Durante un tiempo hubo sonidos. Luego se instaló el silencio.

Mientras doblaba los calcetines y los guardaba en la maleta, Lothar Bosch pensó que tal vez aquélla era la única paz y felicidad a la que personas como él podían aspirar en este mundo. No había nada mejor, se dijo, que alisar unos calcetines y colocarlos cuidadosamente en una maleta. Contempló el equipaje a medio hacer y la maleta bostezando sobre la cama. El sol de la terraza abierta de su dormitorio enviaba una Holanda fresca y acuática hacia su olfato. La cama, como un misterioso tablero blando de ajedrez, se hallaba cubierta de fichas: columnas de ropa interior, calcetines, libros y camisas. Bosch había comenzado el ritual con escasos ánimos, pero había terminado agradeciéndolo. Ya no le parecía tan mala la idea de pasar con Roland y su familia el resto del verano en Scheveningen. De hecho, incluso empezaba a apetecerle. Se había quedado sin trabajo, y era necesario, como decía su hermano, «empezar a vivir la vida del jubilado».

También vería a Danielle. Le había comprado algo especial en una tienda de Rozengracht.

Los regalos de Hannah y Roland habían quedado listos muy pronto. Eran objetos costosos, ya que sus inmensos ahorros de viudo sin hijos se lo permitían: broche de diamantes de la casa Coster, nueva cámara fotográfica informatizada. Pero el regalo de Nielle fue más difícil. Al principio había pensado en un programa japonés de ordenador con una criatura casi humana a la que había que cuidar, educar, llevar al colegio y proteger de los peligros de la adolescencia hasta el momento en que se marchara del hogar, lo cual casi nunca ocurría, salvo si el programa contenía errores o virus. Pero entonces, en una juguetería de Rokin, encontró algo mucho mejor: un dálmata mecánico capaz de moverse, ladrar y gemir si se le dejaba solo durante mucho tiempo. Estaba a punto de comprarlo cuando observó, en la misma tienda, un enorme perro de peluche. Era un animal mayestático y suave, un San Bernardo grande como una almohada de matrimonio. El San Bernardo no hacía nada, no se movía, ni siquiera ladraba, pero a Bosch le pareció mucho más vivo que el perro mecánico. Dio las instrucciones necesarias para que se lo enviaran a la dirección de Roland en La Haya.

Y entonces, cuando regresaba de la juguetería, al pasar por una tienda de Rozengracht, lo vio.

Lo pensó un instante y regresó sobre sus pasos. No quiso, sin embargo, devolver el San Bernardo: indicó simplemente que lo trasladaran a su domicilio. Ya decidiría después lo que iba a hacer con aquel monstruo mullido y pardo. Luego se dirigió a la tienda de Rozengracht y compró, por fin, el regalo definitivo para Danielle.

El regalo llegaría, probablemente, antes que él. Ladraría y gemiría como el dálmata mecánico pero también se haría caca y pipí sobre la alfombra y grabaría la madera de alguna puerta con sus uñas. No sería tan perfecto como un ordenador ni tan amable como un San Bernardo de peluche. Y —Bosch lo sabía— cuando se estropeara, nada ni nadie en el mundo podría repararlo, nada ni nadie en el mundo conseguiría restaurarlo o sustituirlo. Cuando aquel regalo se estropeara, lo haría por completo y para siempre, y su infinita pérdida arrasaría el corazón de más de una persona.

Visto desde esta perspectiva, era, sin lugar a dudas, el peor obsequio que podía hacerle a una niña de diez años. Pero quizá Nielle le encontrara las ventajas. Él confiaba en que fuera así.

Cuando el avión inició el descenso, la señorita Wood echó un vistazo al reloj, sacó un espejo del bolso y revisó el estado de su rostro. Se encontró aceptable. Las huellas de la tristeza se habían esfumado. Si es que existieron alguna vez, pensó.

Había recibido la noticia el día anterior, justo cuando se preparaba para emigrar a Londres después de haber desmantelado su despacho de Amsterdam. Reconoció la voz del médico a través de los kilómetros de distancia que la separaban de aquel hospital privado. La voz aseguraba que todo había sido muy rápido. Wood no estuvo de acuerdo en este punto. En realidad, todo había sido muy, muy lento. «Su padre ya había perdido la conciencia», le dijo la voz. Eso sí podía creerlo. ¿Dónde estaba la conciencia de su padre? ¿Dónde había estado todos aquellos años? ¿Dónde estuvo cuando ella lo conoció? Lo ignoraba.

Dio las instrucciones pertinentes. La muerte no finaliza con la muerte: es preciso concluirla con instrucciones económicas y burocráticas. Su padre siempre había deseado yacer bajo los escombros de la Roma milenaria. Toda su vida se había sentido más romano que británico, y ésa era justamente la palabra: romano. En realidad despreciaba Italia y ni siquiera se había preocupado de aprender a hablar correctamente el italiano. Era Roma lo que le importaba, la grandeza de tener un imperio bajo los pies. «Ahora lo tendrás sobre los pies. Disfrútalo, papá», había pensado ella. El traslado del cadáver iba a costarle casi tanto dinero como el traslado de sus cuadros.

Su padre viajaría en una caja hacia Roma. Los cuadros de su despacho de Amsterdam viajarían en vuelos privados hacia Londres. «Un buen resumen de mi vida», supuso.

Guardó el espejito en el bolso, lo cerró y lo depositó a sus pies.

Aún no había decidido lo que haría cuando llegara a Londres. Tenía treinta años, y suponía que le quedaban más o menos los mismos de actividad profesional. Trabajo no le iba a faltar, desde luego, y ya había recibido varias ofertas de empresas de seguridad de obras de arte que querían contar con ella. Pero, por primera vez, había decidido tomarse un respiro. Se encontraba sola y disponía de todo el tiempo del mundo. Quizá más del que imaginaba. Allí arriba, en el vacío, flotando sobre las nubes londinenses, con su única familia y su único trabajo muertos para siempre, la señorita Wood pensó que, a lo mejor, disponía de toda la eternidad.

Unas vacaciones. Hacía mucho tiempo que no disfrutaba de unas buenas vacaciones. Quizá se marchara a Devon. En verano, Devon era ideal. Tenías tranquilidad o diversión, según quisieras. Estaba decidido: iría a Devon.

Inmediatamente después de pensar esto, cayó en la cuenta de que Hirum Oslo vivía en Devon. Pero no había pensado en Hirum hasta ese momento. Por supuesto, no descartaba hacerle una visita y preguntarle todas aquellas cosas que se habían quedado en el tintero (por qué había pagado a una retratista para que hiciera un cuadro con una fotografía suya, por ejemplo). Pero ahora no se planteaba la posibilidad de ver de nuevo a Hirum. No creía que viajar a Devon tuviese ninguna relación con visitarlo.

En modo alguno.

De cualquier forma, si se aburría, podía hacerlo.

El dinero es arte, pensó Jacob Stein. La nueva frase parecía equivalente al célebre aserto de Van Tysch, pero en realidad le daba un giro completo a las cosas. Sin embargo, se comprobaba con los hechos. Durante aquellos días había realizado varias jugadas maestras. Se había reunido en privado con Paul Benoit, Franz Hoffmann y Saskia Stoffels y les había contado toda la verdad. Luego habían tomado algunas rápidas decisiones. Dos días después informó a los inversores. Para ello, reunió a sus representantes en una residencia de la isla jónica de Cefalonia, a diez kilómetros al norte de Agios Spyridion, y decoró el lugar con artesanía de Van der Gaar, Safira y Mordaieff. También adquirió, sólo para la ocasión, cinco novísimas y bien entrenadas Lenguas adolescentes de Mark Rodgers.

—Hemos logrado controlar la situación e incluso sacar beneficios —les dijo—. Hemos dicho que Bruno van Tysch se ha suicidado, lo cual es rigurosamente cierto. Hemos aclarado que lo sucedido con el Cristo fue un accidente del que nadie es enteramente responsable, aunque dejamos entrever que Van Tysch sabía lo que iba a ocurrir y lo había diseñado así. El público perdona a los locos y a los muertos con mucha rapidez. Por supuesto, hemos revelado las andanzas de Póstumo Baldi hasta cierto punto. Dijimos que estaba loco y que pensaba atentar contra Susana sorprendida por los ancianos. Todo esto ha provocado una verdadera conmoción. Aún es muy pronto para llegar a cifras definitivas, pero las obras de «Rembrandt» han experimentado desde la semana pasada una subida espectacular sobre el valor inicial. En el caso del Cristo, por ejemplo, el precio se ha disparado hacia las nubes. Y con Susana sucede lo mismo. Precisamente por eso hemos desmantelado la colección «Rembrandt» y hemos decidido enviar a las figuras originales a casa tras quitarles la imprimación y borrarles la firma. De esta forma podremos empezar a mover a los sustitutos. Ahora que el Maestro ha desaparecido y ningún sustituto puede obtener su aprobación, resulta imprescindible restar importancia a los originales y utilizar sustitutos desde el principio para que los coleccionistas se acostumbren. Si no, corremos el riesgo de que los cuadros bajen de precio casi hasta el nivel de las copias no oficiales.

Mientras el sol jónico le doraba el rostro descruzó las piernas, cambiando de sitio los pies. La Lengua tendida en el suelo frente a él, completamente desnuda y pintada de rosa y blanco, ciega y sorda por los cobertores, tanteó con su cabeza trigueña hasta tropezar con el otro zapato y siguió lamiendo.

—Hemos decidido no revelar la destrucción de los originales de Desfloración y Monstruos —prosiguió—. Las partes interesadas en el asunto guardarán silencio y nosotros sustituiremos ambos cuadros en secreto. En cuanto al tránsito…

Stein hizo una pausa mientras se arrellanaba en el asiento. Al hacerlo, notó que la espalda que soportaba la presión de la suya cedía un poco. No era un defecto de diseño: simplemente, el adorno se acomodaba para complacerlo mejor. A pesar de su esbeltez, los dos atléticos cuerpos que formaban la Butaca de Mordaieff estaban lo bastante entrenados como para resistir su peso. De vez en cuando los ligerísimos temblores del juvenil trasero donde él apoyaba el suyo lo hacían mecerse con suavidad, pero eran temblores ajustados, contenidos, delicados. Mordaieff hacía buenos muebles. Podía escribirse con bonita caligrafía sobre aquellos asientos de carne; podía ilustrarse un libro miniado sin que el pulso fracasara. Y lo mejor de todo: era muy agradable llevar la mano hacia ellos y tocarlos mientras se hablaba de negocios.

Fuschus, el tránsito fue bastante sencillo, créanme —dijo.

En realidad, no tanto, pero estaba intentando transmitirles la idea de que el dinero lo resolvía todo. Lo cual era falso, desde luego, pero podía resultar cierto en el futuro con una sola condición: con más dinero.

Un par de años antes había visto por primera vez una obra de Vicky Lledó. Era Líneas corporales. Se exhibía en Londres durante una muestra de artistas residentes en la ciudad. No le agradó mucho el lienzo, que era de nacionalidad británica y se llamaba Shelley, pero Stein sabía reconocer un buen cuadro pintado sobre un lienzo mediocre. Por supuesto, no le dijo nada a nadie. Meses después, cuando el lienzo fue sustituido, Stein empaquetó a Shelley y se la llevó a Amsterdam con la excusa de unas pruebas, aunque no la entrevistó personalmente. Entusiasmada, Shelley contestó a todas las preguntas. El cuestionario incluía cierta indagación sobre el carácter y la vida privada de la señorita Lledó. Stein guardó aquella información para el futuro. Era necesario preparar el traspaso de poderes —el «tránsito», como lo llamaban los inversores— porque Van Tysch estaba declinando, y aunque Stein sabía que el Maestro todavía no había dicho su última palabra, resultaba imprescindible anticiparse. Llevaba meses guardando información sobre pintores desconocidos. Todo el mundo tenía pánico al tránsito. Stein tenía pánico al pánico de todo el mundo. Se propuso enseñarles que el milagro de procrear a un genio es mucho más fácil que el esfuerzo de prolongarle la vida.

A principios de 2006 ya había decidido que la heredera sería Vicky Lledó. Que la balanza de la posteridad se inclinara a favor de Lledó tenía sus ventajas: era mujer, y eso le daría un giro notable a la concepción machista que ciertos sectores tenían del arte HD; no era holandesa, con lo cual se demostraba que la Fundación Van Tysch acogía con agrado a cualquier artista europeo; por último, frenaría la preocupante ascensión al poder de gente como Rayback. Otorgarle a Vicky aquel pequeño premio de la Fundación Max Kalima había sido el primer paso. «Puedo asegurarles que el Maestro ha visto la obra de Lledó, y está fascinado», dijo a los inversores. Era falso. El Maestro no veía nada más allá de sí mismo. Stein estaba seguro de que ignoraba hasta la existencia de una joven artista española llamada Vicky Lledó. A Van Tysch sólo le importaba la elaboración de su canto del cisne, su adiós al mundo, su última y más arriesgada obra. Stein había tomado todas las decisiones.

Se aproximaba el fin, y era preciso inventarse un nuevo principio.

La penumbra continuaría intocable e inacabada en Edenburg. Y así seguiría hasta que el mundo estuviera preparado para contemplarla y su aparición resultara beneficiosa. Lo primero podía ocurrir en cualquier momento, o quizá ocurría ya (el mundo casi siempre se encontraba preparado para todo).

Respecto de lo segundo, un comité de inversores encabezado por él mismo y Paul Benoit planearía con la debida antelación los pasos necesarios para ir dando a conocer la obra en el futuro. Se hablaría del «testamento del Maestro», de su «canto del cisne», de su «terrible secreto». «Un milagro requiere de una revelación y de un secreto, Jacob —había dicho Benoit con acierto—. Ya tenemos la revelación. Nos falta el secreto.» —Dejemos madurar la idea —resumió Stein a los inversores. Y acarició pensativamente los largos muslos de su asiento.

Durante un tiempo hubo sonidos. Luego se instaló el silencio.

Había recibido una avalancha de llamadas telefónicas: de Jorge, sobre todo, muy preocupado al principio pero más tranquilo al poder hablar con ella. ¿Cuándo pensaba regresar? No lo sé, Jorge, ya veremos. Estoy deseando verte. Ya veremos. Pensó de repente que no lo echaba de menos. Jorge era para ella como la voz del pasado: inevitable, pero acabada. También la llamaron Yoli Ribó, Alexandra Jiménez, Adolfo Bermejo, Xavi Gonfrell y Ernesto Salvatierra. Llamadas de pintores y lienzos. Uno de los más cariñosos fue Alex Bassan. Todos se alegraban de que se encontrara bien y de que hubiera sido firmada por Van Tysch. Incluso escuchó, una insólita noche, la voz de su hermano. ¡Hasta su hermano se interesaba por el bienestar de la pintura! Sin abandonar del todo su reserva habitual de abogado fuera de los tribunales, José Manuel le habló de mamá, de cuánto la echaban de menos, de la ignorancia en que ella los mantenía. «No sabíamos nada de esto —le dijo—. Nos tuvimos que enterar por Jorge Atienza.» ¿Qué tal estaba? Bien. ¿Regresaría pronto? Sí. Querían verla. Ella también quería verlos. A fin de cuentas —pensó— la vida y el arte se basaban en lo mismo: en ir y ver.

¿Y Vicky? Vicky no la llamaba.

Sospechó que tendría que ser ella quien diera el primer paso, ahora que la pintora se había hecho tan importante.

Vicky iba a exponer una retrospectiva para la Fundación: lo había anunciado Jacob Stein en una rueda de prensa. Entre la docena de obras que se exhibirían estaban dos que había pintado originalmente con Clara: Instante y La fresa. Stein había añadido que Vicky Lledó era una de las grandes representantes del hiperdramatismo ortodoxo moderno, y que la Fundación Van Tysch, «ahora que el Maestro faltaba», impulsaría decididamente los trabajos de aquella joven artista.

El impacto de semejante noticia había sido poderoso, tanto que durante un rato no supo en realidad qué debía sentir. Al final terminó alegrándose por Vicky, pero después pensó que se alegraba porque no la amaba lo suficiente como para compadecerla.

«Las dos inmortales tal como deseábamos. Bien.» Luego, cuando las llamadas finalizaron, apagó el televisor. Las noticias eran siempre iguales, ya las conocía de memoria. Tampoco se permitió el sonido de los cuantiosos discos de jazz que Conservación le había regalado para que se entretuviera. Se sintió bien así, rodeada del silencio de sí misma. O de su ruido.

Porque la vida poseía su propio sonido, y ahora se daba cuenta. Sintió cómo la vida regresaba a ella de la misma forma que se oye la llegada de una ola diferente. Habían decidido quitarle la imprimación, borrarle la firma y enviarla a casa. La dejarían descansar una temporada y luego, si era preciso, la llamarían para exhibir Susana otra vez. Por supuesto, el dinero seguiría siendo suyo, eso no iba a variar. Le retiraron las pastillas de F&W, y en poco tiempo comprendió que un ser humano es una cosa que quiere cosas. El arte se mantiene quieto y satisfecho, pero la vida exige satisfacción continua. Luego comenzaron a quitarle la imprimación. Cuando regresó a la habitación del hospital donde estaba ingresada y se miró al espejo, ya no le cupo ninguna duda: era Clara Reyes por completo. Su pelo rubio, su piel con los poros abiertos, las viejas cicatrices, el grafismo de su vida, los olores, las viejas formas. Continuaba depilada, por supuesto, pero esto era una imagen con la que había llegado a congeniar. Su rostro sin imprimación adoptaba las expresiones de siempre: lejos estaba aquel monstruo amarillo que provocara el pasmo de Jorge. Ya no estaba pintada ni llevaba etiquetas. No era fácil vivir sin etiquetas ni pintura, pero tendría que acostumbrarse.

Y la tarde del viernes, después de almorzar y dormir una prolongada siesta, oyó suaves golpes en la puerta.

Gerardo sonrió al entrar.

—De modo que así eres cuando te quitan toda la pintura de encima, amiguita. La verdad, me gustas más de esta forma. Al natural, podría decirse.

Ella sonrió. Estaba sentada en la cama, en pijama, despeinada, con los ojos aún contagiados de sueño. Se dejó envolver por los brazos de Gerardo y comprobó que su presencia la hacía muy feliz.

—Me dijeron que hoy te daban el alta y quise venir a verte —explicó él—. Justus también hubiera querido venir, pero me aconsejó que viniera yo de «avanzadilla». —Se echó a reír y sus ojos brillaron, pero luego recobró la seriedad. Se había enterado del atentado de aquel loco y desde entonces había tratado de verla, aunque le habían asegurado repetidas veces que se encontraba bien—. ¿Cómo estás? —le preguntó.

—No lo sé —respondió ella con sinceridad—. Supongo que bien.

Tenía la sensación de haber estado durmiendo y haber despertado en el hospital. Se encontraba vacía. «Estuve soñando», pensaba. Pero ¿qué ocurre cuando todo lo que eres y todo lo que has sido forma parte del mismo sueño?

Disponían de tiempo antes de ir al aeropuerto. ¿Quería despedirse de algún sitio en particular?, preguntó él. Clara observó los periódicos doblados sobre su cama. Se había enterado de que aquel viernes, 21 de julio de 2006, terminaban de desmantelar el Túnel.

—Me gustaría pasar por el Museumplein y ver cómo quitan el Túnel —dijo.

—Ningún problema.

Había anochecido y las estrellas empezaban a aparecer sobre las tranquilas aguas de los canales. Era una noche espléndida, propia del verano. La luna seguía pujante, intentando alcanzar su propia perfección. Gerardo conducía en dirección al Museumplein y Clara iba junto a él.

—He pensado —rompió Gerardo súbitamente el denso silencio— que viajaré a Madrid dentro de poco. Me gustaría acabar un cuadro que he dejado a medio hacer —agregó, sonriendo.

Más tarde, ella señaló aquel instante como el momento exacto en que se dio cuenta de que Susana había desaparecido por completo de su cuerpo. Allí, en el asiento oscuro del coche de Gerardo, tocó sus piernas, sus brazos, su rostro, y lo supo. Susana estaba borrada. Debajo había surgido Clara Reyes, para bien o para mal. El acontecimiento —pensó— tenía el aire mediocre de un fracasado intento de divorcio. Gerardo le hablaba.

—Me gustaría…

Le estaba haciendo una serie de confesiones sinceras que ella apenas entendía, que apenas lograba escuchar. Pero comprendió que ahora que era otra vez Clara tendría que acostumbrarse a las confesiones sinceras. Porque Susana se alejaba en el cielo oscuro y estrellado. Susana flotaba en el inmenso Túnel de la noche, cada vez más lejos, cada vez más indiferente. Bienvenida al mundo, Clara. Bienvenida a la realidad.

En Museumplein, el trabajo se desarrollaba con calma y pericia. Varios técnicos desprendían cada telón: primero una pared, luego la otra, después el techo. Iban avanzando a lo largo de todo el recorrido de la herradura. Ni siquiera de noche interrumpían su labor: era preciso que Amsterdam se despertara sin el Túnel, que la luz amaneciera sobre la plaza desnuda, sembrada de sus estatuas y jardines cotidianos.

Gerardo estacionó en las proximidades y caminaron mirando hacia arriba, como turistas recién llegados.

—¿Qué sientes? —le preguntó él. Ella miraba fijamente el inmenso desguace.

—No lo sé. Abrázame.

Mientras continuaban caminando a ella se le ocurrió una respuesta.

—Es como si respirara por primera vez —dijo.

Se alejaron. Clara miró por encima del hombro.

En aquel momento estaban desprendiendo uno de los telones del techo. El inmenso cuadrado se desplomó con un ruido de olas remotas arrastrando consigo su propia negrura. En la penumbra vacía penetró, sin esfuerzo alguno, la claridad de la luna.