—Usted está prácticamente en quiebra —dije—. Tiene que pagar los intereses de una hipoteca que le tiene abrumado. Cobra de la universidad un sueldo despreciable. Carece de ahorros. Se alimenta, si me perdona la expresión, de lavazas.
—Vivimos muy bien.
—No es cierto. Y jamás llegarán a vivir bien si no me permite que le ayude.
—Bien, pues, ¿cuál es su plan?
—Señor, usted ha realizado un gran descubrimiento científico —dije—. De eso no hay la menor duda.
—¿Cree también que es importante? —dijo, reanimándose.
—Muy importante. Pero, ¿sabe lo que ocurrirá si publica lo que ha descubierto? Todo el mundo se volcará sobre su método y se lo robará. Usted no podrá impedirlo. Es lo que ha pasado a todo lo largo de la historia de la ciencia. Fíjese por ejemplo en el caso de la pasteurización. Pasteur publicó sus trabajos. Todo el mundo le robó el invento. ¿Y qué ganó el pobre Pasteur?
—Se convirtió en un hombre famoso —dijo A. R. Woresley.
—Si ésas son todas sus aspiraciones, adelante, publique su trabajo. Me retiraré graciosamente por el foro.
—¿Podría llegar alguna vez a publicar mis trabajos si siguiera su plan? —dijo A. R. Woresley.
—Naturalmente. En cuanto tuviese su millón en el bolsillo.
—¿Cuánto tiempo haría falta para eso?
—No lo sé. Yo diría que unos cinco o diez años como máximo. Luego sería usted libre de convertirse en famoso.
—Entonces, de acuerdo —dijo—. Cuénteme ese brillante plan.
El oporto era muy bueno. El Stilton también era bueno, pero sólo tomé unos pellizcos para limpiarme el paladar. Pedí una manzana. Una manzana dura, cortada en rebanadas muy finas, es la mejor compañera del oporto.
—Le propongo que trabajemos solamente con espermatozoides humanos —dije—. Le propongo que seleccionemos exclusivamente a los hombres más importantes y famosos que vivan en la actualidad, y que creemos un banco de esperma de esos hombres. Almacenaremos doscientos cincuenta recipientes con esperma de cada uno de ellos.
—¿Para qué? —dijo A. R. Woresley.
—Retroceda simplemente sesenta años —dije—, a la altura de 1860, e imagine que usted y yo vivimos en esa época y que tenemos conocimientos y capacidad para almacenar indefinidamente el esperma de los genios del momento. ¿Qué genios vivos en 1860 hubiera elegido usted como donantes?
—Dickens —dijo.
—Siga.
—Y también Ruskin…, y Mark Twain.
—Y Brahms —dije yo—. Y Wagner y Tchaikovsky y Dvorak. La lista es muy larga. Todos ellos auténticos genios. Retroceda un poco más en el mismo siglo, y nos encontraremos con Balzac, Beethoven, Napoleón, Goya, Chopin. ¿No sería excitante tener en nuestro banco de nitrógeno líquido un par de cientos de dosis de esperma de Beethoven?
—¿Y qué haría con él?
—Venderlo, naturalmente.
—¿A quién?
—A mujeres. A mujeres riquísimas que quisieran tener hijos de alguno de los mayores genios de todos los tiempos.
—Espere un poco, Cornelius. Las mujeres, tanto si son ricas como si no lo son, no permitirán que las inseminen con el esperma de algún extranjero de hace unos siglos por el simple hecho de que esa persona fuera un genio.
—Eso es lo que usted cree. Escuche, podría llevarle a cualquier concierto de Beethoven que usted mismo eligiera, y le garantizo que encontraría media docena de mujeres que darían casi cualquier cosa por tener hoy mismo un hijo de ese gran hombre.
—¿Se refiere a solteronas?
—No. A mujeres casadas.
—¿Y qué dirían sus maridos?
—Los maridos no se enterarían. Sólo la madre sabría que estaba embarazada de Beethoven.
—Eso sería una bellaquería, Cornelius.
—¿No puede imaginársela —dije—, una mujer rica e infeliz casada con algún industrial de Birmingham increíblemente feo, tosco, ignorante y desagradable, que de repente tiene un motivo por el que vivir? Imagínesela paseando por el jardín maravillosamente cuidado de la residencia campestre de su marido, tarareando el movimiento lento de la sinfonía heroica de Beethoven y pensando para sí, «¡Qué maravilloso, Dios mío! ¡Estoy embarazada del hombre que compuso esa música hace cien años!»
—No tenemos esperma de Beethoven.
—Hay muchísimos más —dije—. Todos los siglos, todas las décadas tienen muchos grandes hombres. Nuestra tarea es tratar con ellos.
Y además —añadí—, tenemos algo muy importante a nuestro favor. Comprobará que los hombres muy ricos son casi siempre feos, toscos, ignorantes y desagradables. Son bandidos y ladrones, auténticos monstruos. Piense en la mentalidad de los hombres que se han pasado la vida entera amasando un millón tras otro: Rockefeller, Camegie, Mellon, Krupp. Ésos son los antiguos. Y los actuales son igualmente desagradables. Todos horribles. Y se casan siempre con mujeres muy bellas, mientras que ellas les eligen porque son millonarios. Esas mujeres tan bellas tienen hijos horribles e inútiles, los únicos que pueden darles, sus feos y avarientos esposos. Esas mujeres acaban odiando a sus maridos. Se aburren. Se distraen solamente con la vida cultural. Compran cuadros de pintores impresionistas y van a conciertos de Wagner. Al llegar a esa fase, querido profesor, están maduras para nuestro experimento. Y es entonces cuando aparece Oswald Cornelius y les ofrece embarazarlas con auténtico esperma garantizado de Wagner.
—Wagner también ha muerto.
—Estoy tratando simplemente de mostrarle el aspecto que tendrá nuestro banco de esperma cuarenta años después de que hayamos empezado a trabajar, si empezamos ahora, en 1919.
—¿A quién pondríamos en ese banco? —dijo A. R. Woresley.
—¿Qué nombres sugería usted? ¿Quiénes son los genios de nuestros días?
—Albert Einstein.
—Muy bien —dije—. ¿Quién más?
—Sibelius.
—Espléndido. ¿Y qué le parece Rachmaninov?
—Y Debussy —dijo.
—¿Quién más?
—Sigmund Freud, el doctor vienés.
—¿Es un genio?
—Pronto será reconocido como tal —dijo A. R. Woresley—. En los círculos médicos ya se ha hecho famoso.
—Acepto su palabra. Siga.
—Igor Stravinsky.
—No sabía que le gustaba la música.
—Claro que me gusta.
—Yo añadiría a Picasso, un pintor que trabaja en París.
—¿Es un genio?
—Sí —contesté.
—¿Aceptaría al norteamericano Henry Ford?
—Ah, sí —respondí—. Ese está muy bien. Y también pondría a nuestro rey, Jorge V.
—¡El rey Jorge V! —exclamó—. ¿Qué tiene que ver con todo esto?
—Tiene sangre real. ¡Imagine lo que pagarían algunas mujeres por tener un hijo del rey de Inglaterra!
—Está llevando esto a extremos ridículos, Cornelius. No puede usted colarse en Buckingham Palace y empezar a pedirle a su majestad el rey si tendría la bondad de proporcionarle el producto de una eyaculación.
—Espere y verá —dije—. Todavía no le he contado más que la mitad de mi plan. Y no nos detendremos en Jorge V. Debemos conseguir un muestrario muy amplio de esperma real. De todos los reyes de Europa. Veamos. Haakon de Noruega, Gustavo de Suecia, Christian de Dinamarca, Alberto de Bélgica, Alfonso de España, Carol de Rumania, Boris de Bulgaria, Victor Emmanuel de Italia.
—Me parece una actitud muy tonta.
En absoluto. Hay damas de sangre aristocrática en España que se volverían locas por tener un hijo de Alfonso. Y lo mismo ocurrirá en los demás países. La aristocracia venera la monarquía. Es esencial que consigamos que nuestro banco tenga una gama muy completa de esperma real. Y pienso conseguirlo. No se preocupe. Lo conseguiré.
—Me parece que todo esto no es más que una locura pícara e impracticable —dijo A. R. Woresley. Se metió un trozo de Stilton en la boca y bebió un sorbo de oporto para tragarlo. Y de este modo echó a perder tanto el queso como el vino.
—Estoy dispuesto —dije lentamente— a invertir en nuestra asociación hasta el último penique de mis cien mil libras. Así de impracticable lo veo yo.
—Está usted loco.
—También me hubiese llamado loco si me hubiese visto partir hacia el Sudán, con mis diecisiete años, en busca del polvo del escarabajo vesicante, ¿verdad?
Aquello le sorprendió un poco.
—¿Cuánto cobraría por el esperma? —dijo.
—Una fortuna —dije—. No vamos a permitir que nadie pueda conseguir un hijo de Einstein a precio de saldo. Y lo mismo digo de un hijo de Sibelius. O un hijo del rey Alberto de Bélgica. ¡Eh! Acaba de ocurrírseme una idea. ¿Cree que un hijo del rey podría ser legítimamente aspirante a un trono?
—Sería un bastardo.
—Seguro que sería aspirante a algo. Los bastardos reales siempre obtienen prebendas. Por el esperma de los reyes tendremos que cobrar horrores.
—¿Cuánto cobraría?
—Yo diría que unas veinte mil libras la dosis. La de personas sin sangre real podríamos venderla un poco más barata. Podríamos tener una lista de precios, con una gama de diversas categorías. Pero los más caros serían los reyes.
—¡H. G. Wells! —dijo de repente—. Está por aquí.
—Sí. Podríamos incluirle en la lista.
A. R. Woresley se recostó en su silla y sorbió su oporto.
—Suponiendo —dijo—, suponiendo simplemente que lográramos formar este increíble banco de esperma, ¿quién iría por ahí buscando las millonarias que serían nuestras clientes?
—Lo haría yo.
—¿Quién las inseminaría?
—Lo haría yo.
—No sabe usted hacerlo.
—Aprendería rápidamente. Sería bastante divertido.
—Este plan tiene un fallo —dijo A. R. Woresley—. Un fallo muy grave.
—¿Cuál es?
—El esperma verdaderamente valioso no es el de Einstein ni el de Stravinsky, sino el del padre de Einstein, o el del padre de Stravinsky. Son en realidad ellos los que generaron a esos genios.
—De acuerdo —dije—. Pero cuando un hombre llega a ser reconocido como genio, su padre suele estar muerto.
—Por lo tanto, su plan es fraudulento.
—Lo que queremos es ganar dinero —dije—. Nadie quiere que nazcan genios. Además, ninguna de esas mujeres querría el esperma del padre de Sibelius. Lo que querrán que les demos es una magnífica inyección calentita con veinte millones de espermatozoides del propio genio.
A. R. Woresley había encendido su pipa y su cabeza estaba envuelta en nubes de humo.
—Admitiré —dijo—, sí, estoy dispuesto a aceptar que usted podría encontrar mujeres millonarias dispuestas a comprar el esperma de los genios y la realeza. Pero todo ese alocado plan que ha concebido está condenado al fracaso por la sencilla razón de que no conseguirá las dosis de esperma que necesitaría. No me dirá en serio que cree que los grandes hombres y los reyes van a estar dispuestos a realizar…, los extremadamente embarazosos movimientos necesarios para producir una eyaculación a petición de un joven totalmente desconocido…
—No será así como pienso hacerlo.
—¿Cómo lo hará?
—De la forma que lo haré, ni uno solo de ellos podrá resistir la tentación de convertirse en donante.
—Y un pimiento. Yo no cedería.
—Seguro que sí.
Puse una delgada rodaja de manzana en mi boca y la tragué. Levanté el vaso de oporto hasta mi nariz. Tenía un bouquet de setas. Tomé un sorbo y lo dejé deslizarse por mi boca. El sabor empapó mi paladar. Me recordaba el de la olla podrida. Durante unos momentos quedé cautivado por el placer del vino que saboreaba. Y qué notable resto quedó en mi boca después de tragarlo. Durante un buen rato noté el sabor en el fondo de mi nariz.
—Deme tres días —dije—, y le garantizo que tendré en mi poder una eyaculación completa y auténtica de su propio esperma y una declaración firmada por usted mismo certificando que es suyo.
—No sea loco, Cornelius. Jamás conseguirá que haga algo que no quiero hacer.
—Esto es todo lo que estoy dispuesto a explicar. Nada más.
Me escrutó bizqueando tras el humo de su pipa.
—Supongo que no será capaz de amenazarme, o de torturarme, ¿no?
—Claro que no. Será un acto que realizará usted libre y voluntariamente. ¿Quiere apostar algo a que no lo voy a conseguir?
—¿Libre y voluntariamente, dice?
—Sí.
—Entonces apuesto lo que quiera.
—De acuerdo —dije—. La apuesta es la siguiente: si pierde me prometerá, en primer lugar, aplazar la publicación de su descubrimiento hasta que cada uno de nosotros haya ganado un millón; en segundo lugar, ser un socio solidario y entusiasta; y, en tercer lugar, facilitar todos los conocimientos técnicos necesarios para que podamos crear el banco de esperma.
—No me importa prometer algo que nunca me veré obligado a cumplir.
—Entonces, ¿lo promete?
—Lo prometo —dijo.
Pagué la cuenta y me ofrecí a llevarle en coche hasta su casa.
—Gracias —dijo—. Pero tengo mi bicicleta. Los catedráticos no somos ricos.
—Usted será pronto millonario.
Me quedé en Trinity Street viéndole alejarse pedaleando hacia la noche. No eran más que las nueve y media. Decidí hacer mi siguiente jugada inmediatamente. Subí al coche y me fui directamente a Girton.