5

Aquella noche dormí bien. Seguía durmiendo a pierna suelta a las once de la mañana siguiente, cuando el ruido de los puños de madame Boisvain que aporreaban mi puerta me despertó de golpe.

—¡Levántese, monsieur Cornelius! —gritaba—. ¡Baje inmediatamente! ¡Hay gente llamando al timbre y pidiendo verle desde la hora de desayunar!

Me vestí y bajé en dos minutos exactos. Fui a la puerta principal, y allí, paseando por la enguijarrada acera, vi al menos a siete hombres. No conocía a ninguno. Formaban un grupito pintoresco con sus coloridos uniformes de fantasía y sus chaquetas adornadas de botones plateados y dorados de las más diversas formas.

Resultó que eran mensajeros de las embajadas, y venían de las de Gran Bretaña, Alemania, Rusia, Hungría, Italia, México y Perú. Cada uno de ellos era portador de una carta dirigida a mí. Acepté las cartas y las abrí inmediatamente. Todas ellas decían más o menos lo mismo. Todos querían más pastillas. Me rogaban que les facilitara más pastillas. Me daban instrucciones para que entregara las cajitas al portador de la carta, etc., etc.

Les dije a los mensajeros que esperasen en la calle y subí a mi habitación. Entonces escribí el siguiente mensaje para contestar a las cartas, una por una: Honorable señor: Estas pastillas tienen un proceso de fabricación carísimo. Siento comunicarle que a partir de ahora el precio de cada una de ellas será de mil francos. En aquellos tiempos entraban veinte francos en cada libra esterlina, lo que significa que les pedía exactamente cincuenta libras por pastilla. Y en 1912, cincuenta libras esterlinas valían aproximadamente diez veces más de lo que valen hoy día. A su valor actual, sería como haber pedido unas quinientas libras por pastilla. Era un precio absurdamente alto, pero se trataba de hombres acaudalados. También eran hombres extraordinariamente locos por las cuestiones sexuales, y, como confirmará cualquier mujer con dos dedos de frente, no hay nada más fácil que sacarle dinero a un hombre que sea acaudalado y además esté loco por la sexualidad.

Bajé trotando otra vez las escaleras y entregué las cartas a sus respectivos portadores y les dije que se las entregaran a sus amos. Mientras lo hacían llegaron dos mensajeros más, uno de ellos del Quai d’Orsay (el ministerio de Asuntos Exteriores) y otro del general del ministerio de la Guerra o como se llame. Y mientras redactaba el mismo texto para estos dos, he aquí que apareció en un bonito simón nada menos que el señor Mitsouko en persona. La noche anterior era un japonesito saltarín, apuesto y de mirada brillante. Pero esta mañana apenas tenía fuerzas para salir del simón, y cuando éste se acercaba trotando hacia mí, las piernas empezaron a doblársele. Lo agarré justo a tiempo.

—¡Señor! —jadeó, apoyándose con ambas manos en mi hombro para sostenerse—. ¡Queridísimo señor! ¡Es un milagro! ¡Es una pastilla maravillosa! ¡Es… el mayor invento de todos los tiempos!

—Agárrese fuerte —le dije—. ¿Se encuentra mal?

—Estoy perfectamente —boqueó—. Un poco molido, pero nada más —empezó a soltar tontas sonrisas, cada vez más incontrolables. Toda su personilla oriental, su sombrero de copa y su frac eran agitados por unas risillas cada vez más alocadas. Era tan bajito que el extremo superior de su sombrero de copa apenas me llegaba a la más baja de mis costillas—. Estoy un poco molido y un poco cascado —dijo—, pero, muchacho, ¿quién no lo estaría en mi caso, eh? ¿Quién no lo estaría?

—¿Qué ocurrió? —le pregunté.

—¡Abordé a siete mujeres! —exclamó—. ¡Y no eran como esas mujeres chiquititas y menuditas que tenemos en Japón, que va! ¡Eran enormes mozas francesas! ¡Me las tiré por turnos, pam, pam, pam! ¡Y todas ellas gritaban todo el rato, camarade, camarade, camarade! Yo era un gigante en medio de aquellas mujeronas, ¿entiende usted, joven? ¡Yo era un gigante que agitaba su enorme garrote y ellas se retorcían en todas direcciones!

Le conduje hacia la casa y le invité a que se sentara en la salita de madame Boisvain. Le preparé un vaso de cognac. Lo tragó de golpe y sus blancas mejillas adquirieron de nuevo un pálido tono amarillento. Noté que llevaba colgada de la muñeca derecha una bolsita de cuero, y cuando se la sacó y la dejó sobre la mesa se oyó el tintineo de unas monedas en su interior.

—Tiene que ir usted con cuidado, señor —le dije—. Es usted un hombre pequeñito y estas pastillas son muy fuertes. Creo que sería más seguro que se tomase solamente la mitad de la dosis normal. Media pastilla cada vez, en lugar de una entera.

—¡Paparruchas, señor! —exclamó—. ¡Paparruchas y salsa picante!, como decimos en Japón. ¡Esta noche no pienso tomarme una sola pastilla, sino tres!

—¿Ha leído lo que dice la etiqueta? —le pregunté con ansiedad. Lo que menos me interesaba era encontrarme con un japonesito muerto por allí. Imaginen el escándalo, la autopsia, las investigaciones, y las cajitas de mis pastillas con mi nombre impreso en su casa.

—He leído la etiqueta —dijo alargándome su vaso para que le sirviera otra ración del cognac de madame Boisvain— y no pienso hacerle el menor caso. Los japoneses podemos ser pequeños de estatura, pero tenemos unos órganos gigantescos. Por eso caminamos tan estevados.

Decidí tratar de desanirmarle doblando el precio.

—Sin embargo, me temo que el precio de estas pastillas es elevadísimo —le dije.

—El dinero no es problema —dijo, señalando la bolsita de cuero que había dejado sobre la mesa—. Pagaré en monedas de oro.

—Pero, señor Mitsouko —insistí—, ¡cada pastilla le costará dos mil francos! Su fabricación es complicadísima. Cada pastilla cuesta un montón de dinero.

—Deme veinte —dijo sin siquiera parpadear.

Dios mío, pensé, este hombre va a matarse.

—No puedo permitir que se quede tantas —le dije—, a no ser que me dé usted su palabra de que nunca se las tomará más que de una en una.

—No me dé lecciones, joven mamporrero —dijo—. Limítese a facilitarme las pastillas.

Subí a mi habitación, conté veinte pastillas y las puse en un frasco corriente. No pensaba correr el riesgo de que aquel lote llevara impreso mi nombre.

—Mandaré diez al emperador —dijo el señor Mitsouko cuando se las entregué—. Esto me colocará en una interesante posición en la corte imperial.

—También colocará a la emperatriz en posiciones muy interesantes —agregué.

Me dirigió una sonrisa, cogió la bolsita y vació un enorme montón de monedas de oro sobre la mesa. Eran todas ellas de cien francos cada una.

—Veinte monedas por cada pastilla —dijo, empezando a contarlas—. En total son cuatrocientas monedas. Y es un dinero bien gastado, joven mago.

Cuando se hubo marchado, recogí las monedas y las subí a mi habitación.

Dios mío, pensé. Ya soy rico.

Pero antes de que concluyera el día sería aún más rico. Uno a uno, los mensajeros fueron regresando de sus respectivos ministerios y embajadas. Todos ellos traían pedidos concretos y cantidades exactas de dinero, casi todo él en monedas de oro de veinte francos. El resultado fue el siguiente:

Sir Charles Makepiece, 4 pastillas = 4.000 francos
Embajador alemán, 8 pastillas = 8.000 francos
Embajador ruso, 10 pastillas = 10.000 francos
Embajador húngaro, 3 pastillas = 3.000 francos
Embajador peruano, 2 pastillas = 2.000 francos
Embajador mexicano, 6 pastillas = 6.000 francos
Embajador italiano, 4 pastillas = 4.000 francos
Ministro francés de Asuntos
Exteriores, 6 pastillas = 6.000 francos
General francés, 3 pastillas = 3.000 francos
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46.000 francos
Señor Mitsouko, 20 pastillas
(precio doble) 40.000 francos
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TOTAL 86.000 francos

¡Ochenta y seis mil francos! ¡Al cambio de cien francos por cinco libras, de repente mi fortuna ascendía a cuatro mil trescientas libras esterlinas! Era increíble. Con esa cantidad se podía comprar una casa magnífica, un buen carruaje, un par de caballos, e incluso uno de esos deslumbrantes y relucientes automóviles de reciente invención.

Aquella noche madame Boisvain sirvió para cenar rabo de buey, y no hubiese estado mal de no haber sido porque la salsa del plato tentó a monsieur Boisvain a chupar, relamerse y tragar de la manera más desagradable que se pueda imaginar. Hubo un momento en el que cogió su plato con ambas manos y lo inclinó hacia sus labios para tragarse de golpe el resto de salsa junto con un par de zanahorias y una enorme cebolla.

—Dice mi esposa que ha recibido usted un montón de extraños visitantes —dijo. Tenía la cara emplastada de líquido castaño, y del bigote le colgaban tiras de carne—. ¿Quiénes eran?

—Eran amigos del embajador británico —contesté—. Estoy realizando algunos negocios en nombre de Sir Charles Makepiece.

—No puedo consentir que mi casa se convierta en un mercado —dijo monsieur B., hablando con la boca llena de grasa—. Estas actividades tienen que terminar.

—No se preocupe —le dije—. Mañana voy a buscarme otra residencia.

—¿Quiere decir que se va? —exclamó.

—Me temo que no me queda otro remedio. Pero puede usted quedarse con el pago por adelantado que hizo mi padre.

Todo esto creó alrededor de la mesa un notable revuelo, en buena parte de labios de mademoiselle Nicole, pero yo me mantuve firme.

Y a la mañana siguiente salí y encontré un apartamento bastante lujoso situado en una planta baja, con tres habitaciones grandes y cocina. Estaba en la Avenue Jena. Hice las maletas con todas mis posesiones y las cargué en un coche de alquiler. Madame Boisvain salió a despedirme.

—Madame —le dije—, tengo que pedirle un pequeño favor.

—¿Sí?

—Y a cambio quiero que acepte esto —le tendí cinco monedas de oro de veinte francos. Ella estuvo a punto de desmayarse—. De vez en cuando —le dije— pasarán por aquí personas que preguntarán por mí. Todo cuanto tiene que hacer es decirles que me he mudado y dirigirles a estas señas.

Y le di un pedazo de papel en el que había anotado mi nueva dirección.

—Pero, ¡es demasiado dinero, monsieur Oswald!

—Acéptelo —dije, forzándola a tomar las monedas—. Guárdeselas para usted. No se lo diga a su marido. Pero es muy importante que informe a todos cuantos vengan de cuál es el sitio donde ahora vivo.

Prometió hacerlo, y me fui hacia mi nueva residencia.