La mujer que avanza con paso enérgico hacia la casa tiene el pelo corto, es muy delgada y viste ropa deportiva de calidad: cazadora, blusa, vaqueros ceñidos y botas; lleva gafas de sol y un pequeño bolso en la mano izquierda. Su actitud envarada no encaja con el apacible lugar que la rodea. A ambos lados del terreno de grava por el que camina se extiende el césped perfectamente cortado, la sombra exacta de algunos árboles y una valla a lo lejos delimitando un prado donde pueden advertirse varios ponis con manchas color café. Más allá, el paisaje forma ondulaciones de colinas, alfombras de pastos crespos de hierba, manchas de matorrales y bosques, todo el ambiente húmedo e infinito de los páramos de Dartmoor al oeste de Inglaterra. La tarde está concluyendo y el sol se inclina a la izquierda de la mujer. La casa hacia la que se dirige posee dos cuerpos: uno alargado, con dos chimeneas y ocho ventanas, y el otro, perpendicular al primero, más pequeño. En la puerta de entrada aguarda una doncella en impecable uniforme. Es más bien obesa y su piel es muy blanca. Sonríe mientras la mujer se acerca, pero ésta no le devuelve la sonrisa. Un pájaro virtuoso, una de esas aves que sin duda intrigarían al naturalista, canta en algún lugar.

—Buenas tardes, señorita. Pase, por favor.

La doncella, risueña, de mejillas coloradas, tenía acento galés. Aunque Wood no contestó, no por eso la doncella perdió un ápice de su aparente felicidad. La casa era confortable y espaciosa; olía a maderas nobles.

—Tenga la bondad de esperar aquí, señorita. El señor la recibirá en seguida.

Era un salón inmenso; se accedía a él bajando por tres peldaños de piedra en semicírculo. Wood los bajó muy despacio, como si estuviera participando en algún espectáculo. Sus botas Ferragamo repicaron sobre la piedra. Por un momento pensó en quitarse las gafas de sol, pero el resplandor de la pared acristalada del fondo le hizo cambiar de decisión. Aquellas gafas Dior hacían juego con su pelo corto sobre el que se había aplicado algunos reflejos en canela. El asesor de belleza del salón al que solía acudir en Oxford Street le había aconsejado conjuntos deportivos en tonos tostados y cremas. Wood eligió una cazadora de fino algodón, una blusa sin cuello con cordones y pantalones ceñidos. El bolso era pequeño, poliédrico y ligero: parecía como si los dedos de su mano izquierda no sostuvieran nada.

Echó un rápido vistazo al lugar mientras esperaba de pie. Sobrio, amplio, cómodo y campestre, decidió. «Tiene más dinero, pero sus gustos no han variado», se dijo. Amplias alfombras indígenas, tresillos en colores discretos, una enorme chimenea y aquella pared de cristal al fondo con una puerta de doble hoja que daba paso a una especie de magnífico jardín del paraíso. Sólo había dos cuadros adornando la sala: uno junto a las puertas acristaladas y otro cercano a la pared de la derecha, más allá de la gigantesca alfombra. Este último era un chico rubio de unos veinte años, desnudo, que se cubría el pubis con las manos. No estaba pintado aunque sí ligeramente imprimado. Respiraba ostensiblemente, parpadeaba con frecuencia y parecía muy pendiente de los movimientos de Wood. Era como si no fuera un cuadro sino un muchacho normal y corriente, atractivo, sin ropa, de pie en la habitación. Se titulaba Retrato de Joe, y era de Gabriel Moritz. Moritz pertenecía a la escuela francesa del natural-humanismo. Wood conocía perfectamente aquella tendencia. El natural-humanismo rechazaba cualquier intento de convertir en arte a una persona, y por lo tanto se oponía frontalmente al hiperdramatismo puro. Para los humanistas los cuadros eran, sobre todo, seres humanos. Sus modelos carecían de pinturas corporales y se mostraban tal como aparecían en la vida cotidiana, desnudos o vestidos, posando casi sin entrar en Quietud. Los natural-humanistas presumían de no ocultar las imperfecciones de un cuerpo: Wood pudo observar la cicatriz de una herida probablemente infantil en la rodilla derecha de Retrato de Joe y la vírgula de una lejana operación de apendicitis. El chico parecía estar un poco harto de exhibirse. Mientras Wood lo observaba, carraspeó, hinchó el pecho y se pasó la lengua por los labios.

El otro cuadro era mejor, pero se inscribía dentro de la misma tendencia. Wood ya lo conocía y no precisó acercarse para leer su título: Muchacha en la sombra de Georges Chalboux. El cuerpo de Muchacha en la sombra era menos agraciado que el del Moritz. Parecía una estudiante universitaria que hubiera decidido gastarle una broma a alguien quitándose toda la ropa y quedándose inmóvil. Los atriles de ambos cuadros ostentaban los implementos característicos del mantenimiento de las obras humanistas: pequeñas bandejas con botellas de agua mineral y galletas que el cuadro podía ingerir en cualquier momento, letreros que podían colgarse de la pared e informaban de que la obra se había ido a descansar o estaba ausente, incluso un cartel que proclamaba: «Esta persona está trabajando de obra de arte. Por favor, respétela».

Wood apartó la vista de los cuadros e hizo balancear el mínimo bolso de un lado a otro mientras paseaba por el salón. Odiaba el arte humanista francés en todas sus ramas: el «sincerismo» de Corbett, el «democratismo» de Gerard Garcet y el «liberalismo absoluto» de Jacqueline Treviso. Cuadros que te pedían permiso para ir al baño o simplemente iban sin pedírtelo, exteriores que corrían a guarecerse si comenzaba a llover, obras que pactaban contigo las horas de trabajo e incluso la postura que debían adoptar, que se metían en tus conversaciones con otras personas, que tenían derecho a quejarse si algo les parecía mal o a pedirte que les dieras un poco si te veían comer cualquier cosa que les gustara. En lo que a ella respectaba, seguía prefiriendo el hiperdramatismo puro.

Oyó un ruido y se volvió. Hirum Oslo se aproximaba por la vereda del jardín cojeando y apoyándose en su bastón. Vestía un jersey y un pantalón en crema y una camisa roja Arrows. Era un hombre alto y apuesto. Su tez oscura contrastaba con los acentuados rasgos anglosajones heredados de su padre. Llevaba el pelo negro corto muy peinado hacia atrás y sus cejas eran densas y expresivas. Wood lo encontró igual que siempre, quizá un poco más delgado, con sus ojos tristes heredados de su madre hindú. Sabía que tenía cuarenta y cinco años, pero aparentaba casi cincuenta. Era un hombre preocupado, atento a todo lo que ocurría a su alrededor, deseoso de descubrir a una persona con problemas para poder tenderle la mano. Aquella profusión de solidaridad lo envejecía, en opinión de Wood: era como si parte de la lozanía de Oslo hubiera sido entregada a los demás.

Caminó hasta la puerta de cristal para recibirle. Oslo le sonrió, pero primero se detuvo a hablar con el cuadro de Chalboux.

—Cristina, puedes descansar cuando te apetezca —le dijo en francés.

—Gracias —sonrió el cuadro con un gesto de la cabeza.

Sólo entonces se volvió hacia Wood.

—Buenas tardes, April.

—Buenas tardes, Hirum. ¿Podríamos hablar sin que hubiera cuadros delante?

—Claro, vamos a mi despacho.

El despacho no estaba en la casa sino en un anexo al otro extremo del jardín. A Oslo le agradaba trabajar en medio de la naturaleza. Wood observó que no había perdido su afición: cultivaba plantas raras y las identificaba con pequeños letreros, como si fueran obras de arte. Mientras dejaba paso a Wood en un tramo más estrecho flanqueado de enormes cactus, Oslo le dijo:

—Estás muy atractiva.

Ella sonrió sin responder. Quizá para evitar el silencio, él añadió con rapidez:

—La retirada de cuadros de Van Tysch en Europa no es por razones de restauración, ¿verdad? ¿Me equivoco al pensar que tiene relación con tu presencia hoy aquí?

—No te equivocas.

Oslo avanzaba con lentitud debido a su cojera, pero la señorita Wood no tenía ningún problema en acomodarse a su paso. Parecía disponer de todo el tiempo del mundo. Las sombras se hicieron más espesas cuando penetraron bajo el frescor de los robles. Un murmullo de agua se dejaba oír desde algún lugar.

—¿Qué tal el viaje? ¿Encontraste mi cubil con facilidad?

—Sí, tomé un avión hasta Plymouth y alquilé un coche. Tus indicaciones fueron exactas.

—Según para quién —opinó Oslo sonriendo—. Hay cerebros que se extravían en cuanto salen de Two Bridges. Hace poco me visitó uno de esos artistas que quieren poner música en sus cuadros. El pobre hombre estuvo dando vueltas durante dos horas.

—Veo que al fin encontraste tu refugio perfecto: un rincón solitario en medio de la naturaleza.

Oslo dudó en interpretar aquellas palabras de Wood en sentido plenamente positivo, pero, a pesar de ello, sonrió.

—Es mucho más agradable que Londres, desde luego. Y el clima es excelente. No obstante, hoy ha amanecido nublado. Si llueve, guardaré los exteriores. Nunca los dejo bajo la lluvia. Por cierto —Wood detectó un extraño cambio en su tono de voz—, te vas a llevar una sorpresa…

Habían llegado al sitio del que procedía el ruido del agua. Era un estanque artificial. De pie en el centro había un exterior.

Tras una pausa durante la cual Oslo intentó en vano explorar los sentimientos de Wood, dijo:

—Es de Debbie Richards. Honestamente, creo que Debbie es una gran retratista. Utilizó una foto tuya. ¿Te molesta?

La chica se hallaba de pie sobre una pequeña plataforma. El corte de pelo a lo garçon era exacto y las gafas Ray Ban muy similares a las que ella usaba, al igual que el traje sastre de minifalda pintado en verde. Había una importante diferencia (Wood no pudo menos que fijarse en aquel detalle): las piernas, desnudas, estaban corregidas y aumentadas. Eran largas y torneadas. Resultaban mucho más atractivas que las suyas. «Pero ya se sabe que un buen pintor siempre te embellece», pensó, cínicamente.

El retrato permanecía inmóvil en la postura en que había sido colocado. Tras él se alzaba una pared de piedra natural y a su derecha runruneaba una pequeña cascada. ¿Quién sería aquella chica tan parecida a ella? ¿O era todo un efecto de la cerublastina?

—Suponía que no te gustaban los retratos con ceru —comentó ella tras un silencio.

La risa de Oslo fue sobria.

—No me gustan, en efecto. Pero en este caso era imprescindible cierto parecido con el original. Lo tengo desde hace un año. ¿Te ha sentado mal que encargara un retrato tuyo? —agregó, mirándola con preocupación.

—No.

—Pues entonces no hablemos más sobre el tema. No quiero hacerte perder tiempo.

El despacho se hallaba en el interior de una pérgola de cristal. A diferencia del salón, era un caos de revistas, ordenadores y libros apilados en inestables columnas. Oslo insistió en despejar un poco la mesa y Wood le dejó hacer en silencio. Sin saber por qué con exactitud, se encontraba aturdida. Nada en su aspecto, sin embargo, lo evidenciaba. Pero los nudillos de la mano que aferraba el bolso estaban blancos.

Aquello había sido un golpe bajo, un maldito golpe bajo. No podría haber sospechado jamás que Oslo todavía quisiera recordarla, y de aquella forma tan romántica. Era algo absurdo, sin sentido. Hacía años que Hirum y ella no se veían. Por supuesto, ambos habían oído hablar del otro con cierta frecuencia, más ella de él. Desde que Hirum Oslo desertara de la Fundación y se convirtiera en el gurú del movimiento natural-humanista, casi no había publicación de arte que no lo mencionara para ensalzarlo o denostarlo. En aquel momento Oslo estaba guardando un manoseado ejemplar de su última obra, Humanismo en el arte HD, que Wood había leído. Durante el viaje en avión se había dedicado a planear la entrevista y había decidido comentarle algunos de los párrafos del libro: de esa forma —pensó— evitarían charlar sobre el pasado. Pero el pasado estaba allí, no había lugar en aquel despacho que no lo contuviera, no existía conversación alguna que lo evitara. Y, para colmo, el inesperado retrato de Debbie Richards. Wood volvió la cabeza y miró hacia el jardín. Divisó el retrato en seguida. «Lo ha colocado de modo que pueda verlo desde su sillón mientras trabaja.» Cuando Oslo terminó de recoger, se enfrentó a aquella pálida y delgada figura de gafas negras. «¿Se habrá enfadado? —pensaba—. Nunca muestra sus verdaderos sentimientos. Nunca sabes lo que realmente tiene por dentro.» Decidió de repente que su presunto enfado no le importaba. Ella era la menos indicada para reprocharle sus recuerdos.

—Siéntate. ¿Quieres tomar algo?

—No, gracias.

—Estoy preparando mi pequeña intervención de la semana que viene. Se va a celebrar una gran retrospectiva de exterioristas franceses. Habrá conferencias y mesas redondas. Pero, además, soy el principal responsable de la conservación de treinta de los cuadros, entre ellos diez menores de edad. Estoy intentando que los menores se exhiban menos tiempo y tengan más sustitutos. Y aún no he recibido los informes de exploración del terreno. Será en el Bois de Boulogne, pero necesito saber exactamente la ubicación. En fin…

Hizo un ademán como pidiendo disculpas por hablar de problemas que sólo a él concernían. Hubo una pausa. Oslo, que luchaba por evitar el incómodo silencio, respiró aliviado cuando Wood habló.

—Te va muy bien como asesor de Chalboux, por lo que veo.

—No puedo quejarme. El natural-humanismo francés comenzó con poco y ahora está de moda en gran parte de Europa. Aquí en Inglaterra aún somos reacios a importarlo, porque predomina la influencia de Rayback. Y también porque tendemos a preocuparnos menos por el prójimo. Pero algunos artistas ingleses ya están cambiando de actitud y se adhieren a la corriente humanista. Han descubierto de repente que pueden hacer grandes obras de arte y, al mismo tiempo, respetar a los seres humanos. No obstante, la situación en general es penosa.

Oslo hablaba en el tono sosegado de siempre, pero Wood podía percibir su emoción. Sabía que el tema le motivaba.

Un instante después, él suavizó su expresión.

—Pero supongo que no has venido desde Londres para interesarte por mis pequeñas responsabilidades. Cuéntame un poco sobre ti, April.

La señorita Wood obedeció con reticencia pero terminó hablando mucho más de lo que había supuesto. Comenzó con un ligero repaso a su vida privada. Su padre estaba en las últimas, le dijo, y la habían llamado urgentemente desde el hospital para advertirle que la muerte podía producirse de un momento a otro. Ella estaba muy ocupada en Amsterdam, pero se había visto obligada —así dijo, «obligada» a trasladarse a Londres durante aquellos días, por si se producía lo peor. Sin embargo, no había perdido el tiempo. Desde su casa de Londres había puesto faxes, enviado y recibido correo electrónico y mantenido conferencias con especialistas de todo el mundo y colaboradores de su equipo. Por último, había decidido contar también con la ayuda de Oslo. «Pero a mí ha preferido venir a verme», pensó él con un repunte de extraña alegría.

—Estamos en crisis, Hirum —concluyó Wood—. Y el tiempo se nos acaba.

—Haré cualquier cosa por ayudarte. Dime qué es lo que ocurre.

Wood lo puso al corriente en menos de cinco minutos. No le contó todo lo que había sucedido, pero dejó que lo imaginara. Tampoco le dijo el título de las obras que habían sido destruidas. Oslo la escuchaba en silencio. Cuando ella terminó, él preguntó de inmediato, en tono angustiado:

—¿Qué cuadros han sido, April?

Wood lo miró un instante antes de responder.

—Hirum, lo que te voy a revelar es absolutamente confidencial, supongo que lo comprendes. Hemos logrado congelar la información. Salvo un pequeño grupo que hemos llamado «gabinete de crisis», nadie sabe nada, ni siquiera las compañías de seguros. Estamos preparando el terreno.

Oslo asentía con sus ojos negros y tristes muy abiertos. Wood le dijo el título de los dos cuadros y, durante un momento, hubo silencio. El murmullo del estanque se oía tamizado por los cristales. Oslo miraba hacia algún punto del suelo. Por fin dijo:

—Dios mío… Esa pequeña niña… Esa chiquilla… No lo lamento tanto por los dos criminales, pero esa pobre chiquilla…

Monstruos era un cuadro tan valioso, o incluso más, que Desfloración, pero Wood conocía perfectamente las teorías de Oslo. No había venido a discutir sobre eso.

—Annek Hollech… —decía Oslo—. Hablé con ella por última vez hace un par de años. Era encantadora pero se sentía perdida en ese mundo terrible de obras humanas. No ha sido sólo ese loco quien la ha asesinado. La hemos matado un poco entre todos. —De repente se volvió hacia Wood—. ¿Quién? ¿Quién puede estar haciendo esto? ¿Y por qué?

—Quiero que me ayudes a saberlo. Se te considera uno de los especialistas más importantes en la vida y la obra de Bruno van Tysch. Quiero que me digas nombres y motivos. ¿Quién puede ser, Hirum? No me refiero a quién está destruyendo los cuadros sino a quién le paga para que sean destruidos. Piensa en una máquina. Una máquina programada para cargarse las obras más importantes del Maestro. ¿Quién tendría motivos para programar una máquina así?

—¿En quién estás pensando tú? —preguntó Oslo.

—Alguien que lo odiara lo suficiente como para querer hacerle mucho daño.

Hirum Oslo se retrepó en el asiento, parpadeando.

—Todo el que ha conocido a Van Tysch lo ama y odia profundamente. Van Tysch consigue producir obras maestras a base de crear estas contradicciones en las personas. Ya sabes que el principal motivo que me distanció de él fue comprobar que sus métodos de trabajo eran crueles. «Hirum —me decía—, si trato a los cuadros como personas, nunca haré con ellos obras de arte.» «Pero a quién se lo estoy diciendo —pensaba Oslo—. Mírala ahí sentada, con ese rostro cincelado en mármol. Dios mío, creo que la única persona que realmente la ha conmovido alguna vez ha sido Bruno van Tysch.»

—Bien es verdad que no puede decirse que la vida le haya ayudado a ser de otra forma. Su padre, Maurits van Tysch, era, probablemente, peor. ¿Sabías que colaboró con los nazis en Amsterdam…?

—He oído algo al respecto.

—Vendió a sus propios compatriotas, a judíos holandeses; los entregó a la Gestapo. Pero lo hizo con habilidad, apenas quedaron testigos. Jamás se pudo demostrar nada en su contra. Supo nadar y guardar la ropa. Incluso hoy día hay quien discute que Maurits fuera colaboracionista. No obstante, en mi opinión, ésa fue la razón de que emigrara al pequeño y pacífico pueblo de Edenburg inmediatamente después de la guerra.

En Edenburg conoció a aquella chica española, hija de exiliados de la guerra civil, y se casaron. Ella era casi treinta años más joven que él, e ignoro qué fue lo que le atrajo de Maurits. Sospecho que Maurits poseía esa cualidad que después su hijo heredaría por triplicado: la de dominar a los demás y convertirlos en marionetas de sus propios intereses. Al año de nacer Bruno, la madre murió de leucemia. Es fácil imaginar cómo terminó de amargar esto el carácter de Maurits. Y escogió a su hijo para desahogarse…

—Era restaurador, tengo entendido.

—Era un pintor frustrado —definió Oslo con un ademán—. Había aceptado aquel trabajo de restauración de lienzos en el castillo de Edenburg, pero su sueño dorado era ser artista. Resultó mediocre en ambos oficios. Solía azotar a Bruno con pinceles, ¿lo sabías?

—No estoy al tanto de la vida de mi jefe —respondió Wood con una breve sonrisa.

—Usaba pinceles de mango muy largo para acceder mejor a algunos de los cuadros colgados en las altas paredes del castillo. Los pinceles que quedaban inservibles por el uso no los tiraba. No creo que los guardara especialmente para azotar a Van Tysch, pero a veces lo hizo.

—¿Te contó eso Van Tysch?

—Van Tysch no me ha contado nada. Es un cofre cerrado. Me lo contó Victor Zericky, su gran amigo de la infancia, su único amigo, quizá, porque Jacob Stein es tan sólo un idólatra. Zericky es historiador y sigue viviendo en Edenburg. Me concedió un par de entrevistas y pude reunir algunos datos.

—Continúa, por favor.

—Todo podría haber acabado aquí: un niño maltratado por su padre que después, tal vez, se hubiera convertido en otro restaurador y otro artista frustrado… Peor aún que Maurits, porque Bruno ni siquiera sabía dibujar bien —Oslo emitió una risita—. Sin embargo, no podemos negarle ese talento a su padre… Zericky me ha enseñado algunas acuarelas de Maurits que Van Tysch le regaló: son muy buenas… Pero entonces vino el milagro, el «cuento de hadas», como dicen los documentales de la Fundación: Richard Tysch, el millonario de Norteamérica, se cruzó en su vida. Y todo cambió para siempre.

Wood estaba tomando algunos datos en una libreta que había sacado del bolso. Oslo hizo una pausa y dejó vagar la mirada por la oscuridad creciente del jardín.

—Richard Tysch fue el hombre que hizo posible que el Maestro se convirtiera en el amo de un imperio. Era un loco, un multimillonario inútil y excéntrico, heredero de una fortuna que dilapidó y de varias empresas del acero que se apresuró a vender en cuanto su padre murió. Había nacido en Pittsburg, pero se creía heredero directo de los Pilgrim Fathers, los pioneros holandeses en Estados Unidos, y le obsesionaba averiguar datos sobre su estirpe. Indagó en el origen de su apellido. Al parecer, los Van Tysch de Rotterdam se dividieron en dos ramas durante el período floreciente de la Compañía de las Indias Occidentales. Un antepasado se trasladó a Norteamérica y de él procedían los Tysch del acero y los negocios. Richard Tysch quería conocer a la «otra rama», la mitad europea de su familia. En aquella época, las únicas dos personas con ese apellido eran el padre de Bruno y su tía Dina, que vivía en La Haya. Tysch viajó a Holanda en 1968 y visitó por sorpresa a Maurits. Tenía previsto hacer un viaje rápido, sin mayor importancia. Charlaría con Maurits sobre arte (se había enterado de que era restaurador), se llevaría algún recuerdo y regresaría a Estados Unidos cargado de fotos y de «raíces» históricas. Pero se encontró con Bruno van Tysch.

Oslo contemplaba las filigranas de la empuñadura de su bastón. Las acarició distraídamente mientras continuaba.

—¿Has visto fotos de Bruno cuando era niño? Era increíblemente atractivo, con su pelo negro espeso, su tez pálida y sus ojos oscuros, una mezcla de latino y anglosajón. Un verdadero pequeño fauno. Tenía fuego en los ojos, ¿no te parece? Victor Zericky afirma, y yo le creo, que era capaz de hipnotizar a la gente. Las niñas del pueblo estaban locas por él, incluso las mayores. Y te aseguro que no pocos hombres lo deseaban. En aquella época tenía trece años. Richard Tysch lo conoció y perdió por completo la razón. Lo invitó a pasar el verano en su mansión de California, y Bruno aceptó. Supongo que a Maurits no le pareció mal, teniendo en cuenta lo generoso que era aquel dios recién llegado del otro lado del Atlántico. A partir de entonces siguieron viéndose cada verano y manteniendo una dilatada correspondencia durante los períodos escolares de Bruno. Van Tysch destruyó esa correspondencia después. Hay quien habla de una relación al estilo Sócrates y Alcibíades, y hay quien aventura cosas más desagradables. Lo único cierto es que, seis años después, Richard Tysch le legó toda su fortuna a Bruno y se disparó su escopeta de caza en la boca. Lo encontraron sentado en un tronco de columna en su palazzo de las afueras de Roma. Su cerebro decoraba los mosaicos de la pared. Actualmente, el palazzo pertenece a Van Tysch, así como el resto de sus propiedades en Europa. Fue un testamento sorprendente, ya puedes imaginarte. Por supuesto, su escasa y mal avenida familia lo impugnó, pero sin éxito. Si a eso añadimos que Maurits había muerto dos años antes, podremos concluir que Bruno, de repente, dispuso de todo el dinero y la libertad del mundo.

Algo distrajo a Oslo y lo interrumpió: dos operarios habían llegado al jardín y ayudaban a la modelo del retrato de Wood a saltar fuera del estanque. Ya había finalizado su exhibición. Oslo estuvo contemplando la operación de retirada de la obra mientras hablaba.

—Hay que reconocer que Bruno supo emplear bien ambas cosas. Viajó por Europa y América y se estableció un tiempo en Nueva York, donde conoció a Jacob Stein. Antes había estado en Londres y París, y trabado contacto con Tanagorsky, Kalima y Buncher. No es extraño que el arte hiperdramático lo entusiasmara: había nacido para ordenarle a otros lo que tenían que hacer. Fue siempre un pintor de personas, incluso antes de que Kalima teorizara sobre el nuevo movimiento. Utilizó su fortuna para convertir el arte HD en el más importante de este siglo. La verdad, le debemos mucho a Van Tysch —agregó Oslo con más cinismo del que pretendía.

—Por este lado no sacaremos nada —dijo la señorita Wood, golpeando la libreta con el lápiz—. Según lo que me cuentas, Van Tysch podría tener tantos enemigos como admiradores.

—En efecto.

—Habrá que enfocarlo de otra manera.

En el jardín, la modelo del retrato de Debbie Richards se había desnudado por completo y uno de los operarios doblaba cuidadosamente la ropa pintada al tiempo que otro le tendía el albornoz. Wood observó el cuerpo de la chica (que incluso descalza era varios centímetros más alta que ella) y se preguntó vagamente si Oslo la veía a ella así de atractiva. Las líneas de la máscara de cerublastina resultaban perceptibles alrededor de su cuello. ¿Cómo sería su verdadero rostro? No lo sabía; no quería saberlo.

Mientras reflexionaba, Wood se quitó las gafas de sol y se frotó los ojos. Oslo pensó: «Dios mío, qué delgada está, qué demacrada». Barruntó que los problemas nerviosos de la señorita Wood en relación con la comida habían aumentado en aquellos últimos años. El «perro guardián» se estaba quedando en los huesos.

Él la había conocido cuando aún era cachorro.

Fue en Roma, en 2001, durante unos cursos sobre cuidado de cuadros exteriores que impartía Oslo en la ciudad. Nunca supo qué le atrajo tanto de aquella chica delgada de apenas veintitrés años. A primera vista parecía sencillo saberlo: April Wood era hermosa, vestía con llamativa elegancia y su cultura e inteligencia resultaban notables. Pero había algo en ella que provocaba el inmediato rechazo de la gente. En aquel tiempo trabajaba como directora de Seguridad para Ferrucioli y, pese a que ya era rica, vivía sola y carecía de amigos íntimos. Oslo creyó descubrir qué era lo que la marginaba: un odio lento y profundo como un veneno subterráneo. La señorita Wood derramaba odio por todos sus poros.

Con la infinita paciencia que le caracterizaba a la hora de ayudar a los demás, Oslo se propuso ofrecerle el antídoto adecuado. Logró reunir algunos datos sobre su vida. Supo que su padre, un marchante inglés afincado en Roma, había presionado a April cuando era adolescente para que se hiciera lienzo. Y supo que ella estaba en tratamiento por un problema de anorexia nerviosa que venía arrastrando desde la época en que su padre quería hacer de ella una obra de arte a toda costa. «Llamaba a varios pintores mediocres para que me abocetasen desnuda —le confesó April un día—. Luego tomaba fotos y las enviaba a los grandes maestros. Pero descubrí a tiempo que no tenía paciencia para ser lienzo. Entonces me dediqué a protegerlos.» Sin embargo, para ella, «proteger cuadros» significaba exactamente eso. Era como si no los considerara seres humanos. Las discusiones entre ellos a este respecto eran frecuentes. Entonces Oslo comprendió que el peor veneno de Wood era Wood. Un antídoto contra aquel veneno sólo habría logrado hacerle más daño.

Cuando Wood entró en la Fundación como flamante directora de Seguridad, la distancia que los separaba aumentó. En 2002 los encuentros se espaciaron más y en 2003 la ausencia tendió su frío relente sobre ambos. La palabra «fin» no se había pronunciado nunca. Seguían siendo amigos, pero sabían que todo lo que había existido entre ellos había terminado.

Él creía que todavía la amaba.

Wood dejó las gafas sobre el escritorio y lo miró.

—Hirum, seré sincera contigo: estoy en desventaja frente al tipo que destruye los cuadros.

—¿En desventaja?

—Alguien de nosotros lo ayuda. Alguien de la Fundación.

—Dios mío —murmuró Oslo.

Durante un ligerísimo instante, una débil fracción de segundo, a él le pareció que ella se convertía de nuevo en una niña. Oslo sabía que detrás de aquella fortaleza inexpugnable se escondía, temerosa, una pobre y solitaria criatura que asomaba de vez en cuando a su mirada, pero comprobarlo en aquel momento lo sobresaltó. Sin embargo, el instante pasó pronto. Wood volvió a tensar las riendas de su rostro. Ni siquiera con cerublastina podría elaborarse una máscara más perfecta que las facciones reales de la señorita Wood, pensaba Hirum Oslo.

—Ignoro quién puede ser —prosiguió ella—. Quizás alguien comprado por un grupo de la competencia. En todo caso, capaz de suministrar información privilegiada sobre turnos de agentes de custodia, lugares de confinamiento y cosas así. Estamos vendidos, Hirum, por dentro y por fuera.

—¿Lo sabe Stein?

—Fue al primero a quien se lo conté. Pero se negó a ayudarme. Ni siquiera va a intentar que la próxima exposición se suspenda. Ni Stein ni el Maestro quieren inmiscuirse en el asunto. El problema de trabajar para grandes artistas es que tienes que averiguarte la vida por ti mismo. Ellos están a otra altura, en otro nivel. Me consideran un perro guardián, incluso me llaman así, y no les censuro: ése es exactamente mi oficio. Hasta ahora se han mostrado satisfechos conmigo. Pero ahora estoy sola. Y necesito ayuda.

—Me has tenido siempre, April, y me tienes ahora.

Se oyeron risas procedentes del jardín. Eran jóvenes de ambos sexos. Se acercaban a la pérgola hablando y riendo, como una excursión de estudiantes. Vestían ropa deportiva y llevaban bolsas al hombro pero las pieles brillaban tersas como espejos pulidos bajo las recientes luces eléctricas que habían comenzado a encenderse entre los árboles. La aparición fue casi sobrenatural: ángeles de cuerpos delineados, seres de un universo remoto del que Hirum Oslo y April Wood se consideraban desterrados y a los que era muy difícil mirar sin añoranza. Tras disculparse con Wood, Oslo se levantó y abrió la puerta del despacho.

Wood comprendió de inmediato que se trataba de un ritual diario: los cuadros de Oslo se despedían así de su dueño. Reconoció al Chalboux y al Moritz entre ellos. Oslo les hablaba y sonreía. Bromeaba. Ella pensó en su propia casa de Londres. Tenía más de cuarenta obras y casi la mitad de adornos humanos. Algunos eran tan caros que seguían posando incluso cuando se ausentaba, aunque permaneciera fuera durante semanas. Pero Wood no cruzaba ni dos palabras con ninguno. Apagaba sus cigarrillos sobre Ceniceros que eran hombres desnudos, encendía Lámparas adolescentes de sexo depilado y virgen, dormía junto a un óleo formado por tres jóvenes pintados de azul en perenne equilibrio, se aseaba al lado de dos muchachas arrodilladas que sostenían con la boca jaboneras de oro, y en ningún momento, ni siquiera cuando por fin se marchaban a descansar tras una jornada completa de trabajo en su casa, se le había ocurrido hablarles. Sin embargo, Oslo se relacionaba con sus cuadros como si fuera un padre cariñoso.

Tras despedirse de sus lienzos, Hirum Oslo regresó al asiento y encendió la lámpara del escritorio. La luz destelló en los ojos fríos y azules de Wood.

—¿A qué hora tienes que irte? —preguntó.

—A la que quiera. Tengo un avión privado esperándome en Plymouth. Y si no quiero conducir, puedo llamar a un chófer para que me recoja. No te preocupes por eso.

Oslo juntó las yemas de los dedos. Su semblante reflejaba preocupación.

—Has pensado en la policía, imagino.

La sonrisa de Wood estaba lastrada por el cansancio.

—Ese tipo tiene detrás a la policía de Europa entera, Hirum. Recibimos ayuda de organismos y departamentos de defensa que sólo se ponen en marcha en casos muy concretos, cuando está en juego la seguridad o el patrimonio cultural de los países miembros. La globalización ha dejado muy anticuados los métodos de Sherlock Holmes, supongo, pero yo soy de las que prefieren los métodos anticuados. Además, los informes de estos sistemas van a parar al gabinete de crisis, y estoy convencida de que uno de los miembros de ese gabinete es el tipo que colabora con nuestro hombre. Pero lo peor de todo es que no dispongo de tiempo. —Hizo una pausa y añadió—: Sospechamos que va a intentar destruir uno de los cuadros de la nueva colección, y lo hará ahora, durante la exposición. Quizá dentro de una semana o de dos, tal vez antes. Puede que incluso ataque el mismo día de la inauguración. No va a esperar mucho más. Hoy es martes 11 de julio, Hirum. Quedan cuatro días. Estoy de-ses-pe-ra-da. Mis hombres trabajan día y noche. Hemos diseñado planes de protección muy complejos, pero ese tipo también tiene un plan, y nos esquivará como nos ha esquivado antes. Va a cargarse otro cuadro. Y yo tengo que impedirlo.

Oslo meditó un instante.

—Descríbeme un poco su modus operandi.

Wood le contó el estado en que habían sido encontrados los cuadros y el uso del cortalienzos. Y añadió:

—Graba la voz de los lienzos diciendo cosas curiosas que, suponemos, les obliga a leer. Te he traído copias escritas de ambas grabaciones.

Sacó unos papeles doblados del bolso y se los entregó. Cuando Oslo terminó de leer, el jardín estaba a oscuras y en silencio.

—«El arte que sobrevive es el arte que ha muerto» —reflexionó—. Es curioso. Parece una declaración de principios sobre el arte hiperdramático. Tanagorsky decía que el arte HD no sobreviviría porque estaba vivo. Puede parecer una paradoja, pero así es: se hace con personas de carne y hueso, y por tanto es efímero.

Wood había abandonado la libreta de notas y se inclinaba hacia adelante apoyando los codos en la mesa.

—Hirum, ¿crees que estas frases evidencian un conocimiento artístico profundo?

Oslo enarcó las cejas y reflexionó antes de responder.

—Es difícil determinarlo, pero creo que sí. «El arte también es destrucción —dice en otro momento—. Antes era sólo eso.» Y cita a los artistas de las cavernas y luego a los egipcios. Yo lo interpreto de esta forma: hasta el Renacimiento, hablando grosso modo, los artistas trabajaron para la «destrucción» o para la muerte: bisontes en las cuevas, figuras en las tumbas, estatuas de dioses terroríficos, descripciones medievales del infierno… Pero a partir del Renacimiento el arte comenzó a trabajar para la vida. Y así continuó hasta la segunda guerra mundial, lo creas o no. A partir de ese conflicto, hubo un repliegue de las conciencias, por así decirlo. Los pintores perdieron la virginidad, se hicieron pesimistas, dejaron de creer en su propio oficio. Aún en pleno siglo XXI seguimos padeciendo esas consecuencias. Todos nosotros somos herederos de esa guerra espantosa. He aquí la herencia de los nazis, April. He aquí lo que los nazis consiguieron…

La voz de Oslo había perdido intensidad. Era sombría como el anochecer que los rodeaba. Hablaba sin mirar a Wood, con la vista fija en el escritorio.

—Siempre hemos pensado que la humanidad era un mamífero capaz de lamerse sus propias heridas. Pero en realidad somos delicados como un gran cuadro, una hermosa y terrible pintura mural que lleva creándose a sí misma desde hace siglos. Eso nos vuelve frágiles: los arañazos sobre el lienzo de la humanidad son difíciles de reparar. Y los nazis rasgaron la tela hasta hacerla jirones. Nuestras convicciones se hicieron trizas y sus fragmentos se desperdigaron por la historia. Ya no había nada que hacer con la belleza: sólo añorarla. Ya no podíamos regresar a Leonardo, Rafael, Velázquez o Renoir. La humanidad se convirtió en un superviviente mutilado con los ojos abiertos hacia el horror. He ahí el verdadero logro de los nazis. Los artistas aún sufren esa herencia, April. En este sentido, sólo en este sentido, puede decirse que Hitler ha ganado la guerra para siempre.

Elevó sus ojos tristes hacia Wood, que lo escuchaba en silencio.

—Como me ocurría en la universidad, hablo demasiado —dijo sonriendo.

—No. Sigue, por favor.

Oslo observaba la empuñadura de su bastón mientras proseguía.

—El arte siempre fue muy sensible a los vaivenes históricos. La pintura de posguerra se deshizo; los lienzos estallaron en colores fuertes, se resolvieron en una revolución enloquecida de cosas amorfas. Los movimientos, las tendencias, resultaban efímeras. Un pintor llegó a afirmar, con razón, que las vanguardias sólo eran la materia con que se elaboraba la tradición del día siguiente. Aparecieron las action paintings, los encuentros y las acciones, el pop art y el arte inclasificable. Las escuelas nacían y morían. Cada pintor se convirtió en su propia escuela y la única regla admisible era no acatar ninguna regla. Entonces nació el hiperdramatismo, que, en cierto modo, se relaciona con la destrucción más que ningún otro movimiento artístico.

—¿De qué forma? —preguntó Wood.

—Según Kalima, el gran teórico del HD, lo humano no sólo es contrario al arte, sino que lo anula. Lo dice textualmente en sus libros, no me lo estoy inventando. Para expresarlo en términos simples: una obra HD es tanto más artística cuanto menos humana sea. Los ejercicios hiperdramáticos tienden a ese fin concreto: despojar al modelo de su condición de persona, sus convicciones, su estabilidad emocional, su firmeza, arrebatarle la dignidad para transformarlo en una cosa con la que poder hacer arte. «Debemos destruir al ser humano para crear la obra», dicen los hiperdramatistas. He aquí el arte de nuestra época, April. He aquí el arte de nuestro mundo, de nuestro nuevo siglo. No sólo han acabado con los seres humanos: también han acabado con todas las otras artes. Vivimos en un mundo hiperdramático.

Oslo hizo una pausa. Wood volvió a pensar, inexplicablemente, en el retrato de Debbie Richards. En aquella mujer más atractiva que ella a quien Hirum conservaba en su casa para recordarla a ella.

—Como suele suceder —prosiguió Oslo—, esta tendencia salvaje ha desencadenado reacciones opuestas. Por un lado, aquellos que opinan que hay que alcanzar el extremo máximo y degradar a la persona hasta límites inconcebibles: así nacieron los art-shocks, las hipertragedias, los animarts, la artesanía humana… Y el colofón de todo, la degradación suprema: el aberrante arte manchado… Por otro lado, los que consideran que pueden crearse obras de arte con los seres humanos sin degradarlos ni humillarlos. Y así nació el natural-humanismo. —Alzó las manos y sonrió—. Pero no quiero hacer proselitismo.

—Por lo tanto —dijo Wood—, el que escribió esto estaba pensando en términos hiperdramáticos, ¿no es cierto?

—Sí, pero hay frases extrañas. Por ejemplo, la que concluye ambos textos: «Si las figuras mueren, las obras perduran». No entiendo de qué manera una obra HD puede perdurar si sus figuras mueren. Eso es llevar al extremo la paradoja de Tanagorsky. Son textos confusos, me gustaría analizarlos más despacio. En cualquier caso, no creo que debamos tomarlos al pie de la letra. Recuerdo que, en Alicia, Humpty-Dumpty afirmaba que podía dotar a sus palabras del significado que le diera la gana. Aquí ocurre algo parecido. Sólo su autor sabe qué es lo que ha querido decir con todo esto.

—Hirum —intervino Wood tras una pausa—, he leído que Desfloración y Monstruos están considerados cuadros muy especiales en la obra de Van Tysch. ¿Por qué?

—En efecto, son cuadros que se separan del resto de su producción. Van Tysch dice en su Tratado de pintura hiperdramática que Desfloración se basa en una visión que tuvo cuando niño, mientras acompañaba a su padre al castillo de Edenburg. Maurits quería que Bruno observara su trabajo para que aprendiera pronto el oficio. Bruno solía acompañarlo todos los veranos, en las vacaciones escolares, y recorrían juntos un camino flanqueado de flores. Había un macizo de narcisos de las nieves en uno de los tramos, y un día Van Tysch creyó ver a una niña de pie sobre los narcisos. Puede que la viera realmente, pero él piensa que sólo fue un sueño. Lo cierto es que Desfloración se convirtió para él en un símbolo de su niñez. El olor a bosque lluvioso que desprende la obra…, que desprendía la obra… hace referencia a la tormenta de verano que cayó sobre Edenburg el día en que tuvo la visión. —Oslo hizo una mueca repentina—. Yo conocí a Annek cuando Van Tysch estaba pintando ese cuadro con ella. La pobre niña creía que Van Tysch la apreciaba. Y él utilizaba esos sentimientos para su obra, claro.

Hizo una pausa. Wood lo observaba desde las sombras.

—Con Monstruos quiso representar a Richard Tysch, y quizá también a Maurits. Por supuesto, los hermanos Walden no se parecían ni por asomo a ellos, pero se trataba de una caricatura, una especie de venganza artística contra los seres que más habían influido en su vida. Eligió a una pareja de sicópatas y colgó sobre sus cuellos un historial delictivo que aún no ha podido ser comprobado del todo. Los Walden eran capaces de muchas cosas, pero probablemente Van Tysch los hizo aparecer más perversos de lo que eran aprovechando la popularidad del juicio en el que fueron acusados de la muerte de Helga Blanchard y su hijo. De este modo, la comparación entre los personajes del cuadro y los de su pasado esconde, quizás, otro matiz. Tal vez Van Tysch quiere decirnos que ni Richard Tysch ni Maurits fueron seguramente tan malvados y perversos, pero que él los recuerda así, y así los pintó: deformes, grotescos, pederastas, criminales y similares el uno al otro. Éste es el único nexo que une Monstruos con Desfloración: el pasado. Ningún otro cuadro suyo se relaciona tan directamente con su vida.

—¿Y en «Rembrandt»? —Wood se inclinó hacia adelante en el asiento—. ¿Conoces la descripción de los cuadros de la nueva colección?

—Algo he oído hablar, como casi todos los críticos.

—Te he traído un catálogo con la información más reciente —dijo ella sacando un folleto de color negro del bolso. Lo desplegó sobre la mesa—. Aquí viene una descripción somera de cada obra. Son trece. Necesito que me digas cuál de estos cuadros podría ser, en tu opinión, uno de esos tan especiales relacionados con el pasado de Van Tysch.

—Es imposible decir nada al respecto basándome en la descripción de un catálogo, April…

—Hirum: a lo largo de esta última semana, en Londres, no he cesado de enviar este catálogo a todos los rincones del planeta. He hablado con decenas de críticos de los cinco continentes y he elaborado una lista. Todos me han dicho lo mismo que tú y a todos he tenido que insistirles, aunque sólo a ti te he contado la verdad. A regañadientes, cada uno me ha dado su opinión. Necesito añadir tu opinión a esa lista.

Oslo la contemplaba, conmovido por la frenética ansiedad que percibía en sus ojos. Reflexionó un instante antes de responder.

—Es muy difícil saber si habrá algún cuadro así en «Rembrandt». Creo que se trata de una colección bastante distinta de «Monstruos», de igual forma que ésta lo fue de «Flores». En apariencia, es un homenaje a Rembrandt en el cuatrocientos aniversario de su nacimiento. Pero debemos tener en cuenta que Rembrandt era el artista que más le gustaba a Maurits, y quizá por eso mismo, por tratarse del pintor preferido de su odiado padre, está llena de detalles grotescos. En Lección de anatomía, por ejemplo, en lugar de un cadáver hay una mujer desnuda y sonriente, y los estudiantes parecen a punto de arrojarse sobre ella. En Los síndicos están representados los maestros y colegas de Van Tysch: Tanagorsky, Kalima y Buncher… La novia judía puede que haga referencia al colaboracionismo de su padre durante la guerra; se comenta, incluso, que ha disfrazado a la modelo femenina como una imagen de Ana Frank… El Cristo en la cruz es una especie de autorretrato… El modelo, Gustavo Onfretti, está disfrazado como Van Tysch y colgado de la cruz… En fin, que en «Rembrandt» casi todos los cuadros se relacionan directamente con Van Tysch y con su mundo de una manera grotesca…

—Pero ese tipo destrozará sólo uno —replicó Wood—. Necesito saber cuál es.

Oslo desvió la vista de aquellos ojos implorantes.

—¿Y qué harás si te digo una probabilidad entre trece? Protegerás más ese cuadro, ¿no es cierto? ¿Y si me equivoco? ¿Tendré que aceptar la responsabilidad de una muerte? ¿De varias muertes, quizá?

—No serás el responsable de nada. Ya te he dicho que estoy recabando la opinión de expertos en todo el mundo y optaré por el cuadro que consiga más votos.

—¿Por qué no le preguntas a Van Tysch?

—No ha querido recibirme —replicó Wood—. El Maestro es inaccesible. Además, ni siquiera le han contado nada sobre la destrucción de Desfloración y Monstruos. Está situado en su cima privada, Hirum. No voy a poder acercarme a él.

—¿Y si la mayoría de los expertos se equivoca?

—Aun así, no ocurrirá nada. No voy a arriesgar la obra original.

De improviso, fue Hirum Oslo quien se sintió nervioso. Mientras observaba el rostro de Wood iluminado por el flexo cayó en la cuenta de lo que ella pretendía. Todo su cuerpo se puso en tensión.

—Espera un momento. Ahora te entiendo. Vas a… Vas a colocar una copia como cebo a disposición de ese loco… Una copia del cuadro que obtenga más votos…

Hubo una pausa. A Oslo le resultó evidente que había dado en el clavo.

—Ésa es tu idea, ¿verdad? ¿Y qué ocurrirá con la copia? Sabes perfectamente que estamos hablando de seres humanos…

—La protegeremos —dijo ella.

De repente Oslo percibió que no era sincera.

—No, no la protegerás. No te serviría de nada si la protegieras… Quieres usarla como cebo. Quieres tenderle una trampa. ¡Vas a entregarle a un sicópata una o varias personas inocentes para salvar a otras!

—Una copia de un cuadro de Van Tysch apenas vale quince mil dólares en el mercado, Hirum.

Oslo sentía que la vieja furia comenzaba a dominarlo.

—¡Pero son personas, April! ¡La copia son personas, igual que el cuadro original!

—Pero no valen nada con respecto al arte.

—¡El arte no significa nada frente a las personas, April!

—No quiero discutir, Hirum.

—¡Todo el arte del mundo, todo el maldito arte del mundo, desde el Partenón a la Mona Lisa, desde el David a las sinfonías de Beethoven, es basura en comparación con la más insignificante de las personas! ¿Es que no eres capaz de comprenderlo?

—No quiero discutir, Hirum.

Allí estaba ella, pensó Oslo, allí estaba ella, impávida, y el mundo seguiría rodando en la misma dirección. Defendamos la herencia del mundo, decía ella, defendamos las grandes creaciones humanas, pirámides, esculturas, lienzos, museos, elaboradas sobre cadáveres, huesos sobre huesos. Protejamos el patrimonio de la injusticia. Compremos esclavos para arrastrar bloques de granito. Compremos esclavos para pintar sus cuerpos. Para fabricar Ceniceros, Lámparas y Sillas. Para disfrazarlos de animales y hombres. Para destruirlos según su precio en el mercado. Bien venidos al siglo XXI: la vida se acaba, pero el arte persiste. Es un consuelo.

—No voy a colaborar en una injusticia —dijo Oslo.

La señorita Wood, de forma imprevista, sonrió.

—Hirum: tú has visto muchas obras de Van Tysch a lo largo de tu vida y sabes que una copia no puede compararse, artísticamente hablando, con un original del Maestro, ¿no es cierto? —Oslo asintió—. Ahora bien, afirmas que la copia y el original son seres humanos, y yo te doy la razón. Precisamente por eso, porque el material es el mismo, el valor difiere. Y a la hora de las grandes decisiones, uno debe inclinarse por aquello que vale más. No quiero discutir, ya te lo he dicho, pero te pondré un ejemplo muy típico. Se quema tu casa y únicamente puedes salvar una sola obra. ¿Salvarías Busto de Van Tysch o una copia de Busto? En ambos casos estamos hablando de una niña de once o doce años de edad. Pero ¿a cuál de las dos niñas salvarías, Hirum? ¿A cuál de las dos?

Hubo un largo silencio. Oslo se pasó la mano por la frente empapada de sudor. Wood añadió, con una nueva sonrisa:

—Ésta es la clase de «injusticia» en la que te propongo que colabores.

—No has cambiado —dijo entonces Oslo—. No has cambiado, April. ¿Qué es lo que quieres impedir en realidad? ¿La pérdida de un cuadro o la de tu confianza en ti misma?

—Hirum.

Aquella voz susurrante y eléctrica. Aquel murmullo gélido que te paralizaba como la bífida burla de una serpiente paraliza a su pequeña víctima. Wood se inclinó hacia adelante como si su cuerpo hubiera perdido el centro de gravedad. Habló con extrema lentitud, en un tono que hizo que Oslo se removiera en el asiento.

—Hirum, si quieres ayudarme, dime tu jodida opinión de una puta vez.

Tras una pausa, inalterable, con los ojos de cuarzo azul clavados en Oslo, Wood agregó:

—Discúlpame por esta visita apresurada, Hirum. En realidad, ya me has ayudado mucho. No tienes por qué seguir haciéndolo.

—No, espera, dame el catálogo. Lo estudiaré y te llamaré mañana. Si encuentro un cuadro más probable que los otros, te lo diré.

Dudó un instante antes de proseguir, como si valorara la utilidad de obtener aquella débil promesa de una persona que miraba como ella miraba y hablaba en aquel tono terrible.

—Prométeme que intentarás que nadie resulte perjudicado, April.

Ella asintió y le entregó el catálogo. Después se levantó y Oslo la acompañó de regreso a la casa.

La noche se cernía sobre el mundo.

El paisaje son manos que se abren en las tinieblas, como intentando atrapar algo. Penden de las farolas, se adhieren a las paredes y la caja acorazada de los tranvías, ondean en las arcadas de los puentes que cruzan los canales. Es la imagen elegida para la publicidad de «Rembrandt», la mano del Ángel de Jacob lucha contra el ángel, el cuadro que se presentará a la prensa en el Viejo Atelier ese mismo día, jueves 13 de julio, la obra que abrirá el fuego de la exposición más asombrosa de la década.

Bosch pensaba, estremecido, que no podían haber encontrado un símbolo más apropiado. Él sabía que existía otra mano tendida en la oscuridad esperando atrapar algo. Conforme transcurrían los días, los temores de Wood habían ido cobrando más consistencia dentro de él. Si antes albergaba alguna duda sobre la posibilidad de que El Artista atacara «Rembrandt», ahora ya no dudaba. Estaba convencido de que el criminal se hallaba allí, en Amsterdam, y que había preparado una estrategia. Destruiría uno de los cuadros, a menos que ellos encontraran alguna forma de detenerlo. O de proteger la obra en cuestión. O de tenderle una trampa.

Gruesos nubarrones alfombraban el cielo cuando Bosch llegó al Nuevo Atelier aquella mañana de jueves. Por encima del tejado del museo Stedelijk podían advertirse los negros picos de los telones que constituían el «Túnel de Rembrandt», como la prensa había bautizado a la carpa de exhibición instalada en la explanada del Museumplein. El día era fresco, pese al verano. Bosch recordó que el pronóstico meteorológico anunciaba lluvia para el sábado, el día de la inauguración. «Lluvia, sí, y también rayos y truenos», pensaba. Al entrar en su despacho comprobó que todos los teléfonos tenían mensajes sin contestar, pero no pudo atender a ninguno porque le esperaban Alfred van Hoore y Rita van Dorn con un disco CD-ROM y unas ganas impresionantes de contar cosas y, en el caso del primero, mostrar sus nuevas simulaciones informáticas. Tanto Van Hoore como Rita llevaban pegatinas de la exposición en la solapa de sus chaquetas: una mano de Ángel diminuta tendida sobre la palabra «Rembrandt». A Bosch aquellas pegatinas le parecieron ridículas, pero se guardó de hacer ningún comentario. Sus dos colaboradores mostraban sonrisas de satisfacción por la buena marcha de las medidas de seguridad durante la presentación a la prensa del día anterior. Stein los había felicitado. Ambos parecían conscientes de su mérito. Bosch los miraba con cierta piedad.

—Me gustaría que te fijaras en este esquema, Lothar —decía Van Hoore señalando el esqueleto tridimensional del Túnel en el ordenador—. ¿Ves algo que te llame la atención?

—Esos puntos rojos.

—Exacto. ¿Sabes lo que son?

Bosch se removió en el asiento.

—Imagino que las salidas de emergencia del público.

—Exacto. ¿Y qué opinas sobre ellas?

—Alfred, por favor, dímelo tú. Voy a tener una mañana horrible. No estoy para examinarme.

Rita sonrió en silencio. El joven Van Hoore parecía ofendido.

—Hay pocas salidas de emergencia para los cuadros, Lothar. Hemos pensado más en el público, pero vamos a plantear un caso extremo. Un incendio.

Golpeó una tecla y el espectáculo comenzó. Van Hoore contemplaba la pantalla con la misma expresión de orgullo —pensaba Bosch— que Nerón la destrucción de Roma. En pocos segundos el Túnel tridimensional quedó envuelto en llamas.

—Ya sé que los telones no son inflamables y que Popotkin asegura que las luces de claroscuro no producen cortocircuitos como las lámparas normales. Pero vamos a imaginar que, pese a todo, se produce un incendio…

Igor Popotkin era el físico diseñador de las luces de claroscuro. También era poeta y pacifista, como muchos científicos rusos formados en la era de la glasnost y la perestroika. Stein decía que en un par de años le darían el Nobel de algo, aunque no se atrevía a imaginar de qué. Bosch había visto a Popotkin en un par de ocasiones durante sus visitas a Amsterdam. Era un viejecillo de rostro bovino. Le encantaba fumar hierba y se había recorrido todos los coffee-shops del Barrio Rojo coleccionando bolsitas.

—¿Qué crees que pasaría si hubiera un incendio, Lothar?

—Que la huida del público estorbaría la evacuación de los cuadros —dijo Bosch, entregado por completo al interrogatorio.

—Exacto. Y por lo tanto, la solución, ¿cuál sería?

—Hacer más salidas.

La expresión de Van Hoore tenía aires de falsa compasión, como la del presentador de concurso que advierte una respuesta errónea.

—No hay tiempo para eso. Pero se me ha ocurrido algo. Uno de los equipos de Seguridad estará destinado a evacuación de obras en caso de catástrofe. Mira.

Aparecieron monigotes en camisa y pantalones blancos y chaleco verde.

—Los llamo Personal de Emergencia Artística —explicó Van Hoore—. Se situarán en los puntos de recogida en el centro de la herradura del Túnel, con furgonetas especiales preparadas para alejarse a toda velocidad cargadas con los cuadros, si hubiera necesidad de ello.

—Fantástico, Alfred —atajó Bosch—. De veras. Me gusta. Es una solución perfecta.

Cuando el incendio de Van Hoore se extinguió le tocó el turno a Rita. Se limitó a repetir lo que ya se había decidido. La recogida la efectuarían siempre los mismos hombres identificados. En el Túnel habría una patrulla de Seguridad cada cien metros; llevarían linternas e irían armados, pero no encenderían ninguna luz salvo en caso de emergencia. Se colocarían tres dispositivos de frontera en el acceso con los instrumentos usuales: rayos X, puertas magnéticas y analizadores rápidos de imágenes. Los paquetes y maletas tendrían que dejarse a la entrada. Estaría prohibido introducir carritos de bebé. Con los bolsos no se podría hacer nada, salvo registrar al azar a las personas sospechosas, pero la probabilidad de que alguien lograra introducir un objeto peligroso en un bolso y no fuera detectado por ninguno de los filtros era menor del cero, coma, ocho por ciento. En el hotel de confinamiento (cuyo nombre, por supuesto, no se haría público) se efectuaría una vigilancia constante con tres agentes por cada cuadro. Los agentes que permanecieran en el interior de las habitaciones se incorporarían cada mañana después de un riguroso análisis de huellas y voz. Llevarían tarjetas de un solo uso con códigos que se renovarían diariamente, así como armas convencionales y muñequeras de descarga eléctrica.

—Por cierto —dijo Rita—, ¿a qué se debe este cambio de última hora en la lista de los agentes de servicio, Lothar?

—Soy yo el responsable, Rita —repuso Bosch—. Traeremos agentes nuevos de nuestra sede en Nueva York. Vendrán mañana.

Alfred y Rita se miraban, indecisos.

—Una medida adicional de seguridad —zanjó Bosch. Intentó mostrarse natural, porque no quería que sospecharan que les estaba ocultando cosas. Ni Van Hoore ni Rita sabían nada sobre la existencia de El Artista ni sobre los planes que April y él habían estado elaborando en común.

—Será la exposición más protegida de la historia del arte —sonrió Rita—. No creo que tengamos que preocuparnos tanto.

Asomó en ese instante su picuda cabeza Kurt Sorensen. Lo acompañaba Gert Warfell.

—¿Tienes un momento, Lothar?

«Claro, adelante», pensaba Bosch. Alfred y Rita hicieron sus bártulos y fueron sustituidos con rapidez vertiginosa por los recién llegados. Mantuvieron una mareante discusión acerca de la seguridad de las diversas personalidades que pensaban visitar el Túnel. Ninguno de los tres quiso hacer referencia al problema que más angustiaba a Bosch hasta el final. Sorensen dijo entonces:

—¿Atacará? ¿No atacará?

Warfell y Bosch se miraron, evaluando sus ansiedades respectivas. Bosch comprobó que Warfell parecía mucho más tranquilo y confiado que él.

—No atacará —dijo Warfell—. Se esconderá en la madriguera durante una temporada. Rip van Winkle lo tiene agarrado por las pelotas.

«Es él quien nos tiene a nosotros —pensó Bosch, mirándolos con desconfianza—. Y quizá lo esté ayudando uno de vosotros dos.» Bosch había perdido la poca esperanza que aún le quedaba en aquel sistema después de leer los primeros informes. En ellos se ofrecían tres clases de «resultados»: un perfil sicológico de El Artista, un perfil operacional y lo que se denominaba en el misterioso argot de Rip van Winkle «una poda», es decir, una eliminación de caminos accesorios. El perfil sicológico había sido trazado por más de veinte expertos trabajando aisladamente. Coincidían en una sola cosa: El Artista seguía los patrones clásicos del sicópata. Se trataba de un individuo frío, inteligente, incapaz de doblegarse a la autoridad. Los mensajes que obligaba a leer a las obras inducían a pensar que podía ser un pintor frustrado. A partir de ahí las opiniones diferían: su verdadero sexo no estaba claro, tampoco su orientación sexual; se hablaba de un solo individuo o de varios. El perfil operacional era más ambiguo. No se había logrado aún una cohesión satisfactoria entre las autoridades de fronteras de los países miembros. Se estaban revisando todos los casos de documentación falsa detectados por la policía en las últimas semanas, pero algunos países se mostraban reticentes a aportar sus datos. Descripciones de Brenda y de la Indocumentada obraban en poder de los agentes de aduanas, pero era imposible arrestar a alguien sólo por su parecido con un retrato informático. Se investigaba a todas las empresas fabricantes de cerublastina. Se rastreaba el movimiento de grandes sumas de dinero de una cuenta a otra en todos los bancos europeos, ya que se suponía que El Artista contaba con una economía desahogada. Los proveedores y fabricantes de las cintas estaban siendo interrogados.

Por último venía la «poda». Era lo más deprimente. Ciertos interrogatorios a modelos expertos en cerublastina habían sido realizados de manera especial. Bosch ignoraba lo que ocurría durante estos interrogatorios «especiales», pero las personas interrogadas desaparecían para siempre. El Hombre Clave lo había anunciado: habría víctimas, «inocentes pero necesarias». Rip van Winkle avanzaba a ciegas, como un leviatán demente, pero intentaba borrar las huellas que dejaba a su paso: los interrogatorios «especiales» no podían, de ninguna manera, hacerse públicos.

Bosch comprendía que se trataba de una carrera contrarreloj con sólo un ganador posible. O triunfaba el arte o triunfaba El Artista. Lo único que hacía Europa era lo que siempre se hace en estos casos: proteger los bienes de la humanidad, la herencia que la humanidad se transmitía a sí misma de generación en generación. Frente a esta herencia, la propia humanidad era prescindible. La importancia de una obra sagrada supera con creces la de un puñado de mediocres individuos mortales, aunque estos últimos fueran mayoría. Eso lo sabía Bosch desde sus tiempos de provo: lo sagrado, aun siendo minoritario, siempre era más numeroso que la mayoría, porque era admitido por todos.

O por casi todos. Quizá los individuos interrogados por Rip van Winkle pensaran de otra manera, supuso Bosch.

Pero nadie los había escuchado.

—Por cierto —apuntó Sorensen—, mañana nos reunimos con Rip. Será en La Haya. ¿Lo sabíais?

Bosch y Warfell lo sabían. La cita había sido anunciada en el último informe. Por lo visto, contaban con nuevos «resultados» y querían discutirlos en vivo. Sorensen y Warfell tendían a pensar que El Artista ya había sido atrapado. Bosch no se mostraba tan optimista.

A mediodía, cerca de la hora del almuerzo, Nikki penetró en su despacho. Tenía una mano alzada y los dedos en forma de uve. Bosch casi saltó en su asiento, pero comprobó después que la supuesta uve de «victoria» significaba «dos». «Bueno, también es una victoria —pensó, entusiasmado—. Ayer nos quedaban cuatro.»

—Hemos logrado eliminar otros dos —anunció Nikki—. ¿Recuerdas que te dije que Laviatov pasó una temporada en la cárcel por robo? Bien, pues ha dejado la carrera de lienzo y ahora intenta abrirse paso con una galería de arte hiperdramático en Kiev. He hablado con él y con algunos de sus empleados, que han confirmado su coartada. No se ha movido de allí en las últimas semanas. En cuanto a Fourier, ya está comprobado: se suicidó hace seis meses tras una relación fracasada con uno de sus antiguos propietarios, pero la empresa de arte que lo vendía había ocultado la noticia para no dar mala impresión a otros lienzos. Los únicos que aún carecen de coartadas son éstos.

Desplegó los papeles sobre la mesa. Dos fotos, dos personas, dos nombres. Un rostro enmarcado en largos y ondulados mechones castaños, una mirada azul y profunda. Otro rostro casi infantil, sin rasgos, de cabeza rapada.

—El primero se llama Lije —explicó Nikki—. Tiene alrededor de veinte años, pero ignoramos su verdadero sexo. Trabajó sobre todo en Japón con artistas como Higashi, pero no es japonés. Es especialista en transgenéricos y en art-shocks. Del segundo sabemos más cosas: se llama Póstumo Baldi, nacido en Nápoles en 1986, también veinte años de edad y masculino. Es hijo de un pintor fracasado y una ex adorno, actualmente divorciados. Hay pruebas de que la madre intervino como lienzo en art-shocks marginales y que utilizó a su hijo desde muy temprana edad para que participara con ella. Baldi se especializó en transgenerismo. En 2000 Van Tysch lo eligió para pintar el original de Figura XIII, una de las pocas obras transgenéricas del Maestro. Luego ha hecho art-shocks y retratos.

Bosch observaba las dos fotos casi hipnotizado. Si la intuición de Wood era correcta, y si los filtros informáticos no habían pasado nada por alto, uno de ellos era El Artista.

—Adivínalo —sonrió Nikki—: Lije puede estar ahora mismo en Holanda. De hecho, quizás esté en Amsterdam.

—¿Qué?

—Así es. Su rastro se pierde a raíz de una participación clandestina en dos art-shocks de Extreme, un local de obras ilegales en el Barrio Rojo. Esto ocurrió en diciembre del año pasado.

—He oído hablar de Extreme —dijo Bosch.

—Sus dueños no se han mostrado muy colaboradores. Dicen que ignoran dónde se ha metido Lije después de eso y se han negado a facilitar información al grupo de entrevistadores que les enviamos. Estoy pensando en enviar a la gente de Romberg para sacarles las muelas, si tú me das permiso.

Bosch contemplaba el enigmático rostro de Lije, incapaz de decidir si aquellas facciones tersas eran de hombre o mujer.

—¿Y Baldi?

—Le perdemos la pista en Francia. La última obra que sabemos que hizo con seguridad fue un transgenérico dejan van Obber para la marchante Jenny Thoureau, pero ni siquiera cumplió el plazo del contrato. Se marchó y desapareció del mapa.

Bosch reflexionó un instante.

—Tú dirás. —Nikki enarcaba sus rubias cejas, aguardando.

—Van Obber vive en Delft, ¿no es cierto? Llámalo y acuerda una cita para mañana por la tarde. Tengo que viajar a La Haya por la mañana y podré pasar por Delft de regreso. Dile simplemente que estamos buscando a Póstumo Baldi. Y envía a los hombres de Romberg a Extreme.

Cuando Nikki salió del despacho Bosch siguió contemplando aquellos dos rostros, aquellas juventudes anónimas y tersas que lo miraban desde las fotos. «Uno de ellos es El Artista —pensaba—. Si April tiene razón, y siempre la tiene, uno de ellos es él.»

La luz constituye el último retoque. Gerardo y Uhl la están instalando en el salón de la granja. Llevan haciéndolo desde muy temprano, porque la maquinaria es delicada. Se llaman luces de claroscuro y han sido diseñadas especialmente para la exposición por un físico ruso. Clara contempla los extraños aparatos: varillas metálicas de las que emergen brazos con bulbos en los extremos. Se le antojan perchas de acero.

—Vas a ver algo increíble —dijo Gerardo.

Cerraron las persianas. En la densa tiniebla, Uhl pulsó un interruptor y brotó un resplandor dorado de los bulbos. Era luz pero no iluminaba. Parecía pintar el aire de color de oro antes que revelar los objetos. Con la rapidez centelleante de la electricidad, el salón se había convertido en un lienzo del siglo XVII. Naturaleza minimalista de Frans Hals; Rubens prêt-à-porter; Vermeer posmoderno. Gerardo, de pie frente a ella, única figura de aquel óleo tenebrista doméstico, sonreía.

—Parece que estemos en el interior de un Rembrandt, ¿verdad? Pero ven, que tú eres la protagonista.

Avanzó, descalza y desnuda, hacia aquel resplandor. Podía mirarlo fijamente sin cegarse, era una luz amable y tentadora, el sueño de una mariposa suicida. Exclamaciones de admiración resonaron entonces.

—Eres un cuadro perfecto —la alabó Gerardo—. Ni siquiera necesitarías que te pintaran. ¿Quieres mirarte? Mírate.

Precedido por un estrépito de madera, vio acercarse desde el fondo uno de los espejos.

Se le cortó la respiración.

De alguna forma, de algún modo, supo que aquello era lo que había estado buscando toda su vida.

Sumergida en una oscuridad de pintura clásica, su silueta se dibujaba con pinceladas de oro. El rostro y la mitad del cortinaje del cabello se incrustaban en ámbar. Parpadeó ante el fulgor de sus propios pechos, la lujosa copa del pubis, el perfil de sus piernas. Al moverse emitió destellos, como un diamante bajo la lámpara, convirtiéndose en otra obra. Pintó mil lienzos distintos de sí misma con cada uno de sus gestos.

—No me importaría colocarte en mi casa bajo estas luces —oyó decir a Gerardo desde la oscuridad—. Mujer desnuda sobre fondo negro.

Ella apenas lo escuchaba. Le parecía que todo lo que había estado soñando desde que descubrió el cuadro de Elíseo Sandoval en casa de su amiga Talia, todo lo que apenas se había atrevido a expresar o a reconocer cuando decidió convertirse en lienzo, se encontraba allí, en el reflejo de su cuerpo bajo las luces de claroscuro.

Comprendió que ella había sido siempre su propio sueño.

Esa mañana las posturas se suavizaron. Era lo que Gerardo denominaba «rellenar la pose». Los colores ya habían sido decididos: tonalidad rojo oscuro para el pelo, recogido en un moño; nácar mezclado con rosa y amarillo para la piel; un trazo muy fino de ocre para las cejas; los ojos castaños con cierto matiz de cristal; los labios perfilados en carne; las aréolas de los pechos en pardo. Después de ducharse con disolventes y recuperar sus primitivos colores de imprimación, Clara se sintió mejor. Estaba extenuada, pero había llegado al término de aquel largo viaje. Los quince últimos días habían transcurrido entre posturas tensas, experimentos con tonalidades, ejercicios de concentración, repaso de las magistrales pinceladas con que Van Tysch había dibujado su expresión frente al espejo y denso fluir del tiempo. Faltaba el detalle final.

—La firma —le dijo Gerardo—. El Maestro os firmará a todos esta tarde en el salón de ensayos del Viejo Atelier. Y pasaréis a la eternidad —agregó sonriendo.

Uhl condujo la furgoneta. Tomaron por la autopista y pronto divisaron Amsterdam. La visión de aquella ciudad, que siempre le recordaba una preciosa casa de muñecas, alegró el hipnotizado ánimo de Clara. Atravesaron varios puentes y se dirigieron al Barrio de los Museos por entre calles estrechas y ordenadas, escoltados por las infatigables bicicletas y el mecánico desfile de los tranvías. Despuntó la elegante mole del Rijksmuseum. Más allá, en la grisácea claridad del mediodía, se levantaba una masa de tinieblas compactas. La luz del sol, filtrándose a través de las nubes, arrancaba destellos de ópalo a la colosal estructura. Parecía abatirse sobre Amsterdam como un maremoto de petróleo. Uhl hizo un gesto desde el asiento del conductor.

—El Túnel de Rembrandt.

Habían decidido visitarlo antes de dirigirse al Viejo Atelier para la sesión de firmas. A Clara le hacía ilusión conocer el misterioso lugar donde sería exhibida. Estacionaron cerca del Rijksmuseum. La temperatura no era exactamente veraniega, pero ella no sintió frío alguno bajo el ligero vestido acolchado sin mangas y ceñido a su cintura. También llevaba zapatillas de plástico forradas y, por supuesto, las tres etiquetas que la identificaban como una de las figuras originales de Susana sorprendida por los ancianos.

Penetraron en Museumstraat y se encontraron con el Túnel casi sin querer. Recordaba la boca de una mina gigantesca cubierta de telones. Tenía forma de herradura, con la U abierta hacia la fachada posterior del Rijksmuseum y la entrada principal protegida por dos barreras de vallas, luces parpadeantes y vehículos blancos y anaranjados con la palabra Politie escrita en los costados. Mujeres y hombres con uniforme azul oscuro montaban guardia en las vallas. Varios turistas fotografiaban el colosal armazón.

Mientras Gerardo y Uhl se dirigían a los policías, Clara se detuvo a contemplarlo. A partir de la entrada, cuya altura podía igualar, cómodamente, la de cualquier gran edificio clásico de Amsterdam, los telones discurrían con desniveles, hundiéndose o alzándose hasta las nubes como la carpa de un circo majestuoso, deslizándose entre los árboles y rodeándolos, cegando las calles y prohibiendo el horizonte. Entre los dos brazos de la herradura se hallaba la zona central de la plaza del Museumplein, con el estanque artificial y un monumento conmemorativo. Había algo anormal, grotesco, en aquella negrura posada como una araña muerta sobre el delicado paisaje de Amsterdam, algo que a Clara le resultaba muy difícil definir. Era como si la pintura se hubiera transformado en otra cosa. Como si no fuera una exposición artística lo que estuviera en juego sino algo infinitamente más extraño. Un enorme telón con uno de los célebres autorretratos últimos de Rembrandt tapiaba la entrada. Su rostro bajo la boina —la nariz bulbosa, el bigotito y la perilla holandeses— se asomaba al mundo con expresión escéptica. Semejaba un dios cansado de crear. El telón que tapiaba la salida era una ampliación de la foto de Van Tysch de espaldas. «Entramos por el pecho de Rembrandt y salimos por la espalda de Van Tysch —pensó ella—. Pasado y presente del arte holandés.» Pero ¿cuál de ambos genios era más enigmático? ¿Aquel que mostraba un rostro pintado o el que ocultaba el verdadero? No pudo decidirlo.

Gerardo se acercó a ella.

—Están comprobando nuestra documentación para dejarnos entrar. —Y señaló hacia el Túnel—. ¿Qué te parece?

—Fantástico.

—Mide casi quinientos metros de largo pero está torcido en forma de herradura para que quepa en la plaza. Se accede por este lado y se sale por esa otra boca cercana al museo Van Gogh. En determinados tramos alcanza los cuarenta metros de altura. Van Tysch quería instalarlo cerca de la casa donde vivió Rembrandt, la Rembrandthuis, cortando calles e incluso desalojando edificios, pero naturalmente no se lo permitieron. El material de los telones es especial: elimina cualquier rastro de luz exterior para conservar la atmósfera completamente oscura, negra como un pozo, porque los cuadros sólo estarán iluminados por las lámparas de claroscuro. Vamos a recorrerlo. Pero no te separes de nosotros.

—¿Qué me puede ocurrir? —preguntó Clara sonriendo.

—Bueno, los vagabundos se meten ahí a pasar la noche. También los drogadictos aprovechan la oscuridad para colarse. Y los grupos que protestan contra el arte hiperdramático, el BAH y todos los demás… Sí, el BAH: Bothered About Hyperdrama, o «Molestos con el Hiperdrama». Habrás oído hablar de ellos, ¿no…? Son nuestros más fieles seguidores —sonrió Gerardo—. Mañana se concentrarán frente al Túnel, pero en ocasiones uno o dos alborotadores se introducen para colocar pancartas de protesta. La policía patrulla el interior todos los días y arrestan a uno o dos. Vamos.

A Clara le agradó la preocupación que Gerardo mostraba por ella. En otras circunstancias hubiera creído que se preocupaba por Susana, pero ahora sabía que no. Era a ella, a Clara Reyes, a quien él temía perder.

Uhl los aguardaba junto a un pequeño acceso bajo el telón de entrada. «Es como si nos metiéramos bajo la cabeza de Rembrandt», pensó ella. Débiles luces eléctricas procedentes de pequeños apliques instalados en un zócalo señalaban el camino. Pero cuando el acceso volvió a cerrarse quedaron envueltos por una oscuridad desconocida. Los ruidos de la calle también habían desaparecido. Se oían ecos remotos. Clara distinguía apenas la sombra de Gerardo.

—Aguarda un poco. Los ojos se te acostumbrarán.

—Ya estoy viendo algo.

—No te preocupes, que no hay obstáculos. El recorrido está diseñado en forma de rampa muy suave y estrecha y marcado con esas lucecitas. Lo único que tienes que hacer es avanzar. Y cuando los cuadros estén colocados e iluminados con los claroscuros, servirán de puntos de referencia. ¿Tocas la cuerda de la barandilla? No te separes de ella.

Gerardo abrió la marcha. En medio iba Clara. Avanzaron con lentitud sobre un suelo terso, palpando como ciegos la cuerda que flanqueaba el camino. Ella sólo vislumbraba los pies de Gerardo y parte de sus pantalones. El resto de su silueta se mezclaba con la oscuridad. Le parecía que caminaba sobre la noche del mundo.

—¿Todo bien por ahí atrás? —oyó decir a Gerardo.

—Más o menos.

Uhl comentó algo en holandés y Gerardo le respondió y rieron. Después tradujo:

—Hay cuadros que dicen que este lugar les produce escalofríos.

—A mí me gusta —afirmó Clara.

—¿Esta oscuridad?

—Sí, en serio.

Escuchaba los pasos de Gerardo y Uhl y el roce, zap, zap, de las etiquetas de su tobillo y muñeca. De pronto el ambiente sufrió un cambio. Era como si el espacio se hubiera dilatado. Los ecos de las pisadas parecían distintos. Clara se detuvo y miró hacia arriba. Fue como asomarse a un abismo. Sintió un vértigo inverso, como si pudiera desprenderse del suelo y caer hacia los telones de la cúspide. Coros de silencio se trenzaban en la negrura, sobre su cabeza. Recordó de repente las palabras de Van Tysch sobre la inexistencia de la oscuridad absoluta y se preguntó si el pintor habría querido contradecirse a sí mismo diseñando aquel Túnel.

—A esto lo llaman «la basílica». —La voz de Gerardo flotaba frente a ella—. Es la primera cúpula. Mide casi treinta metros de altura. En el otro brazo de la U está la otra, que es aún más alta. Aquí, en el centro, se expondrá Lección de anatomía. Más allá estarán Los síndicos y El buey desollado, con varios modelos colgando del techo por los pies. Ahora no podemos ver los fondos porque los claroscuros están apagados.

—Huele a pintura —murmuró ella.

—A óleo —dijo Gerardo—. Estamos en el interior de un cuadro de Rembrandt. ¿Acaso se te olvidaba? Pero ven, no te quedes atrás.

—¿Cómo sabes que me quedo atrás?

—Tus etiquetas amarillas te delatan.

A Clara las piernas le temblaban mientras caminaba. Pensó que sus músculos estaban desacostumbrados a ejercer aquella función tan normal después de las duras jornadas de posturas inmóviles que habían padecido, pero sospechaba que el temblor se debía también a la emoción que le suscitaba aquella tiniebla infinita.

—Aún nos falta un trecho para llegar al lugar donde estará Susana —dijo Gerardo—. Pero mira, ¿distingues esos armazones oscuros a lo lejos?

Le pareció ver algo, aunque quizá no era lo mismo que señalaba Gerardo. Apenas si lograba discernir el contorno de su mano apuntando al vacío.

—Estamos casi en la curva de la herradura. Allá se colocará La ronda nocturna, un mural impresionante con más de veinte modelos. Y allá, La niña en la ventana y el pequeño retrato de Titus, el hijo de Rembrandt. A ese lado, La novia judía… Ahora llegaremos al lugar donde se exhibirá El festín de Baltasar.

Conforme avanzaban, Clara distinguió algo asombroso moviéndose al fondo: fuegos fatuos, luciérnagas rectilíneas.

—Policía —concretó Uhl a su espalda.

Tenía que ser una de las patrullas que Gerardo le había dicho que recorrían el Túnel. Se cruzaron con ellos. Fantasmas con gorras y reflejos de luz en las placas. Clara percibió sonrisas y frases en holandés.

Continuaron adentrándose en la profundidad de un universo abandonado.

—¿Crees en Dios, Clara? —preguntó Gerardo de repente.

—No —respondió ella con sencillez—. ¿Y tú?

—Creo en algo. Y cosas como este Túnel me demuestran que tengo razón. Hay algo más, ¿no te parece? ¿Qué es lo que ha llevado a Van Tysch, si no, a construir esto? Él mismo es una herramienta de algo superior, y no lo sabe.

—Sí, una herramienta de Rembrandt.

—No juegues, amiguita, por encima de Rembrandt hay otra cosa.

¿Qué?, se preguntaba ella. ¿Qué había por encima de Rembrandt? Sin querer, casi de forma inconsciente, elevó la vista. Vio densa oscuridad trenzada con una sombra de luz, una luz tan ligera que parecía inventada por sus ojos, tan débil como la que ilumina una imagen recordada, o un sueño. Una masa incongruente de penumbra.

Uhl intervino en ese momento con una frase a su espalda. Gerardo se echó a reír y le contestó.

—Justus dice que le gustaría saber español para entender todo lo que hablamos. Yo le he dicho que estábamos hablando de Dios y de Rembrandt. Ah, mira… En aquella pared se exhibirá el Cristo en la cruz, y allí…

Clara sintió que unos dedos tocaban los suyos. Se dejó llevar hasta el cordón de la barandilla. Al débil resplandor de los apliques se percibía el contorno de un jardín fabuloso.

—Ahí estará Susana. ¿Puedes ver los escalones y el borde del agua? El agua no será de verdad, sino pintada, como todo lo demás. La iluminación vendrá de arriba. Los colores predominantes serán el ocre y el dorado. ¿Qué te parece?

—Que va a ser increíble.

Oyó la risita de Gerardo y sintió su brazo rodeando sus hombros.

—Tú sí que eres increíble —murmuró él—. El lienzo más hermoso en el que jamás he trabajado…

No quiso detenerse a pensar en aquellas palabras. Durante los últimos días apenas había hablado con Gerardo en los descansos, y, sin embargo, por extraño que pudiera parecer, se había sentido mucho más unida a él que nunca. Recordaba la tarde en que había venido Van Tysch, dos semanas atrás, cuando Gerardo le pintó las facciones, y la forma en que la había mirado mientras sostenía el espejo. De alguna manera inexplicable, pensaba ella, ambos pintores habían contribuido a recrearla, a dotarla de nueva vida. Van Tysch y Gerardo, a su modo, habían sido sus artífices. Pero allí donde Van Tysch había pintado sólo a Susana, Gerardo había logrado perfilar también a Clara, bosquejar otra Clara aún difusa, aún, ciertamente, oscurecida. No se sentía con fuerzas para valorar en aquel momento el alcance de tal descubrimiento.

Salieron por el otro extremo de la herradura, a través de la oscura espalda de Van Tysch, y parpadearon con ojos doloridos. El día no era brillante, todo lo contrario; el sol se esforzaba en penetrar el velo gris que cubría el cielo. Pero, en comparación con la sublime negrura que acababan de abandonar, a Clara le pareció que asistía al desarrollo de un verano cegador. La temperatura era excelente aunque el viento provocaba desazón.

—Son casi las doce —dijo Gerardo—. Debemos irnos al Atelier de Plantage para prepararte y que el Maestro te firme. —Y al mirarla, una sonrisa indescifrable tensaba sus mejillas—. ¿Estás lista para la eternidad?

Ella dijo que sí.

Mañana. Mañana era el día.

Rozaba las etiquetas con las sábanas, sentía la firma como la mano de un niño depositada sobre su tobillo: algo que no le dolía ni le agradaba sino que, simplemente, estaba ahí.

«Mañana comenzaréla vida eterna.» La habían trasladado al hotel después de la sesión de firmas. Siempre había un agente de Seguridad custodiándola, incluso dentro de la habitación, porque ahora era una obra inmortal. «Y es preciso impedir a toda costa que una obra inmortal se muera», pensó sonriendo.

Había ocurrido cerca de las cinco de la tarde. Gerardo y Uhl la habían llevado al Viejo Atelier, el gran conjunto de edificios de la Fundación en la zona de Plantage, y la habían pintado en una de las cabinas de cristal unidireccional de los sótanos. Tras dejarla secar, le colocaron un vestido acolchado y la trasladaron a la sala de firmas. Casi todos los cuadros de «Rembrandt» estaban ya preparados. Vio cosas increíbles: dos modelos colgando de los tobillos junto a la maqueta de un buey, un regimiento de lanceros ensangrentados, una hermosa pesadilla de trajes puritanos holandeses y desnudez de carne mitológica. Vio a Gustavo Onfretti atado a una cruz y a Kirsten Kirstenman tendida en una mesa de operaciones. Se encontró por primera vez con los dos Ancianos de Susana, el primero muy delgado y de mirada brillante y el segundo grande como un armario. Reconoció al primero de inmediato, pese a la pintura que deformaba su rostro: era el viejo a quien examinaban en la habitación contigua en el aeropuerto de Schiphol. Vestían amplios ropajes y el tono de sus rostros evocaba lascivia y enfermedad hepática. Apenas cruzó dos palabras con ellos, ya que tuvo que ser colocada en el podio en la posición de la figura: desnuda, agazapada a los pies del Primer Anciano, completamente Susana, completamente indefensa.

Pasó mucho tiempo antes de que el séquito de Van Tysch se aproximara. Creyó distinguir a Gerardo y Uhl. Quizá también a aquel asistente negro que había visto bajar de la furgoneta dos semanas antes. Acurrucada en el suelo contempló un desfile de pantorrillas femeninas, mujeres descalzas, hombres descalzos, probablemente modelos de bocetos. Y los sombríos troncos de los pantalones negros de Van Tysch.

Frases en holandés. La voz de Van Tysch. Otras voces. Ruido de instrumentos. Alguien había encedido un foco potente y lo proyectaba sobre ella. El zumbido del tatuador eléctrico.

Clara había sido firmada muchas veces, conocía de sobra el hecho físico de que un pintor rubricara cualquier parte de su cuerpo con aparatos muy finos. Pero ahora era totalmente diferente. Se sentía como si fuera la primera vez. Ser un original de Van Tysch era algo distinto. Tenía la sensación de haber finalizado, de estar acabada. Allí, a sus veinticuatro años, acabada por completo. Pero más allá del final y del éxtasis, ¿quién la comprendería? ¿Quién la acompañaría en aquel recorrido hacia la oscuridad? ¿Quién le prestaría su apoyo para que el tránsito hacia lo sublime se realizara con prontitud? De repente, un segundo antes de que la aguja se posara sobre ella, dejó de pensar y de desear. Sintió cierta oscuridad inane en su interior, como si se hubiera ido de sí misma y hubiera apagado antes de salir. «Ya estoy pensando como un insecto», recordó entonces las palabras de Marisa Monfort, la imprimadora de los recuerdos. «Ya soy una obra de arte de verdad.» Algo palpaba su tobillo izquierdo. Percibió las evoluciones de la aguja al redactar «BvT» sobre el hueso. No miró a Van Tysch mientras él la firmaba, por supuesto. Sabía que él tampoco la estaba mirando a ella.

Y ahora, en el hotel, aquella primera noche, aguardaba.

Mañana era el día. Mañana se exhibiría por primera vez.

Cuando por fin se durmió, soñó que estaba otra vez frente a la puerta del desván de la casa de Alberca, pero no era una niña de ocho años sino una mujer de veinticuatro y estaba firmada en el tobillo por Van Tysch. Aun así, seguía deseando entrar en el desván. «Porque aún no he visto lo horrible. Soy un cuadro de Van Tysch, pero aún no he visto lo horrible.» Se dirigió a la puerta y la abrió. Entonces alguien la detuvo cogiéndola del brazo. Se volvió y vio a su padre. Parecía aterrorizado. Gritaba algo al tiempo que tiraba de ella, como para impedirle entrar. Gerardo, junto a su padre, gritaba también. Era como si quisieran salvarla de un peligro mortal.

Pero ella se deshizo de todas las manos que la sujetaban y corrió hacia la penumbra del fondo.