Mi profesor de química en Cambridge se llamaba A. R. Woresley. Era un hombre bajito, de mediana edad, panzudo, vestido sin la menor pulcritud y con unos bigotes canosos cuyos extremos estaban teñidos de ocre amarillo por la nicotina de su pipa. Por tanto, tenía el aspecto típico de un catedrático universitario. Pero me asombró su tremenda inteligencia. Sus clases no eran nunca rutinarias. Su mente estaba siempre saltando de un lado a otro, en pos de lo extraordinario. Una vez nos dijo:
—Ahora necesitamos algún tipo de tompion para proteger el contenido de este frasco de la posibilidad de que sea invadido por bacterias. Supongo, Cornelius, que sabe usted lo que es.
—No puedo decir que lo sepa, señor —dije.
—¿Hay alguien que pueda darme una definición de esta palabra inglesa tan corriente? —dijo A. R. Woresley.
Nadie fue capaz.
—Entonces, mejor será que lo busquen en algún sitio —dijo—. No estoy aquí para enseñarles los términos más comunes de nuestro idioma.
—Por favor, señor —dijo uno de nosotros—. Díganos usted qué quiere decir esa palabra.
—Un tompion —dijo A. R. Woresley— es un pequeño cilindro hecho de barro y saliva que los osos insertan en su ano antes de la hibernación invernal, para evitar que les entren las hormigas.
Este A. R. Woresley era un tipo extraño, una combinación de diversas actitudes: a veces era ingenioso, otras —más a menudo— se mostraba pomposo y sombrío, pero por debajo de todo aquello estaba siempre presente un cerebro curiosamente complicado. Empecé a apreciarle mucho después de ese pequeño episodio del taco. Logramos trabar unas relaciones profesor-estudiante bastante agradables. Me invitaba a su casa a tomar jerez. Era soltero. Vivía con su hermana, que se llamaba nada menos que Emmaline. Era culigacha y desaliñada y tenía los dientes cubiertos de una sustancia verdosa que recordaba el cardenillo. En su casa tenía una extraña consulta en la que manipulaba los pies de la gente. Creo que se hacía llamar pedicura.
Luego estalló la Gran Guerra. Estábamos en 1914 y yo tenía diecinueve años. Me alisté en el ejército. Tenía que hacerlo, y durante los cuatro años siguientes concentré todos mis esfuerzos en la tarea de sobrevivir. No voy a hablar de mis experiencias bélicas. Las trincheras, el barro, las mutilaciones y la muerte no tienen lugar en este diario. Contribuí con mi grano de arena. De hecho, me porté muy bien, y en noviembre de 1918, cuando todo aquello terminó por fin, era capitán de infantería con sólo veintitrés años, y había recibido una Cruz Militar. Había sobrevivido.
Regresé inmediatamente a Cambridge para reanudar mí educación. Fue un favor especial que nos hicieron a los supervivientes, aunque Dios sabe bien que no éramos muchos. A. R. Woresley también había sobrevivido. Permaneció en Cambridge realizando no sé qué clase de trabajos científicos relacionados con la guerra, de modo que para él fueron unos años bastante tranquilos. Ahora ocupaba de nuevo su antigua cátedra y enseñaba química a los universitarios, y ambos nos sentimos complacidos de volver a encontrarnos. Nuestra amistad continuó allí donde la habíamos dejado cuatro años atrás.
Un atardecer de febrero de 1919, a mitad del segundo trimestre, A. R. Woresley me invitó a cenar en su casa. La comida no era nada buena. Había comida barata y vino barato, y, encima, la hermana pedicura con los dientes cubiertos de cardenillo estaba sentada a nuestra mesa. A mí me daba la sensación de que hubieran podido vivir en unas condiciones ligeramente mejores que aquéllas, pero cuando con la mayor delicadeza le expuse este tema a mi anfitrión, replicó que todavía estaban haciendo esfuerzos para pagar la hipoteca de la casa. Después de cenar, A. R. Woresley y yo nos retiramos a su estudio para bebernos una buena botella de oporto que yo le había regalado. Si no recuerdo mal, era un Croft de 1890.
—No saboreo a menudo cosas de éstas —dijo él. Estaba cómodamente sentado en un viejo sillón, con su pipa encendida y un vaso de oporto en la mano. Qué hombre tan absolutamente decente, pensé. Y qué vida tan increíblemente aburrida vive.
Decidí animar un poco la velada contándole mis experiencias en París, seis años atrás, cuando logré ganar cien mil libras con las pastillas de escarabajo vesicante. Empecé por el principio. Rápidamente quedé atrapado en la diversión del relato. Lo recordaba todo, pero, por deferencia a mi profesor, suprimí los detalles más salaces. Tardé casi una hora en contarlo.
A. R. Woresley estaba extasiado por la aventura.
—¡Por todos los dioses, Cornelius! —exclamó—. ¡Qué valor! ¡Qué espléndido valor! ¡Y ahora se ha convertido usted en un hombre muy rico!
—Aún no soy suficientemente rico —dije—. Quiero ganar un millón de libras antes de cumplir los treinta.
—Y estoy seguro de que lo conseguirá —dijo—. Estoy seguro. Tiene mucho olfato comercial. Y el arrojo necesario para ponerse inmediatamente manos a la obra. Es más, carece totalmente de escrúpulos. En otras palabras, usted posee todas las cualidades necesarias para convertirse en un nouveau riche millonario.
—Gracias —le dije.
—Porque, ¿cuántos chicos de diecisiete años hubieran hecho ese viaje tan largo hasta Jartum por su cuenta y riesgo, para ir a buscar unos polvos que quizás no existían siquiera? Poquísimos.
—No iba a desperdiciar una ocasión como aquélla —repuse.
—Cornelius, posee usted mucho instinto. Muchísimo instinto. Le tengo un poco de envidia.
Seguimos sentados tomando nuestro oporto. Yo fumaba un pequeño cigarro habano. Le había ofrecido otro a mi anfitrión pero él prefirió su apestosa pipa. Aquella pipa echaba más humo que ninguna de las que había visto en mi vida. Era un buque de guerra en miniatura rodeándose de una cortina de humo delante de su cara. Y detrás de ella, A. R. Woresley meditaba sobre mi aventura parisina. No dejaba de rugir y gruñir y murmurar frases como: «¡Tremenda hazaña!… ¡Qué valor!… ¡Qué espíritu de triunfo!… ¡Y grandes conocimientos de química, para fabricar esas pastillas!».
Luego hubo un silencio. El humo ondeaba en torno a su cabeza. El vaso de oporto desapareció tras la cortina de humo cuando se lo acercó a los labios. Después reapareció, vacío. Yo había hablado mucho, de modo que permanecí en silencio.
—Bien, Cornelius —dijo por fin A. R. Woresley—. Ha demostrado una gran confianza en mí. Quizás ha llegado el momento de que yo también confíe en usted.
Hizo una pausa; esperé. Me pregunté qué era lo que iba a decirme.
—Verá —dijo—, también yo he dado un pequeño golpe en estos últimos años.
—¿Sí?
—Voy a escribir un artículo acerca de ello en cuanto tenga tiempo. Y podría conseguir incluso que me lo publicaran.
—¿Química? —pregunté.
—Un poco de química —dijo—. Y una gran cantidad de bioquímica. Es una mezcla.
—Me encantaría que me lo contase.
—¿De verdad? —Tenía auténticos deseos de contármelo.
—Naturalmente. —Le serví otro vaso de oporto—. Tiene todo el tiempo que quiera, porque hemos de terminarnos la botella esta noche.
—Bien —dijo. Y empezó su relato.
—Hace exactamente catorce años, durante el invierno de 1905, observé un pez de colores que se había congelado hasta petrificarse en el hielo del estanque de mi jardín. Al cabo de nueve días hubo un deshielo. El hielo se fundió y el pez de colores salió nadando, aparentemente en muy buen estado. Eso me hizo pensar. Un pez es un animal de sangre fría. ¿Qué otros seres vivos de sangre fría podían conservarse a baja temperatura? Supuse que bastantes. Y a partir de ahí empecé a especular sobre la conservación de seres vivos sin sangre a bajas temperaturas. Al decir sin sangre me refiero a las bacterias, etcétera. Entonces me dije: «¿Y a quién le interesa conservar bacterias? A mí no.» De modo que me hice otra pregunta: «¿Cuál es el organismo que querríamos conservar vivo, por encima de cualesquiera otros organismos, durante largos períodos?» Y la respuesta surgió inmediatamente: ¡los espermatozoides!
—¿Y por qué los espermatozoides? —pregunté.
—No estoy del todo seguro de cuál es la razón —dijo—, sobre todo porque soy químico y no biólogo. Pero me dio la sensación de que, de un modo u otro, aquello podía ser importante. Así que empecé a realizar experimentos.
—¿Con qué? —pregunté.
—Con esperma, naturalmente. Con esperma vivo.
—¿De quién?
—El mío.
Durante el breve silencio que siguió, me sentí algo incómodo. Siempre que alguien me cuenta que ha hecho algo, lo que sea, no puedo evitar que mi imaginación conjure una viva imagen visual de la escena. No es un simple destello, sino todo un largo proceso, igual que si yo mismo estuviese haciendo lo que fuera en ese momento. Yo veía al pobre y piojoso A. R. Woresley en su laboratorio, en el momento en que hacía lo que tenía que hacer para llevar a cabo sus experimentos, y me sentí incómodo.
—Todo está permitido si es en pro de la ciencia —dijo al notar mi inquietud.
—Oh, estoy de acuerdo. Completamente de acuerdo.
—Trabajaba en solitario —dijo—, y casi siempre por las noches. Nadie sabía a qué estaba dedicándome.
Su rostro volvió a desaparecer tras la cortina de humo, y luego emergió de nuevo.
—No voy a recitar aquí los cientos de experimentos fallidos que realicé —dijo—. Hablaré más bien de mis éxitos. Creo que podrían resultarle interesantes. Por ejemplo, el primer dato importante que descubrí fue que para conseguir que los espermatozoides permanecieran vivos, aunque fuera durante un breve lapso de tiempo, era necesario mantenerlos a temperaturas bajísimas. Fui congelando el semen a temperaturas cada vez más bajas, y a medida que iba reduciendo la temperatura los espermatozoides vivían más tiempo. Utilizando nieve carbónica, conseguí congelar mi semen a −97° centígrados. Pero ni siquiera esa temperatura bastaba. A menos noventa y siete el esperma vivía solamente un mes. «Tengo que bajar incluso más», me dije. Pero, ¿cómo podría conseguirlo? Entonces encontré un modo de congelarlo a −197° centígrados.
—Imposible —dije.
—¿Qué cree que utilicé?
—Ni la más remota idea.
—Utilicé nitrógeno líquido. Así lo logré.
—Pero el nitrógeno líquido es muy volátil —dije—. ¿Cómo consiguió evitar que se convirtiese en vapor? ¿Dónde lo almacenó?
—Inventé unos depósitos especiales —explicó—. Unos matraces al vacío, fuertes y bastante complejos. Dentro de ellos el nitrógeno permanecía en estado líquido a —197° C de forma prácticamente indefinida. Había que rellenarlos un poquito de vez en cuando, pero eso era todo.
—Lo de indefinida será una hipérbole.
—Nada de eso —dijo—. Olvida usted que el nitrógeno es un gas. Si licúa un gas, seguirá en ese estado mil años con tal de que no le permita evaporarse. Y para ello basta con asegurarse de que el frasco está eficaz y completamente sellado y aislado.
—Ya entiendo. ¿Y los espermatozoides se mantenían vivos?
—Sí y no —dijo—. Vivían el tiempo suficiente para confirmarme que había conseguido la temperatura ideal. Pero no permanecían vivos indefinidamente. Seguía habiendo algún fallo. Estuve meditando en torno a este problema y al final decidí que lo que hacía falta era algo a modo de bufanda o gabán para los espermatozoides, algo que les acolchara frente a aquel frío tan intenso. Y después de experimentar con unas ochenta substancias diferentes, por fin encontré la más adecuada.
—¿Cuál era?
—La glicerina.
—¿Simple glicerina?
—Sí. Pero al principio tampoco acababa de funcionar. No empezó a funcionar correctamente hasta que descubrí que el proceso de congelación debía realizarse de forma muy gradual. Los espermatozoides son unas criaturas muy delicadas. No les gustan los sobresaltos. Si los congelas directamente a menos ciento noventa y siete grados, les provocas unas grandes molestias.
—¿Así que los enfrió gradualmente?
—Exactamente. El proceso que hay que seguir es el siguiente: Mezclas el esperma con glicerina y lo pones en un pequeño recipiente de caucho. Los tubos de ensayo no sirven. Sometidos a baja temperatura se partirían. Por cierto, todo este proceso hay que llevarlo a cabo tan pronto como obtengas el esperma. Tienes que darte mucha prisa. No puedes andar por ahí perdiendo el tiempo porque se morirían. Así que primero pones el precioso producto sobre hielo corriente, para reducir la temperatura al punto de congelación. Luego lo metes en vapor de nitrógeno para congelarlo un poco más. Finalmente lo introduces en nitrógeno líquido, que es el congelador más potente. Es un proceso que hay que realizar paso a paso. Hay que aclimatar gradualmente el esperma al frío.
—¿Y funciona?
—Ya lo creo que sí. Estoy completamente seguro de que un esperma protegido con glicerina y después congelado gradualmente puede mantenerse vivo a —197° C todo el tiempo que uno quiera.
—¿Cien años?
—Desde luego, con tal de que lo mantengas a —197° C.
—¿Y pasado ese tiempo se podría descongelar, y utilizarlo entonces para fertilizar una mujer?
—Estoy absolutamente seguro. Pero después de haber llegado tan lejos, dejé de interesarme por el aspecto humano de la cuestión. Quería ir mucho más allá. Quería practicar muchos más experimentos. Pero no se podían realizar con hombres y mujeres. Al menos, los experimentos que a mí me interesaban, no.
—¿Cómo quería experimentar?
—Quería averiguar qué cantidad de esperma se desperdicia en cada eyaculación.
—No le sigo. ¿Qué quiere decir con eso del esperma que se desperdicia?
—La eyaculación media de un animal grande, como por ejemplo un toro o un caballo, produce cinco centímetros cúbicos de semen. Cada centímetro cúbico contiene mil millones de espermatozoides diferentes. Esto significa que se producen en total cinco mil millones de espermatozoides.
—¿Tantísimos? ¿Cinco mil millones de una sola vez?
—Eso he dicho.
—Es increíble.
—Es verdad.
—¿Cuántos produce un ser humano?
—La mitad aproximadamente. Unos dos centímetros cúbicos y unos dos mil millones de espermatozoides.
—¿Quiere usted decir con eso —dije— que cada vez que hago feliz a una joven dama le disparo en su interior dos mil millones de espermatozoides?
—Exactamente.
—¿Y todos esos millones se ponen a serpentear, pelear y revolcarse a la vez?
—Naturalmente.
—Entonces, no es extraño que a ellas les den esos ataques —dije.
Pero a él no le interesaba este aspecto de la cuestión.
—Lo importante —dijo— es que un toro, por ejemplo, no necesita en absoluto cinco mil millones de espermatozoides para fertilizar a una vaca. En último extremo, necesita solamente uno solo. Pero para asegurarse que da en el blanco, tiene que usar como mínimo unos cuantos millones. Pero, ¿cuántos millones? Esa fue la pregunta que me hice a continuación.
—¿Por qué? —pregunté.
—Porque, querido muchacho, quería averiguar cuántas hembras, de la especie que sea, tanto si son vacas como yeguas, mujeres o lo que sea, podrían ser fertilizadas en una sola eyaculación. Presuponía, naturalmente, que esos espermatozoides pudieran ser separados y compartidos por diversas hembras. ¿Entiende a dónde quiero ir a parar?
—Perfectamente. ¿Qué animales utilizó para sus experimentos?
—Toros y vacas —dijo A. R. Woresley—. Tengo un hermano que posee una pequeña granja de ganado vacuno en Steeple Bumsptead, no lejos de aquí. Tiene un toro y unas ochenta vacas. Mi hermano y yo siempre habíamos mantenido buenas relaciones, de modo que le confié mis ideas y él me autorizó a utilizar sus animales. Al fin y al cabo, no iba a hacerles ningún daño. Incluso podía acabar haciéndole un favor a él.
—¿Qué clase de favor?
—Mi hermano no ha sido nunca muy rico. Su toro, el único que había podido comprar, era de calidad bastante mediana. Le hubiera encantado que todo su rebaño de vacas hubiera podido ser fecundado por un magnífico toro de primera y de una raza muy lechera.
—¿Quiere decir el toro de otro granjero?
—Eso es.
—¿Y cómo pensaba usted obtener para su hermano el semen del toro de primera de otro granjero?
—Robándolo.
—Ajá.
—Pensaba que podía robar una eyaculación, y luego, en caso naturalmente de que mis experimentos fueran un éxito, repartir esa única eyaculación, esos cinco mil millones de espermatozoides, entre las ochenta vacas de mi hermano.
—¿Y cómo pensaba arreglárselas para repartirlo? —pregunté.
—Mediante lo que yo llamo inseminación hipodérmica. Inyectándole el semen a la vaca con una jeringa.
—Supongo que no es difícil.
—Claro que no —dijo—. Al fin y al cabo, el órgano sexual masculino no es en realidad más que una jeringa que sirve para inyectar semen.
—Eh, poco a poco —dije—. El mío es bastante más que eso.
—No lo dudo, Cornelius, no lo dudo —contestó secamente—. Pero sería mejor que nos atuviéramos al tema del que estábamos hablando, ¿no cree?
—Perdón.
—De modo que empecé a experimentar con semen de toro.
Cogí la botella de oporto y le llené de nuevo el vaso. Tenía la sensación de que el viejo Woresley estaba a punto de entrar en la parte más interesante de su historia, y no quería que se interrumpiese.
—Ya le he dicho —explicó— que un toro normal cada vez produce como promedio unos cinco centímetros cúbicos de fluido. No es mucho. Incluso mezclado con glicerina hubiera sido una cantidad insuficiente para poder dividirla en muchas partes y después inyectar esas diversas dosis en otras tantas vacas. De modo que necesitaba encontrar un disolvente, algo que me permitiera aumentar el volumen.
—¿No podía haber añadido simplemente más glicerina?
—Lo probé. Pero no funcionó. Quedaba demasiado viscoso. No voy a aburrirle con una lista de todas las curiosas substancias con las que experimenté. Le diré sencillamente cuál fue la que me sirvió. No hay nada mejor que la leche desnatada. Un ochenta por ciento de leche desnatada, un diez por ciento de yema de huevo y un diez por ciento de glicerina. Ésa es la fórmula mágica. Al esperma le encanta. Basta con mezclar bien ese combinado para obtener, como puede imaginar, un volumen de fluido con el que ya podía experimentar. Estuve trabajando durante varios años con las vacas de mi hermano, y por fin descubrí la dosis óptima.
—¿Cuál era?
—La dosis óptima era de tan sólo veinte millones de espermatozoides por vaca. Inyectando esa cantidad en una vaca en el momento adecuado, obtenía un ochenta por ciento de embarazos, Y no olvide, Cornelius —prosiguió presa de excitación— que en la eyaculación de cada toro hay cinco mil millones de espermatozoides. Dividiéndolos en dosis de veinte millones, supone ¡un total de doscientas cincuenta dosis! ¡Era asombroso! ¡Me quedé estupefacto!
—¿Significa esto —comenté— que con cada una de mis eyaculadones podría dejar embarazadas a doscientas cincuenta mujeres?
—Cornelius, usted no es un toro, por mucho que crea serlo.
—¿Cuántas mujeres podría preñar con mi eyaculación?
—Unas cien. Pero no pienso ayudarle a conseguirlo.
¡Santo Dios, pensé, a ese promedio podría dejar preñadas unas setecientas mujeres a la semana!
—¿Ha llegado a realizar este experimento con el toro de su hermano? —pregunté.
—Muchas veces —dijo A. R. Woresley—. Y funciona. Recojo una eyaculación, la mezclo rápidamente con leche desnatada, yema de huevo y glicerina, y después la divido en dosis antes de congelarla.
—¿Qué volumen de fluido entra en cada dosis? —pregunté.
—Es muy pequeño. Medio centímetro cúbico solamente.
—¿No inyecta en la vaca más que medio centímetro cúbico?
—Sólo eso. Pero no olvide que en ese pequeño volumen viven veinte millones de espermatozoides.
—Ah, es cierto.
—Introduzco esas pequeñas dosis por separado en unos tubitos de caucho —dijo—. Sello los dos extremos y luego los congelo. ¡Imagíneselo, Cornelius! ¡Doscientas cincuenta dosis potentísimas de espermatozoides a partir de una sola eyaculación!
—Ya me lo imagino… —dije—. Es un auténtico milagro.
—Y puedo almacenar esas dosis el tiempo que quiera, gracias a la congelación. Lo único que tengo que hacer cuando una vaca entra en celo es sacar una dosis del depósito de nitrógeno líquido, descongelarla, que es cosa de menos de un minuto, pasar el contenido a una jeringa, e inyectarla en la vaca.
Ya sólo quedaba una cuarta parte del contenido de la botella de oporto, y A. R. Woresley empezaba a estar un tanto trompa. Llené de nuevo su vaso.
—¿Y qué me dice de ese toro de primera al que se ha referido antes? —dije.
—Ahora iba a eso, muchacho. Ésa es la parte más encantadora del asunto. Ahí están los dividendos.
—Cuéntemelo.
—Claro que se lo contaré. Pues le dije a mi hermano… eso fue hace tres años…, en plena guerra… mi hermano estaba libre de servicio, en su calidad de agricultor, entiende…, así que le dije a mi hermano, «Ernest, si pudieras elegir al mejor toro de toda Inglaterra para cubrir a tus vacas, ¿cuál elegirías?
»“No sé cómo están las cosas en el resto de Inglaterra, pero si pudiera elegir al mejor de esta comarca —dijo Ernest—, no hay duda de que ninguno supera al Champion Glory, el frisón que es propiedad de Lord Somerton. Es un frisón de pura raza, y ésa es la raza más lechera de todo el mundo. Dios mío, Arthur —me dijo—, ¡tendrías que ver ese toro! ¡Es un gigante! Debió costar diez mil libras, y cada ternera que produce se convierte en una vaca lechera incomparable.
»“¿Dónde guardan a ese toro?” —le pregunté a mi hermano.
»“En las tierras de Lord Somerton. Eso está en Birdbrook.”
»“¿Birdbrok? Está muy cerca de aquí, ¿no?”
»“A cinco kilómetros —dijo mi hermano—. Tienen unas doscientas vacas lecheras de raza frisona y el toro suele estar con el resto de la manada. Es precioso, Arthur, de verdad.”
»“De acuerdo —le dije—. Durante los próximos doce meses, el ochenta por ciento de tus vacas tendrán terneras que serán hijas de ese toro. ¿Qué te parece?”
»“¡Sería maravilloso! —dijo mi hermano—. ¡Duplicaría mi producción de leche!” ¿Le importa, Cornelius, servirme un último vaso de oporto?
Le di lo que quedaba. Le eché hasta los posos del fondo de la botella.
—Cuénteme qué hizo entonces —le dije.
—Primero esperamos a que una de las vacas de mi hermano estuviera en celo. Entonces, en plena noche…, hacía falta valor, Cornelius, muchísimo valor…
—No lo dudo.
—En plena noche, Ernest le puso un ronzal a la vaca que estaba en celo y la condujo campo a través hasta las propiedades de Lord Somerton, que estaban a cinco kilómetros de su granja.
—¿Les acompañó usted?
—Iba junto a ellos en bicicleta.
—¿En bicicleta?
—Ahora entenderá por qué. Era el mes de mayo, hacía buen tiempo y no pasamos frío. Sería más o menos la una de la madrugada. Un pedacito de luna iluminaba los campos y hacía el intento más peligroso, pero necesitábamos un poco de luz para hacer lo que teníamos que hacer. El viaje duró una hora aproximadamente.
»“Ahí están —dijo mi hermano—. Hacia allí. ¿Los ves?”
»Nos encontrábamos junto a la puerta de aquel vallado de unas ocho hectáreas, y a la luz de la luna pude ver el gran rebaño de frisones que pastaban en el campo. A un lado, no muy lejos del ganado, se levantaba el caserón de Somerset Hall. Solamente una de sus ventanas, en uno de los pisos superiores, estaba iluminada. “No veo al toro —dije—. ¿Dónde está?”
»“Debe estar por ahí dentro —dijo mi hermano—. Con el resto del ganado.”
»Nuestra vaca —prosiguió A. R. Woresley— mugía como una loca. Siempre mugen así cuando están en celo. Lo hacen para llamar al macho, sabe. La puerta del vallado estaba cerrada con un candado, pero mi hermano iba preparado para esta eventualidad. Sacó una sierra de arco para metales y con ella serró la cadena. Luego abrió la puerta. Dejé la bicicleta apoyada contra la cerca y entramos en el campo, tirando de la vaca. El pastizal, iluminado por la luna, parecía tan blanco como si estuviera nevado. Nuestra vaca, al notar la presencia de otros animales, empezó a mugir más fuerte que nunca.
—¿Sintió usted miedo? —pregunté.
—Estaba aterrado —dijo A. R. Woresley—. Soy un hombre pacífico, Cornelius. La mía ha sido una vida tranquila. No estoy hecho a esta clase de aventuras. Esperaba que apareciese en cualquier momento el capataz de su señoría corriendo hacía nosotros con la escopeta cargada. Pero me forcé a seguir avanzando porque estábamos haciendo aquello en pro de la ciencia. Además, me obligaba el deber de hermano. Él me había ayudado muchísimo. Me había llegado a mí el turno de ayudarle a él.
La pipa se había apagado. A. R, Woresley empezó a llenarla otra vez con el tabaco que guardaba en una lata.
—Prosiga —le dije.
—El toro debió oír la llamada de la vaca. «¡Ahí está! —dijo mi hermano—. ¡Ahí viene!»
»Un enorme ser blanco y negro se había separado del resto de la manada y trotaba en dirección a nosotros. En su cabeza destacaba un par de cortos cuernos. Tenían un aspecto letal. “¡Prepárate! —dijo mi hermano—. ¡No creas que va a tardar mucho! ¡Se lanzará directamente sobre ella! ¡Dame la bolsa de caucho! ¡Deprisa!”
—¿Qué bolsa de caucho? —pregunté.
—La que utilizábamos para recoger el semen, muchacho. Un invento mío: una bolsa alargada con gruesos labios de caucho, algo así como una doble vagina artificial. Y muy eficaz. Pero, déjeme seguir.
»“Adelante” dije.
»“¿Dónde está la bolsa? —gritó mi hermano—. ¡Apresúrate, hombre!” —añadió.
»Yo llevaba la bolsa en una mochila. La saqué y se la pasé a mi hermano. Él se colocó en posición cerca de la grupa de la vaca, a un lado. Yo me coloqué al otro, preparado para cumplir con mi parte de la misión. Estaba tan asustado, Cornelius, que sudaba de pies a cabeza y sentía una necesidad acuciante de orinar. Tenía miedo del toro, tenía miedo por la luz encendida en aquella habitación de Somerton Hall a mi espalda, pero aun así aguanté en mi puesto.
»El toro vino trotando, soltando mugidos y bufidos. Vi que llevaba en el hocico un anillo de latón. Le juro, Cornelius, que aquel monstruo daba pánico. Pero no vaciló un instante. Conocía su oficio. Olisqueó un poco nuestra vaca y, apoyándose en las patas traseras, levantó las manos sobre el lomo de nuestra vaca. Yo me puse en cuclillas a su lado. Ya empezaba a asomarle la verga. Tenía un escroto gigantesco y justo encima aquella verga increíble empezaba a crecer cada vez más. Era como un telescopio. Al principio era muy corta pero luego se hizo rápidamente más larga, hasta adquirir una longitud como la de mi brazo. Pero no era muy gruesa. Del grosor de un bastón, más o menos. Traté de agarrarla pero estaba tan excitado que se me escapó. “¡Deprisa! —dijo mi hermano—. ¿Dónde está? ¡Cógela deprisa!” Pero ya era demasiado tarde. El viejo toro tenía una puntería envidiable. Dio en el blanco a la primera y el extremo de su verga ya se había introducido en la vaca. Había entrado hasta la mitad. “¡Sácasela!”, gritó mi hermano. Traté otra vez de agarrársela. Aún le quedaba un trozo fuera. Lo cogí con las dos manos y tiré hacia fuera. Estaba viva, palpitante y un poco viscosa. Era como tirar de una serpiente. El toro la empujaba hacia dentro y yo la sacaba hacia fuera. Tiré con tal fuerza que noté que se doblaba. Pero en lugar de perder la cabeza traté de coordinar mis tirones con los movimientos rítmicos de retroceso que hacía el animal ¿Me entiende? Después de cada golpe hacia delante, tenía que arquear el lomo antes de adelantar otro poco. Cada vez que arqueaba el lomo yo daba un tirón y ganaba unos cuantos centímetros. Luego el toro empujaba hacia dentro y la volvía a meter. Pero cada vez le ganaba más terreno y al final, utilizando las dos manos, conseguí doblarla casi por la mitad y sacarla del todo. El extremo me dio un cachete en la mejilla. Me hizo daño. Pero la metí rápidamente en la bolsa de caucho que sostenía mi hermano. El toro seguía descargando tremendos golpes. Estaba totalmente concentrado en su trabajo. Gracias a Dios que lo estaba. No parecía ni siquiera tener conciencia de nuestra presencia. Pero ahora la verga ya estaba metida en la bolsa que sostenía mi hermano, y en menos de un minuto todo terminó. El toro se separó bruscamente de la vaca. Y entonces, de repente, nos vio a nosotros. Se quedó allí, mirándonos. Parecía algo perplejo, y no era de extrañar. Soltó un profundo mugido y empezó a escarbar el suelo con las patas delanteras. Estaba a punto de embestirnos. Pero mi hermano, que sabía mucho de toros, fue andando directamente hacia él y le dio un cachete en pleno hocico. «¡Vete de aquí!», le dijo. El toro dio media vuelta y se fue andando despacio hacia el rebaño. Nosotros nos apresuramos a salir por la puerta y la cerramos. Cogí la bolsa de caucho que llevaba mi hermano, monté en la bicicleta y salí corriendo como el diablo hacia la granja. Hice el recorrido en quince minutos.
»Lo había dejado todo dispuesto en la granja. Saqué el semen del toro del interior de la bolsa y lo mezclé con mi solución especial de leche desnatada, yema de huevo y glicerina. Llené doscientos recipientes de caucho con medio centímetro cúbico cada uno. Esta operación no era tan difícil como pueda parecer. Siempre dispongo los recipientes alineados en una gradilla metálica, y los lleno con un cuentagotas. Pasé la gradilla con los recipientes llenos a un depósito de hielo, y lo mantuve allí media hora. Luego lo metí en vapor de nitrógeno durante diez minutos. Y por fin lo introduje en el matraz al vacío donde tenía dispuesto el nitrógeno líquido. El proceso completo había terminado antes de que regresara mi hermano con la vaca. Ahora tenía semen de un semental de primera en cantidad suficiente como para fertilizar doscientas cincuenta vacas. Eso era al menos lo que yo esperaba.
—¿Salió bien? —pregunté.
—Maravillosamente bien —dijo A. R. Woresley—. Al año siguiente las vacas Hereford de mi hermano empezaban a parir terneras que eran medio frisonas. Le enseñé a realizar la inseminación hipodérmica, y le dejé las dosis congeladas de semen en la granja. Hoy, transcurridos ya tres años, casi todas las vacas de su granja son un cruce de Hereford con frisonas. Su producción de leche ha aumentado un sesenta por ciento y ha podido vender su toro. El único problema es que ya se le están terminando las dosis de semen de primera. Quiere que le acompañe otra vez a una de esas peligrosas expediciones nocturnas a buscar repuesto de semen del toro de Lord Somerton. Y, francamente, la idea me aterra.
—Ya iré yo —le dije—. Yo ocuparé su lugar.
—No sabría cómo hacerlo.
—Fácil: tomo la verga y la meto en la bolsa —dije—. Usted podría estar esperando en la granja, preparado para congelar el semen.
—¿Puede usted conseguir una bicicleta?
—Iré en coche —dije—. Corre el doble.
Acababa de comprarme un novísimo Continental Morris Cowley, una máquina superior en todos los sentidos al De Dion de 1912 que tuve en París. La carrocería era de color chocolate. El tapizado de cuero. Adornos de níquel, salpicadero de caoba y una puerta para el conductor. Estaba muy orgulloso de él.
—Le llevaré el semen en un par de minutos —le dije.
—Es una idea espléndida —dijo—. ¿Estaría de verdad dispuesto a hacerme este favor, Cornelius?
—Me encantaría.
Me fui poco después y regresé en coche al Trinity. En mi cerebro hervían todas las cosas que A. R. Woresley me había contado. Era indudable que había realizado un gran descubrimiento, y que cuando publicara los resultados obtenidos sería saludado en todo el mundo como un gran hombre. Probablemente era un genio.
Pero eso a mí no me importaba en lo más mínimo. Lo que me preocupaba era lo siguiente: ¿cómo podía conseguir sacar un millón de libras de todo aquello? No me importaba que de paso A. R. Woresley también se hiciera rico. Se lo merecía. Pero primero estaba el abajo firmante. Cuanto más pensaba en ello, más me convencía de que había una fortuna aguardándome a la vuelta de la esquina. Aunque no estaba muy seguro de que fueran a proporcionármela las vacas y los toros.
Me pasé la noche despierto en la cama, estrujando mi cerebro para resolver este problema. A los lectores de este diario quizá les parezca un tipo bastante despreocupado para casi todas las cosas, pero puedo prometerles que cuando están en juego mis intereses más importantes, soy capaz de reflexionar con envidiable concentración. Alrededor de medianoche se me ocurrió una idea que empezó a dar vueltas en mi cabeza. Esta idea me atrajo inmediatamente, por la sencilla razón que estaba relacionada con las dos cosas que más me entretienen: la seducción y la copulación. Y me resultó incluso más atractiva cuando comprendí que el plan supondría grandes dosis de ambas.
Salté de la cama y me puse el batín. Empecé a tomar notas. Examiné los problemas que se plantearían. Ideé fórmulas para resolverlos. Y al final llegué a la conclusión de que el plan funcionaría. Tenía que funcionar.
No había más que un obstáculo. Había que convencer a A. R. Woresley para que colaborase.