Susan es una Lámpara.

En la etiqueta cuadrada atada a su muñeca izquierda dice: Susan Cabot, diecinueve años de edad, Johannesburgo, Sudáfrica, cabello trigueño, ojos azules, piel blanca, sin imprimar. Susan lleva iluminando reuniones como Lámpara de Marooder desde hace tan sólo seis meses. Antes había hecho otros tres objetos decorativos para la Fundación. Lo alterna con trabajos para retratistas mediocres (el contrato con la Fundación no es exclusivo), porque un retrato consiste, a fin de cuentas, en que te unten de cerublastina el cuerpo y te moldeen con el aspecto que el cliente desea. No hay mucha labor hiperdramática detrás de eso. A Susan no le gusta el hiperdramatismo, por eso abandonó su temprana carrera como lienzo y decidió hacerse adorno. Sabe que nunca llegará a convertirse en una obra de arte inmortal como las Flores, pero no le importa demasiado. Las Flores mantienen posturas mucho más difíciles durante días enteros, siempre andan drogadas y se han transformado en auténticos vegetales, rosas, narcisos, iris, caléndulas, tulipanes, cosas perfumadas y pintadas que no sueñan, no gozan, no viven. Ser Lámpara, en cambio, te permite ganar un montón de pasta, retirarte pronto, tener hijos. No terminas tus días como uno de esos lienzos estériles condenados por la humanidad al infierno de la hermosura eterna.

Aquella madrugada del jueves 29 de junio de 2006 el buscaadornos de Susan repicó inesperadamente en su mesilla de noche y quebró su profundo descanso. Marcó el número de su código en el teléfono del hotel y recibió la orden de presentarse en el aeropuerto de inmediato. Ella ya tenía suficiente experiencia como para saber que aquello no era un encargo rutinario. Se encontraba desde hacía tres semanas en Hannover iluminando seis horas diarias con períodos de descanso intermedios un pequeño salón de reuniones donde se discutía de biología, pintura y relación entre arte y genética. Susan no se enteraba de nada porque permanecía con los cobertores auditivos puestos. En ocasiones también le colocaban cobertores visuales, y ella suponía que los invitados eran rostros conocidos que deseaban seguir en el anonimato. Como Lámpara, estaba más que acostumbrada a ignorarlo todo. Pero pocas veces la habían llamado de manera tan urgente, en plena noche, sin apenas darle tiempo para vestirse, coger la bolsa con sus útiles de adorno y salir a toda prisa hacia el aeropuerto. Allí la aguardaba un billete de avión con destino a Munich en un vuelo que despegaba media hora después. En Munich se reunió con otras compañeras (no las conocía, pero eso era lo usual entre los adornos) y fue trasladada en un autocar privado custodiado por cuatro agentes de Seguridad hasta el edificio Obberlund, un bloque compacto de acero y cristal destinado a oficinas y congresos que se hallaba muy cerca de la Haus der Kunst, junto al Jardín Inglés. Durante el viaje recibió una llamada en su teléfono móvil: era la supervisora de decoración, una chiquilla llamada Kelly, profundamente antipática, que le explicó en pocas palabras el lugar que debía ocupar en el salón al que se dirigía.

Sólo dispuso de veinte minutos tras llegar al Obberlund para prepararse: se quitó toda la ropa, se calzó una malla porosa, se colocó en el pelo una caperuza de tinte y aguardó a que los colores se fijaran. Luego se arrancó la malla y la caperuza, repasó en el espejo su cuerpo pintado en rosa púrpura con toques de barniz y el cabello en caoba oscuro, sacó la lámpara de la bolsa, cerró la base a su tobillo derecho y cojeó hacia el salón con el cable en la mano procurando no tropezar. Sus compañeras, silenciosas y eficientes, ya estaban colocándose en sus puestos. Susan se echó boca arriba en el suelo y adoptó su propia postura: las manos apoyadas en las caderas, el culo empinado, la pierna derecha levantada, la izquierda flexionada sobre la cara. La esfera de luz con cuatro bombillas frías estaba unida al tobillo que mantenía en alto. El cable no se enroscaba en la pierna sino que se deslizaba suavemente hacia el enchufe. Susan sólo tenía que quedarse inmóvil y dejar que la luz iluminara. Era una postura difícil, pero el entrenamiento y la costumbre la habían convertido en un objeto de notable calidad. Su autonomía era de cuatro horas ininterrumpidas.

Pasó cierto tiempo hasta que alguien —Kelly, sin duda— llegó y la enchufó. Las bombillas se encendieron y Susan comenzó a iluminar. Luego un operario le colocó los cobertores auditivos y visuales y la sumergió en la oscuridad y el silencio.

La reunión tuvo lugar en la décima planta.

El salón cedido por los directivos del Obberlund era cuadrado, hermético e insonorizado. Estaba rodeado de ventanas opacas por fuera. Los adornos y muebles no humanos eran escasos: sillas en metal y plástico de un solo pie distribuidas alrededor de una enorme alfombra cuadrada de color acero. Todo lo demás eran cuerpos humanos pintados. Había Mesas, Lámparas, Aderezos de ventana y rincón, una Bandeja inmóvil y once Bandejas móviles. Salvo estas últimas, que debían ir de un lado a otro atendiendo a los invitados y necesitaban ver y oír con claridad, el resto llevaba cobertores.

El desayuno de trabajo fue servido por las once Bandejas: croissants recién hechos, pan de cinco clases y tres tipos distintos de sucedáneo de mantequilla, además de café, sucedáneo de café y de té, este último destinado a Benoit, que estaba muy nervioso. No faltaron los zumos de frutas, las pastas, los quesos para untar ni los vasos de agua mineral enjoyados de cubitos de hielo. Por último, frutos secos variados sobre una fuente sostenida por una de las Mesas (era preciso acercarse a cogerlos, porque la Mesa —un chico con la espalda en el suelo y una chica colocada en equilibrio sobre sus pies, todo en fucsia— no se movía) y un recipiente de caramelos polícromos reposando entre los pechos de una Bandeja de Marooder pintada de rojo, apoyada en manos y pies sobre la alfombra y arqueada hacia atrás, con el fino y reluciente cabello cobrizo rozando el suelo. Uno de los invitados no cesaba de comer aquellos caramelos: se inclinaba y extendía el brazo hacia el cuerpo de la Bandeja, se llenaba la mano de dulces y los deslizaba bajo el bigote mientras hablaba, como si fueran cacahuetes. Era un joven de pelo negro y frente despejada. Tenía las cejas tan espesas como el bigote. Su traje morado era impecable, de corte perfecto, pero no tan lujoso como el de Benoit, por ejemplo. Parecía un tipo simpático, amistoso, bastante hablador; un don nadie, en definitiva. Pero Bosch intuyó repentinamente que este individuo, justo éste, el joven anónimo y bigotudo devorador de caramelos, era el que más importaba de todos los que importaban. Era el Hombre Clave.

Bosch había sido designado como moderador. Cuando creyó que había transcurrido el tiempo oportuno, y comprobando que la señorita Wood le otorgaba la venia con un gesto de la cabeza, se aclaró la garganta y dijo:

—¿Qué les parece si comenzamos, señoras y caballeros?

Las Bandejas móviles, que no llevaban cobertores, salieron de inmediato del salón. Los ojos de los invitados siguieron con inevitable curiosidad el desfile de altas y barnizadas desnudeces. Nadie habló durante casi un minuto. Por fin, Paul Benoit pareció despertar de un sueño y fue el primero en intervenir.

—Por favor, Lothar, ¿cómo entró? Dime tan sólo esto. ¿Cómo entró? No quiero ponerme nervioso, Lothar. Sólo explícame… Quiero que April y tú me expliquéis, nos expliquéis ahora mismo cómo diablos entró en la suite ese hijo de puta, Lothar, cómo hizo para entrar en una suite hermética y forrada de alarmas, con cinco agentes de Seguridad en vigilancia permanente en los ascensores, escaleras y puertas del hotel… ¿Me lo quieres explicar?

—Si me dejas decir algo, Paul, te lo explicaré —repuso Bosch con calma—. No tuvo que entrar: ya estaba dentro. El hotel Wunderbar se adorna con obras hiperdramáticas. En la suite había una, un óleo de Gianfranco Gigli…

—Un discípulo de Ferrucioli, un inepto —precisó Benoit—. Sus obras se venderían al peso si no fuera porque se suicidó.

—Por favor, Paul.

—Perdona. Estoy nervioso. Continúa.

—Para hacer la obra de Gigli se turnaban cuatro modelos a la semana. Este tipo, de alguna forma, logró hacerse pasar por uno de ellos, un tal Marcus Weiss, cuarenta y tres años, de Berlín. A Weiss le tocaba hacer la obra los martes. Cuando supimos lo ocurrido fuimos al motel donde se hospedaba y lo descubrimos atado de pies y manos a la cama de su habitación y estrangulado con un alambre. La policía calcula que su muerte se produjo la noche del lunes. No pudo ser él quien se presentó en el Wunderbar al día siguiente con las pinturas y el disfraz de la obra de Gigli.

—¿He entendido bien? —preguntó Rudolf Kobb, de la Cancillería—. ¿Un tipo que se disfraza de alguien que se disfraza de otra cosa?

—Un tipo que se disfraza de modelo de una obra de arte que se exhibía dentro de la suite —matizó Bosch.

—No, no, no, Lothar. —Benoit cambió de postura y ajustó la raya de su pantalón—. No me convenzo, lo siento, pero no me convenzo. ¿Quién fue el capullo que le dejó entrar en la suite?

—No fue responsabilidad de mis hombres, Paul. En todo caso, yo no tengo inconveniente en asumirla por ellos. A las siete en punto de la tarde del martes un individuo con el aspecto de Marcus Weiss, las etiquetas que llevaba Marcus Weiss y la documentación de Marcus Weiss llegó al Wunderbar. Mis hombres revisaron sus papeles, comprobaron que todo estaba en regla y lo dejaron pasar. Habían estado haciendo lo mismo con Weiss en las semanas previas.

—¿Y por qué no registraron su bolsa?

—Paul, era una obra de arte y no nos pertenecía. No era de la Fundación. No podemos registrar la bolsa de una obra que no es nuestra.

—¿Quién dio la alarma?

—Saltzer. Telefoneó a la suite a eso de las doce por pura rutina. No respondió nadie, y ahí quizá resida el único error que cometió. Prefirió esperar abajo y repetir la llamada más tarde. Según me dijo, a veces los gemelos no respondían al teléfono por capricho. Empezó a intrigarse a partir de la tercera llamada y subió. Eso nos permitió controlar mejor el asunto que en Viena, porque fuimos nosotros los que descubrimos los cuerpos y llamamos a la policía cuando nos interesó. Y soy capaz de disculpar su error, Paul. El tipo ya estaba dentro.

—Estaba dentro, de acuerdo —intervino Kurt Sorensen—, pero ¿cómo logró salir después?

—Lo tuvo más fácil, sin duda. Accedió a la escalera y llegó a otra planta. Desde allí cogió otro ascensor. Probablemente utilizó un nuevo disfraz para no despertar sospechas. Nuestros hombres estaban entrenados para impedir que alguien entrara, pero no para evitar que alguien saliera.

—¿Entiendes ahora, Paul? —rugió Gert Warfell en dirección a Benoit—. Ese cabrón es todo un experto.

Tras un incómodo silencio, el Hombre Clave habló en tono jovial.

—Perdonen que cambie un momento de tema, pero quería decirles que tuve la oportunidad de pasar por la Haus derKunst ayer y ver la colección de «Monstruos». Debo felicitarles. Es increíble. —Parecía dirigirse a todos, pero miraba directamente a Stein—. Algunas cosas no las entendí, sin embargo. ¿Qué sentido tiene, por ejemplo, exhibir a un enfermo de sida en fase terminal?

—Es arte, fuschus —repuso Stein sin alzar la voz—. El único sentido del arte es el arte en sí.

—Yo también la he visto —intervino el representante de Europol, Albert Knopffer—. A mí me impresionó mucho esa niña de ocho o nueve años con una especie de niñito africano en los brazos que en realidad es un modelo masculino deforme, ¿no? Me dio escalofríos.

—Sería para estar todo el día hablando de esas obras —dijo el Hombre Clave llevando la mano hacia el recipiente de caramelos—. A mí me parecen incluso más profundas que las «Flores». Bueno, puntualicemos. Son de otro estilo, no pueden compararse. Pero a mí me parecen más profundas. Enhorabuena.

—Son obras del Maestro —dijo Stein.

—Sí, pero usted colabora con él. Enhorabuena a los dos.

Stein agradeció el cumplido con un gesto de la cabeza.

—¿Por qué no cuentas ahora lo de la chica llamada Brenda, Lothar? —pidió Sorensen—. Sólo para ilustrar a nuestros amigos —agregó y sonrió hacia el Hombre Clave.

Kurt Sorensen era el hombre que mediaba entre la Fundación y las compañías de seguros, y había aprendido a mostrarse conciliador con todo el mundo. A Bosch, sin embargo, no le agradaba. No sólo su físico, su palidez y sus cejas negras de vampiro, sino también su carácter, le resultaban irritantes. Presumía de saberlo todo, de estar a la última, de conocer siempre la información más verosímil.

—Ahora mismo, Kurt. —Bosch barajó los papeles que tenía sobre las rodillas—. Según nuestros informes, Weiss se exhibía en otra obra durante el resto de la semana, un óleo de Kate Niemeyer en la galería Max Ernst de Maximilianstrasse.

El lunes, después del trabajo, una chica lo estaba esperando a la salida de la galería. Weiss la presentó a una amiga suya, también lienzo. Le dijo que se llamaba Brenda y que era marchante. La amiga de Weiss, a la que interrogamos ayer, afirma que Brenda parecía un cuadro. Tengo que aclarar que los cuadros saben reconocerse muy bien entre sí. Por lo visto, Brenda tenía toda la apariencia de un lienzo profesional joven: cuerpo atlético, piel tersa, belleza llamativa. Weiss y su amiga Brenda, a la que no sabemos ni cómo ni cuándo conoció, fueron a cenar a un restaurante y después se marcharon al motel donde él se hospedaba. Al día siguiente por la tarde Weiss salió solo, saludó y dejó la llave en recepción. El recepcionista conocía muy bien a Weiss y dice que no observó nada raro en él salvo la bolsa que llevaba bajo el brazo. No se fijó bien, pero asegura que no era la que acostumbraba llevar y que, por cierto, había olvidado el día anterior en el restaurante. Nadie vio a la chica salir de la habitación en ningún momento del día, y estoy convencido de que el recepcionista de turno se hubiera fijado en ella en caso contrario. Tampoco entró nadie en la habitación de Weiss durante ese lapso. Por otra parte, el Weiss que salió el martes por la tarde no podía ser el Weiss real, que llevaba más de doce horas muerto en la habitación…

—Ergo… —dijo Sorensen.

—Eso nos hace suponer que el Weiss falso y la chica son la misma persona. Bajo el brazo, con toda seguridad, llevaba los accesorios del disfraz de Brenda.

—Lo cual nos permite relacionarlo con el caso de la indocumentada —acotó Sorensen en dirección al Hombre Clave—. ¿No es así, Lothar?

—En efecto. Creo que ustedes ya lo saben. Óscar Díaz conoció en Viena a una indocumentada de la que no quedan rastros. Después aparecen un falso Díaz y el cadáver del verdadero estrangulado con un cable y flotando en el Danubio. Podemos suponer que nuestro hombre ha vuelto a repetir su táctica.

—Si es que se trata de una sola persona —observó Benoit.

—Es verdad —afirmó Gert Warfell, el encargado de la sección de Prevención de Robos y Sistemas de Alarmas de la Fundación, un tipo impetuoso con cara de bulldog—. Pueden ser varios individuos, un equipo completo de expertos en ceru actuando en común. Puede ser un hombre o una mujer, o varios hombres o mujeres. Puede ser… Joder, puede ser cualquiera.

La mujer del grupo de personas que Bosch había definido como importantes modificó su postura en el asiento, se aclaró la garganta y habló por vez primera. Su pelo rubio platino parecía grabado con cincel. Exhibía un traje de color acero y medias opacas a juego. Sus ojos eran del mismo color que el traje y las medias; Bosch suponía que sus pensamientos también eran de acero. Le habían dicho que se llamaba Roman. Echaba chispas por sus ojos metálicos.

—En resumidas cuentas —dijo en un inglés altisonante y americano—, si he entendido bien, caballeros, hay un individuo, o grupo de individuos, que se ha propuesto destruir los cuadros del señor Bruno van Tysch. Ya se ha anotado dos éxitos y, al parecer, nada le impide anotarse otro. Me pregunto, entonces, qué seguridad puedo ofrecer a mis clientes. ¿De qué forma voy a convencerlos de que sigan invirtiendo en la creación, mantenimiento y custodia de unas obras que cualquiera puede destruir en cualquier momento?

Se alzaron varias voces, pero fue Benoit quien las resumió todas.

—Señorita Roman, nos hemos reunido aquí, precisamente, con la esperanza de resolver este asunto… —El cuello de su espléndida camisa morada empezaba a arrugarse con el sudor—. Nuestro sistema de Seguridad ha cometido fallos, en efecto, y soy el primero en reconocerlo y lamentarlo, como habrá podido comprobar… Pero estos señores… —Hizo un gesto vago hacia el Hombre Clave— … estos señores no pertenecen a la sección de Seguridad de nuestra compañía. Estos señores a los que hemos pedido ayuda… ¿Sabe quiénes son estos señores…?

quiénes son estos señores —contestó Roman, impasible—. Lo que me gustaría saber es cuánto nos van a costar estos señores.

De nuevo hubo otra pugna de voces. Pero todo cesó de repente cuando tomó la palabra el Hombre Clave.

—No, no, no, no. Nosotros no costaremos nada a la Fundación Van Tysch, señorita Roman. Puntualicemos. Rip van Winkle es un sistema de defensa de la Comunidad Europea. Puntualicemos. Rip van Winkle es un sistema con cargo a los fondos de cohesión de los países miembros. —Hizo una pausa para atesorar caramelos del recipiente de la Bandeja. Uno de ellos se le cayó y rebotó sobre el vientre tenso y desnudo de la muchacha—. Puntualicemos, por favor. Ni el señor Harlbrunner ni el señor Knopffer ni yo estamos aquí porque nos paguen más ni porque tengamos intereses económicos en el asunto. Somos piezas de Rip van Winkle. Piezas, señorita Roman. Puntualicemos. Si estamos aquí, repito, si estamos aquí, es únicamente porque los asuntos que afectan al patrimonio cultural y artístico europeo nos afectan a todos como ciudadanos de países con una larga tradición. Si un grupo terrorista amenazara el Partenón, Rip van Winkle intervendría. Y si las obras de Bruno van Tysch están amenazadas por una organización terrorista, sea cual fuere, Rip van Winkle intervendrá. No es cuestión de dinero, señorita Roman, sino de obligación moral. —Se llevó el puñado de caramelos a la boca y echó la cabeza hacia atrás.

—Se empieza hablando de obligaciones morales y se termina firmando obligaciones bancarias —sentenció la señorita Roman sin provocar risas—. Pero si Rip van Winkle no va a representar una carga adicional para mis clientes, nosotros no tenemos nada que objetar.

—A propósito —se oyó un vozarrón de trueno en un inglés germanizado—, ¿es cierto lo que me han dicho?

¿Que la pérdida de esos dos gordos equivale a perder la Mona Lisa? Era un hombre de cara rojiza y enorme mostacho blanco. Parecía el típico bebedor de cerveza bávaro de las postales de la Hofbräuhaus. Se llamaba Harlbrunner. Su especialidad (así lo había presentado el Hombre Clave) era la dirección de los comandos de asalto del sistema Rip van Winkle. En ese momento se hallaba de pie junto a la Mesa de los frutos secos coleccionando almendras en su enorme mano velluda y blanca, pero contemplaba con absorta curiosidad las piernas abiertas y barnizadas de la parte superior de la Mesa.

Por un instante hubo un silencio distraído por miradas discretas. Era como si los demás estuvieran decidiendo si valía la pena contestar o no a aquella pregunta. Entonces intervino Benoit.

—Nadie puede… Nadie podrá nunca valorar adecuadamente la pérdida de Monstruos. El mundo en que vivimos, el planeta que habitamos, la sociedad que hemos construido… Nada será ya igual sin esta obra. En Monstruos se encontraban las claves de lo que somos, lo que hemos sido y lo que…

—Joder, los destripó como a cerdos —dijo en voz alta Knopffer, de Europol, interrumpiendo a Benoit. Se había levantado para coger las fotos que se hallaban sobre el vientre de la otra Mesa, en el centro de la alfombra, y ahora las contemplaba. La respiración de la Mesa había provocado que una de las fotografías cayera a la alfombra.

—¿Y por qué estas marcas? —preguntó Rudolf Kobb, de la Cancillería, a quien Knopffer pasaba las instantáneas.

—Diez heridas cada uno, ocho de ellas en aspa —informó Bosch—. Igual que con Desfloración. Los coloca desnudos con las piernas abiertas, pero les deja las etiquetas. No sabemos por qué hace siempre las mismas heridas. Usa un cortalienzos portátil. Lo emplean algunos restauradores para cortar tablas. Y deja siempre una grabación. Ésta la encontramos en el suelo, entre los dos cadáveres. Podemos escucharla ahora, si quieren.

—Queremos —dijo el Hombre Clave.

Bosch se iba a levantar, pero Thea van Droon, que se encontraba a su lado, lo hizo por él. Thea era la supervisora de los comandos de asalto de la Fundación y acababa de regresar de París tras el interrogatorio de Briseida Canchares. Al abandonar Thea su asiento, permitió a Bosch contemplar mejor a la señorita Wood, que se retrepaba un asiento más allá con el mentón hundido en el pecho y las flacas piernas estiradas. «No habla, no participa —pensó, dolorido—. Sabe que ha vuelto a fallar y lo considera humillante.» Le hubiera gustado confortarla, asegurarle que todo iba a arreglarse. Quizá lo hiciera después.

Thea se aseguró de que los cobertores auditivos estaban perfectamente colocados en los oídos de los dos muchachos desnudos que formaban la Mesa. La grabadora portátil poseía amplificadores para mejorar la audición. El aparato estaba colocado sobre el esternón del primer muchacho y los amplificadores se apoyaban en los muslos del segundo. Thea pulsó un botón.

El arte, después, se hizo sagrado —declaraba en inglés, entre jadeos nerviosos, una voz con timbre de falsete; los laboratorios la habían identificado como perteneciente a Hubertus—. Las figuras buscaban… buscaban descubrir a Dios y honrar el misterio… —Una pausa de sollozos. Benoit hizo una mueca cuando estalló el chirrido en los amplificadores—. El hombre intentaba ser inmortal representando a la muerte… Todo el arte religioso giraba… giraba… giraba en torno al mismo tema… Se pintaban y esculpían la tortura y la destrucción con el fin de… con el fin de… —Hubertus lloraba ahora abiertamente— … afirmar aún más la vida… la vida eter… etern-n-na… ¡¡Por faaavvvv…!!

La grabación se interrumpía con un alud de sollozos histéricos y continuaba con la voz de Arnoldus, más controlada.

El artista dice: mi arte es muerte… El artista dice: la única forma que tengo de amar la vida es… amar la muerte…

Porque el arte que sobrevive es el arte que ha muerto… Si las figuras mueren, las obras perduran.

—Los obliga a leer algún texto, sin duda —dijo Bosch cuando Thea apagó la grabadora.

—¡Este tío es un loco cabrón hijo de puta! —estalló Warfell—. ¡Está más claro que el agua! ¡Será muy listo, pero está como una chota!

Benoit, iluminado por una Lámpara de Marooder que alzaba las esbeltas piernas desnudas junto a su asiento, se volvió hacia Warfell.

—Es un montaje, Gert. Quieren hacernos creer que se trata de un sicópata, pero todo es un maldito montaje de la competencia, estoy seguro.

—¿Cómo es posible que las obras perduren si las figuras mueren? —preguntó el Hombre Clave—. ¿Qué sentido tiene eso?

Todos esperaban que Stein contestara. Pero fue Benoit quien lo hizo.

—Carece de sentido. Si se refiere a las figuras de Monstruos, desde luego, la obra ha dejado de existir para siempre con la muerte de las figuras. Eran insustituibles.

Se alzó de nuevo el imperioso violonchelo de Harlbrunner, que no se apartaba de la Mesa de frutos secos. Mientras hablaba deslizaba una mano por la luminosa superficie de los muslos de la muchacha que hacía de parte superior.

—¿Puede alguien explicarnos a los que somos neófitos en la materia qué diablos es esa… esa ceru… ceru…? —Varias voces completaron la palabra, pero Harlbrunner no quiso pronunciarla—. Según los informes, la cara y las manos del tal Weiss estaban untadas en eso, ¿no?

Le tocó el turno a Jacob Stein. Su tono de voz era muy bajo, pero se hizo un silencio sepulcral que lo amplificó.

—La cerublastina es un material similar a la silicona, pero mucho más avanzado. Se desarrolló en laboratorios de Francia, Inglaterra y Holanda a principios de este siglo con el único fin de ser utilizado para el arte hiperdramático… Galismus, creo que usted, señor Kobb —señaló al hombre de la Cancillería—, tiene un retrato suyo pintado por Avendano, y sabe lo que estoy diciendo.

El aludido asintió con una sonrisa.

—Sí, es idéntico a mí. A veces me produce escalofríos.

Bosch, que estaba recordando el retrato de Hendrickje, también se estremeció.

—La ceru se utiliza en arte para muchas cosas —prosiguió Stein—, no sólo para disfrazar a modelos de retratos sino para copias fraudulentas y oficiales, maquillajes complicados, etcétera… Un experto en su uso puede convertirse, literalmente, en cualquier persona, hombre o mujer. Basta con aplicarla como una pomada sobre la parte que se desea copiar, dejarla secar y desprenderla con cuidado. Es el disfraz perfecto. No obstante, repito, se necesita ser un verdadero experto para manejar los moldes de ceru con facilidad. Son más frágiles que la capa de nata que flota en la leche.

—Y, por lo que he estado oyendo hasta ahora —dijo el Hombre Clave—, este tipo es un verdadero experto.

Hubo un breve silencio. Stein, que parecía tener prisa, pidió a Benoit que resumiera las conclusiones de aquella reunión preliminar. Imbuido de una repentina responsabilidad, Benoit se incorporó en el asiento al tiempo que se colocaba las gafas de lectura y cogía unos papeles. Se inclinó hacia la izquierda para que la luz de la Lámpara de Marooder iluminara el texto.

—Con fecha 29 de junio de 2006, en las oficinas que gentilmente ha puesto a nuestra disposición la administración del edificio Obberlund de Munich, se constituye este gabinete de crisis, cuyos fines…

Los fines estaban bastante claros. Conservación y Seguridad habían desarrollado urgentemente dos clases de estrategias: de defensa y de ataque. Las medidas de defensa incluían tres apartados: retirada, identidad y confidencialidad. El primer apartado consistía en retirar progresivamente todas las obras en exhibición pública de Bruno van Tysch, primero en Europa, después en Estados Unidos, y por último en el resto del mundo. «Flores» sería la primera colección en regresar a Amsterdam, luego le tocaría el turno a «Monstruos» y después a las obras sueltas, como la Atenea del Georges Pompidou. Todos los cuadros serían confinados en lugares de segundad. El segundo apartado, la identidad, desarrollaba un sistema de control de identidad de los empleados que tuvieran contacto personal con los lienzos mediante pruebas de voz y dactiloscopia. Benoit sugirió en este punto que el personal correctamente identificado podría llevar etiquetas.

—Pero entonces seríamos obras de arte también —rezongó Warfell.

—¿Es que no hay otro modo de distinguir un disfraz de cerublastina? —preguntó el Hombre Clave.

Fuschus, no lo hay —contestó Stein—. Cuando la ceru se seca, es como una segunda piel. Incluso adquiere su temperatura y consistencia. Tendríamos que arañar al sospechoso para asegurarnos.

La idea de las etiquetas quedó pendiente de estudio. Luego venía el apartado de confidencialidad. El anónimo criminal se designaría a partir de entonces con el nombre en clave de «El Artista», tal como él mismo parecía autoproclamarse en las grabaciones.

—Sólo los componentes de este gabinete de crisis —prosiguió Benoit— conocerán todo lo relacionado con El Artista. Aquellos asesores o colaboradores que no pertenezcan al gabinete de crisis conocerán sólo parte o ignorarán por completo la información relativa a El Artista, incluyendo los detalles de los atentados y las directrices de la investigación. Ni las compañías de seguros, ni los inversores que no sean clientes de la señorita Roman, ni, por supuesto, la prensa o el público en general podrán acceder a esta información. La existencia misma de El Artista constituye, desde este momento, materia reservada.

En las medidas de ataque sólo había un apartado: Rip van Winkle. Bosch había oído hablar con anterioridad de aquel sistema europeo de seguridad. Estaba orquestado por un departamento especial de Europol. El Hombre Clave lo definió como «de autodefensa y retroalimentación». Su nombre hacía referencia al personaje de Washington Irving que permaneció mágicamente dormido durante años. El sistema también permanecía «dormido» hasta que una crisis específica lo «despertaba». Su principal característica consistía en que, una vez «despierto», no se detenía hasta cumplir con sus objetivos. Su única prioridad eran los objetivos a cumplir. Cada objetivo cumplido se denominaba «resultado». Rip van Winkle podía saltarse todas las normas legales, constituciones y soberanías, si era preciso, con el fin de obtener «resultados». Además, se autorregulaba cada semana. Si descubría que no se había producido ningún «resultado», sustituía a sus responsables de inmediato.

—Hoy somos nosotros —dijo el Hombre Clave—. Mañana pueden venir otros.

El sistema llegaría hasta donde fuera necesario para erradicar el problema y utilizaría cualquier medio a su disposición. «Habrá víctimas —anunció, lúgubre, el Hombre Clave—, y casi todas inocentes, aunque necesarias. Puntualicemos. Necesarias. El número de víctimas crecerá de forma exponencial en relación con el tiempo que tardemos en cumplir con los objetivos. Es algo así como una guerra secreta.» El objetivo prioritario de Rip van Winkle en este caso sería simple: detener y eliminar a El Artista, fuera quien fuese, se ocultara quien se ocultase tras ese nombre.

Albert Knopffer, de Europol, tomó la palabra.

—No escatimaremos esfuerzos, puedo asegurarlo. Saben perfectamente, señores, el gran interés que la Comunidad ha depositado en la vida y obra de Bruno van Tysch y la Fundación que ustedes representan.

—Absolutamente cierto —declaró a su vez el Hombre Clave—. Es un orgullo para toda Europa, y para nosotros como ciudadanos europeos, que el señor Van Tysch haya decidido crear sus obras en el Viejo Continente, a diferencia de tantos y tantos artistas emigrantes. Aunque no quiero que mis palabras se entiendan como una crítica hacia estos artistas. Puntualicemos. —Hizo acopio de los últimos caramelos del recipiente y los devoró.

—La Fundación es una herencia de todos los europeos, y todos los europeos debemos cuidarla —completó Knopffer.

Mientras Benoit y Stein devolvían los elogios, Bosch reprimió una sonrisa. Recordaba que Gerhard Weyleb, su anterior jefe, el predecesor de la señorita Wood, le había dicho un día que la verdadera obra maestra de Van Tysch y Stein eran todos los europeos. «Somos sus mejores cuadros hiperdramáticos, ¿no lo comprendes? Ese es el secreto de su increíble éxito.» Harlbrunner, que en aquel instante apoyaba la mano en una de las barnizadas rodillas de la muchacha de la Mesa de frutos secos, se apresuró a intervenir.

—El arte es una prioridad absoluta. Ustedes me perdonarán si no sé expresarme mejor, pero estoy convencido de que el arte es prioritario para Europa.

Y remarcó sus palabras con breves golpes de orador sobre la pequeña rodilla.

Una majestuosa limusina azul oscuro se deslizaba con suavidad de pez grande por la avenida Ludwig Leopold de Munich. El chófer, a kilómetros de distancia de los ocupantes del asiento trasero, llevaba uniforme y gorra con visera. April Wood se sentaba a la izquierda, en actitud pensativa, golpeándose el dorso de la mano con el dedo índice de la otra. Frente a ella tecleaba en un ordenador portátil la secretaria personal de Stein. En el centro, con la cabeza volcada hacia atrás, Stein se echaba gotas de colirio en ambos párpados. Su traje y su medallón de ónice colgado del pecho eran del mismo color negro. Todo el que contemplaba a Jacob Stein aunque sólo fuera una vez se mostraba de acuerdo en cuanto al aspecto: era un fauno. Las cejas protruían en su rostro agrietado, los ojos se hundían bajo bóvedas oscuras, la nariz resaltaba y los labios, gruesos y sensuales, encontraban una fácil ventana entre los rizos de la barba grisácea. Más complicado resultaba determinar cuál era su importancia exacta en la Fundación. Algunos suponían que el Maestro lo dominaba por completo; otros pensaban que él era el verdadero monarca. A Wood no le parecían incompatibles ambas posibilidades. Pero había algo seguro: aquel judío neoyorquino de rostro faunesco y cabeza cuadrada era el principal responsable del éxito del arte HD, el individuo que había convertido el hiperdramatismo en un imperio mundial y en una nueva forma de cultura. Stein había diseñado los primeros adornos y objetos humanos, perfeccionado el sistema de compra y venta de obras, elaborado la producción en serie de copias baratas de cuadros originales y fundado las academias pioneras para lienzos. Con todo, sacaba algún tiempo para pintar, de vez en cuando, sus propias obras maestras.

—Debido a un azar interesante —dijo Stein cerrando la tapa del colirio—, sucede que la excusa que he utilizado esta vez para marcharme de la reunión es rigurosamente cierta, fuschus. El Maestro me espera en Amsterdam para supervisar algunos de los bocetos de «Rembrandt». Por si fuera poco, la preparación del Jacob lucha contra el ángel, con toda esa pintura en aerosol que llevan las figuras, me ha provocado una conjuntivitis… Ah, gracias, Neve.

La secretaria de Stein se había incorporado y le secaba los ojos con un pañuelo de seda. Después dobló el pañuelo, cogió el colirio y lo guardó todo en un bolso. La operación se desarrolló en completo silencio. Wood, que estaba contemplando los arabescos de la moqueta del coche, apenas vio otra cosa que los finos zapatos de tacón y los morenos empeines sin medias de Neve yendo de aquí allí.

—De modo que confío en que lo que tenga que decirme, señorita Wood, sea importante, galismus —concluyó Stein.

A Stein lo apodaban, en broma, «el Señor Fuschus-Galismus». Nadie sabía muy bien qué significaban aquellas dos palabras que tanto repetía y Stein nunca había querido explicarlo. Eran parte del argot que empleaba con pintores y lienzos. Sus discípulos hablaban, por contagio, de la misma forma.

—Suspenda la inauguración de «Rembrandt», señor Stein —dijo Wood sin preámbulos.

Stein soltó una tos mientras sus rasgos de fauno se acentuaban.

Fuschus, a la esposa del último inversor que me dijo eso la convertimos en cuadro, ¿no es cierto, Neve? —Neve desnudó una dentadura brillante acompañada de una carcajada sutil y musical que a Wood se le antojó nauseabunda.

—Señor Stein, hablo en serio. Si esa exposición se inaugura, es muy probable que una de las obras sea destruida.

—¿Por qué? —preguntó el pintor con curiosidad—. Hay más de un centenar de cuadros y bocetos del Maestro repartidos en colecciones y exposiciones públicas por el mundo entero. El Artista podría elegir cualquiera de…

—No lo creo —lo interrumpió Wood—. Estoy convencida de que, se trate de un loco que actúa en solitario o de una organización, El Artista sigue un esquema fijo. Van Tysch, hasta ahora, ha sido el autor de dos grandes colecciones, tres contando con la que va a inaugurarse en julio: «Flores», «Monstruos» y «Rembrandt». El resto de su producción son cuadros sueltos. El Artista ha destruido Desfloración, que era una de las piezas de la primera colección, y Monstruos, una pieza de la segunda. —Se detuvo y elevó sus ojos límpidos hacia Stein—. La tercera pertenecerá a «Rembrandt».

—¿Qué pruebas tiene?

—Ninguna. Es una corazonada. Pero no creo equivocarme.

El pintor se contemplaba las uñas de la mano derecha en silencio. Había diseñado cinco pinceles especiales para adosar a aquellas uñas, por eso las conservaba largas y afiladas como las de un guitarrista.

—Sé que puedo atraparlo, señor Stein —agregó Wood—. Pero El Artista no es un simple sicópata: es un verdadero experto, lo ha planeado todo de antemano y se ha movido a una velocidad escalofriante. Ahora va a por un cuadro de la colección «Rembrandt», lo sé, y es preciso que nos defendamos. —De repente la voz de Wood se quebró—. Usted conoce mi forma de trabajar, señor Stein. Ya sabe que no admito errores. Pero, cuando éstos se producen, mi único consuelo es pensar que son imprevistos. Por favor: no me obligue a soportar un error previsible. Suspenda esa exposición, se lo ruego.

—No puedo. Créame que no puedo, amiga mía. La colección «Rembrandt» está casi terminada, la presentación a la prensa será dentro de dos semanas y la inauguración dos días después, sábado 15 de julio, la fecha del cuatrocientos aniversario del nacimiento de Rembrandt. Ya están muy avanzadas las obras de instalación del Túnel en el Museumplein. Además, el Maestro lleva demasiado tiempo con estos cuadros. Está obsesionado, y yo soy el guardián del paraíso de sus obsesiones. Eso es lo que siempre he sido, galismus, y voy a seguir siéndolo…

—¿Y si le explicáramos al Maestro el peligro que corren sus obras?

—¿Cree que eso le importaría? ¿Acaso conoce usted a algún pintor que no quiera exhibir sus creaciones debido a que pueden resultar destruidas? Galismus, los pintores siempre creamos para la eternidad, no importa que nuestras obras duren veinte siglos, veinte años o veinte minutos.

Wood contemplaba en silencio los arabescos de la moqueta.

—No voy a decirle nada al Maestro —continuó Stein—. Toda mi vida he actuado de barrera entre la realidad y él. Mis propias obras no son nada comparadas con las suyas, pero me doy por satisfecho habiéndole ayudado a concebirlas, manteniéndolo apartado de los problemas, ocupándome del trabajo sucio… Mi mejor cuadro ha sido, y sigue siendo, lograr que el Maestro continúe pintando. Es un hombre sometido a la dictadura de su propio genio. Un ser inefable, galismus, tan extraño como un fenómeno astrofísico, a veces terrible, a veces dulce. Pero si alguna vez, en algún momento, en algún lugar, ha existido un genio, ése es Bruno van Tysch. Los demás sólo podemos esperar obedecerle y protegerle. Su deber, señorita Wood, es protegerle. El mío es obedecerle… Ah, galismus, qué brillo más hermoso. Neve: mira la piel de tus piernas ahora, mientras el sol te da de costado… Bonito, ¿verdad…? Un poco de amarillo de arilamida disuelto en rosa tenue, un barniz, y quedarías perfecta. Fuschus, me pregunto por qué todavía no se han pintado cuadros para el interior de los coches espaciosos. Con lienzos menores de edad sería posible. Ya hemos diseñado y vendido adornos y objetos que hacen de todo y están en todas partes, pero…

—Suspenda esa exposición, señor Stein, o habrá otro cuadro destruido —lo interrumpió Wood sin alzar la voz.

Stein se limitó a mirarla fijamente durante un silencio prolongado. Luego sonrió y movió la cabeza, como si hubiera visto algo en April Wood que se le antojara inconcebible.

—Encuentre a ese tipo —dijo—, sea quien sea. Encuentre a El Artista, muérdalo, tráigalo en la boca y todo estará bien. O si no, espere a que Rip van Winkle lo haga. Pero no intente ponerle barreras al arte, fuschus. Usted no es artista, April, sólo un perro de presa. No lo olvide.

Rip van Winkle no va a poder hacer nada, señor Stein —replicó la señorita Wood—. Hay algo que usted no sabe.

Se detuvo y miró a su alrededor. Stein comprendió perfectamente el significado de aquella mirada.

—Puede decir todo lo que quiera delante de Neve. Es como mis ojos y oídos.

—Preferiría que no estuvieran presentes tantos ojos y oídos, aunque sean suyos, señor Stein.

La limusina se había detenido a la entrada del aeropuerto. Otro coche aguardaba en la cuneta para llevar a Wood de regreso a la ciudad. Stein hizo una seña y su secretaria salió del vehículo y cerró la puerta. Wood miró hacia el chófer: los cristales impedían que pudiera escuchar.

Cuando volvió a hablar, la voz de Wood denotaba tensión.

—Esto no lo sabe nadie: ni las autoridades de Munich, ni los miembros del gabinete de crisis, ni siquiera Lothar Bosch. Pero a usted quiero contárselo. Quizá le haga cambiar de opinión. —Clavó en Stein su gélida mirada azul—. Ayer, cuando supimos la noticia de la destrucción de Monstruos, llamé personalmente a Marthe Schimmel para saber si podía decirme algo de utilidad. Me contó que los gemelos Walden le habían pedido un chaval la noche del martes. Ya sabe que en Conservación procuraban tenerlos satisfechos. Exigían a un chico de pelo rubio platino. Schimmel estaba buscando a toda prisa al posible candidato cuando recibió una contraorden telefónica. Era una voz desconocida, pero repitió sin errores el código restringido de Conservación de Amsterdam y se identificó como un ayudante de Benoit. Le dijo que el chico ya no tenía que acudir. Marthe pensaba decírselo hoy a Benoit, pero le pedí que no lo hiciera. Entonces llamé a los ayudantes de Benoit en Amsterdam, uno por uno, y a su secretaria. Por último indagué con el propio Benoit. Ni Benoit ni sus ayudantes dieron esa orden jamás, señor Stein.

Wood miraba a Stein directamente a los ojos, sin parpadear. Stein le devolvía la mirada de igual forma. Tras una pausa, Wood prosiguió:

—La llamada no pudo hacerla el criminal, ya que en ese momento se hallaba disfrazado como la obra de Gigli, ¿comprende? De modo que sólo cabe una posibilidad. Alguien le preparó el terreno desde dentro para que la destrucción del cuadro se desarrollara sin problemas. Un alto cargo, sin duda, o por lo menos alguien con capacidad de acceso a los códigos restringidos de Conservación. Por eso le pido que suspenda la inauguración de «Rembrandt». Si no lo hace, El Artista destruirá otro cuadro inevitablemente.

Un avión acababa de despegar y surcaba el cielo azul como un águila de nácar. Stein lo observó con curiosidad y luego volvió a mirar a Wood. Un brillo de ansiedad, casi de temor, velaba los fríos ojos de la directora de Seguridad.

—Por increíble que parezca, señor Stein, uno de nosotros colabora con ese loco.