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Girton, por si acaso ustedes no están enterados, era y sigue siendo un colegio universitario de mujeres, integrado en la universidad de Cambridge. Tras el recinto de sus sombríos muros residía en 1919 un ramillete de jóvenes damas tan repulsivas, tan cuelligordas y tan hociquilargas que nunca me dignaba mirarlas. Me recordaban a los cocodrilos. Cuando me cruzaba con ellas por la calle, un estremecimiento me recorría toda la espalda. Casi nunca se lavaban, y llevaban los lentes de sus gafas manchados con grasientas huellas de las yemas de sus dedos. Sesudas sí eran, sin duda. Muchas de ellas eran hasta brillantes. Aunque eso era, para mí, una compensación insuficiente.

Pero esperen.

Hacía solamente una semana que había descubierto entre aquellos especímenes zoológicos una criatura tan deslumbrantemente encantadora que me había negado a creer que se tratara de una de las chicas de Girton. Pero lo era. La descubrí a la hora de comer en una pastelería. Estaba comiéndose una rosquilla. Le pregunté si podía sentarme a su mesa. Ella asintió con la cabeza sin dejar de comer. Y me senté, mirándola boquiabierto y desorbitado, como si acabase de encontrarme con la mismísima reencarnación de Cleopatra. En toda mi corta vida no había visto nunca muchacha ni mujer que desprendiera tanto hedor de salacidad. Estaba completamente empapada en lujuria. No importaba lo más mínimo que tuviera la cara manchada de azúcar. Vestía un impermeable y una bufanda de lana pero producía el mismo efecto que si hubiese estado totalmente desnuda. Encontrar chicas como ésta es una de esas cosas que solamente te ocurren una o dos veces en tu vida. Tenía una cara indescriptiblemente bonita, pero sus aletas nasales lanzaban llamaradas, y su labio superior tenía una curiosa y leve torsión que me ponía la carne de gallina. Ni siquiera en París había visto una sola mujer que estimulase tan instantáneamente mis apetitos. Ella siguió comiéndose su rosquilla. Yo seguía mirándola con los ojos desorbitados. Una vez, pero sólo una, levantó sus ojos lentamente hacia mí para fijarlos en mi rostro, fríos y astutos, como si estuviesen calculando alguna cosa, para después bajarlos de nuevo. Terminó de comer y echó su silla hacia atrás.

—Espere —dije.

Ella hizo una pausa, y por segunda vez sus calculadores ojos castaños se elevaron y descansaron en mi rostro.

—¿Qué decía?

—Le decía que esperase. No se vaya. Tómese otra rosquilla… O un bollo de Bath o cualquier cosa.

—Si lo que quiere es hablar conmigo, ¿por qué no lo dice?

—Quiero hablar con usted.

Entrelazó las manos en su regazo y se quedó esperando. Empecé a hablar. Ella participó en la conversación. Estudiaba biología en Girton y, como yo, tenía una beca. Me dijo que su padre era inglés y que su madre era persa. Se llamaba Yasmin Howcomely.[4] Lo que hablamos entonces carece de importancia. Pasamos directamente de la tienda de bollos a mis habitaciones y permanecimos allí hasta la mañana siguiente. Estuvimos juntos dieciocho horas, a cuyo término me sentí como una tira de cecina, un pedazo de carne desecada y deshidratada. Era una chica eléctrica e increíblemente perversa. Si hubiese sido china y hubiese vivido en Pekín, hubiese obtenido el Diploma de Honor con las manos atadas a la espalda y grilletes de hierro en los tobillos.

Estaba tan chiflado por ella que violé la regla de oro y la vi una segunda vez.

Y ahora eran las diez menos veinte de la noche y A. R. Woresley pedaleaba hacia su casa, mientras yo me encontraba en la caseta del portero del Girton College y le pedía amablemente que informase a Yasmin Howcomely de que Mr. Oswald Cornelius deseaba verla para tratar una cuestión de carácter urgente.

Ella bajó inmediatamente.

—Corre al auto —le dije—. Tenemos que hablar.

Subió al automóvil y regresé hacia Trinity, y allí le di al portero del College medio soberano para que hiciese la vista gorda mientras ella se colaba hacia mis habitaciones.

—No te desnudes —le dije—. Es un asunto de negocios. ¿Te gustaría ser rica?

—Me gustaría mucho —dijo.

—¿Puedo confiar en ti?

—Sí —dijo ella.

—¿No se lo dirás a nadie?

—Sigue —dijo—. Empieza a ser divertido.

Pasé a continuación a contarle la historia del descubrimiento de A. R. Woresley.

—¡Dios mío! —dijo cuando terminé—. ¡Es un gran descubrimiento científico! ¿Quién diablos es A. R. Woresley? ¡Pronto será famoso en todo el mundo! ¡Me gustaría conocerle!

—Pronto lo harás —dije.

—¿Cuándo? —Como era una joven científica, estaba verdaderamente excitada.

—Espera —dije—. Ahora te cuento el siguiente capítulo.

Entonces le relaté mis planes para explotar el descubrimiento mediante la creación de un banco de semen de todos los grandes genios y reyes del mundo.

Cuando terminé me preguntó si tenía vino. Abrí una botella de clarete y serví un vaso para cada uno. También saqué unas galletas muy buenas para acompañarlo.

—Ese banco de esperma es una idea divertidísima —dijo—, pero me temo que no funcionará.

Y a continuación pasó a exponerme los mismos obstáculos que me había planteado A. R. Woresley hacía unas horas. Dejé que lo vomitara todo, hasta el final. Entonces jugué mi as de espadas.

—La última vez que estuvimos juntos te conté la historia de mis travesuras parisinas —dije—. ¿Lo recuerdas?

—Los fantásticos polvos del escarabajo vesicante. No he dejado de pensar lo maravilloso que hubiera sido que te hubieras traído unos pocos.

—Me los traje.

—¿En serio?

—Usando solamente lo que cabe en una cabeza de alfiler cada vez, cinco libras de polvo duran muchísimo tiempo. Me queda aproximadamente una libra todavía.

—Entonces, ¡ésta es la respuesta! —exclamó batiendo palmas.

—Ya lo sé.

—¡Pásales un poco de polvo, y nos darán mil millones de sus bichitos inquietos cada vez!

—Utilizándote a ti como cebo.

—Oh, claro que seré el cebo —dijo—. Les tentaré hasta que se mueran de ganas. ¡Hasta los más ancianos podrán proporcionarnos su simiente! Enséñame esos polvos mágicos.

Cogí la famosa caja de galletas y la abrí. Había tres centímetros de polvos en el fondo de la lata. Yasmin hundió un dedo y se llevó el polvo a la boca. Se lo impedí sujetándola por la muñeca.

—¿Estás loca? —grité—. ¡Pegadas a la piel del dedo tienes como mínimo seis dosis!

Sin soltarle la muñeca la conduje al baño y le puse el dedo bajo el grifo.

—Quiero probarlo —dijo ella—. Anda, cariño, dame un poquitín.

—Dios mío —dije—. ¿Tienes idea de los efectos que produce?

—Sí, tú mismo me lo has explicado.

—Si quieres ver cómo funciona, espera a mañana, cuando se los demos a A. R. Woresley.

—¿Mañana?

—Seguro —dije.

—¡Yuupi! ¿A qué hora?

—Mañana tienes que conseguir que el viejo Woresley eyacule, y me ayudarás a ganar mi apuesta —dije—. Así conseguiremos que se una a nosotros. Woresley, tú y yo, seremos un gran equipo.

—Me gusta —dijo—. Haremos que el mundo se estremezca.

—Haremos mucho más que eso. Conseguiremos que se estremezcan hasta las testas coronadas de toda Europa. Pero antes, tenemos que conseguir que sea Woresley el que se estremezca.

—Tiene que ser un momento en el que esté solo.

—Eso es fácil. Todas las tardes está solo en el laboratorio de cinco y media a seis y media. Luego se va a su casa a cenar.

—¿Y cómo tengo que dárselos? —preguntó—. Me refiero a los polvos.

—Dentro de una trufa. Dentro de una deliciosa trufa de chocolate. Tiene que ser muy pequeña, para que se la meta entera en la boca de una vez.

—¿Y podrías explicarme dónde vamos a encontrar hoy en día esas deliciosas y pequeñas trufas de chocolate? —preguntó ella—. Parece que hayas olvidado que ha habido una guerra.

—Ahí está la gracia —dije—. A. R. Woresley no debe haber probado un solo pedacito decente de chocolate desde 1914. Se lo tragará sin pensarlo.

—Pero, ¿tienes chocolate?

—Aquí mismo —respondí—. El dinero lo puede todo.

Abrí un cajón y saqué una caja de trufas de chocolate. Todas eran idénticas. Cada una de ellas tenía el tamaño de una canica. Me las había vendido Prestat, la prestigiosa chocolatería de Oxford Street, en Londres. Cogí una de las trufas y, con un alfiler, le hice un agujero. Ensanché un poco el agujero. Luego usé la cabeza del mismo alfiler para calcular una dosis de polvo de escarabajo vesicante. La introduje por el agujero. Medí una segunda dosis. Y también la metí por el agujero.

—¡Eh! —dijo Yasmin—. ¡Has puesto dos dosis!

—Ya lo sé. Quiero estar absolutamente seguro de que Mr. Woresley eyacula.

—A lo mejor con una dosis tan fuerte se le hace un nudo.

—Lo superará.

—¿Y yo?

—Creo que sabrás cuidarte de ti misma —dije. Apreté el chocolate para tapar el agujero. Luego clavé el palo de una cerilla en esa trufa—. Te daré dos trufas —añadí—. Una para ti y otra para él. La suya es la que tiene la cerilla clavada.

Metí las trufas en una bolsa de papel y se la di. Estuvimos discutiendo detalladamente los planes para la batalla.

—¿Se pondrá violento? —preguntó ella.

—Un poquitín.

—¿Y dónde voy a encontrar esa cosa de la que hablabas?

Fui a buscar la cosa en cuestión. Jasmin la examinó para asegurarse de que se encontraba en buen estado, y luego se la guardó en el bolso.

—¿Todo listo?

—Sí —dijo ella.

—No te olvides que esta vez será un ensayo completo para los otros encargos que te haré más adelante. Aprende todo lo que puedas.

—Ojalá supiera judo.

—No te pasará nada.

La llevé otra vez en coche a Girton y la acompañé hasta que cruzó sana y salva las puertas del College.