Porque al fondo sólo hay penumbra.
April Wood abrió los ojos. Al principio no recordó dónde estaba ni qué era lo que hacía allí. Alzó la cabeza y se encontró en una cama amplia en medio de una habitación en sombras. Cayó en la cuenta de que se trataba del hotel Vermeer de Amsterdam, y de que había llegado la noche anterior para asistir a la sesión de firmas del Maestro en el Viejo Atelier. En teoría, la sesión de firmas era un acontecimiento privado, pero el personal de la casa podía contemplarlo si lo deseaba. Wood quería ver las obras ya terminadas y colocadas en sus posiciones respectivas, familiarizarse con ellas como ya había hecho, sin duda, El Artista. Luego, al término de la sesión, había regresado al hotel y se había acostado intoxicada de somníferos hasta el punto que ni siquiera se había quitado la ropa. Llevaba puesto el mismo conjunto ceñido y negro punteado de reflejos con el que había ido al Atelier. Echó un vistazo al reloj: 20.05 del viernes 14 de julio de 2006. Faltaban veinticuatro horas para la inauguración de «Rembrandt».
Un gran espejo se extendía en la pared del fondo. Allí se contempló. Tenía un aspecto pésimo. Recordaba haber caído casi inconsciente. La almohada aún guardaba el molde de su cabeza.
Abrió la cremallera del vestido, se desnudó y arrojó la ropa al suelo. El baño era de mármol. Encendió las luces y puso en marcha la ducha. Mientras un chorro de agua cálida regaba su cuerpo comenzó a recapitular todo lo que tenía. ¿Qué era? Numerosas opiniones y trece posibilidades terribles.
Después de hablar con Hirum Oslo el martes había llamado desde Londres a varios críticos más. Les había contado la misma excusa a todos, salvo a Oslo («¿por qué a él le dijiste la verdad?», se preguntaba): que necesitaba elaborar una lista con los cuadros más valiosos, más íntimos y personales de Van Tysch, para distribuir mejor al personal de custodia. Hasta el momento ninguno se había negado a emitir su opinión. En cambio, el Maestro no había querido concederle una entrevista. April no podía reprochárselo: era su patrono y no tenía ninguna obligación con ella, salvo pagarle. «Está muy fatigado —adujo Stein, con quien había hablado aquella tarde en el Atelier—. A partir del sábado se recluirá en Edenburg. No quiere que nadie lo vea.» Stein también parecía bastante agotado. «Estamos en el final —le había dicho a Wood—. El final de un acto de creación siempre entristece.» Salió de la ducha con agilidad. Las gigantescas toallas del hotel eran como pieles de osos. Mientras se envolvía con una de ellas sus ojos se fijaron en la báscula electrónica que yacía a sus pies. Pero reprimió la tentación con un esfuerzo de voluntad. No fue, tampoco, un esfuerzo excesivo: la tentación era diminuta como un ligero dolor, una incomodidad instalada en una esquina de su cerebro. Pero la señorita Wood sabía que si se dejaba vencer en las cosas pequeñas sería derrotada de inmediato en las grandes. No quería saber lo que pesaba, es decir, síquería, pero no iba a comprobarlo. Sabía que había engordado, notaba mucho más pronunciadas sus caderas y su vientre, pero se había propuesto dejar de comer y consumir sólo zumos vitaminados. Por lo demás, tenía que concentrarse exclusivamente en su trabajo.
Respiró hondo, salió del cuarto de baño, se sentó en la cama envuelta en la toalla y volvió a respirar hondo, una, dos, tres veces. Si no se desprendía de aquella toalla, no tendría necesidad de mirarse al espejo. Estaba hecha una vaca, un adefesio espantoso, pero con la toalla podía permanecer oculta. También podía optar por vestirse, es decir, por intentar llegar hasta el armario donde estaba su ropa y cubrir aquel repugnante amasijo de carne con una blusa y un pantalón. Pero prefería no imaginar lo que ocurriría si el pantalón se resistía a cerrarse sobre su vientre, si la cremallera encontraba el obstáculo de su grasa.
Transcurrieron unos minutos hasta que percibió que su angustia disminuía. Caminó hasta la cómoda, abrió su maletín y sacó el expediente que había impreso el día anterior con la lista de los críticos y las fotos que Bosch le había enviado desde Amsterdam sobre la colocación de los cuadros en el Túnel. Con manos temblorosas depositó los papeles en la cama y se sentó frente a ellos como un indio frente a su tienda, dejando que la toalla la rodeara por completo.
La lista era lo más llamativo. Algunos críticos habían votado por más de un cuadro. Las puntuaciones obtenidas estaban allí. Era casi como un concurso, pensó, pero la obra ganadora recibiría como premio diez arañazos con un cortalienzos portátil.
1. |
Cristo en la cruz |
19 |
2. |
Los síndicos |
17 |
3. |
Lección de anatomía |
14 |
4. |
Betsabé |
12 |
5. |
La ronda nocturna |
11 |
6. |
La novia judía |
10 |
7. |
El festín de Baltasar |
7 |
8. |
El buey desollado |
2 |
9. |
La niña en la ventana |
1 |
10. |
Titus |
1 |
11. |
Jacob lucha contra el ángel |
1 |
12. |
Susana sorprendida por los ancianos |
1 |
13. |
Dánae |
0 |
Hasta el momento ganaba el Cristo. Pero Los síndicos, con las figuras de Tanagorsky, Kalima y Buncher, le disputaban el primer puesto con escasa diferencia. Hirum Oslo la había llamado el miércoles para decirle su opinión: el Cristo.
El Cristo y Los síndicos. Uno de esos dos cuadros estaba en peligro. Por lo general, los grandes críticos de arte no se equivocaban. ¿O sí? ¿Podía concebirse que el arte fuera una ciencia objetivable? ¿No era como pretender averiguar lo que había querido expresar un poeta con una remota estrofa? ¿Y si se arriesgaba, y preparaba un cebo con el Cristo y Los síndicos, y El Artista destrozaba el Titus o Jacob lucha contra el ángel? ¿Y si Dánae, el único cuadro que ningún experto identificaba con la vida de Van Tysch, resultaba el elegido? ¿Hasta qué punto un crítico podía conocer lo que yacía oculto en el alma del pintor al que estudia y admira? ¿Hasta qué punto el propio pintor lo conocía? ¿Y El Artista? ¿Cuánto sabía sobre Van Tysch? Comprendió de inmediato que si El Artista conocía mejor que nadie al pintor, todo su plan se vendría abajo.
«Si te derrotan en las cosas pequeñas, perderás de inmediato en las grandes.» No iba a permitir que eso sucediera.
Volvió a guardar los papeles en el maletín, cruzó frente al espejo con los ojos cerrados, se quitó la toalla junto al armario y eligió cuidadosamente la ropa. «Todo debe salir perfecto, y todo saldrá perfecto.» Había repetido la palabra mágica. ¿Utilizaría también el juramento milagroso? De niña, aquellos rituales le daban buen resultado. Cuando su padre la colocaba frente a una pared con el pelo adornado de flores, la boca y los pezones pintados y un lienzo de tela cubriéndole el pubis, y le tomaba fotos, Wood empleaba el juramento. Era un propósito especial, una especie de ofrenda al dios de hierro de su voluntad interior. En muchas ocasiones, el juramento le había servido. «Juro que voy a soportar esta postura, a mantenerme quieta de esta forma, a permanecer aquí, bajo el sol, sin mover un músculo.» No podía culpar a su padre por todo lo que había sufrido. A fin de cuentas, él sólo había deseado que la vida fuera mejor para ambos. ¿Puede alguien ser culpable por desear lo que todo el mundo desea? Su padre agonizaba ahora en un hospital de Londres. Ella había ido a verlo por última vez el día anterior, horas antes de coger el avión hacia Amsterdam. Por supuesto, él no la había reconocido bajo las cuantiosas capas del disfraz de su enfermedad y sus tubos de oxígeno. Wood se había puesto a contemplarlo de pie, en silencio, a través de sus gafas negras. Había querido compartir con él aquel pequeño trozo de su muerte. «No eres culpable de nada, papá», decidió. Nadie es culpable, pensaba la señorita Wood, nuestras escasas culpas quedan sobradamente pagadas en esta vida, no hay más infierno. La existencia de un cielo era materia de fe, pero el infierno no admitía discusión posible. Nadie podía ser ateo del infierno, porque el infierno existía, estaba aquí, era esto. «No hay otra cosa, papá, y tú ya has pagado lo que debías.» Tal fue su pequeña oración. Después se marchó.
Roben Wood había sido un hombre ambicioso, pero para la señorita Wood la diferencia entre «ambiciosos» y «triunfadores» residía únicamente en que los primeros fracasaban. Su padre había fracasado. Sin embargo, nadie hubiera podido prever este fracaso cuando abandonó Inglaterra y se estableció en Roma, al principio como un simple empleado de una empresa internacional de marchantes de arte y luego como marchante particular, montando su propio negocio. Le había ido muy bien durante algunos años, gracias al auge creciente del hiperdramatismo italiano. Por Dios, cuánto tenían que agradecerle artistas como Ferrucioli, Brentano, Mazzini o Savro. El signor Wood había percibido la grandeza de obras como Genevieve o Jessica en el Ferrucioli temprano y había conseguido grandes sumas de dinero para su autor. Había intuido el poderoso advenimiento de la artesanía humana mucho antes que sus despistados colegas. Y no había cerrado los ojos escandalizado ante el arte adolescente e infantil, a diferencia de otros hipócritas. Asimismo, había defendido la obra juvenil de Brentano, del peor Brentano, el más duro, tachando de «sepulcros blanqueados» a los que criticaban sus escenas reales con chicas azotadas y encerradas en jaulas de hierro, porque eran los mismos que después compraban cuadros manchados a escondidas. El arte italiano le debía mucho a Robert Wood, pero ningún artista había querido devolverle el favor. La señorita Wood no podía perdonar eso.
Todo había ido bien los primeros años: su padre se había hecho rico, había comprado una preciosa villa cercana a Tívoli, tenía una esposa que lo amaba y una hija que desplegaba ante sus ojos una fascinante belleza.
¿Cuándo se torcieron las cosas? ¿Cuándo había empezado su padre a caer en picado, y con él toda su familia? Era difícil saberlo. Ella era muy niña entonces. Su madre había sido la primera en desertar. April prefirió quedarse, entre otras cosas porque su madre la odiaba. Era como si la considerara también culpable del fracaso paterno. Tras el divorcio, Wood se había quedado solo. ¿Quién se acordaba ahora del signor que había removido las conciencias y los bolsillos de los coleccionistas italianos? Pero su única y preciosa hija no lo abandonaba. ¿Acaso podía reprochársele que él quisiera convertirla en arte?
«Es cierto que no tuviste en cuenta un detalle, papá: yo era muy joven y no te comprendía. Apenas tenía doce o trece años. Debiste explicarme mejor las cosas. Decirme, por ejemplo, que querías hacerlo por mí, no sólo por venderme a un gran pintor, sino por mí, para convertirme en algo grande, algo eterno, algo que, de alguna forma, te inmortalizara.» Un día los visitó un artista mediocre. Era preciso que ella obedeciera las instrucciones de aquel pintor para que las fotos resultaran atractivas y los grandes desearan adquirirla. El hombre la llevó al jardín y empezó a abocetarla mientras su padre la fotografiaba desde el porche. April ensayó más de treinta posiciones distintas a lo largo de seis horas. Su padre le prohibió ingerir alimentos o líquidos durante el ensayo: quizás era una medida acertada, porque las obras de arte no podían comer ni beber mientras posaban, pero resultaba algo dura. Estaba agotada y por eso no lo hacía del todo bien, o el pintor quería que se esforzara más, lo cierto es que discutieron y su padre acudió. «¡Lo estoy haciendo bien!», gritó ella. Vio a su padre quitarse el cinturón. La señorita Wood recuerda perfectamente que no lo descargó con todas sus fuerzas, pero ella estaba desnuda y sólo tenía doce años, de modo que el golpe, de cualquier forma, fue brutal. Se alejó gritando. Su padre la llamó. «Ven aquí.» Volvió a acercarse, temblorosa, y recibió otro golpe. Todo sucedió frente a la mirada tranquila del pintor.
—Y ahora, escúchame —había dicho Robert Wood con infinita calma—. No tienes que hacerlo bien nunca. Tienes que hacerlo perfecto. No lo olvides, April. Hacer algo bien es hacerlo mal. Porque si te derrotan en las cosas pequeñas, perderás de inmediato en las grandes.
«Tenías razón, y debí comprenderlo a tiempo.» Comenzó el lento proceso de su vestuario.
«También me decías: “Quizá pienses que me gusta hacerte sufrir, April, pero quiero que entiendas que es necesario darlo todo por el arte. No basta con un sacrificio. Es preciso darlo todo. El arte es voraz”.» Ella no había sido capaz de comprenderlo en aquel momento. Después lo supo. El arte lo exigía todo porque, a cambio, te recompensaba con placeres eternos. ¿Qué representaban los cuerpos en comparación con eso? Los cuerpos agonizan en hospitales perforados de tubos de goma, o son azotados hasta las lágrimas con cinturones de cuero, pero el arte pervive en las remotas regiones de lo intacto. Ella lo había comprendido y aceptado. Hasta aquel momento todo había ido bien. Ahora se enfrentaba a un problema temible, una imperfección monstruosa. Pero también triunfaría.
«Eres muy astuto, seas quien seas, Artista o modelo, eres bueno, lo reconozco. Pero yo soy mejor que tú. Juro que voy a impedir que destruyas otro lienzo de Van Tysch. Juro que protegeré los cuadros de Van Tysch con todas mis fuerzas. Juro que no voy a permitir que otra obra del Maestro sea destruida. Juro que no voy a volver a cometer un solo error más…»Blusa, pantalón, sus inseparables gafas de sol, el pelo corto con raya a la derecha. Había logrado vestirse.
Entonces reflexionó acerca de lo que haría a continuación.
Los críticos no le servían, eso parecía obvio. ¿Habían servido para algo, alguna vez, los críticos? Buena pregunta, pero mal momento para responderla, se dijo la señorita Wood. Tampoco el pintor le resultaba útil. Por otra parte, no consideraba prudente rechazar el plan por completo. Era necesario elegir un cuadro. Y no podía permitirse demasiados riesgos: el cuadro que escogiera tendría que contar con muchas probabilidades de ser el elegido por El Artista.
A su favor tenía una sola cosa: sabía que las dos obras destruidas se relacionaban directamente con la vida de Van Tysch, con su pasado. No había motivos para pensar que a la tercera no le ocurriría lo mismo. Quizás era el Cristo, pero necesitaba una prueba. Algo que le demostrara que no se equivocaba en su elección.
Era preciso conocer el pasado de Van Tysch. Quizás en él se ocultaran datos que poder relacionar con uno de los cuadros de «Rembrandt».
Descolgó el teléfono y marcó un número.
Ya lo había decidido. Investigaría en el pasado del Maestro de la única forma posible.
Lo peor de ser adorno de lujo —piensa Susan Cabot— es que tienes que estar siempre disponible. Los cuadros, por lo general, poseen un horario estricto. Eso es una ventaja, por supuesto, aunque muchos lleguen a trabajar más de diez o doce horas diarias. Pero los adornos y utensilios deben estar preparados continuamente y acudir a donde se les diga en el momento en que se les diga, sin que importe si es de día o de noche, si llueve o si no les apetece. Y cuando llevas dos semanas confinada, tanto peor.
Recibió la llamada aquella madrugada. No estaba durmiendo. Se hallaba acostada en la cama con la luz de la lámpara encendida (no la de su lámpara, sino la de la mesilla de noche, una lámpara modesta y no humana) y estaba fumando. No solía fumar mucho, pero últimamente abusaba un poco, quizá porque se sentía nerviosa. De hecho, tenía buenas razones para sentirse así. Llevaba más de dos semanas encerrada en habitaciones como aquélla, sin contacto con el exterior. Eran pequeños albergues que funcionaban como almacenes para adornos y estaban regentados por personal de confianza. Le llevaban la comida y todo lo que precisara. Disponía de televisión, libros y revistas (curiosamente, nunca periódicos; se preguntaba la razón de aquella ausencia: intuía que los mandamases de turno consideraban el periódico como potencialmente peligroso). Por supuesto, no había problemas con los accesorios de su trabajo, incluyendo la tonelada de productos cosméticos e higiénicos, de los que recibía cajas enteras casi diariamente. Allí estaban los revitalizantes, exfoliantes, hidratantes, suavizantes, bruñidores, barnices, tensadores y pulidores. Allí estaban también los hipotérmicos, hipertérmicos, protectores, flexibilizadores y anestésicos. Y las bombillas de repuesto, claro.
Susan era una Lámpara diseñada por Piet Marooder. Necesitaba bombillas.
Había imaginado tantas veces la llamada que, cuando por fin la oyó, casi le pareció ficticia. Ocurrió el viernes de madrugada. Un reloj en una plaza cercana otorgó, con sus campanadas, cierta solemnidad al inesperado instante.
—Oh, coño.
Se levantó de un salto, apagó el cigarrillo, se contempló en el espejo del cuarto de baño, se encontró aceptable después de lavarse la cara. Escogió una blusa y unos vaqueros, por supuesto sin ninguna clase de ropa interior. Se cercioró de que llevaba en la bolsa todo lo que necesitaba. Le sobraron varios minutos.
La mujer que la recogió era bajita y tenía acento francés. Cuando subió a la parte trasera de la gran furgoneta reconoció a varias de las compañeras que habían trabajado con ella en el Obberlund.
Llegaron tan pronto que sospechó que debía de ser La Haya o una ciudad igual de próxima. Aún no había amanecido cuando salieron de la furgoneta en medio del aire fresco de la madrugada y penetraron en un precioso y amplio edificio clásico (corriendo, corriendo, siempre corriendo a todos sitios, como un ejército). Allí las reunieron en el salón y les dijeron lo imprescindible. Llevarían de nuevo cobertores auditivos y visuales. «Por lo menos es mejor que seguir encerrada», se dijo.
Estuvo lista una hora después. Se colocó en un extremo de la sala en la posición de siempre: pierna derecha alzada sosteniendo la esfera luminosa atada al tobillo, la izquierda doblada en ángulo recto, el trasero en alto. La postura la obligaba a mostrar ostentosamente los genitales, pero lo primero que aprende una Lámpara —faltaría más— es a perder el pudor. La encendieron a las nueve y media. Pudo atisbar de reojo Sillones de Opphuls y una inmensa Lámpara de Dominique du Perrin que acababan de instalar en el techo, formada por un hombre y una mujer. Sería una reunión de categoría.
Mientras se contemplaba sus propios muslos debido a la forzada posición, Susan pensaba en su compañero sentimental Se llamaba Ralph, y era una Silla de Mordaieff. En aquel mismo instante Ralph podía encontrarse en cualquier lugar de Europa soportando en la espalda el peso de alguien lo bastante importante como para sentarse sobre él. Debido a sus respectivas obligaciones, Ralph y Susan apenas se veían, incluso aunque coincidieran en el mismo salón. Ella no lo envidiaba: también había sido Silla, pero seguía prefiriendo sostener una luz antes que una persona. Su padre, un ingeniero sudafricano que trabajaba en Pretoria, había querido que Susan estudiara una carrera brillante. ¿Qué te parecen cuatrocientos vatios, papá? No te puedes quejar.
Un poco antes de las once y media se acercó una chica. No era la bajita de acento francés ni tampoco, afortunadamente, aquella estúpida que las había colocado en el Obberlund, sino otra. Llevaba en la solapa la tarjeta de Arte, sección de Decoración. Se agachó junto a ella y le ató los cobertores a la cabeza. El mundo de los sentidos se cerró para Susan.
Lo único no humano en aquel salón (que, por otra parte, no era muy grande) eran unos gruesos cortinajes rojos más allá de los cuales podían vislumbrarse los llamativos rascacielos gemelos de La Haya. Bosch fue el último en llegar. Se sentó en el Sillón de Opphuls que quedaba libre y apoyó los codos en las manos sudorosas y los brazos rígidos del mueble. El Sillón respiraba bajo su trasero. Era una sensación curiosa, como estar sentado sobre un tonel flotando en un mar en calma. El mueble estaba desnudo y se doblaba en bisagra con la espalda apoyada en el suelo, los brazos en alto y el culo empinado. Sobre éste se colocaba una pequeña plancha forrada de piel. Eso era todo. Las piernas alzadas servían de respaldo. Se trataba de objetos fuertes, de complexión atlética, pintados en pardo, perfectamente entrenados. Los había de ambos sexos. El suyo, a juzgar por la forma y tamaño de los miembros superiores, podía ser masculino. Intentó no moverse demasiado ni hacer gestos bruscos: se había sentado varias veces en Sillones de diferente sexo y edad, pero siempre los había tratado con delicadeza y respeto.
Una fina cubertería desnuda se movía de aquí allí. Eran Vajillas de Droessner. Tenían entre quince y dieciocho años y eran todas femeninas a primera vista, a menos que fueran transgenéricas, lo cual Bosch no descartaba. Habían sido untadas con una capa de nácar líquido de la cabeza a los pies sobre la cual Droessner había trazado una sutil filigrana de pájaros azules posados en ramas u hospedados en nidos. Había pájaros en los senos, en la espalda, en las nalgas y el abdomen. Llevaban cobertores auditivos y visuales, y por lo tanto estaban sordas y ciegas, pero aun así su trabajo era impecable. Recorrían el salón en un círculo inacabable, al estilo Escher, sosteniendo pequeñas bandejas con bebida y comida. Cada cierto número de pasos previamente calculado se detenían ante un invitado e inclinaban la bandeja. El invitado podía aceptar o no el ofrecimiento. Lo único que no podía era tocarlas: no eran adornos interactivos. «La Vajilla lujosa no se toca —pensaba Bosch—, ni siquiera aquí.»
Una Vajilla inclinó la bandeja frente a él y Bosch eligió lo que parecía ser un martini. Cuando la Vajilla se alejaba, se acercó otra en dirección opuesta. Las bandejas chocaron suavemente y de inmediato se apartaron siguiendo su ciego camino como hormigas que cruzan sus antenas en la larga hilera hacia el nido. En el techo brillaba una Lámpara bisexual de Du Perrin, en las esquinas lucían más Lámparas, casi todas femeninas, así como Mesas y Aderezos. Bosch se preguntó a cuenta de quién recaerían los gastos de aquella carísima decoración. «¿Fondos de cohesión otra vez?»
Jacob Stein y April Wood fueron las ausencias más notables. Por lo demás, el «gabinete de crisis» estaba intacto. El Hombre Clave, que seguía encaprichado con la Bandeja de dulces, se apresuró a resumir el tema de la reunión con una frase espectacular:
—Rip van Winkle ha capturado a El Artista con un error de menos del cero, coma, cero cinco por ciento. Puntualicemos. Cero, coma, cero cinco.
—¿Puede traducirlo para los que hemos estudiado letras? —preguntó Gert Warfell.
El Hombre Clave se enfrascó en una explicación sofisticada. Quince sospechosos habían sido detenidos, de los cuales cinco habían pasado a un nivel superior de sospecha. Según los datos que obraban en poder de Rip van Winkle, uno de ellos debía de ser El Artista casi con total seguridad. Los otros diez habían sido eliminados. Cuando se determinara cuál de los cinco era el individuo que buscaban, eliminarían a los restantes. El Artista sería interrogado en profundidad hasta que ya no cupiera duda de que no guardaba información. Luego encontrarían las ramificaciones y las eliminarían. Después eliminarían a El Artista. Por último, Rip van Winkle se eliminaría a sí mismo.
—Los últimos en ser eliminados seremos nosotros. Puntualicemos. Nos autoeliminaremos, porque cuando todo esto acabe, el gabinete de crisis se disolverá, Rip van Winkle seguirá «durmiendo» y ya no volveremos a vernos. Y, a todos los efectos, no nos hemos conocido nunca —agregó. Y se introdujo otro puñado de caramelos en la boca.
—Esa es una buena noticia —dijo la señorita Roman. Bosch no sabía si se refería a la eliminación de El Artista o a la del Hombre Clave. El asiento de la señorita Roman era masculino: las estrechas y fuertes nalgas en color pardo que soportaban su peso resultaban perfectamente visibles desde el lugar donde Bosch se encontraba.
—¿Han confesado algo? —preguntó Gen Warfell, inclinándose hacia adelante. No cesaba de removerse, y Bosch observaba al Sillón tensar sus músculos barnizados tras cada acometida—. Me refiero a los cinco sospechosos.
—Tres de ellos se han declarado culpables. No es que eso signifique nada, pero es más de lo que teníamos hace dos semanas.
—Extraordinaria noticia —se interesó Benoit—. ¿No crees, Lothar?
—¿Qué información han revelado los cinco sospechosos? —preguntó Bosch sin responder a Benoit.
El Hombre Clave había tendido la mano para atrapar un whisky. La Vajilla se detuvo el tiempo justo y continuó andando con pasos ciegos y cuidadosos. La luz de las Lámparas se reflejaba en sus nalgas de nácar y les otorgaba el aspecto de huevos de ave fabulosa.
—Por ahora es confidencial —repuso el Hombre Clave—. Se ofrecerá en sucesivos informes, cuando podamos cotejarla.
—Lo preguntaré de otra manera. ¿Alguno de los sospechosos ha revelado datos que sólo podría haber conocido si fuera El Artista?
—Lothar está tratando de decir que no se fía de Rip van Winkle —observó Sorensen.
Bosch protestó, pero el Hombre Clave no pareció concederle importancia alguna al comentario de Sorensen.
—Los interrogatorios se están llevando a cabo en varias ciudades europeas, y no obran en mi poder todos los datos. Pero nuestros métodos no son inquisitoriales, si es a eso a lo que se refiere: solemos preguntar antes de disparar. Ninguna información ha sido extraída a la fuerza.
Bosch no estaba muy seguro de la veracidad de tal aserto, pero prefirió no discutir.
—Bueno, puede decirse que el problema se ha resuelto —rugió Warfell.
—Y a tiempo —dijo Sorensen—. Mañana es la inauguración.
—El señor Stein se llevará una gran alegría, me consta —declaró Benoit con la mirada brillante, como congraciándose con la humanidad.
—Estaba deseando terminar cuanto antes y marcharme de vacaciones —rugió el vozarrón de Harlbrunner. El asiento que se aplastaba bajo su tonelaje era, a juzgar por lo que Bosch podía apreciar, una muchacha.
La reunión se suspendió. Mientras los miembros del gabinete se apoyaban en las manos de los Sillones para levantarse, Benoit se volvió hacia Bosch y le preguntó si le importaría charlar un rato cuando salieran de allí. A Bosch le importaba mucho, no sólo debido a su cita con Van Obber de aquella tarde, sino porque lo que menos deseaba era hablar con el jefe de Conservación, pero sabía perfectamente que no iba a poder negarse. Benoit sugirió el parque de Clingendael. Afirmaba que aquel entorno de jardín japonés lo entusiasmaba. Se dirigieron allí en su propio automóvil.
Durante el trayecto ninguno de los dos habló. Un carrusel arquitectónico de La Haya penetraba por los cristales azulados de las ventanillas. Bosch había nacido en aquella ciudad, aunque desde muy joven había vivido en Amsterdam. Por un momento se preguntó si quedaba algo de La Haya dentro de él. Pensó que quizá hubiera algo de La Haya en cada lugar del mundo moderno. Como en los grabados de M. C. Escher, su ciudad natal parecía albergar otra ciudad en su interior que a su vez albergaba otra, y así hasta el infinito. El Madurodam mostraba una Holanda a escala, «la ciudad más pequeña más grande de Europa», como decía su padre. El Panorama Mesdag exhibía una pintura de 120 metros de diámetro también elaborada a escala. En la Mauritshuis uno podía asomarse al pasado a través de la Holanda pintada por los grandes maestros. Y si se deseaba arte HD, el coleccionista encontraba diez salas oficiales y más del cuádruple de privadas, el Gemeentemuseum y la novísima Kunstsaal; casas de arte adolescente legal como Nabokovian o Puberkunst; la artesanía clandestina de Menselijk; el art-shock público de Harder y The Tower; los cuadros móviles de Het Bos y Action House; los animarts de Artzoo. Y si querías hacer fotos, ¿qué mejor que hacérselas al famoso exterior Het Meisje en Clingendael? Ciudades falsas y seres humanos reales disfrazados de obras. Te perdías un día en La Haya y terminabas confundiendo la apariencia con la realidad. Quizás haber nacido allí —pensaba Bosch— provocaba esa neblina que ahora habitaba su mente, esa ausencia de líneas divisorias.
El parque de Clingendael estaba lleno de turistas, pese a que las nubes cada vez más densas prometían una desagradable sorpresa para el final de la tarde. Benoit y Bosch comenzaron a pasear por las alamedas con las manos a la espalda. Un viento ligeramente frío alzaba las puntas de sus corbatas.
—Hace poco leí en Quietness —dijo Benoit— que se está organizando una exposición de lienzos jubilados en Nueva York. Ya llevan varias ventas exitosas en Estados Unidos. Lo financia Enterprises, claro. Y el columnista afirmaba que la idea era genial porque, ¿qué otra cosa puede hacer un jubilado si no estar quieto en algún sitio, mirar a la gente y que la gente lo mire? A Stein no le ha interesado mucho, sin embargo, porque los lienzos viejos no le gustan, pero estoy seguro de que en Europa pronto se pondrá en práctica. Imagínate a los ancianitos que apenas pueden vivir de sus pensiones convertidos de repente en obras millonarias. El mundo se mueve, Lothar, y nos invita a movernos con él. La pregunta es: ¿aceptas la invitación o te apeas y lo ves pasar?
No era una pregunta real y Bosch no contestó. En un pequeño claro varias chicas ensayaban posturas de imitación frente a Majadería, de Rut Malondi. Bosch supuso que serían estudiantes de la carrera oficial de lienzo. Por supuesto, ninguna estaba desnuda ni pintada, a diferencia de la obra original: eso hubiera sido ilegal. La ley permitía que la obra de arte se exhibiera sin ropa en lugares públicos, pero las estudiantes sólo eran personas y no podían hacerlo. Bosch las veía suspirar por llegar, algún día, a dejar a un lado su condición de personas. Pensó que tal vez Danielle deseaba lo mismo.
Benoit estuvo un buen rato en silencio observando los cuerpos inmóviles de las aspirantes a lienzos posando sobre la hierba en blusa y vaqueros, con las carpetas y los jerseys a sus pies.
—¿Crees de verdad que lo han atrapado, Lothar? —preguntó repentinamente.
Eso sí era una pregunta real.
—No. No lo creo, Paul. Pero cabe en lo posible.
—Yo tampoco lo creo —dijo Benoit—. Rip van Winkle adolece del mismo problema que Europa: la unión desunida. ¿Sabes cuál es nuestro problema como europeos? Que queremos seguir siendo nosotros mismos sin dejar de ser el Todo. Pretendemos globalizar nuestra individualidad. Pero el mundo necesita cada vez menos individuos, menos razas, menos naciones, menos idiomas. Lo que necesita el mundo es que todos sepamos inglés y, a ser posible, que seamos un poco liberales. Que en Babel se hable inglés y adelante con la torre, dice el mundo. Eso es lo que exige la globalización, y los europeos aspiramos a ella sin renunciar a nuestra condición de individuos. Pero ¿qué es un individuo hoy día? ¿Qué significa ser francés, inglés o italiano? Míranos a nosotros: tú eres holandés con raíces alemanas, yo soy francés pero trabajo en Holanda, April es inglesa pero vivió en Italia, Jacob es norteamericano y vive en Europa. Antes, la herencia artística nos diferenciaba, pero ahora las cosas han cambiado. Un holandés puede hacer una obra de arte con un español, un rumano con un peruano, un chino con un belga. La inmigración ya tiene una salida laboral fácil: convertirse en arte. Ya nada nos diferencia de nadie, Lothar. Tengo en mi casa un retrato en cerublastina de Avendano. Es exacto a mí, tan exacto como un espejo, pero el modelo que sustituye al original este año es ugandés. Está en mi despacho y lo miro todos los días. Veo en él mis facciones, mi cuerpo, mi propio aspecto, y pienso: «Dios mío, por dentro soy negro». Nunca he sido racista, Lothar, te lo aseguro, pero me parece increíble verme a mí mismo y saber que por dentro, bajo mi piel, hay un negro oculto, y que si araño una de mis mejillas con la fuerza suficiente veré aparecer al ugandés detrás, inmóvil, a ese ugandés que llevo dentro y que ya no podré expulsar aunque quiera… entre otras cosas, porque el retrato es de Avendano y cuesta un huevo, ¿sabes?
—Comprendo —dijo Bosch.
—Me pregunto: ¿qué crees que veríamos aparecer tras la piel de Europa si la arañáramos, Lothar?
—Tendríamos que arañarla muchas veces, Paul.
—Exacto. Pero hay algo que me consuela. Algo que me une al ugandés, algo que comparto con él y que me hace pensar que, en el fondo, no somos tan diferentes.
Tras una pausa, Benoit reanudó la marcha. Entonces dijo:
—Los dos queremos ganar dinero.
Al final de aquella vereda, duplicada por el espejo de una laguna y acuclillada sobre unas rocas, se encontraba Het Meisje, el óleo más célebre del parque de Clingendael y quizá de toda la ciudad. Het Meisje, «La muchacha», era una delicada pieza de Rut Malondi considerada por algunos como la «Sirenita HD» de La Haya. Ocultaba a medias su cuerpo con una camisa holgada pintada en blanco nieve que el viento hacía ondear. El rostro, perfectamente dibujado con cerublastina, y el suave hiperdramatismo de su mirada azul distraían las horas muertas de los paseantes. Era un exterior permanente, pero durante el duro invierno holandés el ayuntamiento la protegía con una cúpula de plástico termoestable. El lienzo no tendría más de catorce años. Era la decimosexta sustituta, y estaba pintada para parecerse a las anteriores. Un regimiento de turistas la sitiaba, disparando sus cámaras. Era tradicional ofrecerle flores o arrojarle pequeños papeles con poemas.
Benoit se detuvo frente a ella, cerca de la laguna.
—Habrás oído mencionar que el traspaso está próximo —dijo—. Van Tysch se está deteriorando, Lothar. Digamos que se ha deteriorado por completo. Es lo que suele ocurrir cuando alguien se vuelve eterno: que se muere. La única razón de que no lo veamos pudrirse es que se oculta bajo capas de oro puro. Ya están buscando un sustituto. Me preguntaba quién ocupará su lugar.
—Dave Rayback —dijo Bosch sin asomo de duda.
—No. No será él. Es un genio de la pintura, tengo varios originales suyos en Normandía y he pagado una fortuna para que se exhiban de forma permanente. Son tan buenos que no quiero que se marchen ni siquiera a mear. Como artista, Rayback posee cualidades de sobra para tomar el relevo. Pero su gran defecto es que es demasiado astuto, ¿no te parece? Y un genio debe ser siempre un poco gilipollas. La gente tiende a mirar a los genios y a sonreír pensando: «Míralos, pobrecillos, ocupados en crear obras sagradas, tan despistados como siempre». Ésa es la imagen del genio que vende. Pero el genio que además es astuto resulta un poco incómodo. Es como si pensáramos que la astucia está reservada sólo a los mediocres. O como si ser genio fuera incompatible con querer amasar una fortuna, dirigir un país o comandar un ejército. A un presidente de gobierno podemos considerarlo «astuto». Incluso podemos llegar a decir que ha sido un «buen» presidente. Pero, por bueno que sea en su trabajo, nunca nos parecerá «genial». ¿Captas el matiz?
—Si no va a ser Rayback —dijo Bosch—, ¿quién, entonces? ¿Stein?
—Ni de broma. Stein es de esos hombres que necesitan a alguien superior para que apruebe su trabajo. Recuerdo una frase de Rayback que me gustó: «Stein es el mejor artista de todos los que no lo son». Cierto. A Stein descártalo. El único papel que juega aquí es el de votante: él, y otros como él, elegirán al nuevo genio. Y puedo garantizarte que el elegido será alguien desconocido, un artista del montón. La Fundación no puede fracasar ahora. Nos hemos convertido en un negocio inmenso, Lothar. Las apuestas para el futuro son enormes. Mamá y papá le regalarán al niño un manual de pintura HD básica. Lograremos crear modelos temporeros que le cuesten cien euros al pintor aficionado. Legalizaremos la artesanía y la decoración humanas, y cuando eso ocurra podrás tener un Receptáculo, una Bandeja o un Cenicero de dieciocho años en tu casa por mil o dos mil euros. Ampliaremos el campo del retrato con cerublastina y los talleres de copias en serie. Y cuando la violencia pueda evacuarse en art-shocks baratos y completamente legales, habremos dado un paso similar a legalizar la droga. El arte HD va a cambiar la historia de la humanidad, te lo aseguro. Nos estamos convirtiendo en el mejor negocio del mundo. Necesitamos, por tanto, que nos represente alguien lo bastante idiota. Si nos representa un individuo astuto, fracasaremos. Los buenos negocios exigen un idiota delante y muchos listos detrás.
De repente Bosch empezaba a comprender por qué Benoit quería hablar con él. «Viejo zorro. Cuando esperas un motín, buscas partidarios, ¿no es cierto?» Pero se le ocurrió entonces otra explicación, más inquietante: ¿y si Benoit era el tipo que ayudaba a El Artista? Quizá quería hundir a Van Tysch y promover el traspaso cuanto antes. Guardó la punta de la corbata entre las solapas de su chaqueta mientras meditaba. La camisa blanca de Het Meisje flameaba con la brisa. Una niña japonesa le arrojó una rosa. Bosch se fijó mejor y comprobó que la flor era de plástico. Golpeó ligeramente la rodilla desnuda de Het Meisje y cayó al estanque.
Benoit, entonces, dijo algo inesperado.
—Siento mucho lo de tu sobrina, Lothar. Y te comprendo. Es una preocupación, desde luego, y más para los tiempos que corren. Quiero aclararte que yo no tuve nada que ver. Fue Stein quien la eligió como lienzo y el Maestro estuvo de acuerdo.
—Lo sé.
—La llamé esta mañana a primera hora para ver qué tal estaba. Se encontraba bien, aunque algo nerviosa, porque hoy la firmaba Van Tysch. Debo decirte que la llamé porque era tu sobrina, pero ya sabes que no es correcto que nos relacionemos con los lienzos si Van Tysch no los ha firmado todavía.
—Te lo agradezco, Paul.
Benoit continuó hablando con rapidez, como si el punto al que quería llegar no hubiese aparecido aún.
—A mí me tendrás siempre a tu lado, Lothar. Estoy contigo. Y me gustaría que esa actitud fuera recíproca. Quiero decir que, pase lo que pase, venga quien venga después de Van Tysch, nosotros seguiremos apoyándonos mutuamente, ¿verdad?
—Desde luego.
A los pies de Benoit crecían pensamientos. Benoit se agachó, arrancó uno y lo arrojó al aire. Pero la flor se desvió de su trayectoria y pasó por encima del pelo pintado de Het Meisje. La expresión de Benoit fue como la del futbolista que falla el penalti decisivo.
—Tengo una copia de esa belleza en Normandía —le confesó a Bosch, señalando la Meisje—. Una copia barata y mediocre de las que te venden en las tiendas de arte y llevan escritas en las nalgas las palabras: «Recuerdo de La Haya». La modelo tiene más de veinte años, claro. Pero, a pesar de todo, me gusta. Te he entretenido mucho. ¿Tenías que ir a algún sitio?
—Lamentablemente, sí. Pero llegaré a tiempo.
—Nos veremos mañana, Lothar.
—Sí, mañana, en la inauguración.
—Te confieso que estoy deseando que acabe todo.
Bosch se marchó sin responder.
En dirección a Delft, llamó a Van Obber para comunicarle su retraso. Contestó el pintor con su voz enronquecida. «No hay problema —le dijo—. No tengo adónde ir.» Cuando colgó, intentó dormir un poco. Pero lo que hizo fue recordar la entrevista con Benoit. Evidentemente, El Artista seguía libre y hasta Benoit se había dado cuenta de eso. Rip van Winkle era una forma de lavar la cara de Europa frente a una de las empresas que más turismo atraía al Viejo Continente, pero nada más. El Artista seguía libre. Y preparado.
Empezaba a adormilarse cuando recibió la llamada. Era Nikki.
—Lije tiene la mitad del cuerpo carbonizado y está ingresado de por vida en una clínica siquiátrica al norte de Francia, Lothar, lo hemos comprobado. Por lo visto, fue un accidente ocurrido durante los art-shocks de diciembre, y en Extreme ocultaron la noticia para no dar mala impresión a los artistas y lienzos que trabajan allí.
—¿Cómo sucedió?
—En uno de los cuadros se usaban velas para derramar cera caliente de diversos colores sobre el cuerpo de Lije, pero alguien no las manejó bien, hubo un incendio, Lije estaba atado y nadie le ayudó a escapar.
—Dios mío —dijo Bosch.
—Queda Póstumo Baldi. Es el único que no tiene coartada.
—Precisamente voy camino de Delft para entrevistarme con Van Obber —explicó Bosch—. Quiero que me consigáis toda la información que tengamos sobre Baldi: cintas de RA, grabaciones y entrevistas de Apoyo cuando hizo Figura XIII. Envíalas a casa.
—De acuerdo.
Mientras entraba en la ciudad de Delft se sintió extraño. ¿Qué iba a poder decirle Van Obber? ¿Qué era lo que esperaba conseguir de él? Comprendió de súbito que quería que Van Obber le pintara un rostro. Unas facciones. Saber que Baldi podía ser El Artista no iba, en principio, a tener ninguna consecuencia práctica inmediata. Las medidas de seguridad de la exposición no se modificarían en absoluto. Pero quizá Van Obber lograra retratar a Baldi, y en ese caso él podría añadir unos rasgos a la difuminada silueta andrógina que tenía en la cabeza.
En Delft, las nubes blancas con ribetes grisáceos abultaban al fondo del horizonte. Bosch se bajó del coche en la plaza del Markt, junto a la Iglesia Nueva, e indicó al chófer que lo aguardara allí. Deseaba caminar. Un instante después se encontraba inmerso en pura belleza.
Delft. En aquella ciudad había nacido Vermeer, el pintor de los detalles sutiles. Eran otros tiempos, sin duda, pensaba Bosch, tiempos en los que aún era posible sentir y pensar y en los que la hermosura todavía no estaba descubierta por completo. Llegó al Oude Delft, el canal antiguo, y recorrió con la mirada sus recoletas aguas, los tilos jugosamente verdes y el puntiagudo horizonte de tejados, todo resplandeciente pese a la negativa del cielo a colaborar con la luz, todo brillante y puro como la cerámica que Delft había hecho célebre. Se sintió emocionado. Alguna vez, en efecto, las cosas habían estado claras. Pero ¿cuándo llegó la penumbra al mundo? ¿Cuándo bajó Van Tysch de los cielos y las tinieblas lo llenaron todo? Naturalmente, la culpa no era de Van Tysch. Ni siquiera de Rembrandt. Pero contemplar el Oude Delft era comprender que antes, al menos, las cosas tenían un sentido, resultaban diáfanas y rebosaban de dulces detalles que a los artistas les gustaba registrar y reproducir con ingenuidad. Bosch pensó que la humanidad, de alguna forma, también había crecido. Ya no había lugar para una humanidad ingenua. ¿Eso era malo o bueno? Un profesor de su colegio solía decir que el infierno tenía algo bueno: al menos, los condenados sabían que estaban en él. No albergaban la menor duda sobre ese aspecto. Ahora Bosch le daba la razón. Lo peor del infierno no eran el fuego abrasador, la eternidad del tormento, el hecho de caer en desgracia de Dios o ser torturado por diablos.
Lo peor del infierno es no saber si ya estás en él.
Van Obber vivía en una preciosa casa de ladrillo frente al canal, rematada con hastiales blancos. Resultaba obvio que el tejado necesitaba una reparación y que los marcos de las ventanas debían remozarse. La puerta la abrió el propio pintor. Era un hombre de pelo pajizo cortado a cepillo, asombrosamente flaco, pálido, manchado de ojeras y hematomas, destellante de lentejuelas de sudor. Bosch sabía que no tenía más de cuarenta años pero aparentaba por lo menos cincuenta. Van Obber había percibido su sorpresa. Hizo una mueca que, quizás, era su forma de sonreír.
—Necesito una restauración urgente —dijo.
Condujo a Bosch hacia una chirriante escalera. La planta superior consistía en una sola habitación, bastante grande, con olor a pintura y a productos disolventes. Van Obber le ofreció una butaca, se sentó en otra y comenzó a respirar. Por un momento no hizo otra cosa.
—Lamento esta visita imprevista —dijo Bosch—. No quería provocarle molestias.
—No se preocupe. —El pintor entornó los dos hematomas alrededor de sus ojos—. Toda mi vida es rutinaria… Es decir… Hago siempre lo mismo… Eso va en contra de las cosas, porque las cosas cambian… Al menos, no tengo demasiados problemas de dinero… El cuarenta por ciento de mis obras sigue con vida… Eso no pueden decirlo muchos pintores independientes… Sigo cobrando algunos alquileres por mis cuadros… Ya no pinto adolescentes… No hay suficiente material, porque el material adolescente es caro y se asusta en seguida… Yo, antes, hacía de todo: hasta adornos y pubermobilair, que está prohibido…
—Lo sé. —Bosch detuvo el lento pero inexorable flujo de palabras—. Creo, precisamente, que en una de sus últimas obras usó a Póstumo Baldi, ¿no es cierto? El retrato que le hizo a Jenny Thoureau, en el año 2004.
—Póstumo Baldi…
Van Obber bajó la cabeza y juntó las manos como si rezara. Su nariz estaba roja y reflejaba la luz de la ventana.
—Póstumo es arcilla fresca —dijo—. Lo tocas y lo colocas, y él se adapta… Hundes o estiras su carne… Haces con él cualquier cosa: animarts de serpiente, perro o caballo; vírgenes católicas; verdugos de arte manchado; alfombras desnudas; bailarinas transgenéricas… Un material increíble. Decir «de primera calidad» es no decir nada…
—¿Cuándo lo conoció?
—No lo conocí… Lo encontré y lo usé… Fue en el año 2000, en una galería de arte manchado en Alemania. No voy a decirle dónde está, porque ni siquiera lo sé: los invitados acuden a ella con los ojos vendados. El art-shock era un tríptico anónimo que se titulaba La danza de la muerte. Era bueno. El material manchado era de lujo: todo un autocar de jóvenes estudiantes de ambos sexos. Ya sabe, la clásica forma de provisión de material manchado: el autocar cae al agua, un accidente, los cadáveres no aparecen, una tragedia nacional… Y los estudiantes, que han sido obligados a salir del vehículo previamente, son conducidos en secreto hacia el taller del pintor. Baldi, por aquella época, tenía catorce años y estaba pintado como una de las Muertes encargadas de sacrificar el material manchado. Cuando yo lo vi se hallaba desollando a dos de los estudiantes, un chico y una chica, y pintándoles calaveras sobre la carne sin piel. Los estudiantes estaban vivos aunque en muy mal estado, pero Baldi me pareció una figura preciosa y quise contratarla para mis propios cuadros. Se vendía muy caro, pero yo tenía dinero. Le dije: «Voy a pintar contigo algo que no es de este mundo»… Apenas usé cerublastina… Mi paleta fue sobria: rosados poco brillantes y azules tenues. Agregué un implante de cabello hasta los pies en tono azabache con tres clases de colas. Difuminé el sexo, lo cual no fue difícil. Le exigí mucho, pero Póstumo era capaz de todo. Lo usé como hombre y como mujer. Lo torturé con mis propias manos. Lo traté como a un animal, como a un objeto que podía usar y luego arrojar a la basura… No estoy diciendo que Póstumo lo hiciera todo bien. Era un cuerpo humano y tenía los límites de los cuerpos humanos. Pero había algo en él, algo que era… su negación de sí mismo. Y así quedó listo mi óleo Súcubo. Fue la primera obra que hice con él. ¿Sabe cuál fue la siguiente obra que pintaron con Póstumo después de Súcubo, señor Bosch…? Una Virgen María de Ferrucioli… —Van Obber abrió la boca para reír y Bosch observó sus dientes sucios—. La gente se preguntaría: «¿Cómo puede el mismo lienzo ser pintado como un Súcubo de Van Obber y una Virgen de Ferrucioli?». La respuesta es simple: eso es el arte, señores. Eso es, precisamente, el arte, señores.
Hizo una pausa. Luego agregó:
—Póstumo no está loco, pero tampoco cuerdo. No es malvado ni bondadoso, no es hombre ni mujer. ¿Sabe lo que es Póstumo? Lo que un pintor pinta sobre él. Los ojos de Póstumo están vacíos. Yo les pedía cualquier expresión y ellos me la ofrecían: ira, miedo, rencor, celos… Pero luego, al dejar el trabajo, se apagaban, se vaciaban… Los ojos de Póstumo son vacíos e incoloros como espejos… Vacíos, incoloros, hermosos, como…
Un llanto acuciante descalabró sus palabras. Varios truenos se sucedieron en la pausa que siguió. Empezaba a llover sobre Delft.
Bosch se apiadaba de Van Obber y de sus nervios desquiciados. Supuso que la soledad y el fracaso eran malas compañías.
—¿Dónde cree que puede estar ahora Baldi? —preguntó con suavidad.
—No lo sé. —Van Obber movía la cabeza—. No lo sé.
—Según tengo entendido, abandonó un retrato que usted le hizo a una marchante francesa, Jenny Thoureau, en el año 2004. ¿Era propio de Baldi hacer eso? ¿Dejar un trabajo colgado antes de la fecha indicada en el contrato?
—No. Póstumo cumplía todos sus contratos.
—¿Por qué cree que no cumplió éste?
Van Obber levantó la cabeza y lo miró. Sus ojos seguían húmedos pero había vuelto a recobrar la calma.
—Le diré por qué —murmuró—: recibió una oferta más interesante. Eso es todo.
—¿Lo sabe con seguridad?
—No. Lo sospecho. No volví a verle y no supe nada más de él. Pero vuelvo a repetirle que lo único que le interesaba a Póstumo era el dinero. Si dejó un trabajo, fue porque le ofrecieron otro mejor. Estoy seguro de ello.
—¿Una oferta para otro cuadro?
—Sí. Por eso se marchó. Naturalmente, no me sorprendí: yo era un perdedor, y Baldi era un material demasiado bueno para mí. Servía para algo más que para hacer óleos de Van Obber.
Bosch reflexionó un instante.
—Eso ocurrió hace dos años —dijo—. Si Baldi se marchó para ser pintado en otro cuadro, como usted dice, ¿dónde está ahora ese otro cuadro? A partir del retrato de Jenny Thoureau, no ha vuelto a aparecer su nombre en ningún sitio…
Van Obber guardó silencio. A diferencia de otros momentos similares, a Bosch no le pareció que en esa ocasión su mente se hubiera perdido en vericuetos insondables: era como si se hubiera puesto a reflexionar.
—Está inacabado —dijo de repente.
—¿Qué?
—Si no ha aparecido aún, es porque está inacabado. Es algo lógico.
Bosch meditaba sobre las palabras de Van Obber. Un cuadro inacabado. Era una posibilidad que no se habían planteado ni Wood ni él. Buscaban a El Artista siguiendo dos caminos, dos vías de investigación: que siguiera trabajando o que hubiera abandonado la profesión. Pero hasta entonces no habían pensado siquiera que pudiera estar trabajando en un cuadro que aún no estuviera terminado. Eso explicaría su desaparición y su silencio, por supuesto. Un pintor nunca enseña su obra hasta que no la acaba. Pero ¿quién estaría dedicando tanto tiempo a pintar a Baldi? ¿Qué clase de cuadro pretendía crear?
Cuando Bosch se retiraba, oyó de nuevo la voz de Van Obber desde la butaca.
—¿Por qué quieren encontrar a Póstumo?
—No lo sé —mintió Bosch—. Mi trabajo consiste en encontrarlo.
—Créame, es mejor para todos que Póstumo se haya perdido. Póstumo no es una simple obra de arte: es el arte, señor Bosch. El arte. Sin más.
Y miró a Bosch con sus ojos desmesurados y enfermos mientras agregaba:
—De modo que, si lo encuentra, tenga cuidado. El arte es más terrible que el hombre.
Cuando Bosch salió de la casa de Van Obber, una lluvia gris e inmensa dominaba la ciudad. La belleza de Delft se licuaba ante sus ojos. Deseaba con todas sus fuerzas que Rip van Winkle hubiera detenido realmente a El Artista, pero sabía que no era así. Estaba seguro de que, fuera Póstumo o no, el criminal seguía libre y preparado para actuar durante la exposición.
El Artista salió a la calle por la noche.
En Amsterdam llovía y hacía un poco de frío. El verano había abierto un paréntesis. Mejor así, pensó. Caminó con las manos en los bolsillos, bajo la luz remota de las farolas, dejando que la lluvia lo cubriera de rocío como a una flor. Atravesó el puente del Singelgracht, donde las luces formaban guirnaldas en el agua y las gotas de lluvia círculos concéntricos, y llegó al Museumplein. Recorrió a paso normal los alrededores del silencioso Túnel de Rembrandt. Los policías de guardia en la entrada lo miraron sin concederle demasiada atención. Su aspecto era el de un individuo normal y corriente, y actuaba de acuerdo a eso. Podía ser hombre o mujer. En Munich había sido Brenda y Weiss; en Viena, Ludmila y Díaz. Podía ser muchas personas. Sólo por dentro era una sola. Llegó al extremo final de la herradura y continuó su camino. Accedió a la plaza del Concertgebouw, donde se alzaba la sala de conciertos más importante de Amsterdam. Pero la música había terminado y todo estaba sumido en el silencio. El Artista no llegó a cruzar Van Baerlestraat. En vez de eso, giró a la derecha, hacia el Stedelijk, y comenzó a recorrer el camino inverso, en dirección al Rijksmuseum. Quería explorarlo todo, revisarlo todo. Vallas metálicas le cerraban el paso por ese lado delimitando una zona reservada para el estacionamiento de furgonetas. Se acodó en una de las vallas y contempló la noche.
Un pequeño cartel de «Rembrandt» estaba atado a una farola a pocos pasos de distancia. El Artista lo contempló. La mano del Ángel se abría en las tinieblas, bajo la llovizna.
Leyó la fecha: 15 de julio de 2006. El día siguiente.
15 de julio. En efecto. Mañana seráel día.
Se apartó de la valla, se introdujo por Van de Veldestraat y continuó su camino. La lluvia amainó mientras regresaba de nuevo al Singel.
Mañana, en la exposición.
A su alrededor todo era oscuro y poco estético.
Sólo El Artista parecía pura belleza.