El personaje sentado tras el escritorio es un hombre maduro y corpulento. Lleva un traje impecable de color azul oscuro y una tarjeta roja colgada del bolsillo superior de la chaqueta. Está sentado en el centro de un escritorio en ángulo obtuso con tres fotos enmarcadas en uno de los lados. La luz que llega desde atrás a través de dos ventanas altas incide en su calva bastante notoria, asediada de cabellos encanecidos. Sus rasgos poseen cierta nobleza: ojos garzos, nariz aguileña, labios finos, arrugas de un envejecimiento inclemente pero distinguido. Parece muy concentrado en lo que le dicen, pero, si lo observamos con más detenimiento, quizá lleguemos a la conclusión de que sólo finge concentración. El cansancio y la preocupación lo dominan, es incapaz de entender las palabras que le dirigen y, por tanto, apenas escucha. Tiene dolor de cabeza. Por si fuera poco, es lunes. Lunes 3 de julio de 2006.
—¿Qué te ocurre, Lothar? Te veo perdido en el espacio.
Alfred van Hoore (que era quien había hablado) y su colaboradora Rita van Dorn lo miraban con los ojos muy abiertos. Discutían en aquel momento (o habían estado discutiendo en el instante previo al trance de Bosch) sobre la distribución de agentes de Seguridad camuflados entre los invitados a la presentación a la prensa de la colección «Rembrandt» del día 13 de julio. Van Hoore opinaba que era necesaria cierta protección adicional para el Jacob lucha contra el ángel, la única obra de la colección que se exhibiría ese día. Los dos agentes colocados a ambos lados no eran suficientes —opinaba Van Hoore— para impedir que alguien de la primera fila saltara hacia el podio con un arma cortante y dañara a Paula Kircher o Johann van Allen, los dos lienzos que componían el Jacob. Resultaban necesarios otros dos de refuerzo en el área central porque un ataque desde esta posición no podría ser repelido a tiempo desde los ángulos. Luego estaban los peligros a larga distancia. Le mostró a Bosch una simulación de ordenador donde un supuesto terrorista arrojaba un objeto hacia el cuadro desde cualquier punto del salón. Al joven Van Hoore le encantaban las simulaciones, y las diseñaba él mismo. Había aprendido a hacerlo mientras coordinaba la vigilancia de exposiciones en Oriente Medio. Bosch pensaba que a Van Hoore le hubiera gustado ser director de cine: movía los muñecos informáticos de un lado a otro como si fueran actores, los dotaba de vestidos y gestos humanos. Fue durante el desarrollo de la simulación cuando Bosch se despistó. No soportaba aquellos dibujos animados.
—Quizás es que estoy cansado —adujo como disculpa y tamborileó con los dedos sobre la mesa—. Pero me parece muy interesante lo que planteas, Alfred.
Las pecas en el juvenil semblante de Van Hoore se riñeron de rojo.
—Me alegro —dijo—. Mi razonamiento es muy sencillo: si dejamos que Seguridad Visual controle a los invitados nadie intentará hacer nada junto a ellos. Un supuesto terrorista se alejaría de Seguridad Visual en cuanto pudiera. Es necesario que algunos de nuestros hombres formen parte de un nuevo equipo que he bautizado como Seguridad Visual Secreta. Irán de paisano, sin identificaciones, y enviarán señales de alarma a Seguridad de Intervención…
Jacob lucha contra el ángel era el primer original de la colección «Rembrandt» que se presentaría al público. Toda precaución, por tanto, era poca. Nadie había visto aún la obra, pero se sabía que sus figuras eran Paula Kircher (Ángel) y Johann van Allen (Jacob) y que estaba basada en el óleo de Rembrandt del mismo título. Las vestimentas serían mínimas y sus cuerpos billonarios y firmados a mano por Van Tysch estarían arriesgadamente expuestos durante las cuatro horas que duraría la fiesta de presentación. Los departamentos de Seguridad y Conservación andaban desesperados con aquel tema.
—Me pregunto —observó Rita— por qué no podemos convertir la mitad de la Seguridad Visual en Seguridad de Intervención durante una crisis.
Bosch iba a decir algo, pero Van Hoore le quitó la palabra.
—Es el mismo tema de siempre, Rita. El grupo de Seguridad Visual no está camuflado y, por tanto, forma parte, oficialmente, del personal de la Fundación. Eso significa que debe estar especialmente vestido. Pero bajo el traje que Nellie Siegel ha diseñado para los hombres apenas puede esconderse un chaleco antibalas. Y, desde luego, las agentes femeninas no podrían llevar chaleco. Ni siquiera muñequeras eléctricas.
—El vestuario de los agentes no debería influir en la seguridad de las obras —sentenció Rita, molesta.
Bosch cerró los ojos como si de esta forma también pudiera dejar de oír. Lo que menos deseaba en aquel momento era una discusión entre sus colaboradores. El dolor de cabeza continuaba martirizándolo.
—A la Fundación le interesa tanto la apariencia como la seguridad, Rita —apuntó Van Hoore que, al contrario que Bosch, sí deseaba discutir—. No hay remedio. Si tiene que haber una decena de individuos de pie en un rincón vigilándolo todo, deben resultar muy llamativos. Si es posible, incluso llevar el mismo color de pelo. «Simetría, fuschus, simetría» —agregó, con una pasable imitación del tono engolado de Stein.
En aquel momento entró Nikki. Para Bosch fue como si entrara el aire puro.
—Alfred, Rita: creo que vamos a interrumpir esta agradable conversación durante un rato. Tengo un asunto pendiente con el equipo de rastreo.
—Como quieras —aceptó Van Hoore, que parecía decepcionado—. Pero aún debemos hablar de las medidas de identificación.
—Después, después —dijo Bosch—. He quedado para comer con Benoit, pero, atención todos, antes de comer, oídme bien, antes de comer dispongo de unos cuantos minutos durante los cuales no tendrénada que hacer. Asombroso, ¿verdad? Los dedicaré a vosotros.
Rita y Alfred se levantaron sonriendo.
—Todo está bajo control, Lothar —le dijo Rita, compasiva, antes de salir—. No sufras.
—Intentaré pensar en positivo —replicó Bosch, y se sorprendió al caer en la cuenta de que aquélla era la misma respuesta que a veces ofrecía a Hendrickje sólo para lograr que se callara.
Cuando la puerta se cerró, Bosch se sujetó la cabeza con ambas manos y exhaló el aire lentamente. Nikki, sentada frente a él, con el vértice de la mesa casi apuntando hacia su torso, lo observaba con placidez. Aquella mañana vestía traje de chaqueta y pantalones ceñidos en color canario a juego con sus espléndidos cabellos en tono limón. El auricular blanco la coronaba como una diadema.
—Podría haber venido un poco antes —dijo Nikki—, pero tuve que arreglarme, porque hemos estado toda la noche frente a las pantallas, Chris, Anita y yo. Mi aspecto como empleada de la Fundación dejaba mucho que desear esta mañana.
—Comprendo. La imagen ante todo. —Bosch sonrió en simetría con la resplandeciente sonrisa de Nikki—. Dame sólo buenas noticias, por favor.
Ella le entregó los papeles al tiempo que hablaba.
—Similares morfometrías, experiencia notable en retratos y prótesis de ceru. Todos han hecho transgenerismo con figuras andróginas o de cualquier sexo. Y están en paradero desconocido: no hemos podido contactar con ellos ni siquiera a través de pintores o dueños previos.
Bosch observaba los papeles que Nikki había desplegado sobre la mesa.
—Son casi treinta individuos. ¿No podéis reducir más el campo?
Nikki negó con la cabeza.
—La lista comenzó con más de cuatrocientas mil personas el viernes, Lothar. A lo largo del fin de semana logramos reducir las posibilidades: cinco mil, doscientas cincuenta… Anita dio un salto de alegría ayer por la tarde cuando conseguimos quedarnos con cuarenta y dos. De madrugada logramos descartar con absoluta seguridad a quince. Esto es lo mejor que tenemos.
—Te diré lo que vamos a hacer… Te diré lo que vamos a hacer…
—Vamos a tomarnos un par de aspirinas —sonrió Nikki.
—Sí, no es mala idea para empezar.
Debía obrar con prudencia. Nikki y su equipo no pertenecían al «gabinete de crisis», como pomposamente había sido bautizado aquel comité del Obberlund, y por tanto ignoraban todo lo relacionado con El Artista y la destrucción de los cuadros. Sólo sabían que resultaba imprescindible localizar a un individuo experto en cerublastina con determinados datos morfométricos faciales. Por otra parte, dejarlos fuera de la investigación era absurdo. «Thea no va a poder rastrear sola las veintisiete pistas que quedan», pensó Bosch.
—Una persona no se esfuma en el aire, ni siquiera un adorno sin sexo —dijo—. Quiero que los busquéis hasta debajo de las piedras: familiares, amigos, últimos dueños…
—Es lo que hemos estado haciendo, Lothar. Sin resultados.
—Si es preciso, utiliza el equipo de Romberg. Tienen capacidad operativa para desplazarse de un sitio a otro.
—Podríamos buscarlos durante un año entero con idénticos resultados —repuso Nikki, y Bosch advirtió que el cansancio empezaba a irritarla—. Quizás estén muertos, o ingresados en algún hospital con otro nombre. O quizás hayan abandonado la profesión, quién sabe. Nosotros no vamos a poder rastrearlos. ¿Por qué no informamos a Europol? La policía cuenta con mejores medios.
«Porque Rip van Winkle se enteraría —pensó Bosch—. Y, después de Rip van Winkle, El Artista.» Wood y él habían decidido no contar con Rip van Winkle salvo en caso de extrema necesidad. Suponían que el colaborador de El Artista pertenecía al gabinete de crisis y que, por tanto, todas las actividades de este sistema serían completamente inofensivas para el criminal. Intentó improvisar una excusa creíble.
—La policía no busca a nadie si no hay una denuncia previa, Nikki. Y aunque un familiar haya denunciado la desaparición de alguno de estos lienzos, los sistemas policiales siguen su propio ritmo. Tendremos que ser nosotros.
Nikki lo observaba con expresión escéptica. Era demasiado lista para no percibir que aquello era una razón superflua, comprendió Bosch, porque Europol hubiera bailado la danza del vientre si la Fundación se lo hubiera pedido, con o sin denuncia previa.
—De acuerdo —dijo Nikki tras una pausa—. Emplearé el equipo de Romberg. Nos dividiremos el trabajo.
—Gracias —manifestó Bosch con sinceridad. «Nikki: eres mucho más inteligente de lo que yo creía», pensó, admirado.
El interfono zumbó y se oyó la voz de una operadora.
—Señor Bosch: por la línea tres, el señor Benoit, pero ha dicho que le haga yo la pregunta si está muy ocupado. Y por la línea dos, su hermano.
«Roland —pensó. Sin poder evitarlo, dirigió una mirada de soslayo a la foto de Danielle. La niña le sonreía pícaramente—. Roland, por Dios, al fin.»
—Dile a Benoit… ¿Qué es lo que quiere preguntarme?
Benoit quería confirmar que almorzarían juntos en su despacho ese mediodía. Bosch respondió que sí con impaciencia.
—Que mi hermano no cuelgue —dijo y se volvió hacia Nikki—: Averigua paraderos actuales. No descartaremos a ninguno hasta asegurarnos de que están muertos, comprados o en plena subasta.
—De acuerdo. Y no olvides las aspirinas.
—No podría olvidarlo aunque quisiera. Gracias, Nikki.
Bosch cerró los ojos cuando Nikki sonrió. Quería conservar aquella sonrisa como la última imagen mental antes de que abandonara el despacho. Al quedarse solo, descolgó uno de los inalámbricos de góndola y pulsó el botón de la línea dos.
—¿Roland?
—Hola, Lothar.
Se lo imaginaba hablando desde su propio despacho, bajo aquella espantosa holografía de una garganta humana que exhibía en la pared. Bosch aún se preguntaba qué había ocurrido con la familia Bosch. Uno de los grandes enigmas del universo se resolvería cuando alguien lograra descifrar por qué su padre había sido abogado de una empresa tabacalera, su madre profesora de Historia, él mismo policía y después encargado de seguridad de una empresa privada de arte, y su hermano, otorrinolaringólogo. Sin olvidar a la pequeña Danielle, que quería ser… Mejor dicho, que ya era…
—Roland, llevo intentando comunicarme contigo desde hace varios días…
—Lo sé, lo sé. —Oyó la risita de su hermano—. Estuve en un congreso en Suecia y Hannah se fue a París. Supongo que me llamas por lo de Nielle. Ya te has enterado, ¿verdad…? En fin, te hemos gastado una mala pasada y nos arrepentimos. Pero debes comprendernos: Stein nos prohibió terminantemente que te dijéramos nada. Para que no te intrigaras por la ausencia de tu sobrina tuvimos que inventarnos lo de que había ingresado interna en un colegio. Pero no creas que eres el único engañado. Yo mismo me enteré hace menos de dos meses… Fue idea de Hannah presentar a Nielle al señor Stein. ¡Y Van Tysch no dudó un instante en aceptarla como figura para un original! Todo se ha llevado a cabo en el más absoluto secreto. Incluso nos aseguraron que si Danielle no fuera menor de edad, ni siquiera nos hubiéramos enterado nosotros.
—Comprendo, Roland. No te preocupes.
—Dios mío, qué cosa más fantástica. Tú sabrás más de esto que yo. La han… ¿Cómo se dice…? La han imprimado, le han depilado las cejas… Al principio no nos dejaban verla… Después nos llevaron al Viejo Atelier y pudimos observarla a través de un cristal de una sola dirección. Llevaba etiquetas en el cuello, la mano y el pie. Me pareció… Nos pareció una criatura bellísima. Creo que debemos sentirnos orgullosos, Lothar. Pero ¿sabes lo que más le hace ilusión a ella? ¡Que su tío sea quien la custodie!
Otra vez aquella risa lejana. Bosch cerró los ojos y apartó el auricular. Sentía el impulso feroz de romper algo. Pero no se atrevió a dejar de oír a Roland.
—Vigílala bien, tío Lothar. Es una obra valiosísima. ¿Puedes imaginar…? No, creo que no podrías. La semana pasada nos informaron de su precio inicial. ¿Sabes lo que pensé al oír cuánto iba a valer nuestra hija? Pensé: ¿por qué diablos me hice médico y no me dediqué a ser obra de arte también…? ¡Hemos perdido el tiempo, Lothar, te lo juro! ¿Puedes creerlo? ¡A sus diez años Nielle va a ganar más dinero del que tú y yo podríamos soñar con reunir en toda nuestra vida! Me pregunto qué hubiera opinado papá sobre esto. Creo que nos habría comprendido. Al fin y al cabo, él siempre le dio mucha importancia al valor de las cosas, ¿no? ¿Cómo decía? «Lo mejor posible con los elementos disponibles…»Hubo una pausa. Bosch miraba fijamente el retrato de Danielle.
—¿Lothar? —dijo su hermano.
—Sí, Roland.
—¿Sucede algo?
«Claro que sucede algo, imbécil. Sucede que has dejado que tu hija se convierta en cuadro. Sucede que has permitido que Danielle se exhiba en esta exposición. Sucede que me gustaría morderte.»
—No, nada de particular —contestó—. Quería saber qué tal estabais.
—Muy nerviosos. Lo de Nielle tiene a Hannah subiéndose por las paredes. Y es lógico. No todos los días tu hija de diez años se convierte en una obra de arte inmortal. Me han dicho que a fines de la semana próxima la firmará Van Tysch con un tatuaje en el muslo. ¿Eso hace daño?
—No más que tus operaciones de amígdalas —bromeó Bosch sin ganas. Entonces reunió coraje para decir lo que tenía que decir—. Me preguntaba, Roland…
La veía. Podía verla acostada en la casita de Scheveningen, las sombras de las hojas de un manzano dibujando un rompecabezas en su piel. La veía tumbada al sol, o hablando mientras se rascaba la planta de un pie. Podía verla en Navidad con un jersey de cuello de tortuga, los bucles rubios desparramados por sus hombros y la boca manchada de pastel. Era una niña. Una niña de diez años. Pero no se trataba de la casi inaceptable posibilidad de que se hiciera cuadro. No era la terrible fantasía de encontrársela desnuda e inmóvil en casa de cualquier coleccionista. Todo eso habría sido deprimente, pero no se le hubiera ocurrido protestar: a fin de cuentas, él no era su padre.
Se trataba de El Artista. Su hermano ignoraba aquella amenaza.
«Actúa con cautela. No permitas que sospeche que Danielle puede estar en peligro.»
—Me preguntaba, Roland… —Intentó darle a su voz un tono intrascendente—. Esto debe quedar entre tú y yo… Pero me preguntaba si no sería mejor exhibir una copia en vez de a Nielle.
—¿Una copia?
—Sí, deja que te explique. Cuando el modelo es menor de edad, los padres o tutores legales tienen siempre la última palabra…
—Hemos firmado un contrato, Lothar.
—Lo sé, pero no importa. Déjame hablar. Nielle seguirá siendo el modelo original de la obra a todos los efectos, pero durante una temporada otra niña ocupará su lugar. Eso es lo que se llama una copia.
—¿Otra niña?
—Los cuadros valiosos casi siempre tienen sustitutos, Roland. No importa que no sean parecidos físicamente: existen productos para disfrazarlos, ya sabes. Nielle seguiría siendo el original y cuando alguien la comprara nos encargaríamos de que fuera ella quien se exhibiera en casa del comprador. Pero esta medida evitaría que pasara por la exposición. Las exposiciones son siempre complicadas. Habrá mucho público y los horarios serán duros…
Se asombraba de sí mismo, de ser capaz de mostrar aquella espeluznante hipocresía. Sobre todo, le inquietaba pensar en su absoluta ausencia de compasión por la niña que sustituyera a Danielle. El plan era siniestro, y él mismo lo reconocía, pero se trataba de elegir entre su sobrina y una niña desconocida. Personas como Hendrickje hubieran optado por la sinceridad, por declarar abiertamente lo que sucedía o por aceptar que fuera Danielle quien se arriesgara, pero él no era tan perfecto como Hendrickje. Él era vulgar. Lo propio de la gente vulgar, comprendía Bosch, era comportarse así, de forma tan mezquina, tan laberíntica. Toda su vida había preferido el silencio a las palabras, y ahora no iba a hacer una excepción.
—¿Quieres decir que los padres tenemos la potestad de retirar a Danielle de la obra y hacer que pongan en su lugar a una sustituta? —preguntó Roland tras una pausa.
—Eso es.
—¿Y por qué deberíamos hacerlo?
—Te lo he explicado. La exposición será dura para ella.
—Pero ha estado casi tres meses entrenándose, Lothar. La han pintado en secreto en una especie de granja al sur de Amsterdam, y no…
—Te lo digo por experiencia. Una exposición de este calibre es muy fuerte…
—Oh, vamos, Lothar. —De repente el tono de su hermano era burlón—. No hay nada malo en lo que va a hacer Nielle. Para calmar un poco tu conciencia calvinista te diré que ni siquiera se exhibirá desnuda. No sabemos aún el título de la obra ni cómo será la figura, pero en el contrato que hemos firmado se advertía bien claro que no se exhibiría desnuda. Por supuesto, todos los ensayos los hace en completa desnudez, pero eso también se estipulaba en el contrato…
—Escucha, Roland. —Bosch intentaba no perder la calma. Sostenía el auricular con una mano mientras se daba furiosos masajes en la sien con la otra—. No se trata de cómo se exhiba Nielle ni de lo preparada que esté. Se trata de que la exposición será muy dura. Si tú aceptas, una sustituta podría ocupar su lugar en el Túnel. Exhibir una copia en vez del original es una práctica muy común en muchas exposiciones…
Hubo un silencio. Bosch casi quería rezar. Cuando Roland volvió a hablar, su tono de voz había cambiado: era más serio, más inflexible.
—Jamás podría hacerle esa jugarreta a Nielle, Lothar. Está muy ilusionada. Tengo escalofríos y fiebre cada vez que pienso en ella y en la enorme oportunidad que se le ha presentado. ¿Sabes lo que nos ha dicho Stein? Que jamás había visto a un lienzo tan joven y tan profesional al mismo tiempo. Así la llamó: lienzo… ¡Y añadió que, con el tiempo, nuestra hija podría llegar a convertirse, incluso, en una nueva Annek Hollech…! ¿Te imaginas a nuestra Nielle convertida en la Annek Hollech del futuro? ¿Puedes imaginártelo?
El mundo había desaparecido para Bosch. Sólo existía aquella voz excitada que arañaba palabras en su oído.
—Te juro que me ha costado mucho acostumbrarme a ver a mi hija de esta forma, pero ahora estoy metido de lleno en el asunto y Hannah está conmigo. Queremos que Nielle se exhiba y sea admirada. Creo que es el sueño secreto de todo padre. Comprendo que la experiencia será fuerte, pero no lo será más que participar en una película o una obra de teatro, ¿no crees? Te sorprendería saber cuántos niños, hoy día, son cuadros famosos… ¿Lothar…? ¿Sigues ahí…?
—Sí —dijo Bosch—. Sigo aquí.
La voz de Roland, por primera vez, titubeaba.
—¿Hay algún problema que no me has contado, Lothar?
«Diez cortes, ocho de ellos en aspa. Los huesos saltaron en astillas y las vísceras quedaron reducidas a simple polvo, a ceniza de cigarrillo. ¿Qué te parece este problema, Roland? ¿Qué tal si te hablo de un loco llamado El Artista?»
—No, Roland, no hay ningún problema. Creo que la exposición saldrá muy bien y que Danielle estará magnífica. Adiós.
Cuando colgó, se levantó y se acercó a la ventana. El sol flotaba denso y dorado sobre los pequeños edificios y la zona verde del Vondelpark. Recordó que un informe meteorológico reciente pronosticaba mal tiempo para las fechas próximas a la inauguración. Quizá Dios permitiera que cayese un diluvio sobre los malditos telones y «Rembrandt» terminara suspendiéndose.
Pero sabía que no tendría tanta suerte: la historia demostraba que Dios protegía las artes.
A Benoit le gustaba de vez en cuando dar la impresión de que no le ocultaba nada a los cuadros. En su aterciopelado despacho de la séptima planta del Nuevo Atelier había ocho, y dos de ellos, al menos, eran lo bastante valiosos como para que el director de Conservación les demostrara, cada vez que podía, que los trataba con más respeto que a los seres humanos. Esto incluía, por supuesto, dialogar abiertamente con sus invitados sin necesidad de colocarles cobertores auditivos.
El despacho era un lugar pacífico y cómodo, almohadillado en azul. La luz destellaba intensamente en los hombros del delicado óleo de Philip Brennan, de sólo catorce años de edad, colocado detrás de Benoit. Bosch lo veía pestañear a ratos perdidos. Colgado del techo pendía una copia oficial de la Claustrofilia 17 de Buncher en una caja de cristal con orificios para respirar. A espaldas de Bosch, un Cenicero de Jan Mann se abrazaba las piernas sosteniendo el plato con el trasero. En la ventana, la espléndida anatomía de una rubia Cortina de Schobber esperaba, en postura de ballet, orden de descorrerse. La comida fue servida por dos utensilios de Lockhead, chico y chica, de pasos suaves, gatunos, perfumados. La Mesa era de Patrice Flemard: una plancha rectangular apoyada en la espalda de una figura rapada y pintada de azul de manganeso que, a su vez, se apoyaba en la espalda de otra figura similar. Cada una estaba atada por las muñecas a los tobillos de la otra. La inferior era una chica. Bosch sospechaba que la superior también, pero resultaba imposible cerciorarse.
La comida, en realidad, fue un pequeño banquete. Benoit no perdonaba nada: sopa de anguilas y eneldo con algas hiladas, pierna de ciervo en nuez moscada y fondo de parra con ensalada de hierbas y endivias y un postre que semejaba la huella de un crimen reciente: mousse de arándanos y frambuesa en sopa de leche agria, todo confeccionado por un catering que servía diariamente al Atelier. Antes y después, Benoit se entregó al ritual de las medicinas. Ingirió en total seis cápsulas rojiblancas y cuatro grageas esmeraldas. Se quejaba de la úlcera, afirmaba que no podía permitirse nada de lo que comía y que, para permitírselo, debía compensarlo con fármacos. Aun así, probó el Chablis y el Laffite que las figuras de Lockhead depositaron sobre la Mesa con gestos elegantes. La respiración suavísima de la Mesa hacía oscilar el vino. Bosch comió mal y apenas bebió. La atmósfera del despacho lo aturdía.
Hablaron de todo lo que podían hablar en voz alta en presencia de la docena de personas que había en la habitación aparte de ellos (aunque el silencio hacía pensar que estaban solos): de «Rembrandt» y las discusiones con el alcalde de Amsterdam sobre la instalación de la estructura de telones en el Museumplein; de los invitados que acudirían a la gala de presentación; de la posibilidad cada vez más firme de que la familia real holandesa visitara el Túnel antes de la inauguración.
Cuando la conversación languideció, Benoit alargó la mano hacia el empinado culo del Cenicero y atrapó los cigarrillos y el encendedor del gran plato dorado que se equilibraba sobre sus nalgas. El Cenicero era claramente masculino y estaba pintado en azul turquesa mate y decorado con líneas negras que recorrían sus piernas depiladas.
—Vamos al otro salón —dijo Benoit—. El humo no es conveniente para los cuadros y adornos.
«Eres un artista de la hipocresía, abuelito Paul», pensó Bosch. Sabía que Benoit había previsto desde el principio aquella segunda charla en privado, pero quería que sus obras se llevaran la buena impresión de que lo hacía para no molestarlas mientras fumaba.
Se dirigieron al salón contiguo y Benoit cerró la pesada puerta de roble. Casi sin transición, comenzó:
—Lothar, la situación es caótica. Esta mañana me he reunido con Saskia Stoffels y Jacob Stein. Los norteamericanos han decidido frenar. La financiación de la nueva temporada está paralizada. El asunto de El Artista les preocupa, y no les está gustando nada la retirada masiva de cuadros de Van Tysch. Desde aquí intentamos venderles la idea de que El Artista es un problema europeo, un loco nacional, por decirlo así. El Artista no es exportable, les explicamos, actúa en Europa y sólo en Europa. Pero ellos dicen: «Sí, sí, muy bien, pero ¿lo habéis atrapado?».
Apagó el cigarrillo en un cenicero metálico. Era un cenicero normal y corriente: Benoit sólo gastaba dinero en los adornos de carne y hueso. Al tiempo que hablaba sacó un pequeño aerosol del bolsillo interior de su impecable chaqueta de Savile Row.
—¿Tienes idea de lo que cuesta mantener esta empresa, Lothar? Cada vez que me reúno en una sesión de finanzas con Stoffels me ocurre igual: sufro vértigos. Nuestros beneficios son inmensos pero el agujero es enorme. Además, Stein lo comentaba esta mañana, antes éramos pioneros. Pero ahora… Dios mío. —Abrió la boca, apuntó con el pequeño aerosol a la garganta y disparó dos veces. Lo agitó furiosamente y disparó una vez más—. Cuando Art Enterprises apareció en 1998, no le augurábamos dos años de futuro, ¿recuerdas? Ahora es líder de ventas en América y monopoliza el apetitoso sector de coleccionistas de California. Y esta mañana Stoffels nos informó de que los japoneses están mejor. Eres libre de creértelo o no, pero la facturación de Suke en 2005 superó a la Fundación y a Art Enterprises en casi quinientos millones de dólares. ¿Sabes con qué?
—Con adornos —contestó Bosch.
Benoit asintió con la cabeza.
—Han logrado darnos un golpe decisivo, incluso en Europa. Actualmente no hay nada, óyeme bien, nada que supere a la artesanía humana japonesa. Y lo peor es que los artesanos europeos están confiando en los japoneses para la gestión de sus obras. Esa magnífica Cortina de mi despacho… ¿Has visto qué figura tan perfecta…? Pues es de Schobber, un artesano austríaco, pero la distribuye Suke. Sí, tal como te lo digo… Te parecerá extraño, pero estoy deseando que El Artista pertenezca a Suke, te lo juro. Relacionar a ese jodido sicópata con Suke sería una buena forma de ponerlos en entredicho… Pero no tendremos tanta suerte.
Guardó el aerosol y colocó una mano ante la boca. Expulsó el aliento y lo olió. No pareció satisfecho con el resultado, o quizás era que la úlcera volvía a dolerle, Bosch no estaba seguro. Entonces se sentó y durante un instante permaneció en silencio.
—Malos tiempos para el arte, Lothar, malos tiempos para el arte. La figura del artista solitario y genial sigue vendiendo, pero con independencia del artista. Van Tysch se ha convertido en un mito, como Picasso, y los mitos ya están muertos aunque sigan vivos porque ya no necesitan crear para vender; les basta con firmar el tobillo, el muslo o la nalga de sus obras. Sin embargo, sus obras son siempre las que mejor se venden y, por tanto, las que más importan. Eso equivale a la muerte del artista, claro. Y éste es el destino del arte actual, su meta inevitable: la muerte del artista. Regresamos a los tiempos prerrenacentistas, cuando pintores y escultores eran considerados poco menos que hábiles artesanos. Ahora bien, la pregunta es… Si los artistas han dejado de ser útiles para el arte pero resultan imprescindibles para el negocio, ¿qué debemos hacer con ellos?
Benoit acostumbraba a plantear preguntas sin esperar una respuesta específica. Bosch, que lo sabía, guardó silencio permitiéndole proseguir.
—Esta mañana Stein sugirió algo curioso: cuando Van Tysch desaparezca, tendremos que pintar otro. El arte tendrá que crear a sus propios artistas, Lothar: no para ser arte, porque no los necesita, sino para producir dinero. Hoy día cualquier cosa puede ser una obra de arte pero sólo un nombre llegará a valer tanto como el de Van Tysch. De modo que tendremos que esforzarnos para pintar a otro Van Tysch, sacarlo de la nada, otorgarle los colores apropiados y hacerlo resplandecer en el mundo. ¿Cómo dijo Stein…? Espera que recuerde sus palabras exactas… Me las aprendí de memoria porque me parecieron… Ah, sí. «Debemos crear a otro genio que siga guiando los pasos ciegos de la humanidad, y a cuyos pies los poderosos puedan continuar depositando sus tesoros…» Fuschus, me encanta. —Se detuvo un instante y frunció el ceño—. Pero menuda tarea, ¿no? Crear la capilla Sixtina siempre fue más fácil que crear a Miguel Ángel, ¿no crees?
Bosch asintió sin demasiado interés.
—¿Cómo va vuestra investigación, Lothar? —preguntó Benoit de repente.
Bosch sabía percibir cuándo llegaba el turno, para Benoit, de las preguntas que exigían respuesta.
—Paralizada. Estamos esperando los informes de Rip van Winkle.
«No confíes en nadie —le había advertido Wood—. Diles que nos hemos quedado quietos. A partir de ahora tendremos que jugar en solitario.»
—¿Y April? ¿Dónde está?
—Se ha marchado urgentemente a Londres. Su padre ha empeorado.
Era cierto que Wood había tenido que regresar a Londres el fin de semana debido al estado de salud de su padre. Pero le había dicho a Bosch que seguiría trabajando desde allí. La naturaleza de ese trabajo no la conocía ni siquiera él, pero le parecía obvio que la señorita Wood había diseñado su propio plan de contraataque. Bosch confiaba en aquel plan.
Se despidió de Benoit en cuanto pudo. Necesitaba descansar un poco. En la puerta, el director de Conservación lo detuvo con un gesto mientras volvía a rociarse la garganta de aerosol contra el mal aliento.
—Si puedes, calienta un poco los traseros de la gente del BAH. Están montando una fiesta para la semana de la inauguración. La policía habla de unos cinco mil procedentes de varios países. Eso estaría muy bien.
El grupo BAH era una de las organizaciones internacionales que más se oponían al arte hiperdramático. Su fundadora y líder, la periodista Pamela O’Connor, acusaba a artistas como Van Tysch o Stein de violación de derechos humanos, pornografía infantil, trata de blancas y degradación de la mujer. Sus quejas eran escuchadas y sus libros de denuncia se vendían muy bien, pero ningún tribunal le hacía caso.
—No creo que tiren cohetes, Paul —observó Bosch—. La gente de Pamela O’Connor se cansa incluso de escribir pancartas.
—Lo sé, pero me gustaría que los irritaras un poco, Lothar.
Necesitamos cierto grado de escándalo. En esta inauguración todo juega en contra nuestra, empezando por el título. ¿A quién diablos le importa Rembrandt hoy día, salvo a cuatro o cinco gilipollas especialistas en arte antiguo? ¿Quién va a pagar por venir a ver un homenaje a Rembrandt? El público vendrá a ver lo que ha hecho Van Tysch con Rembrandt, que no es lo mismo. Esperamos numerosos visitantes, pero necesitamos el doble o más. Las colas deberían llegar a Leidseplein. Un altercado entre miembros del BAH y de nuestro equipo de seguridad sería ideal… Varios periodistas situados en el lugar oportuno, fotos, noticias… La verdad es que grupos como el BAH son muy útiles. Stein, incluso, nos ha propuesto que lo financiemos en secreto, ¿puedes creerlo?
Bosch podía creerlo.
—Haz todo lo posible por caldear el ambiente —le guiñó un ojo Benoit.
—Intentaré pensar en positivo —replicó Bosch.
Se marchó sin haber hablado con Benoit del tema que más le importaba: la presencia de Danielle en la exposición.
La muchacha que está de pie junto al árbol lleva tan sólo un albornoz blanco y corto atado a la cintura, impropio para salir a la calle o permanecer quieta al aire libre. Pero otras cosas nos intrigan más de su aspecto. Por ejemplo, alguien le ha dibujado cejas, pestañas y labios con un pincel y su cabello es de un color bermellón reluciente y huele a óleo. La piel que podemos contemplar, la de la cara, cuello, manos y piernas, revela un lustre artificial, como si estuviera plastificada. Sin embargo, por rara que sea su apariencia, algo en su mirada, algo que nada tiene que ver con el disfraz de pintura ni con su absurdo vestuario, un rasgo profundo, previo a toda figura y todo dibujo, pero visible, colocado ahí, dentro de sus ojos, nos impulsaría quizás a detenernos e intentar conocerla mejor. Un niño quedaría fascinado ante los maravillosos colores de su cuerpo. A un adulto le intrigaría más su forma de mirar.
El hombre que está de pie frente a ella es uno de los mayores artistas de este siglo; en el futuro será considerado uno de los más grandes de todos los tiempos. Saber esto nos llevará a pensar que su aspecto está marcado por la celebridad. Es un hombre alto y esbelto, de unos cincuenta años. Viste completamente de negro y lleva unas gafas colgando del cuello. El rostro es alargado y estrecho, rematado por abundante pelo azabache que clarea en las patillas. La frente es amplia y está surcada de líneas. Dos líneas más negras, como engrosadas por la insistencia del lápiz, forman las cejas. Los ojos son grandes y oscuros pero los párpados penden ligeramente, de manera que la mirada se muestra a medias, siempre capaz de mirar más. La nariz es recta y ostentosa. El rictus de los labios está enmarcado por un bigote y una perilla compactos. No hay ni una sola mancha de barba en sus mejillas. Nos esforzamos por abstraer sus facciones del recuerdo de fotos y reportajes, del conocimiento del hombre al que pertenecen, y, tras meditar con detenimiento, concluimos por fin que no: no hay nada especial en esta fisonomía, todo lo especial que tiene este rostro lo añado yo con lo que sé sobre él. Podría ser el médico que me atiende en la consulta, el asesino cuya foto destella una sola vez en la televisión, el mecánico que me devuelve el coche revisado.
Él no le había dirigido la palabra todavía. Había hablado con Uhl en holandés y Gerardo se apresuró a traducir sus instrucciones. Debía ponerse el albornoz y acompañarlo: al Maestro le gustaba pintar al aire libre. Salieron en silencio, Van Tysch caminando delante de ella. La temperatura de aquella tarde de viernes era excelente, quizás un poco fresca, pero a ella no le importaba. Tampoco le importó olvidar las zapatillas. Estaba demasiado nerviosa para preocuparse por esos detalles. Además, aunque el terreno de grava era incómodo, se hallaba acostumbrada a andar descalza. Van Tysch abrió la cancela y Clara se escabulló antes de que la puerta se cerrara. Atravesaron la vereda y continuaron por el césped hasta llegar al Plastic Bos, donde Gerardo la había llevado el día anterior. Los rayos de sol penetraban entre las ramas bajas. Eran como pinceladas de oro ejecutadas con tiralíneas. Van Tysch se detuvo y ella lo imitó. Se quedaron mirándose durante un rato.
El Plastic Bos se extendía como un charco en medio del pequeño bosque de pinos. Su área de veinte metros de largo por seis de ancho la demarcaban once árboles falsos que se diferenciaban de los de verdad sobre todo porque eran más bonitos y porque sus hojas producían una melodía de granizo cuando el viento soplaba con fuerza. A Clara no le parecía mal el Plastic Bos. Pensaba que encajaba con Holanda, país de paisajes de Vermeer y Rembrandt; de ciudades para duendes como Madurodam, con casitas, canales, iglesias y monumentos a escala; de diques y pólders donde las tierras han sido inventadas por la voluntad humana en su terca pugna con el mar. Se encontraba descalza sobre la tupida alfombra de césped de silicona, junto a uno de los árboles. El sol que descendía le daba en la cara pero ella procuraba no parpadear.
Quería mantener los ojos bien abiertos porque a tres metros de distancia estaba Bruno van Tysch.
—¿Le gusta Rembrandt? —fue lo primero que dijo él, en correcto castellano.
Su voz era grave y majestuosa. En el teatro griego, voces como aquélla encarnaban a Zeus.
—No conozco mucho su pintura —respondió Clara. Su lengua, imprimada y amarilla, se había movido con esfuerzo.
Van Tysch repitió la pregunta. Era evidente que su respuesta no le había satisfecho. Clara buscó dentro de sí misma y extrajo toda su sinceridad.
—No —dijo—. La verdad es que no me gusta.
—¿Por qué?
—Pues no sé. Pero no me gusta.
—A mí tampoco —replicó el pintor inesperadamente—. Por eso no me canso de mirar sus cuadros. Es conveniente enfrentarnos una y otra vez a lo que no nos gusta. Lo que no nos gusta es como un amigo honrado: nos ofende diciéndonos la verdad.
Hablaba en un tono apagado y cansino. Clara pensó que era un hombre inmensamente triste.
—Nunca lo había visto de esa manera —murmuró ella—. Es muy interesante esa opinión.
Pensó que Van Tysch no necesitaba de sus elogios y apretó los labios.
—¿Su padre ha muerto? —preguntó él de repente.
—¿Perdón?
Volvió a repetir la pregunta. Por un momento a Clara le pareció extraño que Van Tysch hubiera cambiado de tema con tanta brusquedad. El hecho de que conociera detalles de su biografía, sin embargo, no le sorprendía en absoluto. Supuso que el Maestro indagaba en la vida de cada uno de los lienzos que contrataba.
—Sí —respondió.
—¿Por qué se asusta tanto por las noches?
—¿Qué?
—Cuando mis ayudantes la despertaban haciendo ruidos en la ventana. ¿Por qué ponía esa cara de horror?
—No lo sé. Tenía miedo.
—¿De qué?
—No sé. Siempre he tenido miedo de que alguien entre en mi casa de noche.
Van Tysch se acercó y movió la cabeza de Clara como una gema bajo la luz, sujetándola de la barbilla. Luego se apartó de ella dejando su cabeza ladeada hacia la derecha. Los rayos del sol enguirnaldaban las ramas. La atmósfera del bosque de plástico era húmeda, prismática, y las tangentes de luz se desmenuzaban en colores puros.
Él parecía observarla, pero ella no podía estar segura de eso.
—Mi madre era española —comentó Van Tysch.
Los increíbles cambios de tema eran, al parecer, la norma en el diálogo con aquel hombre. Clara lo aceptó sin problemas.
—Sí, lo sé —repuso ella—. Y usted habla muy bien el castellano, por cierto.
Otra vez se dio cuenta de su inútil elogio. Van Tysch prosiguió, como si no la hubiese escuchado:
—Yo nunca la conocí. Mi padre rompió todas sus fotos cuando ella murió, y nunca pude verla. Mejor dicho, la vi en los dibujos que le hizo. Eran acuarelas. Mi padre era buen pintor. Vi por primera vez a mi madre en las acuarelas de mi padre, de modo que no estoy muy seguro de que él no la embelleciera aún más. A mí me pareció muy, muy, muy hermosa. —Había pronunciado aquel triple «muy» con lentitud, evocando un sonido distinto cada vez, como si quisiera descubrir significados ocultos en la palabra entonándola de diversas maneras—. Pero quizá todo se debía al arte de mi padre. No sé si las acuarelas eran mejores o peores que el original, nunca lo he sabido, nunca he querido saberlo. No conocí a mi madre, eso es todo. Más tarde comprendí que eso es lo normal. Quiero decir que lo normal es no conocer.
Hizo una pausa y se acercó. Movió la cabeza de Clara hacia el lado opuesto pero pareció cambiar de idea y volvió a girarla del lado en que se encontraba. Retrocedió unos pasos y se acercó otra vez. Apoyó una mano en su nuca y le hizo inclinar la cabeza. Se puso las gafas de lectura que colgaban de su cuello y miró algo. Se las quitó y retrocedió unos pasos.
—Su padre también debió de morir joven —dijo.
—¿Mi padre?
—Sí, su padre.
—Murió a los cuarenta y dos años de un tumor cerebral. Yo tenía nueve años.
—Entonces tampoco lo conoció. Sólo le quedan imágenes de él. Pero nunca lo conoció.
—Bueno, un poco sí. A los nueve años ya me había hecho alguna idea sobre él.
—Siempre nos hacemos alguna idea sobre las cosas que no conocemos —replicó Van Tysch—, pero eso no significa que las conozcamos mejor. Usted y yo no nos conocemos, pero ya nos hemos hecho una idea el uno del otro. Usted no se conoce a sí misma, pero ya se ha hecho una idea sobre usted.
Clara volvió a asentir. Van Tysch prosiguió.
—Nada de cuanto nos rodea, nada de cuanto sabemos o ignoramos, nos es completamente desconocido ni completamente conocido. Los extremos son invenciones fáciles. Sucede igual con la luz. No existe la oscuridad total, ni siquiera para un ciego, ¿no lo sabía? La oscuridad está poblada de cosas: formas, olores, pensamientos… Y observe la luz de esta tarde de verano. ¿Diría usted que es pura? Mírela bien. No me refiero sólo a las sombras. Mire entre los resquicios de la luz. ¿Advierte los diminutos grumos de tiniebla? La luz está bordada sobre una tela muy oscura, pero es difícil verlo. Hay que madurar. Cuando maduramos, entendemos por fin que la verdad es un punto intermedio. Es como si los ojos se nos acostumbraran a la vida. Comprendemos que el día y la noche, y quizá la vida y la muerte, no son sino grados de un mismo claroscuro. Descubrimos que la verdad, la única que merece tal nombre, es la penumbra.
Tras una pausa, como si hubiera reflexionado sobre lo que acababa de decir, repitió:
—La única verdad es la penumbra. Por eso todo es tan terrible. Por eso la vida es tan absolutamente insoportable y terrible. Por eso todo es tan espantoso.
A Clara no le pareció que pusiera emoción en lo que decía. Era como si pensara en voz alta mientras trabajaba. La mente de Van Tysch canturreaba en el vacío.
—Quítese el albornoz.
—Sí.
Mientras ella se desnudaba, él preguntó:
—¿Qué sintió al morir su padre?
Clara estaba doblando el albornoz sobre una rama. El aire envolvía su cuerpo desnudo e imprimado como la caricia de un agua muy pura. La pregunta la hizo interrumpirse y mirar a Van Tysch.
—¿Al morir mi padre?
—Eso es. ¿Qué sintió?
—No mucho. Quiero decir… No creo que lo sintiera tanto como mi madre y mi hermano. Ellos lo conocieron más y fue más duro para ellos.
—¿Lo vio usted morir?
—No. Murió en el hospital. Estaba en casa cuando le dio una crisis, una convulsión. Se lo llevaron al hospital y no me dejaron ir a verle.
Van Tysch continuaba mirándola. El sol se había movido un poco e iluminaba parcialmente su rostro.
—¿Ha soñado con él después?
—Algunas veces.
—¿Cómo son esos sueños?
—Sueño con su… con su cara. Su cara se me aparece, me dice cosas raras, luego se va.
Un pájaro cantó y enmudeció. Van Tysch entornaba los ojos mirándola.
—Camine hacia allí —le dijo. Señalaba la sombra de un árbol falso.
La hierba plástica se aplastó dócilmente bajo sus pies descalzos. Van Tysch elevó el brazo derecho.
—Ahí está bien.
Se detuvo. Van Tysch se había colocado las gafas y se acercaba. El no la estaba tocando, apenas la trazaba con órdenes breves, pero ella ya se percibía distinta, con una fisonomía diferente, mejor dibujada que nunca. Estaba convencida de que su cuerpo haría todo lo que él le dijese sin esperar a que su cerebro lo aprobara. En cuanto a su mente, intentaría rendirla también a sus pies. Toda. Por completo. Lo que él dijera, lo que él quisiera. Sin límites.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Van Tysch.
—¿Cuándo?
—Ahora.
—¿Ahora?
—Sí, ahora. Dígame lo que está pensando. Dígame exactamente lo que está pensando ahora.
Decidió hablar casi sin necesidad de que las palabras acudieran a su cerebro.
—Pienso que jamás me había sentido así con ningún pintor. Que me he entregado a usted. Que mi cuerpo hace lo que usted dice casi antes de que usted lo diga. Y pienso que mi mente también tiene que entregarse. Estaba pensando eso cuando usted me preguntó qué pasaba.
Cuando terminó fue como si hubiera arrojado un lastre. Se revisó. Descubrió que no le quedaba nada por confesar. Guardó silencio como un soldado esperando órdenes.
Van Tysch se quitó las gafas. Parecía aburrido. Murmuró algunas palabras en holandés mientras sacaba del bolsillo un pañuelo y un pequeño frasco. En algún lugar del cielo rugió un avión. El sol agonizaba.
—Vamos a borrar estos rasgos —dijo, mojando una punta del pañuelo en el líquido del frasco y dirigiéndolo hacia su frente.
Ella no movió un músculo. El dedo de Van Tysch envuelto en el pañuelo raspaba su cara con fuerza. Cuando descendió hacia sus ojos se obligó a no cerrarlos, ya que él no le había dicho que lo hiciera. Imágenes débiles de Gerardo la visitaban como remotos ecos. Se había sentido bien cuando él le dibujó el rostro, pero ahora se alegraba de que Van Tysch lo borrara. Había sido una torpeza más por parte de Gerardo, como si un niño pintarrajeara en una esquina de un lienzo que Rembrandt pensaba usar. Le parecía increíble que Van Tysch no hubiera protestado.
Cuando finalizó, Van Tysch volvió a calarse las gafas. Por un momento ella creyó que no estaba satisfecho. Luego lo vio guardar el frasco y el pañuelo.
—¿Por qué tiene miedo de que alguien entre en su casa de noche?
—No sé. De verdad, no lo sé. No recuerdo que me haya pasado nada nunca.
—Vi las grabaciones nocturnas que le hicimos y me sorprendí con las caras de terror que ponía usted cuando mis asistentes se acercaban a la ventana. Pensé que podíamos fijar alguna expresión de ese tipo. Pintarla así, quiero decir. Y quizá lo haga. Pero voy en busca de algo mejor…
Ella no dijo nada. Siguió mirándolo. Por encima de la cabeza de Van Tysch el cielo se oscurecía.
—¿Qué sintió al morir su padre?
—Me sentí bastante mal. Fue un poco antes de las navidades. Recuerdo que esas navidades fueron muy tristes. Al año siguiente se me fue pasando.
—¿Por qué ha parpadeado?
—No lo sé. Quizá su aliento. Al hablar, lo echa sobre mí. ¿Quiere que intente no parpadear?
—¿Qué sintió al morir su padre?
—Mucha tristeza. Lloré mucho.
—¿Por qué le excita tanto que alguien entre en su casa de noche?
—Porque… ¿Excitarme? No, no me excita. Me da miedo.
—No es usted sincera.
La frase la cogió desprevenida. Dijo lo primero que se le pasó por la cabeza.
—No. Sí.
—¿Por qué no es sincera?
—No sé. Tengo miedo.
—¿De mí?
—No sé. De mí.
—¿Está excitada ahora mismo?
—No. Un poco, quizá.
—¿Por qué responde siempre dos cosas distintas?
—Porque quiero ser sincera. Decir todo lo que se me ocurre.
Van Tysch parecía vagamente irritado. Sacó un papel doblado del bolsillo de su chaqueta, lo desdobló e hizo algo inesperado. Se lo arrojó a ella a la cara.
El papel golpeó su rostro y planeó hasta el suelo de plástico. Cuando cayó, Clara pudo reconocerlo: era un maltrecho catálogo de Muchacha ante el espejo, de Alex Bassan. En el catálogo aparecía una foto en primer plano de su rostro.
—Vi esta foto cuando buscaba un lienzo para una figura de «Rembrandt» y me atrajo de inmediato el brillo que hay en su mirada —dijo Van Tysch—. Ordené que la contrataran, la hice tensar e imprimar y pagué por usted una fortuna para traería desde Madrid como material artístico. Pensé que ese brillo sería ideal para mi obra y que podría pintarlo mucho mejor que este tipo. ¿Por qué no lo consigo? En las grabaciones de la granja no lo he visto. Pensé que se relacionaría con su terror nocturno y ordené a mis ayudantes que saltaran al vacío esta madrugada con usted. Pero no creo que dependa de la tensión del momento, por eso he venido personalmente. Ahora mismo me ha parecido sorprenderlo durante una décima de segundo, cuando me acercaba a usted. Le pregunté qué había pasado. Pero no creo que el brillo se relacione con usted. Creo que es independiente de usted. Aparece y desaparece como un animal tímido. ¿Por qué? ¿Por qué de improviso sus ojos relumbran así?
Antes de que ella pudiese contestar, Van Tysch habló con otra voz. Era un susurro helado, una corriente galvánica.
—Me he cansado de hacerle preguntas para verlo aparecer y fijarlo en su mirada, pero usted responde a todo como una idiota y no veo lo que me interesa por ninguna parte. Se comporta como una niña guapita que buscara una oportunidad. Un cuerpo bonito que quiere ser pintado. Se considera muy bella y quiere destacar. Desea ser convertida en algo precioso. Cree ser un lienzo profesional, pero no sabe lo que es ser lienzo y morirá sin saberlo. Las grabaciones de la granja me lo han demostrado: como lienzo, es usted absolutamente mediocre. Lo único que me interesa de usted es lo que hay en sus ojos. Hay cosas dentro de nosotros que son más grandes que nosotros, y aun así, siguen siendo ínfimas. Por ejemplo, el tumor de su padre. Cosas diminutas pero más importantes que toda nuestra vida. Cosas que dan miedo. El arte se hace con esas cosas. De vez en cuando las sacamos afuera: a eso lo llamamos «purgar». Es como si vomitáramos. Para mí, usted es más despreciable que su vómito. Yo quiero su vómito. ¿Y sabe por qué?
Ella no respondió. Agradecía, de alguna forma, carecer de lágrimas, porque estaba deseando llorar.
—Dígame. ¿Sabe por qué lo quiero? —volvió a preguntar Van Tysch en tono indiferente.
—No —murmuró ella.
—Porque es mío. Está en usted, pero es mío. —Se golpeaba el pecho con el dedo índice—. Ese brillo que a ratos surge en sus ojos me pertenece. Yo fui quien lo vio primero, y por lo tanto es mío.
Se apartó, dio media vuelta y se alejó unos pasos. Clara lo oyó manipular algo. Cuando se volvió, pudo ver que sostenía una pipa que acababa de rellenar.
—De modo que aquí nos quedaremos, usted y yo, hasta verlo aparecer.
Acercó la llama de una cerilla a la cazoleta. La oscuridad que los rodeaba era cada vez más profunda. Arrojó al suelo la cerilla y la apagó con el pie.
—Ventajas de los bosques de plástico no inflamable —dijo.
Fue aquella inusitada broma, justo aquella pésima broma que él había intercalado en su helado discurso, lo que a ella le pareció más atroz. Tuvo que hacer acopio de todas sus fuerzas para no decir ni hacer nada, para seguir mirándolo inmóvil.
—Voy a azuzar a ese animalito brillante de sus ojos para que salga de la madriguera —dijo Van Tysch—. Y cuando lo vea salir, lo atraparé. Lo demás no me interesa.
Y, tras una breve pausa, añadió:
—Lo demás sólo es usted.
Ignoraba cuántas horas llevaba inmóvil, de pie sobre la hierba de plástico, soportando la noche sobre su tersa desnudez. Se había levantado un viento frío, norteño. Las nubes cubrían el cielo. Un helor lento y profundo, que parecía provenir del interior de su cuerpo, horadaba su voluntad como un taladro. Pero intuía que su sufrimiento no provenía de las incomodidades físicas sino de él.
Van Tysch iba y venía. De vez en cuando se acercaba y contemplaba su rostro en la creciente oscuridad. Entonces torcía el gesto y se alejaba. En una ocasión se marchó. Estuvo ausente un tiempo indeterminado y regresó con lo que parecían unas frutas. Apoyó la espalda en un árbol de plástico y se puso a comer, ignorándola. Ella, a lo lejos, de pie e inmóvil, lo veía como una mancha oscura de largas piernas, una araña inmensa y esbelta. Luego lo vio echarse en la hierba y cruzar los brazos. Parecía dormitar. Clara sentía hambre, frío, intensos deseos de relajar la postura, pero nada de eso le preocupaba en aquel momento. Estaba intentando, ante todo, conservar intacta su voluntad.
En un momento dado Van Tysch se acercó de nuevo. Caminaba a trompicones, resoplando como una bestia enfurecida.
—Dígame —le espetó.
Ella no entendió. Él soltó entonces una especie de furioso alarido. La voz se le quebró a mitad de palabra, como la de un fumador veterano.
—¡Dígame lo que sea!
A ella le costaba trabajo hablar. La poderosa inercia de silencio que había mantenido durante horas se lo impedía. Sin embargo, obedeció. Sus palabras emergieron de ella como si sólo la boca interviniera.
—Me siento mal. Quiero hacerlo lo mejor posible pero me siento mal porque usted me desprecia. Pienso que está usted loco o que es un cabronhijodeputa, puede que sea las dos cosas, loco y cabronhijodeputa. Le odio, y creo que usted quería que yo le odiara. No soporto que me desprecie. Antes usted me excitaba. Se lo juro. Me excitaba sentirme en sus manos. Ahora ya no. Empieza usted a importarme una mierda. Y aquí estoy.
Cuando terminó, comprendió que Van Tysch apenas la había escuchado. Seguía mirándola a los ojos.
—¿Qué sintió al morir su padre? —preguntó Van Tysch.
—Alivio —dijo Clara de inmediato—. Su enfermedad era espantosa. Se quedaba en el sofá mucho tiempo y babeaba. Se tiraba pedos delante de mí y me sonreía como si fuera un animal. Un día vomitó en el comedor, se agachó y comenzó a buscar algo en el vómito. Estaba enfermo, pero yo no podía entenderlo. Mi papá había sido siempre una persona amable y culta. Adoraba la pintura clásica. Aquella cosa no era mi padre. Por eso me alivió su muerte. Pero ahora sé que…
—Cállese —dijo Van Tysch sin elevar la voz—. ¿Por qué le aterroriza que alguien entre de noche en su habitación?
—Tengo miedo de que alguien me haga daño. Tengo miedo de que alguien me haga daño. Le estoy diciendo todo lo que sé.
El viento había acrecido. En la rama del árbol más próximo, el albornoz osciló y terminó cayendo, pero Clara no lo supo.
—La sinceridad nos cuesta, ¿no es cierto? —gruñó Van Tysch—. Nos han enseñado que es lo opuesto a la mentira. Pero le diré algo. La sinceridad, para muchos, no es otra cosa que la obligación de no decir mentiras. Se trata también de un artificio.
—Intento ser sincera.
—Por eso no lo es.
Los faldones de la chaqueta de Van Tysch se agitaban con el viento. Se había subido las solapas para proteger su cuello del frío y se frotaba las manos. Entonces, repentinamente, apuntó a la cabeza de Clara con el dedo índice.
—Ahí dentro se mueve algo, gira algo, se esconde algo que quiere salir. ¿Por qué es usted tan seria consigo misma? ¿Por qué se toma todo esto como si fuera un ejercicio militar? ¿Por qué no hace algo tonto? ¿Tiene ganas de vaciar la vejiga?
—No —dijo Clara.
—Inténtelo, no obstante. Orínese encima.
Lo intentó. No logró ni una gota.
—No puedo —dijo.
—¿Ve? Dice: «No puedo». Todo en usted es poder o no poder. «Puedo hacer esto, no puedo hacer lo otro…» Olvídese de usted por un momento. Lo que quiero es que entienda… No, no que entienda… Lo que quiero es decirle que usted no importa… En fin, para qué hablar si no me cree. —Hizo una pausa, como si se detuviera a escoger palabras más sencillas. Entonces prosiguió con lentitud, ayudándose de las manos—. Usted es un mero transporte de algo que yo necesito para mi obra. Mire, se lo digo con sinceridad, sé que le resulta difícil admitirlo, pero imagínese como una cáscara: yo quiero romperla, pero no porque la odie, no porque la desprecie, no porque la considere especial, sino porque busco lo que lleva dentro. El resto lo tiraré. Déjeme hacerlo.
Clara no dijo nada.
—Dígame, al menos, que no desea que lo haga —sugirió Van Tysch con calma, casi suplicando—. Opóngase a mí.
—Quiero darle lo que rae pide —tartamudeó Clara—, pero no puedo.
—Ah, ¿lo ve? «No puedo.» Le he tendido una pequeña trampa. Por supuesto que no puede. Pero ¿ve? Se está esforzando. No quiere aceptar su condición de mero vehículo. Es como si la cáscara pudiera partirse por sí sola, sin ninguna clase de presión. —Alzó una mano y la depositó en el hombro desnudo de ella con suavidad—. Está usted helada. Y fíjese cómo tiembla. ¿Ve cómo tengo razón? Ahora mismo está esforzándose. ¡Esforzándose! Lo mejor que podemos hacer es dejarlo.
Se apartó un instante. Cuando regresó, traía el albornoz.
—Vístase.
—Noporfavor.
—Vamos, vístase.
—Porfavornoporfavor.
Sabía perfectamente que Van Tysch estaba empleando una técnica pictórica bastante burda: la falsa compasión. Pero su pincelada había sido maestra. Algo dentro de ella había cedido. Lo sentía de la misma forma que podría haber sentido la llegada de la muerte. La simple idea de regresar a la casa le provocaba terror. Aquella casi intolerable posibilidad —volver a ponerse el albornoz y terminar con todo de un plumazo— había fragmentado algo muy duro en su interior. Sus hombros se agitaron. Comprendió que lloraba sin lágrimas.
Él la observó un instante.
—Es buena esta expresión —dijo—, bastante buena, pero no veo nada especial en sus ojos. Habrá que probar otra cosa.
Hubo un silencio. Clara cerró los ojos con fuerza. Van Tysch la miraba atentamente.
—Es increíble —susurró—. Su voluntad es enorme pero no puede suprimirse a sí misma. Tira de los músculos de su rostro. Mantiene las riendas tensas. Vamos, vamos… ¿Es que desea convertirse en una gran obra? ¿Acaso ha aceptado ser pintada por eso? ¿Desea ser una obra maestra…? Qué gran equivocación. Mire… Incluso ahora, al oírme, vea lo tensa que se pone… Su voluntad le susurra: «¡Debo resistir!».
Alzó una mano y le tocó un pecho. Lo hizo con indiferencia, como si manipulara un objeto intentando descubrir para qué servía. Clara gimió. Sus pechos estaban fríos y sensibles.
—Si la toco, si la utilizo, usted se vuelve un cuerpo, ¿lo ve? Su expresión cambia, y me agrada esa boca entreabierta, pero no es exactamente lo que busco… No, no es lo que busco… —Apartó la mano—. Muchos pintores han hecho muchas obras con usted, y todas muy bonitas. Es usted atractiva. Ha hecho art-shocks. Le encantan los desafíos. Perteneció a The Circle de adolescente. Se marchó a Venecia el año pasado a ser pintada por Brentano. Cuánta experiencia —ironizó Van Tysch—. La han convertido en un arquetipo del deseo. La han utilizado para excitar los bolsillos. Usted buscaba ser obra y ellos la han transformado en cuerpo. —Con el dedo índice le apartó el cabello de los ojos. Clara podía sentir su aliento a picadura de pipa—. Nunca me ha gustado que un lienzo pase por las manos de muchos pintores. Puede llegar a creerse que la pintura es él. Y el lienzo nunca, nunca es la pintura: sólo su soporte.
—¡Yo sé muy bien lo que soy! —estalló Clara—. ¡Y ahora también sé lo que es usted!
—Falso. Usted no sabe lo que es.
—¡Déjeme en paz!
Van Tysch la observaba fijamente.
—Esta expresión está mejor. Orgullo herido. Autocompasión. Es interesante ese temblor de labios. ¡Si lograra también el brillo sería perfecto…!
Hubo un largo silencio. Van Tysch se inclinó sobre ella acodándose encima de su hombro izquierdo. Su chaqueta rozaba el cuerpo desnudo de Clara y el peso de su brazo sobre el hombro la obligaba a mantenerse tensa. Ella notó que la miraba como a un interesante problema pictórico, un dibujo de trazo difícil o delicado del que no acababa de sentirse satisfecho. Desvió la vista de los ojos de Van Tysch. Transcurrió una eternidad hasta que oyó su voz de nuevo.
—Qué extraordinaria miseria somos los seres humanos. ¿Quién ha dicho que podemos, alguna vez, ser obras de arte? A mis «Flores» les duele la espalda. Mis «Monstruos» son criminales y tarados. Y «Rembrandt» es como una burla de los verdaderos cuadros de un verdadero pintor. Le contaré una anécdota. El arte hiperdramático lo inventó Vasili Tanagorsky. Llegó un día a una galería, durante la inauguración de una exposición de sus obras, se subió a un podio y dijo: «La pintura soy yo». Fíjese qué broma. Pero Max Kalima y yo éramos muy jóvenes entonces y nos lo tomamos en serio. Un día fuimos a visitarlo. Tenía demencia senil y estaba ingresado en un hospital. Por la ventana de su habitación se vislumbraba un precioso ocaso inglés. Tanagorsky lo contemplaba sentado en una silla. Al verme, señaló el horizonte y me dijo: «Bruno, ¿qué le parece mi último cuadro?». Y Kalima y yo nos reímos pensando que ahora hablaba en broma. Pero eso sí era serio. La naturaleza resulta, en conjunto, una obra mucho más admirable que el hombre.
Mientras hablaba deslizó un dedo por los rasgos de Clara: la frente, la nariz, los pómulos. Su codo continuaba apoyado en el hombro de ella.
—Qué terror… Qué gran terror el día en que un pintor sepa hacer una obra de arte de verdad con un ser humano.
¿Sabe cómo creo yo que sería esa obra? Una que todo el mundo aborrecería. Mi sueño consiste en hacer, algún día, una obra por la que se me insulte, se me desprecie, se me maldiga… Ese día habré hecho arte por primera vez en mi vida. —Se apartó de ella y le entregó el albornoz—. Estoy cansado. Mañana seguiré pintándola.
Dio media vuelta y echó a caminar. Parecía conocer perfectamente la dirección, pese a que la oscuridad ya era casi total. Clara lo siguió con las manos en los bolsillos del albornoz, tambaleante, tiritando de frío y calambres debido a la prolongada inmovilidad. En el porche aguardaban Gerardo y Uhl. Las luces del techo los encapuchaban de oro. Era como si nada hubiese sucedido: Clara creyó incluso que se encontraban en la misma posición en que recordaba haberlos visto por última vez. Gerardo tenía las manos en la cintura. En el Mercedes, aparcado frente a la casa, se agazapaba la silenciosa sombra de Murnika de Verne, la secretaria del Maestro.
De súbito, como si se le hubiera ocurrido algo, Van Tysch se detuvo a medio camino y se volvió. Clara también se detuvo.
—Acérquese más al coche —dijo Van Tysch—. Pero no mucho. Deténgase ahí.
Ella se desplazó hacia donde él señalaba. Toda la mitad superior de su cuerpo se reflejaba ahora en la luna negra opaca de la ventanilla del automóvil.
—Mire hacia la ventanilla.
Lo hizo. No vio otra cosa que su propio cuerpo envuelto en el albornoz y su pelo corto y rojo oscurecido por la noche. De repente, la sombra trémula de Van Tysch apareció junto a ella. Su tono de voz revelaba desesperación.
—¡Ahora…! ¡He vuelto a verlo…! ¡En la foto del catálogo está usted frente a un espejo…! ¡Son los espejos…! ¡Los espejos le producen eso en los ojos! ¡He sido un imbécil! ¡Un verdadero imbécil!
Aferró a Clara del brazo y la arrastró hacia la casa. Al mismo tiempo gritaba frases a sus ayudantes, que desaparecieron velozmente por la puerta. Cuando Van Tysch y Clara entraron, Gerardo y Uhl estaban acercando uno de los espejos de cuerpo entero al centro del salón. El pintor situó a Clara frente a él.
—¿Era esto…? ¿Era esto tan simple lo que buscaba…? ¡No, no me mire a mí! ¡Mírese usted…!
Clara contempló su propio rostro en el cristal.
—¡Se mira a sí misma y se enciende! —exclamó Van Tysch—. ¡No puede evitarlo! ¡Se mira y se… se convierte en otra cosa…! ¿Le fascina ver su imagen?
—No sé —respondió ella tras una pausa—. Un día, cuando era niña, entré en un desván… Había un espejo, pero yo no lo sabía… Lo vi y me asusté…
—Retroceda.
—¿Qué?
—Vaya hacia la pared y siga mirándose en el espejo desde allí… Así… Exacto, cuando se observa desde lejos, su expresión cambia… Se hace más intensa. En el coche, perdió eso al acercarse… ¿Por qué…? Necesita contemplarse de lejos… Necesita ver su imagen a cierta distancia… Su imagen lejana… ¿O quizá más pequeña…? ¡También vi aparecer esa expresión cuando me acerqué a usted en el Plastic Bos! ¡Pero en ese momento no había espejos a su…! —Se detuvo y alzó un índice—. ¡Yo llevaba gafas! ¡Gafas…! ¿Este objeto le dice algo?
Clara no creía haber dado muestras de un sobresalto especial, pero Van Tysch lo había notado. Se acercó a ella con las gafas puestas, cogió su cara entre las manos y le habló con una voz que casi era dulce.
—Cuente. Vamos, cuente. Hay cosas dentro de nosotros, leves, frágiles y domésticas como los niños. Detalles nimios pero más importantes que toda nuestra vida. Sé que está luchando por recordar algo así.
Una diminuta Clara observaba a Clara desde los cristales de las gafas de Van Tysch. Las palabras salieron de sus labios, obedientes, a infinita distancia de su mente aturdida.
—Sí, hay algo —susurró—. Pero nunca le di mucha importancia.
—Eso es exactamente lo que más importa —dijo Van Tysch—. Cuéntelo.
—Mi padre entró una noche en mi habitación… Sucedió cuando ya estaba enfermo…
—Continúe. Pero no deje de mirarse en mis gafas mientras habla.
—Me despertó. Me despertó y me asustó. Pero él ya estaba enfermo…
—Siga.
—Acercó mucho su rostro al mío… mucho…
—¿Encendió una luz?
—Una lámpara en mi mesilla de noche.
—Siga. ¿Qué hizo después?
—Acercó mucho su rostro al mío —repitió Clara—. No hizo nada, sólo eso. Llevaba las gafas puestas. Las gafas de mi padre eran muy grandes. A mí siempre me lo parecieron. Muy grandes.
—Y usted se vio reflejada en ellas.
—Sí, creo que sí… Ahora recuerdo que… Vi mi rostro en los cristales. Por un momento pensé en un cuadro: la montura era gruesa y parecía el marco… Yo estaba dentro del cristal…
—¡Siga! ¿Qué ocurrió entonces?
—Mi padre me dijo algunas cosas que no entendí. «¿Te pasa algo, papá?», le pregunté. Pero él sólo movió los labios. De repente, no sé por qué, pensé que no era mi padre quien estaba allí conmigo sino otra persona. «Papá, ¿eres tú?», le pregunté. Y él no me respondió. Aquello me dio mucho miedo. Volví a preguntarle: «¡Papá! ¡Dime, por favor, si eres tú!». Pero no me respondió. Me eché a llorar mientras él se marchaba de la habitación y…
—Es perfecto —dijo Van Tysch—. Cállese ya. Es perfecto. —Hizo señas a Gerardo y Uhl para que se acercaran—. Su expresión, ahora… Un rostro de horror y piedad, de amor y de espanto. Es perfecto. Ha aflorado. La he pintado. Es mía.
Se volvió hacia sus ayudantes y empezó a hablar en holandés. Ella comprendió que hablaba del cuadro. Les daba instrucciones. Había cambiado por completo de actitud, ya no se mostraba furioso ni emocionado. Era como si pensara en voz alta, abstraído por simples dificultades técnicas. Luego hizo una pausa y volvió a mirar a Clara. Sumida aún en la tensión de lo que acababa de recordar, ella sonrió débilmente.
—Pero nunca he creído que esto que me sucedió de niña me marcara de forma especial… Yo… Mi padre estaba muy enfermo y… y se comportaba así. No quería hacerme ningún daño… Yo lo entendí con el tiempo…
—A mí no me importa si la ha marcado o no —replicó Van Tysch con aspereza—. Soy pintor de personas, no sicoanalista. Además, ya le he dicho que usted no me importa en absoluto, de modo que ahórrese sus estúpidas observaciones. Ya tengo lo que buscaba. Colocaremos un espejo oculto frente a usted, de forma que el público no pueda verlo pero usted se refleje en él. Y ya está.
No volvió a dirigirse a Clara. Dio las últimas instrucciones a Gerardo y Uhl y abandonó la casa. El Mercedes arrancó. Después vino el silencio.
Regresó del baño envuelta en una toalla, con los cabellos de nuevo rubios, la ausencia de cejas, la piel imprimada. Gerardo estaba sentado en el suelo del salón con la espalda apoyada en la pared. Al verla aparecer, se levantó y le tendió un papel doblado. Se trataba de una fotocopia a color de un cuadro clásico.
—Supongo que ya puedes saberlo. Se titula Susana sorprendida por los ancianos. Rembrandt lo pintó hacia 1647. ¿Conoces la historia…? Es de la Biblia…
Se la contó. Susana era una joven virtuosa casada con un hombre virtuoso. Dos viejos jueces la acosaron cuando se disponía a tomar un baño en el jardín de su casa. Ella se negó a complacerlos y los ancianos la acusaron de adulterio. Fue condenada a muerte, pero Daniel, el juez sabio, la salvó en el último momento probando que la acusación era falsa.
—En el cuadro de Rembrandt, Susana, de cabello rojo oscuro, acaba de desnudarse, apenas le queda el camisón… Los dos viejos han aparecido por detrás… Se echan sobre ella… Ella tiene un pie dentro del agua, como si uno de los viejos la hubiese empujado…
La habían estado abocetando así desde el principio, le explicó: el pelo rojo, desnuda, vigilada por las noches, acosada y humillada por dos hombres. Todo el hiperdramatismo había girado alrededor de esas ideas.
—El dibujo ya está —dijo Gerardo—. Ahora queda acabar el cuadro. En estos días nos dedicaremos a perfilar la postura y el color corporal y a fijar tus expresiones hiperdramáticas. Te advierto que el trabajo seguirá siendo difícil, pero lo peor ha pasado ya. —Su tono revelaba un gran alivio—. Luego te iluminaremos con las lámparas de claroscuro y te colocaremos en el lugar destinado a la obra dentro del Túnel. —Tras una pausa, preguntó, sonriendo—: ¿Cómo te sientes después del vendaval?
—Bien —dijo ella. Y se echó a llorar.
Una fina y extraña humedad invadió entonces sus mejillas. La sensación fue tan sorprendente que, al pronto, no supo identificarla. Pero mientras buscaba la protección del cuerpo de Gerardo, descubrió que, por primera vez desde que la habían imprimado, volvía a tener lágrimas.