4

A la noche siguiente, exactamente a las ocho en punto, me presenté en la embajada. Iba completamente equipado con mi pajarita blanca y mi frac. En aquellos tiempos, los fracs tenían un profundo bolsillo dentro de cada una de sus colas, y allí había introducido un total de doce cajitas, cada una con una pastilla en su interior. La embajada era un ascua de luz, y de todas direcciones llegaban a su puerta grandes carruajes. Había muchísimos lacayos uniformados por todas partes. Entré y me puse en la fila de los que iban siendo recibidos.

—Querido muchacho —dijo Lady Makepiece—, no sabes cuánto me alegro de que hayas podido venir. Charles, te presento a Oswald Cornelius, el hijo de William.

Sir Charles Makepiece era un tipo pequeñito con una elegante melena blanca. Tenía la piel de color galleta y un enfermizo aspecto polvoriento, como si le hubiesen espolvoreado por encima un poco de azúcar negro. Toda su cara, de la frente al mentón, estaba cruzada de profundas y delgadas grietas, lo cual, junto con la piel polvorienta y de color galleta, le daba aspecto de un busto de terracota que empezara a desmenuzarse.

—¿Así que tú eres el chico de William, eh? —dijo, estrechándome la mano—. ¿Cómo te va por París? Si puedo hacer algo por ti, no tienes más que decírmelo.

Seguí avanzando hacia la deslumbrante muchedumbre. Parecía que yo fuese el único varón presente que no estaba ahogado bajo el peso de condecoraciones y cintas. Primero estuvimos bebiendo champagne. Luego pasamos a cenar. Aquel comedor era impresionante. Alrededor de un centenar de invitados nos sentamos a ambos lados de una mesa tan larga como dos campos de cricket. Unas tarjetitas indicaban el lugar donde debíamos sentarnos. Yo me encontraba entre dos viejas increíblemente feas. Una de ellas era la esposa del embajador búlgaro y la otra era tía del rey de España. Me concentré en la comida, que era soberbia. Todavía recuerdo la enorme trufa, grande como una pelota de golf, cocida en vino blanco en una cazuelita con tapadera. Y el rodaballo escalfado, que el cocinero había retirado del fuego justo un instante antes de que estuviera demasiado cocido, con el centro casi crudo pero muy caliente todavía. (Los ingleses y los norteamericanos siempre cuecen demasiado el pescado.) ¡Y los vinos! ¡Aquellos vinos eran de los que no se olvidan!

Pero, ¿qué podía saber el joven Oswald Cornelius, a sus diecisiete años, sobre vinos? Pregunta justificada. Pero la respuesta es que tenía notables conocimientos. Porque lo que no les he contado todavía es que mi padre amaba el vino más que todo en el mundo, incluidas las mujeres. Era, creo, un auténtico experto. Su pasión era el borgoña. También adoraba el clarete, pero siempre consideraba que los claretes, aun los mejores, eran un tanto femeninos.

—El clarete —decía— puede tener un rostro más bonito y mejor tipo, pero sólo los borgoñas tienen músculos y tendones.

Cuando cumplí los catorce años ya había logrado comunicarme parte de su pasión por el vino, y hacía solamente un año que me había llevado a hacer una excursión a pie de diez días por toda la Borgoña durante la vendimia. Habíamos partido de Chagny y desde allí caminamos en dirección norte hasta Dijon, de modo que en aquella primera semana atravesamos toda la Cote de Nuits. Fue una experiencia emocionante. No fuimos por las rutas principales sino por estrechos senderos que nos condujeron a la vera de prácticamente todos los grandes viñedos de esta famosa ladera dorada, empezando por Montrachet, luego Meursault, después Pommard, y pasamos una noche en una maravillosa posada de Beaune donde comimos écrevisses bañadas en vino blanco, y gruesas lonchas de jote gras colocadas sobre una rebanada de pan tostado con mantequilla.

Todavía recuerdo el almuerzo del día siguiente, sentados los dos sobre el bajo muro blanco que cercaba el Romanée Conti, a base de pollo frío, pan francés, fromage dur y una botella de Romanée Conti precisamente. Extendimos nuestras viandas sobre el muro y pusimos la botella al lado, junto con un par de vasos. Mi padre descorchó la botella y sirvió el vino mientras yo me las arreglaba como podía para trinchar el pollo, y estuvimos comiendo al templado sol del otoño mientras veíamos a los vendimiadores doblando las viñas, llenando sus cestos, llevándolos hasta un extremo del campo y echando la uva en cestos muy grandes que a su vez eran vaciados en carros tirados por caballos de un color ocre cremoso. Recuerdo a mi padre sentado en el muro, señalando con un hueso de muslo casi desnudo en dirección a esta agradable escena, mientras decía:

—¡Muchacho, estás sentado a la orilla del pedazo de tierra más famoso del mundo! ¡Míralo! ¡Dos hectáreas de pedregosa arcilla roja! ¡No es más que eso! Pero las uvas que ahora ves recoger producirán un vino que es el más excelso de los vinos. También es de los más difíciles de adquirir, debido a la escasa cantidad que se produce. Esta botella que estamos bebiéndonos ahora salió de aquí hace once años. ¡Huélela! ¡Inhala el bouquet! ¡Saborea! ¡Bebe! ¡Pero no intentes jamás describir este vino! ¡Es imposible traducir este sabor en palabras! Beber un Romanée Conti es como tener un orgasmo en la boca y en la nariz al mismo tiempo.

A mí me encantaba cuando mi padre se ponía así. Mientras le oía hablar durante mis años mozos, empecé a comprender la importancia que tenía ser capaz de entusiasmarse por algo en esta vida. Él me enseñó que si te interesas por alguna cosa, sea cual sea, debes volcarte sobre ella con todas tus fuerzas. Abrazarla con ambos brazos, apretujarla, amarla y sobre todo apasionarte por ella. Si no hay entusiasmo nada vale la pena. El simple acaloramiento no basta. Hay que ponerse al rojo vivo y apasionarse al máximo. Si no, no vale la pena.

Visitamos Clos de Vougeot, Bonnes-Mares, Clos de la Roche, Chambertin y otros muchos lugares maravillosos. Bajamos a las bodegas de los castillos y probamos el vino del año anterior directamente de los toneles. Vimos cómo prensaban las uvas en enormes prensas de madera accionadas por seis hombres a la vez. Vimos cómo sacaban el mosto de las prensas en grandes tinajas de madera, y en Chambolle-Musigny, donde empezaban a vendimiar una semana antes que en los demás sitios, vimos cómo el mosto cobraba vida en colosales tinajas de madera de cuatro metros de altura en las que hervía y burbujeaba a medida que iniciaba el proceso mágico por el cual el azúcar va convirtiéndose en alcohol. Y mientras estábamos observándolo, el vino entró en tal frenesí de actividad, y el hervor y el burbujeo adquirieron tales proporciones, que fue necesario que subieran varios hombres a lo alto de las tinajas y se sentaran en sus tapaderas para evitar que saltaran.

He vuelto a divagar. Tengo que proseguir mi relato. Pero pretendía demostrar rápidamente que, a pesar de mi tierna edad, era muy capaz de apreciar la cualidad de los vinos que bebí aquella noche en la embajada británica en París. Eran verdaderamente memorables.

Empezamos con un Chablis Grand Cru «Grenouilles». Después un Latour. Luego un Richebourg. Y con los postres, un viejo Yquem. No recuerdo la cosecha exacta de ninguno de ellos, pero eran todos anteriores a la filoxera.

Una vez terminada la cena, las mujeres, conducidas por Lady Makepiece, abandonaron el comedor. Sir Charles llevó el rebaño de los hombres a la sala de estar contigua, a beber oporto, cognac y café.

Ya en la sala de estar, cuando los caballeros empezaban a dividirse en grupos, maniobré rápidamente para situarme al lado mismo del anfitrión.

—Ah, aquí estás, muchacho —dijo—. Ven a sentarte conmigo.

Perfecto.

Eramos once, yo incluido, en este grupo concreto, y Sir Charles me presentó cortésmente y por turno a todos ellos.

—Éste es el joven Oswald Cornelius —dijo—. Su padre era nuestro enviado en Copenhague. Te presento al embajador de Alemania, Oswald.

Y estreché la mano del embajador de Alemania. Luego la del embajador de Italia y la del de Hungría y la del de Rusia y la del de Perú y la del de México. Después fui presentado al ministro francés de Asuntos Exteriores y a un general francés y por fin a un gracioso hombrecillo japonés, al que me presentaron simplemente con el nombre de señor Mitsouko. Todos ellos hablaban inglés, y parecía que por cortesía hacia su anfitrión habían decidido utilizar este idioma para sus conversaciones de aquella noche.

—Toma un vaso de oporto, jovencito —me dijo Sir Charles Makepiece—, y haz correr la botella.

Me serví un poco de oporto y pasé cuidadosamente la botella hacia mi izquierda.

—Es un buen oporto. Fonseca del 87. Dice tu padre que has conseguido una beca para estudiar en el Trinity College, ¿es cierto?

—Sí, señor —respondí. Mi momento se aproximaba. No debía desperdiciar ninguna oportunidad. En cuanto se presentara tenía que aprovecharla.

—¿Qué vas a estudiar? —me preguntó Sir Charles.

—Ciencias, señor —respondí. Entonces me lancé—. De hecho —dije elevando un poco el tono de voz, sólo lo suficiente para que me oyeran todos ellos—, en uno de los laboratorios de la universidad están llevando a cabo en estos momentos un trabajo absolutamente asombroso. Muy secreto. Seguro que no podrían dar crédito a sus oídos si supieran lo que han descubierto.

Diez cabezas se elevaron y diez pares de ojos se levantaron de los vasos de oporto y las tazas de café y me miraron con benévolo interés.

—No sabía que ya habías estado allí —dijo Sir Charles—. Tenía entendido que debías esperar todavía un año y que por eso estabas ahora en Francia.

—Exacto —dije—, pero mi futuro director de estudios me invitó a pasar casi todo el último trimestre trabajando en el laboratorio de Ciencias. Mi tema favorito son las ciencias.

—¿Y qué es, si puedo preguntarlo, eso tan interesante y tan secreto que acaban de descubrir? —El tono empleado por Sir Charles fue un tanto zumbón, pero no era de extrañar.

—Bueno, señor… —murmuré, y luego, aposta, me quedé en silencio.

Un silencio de unos segundos. Los nueve extranjeros y el embajador británico permanecieron quietos en sus asientos, esperando educadamente a que yo continuara. Me miraban con una mezcla de tolerancia y diversión. Este muchacho, parecían decir, demuestra tener bastante cara dura manteniéndonos de esta manera en la incertidumbre. Pero oigámosle. Es más entretenido que la política.

—No me dirás que permiten a un chico de tu edad manipular sus secretos… —dijo Sir Charles, sonriendo levemente con su cara de terracota a punto de desmenuzarse.

—No se trata de secretos de guerra, señor —expliqué—. No ayudarían a ningún enemigo. Son secretos en beneficio de toda la humanidad.

—Entonces, cuéntanoslo —dijo Sir Charles mientras encendía un enorme cigarro—. Tienes aquí un público distinguido, y todos cuantos te escuchamos estamos esperando oírte hablar.

—Creo que se trata del mayor descubrimiento científico que se ha realizado desde Pasteur —añadí—. Algo que cambiará el mundo.

El ministro francés de Asuntos Exteriores absorbió aire a través de sus peludas fosas nasales, haciendo un ruido semejante a un silbido.

—¿Así que ahora hay en Inglaterra un nuevo Pasteur? —dijo—. Si es así, me encantaría oír hablar de él.

Este ministro de Asuntos Exteriores era un aseado francés aceitunado y más listo que un lince. Tendría que vigilarle.

—Si el mundo está a punto de cambiar —dijo Sir Charles—, me sorprende un poco que esta información no haya llegado todavía a mi despacho.

Tranquilo, Oswald, me dije. Acabas de empezar y ya has liado excesivamente el ovillo.

—Usted me perdonará, señor, pero la cuestión es que se trata de unos hechos que no se han hecho públicos todavía.

—¿Quién no los ha publicado? ¿De quién se trata?

—Del profesor Yousoupoff, señor.

El embajador ruso dejó su vaso de oporto y dijo:

—¿Yousoupoff? ¿Es ruso?

—Sí, señor, lo es.

—Entonces, ¿cómo es que yo no he oído hablar de él?

No tenía intención de meterme en un lío con aquel cosaco de ojos negros y barba negra, de modo que permanecí en silencio.

—Vamos, jovencito —dijo Sir Charles—. Cuéntanos cuál ha sido el mayor descubrimiento científico de nuestra era. Sabes bien que no puedes tenernos sobre ascuas por más tiempo.

Inspiré profundamente varias veces y tomé un poco de oporto. Era el gran momento. Recé al cielo pidiendo que me inspirase y no lo echara todo a perder.

—Hace muchos años —dije— que el profesor Yousoupoff lleva trabajando en la teoría según la cual las semillas de la granada contienen un potente elemento rejuvenecedor.

—¡En mi país hay millones y millones de granadas! —exclamó orgullosamente el embajador italiano.

—Calma, Emilio —dijo Sir Charles—. Deja que el muchacho se explique.

—Durante veintisiete años —proseguí— el profesor Yousoupoff ha estudiado la semilla de la granada. Es un tema que llegó a obsesionarle. Solía dormir en el laboratorio. Nunca hacía vida social. Ni llegó a casarse. Toda la sala donde trabajaba estaba literalmente sembrada de granadas y sus semillas.

—Usted perdonará —intervino el pequeño japonés—, pero, ¿por qué la granada? ¿Por qué no la uva o la grosella negra?

—No estoy en condiciones de contestar esa pregunta, señor —dije—. Supongo que debía ser cosa de algún presentimiento.

—Me parecen muchos años para dedicárselos a un presentimiento —comentó Sir Charles—. Pero, continúa, muchacho. No debemos interrumpirle.

—El pasado enero —dije— la paciencia del profesor fue por fin recompensada. Lo que hizo fue lo siguiente. Diseccionó uno de los granos de una granada y examinó su contenido minuciosamente ayudado de un potente microscopio. Y sólo entonces observó en el centro mismo del grano una minúscula mota de tejido vegetal rojo en el que hasta entonces no se había fijado. Procedió a aislar esa pequeña mota de tejido. Pero era evidentemente de un tamaño demasiado pequeña para resultar útil por sí sola. De modo que el profesor pasó a diseccionar a continuación cien granos y a obtener de cada uno de ellos cien de esas diminutas partículas rojas. Cuando llegó a esta fase me permitió ayudarle. Quiero decir que me pidió mi ayuda para diseccionar esas diminutas partículas con ayuda del microcopio. Solamente este trabajo nos costó ya una semana.

Tomé otro sorbo de oporto. Mi público esperaba a que continuase.

—Así que ya tenemos cien de esas pequeñas partículas rojas, pero incluso cuando las juntábamos en una platina de cristal, todavía no podían verse sin ayuda de una lente muy poderosa.

—¿Dice usted que esas cositas eran de color rojo? —dijo el embajador de Hungría.

—Vistas por el microscopio tienen un tono escarlata muy vivo —dije.

—¿Y qué hizo con ellas ese famoso profesor?

—Se las dio a una rata —dije.

—¡A una rata!

—Sí —dije—. A una rata blanca muy grande.

—¿Qué necesidad puede tener nadie de dar de comer esas cositas de las granadas a una rata? —preguntó intrigado el embajador alemán.

—Dale tiempo, Wolfgang —le dijo Sir Charles al alemán—. Déjale terminar. Quiero saber qué ocurrió.

Y me hizo una indicación con la cabeza para que prosiguiese.

—Verá usted, señor —continué—. El profesor Yousoupoff tenía en el laboratorio un montón de ratas blancas. Cogió las cien diminutas partículas rojas y se las dio de comer a una sola rata macho. Para ello insertó esas partículas, con la ayuda del microscopio, en un pedazo de carne. Luego metió a la rata en una jaula junto con diez ratas hembras. Recuerdo muy bien que el profesor y yo nos quedamos contemplando la rata macho. Era media tarde y estábamos tan excitados que nos habíamos olvidado de almorzar.

—Perdone usted un momento, por favor —dijo el avispado ministro francés de Asuntos Exteriores—. ¿Por qué estaban tan excitados? ¿Qué fue lo que les hizo suponer que podía ocurrirle alguna cosa a esa rata?

Ya estamos, pensé. Sabía que tenía que vigilar a este ingenioso francés.

—Yo estaba excitado, señor, sencillamente porque veía que el profesor estaba excitado —dije—. Él parecía saber que iba a ocurrir alguna cosa. No puedo decir por qué. No olviden, caballeros, que yo no era más que un jovencísimo ayudante. El profesor no me contó todos sus secretos.

—Comprendo —dijo el ministro—. Prosiga.

—Sí, señor —dije—. Pues bien, estábamos mirando la rata. Al principio no pasó nada. Luego, repentinamente, al cabo exactamente de nueve minutos, la rata se quedó muy quieta. Se encogió, y se puso a temblar de pies a cabeza. Estaba mirando a las hembras. Reptó hacia la más cercana, la agarró por la piel del cuello con sus dientes y la montó. Duró poco tiempo. La trató fieramente y actuó con rapidez. Pero ahora viene lo extraordinario. En cuanto la rata macho terminó de copular con la primera hembra, agarró a una segunda e hizo lo mismo con ella. Luego agarró a la tercera, y la cuarta, y la quinta. Era absolutamente inagotable. Pasó de una hembra a otra, fornicando con todas ellas, hasta haber montado a las diez. ¡E incluso entonces, caballeros, seguía sin saciarse!

—¡Santo cielo! —murmuró Sir Charles—. Qué experimento tan curioso.

—Debo añadir —proseguí—, que las ratas no son normalmente seres promiscuos. De hecho, tienen unas costumbres sexuales bastante moderadas.

—¿Está seguro de eso? —dijo el ministro francés—. Yo tenía entendido que las ratas son bastante lascivas.

—No señor —repuse firmemente—. La ratas son de hecho unos seres muy inteligentes y amables. Es fácil domesticarlas.

—Sigue, pues —dijo Sir Charles—. ¿Qué dedujisteis de todo esto?

—El profesor Yousoupoff se excitó muchísimo. “¡Oswaldsky! —gritó. Siempre me llamaba así—. ¡Oswaldsky, muchacho, creo que he descubierto el estimulante sexual más potente de toda la historia de la humanidad!”

—“Eso mismo creo yo” —le dije. Todavía nos encontrábamos junto a la jaula y la rata macho saltaba aún sobre las desdichadas hembras, una tras otra. Al cabo de una hora la rata macho quedó tendida de agotamiento. “Le hemos dado una dosis excesiva”, dijo el profesor.

—¿Qué le pasó a esta rata al final? —preguntó el embajador mexicano.

—Murió —dije.

—Demasiadas hembras, ¿no?

—Exacto —dije.

El pequeño mexicano entrelazó con fuerza sus manos y exclamó:

—¡Así es exactamente como me gustaría morir! ¡De un exceso de mujeres!

—En México es mucho más probable morir de un exceso de cabras y asnos —bufó el embajador alemán.

—Ya basta, Wolfgang —dijo Sir Charles—. No provoquemos una guerra. Estamos escuchando un relato interesantísimo. Continúa, muchacho.

—Así pues, la vez siguiente —proseguí— aislamos solamente veinte de esos diminutos núcleos de los granos. Los insertamos en una miga de pan y nos fuimos a buscar a algún hombre muy viejo. Con la ayuda del periódico local conseguimos encontrar a nuestro anciano en Newmarket, una ciudad cercana a Cambridge. Se llamaba Mr. Sawkins y tenía ciento dos años. Padecía un estado avanzado de senilidad. Su mente carecía de fijeza y había que alimentarle con cuchara. Hacía siete años que no se levantaba de la cama. El profesor y yo llamamos a la puerta de su casa y la hija, que tenía ochenta años, la abrió. «Soy el profesor Yousoupoff —anunció el profesor—. He descubierto una gran medicina que ayuda a los ancianos. ¿Nos permite que le demos un poco a su anciano padre?»

»—“Puede darle todas las malditas medicinas que le dé la gana —dijo la hija—. Este viejo chalado no se entera absolutamente de nada. Es un condenado estorbo.”

»Subimos al primer piso y el profesor consiguió tras algunos esfuerzos introducir la miga de pan en la garganta del viejo. Yo tomé nota de la hora. “Retirémonos. Bajemos a la calle a esperar”, dijo el profesor.

»Bajamos y salimos a la calle. Yo iba contando los minutos en voz alta a medida que transcurrían. Y entonces —quizás no puedan ustedes creerlo, caballeros, pero juro que esto es exactamente lo que ocurrió—, precisamente a los nueve minutos en punto, sonó un tremendo bramido procedente del interior de la casa de Mr. Sawkins. La puerta principal se abrió de golpe y el viejo salió corriendo a la calle. Iba descalzo, con un sucio pijama a listas azul y gris y con el pelo cano cayéndole sobre los hombros. “¡Quiero una mujer! —bramaba—. ¡Quiero una mujer, y por todos los diablos que voy a conseguirla!” El profesor se aferró a mi brazo. “¡No te muevas! —dijo—. ¡Observa!”

»La hija de ochenta años salió corriendo detrás de su padre. “¡Vuelve, viejo loco! —chillaba—. ¡Qué demonios crees que vas a hacer!”

»Nos encontrábamos, por cierto, en una callejuela con sendas hileras de casas idénticas a ambos lados. Mr. Sawkins ignoró a su hija y corrió, literalmente corrió, hasta la siguiente casa. Allí empezó a aporrear la puerta con los puños. “¡Abra, Mrs. Twitchell! —bramó—. ¡Baja, mi hermosa, abre y divirtámonos un poco!”

»Entreví por la ventana el rostro aterrado de Mrs, Twitchell. Luego desapareció. Mr. Sawkins, sin dejar de bramar, empujó la endeble puerta con el hombro y rompió el cerrojo. Se lanzó hacia dentro. Nosotros nos quedamos en la calle esperando acontecimientos. El profesor estaba excitadísimo. Saltaba sobre sus graciosas botas negras y gritaba: “¡Lo hemos logrado! ¡Lo hemos logrado! ¡Rejuveneceremos el mundo!”

»De repente empezaron a salir de la casa de Mrs. Twitchell penetrantes gritos y chillidos. Empezaban a congregarse vecinos en la acera. “¡Entrad y sacadle! —gritaba la hija—. ¡Se ha vuelto completamente loco!” Dos hombres entraron en la casa de los Twitchell. Se oyeron ruidos de una pelea. Muy pronto salieron los dos hombres, y traían cogido por los codos al viejo Mr. Sawkins entre los dos. “¡Ya la tenía! —gritaba él—. ¡Ya lo creo que tenía a esa vieja puta bien amarrada! ¡Le he pegado un meneo que casi la mato!” En ese momento, el profesor y yo desaparecimos sigilosamente del lugar.»

Hice una pausa en mi relato. Siete embajadores, el ministro francés de Asuntos Exteriores, el general del ejército francés y el pequeño japonés estaban ahora inclinados hacia delante, con sus ojos fijos en mí.

—¿Es eso exactamente lo que ocurrió? —me preguntó Sir Charles.

—Palabra por palabra, señor, tan verdad como los evangelios —mentí—. Cuando el profesor Yousoupoff publique sus descubrimientos, el mundo entero leerá lo que acabo de contarles.

—¿Y qué pasó después? —preguntó el embajador del Perú.

—Todo lo que siguió fue relativamente sencillo —dije—. El profesor realizó una serie de experimentos a fin de descubrir cuál era la dosis segura y adecuada para un varón adulto normal, utilizando como voluntarios a algunos universitarios. Y pueden estar ustedes seguros, caballeros, que no le costó encontrar voluntarios. En cuanto corrió la noticia por la universidad, se formó una lista de espera de ochocientos jóvenes. Pero, para abreviar, el profesor consiguió finalmente demostrar que la dosis segura era de un máximo de cinco de esos diminutos núcleos microscópicos de las semillas de la granada. De este modo, y utilizando como base el carbonato cálcico, empezó a fabricar unas pastillas que contienen exactamente esa cantidad de tan mágica substancia. Y demostró más allá de toda posible duda que una de esas pastillas puede conseguir, exactamente en nueve minutos, que cualquier hombre, incluso el más viejo, se convierta en una máquina sexual maravillosamente potente capaz de dar placer a su pareja durante seis horas ininterrumpidas, sin ninguna excepción.

—Gott in Himmel! —gritó el embajador alemán—. ¿Dónde puedo conseguir esas pastillas?

—¡Yo también quiero! —exclamó el embajador ruso—. ¡Mi pedido tiene prioridad porque las inventó un paisano mío! ¡Debo informar inmediatamente al zar!

De repente, todos hablaban a la vez. Preguntaban dónde podían conseguir las pastillas, gritaban que las querían inmediatamente, que cuánto costaban, que pagarían generosamente. El pequeño japonés, que estaba sentado a mi lado, se inclinó hacia mí y siseó:

—Usted consígame muchas pastillas. Yo le pagaré mucho dinero.

—Vamos a ver, un momento, caballeros —dijo Sir Charles, pidiendo silencio con su arrugada mano en alto—. Nuestro joven amigo nos ha contado una historia fascinante, pero, tal como él mismo ha indicado, no era más que un ayudante del profesor como-se-llame. Estoy, por consiguiente, seguro, de que no se encuentra en condiciones de facilitarnos tan notables pastillas. Es posible, sin embargo, querido Oswald —y aquí Sir Charles se inclinó hacia mí y apoyó una mano marchita sobre mi antebrazo—, es posible, querido Oswald, que puedas ponerme en contacto con ese gran profesor. Uno de mis deberes como embajador aquí consiste en mantener informado al ministerio de Asuntos Exteriores de todos los nuevos descubrimientos científicos.

—Lo comprendo —dije.

—Si pudiese obtener un frasco de esas pastillas, a ser posible un frasco grande, lo remitiría directamente a Londres.

—Y yo lo enviaría a Petrogrado —dijo el embajador ruso.

—Y yo a Budapest.

—Y yo a Ciudad de México.

—Y yo a Lima.

—Y yo a Roma.

—¡Y un pimiento! —exclamó el embajador alemán—. ¡Las utilizarían ustedes mismos, sucios vejestorios!

—A ver, a ver, Wolfgang —dijo Sir Charles, culebreando un poco en su silla.

—¿Y por qué no, querido Charles? ¡También yo las utilizaría personalmente. También quiero para el Kaiser, naturalmente, pero primero para mí!

Decidí que el embajador alemán me gustaba bastante. Al menos era honrado.

—Creo que lo mejor será, caballeros —dijo Sir Charles— que yo mismo lo organice todo. Yo escribiré al profesor.

—El pueblo japonés —dijo Mr. Mitsouko— está muy interesado en todas las técnicas de masaje, baños calientes y todos los demás avances tecnológicos, empezando por el propio emperador.

Les dejé terminar. Ahora controlaba la situación y eso me producía una sensación muy agradable. Me serví otro vaso de oporto pero me negué a aceptar el enorme cigarro que me ofrecía Sir Charles.

—¿Preferirías uno más pequeño, muchacho? —me preguntó con vehemencia—. ¿Un cigarrillo turco? Tengo algunos Balkan Sobrani.

—No, gracias, señor —dije—, pero el oporto es delicioso.

—¡Pues toma todo el que quieras, muchacho! ¡Llena tu vaso!

—Tengo una noticia bastante interesante que decirles —repuse, y de repente todo el mundo se quedó en silencio. El embajador alemán ahuecó una mano y se la llevó al oído. El ruso se inclinó hacia delante en su asiento. Y lo mismo hicieron los demás.

—Lo que voy a decirles a continuación es extremadamente confidencial —dije—. ¿Puedo confiar en que ninguno de ustedes harán circular la noticia?

Hubo un coro de «¡Sí, sí! ¡Claro! ¡Desde luego! ¡Sigue muchacho!»

—Gracias —dije—. La cuestión es la siguiente. En cuanto supe que vendría a París, decidí que no tenía más remedio que llevarme conmigo cierta provisión de estas pastillas, especialmente para el gran amigo de mi padre, Sir Charles Makepiece.

—¡Querido muchacho! —exclamó Sir Charles—. ¡Es un detalle que te honra!

—Yo no podía, naturalmente, pedirle al profesor que me diera algunas —dije—. No hubiese habido modo de convencerle. Al fin y al cabo, siguen siendo un secreto.

—¿Y qué hiciste entonces? —preguntó Sir Charles. Estaba tan excitado que babeaba—. ¿Se las hurtaste?

—Desde luego que no, señor —dije—. Robar es un acto delictivo.

—No te preocupes por nosotros muchacho. No se lo diremos a nadie.

—¿Qué hizo entonces? —preguntó el embajador alemán—. ¿Dice que tiene esas pastillas pero que no las robó?

—Las fabriqué yo mismo —dije.

—¡Brillante! —exclamaron—. ¡Magnífico!

—Como había ayudado al profesor en todas las fases de su investigación —dije—, sabía naturalmente cómo fabricar esas pastillas. Así que…, bueno, las fui fabricando en su laboratorio todos los días, cuando él se iba a almorzar.

Lentamente, estiré el brazo hacia atrás y cogí una de las pequeñas cajas redondas del bolsillo de las colas del frac. La deposité sobre la mesita baja. Abrí la tapa. Y allí, en su nido de algodón en rama, estaba una única pastilla de color rojo.

Todo el mundo se inclinó hacia delante para mirarla. Entonces vi la mano blanca del embajador alemán que se deslizaba a través de la superficie de la mesa en dirección a la caja, como una comadreja en pos de una rata. También Sir Charles la vio. Bajó bruscamente su palma hacia la mano del embajador alemán, y la aplastó contra la mesa, inmovilizándola.

—Wolfgang, Wolfgang, no seas impaciente —dijo.

—¡Quiero la pastilla! —gritó el embajador Wolfgang.

Sir Charles tapó la caja de la pastilla con su otra mano, y me preguntó:

—¿Tienes más?

Busqué a tientas en el bolsillo de la cola de mi frac y saqué otras nueve cajas:

—Hay una para cada uno de ustedes —dije.

Unas manos impacientes se lanzaron a coger las cajitas.

—Pago lo que sea —dijo Mr. Mitsouko—. ¿Cuánto quiere?

—No —dije—. Son un regalo. Pruébenlas, caballeros. Y ya me dirán lo que opinan.

Sir Charles estaba leyendo la etiqueta de la caja.

—¡Ajá! —dijo—. Veo que has impreso aquí tus señas.

—Por si acaso —dije.

—¿Por si acaso?

—Por si acaso hay alguien que quiere una segunda pastilla —dije.

Me fijé en el embajador alemán, que había sacado un cuadernito y estaba tomando notas.

—Señor —le dije—, imagino que está usted pensando en la posibilidad de decirles a los científicos de su país que investiguen los granos de la granada. ¿Es cierto?

—Eso es exactamente lo que estaba pensando —dijo.

—No vale la pena —dije—. Sería perder el tiempo.

—¿Puedo preguntarle por qué?

—Porque no se trata de la granada —dije—, sino de otra cosa.

—Entonces, ¡nos ha mentido!

—Es la única mentira de todo cuanto les he contado —dije—. Perdónenme, pero tenía que hacerlo. Debía proteger el secreto del profesor Yousoupoff. Era una cuestión de honor. Todo lo demás es cierto. Pueden creerme. Es cierto especialmente que cada uno de ustedes tiene en sus manos el más potente rejuvenecedor que ha conocido jamás el mundo.

En ese momento las damas regresaron y cada uno de los hombres de nuestro grupo se guardó rápida y subrepticiamente su pastilla en el bolsillo. Todos se pusieron en pie. Saludaron a sus esposas. Me fijé en Sir Charles, que de repente actuaba con una absurda desenvoltura. Cruzó la habitación a grandes saltos y le dio a Lady Makepiece un grotesco y sonoro beso en sus labios escarlata. Ella le lanzó una de sus miradas frías que querían decir y-qué-demontres-significa-tanto-beso. Sin dejarse arredrar, él la tomó del brazo y la condujo a través de la habitación hacia un grupo de personas. La última vez que vi al señor Mitsouko estaba andando a gachas por los suelos, examinando de cerca las carnes de las mujeres, como un tratante de caballos que estuviese estudiando un grupo de yeguas en el mercado.

Media hora después me encontraba de regreso en mi casa de la Avenue Marceau. La familia ya se había retirado y todas las lámparas estaban apagadas. Pero cuando pasé delante del dormitorio de mademoiselle Nicole capté por la rendija existente entre la puerta y el suelo el parpadeo de la luz de una vela. La putuela estaba esperándome otra vez. Decidí no entrar. En esta fase tan temprana de mi carrera, había decidido que las únicas mujeres que me interesaban eran las nuevas. Repetir no tenía la menor gracia. Era como leer dos veces la misma novela de detectives. Sabías exactamente lo que iba a ocurrir a cada momento. El hecho de que recientemente hubiese violado esta regla con mi segunda visita a madame Nicole carecía de importancia. Su único objetivo había sido poner a prueba mi polvo de escarabajo vesicante. Por cierto que durante toda mi vida siempre he cumplido el principio de no-repetir-con-ninguna-mujer de la forma más estricta, y se lo recomiendo a los hombres de acción a quienes guste la variedad.