He ganado la apuesta.
Él se quedó mirando fijamente aquella obscena cosa de caucho. Leyó la carta y reconoció la firma.
—¡Maldito estafador! —exclamó—. ¡Me hizo trampa!
—Y usted violó a una dama.
—¿Quién ha mecanografiado esto?
—Yo.
Se quedó quieto, encajando el golpe.
—De acuerdo —dijo—. Pero, ¿qué fue lo que me pasó? Me volví completamente loco. En nombre de Dios, ¿qué fue lo que hizo conmigo?
—Se tomó una dosis doble de cantharis vesicatoria sudanii —dije—. Polvos de escarabajo vesicante. ¿Fuerte, eh?
Se quedó mirándome de hito en hito, y poco a poco su rostro se iluminó al comprenderlo todo.
—Así que eso es lo que era… Dentro de la condenada trufa, ¿no?
—Naturalmente. Y si usted se lo tragó, también lo harán el rey de Bélgica, el príncipe de Gales, Mr. Joseph Conrad y todos los demás.
Woresley empezó a caminar de un lado a otro del laboratorio, con pasos cautelosos.
—Ya le dije una vez, Cornelius, que me parecía usted un tipo muy poco escrupuloso.
—Nada escrupuloso —asentí sonriendo.
—¿Sabe lo que me hizo esa mujer?
—Puedo adivinarlo.
—¡Es una bruja! ¡Es… un vampiro! ¡Es repugnante!
—Pues parece que a usted le gustó bastante —dije señalando la cosa de caucho que seguía sobre la mesa.
—¡Estaba drogado!
—La violó. La violó como un animal. Usted sí que se comportó de forma repugnante.
—Fue por culpa del escarabajo vesicante.
—Naturalmente —dije—. Pero cuando Marcel Proust la viole como un animal, o cuando lo haga el rey Alfonso de España, ¿sabrán que han tomado polvos de escarabajo vesicante?
Woresley no contestó.
—Desde luego que no —dije—. Se preguntarán seguramente qué diablos pudo pasarles, igual que usted. Pero jamás sabrán la respuesta y al final deducirán que todo fue cosa de la chica y sus maravillosos atractivos. Ésa es la única explicación que le encontrarán. ¿No cree?
—Bueno…, sí.
—Se sentirán muy violentos al ver que la han violado, lo mismo que usted. Estarán muy contritos, como usted. Querrán que nadie sepa nada de lo ocurrido, como usted. En otras palabras, no nos crearán ningún problema. Nos largaremos con el precioso esperma y el papel firmado, y ahí se acabará todo.
—Es usted un bribón de primera, Cornelius. Un redomado sinvergüenza.
—Ya lo sé —dije, volviendo a sonreír. Pero mi argumentación tenía una lógica irrefutable. El plan era perfecto. A. R. Woresley, que no era ningún necio, empezaba a comprenderlo. Le vi debilitarse.
—¿Y esa chica? —dijo—. ¿Quién era?
—Es el tercer miembro de nuestra organización. Es nuestro cebo oficial.
—Menudo cebo —dijo.
—Por eso la elegí.
—Me sentiré muy violento, Cornelius, si tengo que volver a verla.
—No pasará —dije—. Es una gran muchacha. Le gustará mucho a usted. A ella también le gusta usted, Woresley.
—Y un pimiento. ¿Por qué lo dice?
—Me dijo que fue usted indiscutible y absolutamente el mejor. Dijo que a partir de ahora querría que todos los hombres actuaran como usted.
—¿Dijo eso? ¿Es cierto que dijo eso, Cornelius?
—Palabra por palabra.
A. R. Woresley resplandeció.
—Dijo que en comparación con usted, todos los demás hombres parecen eunucos —dije para remachar el clavo.
Todo el rostro de A. R. Woresley estaba radiante de placer.
—¿No me estará tomando el pelo?
—Pregúnteselo usted mismo cuando la vea.
—Bien, bien, bien —dijo, radiante y retorciéndose ligeramente su horrible bigote con los dedos—. Bien, bien, bien —volvió a decir—. ¿Y le importa que le pregunte cómo se llama esa notable jovencita?
—Yasmin Howcomely. Es medio persa.
—Interesantísimo.
—Debió portarse usted fantásticamente —dije.
—Tengo mis momentos, Cornelius —dijo—. Sí, es cierto. Tengo mis momentos.
Parecía haberse olvidado de lo del escarabajo vesicante. Quería todo el mérito para sí, y dejé que así fuera.
—Se muere por volver a estar con usted.
—Espléndido —dijo frotándose las manos—. ¿Y dice que ella también formará parte de nuestra pequeña organización?
—Desde luego. A partir de ahora la verá a menudo.
—Bien —dijo—. Muy, muy bien.
Y fue así como A. R. Woresley ingresó en la empresa. Así de fácil. Además, era un hombre de palabra.
Accedió a aplazar la publicación de su descubrimiento.
Accedió a ayudarnos a Yasmin y a mí en todo lo que fuera preciso.
Accedió a construirnos un depósito portátil de nitrógeno líquido para poder llevárnoslo en nuestros viajes.
Accedió a darme instrucciones sobre el método exacto a seguir para diluir el semen escogido y repartirlo en dosis para su congelación.
Yasmin y yo seríamos los viajantes y los recolectores.
A. R. Woresley permanecería en su puesto de Cambridge, pero al mismo tiempo prepararía, en un lugar adecuado y con las dimensiones adecuadas, la instalación secreta del gran congelador central de nuestro Hogar del Semen.
Yo proporcionaría generosos fondos para todo. Pagaría todos los gastos de viajes, hoteles, etc., mientras Yasmin y yo viajáramos.
Y proporcionaría a Yasmin una cantidad en concepto de gastos lo suficientemente amplia para que pudiera adquirir un vestuario soberbio.
Todo era directo y sencillo.
Dejé la universidad y Yasmin hizo lo propio.
Encontré y compré una casa no lejos del lugar donde vivía A. R. Woresley. Era un edificio vulgar de ladrillo rojo, con cuatro dormitorios y dos salones bastante grandes. Algún constructor del Imperio, retirado muchos años atrás, había tenido la ocurrencia de bautizarla con el nombre de «Dunroamin».[5] Y «Dunroamin» sería la oficina central de nuestro Hogar. Aquí viviríamos Yasmin y yo durante el período preparatorio, y aquí instalaría su laboratorio secreto A. R. Woresley. Gasté mucho dinero equipando el laboratorio con aparatos para la obtención de nitrógeno líquido, mezcladores, microscopios y todo lo necesario. Amueblé la casa. Yasmin y yo nos mudamos a ella. Pero a partir de ahora nuestras relaciones fueron solamente de negocios.
Al cabo de un mes, A. R. Woresley había construido nuestro depósito portátil de nitrógeno líquido. Tenía doble pared al vacío de aluminio, gran número de bandejitas y demás artilugios para los pequeños recipientes de semen. Tenía el tamaño de una maleta grande, y además parecía serlo, porque estaba forrada por fuera de piel. Una segunda maleta, más reducida, contenía departamentos para el hielo, un mezclador manual y botellas para la glicerina, la clara de huevo y la leche desnatada. Además llevaba un microscopio para comprobar la potencia del semen recién recolectado. Todo fue preparado con meticuloso cuidado.
Finalmente, A. R. Woresley se dispuso a construir el Hogar de Semen en la bodega de la casa.