Anuncié a madame B. que esta vez pensaba quedarme allí una buena temporada, pero que tenía que hacerle una petición. Le conté que yo era estudiante de ciencias naturales. Ella me dijo que ya lo sabía. Proseguí diciéndole que no solamente deseaba aprender francés durante mi estancia en su país, sino también continuar mis estudios científicos. Por consiguiente, tendría que llevar a cabo ciertos experimentos que suponían la utilización de aparatos y productos químicos que podían ser peligrosos si caían en manos de inexpertos. Debido a ello, le dije que quería disponer de una llave para mi habitación, y que nadie entrase en ella.
—¡Va a hacernos volar a todos por los aires! —exclamó ella echándose las manos a las mejillas.
—Pierda usted cuidado, madame —le dije—. No hago más que tomar las precauciones usuales. Mis profesores me han enseñado a hacerlo siempre así.
—¿Y se limpiará usted mismo su habitación y se hará la cama solo?
—Efectivamente —dije—. Esto le ahorrará mucho trabajo.
Ella estuvo murmurando y gruñendo, pero al final cedió.
Aquella noche los Boisvain sirvieron para cenar pies de cerdo en salsa blanca, otro plato repulsivo. Monsieur B. se lanzó sobre él con sus acostumbrados chupetones y exclamaciones de éxtasis, y cuando terminó tenía toda la cara manchada de aquella blanca salsa glutinosa. Me excusé y dejé la mesa justo cuando estaba disponiéndose a pasar su dentadura postiza de la boca a la bacinilla. Subí a mi habitación y cerré la puerta.
Abrí, por primera vez, mi paquete de papel pardo. Afortunadamente, el polvo estaba encerrado en dos grandes latas de galletas. Abrí una de ellas. Era de color gris pálido y casi tan fino como la harina. Ante mí tenía, me dije, probablemente la mayor mina de oro que jamás pueda encontrar ningún ser humano. Dije «probablemente» porque todavía no tenía ni la menor prueba de nada. Solamente contaba con la palabra del comandante, que aseguraba que aquellos polvos iban bien, y la palabra del portero del hotel, que aseguraba que aquéllos eran polvos de escarabajo.
Me tendí en la cama y leí un libro hasta media noche. Entonces me desnudé y me puse el pijama. Cogí un alfiler y lo sostuve en posición vertical sobre la lata abierta. Eché un pellizco de polvo sobre la cabeza del alfiler. Un pequeño montoncito de granos de polvo gris quedó sobre la cabeza. Con mucho cuidado, me llevé esta porción a la boca y lamí el polvo. No sabía a nada. Me fijé en la hora que marcaba mi reloj y luego me senté al borde de la cama a esperar el resultado.
No tardó en presentarse. Exactamente nueve minutos después, todo mi cuerpo se puso rígido. Empecé a boquear y gorgotear. Me quedé congelado en la posición en que me encontraba, del mismo modo que el comandante Grout se había quedado congelado con su vaso de whisky en la galería. Pero como yo había tomado una dosis muchísimo menor que la de él, este período de parálisis duró solamente unos pocos segundos. A continuación noté, por decirlo con la expresión utilizada por el buen comandante, una sensación de ardor en la zona de la ingle. Un minuto más tarde, mi miembro —y, de nuevo, el comandante lo había explicado mucho mejor de lo que yo pueda hacerlo—, mi miembro se había puesto tan tieso y erecto como el palo mayor de una goleta.
Ahora, la prueba definitiva. Me levanté y me fui hacia la puerta. La abrí silenciosamente y me deslicé por el pasillo. Entré en el dormitorio de mademoiselle Nicole, y, naturalmente, allí estaba ella arrebujada en su cama, con la vela ya encendida, esperándome.
—Bonsoir, monsieur —susurró ella mientras estrechaba mi mano con la ceremonia acostumbrada—. ¿Ha venido a que le dé la lección número dos?
No dije nada. Mientras me metía en la cama a su lado ya estaba deslizándome en otra de esas misteriosa fantasías que parecen absorberme cada vez que me acerco a una hembra. Esta vez había regresado a la Edad Media y Ricardo Corazón de León era rey de Inglaterra. Yo era el campeón de las justas de todo el país, el noble caballero que estaba dispuesto a realizar sus proezas y demostrar su fuerza ante el rey y todos sus cortesanos en el Campo de la Sábana de Oro.
Mi adversario era una gigantesca y temible francesa que había hecho una carnicería de los setenta y ocho valientes ingleses con los que se había enfrentado en anteriores torneos. Pero mi corcel era arrojado y mi lanza de gran longitud y grosor, afilada en la punta, vibrante y hecha del más duro acero. Y el rey gritó:
—¡Bravo, Sir Oswald, el hombre de la poderosa lanza! ¡Solamente él tiene fuerza suficiente para esgrimir tan enorme arma! ¡Atraviésala, muchacho! ¡Atraviésala!
De modo que avancé galopando a la batalla con mi gigantesca lanza apuntando hacia delante, directamente a la zona más vital de la francesa, y lancé contra ella potentes arremetidas, rápidas y certeras todas ellas, y en un santiamén había perforado su armadura y la tenía a mis pies pidiendo clemencia. Pero yo no estaba de humor para la clemencia. Azuzado por los gritos del rey y sus cortesanos, introduje diez mil veces mi lanza en aquel cuerpo serpenteante, y luego otras diez mil veces más, mientras oía gritar a los cortesanos:
—¡Arremeted, Sir Oswald! ¡Arremeted y seguid arremetiendo!
Y luego la voz del rey dijo:
—¡Voto a bríos, que me parece que este valiente acabará partiendo su lanza como no termine pronto!
Pero mi lanza no se partía y, en un final glorioso, ensarté a la gigantesca francesa en el puntiagudo extremo de mi poderosa arma y paseé al galope por toda la arena agitando en lo alto su cuerpo y oyendo los gritos de «¡Bravo!» «¡Pollazo!» y «¡Víctor ludorum!»
Todo esto, como pueden fácilmente suponer, precisó algún tiempo. No tenía ni la menor idea de cuánto, pero al fin salí otra vez a superficie, salté de la cama y me quedé allí, triunfante contemplando a la víctima postrada. La muchacha jadeaba como un ciervo acorralado y yo empecé a preguntarme si no le habría hecho daño. Tampoco es que me importara mucho.
—Bien, mademoiselle —dije—, ¿estoy todavía en el jardín de infancia?
—¡Oh, no! —exclamó ella retorciendo nerviosamente sus largos miembros—. ¡Oh, no, monsieur! ¡No, no, no! ¡Es usted feroz y maravilloso y tengo la misma sensación que si me hubiera estallado la caldera!
Aquello hizo que me sintiera muy bien. Me fui sin decir nada más y me retiré por el pasillo cautelosamente hacia mi habitación. ¡Qué triunfo! ¡Qué polvos tan fantásticos! ¡El comandante tenía razón! ¡Y, además, el portero no me había estafado! Estaba en puertas de explotar una mina de oro y nada me detendría. Y, con estos felices pensamientos, me dormí.
A la mañana siguiente empecé a disponer las cosas inmediatamente. Recordarán ustedes que tenía una beca para estudiar ciencias. Estaba, en consecuencia, muy enterado en materia de física y química aparte de otras ramas, pero la química había sido siempre mi fuerte.
Ya sabía por lo tanto todo lo que había que saber para fabricar pastillas. El año 1912, que es donde nos encontramos ahora, era corriente que los farmacéuticos fabricaran en su propia farmacia muchas de las pastillas que vendían, y para ello utilizaban siempre un aparato llamado la máquina de comprimir. Así que aquella mañana salí de compras por París, y al final encontré, en una calleja apartada de la Orilla Izquierda, una tienda que vendía aparatos farmacéuticos de segunda mano. Compré allí una excelente máquina de comprimir que producía unas pastillas profesionales muy bien hechas en lotes de veinticuatro cada vez. Compré también una balanza de precisión muy sensible.
A continuación encontré una farmacia donde me vendieron una gran cantidad de carbonato cálcico y una cantidad más pequeña de tragacanto. También compré un frasco de cochinilla. Me llevé todo esto a mi habitación, luego despejé la mesa y dispuse los materiales y la máquina adecuadamente.
Si sabes cómo hacerlo, fabricar pastillas es de lo más sencillo. El carbonato cálcico, que es neutral e inofensivo, constituye la masa fundamental de la pastilla. Se le añade la cantidad exacta necesaria del ingrediente activo, en mi caso el polvo de cantárida sudanesa. Y, por fin, como excipiente, un poquito de tragacanto. El excipiente es el cemento que hace que nada se despegue y que endurece los demás componentes hasta hacerles adquirir la forma de una atractiva pastilla. Pesé la cantidad suficiente de cada una de las substancias para hacer veinticuatro pastillas bastante grandes e impresionantes. Añadí unas gotitas de cochinilla, que es una materia colorante rojo escarlata completamente insípida. Lo mezclé todo homogéneamente y metí la mezcla en mi máquina. En un santiamén, tuve ante mí veinticuatro grandes pastillas rojas de dureza y circularidad perfectas. Y cada una de ellas, si yo había pesado y medido adecuadamente, contenía exactamente la cantidad de polvo de cantáridas que retendría la cabeza de un alfiler. Cada una de ellas, en otras palabras, era un poderoso y explosivo afrodisíaco.
Todavía no estaba preparado para iniciar la jugada.
Salí de nuevo a las calles de París y encontré un fabricante de cajas comerciales. Le compré mil cajitas redondas de cartón, de dos centímetros y medio de diámetro. También adquirí algodón en rama.
A continuación fui a una imprenta y pedí mil etiquetas redondas muy pequeñas. En cada una de ellas tenían que imprimir en inglés el siguiente texto:
PÍLDORAS
PARA LA POTENCIA
DEL PROFESOR YUSSUF
Estas píldoras son extraor-
dinariamente poderosas. Úselas con
mesura, de lo contrario pueden causarle
tanto a usted como a su pareja un fuerte ago-
tamiento. Dosis recomendada: una por se-
mana. Agente exclusivo para Europa:
C. CORNELIUS, 192; AVENUE
MARCEAU, PARIS
Las etiquetas estaban diseñadas de modo que encajasen perfectamente en la tapadera de mis cajitas de cartón.
Dos días después fui a recoger las etiquetas. Compré un bote de cola. Volví a mi habitación y pegué las etiquetas en veinticuatro tapaderas. Dentro de cada caja puse un poco de algodón en el fondo y sobre él deposité una única pastilla escarlata y la cerré.
Ya estaba dispuesto para actuar.
Como ya habrán imaginado, estaban a punto de entrar en el mundo comercial. Iba a vender mis Pastillas Afrodisíacas a una clientela que pronto pediría a gritos más y más pastillas. Las vendería de una en una, cada pastilla en una caja para ella sola, y cobraría un precio desorbitado.
¿Y la clientela? ¿De dónde saldría? ¿Qué debía hacer un jovencito de diecisiete años que se encontraba en una ciudad extranjera si quería encontrar clientes para sus pastillas maravillosas? Bueno, sobre esta cuestión no albergaba duda alguna. Me bastaba encontrar una sola persona del tipo adecuado y dejarle probar una sola pastilla y el extático receptor regresaría en seguida galopando para pedirme una segunda dosis. Simultáneamente haría correr la noticia entre sus amigos y la feliz marea se propagaría con la rapidez de un incendio forestal.
Ya sabía quién debía ser mi primera víctima.
No les he contado todavía que mi padre, William Cornelius, era miembro del cuerpo diplomático. No tenía fortuna propia, pero era un hábil diplomático y había conseguido vivir acomodadamente de su sueldo. Su último destino había sido como embajador en Dinamarca, y en aquel momento desempeñaba no sé qué cargo en el ministerio de Asuntos Exteriores en Londres, en espera de conseguir un nuevo destino con más categoría. El actual embajador en Francia era un caballero que respondía al nombre de Sir Charles Makepiece.[2] Era un viejo amigo de mi padre y antes de salir de Inglaterra mi padre le había escrito una carta pidiéndole que velara por mí.
Sabía lo que tenía que hacer a continuación, y me dispuse a hacerlo inmediatamente. Vestido con mi mejor traje me dirigí a la embajada británica. No entré, naturalmente, por la puerta de la embajada propiamente dicha, sino que fui a llamar a la de la residencia particular del embajador, que se encontraba en la parte trasera del mismo imponente edificio de la embajada. Eran las cuatro de la tarde. Un lacayo vestido con calzones blancos y librea roja abrió la puerta y se quedó mirándome fieramente. Yo no llevaba tarjetas de visita pero conseguí hacerle saber que mi padre y mi madre eran íntimos amigos de Sir Charles y Lady Makepiece y solicité que tuviera la amabilidad de hacer saber a su señoría Lady Makepiece que Oswald Cornelius quería presentarle sus respetos.
Me introdujeron en una sala que hacía las funciones de vestíbulo y allí me senté a esperar. Cinco minutos más tarde, Lady Makepiece penetró en el salón en medio de una agitación de sedas y gasas.
—¡Bien, bien! —exclamó, tomando mis manos entre las suyas—. Así que tú eres el hijo de William. ¡Siempre ha tenido buen gusto, el viejo pícaro! Recibimos su carta y estábamos esperando tu visita.
Era una moza impresionante. No era joven, evidentemente, pero tampoco estaba fosilizada. Yo le echaría unos cuarenta años. Poseía uno de esos deslumbrantes rostros sin edad que parecen esculpidos en mármol, y un poco más abajo tenía un torso que se escurría hasta bajar a una cintura que hubiese cabido entre mis dos manos. Me estudió con una rápida pero penetrante ojeada, y pareció satisfecha de lo que había visto porque a renglón seguido dijo:
—Pasa, hijo de William, tomaremos un té y charlaremos un rato.
Me llevó de la mano a través de una serie de enormes y perfectamente amuebladas habitaciones hasta que llegamos a una salita pequeña y coquetona con un sofá y unos sillones. Había un pastel de Boucher en una de las paredes y una acuarela de Fragonard en otra.
—Éste es —me dijo— mi pequeño estudio privado. Desde aquí organizo toda la vida social de la embajada.
Sonreí, parpadeé y me senté en el sofá. Uno de aquellos lacayos con traje de fantasía trajo el té y los emparedados en una bandeja de plata. Los pequeños emparedados triangulares estaban rellenos de Gentleman’s Relish. Lady Makepiece se sentó a mi lado y sirvió el té.
—Ahora, háblame de ti —dijo.
Hubo entonces muchas preguntas y respuestas sobre mí y mi familia. Todo era muy trivial pero sabía que debía acceder a aquello en bien del éxito de mi plan. Así estuvimos hablando alrededor de cuarenta minutos en los que su señoría dio frecuentes golpecitos a mi muslo con una mano enjoyada cada vez que quería subrayar una observación. Al final la mano quedó apoyada en mi muslo y sentí una leve presión de sus dedos. Ajá, pensé. ¿Qué quiere ahora mi amiguita? De repente ella se puso en pie de un salto y empezó a cruzar la habitación de un lado a otro con pasos nerviosos. Yo permanecí sentado, mirándola. Andaba arriba y abajo, con las manos unidas en el regazo, sacudiendo espasmódicamente la cabeza, respirando con aparatosas subidas y bajadas del pecho. No sabía qué conclusión sacar de todo aquello.
—Será mejor que me vaya —dije levantándome.
—¡No, no! ¡No te vayas!
Volví a sentarme.
—¿Conoces a mi esposo? —balbuceó—. Claro que no. Acabas de llegar. Es un hombre encantador. Una persona brillante. Pero, pobrecillo, los años empiezan a pesarle, y ya no puede hacer tanto ejercicio como antes.
—Qué mala suerte —dije—. Ya no debe poder jugar al polo ni al tenis.
—Ni siquiera al ping-pong —dijo ella.
—Todo el mundo acaba envejeciendo —dije.
—Me temo que sí. Ahí está la cuestión.
Lady Makepiece se detuvo y esperó.
Yo también esperé.
Los dos esperamos. Hubo un silencio muy largo.
Yo no sabía qué hacer con aquel silencio. Acabé poniéndome nervioso.
—¿Cuál es la cuestión, señora? —dije.
—¿No comprendes que estoy tratando de pedirte algo? —dijo ella por fin.
Como no sabía qué contestar a esto, tomé otro emparedado y lo mastiqué lentamente.
—Quiero pedirte un favor, mon petit garçon —dijo—. ¿Me equívoco si pienso que eres bastante buen jugador?
—No se equivoca. Soy bastante buen jugador —dije, resignándome a jugar con ella a tenis o ping-pong.
—¿Y no te importaría?
—En absoluto, señora. Sería un placer.
Había que animarla. Lo único que yo quería era que me presentase al embajador. Éste era mi objetivo. Era el elegido que recibiría la primera pastilla y así haría que la bola empezase a rodar. Pero sólo podía acceder a él a través de ella.
—¿No sería pedir demasiado? —dijo ella.
—Madame, estoy a su servicio.
—¿Lo dices en serio?
—Naturalmente.
—¿Has dicho que juegas bastante bien?
—En el colegio jugaba a rugby —dije—, en el primer equipo.
Y también sé jugar a cricket. Soy un lanzador bastante rápido.
Ella dejó los circunloquios y me dirigió una larga mirada.
En ese momento una campanita de aviso empezó a sonar en algún rincón de mi cabeza. La ignoré. Pasara lo que pasara, tenía que ganarme el apoyo de aquella mujer.
—Me temo que no sé jugar a rubgy —dijo—. Ni a cricket.
—También juego bien a tenis —dije—. Pero no me he traído la raqueta —tomé otro emparedado. Me encantaba el sabor de las anchoas—. Dice mi padre que las anchoas echan a perder el paladar —dije mientras masticaba—. Nos prohíbe que hagamos emparedados de Gentleman’s Relish en casa. Pero a mí me encantan.
Ella inspiró profundísimamente y sus pechos se hincharon hasta convertirse en dos gigantescos globos.
—Te diré lo que me gustaría —susurró suavemente—. ¡Me gustaría que me violases y me violases y me violases! ¡Quiero que me violes hasta matarme! ¡Quiero que lo hagas ahora mismo! ¡Ahora! ¡Deprisa!
¡Diablos!, pensé. Ya estamos otra vez.
—No te escandalices, muchacho.
—No me escandalizo.
—Oh, sí. Te has escandalizado. Lo leo en tu cara. No hubiera debido pedírtelo. Eres muy joven. Jovencísimo. ¿Cuántos años tienes? No. No me lo digas. No quiero saberlo. Eres delicioso, pero los colegiales son fruta prohibida. Qué pena. Es bastante evidente que no has entrado todavía en el fiero mundo de las mujeres. Supongo que no has tocado jamás a ninguna.
Aquello me provocó.
—Se equivoca, Lady Makepiece —le dije—. He holgado con mujeres de ambas orillas del Canal. Y también en el camarote de un barco.
—¡Cómo! ¡Ah, pillín! ¡No me lo creo!
Yo seguía en el sofá. Ella estaba en pie, justo encima de mí. Su enorme boca roja estaba abierta y empezaba a jadear.
—Supongo que comprenderás que nunca en la vida se me hubiera ocurrido sugerirlo si no fuera porque Charles está…, digamos que un poco pocho, ¿comprendes?
—Lo comprendo, desde luego —dije culebreando un poco en el sofá—. Lo comprendo perfectamente. La compadezco muchísimo. No la culpo en absoluto.
—¿Lo dices en serio, de verdad?
—Claro.
—¡Oh, qué muchacho tan maravilloso! —exclamó y saltó sobre mí como una tigresa.
No hay nada especialmente ilustrativo que relatar del jolgorio que siguió, como no sea mencionar que su señoría me asombró con sus habilidades de sofá. Hasta aquel momento yo siempre había creído que un sofá era un campo de juego deleznable, y el cielo sabe que había tenido que utilizarlo bastante a menudo con las debutantes londinenses mientras sus padres roncaban en el piso de arriba. Para mí el sofá era una cosa brutalmente incómoda, rodeada por tres lados por unas, paredes acolchadas, y con una zona horizontal tan estrecha que uno se caía continuamente al suelo. Pero Lady Makepiece era una experta del sofá. Para ella era un potro de gimnasia o algo así, sobre el que los cuerpos podían arquearse y rebotar y volar y rodar y realizar las más notables contorsiones.
—¿Ha trabajado alguna vez como profesora de gimnasia? —le pregunté.
—Cierra el pico y concéntrate —me dijo, haciéndome rodar como si estuviera amasando un pastel.
Tuve suerte de ser joven y flexible pues de lo contrario estoy seguro de que hubiese sufrido alguna fractura. Y eso me hizo pensar en el pobre Sir Charles y en lo que debía haber sufrido en sus buenos tiempos. No era extraño que hubiese decidido conservarse en naftalina. Pero, espere Sir Charles, pensé, ¡espere a probar el escarabajo vesicante! Entonces será ella la que empezará a pedir un respiro.
Lady Makepiece era una transformista. Un par de minutos después de concluir nuestra algarada ya estaba sentada en su pequeño escritorio Louis XV, con un aspecto tan cuidado y sin arrugas como el que tenía cuando salió a recibirme. Ya no ardía, y tenía la expresión adormilada y satisfecha de una boa constrictor que acaba de engullir una rata viva.
—Mira —me dijo mientras entudiaba una hoja de papel—. Mañana daremos una cena bastante importante porque celebramos la liberación de Mafeking.[3]
—Pero eso ocurrió hace doce años —alegué.
—Seguimos celebrándolo. Lo que quería decirte es que el almirante Joubert ha dicho que no podrá asistir. Tiene que ir a pasar revista a su flota del Mediterráneo. ¿Te gustaría ocupar su sitio?
Me contuve, porque estaba a punto de gritar ¡viva! Era exactamente lo que yo quería.
—Será un honor —dije.
—Estarán casi todos los ministros del gobierno —explicó—. Y los embajadores más importantes. ¿Tienes pajarita blanca?
—Sí —respondí. En aquellos tiempos, nadie viajaba sin llevarse consigo un traje de etiqueta completo, incluso a mi edad.
—Bien —dijo, poniendo mi nombre en la lista de invitados—. Entonces, mañana a las ocho en punto. Buenas tardes, hombrecito. Me ha encantado conocerte.
Se había puesto a estudiar de nuevo su lista de invitados, de modo que yo mismo busqué la salida.