Ahora nos trasladamos a las cinco y media de la tarde del día siguiente. Yo me encontraba confortablemente tumbado en el suelo, detrás de unos archivadores del laboratorio de A. R. Woresley. Había pasado gran parte del día entrando y saliendo del laboratorio, como quien no quiere la cosa, reconociendo el terreno y separando gradualmente los archivadores de la pared hasta hacer un hueco lo bastante grande como para esconderme en él. También dejé un espacio de un par de centímetros entre dos de esos archivadores para poder mirar a través de él y obtener una excelente panorámica del laboratorio. A. R. Woresley trabajaba habitualmente al otro extremo de la sala, a unos seis metros de donde yo me encontraba. En este momento se hallaba precisamente allí. Estaba tonteando con un portatubos y con una pipeta llena de un líquido azul. Hoy no llevaba el delantal blanco que usaba normalmente. Estaba en mangas de camisa y pantalones de franela gris. Sonaron unos golpecitos en la puerta.
—¡Entre! —gritó sin levantar la vista.
Entró Yasmin. No le había dicho a ella que yo estaría mirándolo todo. ¿Por qué razón no hubiera debido hacerlo? Pero un general debe siempre vigilar a sus tropas durante la batalla. La muchacha estaba cautivadora con su vestido de algodón estampado que ceñía perfectamente su magnífica superestructura, y con ella entró en la sala aquella esquiva aura de lujuria y lascivia que la seguía como una sombra dondequiera que fuese.
—¿Es usted Mr. Woresley?
—Sí, soy Woresley —dijo él, sin levantar todavía la vista—. ¿Qué quiere?
—Perdóneme por entrar así a molestarle, Mr. Woresley —dijo ella—. No soy química, sino bióloga. Estudiante de biología. Pero he topado con un problema bastante difícil que es más químico que biológico. He preguntado a todo el mundo, pero no hay nadie capaz aparentemente de darme la solución. Todos han dicho que usted era el más indicado.
—Que yo era el más indicado, ¿eh? —dijo A. R. Woresley en tono de satisfacción. Siguió midiendo meticulosamente el líquido azul que tomaba de un vaso de precipitados e iba introduciendo con la pipeta en los tubos de ensayo—. Permítame terminar esto —añadió.
Yasmin se quedó quieta, mirando y estudiando su víctima.
—Vamos a ver, jovencita —dijo A. R. Woresley dejando la pipeta y volviéndose por primera vez—. ¿Qué era lo que…?
A mitad de la frase se quedó petrificado. Boquiabierto y con los ojos dilatados y redondos como medias coronas, la miró estupefacto. Luego apareció la punta de su lengua bajo las cerdas de sus bigotes teñidos de nicotina y empezó a deslizarse muy húmeda por sus labios. Para un hombre que había visto poco más que las chicas de Girton y su propia y diabólica hermana en muchísimos años, Yasmin debió parecerle grandiosa como la creación, fresca como el primer amanecer, milagrosa como el espíritu caminando sobre las aguas. Pero se recobró rápidamente.
—¿Quería preguntarme alguna cosa, joven?
Yasmin había preparado una pregunta muy brillante. Ya no recuerdo exactamente de qué se trataba, pero sé que tenía que ver con un tema en el que la química (la especialidad de Woresley) y la biología (la especialidad de ella) se entremezclaban de la forma más compleja posible, y para la que había que saber mucha química a fin de encontrar la solución. La respuesta sólo podía darse con una compleja explicación cuya exposición requeriría, con tal perfección lo había calculado ella, nueve minutos, o quizás algo más.
—Es una pregunta fascinante —dijo A. R. Woresley—. Vamos a ver cuál sería la mejor manera de responderla.
Cruzó la sala hacia una pizarra que estaba fijada en una de las paredes del laboratorio. Cogió una tiza.
—¿Quiere una trufa? —dijo Yasmin. Llevaba la bolsa de papel en la mano, y cuando Woresley se volvió introdujo una de las trufas en su propia boca. Cogió la otra trufa y, sosteniéndola con la punta de los dedos, se la alargó a Woresley.
—¡Por todos los dioses! —dijo él—. ¡Qué oferta tan extraordinaria!
—Está deliciosa —dijo ella—. Pruébela.
A. R. Woresley la aceptó y estuvo lamiéndola y haciéndola rodar por su boca hasta que por fin se decidió a masticarla y tragársela.
—Fabulosa —dijo—. Muy amable de su parte.
Tomé nota de la hora en mi reloj justo en el momento en que la trufa descendía por su gaznate. Vi que Yasmin hacía lo mismo. Qué chica tan sensata. A. R. Woresley estaba delante de la pizarra e inició una larga explicación escribiendo con tiza un buen montón de espléndidas fórmulas químicas. Yo no le escuché. Contaba los minutos. Y lo mismo hacía Yasmin. Apenas apartaba los ojos de su reloj de pulsera.
Siete minutos…
Ocho minutos…
Ocho minutos y cincuenta segundos…
¡Nueve minutos! Y, justo en ese momento, la mano que sostenía la tiza frente a la pizarra dejó repentinamente de escribir. A. R. Woresley se quedó rígido.
—Mr. Woresley —dijo Yasmin con su característica brillantez, midiendo exactamente el momento adecuado—, me pregunto si no le importaría darme su autógrafo. Es usted el único catedrático de ciencias que no me ha dado su autógrafo para mi colección.
Yasmin le estaba ofreciendo una pluma y una hoja de papel con el membrete oficial del Departamento de Ciencias Químicas.
—¿Qué es esto? —tartamudeó él llevándose la mano al bolsillo de los pantalones antes de volverse hacia ella.
—Aquí, por favor —dijo Yasmin señalando con un dedo hacia la mitad de la hoja, tal como yo le había dicho que hiciera—. Su autógrafo. Soy coleccionista. El suyo será el mejor tesoro de mi colección.
Para poder coger la pluma, A. R. Woresley tuvo que sacarse la mano del bolsillo. Su imagen era sumamente cómica. El pobre hombre ponía la misma cara que si tuviera una serpiente viva dentro de sus pantalones. Y se puso a dar saltitos sobre las puntas de los pies.
—Aquí, por favor —dijo Yasmin, que seguía señalando la hoja—. Después lo pegaré en mi álbum, junto a los demás.
Con la mente ofuscada por pasiones cada vez más intensas, A. R. Woresley firmó. Yasmin dobló la hoja y se la guardó en el bolso. A. R. Woresley se agarró al borde de la mesa del laboratorio con ambas manos. Empezó a mecerse hacia todos los lados, como si el laboratorio estuviese dentro de un barco asediado por la tempestad. Tenía la frente húmeda de sudor. Recordé entonces que le había suministrado una dosis doble. Creo que Yasmin estaba recordando lo mismo, porque retrocedió dos pasos y se fortificó en espera del inminente ataque.
Lentamente, A. R. Woresley giró la cabeza y la miró. Los polvos estaban actuando y en su mirada había una destello de demencia.
—Yo… mmm…, yo…, yo…
—¿Ocurre algo malo, Mr. Woresley? —dijo con dulzura Yasmin—. ¿Se encuentra bien?
Él se aferró a la mesa y mantuvo sus ojos fijos en ella. Ahora el sudor le empapaba todo el rostro y le caía en el bigote.
—¿Puedo ayudarle en algo? —dijo Yasmin.
Un ridículo gorgoteo brotó de la garganta de A. R. Woresley.
—¿Quiere que le traiga un vaso de agua? —preguntó ella—. ¿Prefiere un frasquito de sales?
Pero él seguía allí, agarrado a la mesa, agitando la cabeza y haciendo aquellos ridículos ruidos gorgoteantes. Tuve la sensación de estar viendo a un tipo al que se le hubiese clavado una espina de pescado en la garganta.
De repente soltó un tremendo bramido y corrió hacia la muchacha. La cogió por los hombros con las dos manos e intentó derribarla al suelo, pero ella se echó atrás, fuera de su alcance.
—¡Ajá! —dijo ella—. ¿Así que es eso lo que le inquietaba, eh? Pues no hay por qué avergonzarse de ello, señor mío.
Le habló con una voz más fría que mil pepinos.
Él volvió a atacarla con los brazos extendidos, tratando de clavarle sus garras, pero ella era muy ágil y se le escapaba siempre.
—Espere un segundo —dijo ella abriendo su bolso y sacando la cosa de caucho que le había dado yo la noche anterior—. Estoy totalmente dispuesta a divertirme un rato con usted, Mr. W., pero sería terrible que alguien pillara unas purgaciones, de modo que, sea buen chico, estése quietecito, y deje que le ponga este impermeable.
Pero a A. R. Woresley no le interesaba un rábano lo del impermeable. No tenía intención de quedarse quieto. Creo que no hubiera podido estarse quieto aunque hubiese querido. Desde mi punto de vista, resultaba interesante observar los curiosos efectos que producía una dosis doble en un hombre. Ante todo, le hacía dar grandes saltos. Saltaba una y otra vez como un apasionado de la calistenia. Y no dejaba de hacer aquellos absurdos gorgoteos. Y hacía girar los brazos sin parar como si fueran las aspas de un molino. Y el sudor no cesaba de correr por su cara. Mientras, Yasmin se dedicaba a bailar a su alrededor, sosteniendo la ridícula cosa de caucho con ambas manos y gritándole:
—¡Estése quieto, Mr. Woresley! No voy a permitir que se acerque a menos que se ponga esto.
Me parece que él ni llegó a oírla. Y aunque estaba evidentemente loco de lujuria, daba también la impresión de estar pasándoselo muy mal. Saltaba, al parecer, porque se le estaba produciendo una irritación exagerada. Algo le escocía. Le escocía tanto que no podía parar quieto. En las carreras de galgos, para conseguir que los perros corran más, suelen insertarles un poco de jengibre por el recto y el perro corre que se las pela con intención de alejarse del terrible escozor que siente detrás. En el caso de A. R. Woresley el escozor afectaba a otra parte de su cuerpo, y el dolor le hacía saltar y brincar por todo el laboratorio, al tiempo que se decía a sí mismo, o eso parecía al menos, que sólo una mujer podría librarle de aquel terrible escozor. Pero la desdichada mujer era mucho más rápida que él. No conseguía atraparla. Y el escozor era cada vez más fuerte.
De repente, utilizando las dos manos, se rasgó la parte delantera de los pantalones y una docena de botones se esparcieron tintineantes por toda la sala. Dejó caer los pantalones, pero se le atascaron en los tobillos. Trató de sacárselos de una patada, pero no pudo hacerlo porque todavía llevaba los zapatos puestos.
Con los pantalones en los tobillos, A. R. Woresley se quedó temporal pero eficazmente paralizado. No podía correr. Ni siquiera podía caminar. Yasmin comprendió que ahí estaba su oportunidad y la aprovechó. Se zambulló hacia la erecta y temblorosa vara que asomaba a través de la raja de los calzoncillos, la agarró con la mano derecha y la sostuvo con la misma firmeza que si se tratara de una raqueta de tenis. Ahora ya lo tenía. Él empezó a bramar más fuerte incluso.
—¡Cállese, por Dios —dijo ella—, o pronto tendremos aquí a toda la universidad! ¡Y estése quieto, a ver si puedo meterle esta maldita goma!
Pero A. R. Woresley estaba sordo para todo lo que no fuera sus fieros y fundamentales deseos. Era absolutamente incapaz de estarse quieto. Aún paralizado por los pantalones a la altura de los tobillos, siguió dando saltos y agitando los brazos y bramando como un toro. Para Yasmin aquello debió ser tan difícil como tratar de enhebrar la aguja de una máquina de coser en pleno funcionamiento.
Al final Yasmin perdió la paciencia y vi que con la mano derecha, la que sujetaba, por decirlo así, el mango de la raqueta de tenis, hacía un malévolo y rápido movimiento de torsión. Era como si estuviera devolviendo la pelota con un fuerte revés, tras recibir una volea a media altura, con un veloz giro de la muñeca a fin de dar efecto al golpe. Fue un malévolo movimiento de torsión, efectivamente, un golpe victorioso sin duda, porque la víctima soltó un aullido que hizo temblar sonoramente hasta el último tubo de ensayo que había en el laboratorio. Le dejó paralizado de pies a cabeza durante cinco segundos, justo el tiempo suficiente para que ella le pusiera el capirote de caucho y luego saltara atrás, lejos de su alcance.
—¿No podría usted calmarse un poquitín ahora? —dijo ella—. Esto no es una corrida de toros.
Él estaba ahora sacándose violentamente los zapatos y lanzándolos al otro extremo de la sala, y cuando se sacudió los pantalones de una patada y recobró la libertad de movimientos, Yasmin debió imaginar que por fin había llegado el momento de la verdad.
Y, efectivamente, había llegado. Pero no sacaríamos ningún provecho de la descripción del brutal zarandeo que se produjo a continuación. No hubo intermedios, pausas ni tiempo de descanso. El vigor que la dosis doble de polvos de escarabajo vesicante había infundido a aquel hombre era asombroso. Se lanzó sobre ella como si se tratase de una carretera con el piso en muy mal estado y estuviera tratando de alisar los baches a golpes. Le hizo cabecear a proa y a popa. Le hizo escorarse a babor y estribor, y aun así, todavía le quedaban fuerzas para cargar de nuevo y seguir disparando pese a que a esas alturas debía tener el cañón al rojo vivo. Dicen que los antiguos pobladores de las islas Británicas conseguían fuego haciendo girar la punta de un palo muy deprisa y durante mucho tiempo contra un bloque de madera. No me hubiera sorprendido en lo más mínimo ver salir humo de los luchadores que se debatían en el suelo.
Mientras todo esto continuaba, aproveché la oportunidad para sacar lápiz y papel y tomar algunas notas para futuras consultas:
Nota primera: Debemos esforzarnos siempre para lograr que Yasmin se enfrente al sujeto del experimento en una habitación en la que haya una cama o un sillón o como mínimo una alfombra en el suelo. Se trata indudablemente de una chica fuerte y resistente, pero trabajar sobre una superficie de madera desnuda en circunstancias excepcionalmente duras, como le ocurre ahora, es tener que pasárselo francamente mal. Tal como van las cosas, no sería extraño que sufriera alguna lesión en la región lumbar o incluso una luxación en la pelvis. ¿Y adónde iría entonces a parar nuestro ingenioso plan, tra-la-la?
Nota segunda: Nunca se debe administrar más de una dosis a nadie. Un cantidad excesiva de polvos produce una irritación exagerada en las partes vitales y hace que la víctima sufra algo muy parecido al baile de san Vito. Esto hace que Yasmin sea casi incapaz de colocar adecuadamente el depósito de semen sin recurrir a alguna trampa. Las dosis excesivas hacen además que la víctima brame, hecho que podría crear circunstancias embarazosas si la esposa de la víctima, la Reina de Dinamarca, por ejemplo, o la mujer de Bernard Shaw, estuvieran tranquilamente sentadas en la habitación contigua haciendo calceta.
Nota tercera: Es preciso inventar algún medio para ayudar a Yasmin a salir de debajo y hacer un paquete con el precioso esperma lo antes posible una vez la mercancía haya quedado depositada en la bolsa. Estos diabólicos polvos del escarabajo vesicante, incluso administrados sin exageración, podrían fácilmente provocar que un viejo de noventa años se pasara dos horas y hasta más dándole al asunto. Y, aparte de las incomodidades que Yasmin pudiera padecer, es vital que los bichitos puedan ser introducidos rápidamente en el congelador, mientras todavía están frescos. Basta mirar, por ejemplo, al bueno de Woresley en este momento. Sigue moliéndola a pesar de que ya ha entregado la mercancía al menos seis veces seguidas. En el futuro es posible que baste con aplicar en las nalgas un brusco pinchazo con un alfiler de sombrero.
Entretanto, en el suelo del laboratorio, Yasmin no tenía a mano ninguna aguja de sombrero, y aún hoy día ignoro qué fue exactamente lo que le hizo a A. R. Woresley para que en aquel momento soltara otro de sus horribles aullidos y se quedara repentinamente congelado. Tampoco quiero saber qué le hizo, porque no me interesa en lo más mínimo. Sin embargo, fuera lo que fuese, estoy seguro de que una buena chica como ella no se lo hubiera hecho a un buen hombre como él de no haber sido absolutamente necesario. Sin saber cómo, vi a Yasmin que se ponía en pie y salía corriendo hacia la puerta con el trofeo de la victoria en la mano. Estuve a punto de levantarme y aplaudirla en su mutis. ¡Qué actuación! ¡Qué éxito tan rotundo! La puerta se cerró de golpe y ella desapareció.
Inmediatamente, el laboratorio se quedó en silencio. Vi cómo A. R. Woresley recobraba fuerzas y se levantaba lentamente del suelo. Se quedó unos instantes aturdido y bamboleante. Parecía que acabasen de atizarle un golpe en la cabeza con un bate de cricket. Se fue a trompicones hacia el fregadero y empezó a salpicarse la cara con agua, y mientras lo hacía, salí reptando de mi escondrijo y me fui de puntillas hacia la puerta, que cerré suavemente tras de mí.
No había señales de Yasmin en el pasillo. Yo le había dicho que permanecería sentado en mis habitaciones de Trinity mientras durase la experiencia, de modo que lo más probable era que en este momento estuviera dirigiéndose hacia allí. Salí apresuradamente, subí raudo a mi automóvil y fui del Edificio de Ciencias a mi College dando un rodeo a fin de no encontrármela por el camino. Aparqué el automóvil y subí a esperar a mis habitaciones.
Pocos minutos después llegó Yasmin.
—Dame un trago —pidió atravesando la sala en dirección a un sillón. Noté que caminaba como si tuviera las piernas estevadas y tratase de evitar los movimientos bruscos.
—Pareces el mensajero que acaba de llevar la buena nueva de Ghent a Aix, montando un caballo a pelo —dije.
Ella no me contestó. Le serví cuatro dedos de gin y añadí un centímetro cúbico de jugo de lima. Yasmin dio un buen trago de aquella espléndida copa y dijo:
—Uuff, ahora me siento mejor.
—¿Qué tal te ha ido?
—Le dimos una dosis ligeramente excesiva.
—Me lo temía —dije.
Abrió el bolso y sacó aquella repulsiva cosa de caucho que había tenido la buena idea de cerrar con un nudo en su extremo abierto.
Y luego me entregó la hoja de papel con membrete que llevaba la firma de A. R. Woresley.
—¡Fantástico! —exclamé—. ¡Lo has conseguido! ¡Ha ido todo bien! ¿Te has divertido?
Su respuesta me dejó perplejo:
—De hecho, sí. Me he divertido bastante —dijo.
—¿Sí? ¿No actuó con demasiada brutalidad?
—Ha tenido tal actuación, que comparados con él, todos los hombres con los que me había acostado parecen eunucos —dijo.
Su frase me hizo reír.
—Tú incluido —dijo.
Dejé de reír.
—Así es —dijo suavemente, tomando otro trago de gin— como quiero que se comporten todos los hombres conmigo de ahora en adelante. Exactamente así.
—Pero, ¿no has dicho que la dosis ha sido excesiva?
—Sólo un poquitín —dijo—. No podía pararle. Era absolutamente inagotable.
—¿Cómo te las has arreglado para frenarle?
—A ti no te importa.
—¿Crees que te sería útil un alfiler de sombrero la próxima vez?
—Eso es una buena idea —dijo—. Llevaré un alfiler de sombrero. Pero preferiría que les diéramos la dosis adecuada, así no tendría que usarlo.
—Calibraremos con más exactitud.
—En realidad, preferiría no tener que clavar alfilerazos en el trasero del rey de España, ¿no sé si me entiendes?
—Te entiendo, te entiendo.
—Me gustaría despedirme amistosamente de ellos.
—¿Y esta vez no ha podido ser?
—No exactamente, no —dijo ella con una leve sonrisa.
—Bien hecho, de todos modos —dije—. Lo has conseguido.
—No puedes imaginarte lo gracioso que estaba —dijo—. Ojalá hubieses podido verle. No paraba de dar brincos.
Tomé la hoja con la firma de A. R. Woresley y la puse en mi máquina de escribir. Me senté y mecanografié el siguiente texto justo encima de la firma:
Certifico por la presente que en el día de hoy, a 27 de marzo de 1919, he entregado personalmente cierta cantidad de mi propio semen a Oswald Cornelius, Presidente del Hogar Internacional del Semen, Cambridge, Inglaterra. Deseo que este semen sea almacenado indefinidamente, utilizando la revolucionaria técnica Woresley, recientemente descubierta, y acepto además que el anteriormente citado Oswald Cornelius utilice en cualquier momento partes de este semen para fecundar hembras seleccionadas de gran calidad a fin de diseminar mi propia línea hereditaria por todo el mundo, en beneficio de las generaciones futuras.
Firmado, A. R. WORESLEY,
Doctor en Química
Universidad de Cambridge
Le enseñé el texto a Yasmin.
—Evidentemente, en el caso de Woresley no tiene ninguna utilidad —dije— porque no vamos a poner su simiente en el congelador. Pero, aparte de este detalle, ¿qué te parece? ¿Quedará bien con la firma de reyes y genios?
Ella lo leyó detenidamente.
—Está bien —dijo—. Funcionará perfectamente.
—He ganado mi apuesta —exclamó—. Ahora Woresley tendrá que capitular.
Ella permaneció sentada, sorbiendo su gin. Estaba relajada y asombrosamente tranquila.
—Tengo la extraña sensación —dijo— de que este plan acabará funcionando bien. Al principio parecía ridículo. Pero no veo ahora ningún obstáculo capaz de detenernos.
—Nada podrá detenernos —sentencié—. Siempre te saldrás con la tuya, con la única condición de que tengas acceso al hombre en cuestión y puedas darle los polvos.
—Son verdaderamente fantásticos.
—Lo comprobé en París.
—¿Crees que a alguno de los más ancianos podría darles un ataque al corazón?
—Claro que no —dije, pese a que yo también había estado preguntándome lo mismo.
—No querría dejar tras de mí una estela de cadáveres. Sobre todo tratándose de los de hombres famosos e importantes.
—No pasará nada —dije—. No te preocupes.
—Por ejemplo, Alexander Graham Bell —dijo—. Según me dijiste, en este momento tiene setenta y dos años. ¿Crees que él podría soportarlo?
—Es más fuerte que un roble —dije—. Todos los grandes hombres lo son. Pero, para tranquilizarte, te diré lo que haremos. Regularemos la dosis de acuerdo con la edad. Menos polvos cuanto más viejos sean.
—De acuerdo —dijo—. Es una buena idea.
Me llevé a Yasmin a cenar un espléndido banquete en el Blue Boar. Se lo merecía. Luego la devolví sana y salva a Girton.