Me despedí de mis padres en el andén de Victoria Station y subí al tren que enlazaba con el transbordador y el tren de París. Llegué esa misma tarde y fui a dejar las maletas a la casa donde mis padres habían decidido que me instalase. Estaba en la Avenue Marceau, y la familia, los Boisvain, solían tener huéspedes de pago. Monsieur Boisvain era un funcionario de no sé qué clase tan poco notable como los demás miembros de su especie. Su esposa, una mujer pálida de dedos cortos y fláccido trasero, estaba cortada más o menos por el mismo patrón que su marido, y supuse que ninguno de los dos me crearía ningún problema. Tenían dos hijas: Jeanette, de quince años, y Nicole, de diecinueve. Mademoiselle Nicole era una especie de monstruo porque mientras el resto de la familia eran personas típicamente pequeñas, pulcras y francesas, ella era una chica de proporciones amazónicas. A mí me parecía algo así como una gladiadora. Descalza debía tener como mínimo una estatura de metro noventa, pero era de todos modos una joven gladiadora bien proporcionada, con unas piernas finamente moldeadas y un par de ojos negros que parecían encubrir un buen montón de secretos. Por primera vez, desde que había llegado a la pubertad, me encontraba con una mujer no sólo tremendamente alta sino además muy atractiva, y lo que vi me dejó francamente impresionado. Desde entonces, con el paso de los años, he elegido naturalmente muchas mozas igualmente grandes, y debo decir que las valoro mucho más, en conjunto, que a sus más diminutas hermanas. Cuando una mujer es muy alta, disfruta, para empezar, de una fuerza y una potencia muscular muy superior, y también tiene naturalmente mucha más materia con la que liarse.
En otras palabras, yo disfruto con las mujeres altas. Y ¿por qué no iba a hacerlo? No es en absoluto monstruoso. Pero lo que sí que es bastante monstruoso, en mi opinión, es el hecho extraordinario de que las mujeres en general, y me refiero a las mujeres de todas las partes del mundo, se chiflen por los hombres pequeñitos. Permítaseme explicar inmediatamente que al decir «hombres pequeñitos» no me refiero a los hombres pequeñitos corrientes, como los jockeys y los deshollinadores. Me refiero a los verdaderos enanos, esos diminutos personajes de piernas estevadas que suelen corretear en calzones por las pistas de los circos. Tanto si se lo creen como si no, cualquiera de esos pequeños sujetos puede, si se lo propone, conseguir que se divierta hasta la más frígida de las mujeres. Ya pueden protestar todo lo que quieran, lectoras mías. Pueden decir que estoy loco, que no sé lo que me digo, que estoy mal informado. Pero antes de hacerlo, les aconsejo a ustedes que vayan por ahí y consulten a mujeres que hayan sido trabajadas por uno de esos hombrecillos. Ellas confirmarán mi descubrimiento. Y les dirán sí sí sí, es cierto, tengo que reconocer que es verdad. Dirán que son repulsivos pero irresistibles. Un feísimo enano circense de mediana edad, que apenas debía levantar del suelo un metro y pocos centímetros, me contó una vez que, en cualquier habitación, en cualquier momento, siempre podía elegir a la mujer que más le gustara. A mí siempre me ha parecido muy curioso.
Pero volvamos a mademoiselle Nicole, la hija amazónica. Atrajo mi interés inmediatamente y, mientras estrechábamos las manos, apliqué un toque de presión sobreañadido a sus nudillos y me quedé mirándole la cara. Sus labios se separaron y vi que la punta de su lengua surgía repentinamente entre sus dientes. Muy bien, joven dama, me dije a mí mismo. Tú serás la número uno en París.
Por si esto sonara demasiado presuntuoso dicho por un imberbe de diecisiete años como yo, creo que debería informarles que, incluso a esa tierna edad, la fortuna me había dotado con una sobresaliente apostura. Actualmente cuando repaso las fotografías de mi familia en aquella época, compruebo que yo era un joven de belleza muy penetrante. Esto no es más que una simple realidad y sería necio fingir que no era cierto. Ciertamente, me facilitó las cosas en Londres y podría afirmar honestamente que hasta aquella fecha no había sido rechazado ni una sola vez. Pero naturalmente no hacía mucho tiempo que jugaba a aquel juego y sólo se habían cruzado delante de mis ojos unas cincuenta o sesenta muchachas.
A fin de llevar a cabo el plan que el relato del comandante Grout me había hecho concebir, anuncié inmediatamente a madame Boisvain que a primera hora de la mañana del día siguiente saldría a pasar unos días en el campo con unos amigos. Todavía nos encontrábamos de pie en el vestíbulo y acabábamos de saludamos.
—Pero, monsieur Oswald, ¡si acaba usted de llegar! —exclamó la pobre señora.
—Creo que mi padre les ha pagado a ustedes seis meses por adelantado —dije—. Si no estoy aquí, se ahorrarán el dinero de la comida.
Esta clase de aritmética ablanda el corazón de cualquier patrona francesa, y madame Boisvain no formuló más protestas. A las siete de la tarde nos sentamos a cenar. Era tripa hervida con cebollas. Considero que éste es el segundo plato más repulsivo del mundo entero. Sólo lo supera uno que comen con gran placer los pastores indígenas en Australia.
Estos pastores —porque será mejor que se lo cuente a ustedes, para que puedan evitar esa comida si por casualidad cayeran en aquel rincón del mundo—, estos pastores de ovejas castran a todos los corderos de esta bárbara forma: dos de ellos sostienen al bicho boca arriba sujetándolo por las patas delanteras y traseras. Un tercer pastor raja el escroto y lo aprieta hasta sacar los testículos de la bolsa. Entonces se inclina hacia delante, abre la boca y se mete en ella los testículos. Cierra entonces los dientes, arranca los testículos al desgraciado animal, y escupe el nauseabundo bocado dentro de una bacinilla. No sirve de nada que me digan que estas cosas no pasan, porque pasan. Lo vi todo con mis propios ojos el año pasado en una aldea situada cerca de Cowra, en Nueva Gales del Sur. Y aquellos necios me contaron orgullosos que por este método tres pastores competentes podían castrar sesenta corderos en sesenta minutos, y seguir a ese ritmo durante todo un día. Me dijeron que el único inconveniente es que al final les dolía un poco la mandíbula, pero que valía la pena porque la compensación era magnífica.
—¿Qué compensación?
—Ja, ja —dijeron—, ¡espere y verá!
Y aquella noche tuve que permanecer en pie viéndoles freír aquellos desperdicios en una sartén untada con grasa de oveja sobre un fuego de leña. Puedo garantizarles que este milagro gastronómico es el más nauseabundo, más brutal y vomitivo plato que se pueda imaginar. Luego viene la tripa hervida.
Divago demasiado. Debo proseguir. Estamos todavía en casa de los Boisvain cenando tripa hervida. Monsieur B. entraba en éxtasis comiendo aquella inmundicia; hacía mucho ruido cuando chupaba y se relamía los labios, y a cada bocado gritaba:
—Délicieux! Ravissant! Formidable! Merveilleux!
Y luego, cuando terminamos —¿es que no acabarían nunca los horrores?— se quitó toda su dentadura postiza y la aclaró en la escudilla para limpiarse los dedos.
A medianoche, cuando monsieur y madame B. estaban completamente dormidos, me deslicé por el pasillo y entré en el dormitorio de mademoiselle Nicole. Estaba arrebujada en una cama enorme y en la mesilla de noche que había al lado ardía una vela. Me recibió, curiosamente, con un ceremonioso apretón de manos a la francesa, pero puedo asegurar que no hubo nada ceremonioso en lo que pasó a continuación. No tengo intención de entretenerme en este incidente sin importancia. No tiene nada que ver con el verdadero núcleo de mi relato. Diré solamente que todos los rumores que me habían llegado acerca de las jóvenes de París obtuvieron confirmación práctica en las pocas horas que pasé con mademoiselle Nicole, que hizo que las glaciales debutantes londinenses parecieran en comparación tablas petrificadas. Se lanzó sobre mí como una mangosta contra una cobra. De repente tenía diez pares de manos y media docena de bocas. Era una contorsionista de pies a cabeza, y más de una vez entreví sus tobillos enlazados en su propia nuca. Aquella chica estaba haciéndome pasar por el escurridor. Me forzaba hasta el límite mismo de mis posibilidades. De hecho, a mi edad no estaba preparado para un examen tan completo como éste, y después de una hora aproximadamente de actividad sin respiro, empecé a alucinar. Recuerdo que imaginé que todo mi cuerpo era un lubricado pistón que se deslizaba suavemente arriba y abajo por un cilindro cuyas paredes eran del más suave acero. Sólo Dios sabe cuánto duró, pero al final recobré bruscamente la conciencia con el sonido de una voz que decía:
—Muy bien, monsieur, esto ya basta como primera lección. Creo, sin embargo, que todavía pasará mucho tiempo antes de que puedas salir del jardín de infancia.
Regresé a mi habitación derrengado, vapuleado y escarmentado, y me quedé dormido.
A la mañana siguiente, con el fin de poder llevar a cabo mi plan, me despedí de los Boisvain y tomé el tren de Marsella. Llevaba conmigo dinero suficiente para los gastos de seis meses que mi padre me había dado antes de salir de Londres: doscientas libras en francos franceses. Eso era un montón de dinero en 1912.
En Marsella compré un billete para Alejandría en un vapor francés de novecientas toneladas que se llamaba L’Impératrice Joséphine, un pequeño y agradable barco de pasajeros que hacía la línea entre Marsella, Nápoles, Palermo y Alejandría.
El viaje transcurrió sin más incidentes que mi encuentro el primer día con una pasajera que también era muy alta. Esta vez se trataba de una alta dama turca de piel oscura, tan forrada de joyas de todas clases que tintineaba a cada paso que daba. Lo primero que pensé fue que puesta encima de un cerezo hubiera sido un maravilloso espantapájaros. Lo segundo que pensé, casi inmediatamente después, fue que tenía un cuerpo maravilloso. Las ondulaciones de la zona torácica eran tan maravillosas que, mientras las contemplaba desde el otro lado de la cubierta, me sentí como un viajero que avanza por el Tibet y contempla por vez primera las cumbres más elevadas del Himalaya. La mujer me devolvió mi mirada, con el mentón elevado y arrogante, me recorrió lentamente con la vista de la cabeza a los pies y luego de nuevo hasta la cabeza. Al cabo de un minuto cruzó paseando la cubierta y me invitó a tomar un vaso de absenta en su camarote. Jamás había oído hablar de aquella bebida hasta entonces, pero acudí de buena gana, y de buena gana me quedé y no volví a salir de ese camarote hasta que atracamos en Nápoles tres días más tarde. Es posible que, como había dicho mademoiselle Nicole, yo estuviese aún en el jardín de infancia, y que mademoiselle Nicole estuviese en sexto, pero si era así, la alta dama turca era catedrática universitaria.
Las cosas se me pusieron difíciles durante este encuentro porque, a todo lo largo del viaje entre Marsella y Nápoles, el barco tuvo que luchar contra una terrible tempestad. Se sacudía y cabeceaba horriblemente y una vez creí que estaba a punto de zozobrar. Cuando por fin estuvimos anclados en la bahía de Nápoles, y yo salía del camarote, dije:
—Uf, me alegro de que hayamos llegado. Menuda tempestad hemos pasado.
—Querido muchacho —dijo ella mientras enroscaba en su cuello otra de las piezas de su joyero—, el mar ha estado tan liso como un espejo durante todo el trayecto.
—Ah, no, señora —le dije—. Ha habido una tempestad tremenda.
—No era una tempestad —dijo ella—. Era yo.
Estaba aprendiendo con celeridad. Había aprendido sobre todo —y he podido confirmarlo reiteradamente en ocasiones posteriores— que liarse con una turca es como correr cien kilómetros antes de desayunar. Hay que estar muy en forma.
Pasé el resto del viaje recobrando la respiración y cuando al cabo de cuatro días atracamos en Alejandría, volvía a sentirme fuerte. En Alejandría tomé un tren que me condujo a El Cairo. Allí cambié de tren y me fui a Jartum.
Dios Santo, qué calor hacía en el Sudán. No iba vestido adecuadamente para el trópico pero me negué a gastar mi dinero en una ropa que sólo llevaría un par de días. En Jartum alquilé una habitación en un hotel muy grande cuyo vestíbulo estaba lleno de ingleses con pantalones cortos de color caqui y con un casco colonial en la cabeza. Todos llevaban bigote y tenían las mejillas de color magenta como el comandante Grout, y cada uno de ellos tenía una copa en la mano. Un sudanés que debía hacer las funciones de portero haraganeaba junto a la entrada. Era un tipo de espléndida belleza que llevaba una túnica blanca y un turbante rojo, y me dirigí hacia él.
—Me pregunto si podría usted ayudarme —le dije, sacándome del bolsillo algunos billetes franceses y agitándolos como quien no quiere la cosa.
El hombre miró el dinero y sonrió.
—Escarabajos vesicantes —dije—. ¿Sabe algo de los escarabajos vesicantes?
Así pues, ya estaba. Éste era le moment critique. Había hecho todo aquel viaje desde París hasta Jartum para hacer esa pregunta, y ahora miré con ansiedad el rostro del hombre. Era posible, desde luego, que el relato del comandante Grout no hubiera sido más que una entretenida fantasía sin fundamento.
La sonrisa del portero sudanés se hizo más ancha incluso.
—Todo el mundo conoce los escarabajos vesicantes, sahib —dijo—. ¿Qué es lo que quiere?
—Quiero que me diga a dónde puedo ir a cazar mil escarabajos de ésos.
El hombre dejó de sonreír y se quedó mirándome como si me hubiese vuelto loco.
—¿Quiere decir que quiere cazarlos vivos? —exclamó—. ¿Quiere ir por ahí y cazar usted mismo mil escarabajos vesicantes vivos?
—Exactamente.
—¿Y para qué quiere escarabajos vivos, sahib? No le servirán de nada esos escarabajos vivos.
Dios mío, pensé. El comandante efectivamente nos había tomado el pelo.
El portero se me acercó un poco más y apoyó en mi brazo una mano casi tan negra como el ala de un cuervo.
—¿Lo que usted quiere es trinco-trinco, no? Quiere ese polvo que sirve para el trinco-trinco, ¿no?
—Eso es más o menos —dije—. Aproximadamente.
—Entonces no tiene por qué preocuparse cazando escarabajos vivos, sahib. Lo que tiene que comprar es polvo de escarabajos machacados.
—Yo tenía el proyecto de llevármelos vivos a mi país y criarlos —dije—. Así tendría un suministro permanente.
—¿En Inglaterra? —dijo él.
—En Inglaterra o Francia, o algún sitio así.
—Fracasaría —dijo, sacudiendo la cabeza—. Este pequeño escarabajo vesicante sólo vive en el Sudán. Necesita un sol muy fuerte. Los escarabajos que se lleve se le morirán en su país. ¿Por qué no se lleva el polvo?
Comprendí que tendría que modificar ligeramente mis planes.
—¿Cuánto vale el polvo? —le pregunté.
—¿Cuánto quiere?
—Mucho.
—Tendrá que ser cauteloso con ese polvo, sahib. Tiene que tomar solamente una cantidad pequeñísima, porque de lo contrario se lo pasaría malísimamente mal.
—Ya lo sé.
—Aquí en Sudán, los hombres medimos la dosis vertiendo el polvo sobre un alfiler. Lo que queda en la cabeza es una dosis, exactamente. Es una cantidad pequeñísima. De modo que, vaya con cuidado, sahib.
—Ya estoy enterado de todo eso —le dije—. Dígame solamente qué es lo que tengo que hacer para comprar gran cantidad.
—¿Qué quiere decir con eso de gran cantidad?
—Bueno, digamos que un peso de unas diez libras.
—¡Diez libras! —exclamó—. ¡Eso bastaría para toda la población de Africa entera!
—Pues cinco libras.
—¿Qué demonios piensa hacer usted con cinco libras de polvo de escarabajo vesicante, sahib? ¡Bastan unas pocas onzas para disponer de suficiente polvo para toda una vida, incluso para un hombre fuerte como yo!
—No se preocupe por lo que pienso hacer con él —dije—. ¿Cuánto costaría?
El hombre inclinó la cabeza a un lado y estuvo un rato estudiando detenidamente la cuestión.
—Nosotros lo compramos en paquetes pequeñitos —dijo—. Cada paquete de un cuarto de onza. Muy caro.
—Quiero cinco libras —le dije—. Al por mayor.
—¿Reside en este hotel? —me preguntó.
—Sí.
—Entonces, mañana le daré la respuesta. Tengo que rondar un poco por ahí y hacer algunas preguntas.
De momento lo dejé ahí.
A la mañana siguiente, el alto portero negro estaba en su sitio de siempre junto a la entrada del hotel.
—¿Tiene alguna noticia del polvo? —le pregunté.
—Arreglado —dijo—. He encontrado un sitio donde podrá comprar cinco libras de polvo puro.
—¿Cuánto costará? —le pregunté.
—¿Lleva moneda inglesa?
—Puedo conseguirla.
—Le costará mil libras inglesas, sahib. Muy barato.
—Entonces, olvídelo —dije dando media vuelta.
—Quinientas —dijo él.
—Cincuenta —le repliqué—. Le daré cincuenta libras.
—Cien.
—No. Cincuenta. Es todo cuanto puedo pagar.
Se encogió de hombros y extendió las palmas hacia arriba.
—Usted encuentre el dinero —dijo—. Yo encontraré el polvo. Esta tarde, a las seis en punto.
—¿Cómo sabré que no me da usted serrín o algo así?
—¡Sahib! —exclamó—. ¡Jamás he estafado a nadie!
—No estoy tan seguro.
—En ese caso —dijo—, usted mismo puede probar el polvo tomando una pequeña dosis antes de pagarme. ¿Qué le parece?
—Buena idea —dije—. Nos veremos a las seis.
Un banco de Londres tenía una sucursal en Jartum. Fui allí y cambié algunos de mis francos por libras. A las seis de la tarde me fui a buscar al portero. Ahora estaba en el vestíbulo.
—¿Lo ha conseguido? —le pregunté.
Señaló una gran bolsa de papel pardo que estaba en el suelo al lado de una columna.
—¿Quiere probarlo antes, sahib? Hágalo por favor, y así comprobará que es de primerísima calidad, el mejor polvo de escarabajo que puede encontrarse en todo Sudán. Una cabeza de alfiler de este polvo y estará con el trinco-trinco toda la noche y la mitad del día siguiente.
No creí que pudiera atreverse a ofrecerme una prueba si los polvos no hubieran sido buenos, de modo que le di el dinero y me quedé con el paquete.
Una hora después me encontraba en el tren nocturno de El Cairo. Al cabo de diez días estaba de regreso en París y llamando a la puerta de la casa de Madame Boisvain en la Avenue Marceau. Llevaba conmigo el precioso paquete. No había tenido ningún problema con la aduana francesa al desembarcar en Marsella. En aquellos tiempos solamente buscaban cuchillos y armas de fuego, nada más.