Al día siguiente le busqué por la universidad y le invité a cenar conmigo esa misma noche.
—Nunca ceno fuera de casa —alegó—. Mi hermana me espera para la cena.
—Se trata de asuntos de negocios —le dije—. Se juega usted su futuro. Dígale a su hermana que es vital, como así es, efectivamente. Estoy a punto de convertirle en un hombre rico.
Al final accedió a venir.
A las siete de la tarde le llevé al Blue Boar de Trinity Street y yo mismo encargué la cena para los dos. Una docena de ostras para cada uno y una botella de Clos Vougeot Blanc, un vino muy poco conocido. Después carne asada y un magnífico Volnay.
—Debo admitir que sabe cuidarse, Cornelius —comentó.
—Todas las demás posibilidades están excluidas —le dije—. Le gustan las ostras, ¿verdad?
—Muchísimo.
Un camarero abrió las ostras en el mostrador del restaurante y nosotros observamos mientras lo hacía. Eran de Colchester, medianas y rollizas. Un camarero nos las sirvió. El mozo encargado de los vinos abrió el Clos Vougeot Blanc. Empezamos a comer.
—Veo que mastica usted las ostras —dije.
—¿Y qué suponía que iba a hacer?
—Tragárselas enteras.
—Es ridículo.
—Al contrario —dije—. Cuando se comen ostras, el principal placer radica en la sensación que producen cuando se deslizan hacia abajo por la garganta.
—No puedo creérmelo.
—Y además, el saber que están vivas en el momento de tragarlas aumenta ese placer de forma extraordinaria.
—Prefiero no pensar en ello.
—Pues debería hacerlo. Si se concentra mucho en esa idea, algunas veces conseguirá notar cómo se mueve la ostra en el interior del estómago.
El nicotinoso bigote de A. R. Woresley empezó a agitarse nerviosamente. Parecía un animalillo lleno de cerdas que se paseara inquieto sobre su labio superior.
—Si examina detenidamente cierta parte de la ostra —dije—, aquí, lo ve…, se nota un pequeño latido. Ahí está. ¿Lo ha visto?
Y al clavar el tenedor en la ostra…, así…, la carne se mueve. Sufre una contracción. Y cuando se le echa encima el zumo de limón también reacciona así. No les gusta que les claven tenedores. Se encogen. Su carne se estremece. Voy a tragarme ésta. ¿Verdad que es preciosa? Ya está, ¡adentro! Ahora estaré unos segundos muy quieto para percibir la sensación de sus lentos movimientos en mi estómago…
El animalito lleno de cerdas que estaba encima del labio superior de A. R. Woresley empezó a dar más saltos que nunca. Las mejillas del profesor habían adquirido un tono visiblemente más pálido. Lentamente, apartó su plato de ostras a un lado.
—Tomaré salmón ahumado.
—Muy bien.
Pedí el salmón y puse en mi plato las ostras sobrantes. Él me miró comerlas mientras esperaba que el camarero le llevara el salmón. Ahora estaba silencioso, sumiso, que es lo que yo necesitaba. Maldita sea: me doblaba la edad y lo único que yo quería era ablandarle un poquito, antes de depositar sobre su regazo mi tremenda proposición. Necesitaba ablandarle y luego dominarle, porque sólo así podría tener alguna oportunidad de conseguir que colaborase conmigo en la ejecución de mi plan. De modo que decidí ablandarle todavía un poquito más.
—¿Le he contado alguna vez lo de mi niñera? —pregunté.
—Creía que habíamos venido aquí para tratar de mi descubrimiento —dijo. El camarero le puso delante un plato de salmón ahumado—. Ah —exclamó—, esto tiene buen aspecto.
—Cuando fui enviado a un internado a la edad de nueve años mis padres le dieron a mi niñera una pensión para que pudiera retirarse. Le compraron una casita en el campo y se fue a vivir allí. Tenía unos ochenta y cinco años y era una vieja todavía muy fuerte. Nunca se quejaba de nada. Pero un día que mi madre fue a visitarla, la encontró enferma y con muy mal aspecto. La asedió a preguntas y al final consiguió que confesara que padecía fuertes dolores de estómago. Mi madre le preguntó si hacía mucho que se sentía así. Ella reconoció que, efectivamente, había sentido aquellos dolores desde hacía muchos años. Pero nunca tan intensos como entonces. Mi madre fue a por un médico. El médico la envió al hospital. La examinaron por rayos X y descubrieron algo extraordinario. En medio de su estómago encontraron un par de diminutos objetos opacos que estaban a una distancia de algo más de siete centímetros el uno del otro. Tenían aspecto de fragmentos de mármol transparente. En el hospital nadie fue capaz de adivinar qué podían ser aquellos dos objetos, de modo que decidieron realizar una intervención exploratoria.
—Supongo que no irá a contarme una de sus anécdotas desagradables —dijo A. R. Woresley, masticando su salmón.
—Es una historia fascinante —dije—. Ya verá cómo le resulta interesantísima.
—Entonces, continúe.
—Cuando el cirujano la abrió —dije—, ¿a que no sabe qué encontró?
—No tengo ni la más remota idea.
—Eran dos ojos.
—¿Qué quiere decir? ¿Ojos?
—El cirujano se encontró mirando un par de ojos despiertos y redondos que no parpadeaban. Y esos ojos estaban mirándole a él.
—Es absurdo.
—En absoluto —dije—. ¿Y de quién eran esos ojos?
—¿De quién?
—Eran los ojos de un pulpo bastante grande.
—No sea guasón.
—Es verdad. Este enorme pulpo estaba de hecho viviendo como un parásito en el estómago de mi pobre niñera. Compartía con ella su comida, vivía muy bien…
—Creo que será mejor que no siga, Cornelius.
—Y sus ocho tentáculos estaban inextricablemente entrelazados en su hígado y su estómago, hasta tal punto que no pudieron arrancarlo. Ella murió en el quirófano.
A. R. Woresley había dejado de masticar su salmón.
—Bien. Lo más interesante de todo esto es averiguar cómo pudo entrar allí aquel pulpo. Quiero decir que, ¿cómo puede encontrarse una anciana con un pulpo enorme dentro de su estómago? Era demasiado grande para haber sido tragado. Era como el problema del barco metido en la botella. ¿Cómo demonios pudo entrar?
—Prefiero no saberlo —dijo A. R. Woresley.
—Le diré cómo —proseguí—. Mis padres solían llevarnos a mí y a mi niñera todos los veranos a Beaulieu, al sur de Francia. Dos veces al día salíamos a nadar al mar. De modo que es evidente que lo que ocurrió fue que mi niñera, muchos años atrás, debió tragarse un minúsculo pulpo recién nacido, y este pequeño ser, fuera como fuese, había logrado agarrarse con sus ventosas a las paredes de su estómago. Mi niñera comía bien, de modo que el pulpo también comía bien. Ella comía siempre con la familia. A veces cenábamos hígado y tocino, otras veces cordero o cerdo asado. Y, lo crea o no, uno de los platos que más le gustaban a ella era el salmón ahumado.
A. R. Woresley dejó su tenedor en la mesa. En el plato le quedaba un pequeño filete de salmón. Se lo dejó.
—Y así fue como el pequeño pulpo empezó a crecer. Se convirtió en un pulpo gourmet. Me lo imagino perfectamente, metido en el fondo del estómago y diciéndose a sí mismo: «Me gustaría saber qué vamos a cenar hoy. Espero que sea coq au vin. Esta noche me apetece el coq au vin. Acompañado de pan tierno.»
—Tiene usted una desagradable propensión a las obscenidades, Cornelius.
—Le estoy contando un caso que pasó a la historia de la medicina —dije.
—A mí me parece repugnante —dijo A. R. Woresley.
—Lo siento. Sólo trataba de entretenerle.
—No he venido para que me entretuviera.
—Voy a convertirle en un hombre muy rico —dije.
—Entonces, vaya al grano y cuéntemelo todo.
—Creí que era mejor dejarlo para la hora de los postres. Con el oporto. Los mejores planes surgen cuando hay una buena botella de oporto.
—¿Ha terminado usted? —le preguntó el camarero mirando el filete de salmón que quedaba en el plato.
—Lléveselo —dijo A. R. Woresley.
Estuvimos sentados en silencio durante un rato. El camarero nos trajo el buey asado. Nos descorcharon el Volnay. Estábamos en marzo, de modo que nos sirvieron el buey acompañado de chirivías asadas, patatas asadas y Yorkshire pudding. A. R. Woresley se reanimó un poco al ver el buey. Acercó su silla a la mesa y empezó a cortarlo.
—¿Sabía que a mi padre le apasiona la historia naval? —dije.
—No estaba enterado.
—Una vez me contó una historia inquietante —dije— sobre el capitán inglés que resultó mortalmente herido en la cubierta de su buque durante la guerra de Independencia norteamericana. ¿Quiere un poco de salsa de rábanos picantes para la carne?
—Sí, me gustaría.
—Camarero —dije—, tráiganos un poco de salsa de rábanos picantes recién troceados. Pues bien, mientras yacía agonizante, el capitán…
—Cornelius —dijo A. R. Woresley—, no hace falta que me cuente ninguna de sus historias.
—No, esta historia no es de las mías. Me la contó mi padre. Es diferente. Le gustará.
Él estaba atacando su buey asado y no contestó.
—Así pues, yacía agonizante —dije— y logró que su primer oficial le prometiese que llevarían su cadáver a Inglaterra para sepultarle en tierra inglesa. Esto provocó ciertos problemas porque el buque se encontraba en aquellos momentos frente a la costa de Virginia. El regreso a Inglaterra requeriría como mínimo cinco semanas. Así que decidieron que la única forma de que el cadáver llegase a Inglaterra en buen estado era sumergiéndolo en un tonel de ron, y esto fue lo que hicieron. Ataron el tonel al palo mayor y regresaron a Inglaterra. Al cabo de cinco semanas largaron anclas en Plymouth Hoe, y toda la dotación del buque se puso firmes para rendir su último homenaje a su capitán en el momento en que sacaban su cadáver del tonel para meterlo en un ataúd. Pero cuando arrancaron la tapa del tonel, salió un olor tan apestoso que hasta los marineros más fuertes salieron precipitadamente hacia la borda, mientras otros más débiles se desmayaban.
»Era un hecho muy sorprendente, porque de ordinario en los buques se conserva cualquier cosa sumergiéndola en ron de la Armada. ¿Por qué, entonces, aquel pestazo tan escandaloso? Sería lógico hacerse esa pregunta.
—Yo no pienso hacerla —cortó A. R. Woresley. Su bigote daba ahora saltos descomunales.
—Permítame decirle qué ocurrió.
—No se lo permito.
—Debo hacerlo —dije—. A lo largo del prolongado viaje, algunos marinos hicieron subrepticiamente un agujero en el fondo del tonel y lo taparon con un bitoque. Luego, mientras transcurrían las semanas de la travesía, se fueron bebiendo el ron.
A. R. Woresley no dijo nada. Tenía mal aspecto.
—«Es el mejor ron que he probado en mi vida», se oyó comentar posteriormente a uno de esos marinos. ¿Qué postre podríamos tomar?
—No quiero postre —dijo A. R. Woresley.
Pedí que trajeran la mejor botella de oporto que tuvieran y un poco de queso Stilton. Mientras esperábamos a que decantaran el oporto permanecimos en silencio. Era Cockburn y muy bueno, aunque ya no recuerdo la añada.
Nos sirvieron el oporto y el espléndido y verdoso Stilton se desmigajaba en nuestros platos.
—Ahora —dije—, permítame contarle cómo voy a conseguir que gane usted un millón de libras esterlinas.
Él se mostraba ahora precavido y ligeramente hostil, pero no agresivo. Estaba decididamente ablandado.