En el círculo está lo terrible.
Con lentitud amenazadora, los Monstruos de la Haus der Kunst vuelven a la vida.
La muchacha que flota en la piscina de cristal con agua contaminada se llama Rita. Es la primera que recibe ayuda porque su esfuerzo es considerable: seis horas diarias haciendo de residuo orgánico con el pelo enredado en plásticos y excrementos no es un trabajo sencillo. El cuadro ha sido adquirido por una empresa sueca y su alquiler mensual ha logrado lo que parecía imposible: que Rita bucee todos los días en ese amnios de mierda y se sienta feliz. En sus ratos de ocio, incluso, disfruta de algo que podría denominarse «vida social» (aunque se queja de que el olor en su cabello persiste). Ahora está respirando en la superficie mientras espera a que descienda el nivel del agua. No podemos ver su rostro pero observamos cómo se mueven sus largas piernas como algas blancuzcas. Y si se queja del pelo, debería pensar en Sylvie. Sylvie Gailor es Medusa, un óleo valorado en más de treinta millones de dólares con un alquiler mensual astronómico. Ello es debido a que las diez culebras vivas y pintadas de azul ultramar que se retuercen en su cabeza han de ser alimentadas y repuestas con cierta frecuencia. Tienen la longitud de una mano adulta y se hallan oprimidas por un delicado corsé de alambres en forma de cabellos que sólo les permite mover cola y cabeza. Las serpientes, en general, no entienden de arte, y se ponen muy nerviosas si las obligamos a soportar seis horas diarias con las escamas aplastadas por unos clips. Algunas mueren en la cabeza de Sylvie, otras se agitan con frenesí enloquecedor. Organizaciones ecologistas y sociedades protectoras de animales han puesto denuncias y protestado ante las puertas de museos y galerías. Ya son viejos conocidos, y resultan minoritarios e inofensivos en comparación con los grupos que se quejan de las otras obras de la colección. Pero nadie piensa en la pobre Sylvie. Bien es verdad que a Sylvie le pagan, pero ¿quién puede pagar lo suficiente sus insomnios, la curiosa repugnancia que le impide peinarse, esa sensación fantasmal que experimenta en ocasiones mientras habla, se ríe, cena en un restaurante o hace el amor, y que le hace pensar que alguien se ha puesto a acariciarle el cabello, o pellizcarle los mechones, o rascarle con dedos sin uñas?
A diez metros detrás de Sylvie tenemos a Hiro Nadei, un anciano japonés pintado en colores ocres que sostiene una flor en su mano derecha, un pequeño jazmín. Hiro es un superviviente real de Hiroshima y tiene sesenta y seis años. Cuando su ciudad reventó en un infierno de átomos, él tenía cinco años de edad y estaba en el jardín trasero de su casa sosteniendo un jazmín con la misma mano. Fue rescatado de los escombros casi ileso. Lo más difícil fue conseguir que abriera la mano derecha, que mantenía cerrada en forma de puño. La abrió un mes después: la flor estaba hecha trizas. Hace dos años, Van Tysch conoció su historia y lo llamó para hacer un pequeño óleo. Al señor Nadei le pareció muy bien: es viudo, vive solo y quiere cerrar el círculo de su vida muriéndose como debió hacerlo en aquel espantoso momento. El óleo, titulado La mano cerrada, ha sido vendido a un norteamericano. En el extremo opuesto de la sala, Kim, un joven filipino, agoniza en la fase terminal del sida. Se exhibe acostado en su cama y pintado en colores mortecinos, con un suero intravenoso clavado como un pincho en el escueto hueso del brazo. Respira con dificultad y a veces necesita oxígeno. Es el sustituto número dieciséis de un cuadro cuya permanencia por sí misma se convierte en arte: un cuadro que durará el tiempo que dure la tragedia humana. Por supuesto, no lo hace por dinero. Como todos sus predecesores, Kim desea morir siendo obra de arte. Quiere que su muerte signifique algo. Desea contribuir a que la obra perdure, precisamente para que no perdure. Stein ha sabido resumirlo en una frase genial (le salen muy bien las sentencias de este estilo): Fase terminal es el primer cuadro de la historia del arte que empezará a ser hermoso cuando deje de existir. Cerca de Fase terminal se exhibe La muñeca. Jennifer Halley, un lienzo de ocho años, está de pie pintada de rosa con un vestido negro, acunando entre sus brazos a una muñeca. Pero la muñeca está viva y tiene el aspecto de uno de esos embriones famélicos de vientre de uva negra que asoman la cabeza desde el pozo del Tercer Mundo. No obstante, el aparente niño es un adulto, un lienzo enano y acondroplásico llamado Steve. Steve está desnudo, pintado en tonos oscuros, y llora y se agita en brazos de Jennifer. Más allá está el ahorcado, oscilando en su patíbulo. Junto a él, las muchachas torturadas. Ese olor pungente que nos hace llorar procede del Hitler vestido con pieles cosidas de animales muertos. Los retrasados mentales en traje de ejecutivos disfrutan con los colores de sus corbatas y con la saliva que resbala por ellas como un diamante. Hoy martes 27 de junio de 2006 han visitado la increíble exposición cuatro mil personas. Debido a la lentitud de los filtros de Seguridad, resulta imposible admitir a todos los que esperan en la larga fila humana más allá de las escalinatas de la Haus der Kunst. Los que no han podido verla tendrán que regresar mañana. Los Monstruos finalizan su jornada. Los cuadros que tienen cerebro, conciencia, extremidades y rostros, logran alegrarse y saludan a sus compañeros. Ha llegado el descanso. Pero ninguno mira hacia el podio circular del centro de la sala.
En el círculo está lo terrible.
Allí se encuentran los Monstruos de verdad.
Con un aullido de grúa, el cristal protector que los rodeaba comenzó a levantarse. Cinco técnicos y otros tantos agentes de Seguridad aguardaban al pie del gran podio. El cristal es pesado, hermético, tarda un minuto en subir por completo. Se trata de un cilindro transparente de quince centímetros de grosor cubierto con un techo del mismo material. Durante los primeros meses de gira aquel techo no existía. Se pensaba que una barrera antibalas de tres metros de altura era más que suficiente para protegerlos. Pero durante la exhibición de París en enero de 2006 un visitante les arrojó mierda. Era la suya (después lo confesó), la llevaba en el bolsillo y el detector de metales no lo advirtió, tampoco la cinta de rayos X, ni el doppler corporal, ni los programas de análisis de imágenes que indagan en las ropas abultadas, los vientres de las embarazadas y los carritos de bebé. En el siglo XXI —afirmó un periodista a raíz de este suceso— aún es posible hacer terrorismo con mierda. Quién sabe, a lo mejor en el XXII ya no se podrá. El excremento, arrojado con pericia cuando el visitante alcanzó la primera fila y se situó junto al cordón de seguridad, describió una parábola en el aire. Pero el agresor no encestó: las heces rebotaron en el borde del cristal y se esparcieron entre el público. «¿Les ha sucedido alguna vez —preguntaba el mismo periodista a sus lectores—, estando de visita en un museo de arte moderno, sentir como si les cayera mierda en los ojos?» Un poco así.
Desde entonces, la barrera protectora de los hermanos Walden también dispone de techo.
—¿Qué tal, Hubert?
—Bien, Arnold, ¿y tú?
—No muy mal, Hubert.
Las ropas grises de exhibición de los dos hermanos se desprendían fácilmente con una cremallera oculta en la parte posterior. Al quedar desnudos, Hubertus y Arnoldus Walden parecían dos inmensos luchadores de sumo atendidos afanosamente por sus entrenadores. Los técnicos les colocaban los albornoces con sus respectivos nombres y ellos los ataban a sus planetarios vientres, que hacían sombra a unos genitales diminutos y depilados como huevos de codorniz.
—Un día os equivocaréis de albornoz y el precio del cuadro bajará.
Los técnicos reían al unísono la ocurrencia, porque habían recibido la orden de no contrariarlos.
—Dame este algodón, Franz —dijo Arnoldus—. Me lo frotas con tanta delicadeza como si yo fuera tu mamá.
—Os ha vuelto a llamar el señor Robertson —comentó un ayudante.
—Nos llama todos los días —se burló Hubertus—. Sigue pensando en hacer una película sobre nosotros con ese escritor norteamericano que ha recibido el Nobel.
—Pertenece a la nueva inteligentsia —dijo Arnoldus.
—Nos cuida.
—Nos quiere.
—Nos quiere comprar, Arno.
—Eso es lo que he dicho, Hubert. ¿Puedes rociarme más la espalda con el disolvente, Franz? Me pica la pintura.
—Sólo le interesamos a ese viejo hijo de puta porque quiere comprarnos.
—Sí, pero el Maestro no nos venderá a ese cabrón.
—O sí, no podemos saberlo. Sus ofertas son interesantes, ¿no es cierto, Karl?
—Creo que sí.
—«Cree» que sí. ¿Has oído, Arno…? Karl «cree» que sí.
—Cuidado con el primer escalón del podio…
—Ya lo sabemos, imbécil. ¿Es que eres nuevo? ¿Has empezado a trabajar hoy en Conservación…? Nosotros no somos nuevos, idiota.
—Somos viejos. Somos eternos.
A la niña Jennifer Halley ya le habían quitado el vestido. Llevaba encima tan sólo un par de calcetines blancos con pompones de adorno (Steve, el modelo acondroplásico, estaba siendo retirado en un carrito). Varios técnicos frotaban el lustroso cuerpecito de Jennifer con algodones humedecidos en disolvente. Cuando los Walden pasaron junto a ella, Hubertus intentó una reverencia, aunque lo único que logró fue inclinar la cabeza sobre su triple papada.
—¡Adiós, mi virginal princesa de cuento de hadas! ¡Que sueñes con los angelitos!
La niña se volvió hacia él y le hizo un corte de mangas. Hubertus no perdió la sonrisa, pero mientras se bamboleaba como un barco escorado en dirección a la salida entornó los párpados hasta convertir su mirada en un par de guiones oscuros.
—Qué maleducada es la putita. Me entran ganas de enseñarle modales.
—Pídele a Robertson que la compre y la instale en su casa, y le enseñaremos modales entre los dos.
—No digas idioteces, Arno. Además, prefiero los langostinos a las ostras, ya lo sabes… ¿Quiere hacer el favor de apartarse, si no le importa, señorita? Tenemos que pasar.
La muchacha de Conservación se quitó de en medio de un salto, sonriendo y pidiendo disculpas. Estaba atendiendo a los retrasados mentales. Impetuosos, los hermanos Walden continuaron su camino seguidos de cerca por una comitiva de agentes. El albornoz de Hubertus era morado, el de Arnoldus zanahoria con reflejos verdes; estaban forrados de dos capas de terciopelo y sus cinturones podrían haber atado a siete hombres adultos.
—Hubert.
—Dime, Arno.
—Debo confesarte algo.
—¿…?
—Ayer te robé el discman. Está en mi taquilla.
—Yo debo confesarte algo a ti, Arno. —Dime Hubert.
—Mi discman está jodidamente estropeado. Entre risitas de sopranos, los dos enormes gemelos salieron de la sala de exhibición por una puerta de emergencia.
La Haus der Kunst de Munich es un paralelepípedo blancuzco cribado de columnas que se encuentra junto al Jardín Inglés. Sus detractores lo llaman «La Salchicha Blanca». Había sido inaugurado durante un desfile clamoroso setenta años antes por Adolf Hitler, que quiso convertirlo en símbolo de la pureza del arte alemán. En el desfile figuraban jovencitas disfrazadas de ninfas que se movían como muñecas y parpadeaban como accionadas por un interruptor. Al Führer no le gustó aquella forma de parpadear. Coincidiendo con la fastuosa inauguración, se estrenó otra más pequeña pero no menos importante titulada «Arte degenerado», donde se exhibían las obras de los pintores proscritos por el régimen como Paul Klee. Los hermanos Walden conocían aquella historia, y no podían dejar de preguntarse, mientras avanzaban rebosantes y mayestáticos por los pasillos del museo en dirección al vestuario, en cuál de las dos colecciones los hubiera incluido a ellos el gran mandatario nazi. ¿En la que simbolizaba la pureza del germanismo? ¿En la de «Arte degenerado»?
Círculos. A Arno le gusta dibujar círculos. Él mismo se representa como una figura de círculos encadenados: arriba, la cabeza; el vientre es todo el cuerpo; dos piernecitas a los lados.
—¿De qué te quejas tanto, Hubert?
—Tengo la piel muy sensible desde que me cambiaron el apresto de cola, Arno. Después de la ducha de disolventes me escuece.
—Es curioso, a mí me pasa lo mismo.
Se encontraban en la sala de etiquetado, completamente vestidos, peinándose con la raya a un lado. Los técnicos acababan de colocarles las etiquetas y servirles la suntuosa cena de mariscos, de la que ambos habían dado buena cuenta.
Los Walden eran dos seres simétricos, una de las raras fotocopias exactas de la naturaleza. Como suele ocurrir en estos casos, usaban idéntica ropa (hecha a medida por sastres italianos) y se cortaban el pelo de igual forma. Cuando uno enfermaba, el otro no tardaba en seguir sus pasos. Tenían gustos similares y se irritaban con molestias parecidas. Estaban diagnosticados desde niños del mismo síndrome (obesidad, esterilidad y conducta antisocial), habían ido a los mismos colegios, desempeñado iguales trabajos en las mismas empresas y estado en las mismas cárceles al mismo tiempo acusados de los mismos delitos. En sus antecedentes clínicos y penales figuraban idénticas palabras: «pederasta», «sicópata» y «sadismo». Van Tysch los había llamado a la vez un día de otoño de 2002, poco después de que hubieron salido absueltos en el juicio por el atroz asesinato de Helga Blanchard y su hijo, y los había convertido simultáneamente en obras de arte.
Helga Blanchard era una joven actriz de la televisión alemana, ex amante de un defensa del Bayern de Munich, madre de un niño de cinco años llamado Oswald, fruto de un anterior matrimonio, y agraciada con una notable pensión de divorcio. Nadie sabe muy bien lo que ocurrió, pero la madrugada del día 5 de agosto de 2003 hubo niebla en los alrededores de Hamburgo. Cuando se disipó, Helga y su hijo Oswald aparecieron desnudos y clavados con pernos de tienda de campaña de un centímetro de grosor a las tablas del suelo de su casita de campo de las afueras de la ciudad. Madre e hijo compartían uno de los clavos (el de la mano derecha de ella, izquierda de él). También compartían la amputación de la lengua, la violación con destornilladores y la extirpación de globos oculares (o casi: a Helga le habían dejado el derecho para que pudiera ver cómodamente lo que ocurría con su hijo). El crimen provocó tal escándalo que las autoridades se vieron obligadas a realizar un arresto inmediato, a ciegas: recayó en una pareja de lesbianas que eran las vecinas más próximas de Helga y que en aquellos días se habían hecho célebres a su modo intentando obtener el permiso legal para adoptar a un niño. Un piquete de ciudadanos enfurecidos quiso quemar el chalet donde vivían. Pero fueron puestas en libertad veinticuatro horas después, sin cargos. Una de ellas, la más joven, salió hablando en un programa de televisión, y mucha gente imitó al día siguiente el gesto que hacía con los índices cuando afirmaba que nada tenían que ver con lo sucedido y que no vieron ni oyeron nada. Luego fueron arrestados, por este orden, el ex marido de Helga (un empresario), la actual esposa de su ex marido, el hermano de su ex marido y, por último, el futbolista. Cuando se produjo el arresto del futbolista, el asunto trascendió los límites de Alemania y empezó a discutirse en toda Europa.
Entonces apareció un testigo sorpresa: un anticuado pintor de lienzos de tela que había estado trabajando el día anterior en un óleo campestre que pensaba titular Árboles y niebla. Era médico de profesión y padre de familia. Aquella tranquila mañana festiva se encontraba retocando su lienzo cuando advirtió dos círculos móviles que iban de tronco a tronco entre jirones de niebla difusa y no poseían el color natural de las cosas sanas. Se fijó mejor, y vio a dos hombres inmensamente gordos y desnudos deslizándose entre los árboles, a escasa distancia de la casa de Helga Blanchard. Se quedó tan fascinado con aquellas anatomías que, abandonando todo intento de proseguir con su bosque, se dedicó a dibujarlos en un cuaderno aparte. El boceto fue publicado en exclusiva por Spiegel. No hubo que esforzarse mucho más: los hermanos Walden vivían en Hamburgo y poseían un largo historial de actividades delictivas. Fueron arrestados y hubo un juicio. Sin embargo, el joven abogado de oficio que se les designó actuó brillantemente. Lo primero que hizo fue desmontar con suma habilidad la declaración del médico pintor. Todavía se recuerda la trampa en la que envolvió al testigo: «Si su cuadro se titula Arboles y niebla y usted mismo afirma inspirarse en el paisaje que le rodeaba, ¿cómo pudo distinguir a los acusados en un lugar lleno de árboles y niebla?». Luego tocó la fibra sensible del tribunal. «¿Acaso son culpables porque sus apariencias nos desagradan? ¿O porque poseen antecedentes penales? ¿Debemos inmolarlos para que nuestras conciencias duerman tranquilas?» No hubo forma de demostrar la presencia de los hermanos Walden en el lugar de los hechos, y el juicio se zanjó pronto. Tras recuperar la libertad, los gemelos fueron visitados por un tipo muy amable de tez morena y nariz afilada que olía a dinero a distancia. Cuando juntaba las yemas de los dedos podía advertirse un espléndido trabajo de manicura. Les habló de arte, de la Fundación y de Bruno van Tysch. Fueron imprimados en secreto y enviados a Amsterdam y a Edenburg. Allí, Van Tysch les dijo: «No quiero que le contéis a nadie nunca lo que hicisteis, o lo que creéis haber hecho, ni siquiera a vosotros mismos. No quiero pintar con vuestra culpa sino con la sospecha». La obra acabó siendo muy simple. Los Walden permanecían de pie frente a frente, vestidos con ropas grises de presidiarios y pintados en colores tenues que subrayaban la maligna expresión de sus rostros. Sobre el pecho, como medallas, las fichas de sus antecedentes penales impresos en versalitas. En la espalda, una foto de Helga Blanchard abrazando a su hijo Oswald (el fondo está recortado: es Venecia, durante un viaje) con una interrogación cuyo significado era evidente: ¿fueron ellos? La familia de Helga se querelló contra Van Tysch por el uso de aquella imagen, pero el asunto se resolvió satisfactoriamente para ambas partes con la aportación de una interesante suma de dinero. En cuanto al trabajo hiper-dramático, no hubo ningún problema. Los Walden habían nacido para ser cuadros. No en vano lo único que habían logrado hacer bien toda su vida era posar quietos en algún sitio y dejar que la humanidad los increpase. Eran dos budas, dos estatuas, dos seres gozosos e inalterables. Estaban asegurados por una cantidad que superaba ampliamente la de la mayoría de las creaciones de Van Gogh. Había sido para ellos un largo camino de expulsiones de colegios, despidos laborales, cárceles y soledad. El público, la humanidad de siempre, continuaba mirándolos con desprecio, pero los Walden habían terminado comprendiendo que hasta el desprecio puede hacerse arte.
Una pregunta subsiste: ¿fueron ellos? El asesino de Helga Blanchard y su hijo no había sido atrapado aún. Díganme, por favor: ¿fueron ellos?
—Cuando se sepa la respuesta a esta pregunta nuestro precio bajará —afirmó uno de los Walden a un conocido crítico de arte alemán.
Y las muecas de Hubertus y Arnoldus permanecen tensas y rojizas, los carrillos abultan como hematomas de colorete y en sus ojos arden rescoldos de pasadas orgías.
En aquel momento terminaban de acicalarse y se ponían a disposición de un nada habitual equipo de agentes especiales.
—El Arte es así, señorita Schimmel. El Arte con mayúsculas, me refiero… Yo no pido: es el Arte el que pide y ustedes tienen la obligación de complacerlo. —Hubertus le hizo un guiño a su hermano, pero Arnoldus estaba escuchando música a través de los microauriculares y no lo miraba—. Sí, de pelo platino… Me da igual si le resulta muy difícil conseguirlo para esta noche… Lo queremos de pelo platino, señorita Schimmel, no discuta, estúpida… Fru, buuuzzz, zrriiii, zruzruzruuu… Qué lástima, señorita Schimmel, hay interferencias, tengo que colgar… —La lengua de Hubertus aparecía y desaparecía en sus minúsculos labios con gracia y velocidad reptilescas—. Przzzzz, zuuummm… ¡No la oigo, señorita Schimmel…! Espero que sea rubio platino. En caso contrario, preséntese usted misma… Puede traer una gabardina, pero nada más debajo… Zzzzzzzzzssssss… ¡Tengo que colgar! Auf Wiedersehen!
—¿Con quién hablabas? —preguntó Arnoldus, bajando el volumen de sus microauriculares.
—Con esa imbécil de Schimmel. Siempre está poniendo inconvenientes.
—Deberíamos quejarnos al señor Benoit. Que la pongan de patitas en la calle.
—Que la hagan mendigar en una esquina.
—Que la prostituyan.
—Que la encadenen, le aten un collar, le inyecten la antirrábica y nos la regalen.
—No, no quiero perras. No me gusta limpiar caquitas. Oye, Hubertus.
—Dime, Arnoldus.
—¿Crees que somos felices?
Durante un instante, ambos hermanos contemplaron el techo oscuro de la furgoneta, por el que se deslizaba el luminoso ciclorama de la noche de Munich.
—Es difícil saberlo —dijo Hubertus—. La eternidad es una gran tragedia.
—Además, dura para siempre.
—Por eso es una gran tragedia —concluyó Hubertus.
Trémulos, espejeantes, los cristales del hotel Wunderbar se reflejaron en la carrocería de la furgoneta cuando ésta se detuvo frente a la entrada. Los cuatro agentes se distribuyeron en lugares estratégicos. Saltzer, el jefe de la escolta, hizo una señal y uno de sus hombres introdujo la cabeza por la puerta trasera abierta y dijo algo. Ceremonioso, Hubertus Walden depositó su anatomía en la acera, frente a un pasillo de porteros engalanados. A Arnoldus se le enganchó la chaqueta en la manija. Tiró con fuerza y rasgó el bolsillo. Qué importaba. Tenía alrededor de un centenar confeccionadas por el mismo sastre, y además podía usar las de su hermano.
El agente de Seguridad encendió las luces del vestíbulo de la suite mediante un mando a distancia. Una música ambiental emergió de ocultos rincones con la sinuosa elegancia de un pez morena.
—Todo normal en el vestíbulo, cambio —dijo. Se dirigía al pequeño micrófono colocado bajo sus labios.
El salón contenía la piscina climatizada, el bar y el óleo de Gianfranco Gigli, un discípulo de Ferrucioli bastante prometedor que, por desgracia, había muerto dos años antes de una sobredosis de heroína. Debido a ello, su escasa obra (figuras andróginas enmascaradas vestidas con mallas de bailarín) se había revalorizado. El cuadro de Gigli se recostaba en el suelo cerca de la piscina como una sedosa pantera negra. La máscara poseía los rasgos imprescindibles. Toda la figura estaba orlada por la móvil telaraña de luz de los reflejos del agua. El lugar olía a maderas nobles y cloro y la temperatura era mucho más suave que en el resto de la suite.
—Todo normal en el salón, cambio.
La voz del agente siguió resonando por el laberinto de habitaciones. Hubertus se había encaminado hacia la barra de acero del bar y estaba sirviendo champán. Arnoldus intentaba en vano alcanzar sus zapatos. Se ilusionaba pensando que algún día podría tocarse los pies. Esta incomodidad acabó por agriar del todo su humor.
—Jamás entenderé —estalló con repentina suavidad (nunca elevaba la voz)— por qué el señor Benoit no nos ofrece adornos de ayuda para las giras. Estoy hasta el culo de tanto esfuerzo.
—El culo es redondo. —Hubertus volvía a rellenar la copa—. El culo son dos círculos en algunos; en otros, sólo uno. Por ejemplo, el culo de Bernard… ¿Es dos o es uno?
Por suerte, Arnoldus podía quitarse fácilmente los zapatos sin usar las manos, y eso fue lo que hizo. Los pantalones también cedían tras desabrocharse un botón.
—Hubert, ¿puedes atenuar las luces de esa pared? Dan justo en mis ojos.
—Si te apartaras, dejarían de molestarte, Arno.
—Por favor…
—De acuerdo. No quiero discutir.
—Todo en orden en la sauna, cambio —gemía una voz lejana.
—¿Quieres marcharte de una puta vez, Bernard? Esperamos visita.
—Todo en orden en Bernard, cambio.
—Todo en orden en el culito de Bernard, cambio.
El agente no los miraba mientras revisaba por segunda vez el salón. Estaba inmunizado desde hacía tiempo contra sus burlas. Sabía por qué se mostraban tan impacientes, pero no quería pensar en ello. Es decir, no quería pensar en lo que sucedería en esa habitación cuando la visita llegara.
La visita, casi siempre, venía de la mano de un adulto. Si era mayorcito, podía llegar solo, en traje de botones o de camarero, para no despertar sospechas. Pero lo normal era que llegase de la mano de un adulto. Bernard ignoraba lo que ocurría después, y no deseaba saberlo. Tampoco sabía cuándo se marchaba la visita, si es que se marchaba en algún momento, ni de qué manera ni por dónde. No era ése su cometido. «El problema… El problema estriba en que…»No es que Bernard tenga escrúpulos de conciencia. No es que piense que está haciendo algo mal al cumplir con su deber. A Bernard le gusta trabajar en la Fundación. Gana más que en ningún otro sitio, su tarea no es difícil (si las cosas no se complican) y la señorita Wood y el señor Bosch son jefes admirables. Ahora bien, Bernard pretende ahorrar lo suficiente para dejar su trabajo y marcharse de la ciudad, de aquélla y de todas las ciudades. Quiere irse a vivir en paz a algún remoto lugar con su mujer y su hija pequeña. Nunca lo hará, y lo sabe, pero no deja de pensarlo.
El problema de obras como Monstruos, opina Bernard, era que no podían ser sustituidas. Si los Walden desaparecían, ¿quiénes iban a ocupar su puesto? Sus biografías eran imprescindibles para la pintura como el claroscuro lo era para un Rembrandt. Sin ellos, Monstruos no valdría un centavo: no hubiera hecho correr ríos de tinta ni toneladas de bytes informáticos; no se hubieran escrito libros enteros ni se mencionaría en las enciclopedias; no hubiera suscitado debates televisivos, disputas feroces entre teólogos, sicólogos, juristas, educadores, sociólogos y antropólogos; nadie les habría arrojado mierda hacia el techo; no habría surgido una legión entera de imitadores; tampoco generaría una cantidad astronómica de beneficios debido a los sustanciosos permisos de exhibición que la Fundación cobraba a los más importantes museos y galerías del mundo. Y aquel viejo productor de Hollywood, Robertson, no estaría contando los días que faltaban para que Van Tysch decidiera poner a la venta su obra.
Monstruos era la gallina de los huevos de oro. Lo peor era que la gallina lo sabía.
—Todo en orden, cambio y cierro.
—¿Ya te vas, Bernard?
—¿No te gustamos?
—Claro que le gustamos, Arno. El culito de Bernard suspira por nosotros.
Silbando la música de una película, Bernard cerró la puerta insonorizada que comunicaba el salón con el vestíbulo y respiró aliviado. Su trabajo había concluido por esa noche: Monstruos, uno de los cuadros más valiosos de la historia del arte, se encontraba a buen recaudo. Y, afortunadamente, ya no oía a los gemelos.
Desde el momento en que el arte se disocia de la moral, todo marcha cuesta abajo, razona Bernard. ¿Es que el Maestro era incapaz de comprenderlo? Hay cosas que no pueden… que no deben convertirse en arte jamás, piensa Bernard.
—Voy a darme una ducha —dijo Arnoldus—. Estoy pegajoso de pintura. Confío en que no te hayas bebido todo el champán, Hubert.
—No lo he hecho, no lo he hecho. ¿Cómo puedes creerme tan jodidamente aprovechado?
—Hay algo de vaho en el salón. Baja la temperatura de la piscina, por favor.
—Me gusta cálida, cálida, cálida. Ahm, ahm, ahm.
Arno hizo un gesto de indiferencia y se dirigió al lujoso cuarto de baño a través del pasillo que comunicaba con el salón. Se oyeron los grifos de las duchas y su voz de castrato atacando un aria.
Hubertus palmeó el agua con las manos. La piscina era kilométrica y tenía forma de ruedo. Ellos lo habían exigido así. Todo lo circular era muy del gusto de los Walden. Geométricamente correcto en relación con sus anatomías. Sicológicamente correcto en relación con sus preferencias: las juveniles obras de The Circle, por ejemplo. Y uno de sus mejores grupos de fans (tenían miles de admiradores en todo el mundo) se llamaba The Circle of Monsters y les enviaba pegatinas redondas con lemas que defendían la libre expresión del arte y atacaban la intolerancia.
Oyendo la lejana pelea de Arnoldus con la ópera, Hubertus se agachó, avanzando como una boya a la deriva. La etiqueta amarilla colgada del cuello flotaba en el líquido turquesa, remolcada por el gelatinoso cilindro de carne. En el centro de aquella piscina, Hubertus Walden se sentía el Huevo Primordial, el Óvulo solitario en el instante supremo de la fecundación. La profundidad era la misma en todas partes: estando de pie, el agua le llegaba un poco por arriba del vientre. Abuelito Paul no quería de ninguna manera que se ahogasen, oh, no. Entrecerró sus ojos engastados en grasa como pequeñas sortijas y la luz vacilante del agua se le deshizo en rayas blancas. Era maravilloso vivir rodeado de lujo, ser acariciado por las ondas de aquel estanque inmenso calentado a la temperatura exacta. Se preguntó si el cabello rubio platino natural produciría reflejos en el techo cuando la luz de los apliques incidiera directamente sobre él.
Su hermano maltrataba otra aria desde el baño. Oyéndolo, Hubertus pensó que Arnoldus era un ser abyecto, perverso, cobarde y vicioso. Lo odiaba profundamente pero no podía vivir sin él. Lo consideraba como a sus propias vísceras: algo íntimo, inevitable, repugnante. En la escuela primaria, Arno era quien hacía las cosas malas, pero los castigaban a los dos.
«Uno rompe el plato, lo pagáis ambos», decía la señorita Linz, de ojos destellantes. Y así había sido toda la vida, con papá, con los jueces, con la policía. Aquella gorda, fofa y enfermiza criatura que ahora desafinaba en el cuarto de baño (siempre con discreta suavidad) era quien había llevado a Hubertus por el mal camino. ¿Acaso no había sido Arnoldus el que había improvisado el plan de diversión con Helga Blanchard y su hijo?
—A quell’amor… quell’amor ch’è palpito…
Lo recordaba todo de forma fragmentaria, como envuelto en brumas doradas, casi como un fascinante bombón: los ojos dilatados del terror materno, hmmm, los chillidos «destrozatímpanos», las pequeñas manos crispadas…
—… Dell’universo… Dell’universo intero…
… ramalazos de carne frágil, hmmm, bocas que se abren en círculos perfectos, una redondez exangüe…
—… Misterioso, misterioso altero…
Al principio parecía que habían vuelto a meter la pata. Aquel pintor aficionado, instalado en las proximidades de la casa de Helga Blanchard, los había visto. Pero la defensa del joven abogado con caspa en el pelo había sido extraordinaria. Lo que poseía todas las trazas de convertirse en el final de sus vidas resultó ser un maravilloso comienzo. La serpiente se muerde la cola. El círculo perfecto. Qué bella armonía la del círculo, particularmente cuando no se mueve, cuando está muerto o paralizado y puede recorrerse mediante un simple gesto del dedo. Y qué gran hombre, Bruno van Tysch. Gracias a él tenían la vida que deseaban y una porción nada desdeñable de inmortalidad. Ser obra de arte era algo maravilloso.
Se dio la vuelta, mecido en terciopelo tibio.
Fue entonces cuando se percató de que la obra de Gigli se había movido.
—… Croce e delizia… delizia al cooor…
Una miopía de gotas de agua invadió sus ojos. Se los frotó. Miró de nuevo.
—Croce, croce e delizia, croce e delizia… delizia al cooooor…
El cuadro, una sombra flexible con máscara negra, la silueta de un esgrimidor de luto, caminaba con lentitud hacia la barra del bar. Lo hacía con tanta naturalidad que, al pronto, Hubertus pensó que quería simplemente echar un trago. «¡Pero no puede! —comprendió entonces—. ¡Ahora mismo es obra de arte! ¡No puede moverse!»
—¿Qué haces? —preguntó. Elevó tanto la voz que al final soltó un gallo.
La obra de Gianfranco Gigli rodeó la barra sin contestar, se agachó y sacó algo. Un maletín. Volvió a dar la vuelta, se situó a espaldas de Hubertus y soltó los cierres metálicos, que sonaron a disparo en el inmenso y casi silencioso salón (ah, aaaah, ah-ah-ah-aaaaaaahhh, tremolaba la remota voz de Arno).
Hubert pensó en llamar a su hermano, pero titubeaba. La curiosidad lo mantenía callado. Desplazó su enorme anatomía hasta el borde curvo de la piscina. El Gigli manipulaba un objeto sobre la mesa. ¿Qué era? Algo que había extraído del maletín, sin duda. Ahora lo dejaba a un lado y cogía otra cosa. Lo hacía todo de forma tan delicada, tan suave, tan pulcra, que Hubertus, por un instante, aprobó su conducta. Nada había más placentero para él que la sutil delicadeza de las formas: un bailarín; un niño; una tortura.
Dedujo que tenía que tratarse de un retoque de Gigli. Quizás el pintor había decidido convertir la obra en una acción no interactiva. Desde luego, aquello tenía que ser arte. En el mundo del arte todo es válido y nada posee un significado intrínseco. Las cosas son arte porque sí, porque los artistas lo deciden y el público lo admite. Hubertus recordaba una obra de Donna Meltzer, Reloj, que giraba atada a la pared a un ritmo horario sobre un fondo de terciopelo, pero la artista había decidido que atrasaría todos los días diez minutos y se pararía al cabo de dos semanas. Los cuadros no siempre hacen lo mismo. Algunos evolucionan siguiendo un patrón diseñado por su creador. ¿Y éste? Había cambiado. Nuevas instrucciones, sin duda. ¿Para simbolizar qué? ¿La sociedad mecanizada (por eso sacaba aquellos extraños artilugios)? ¿El símbolo de la autoridad (una pistola)? ¿Los mass media (una grabadora portátil y una cámara de vídeo en miniatura)? ¿La violencia (un juego de instrumentos punzantes)? De todo un poco, quizá. Lo que Gigli quisiera. Al fin y al cabo, él era el pintor y el único que podía…
De repente recordó que Gianfranco Gigli llevaba muerto más de dos años.
Sobredosis de heroína, se lo habían dicho en el hotel cuando le mostraron el cuadro.
—… deliziaaa aaaal coooooooooor… ah-ah-ah-ah-aaaaaaaaaahhhhhh…
Se quedó quieto, con las manos en el borde de mármol de la piscina y el cuerpo sumergido hasta la mitad. Un hormiguero de gotas descendía por su cabeza y su torso. Parecía una montaña de cera que estuviese derritiéndose. ¿Era posible que una obra se retocara a sí misma después del fallecimiento de su creador? Y en caso afirmativo, ¿debía considerarse al resultado obra póstuma o falsificación? Curiosas preguntas.
Y de repente, Hubertus dejó de preocuparse por las actividades de la figura de Gigli («al diablo con lo que esté haciendo») y experimentó una brutal crisis de felicidad. La sensación recorrió tres trillones de moléculas de grasa corporal y produjo en su cerebro un torbellino semejante a un poderoso orgasmo. Se extasió con la dicha de pertenecer a aquel mundo complejo, aquella existencia que sólo raramente (si alguna vez sucedía) tenía explicación o podía describirse con palabras, el secreto e incesante manantial dorado, el selecto círculo al que pertenecían todos, la figura de Gigli, Van Tysch, la Fundación, ellos mismos y unos cuantos elegidos más (bueno, excluyamos a la triste figura de Gigli, que debía renovarse para seguir siendo actual), aquella vida maravillosa que les permitía gozar de sus fantasías y constituir materia de fantasía para otros. Incluso ser tan abrumadoramente gordo era una ventaja en aquel mundo. Ser tan monstruoso como un monstruo, comprendía Hubertus, podía trascender los límites de la realidad cotidiana y convertirse en símbolo, res del arte, arquetipo, filosofía y meditación, teorías y debates. Bendito seas, mundo. Bendito seas, mundo. Benditos tu poder y tus posibilidades. Benditos también todos tus secretos.
El cuadro de Gigli parecía haber terminado por fin con los preparativos, fueran éstos los que fuesen. Dio media vuelta con calma absoluta y se dirigió hacia otro lugar, otro destino inexorable dictado por un artista muerto. Hubertus lo contemplaba expectante. «¿Hacia dónde? Oh, ¿hacia dónde diriges ahora tus armónicos pasos, divina y resplandeciente criatura?», se preguntaba Hubertus Walden.
Invadido de armonía planetaria, demoró un instante en comprender que la obra se dirigía ahora hacia él.
A Arnoldus, de niño, lo atacaba un tigre.
Infalible, preciso, poderoso, mortífero. Un tigre negro de ojos llameantes nacido de sus sueños. Era su pesadilla, su terror de la infancia. Gritaba y despertaba a Hubertus y, de manera inevitable, el ataque felino terminaba convirtiéndose en el cinturón de su padre trazando arabescos al desplomarse una y otra vez sobre su culo desnudo. («No quería gritar, papá, por favor, en serio, créeme, es que no pude evitarlo.») A su padre lo único que le molestaba eran los gritos. «Haced lo que queráis, pero no gritéis», les había ordenado siempre, era su obsesión perenne.
A diferencia de su hermano, Arnoldus no creía haberse resarcido. Opinaba que la vida es un comercio que cada día cambia de dueño y nunca te devuelve lo que has pagado de más. Ahora eran inmensamente ricos, eso era cierto. Estaban considerados una obra de arte de incalculable valor. El señor Robertson, que muy bien podía terminar convirtiéndose en su nuevo papá, los amaba: Arno sabía que a Robertson nunca se le ocurriría azotarlo con el cinturón si lo oía gritar en medio de la noche mientras la saliva amarga de su peor pesadilla se derramaba sobre su rostro. Ahora eran adorados, respetados y admirados como grandes cuadros. Pero ¿acaso aquella nueva vida iba a regalarles la infancia feliz de la que habían carecido? La consideración mundial de la que gozaban, ¿sería retroactiva? ¿Lograría transformar, de alguna manera, los malos recuerdos en buenos? No, ni siquiera transformaba las costumbres. Arnoldus, de adulto, tampoco gritaba. El tigre había muerto, su papá también, pero la vida nunca te devuelve nada.
Escuchando los chapoteos de su hermano en la piscina, Arnoldus arrolló una toalla sobre su descomunal cintura e inició frente al espejo una danza del vientre. Teniendo en cuenta la parte de su anatomía que las protagonizaba, aquellas danzas eran para Arno algo más que simple entretenimiento: llegaban a convertirse en una especie de sutil intento de comprender el universo. La música, silbante, seudoegipcia, provenía de sus labios. Chasqueaba los dedos mientras se movía. Oh, dulce hurí, ¿me complacerás esta noche? Mirando estos dedos de porcelana —piensa mientras lanza la barriga, zas, a un lado, zas, a otro— nadie sospecharía la presencia de esta bolsa de intestinos abyectos que cuelga del centro, esta anaconda hambrienta y enrollada dentro de un saco, este grueso cabo de cuerda marinera envuelto en grasa. ¿Era posible ser tan gordo? «Dios mío, ¿qué has hecho conmigo?» Su madre le contaba (bueno, quizá fuera su padre) que había gritado cuando los vio llegar al mundo, cuando vio aquellas fantásticas hermosuras, aquellas criaturas engendradas con más carne que su propia carne. «¡Ah!», había exclamado la señora Walden. Y su padre (eso les contó ella también), igualmente horrorizado, la regañaba:
—No grites, Emma. Son monstruosos, sí, pero no grites, por favor. Sobre todo, no grites…
Balanceándose, Arnoldus Walden desplazó su pananatomía por el largo pasillo que unía el cuarto de baño con el salón. Mientras tanto seguía sumido en sus pensamientos. Ya no oía los chapoteos de Hubertus. ¿Habría llegado ya Rubio Platino? ¿Su hermano habría empezado sin él, faltando así a su palabra? Oh, Hubertus, ser despreciable, ínfimo, vulgar, rastrero. Mamut pervertido, oso cruel. A su hermano le encantaba echarle la culpa de todo lo malo y arrogarse él solo la responsabilidad de lo bueno. Arnoldus se despertaba cada día intentando ser de otra forma. ¿Cómo? Más amable, más humano, más obediente (en serio, por favor, créeme), pero, cuando volvía la vista hacia su hermano, el odio brotaba por todos sus poros como una llama en una pelota empapada de alcohol. Contemplar aquel reflejo de sí mismo le provocaba tal aborrecimiento que a veces le entraban tentaciones de romper el espejo. Oh, sí: era Hubertus quien lo convertía a él en un ser horrendo. Hubertus lo empujaba hacia el abismo, lo forzaba a soñar con atrocidades.
Por ejemplo, lo de Helga Blanchard y su hijo. Arnoldus intentaba explicarle a Hubert una y otra vez que jamás habían hecho nada malo a esa familia. Ni siquiera habían llegado a conocer a Helga y a su tierno infante: todo había sido un falso recuerdo enterrado en sus mentes por Van Tysch, un color tenebroso añadido a sus cuerpos. «Algo parecido a un pecado original», opinaba Arnoldus. La sombra de una falta que nunca cometieron y que, por tanto, jamás podrían olvidar, porque no hay nada más indestructible que lo imaginario. Quizá ni siquiera eran culpables de los delitos que habían expiado en la cárcel. Puede que tampoco hubieran estado en la cárcel. A fin de cuentas, pintar también consiste en engañar: crees que puedes tocar ese frutero, aquel racimo de uvas o el seno redondo de esta ninfa, extiendes los dedos y tropiezas, comprendes que las esferas son sólo círculos, lo que parecía volumen se aplana, se hace inaccesible al ansia exprimidora de los dedos. Arnoldus sospechaba que ellos eran una de las mejores ilusiones del pintor holandés. «Venid a mí, lienzos monstruosos: voy a construir una ilusión óptica con vosotros.» Tan habilidoso había sido el Maestro pintándoles aquella terrible mentira en sus cerebros que su hermano Hubertus vivía engañado. Hubert sícreía que lo habían hecho. Peor aún: ¡creía que el engañado era él, Arnoldus! «Has querido vendarte los ojos con esa explicación para no recordar lo que hicimos, Amo —le decía. Y agregaba—: Pero lo que hicimos, lo hicimos de verdad. ¿Quieres que te refresque la memoria…?» Arnoldus había dejado ya de discutir sobre aquel desagradable asunto. ¿De qué serviría seguir diciéndole a Hubert que el equivocado era él, que nunca habían cometido una atrocidad semejante, que todo era producto del soberbio arte de Van Tysch?
Bajó la vista hacia la firma en su tobillo izquierdo: BvT. Un pensamiento nuevo lo inquietaba desde hacía algún tiempo. ¿Sería Van Tysch el responsable de aquel odio, aquella ferocidad que le provocaba Hubertus? ¿Había querido despertar su parte de Caín para pintarlo? Sea como fuere, el Maestro ya no les hacía mucho caso. Había perdido el interés por ellos. Se rumoreaba que pronto los pondría en venta.
Quizá lo mejor fuera olvidarse de Van Tysch y hasta de Hubertus, y disfrutar un poco mientras fuera posible.
Abrió la puerta y entró en el salón.
—Aquí estoy, Hubert. Espero que no hayas…
Se detuvo. No había nadie en la piscina. De hecho, la espaciosa sala parecía desierta.
«Ta, ta, ta, esto es una descortesía por tu parte, Hubert.» Arnoldus miró en todas direcciones. La suite era una basílica infinita: columnas; curvatura del techo; paredes de piedra; luz indirecta; largo altar de sacrificios en forma de barra de bar…
Demoró un instante en descubrir el surco de líquido a su derecha, justo a su derecha, un ligero detalle de color oscuro sobre la moqueta, un rastro de agua de piscina, la zigzagueante meada de un dios. Lo siguió, torciendo el voluminoso cuello. En el extremo final, con el vientre hacia arriba (esfera perfecta), yacía su hermano.
Y de pie junto a su hermano, una figura escueta y enmascarada: el tigre negro de sus terrores infantiles, su pesadilla ágil y voraz.
Cuando saltó sobre él, Arnoldus —niño obediente— no quiso gritar.
Un triángulo isósceles de luz. Piernas separadas.
—Descanso —dijo Gerardo—. Luego probaremos otro efecto.
Clara cerró las piernas y el triángulo desapareció. Se encontraba de espaldas a los dos hombres, frente a la ventana, con el cabello incendiado de rojo y el cuerpo perfilado de rayos de sol. Estaba pintada de rosa y ocre con matices en marfil y perla. La espina dorsal, la perfecta uve de la región lumbar y la cruz carnosa de las nalgas resaltaban en tierra natural. Gerardo y Uhl habían decidido las tonalidades aquella misma mañana después de observar detenidamente los colores ya secos de las líneas sobre su piel. Le entregaron una malla porosa y una caperuza de tinte y ella se colocó ambas en el cuarto de baño. Su carne y cabello imprimados absorbieron los colores a la perfección sin necesidad de barnices ni fijadores. Todos los tonos eran provisionales, le advirtió Gerardo, y a lo largo de los días irían modificándolos. También era provisional el color de ojos que le pintó con aerosoles corneales —verde esmeralda brillante— y el esbozo de labios en un rosa más oscuro que dibujó sobre su rostro. Por último, con las manos enguantadas, reunió su cabello, húmedo de pintura, en un moño muy pequeño. Los guantes salpicaron el suelo de falsas gotas de sangre cuando los arrojó a la papelera.
—Ya está —le dijo.
Clara salió del baño y caminó hacia el salón dejando un perfumado rastro de óleo a su paso. Lo primero que hizo fue observarse en los espejos. Entrevió la figura tras el boceto: una muchacha de Manet, alta, esbelta, desnuda, pelirroja, de músculos que destacaban uno a uno sin violencia como dibujados por un experto; bajo la luz del sol su cabello era una hemorragia luminosa. Se encontró bien hecha. Quiso imaginar que aquello no era un simple boceto, que el cuadro desconocido que estaban pintando con ella sería exactamente así.
Habían instalado una cámara de vídeo sobre un trípode y un gran foco de estudio fotográfico, pero las posiciones, al principio, se filmaron con luz natural. Tiene que hacer un día precioso, pensaba Clara contemplando la ventana que tentadoramente se abría ante ella, pero en el interior de aquellas paredes en crudo sobre aquel suelo de líneas paralelas todo se disolvía en resplandores, como si viviera dentro de un prisma. Estaba deseando disponer de tiempo libre para salir a explorar.
—La comida está en la cocina —le avisó Gerardo durante el descanso.
Ella caminó con cuidado, para no agrietar la pintura, hasta el cuarto de baño y se puso uno de los albornoces que colgaban de la puerta. Solía vestirse con algo cuando estaba pintada para no estropearse mientras comía o descansaba.
En la cocina le aguardaba una novedad. Su bandeja plastificada se encontraba, como el día anterior, en el lugar de costumbre, pero Gerardo ocupaba la silla opuesta. Estaba destapando la caja de una pizza recién descongelada en el microondas. Al parecer, iban a comer juntos. Se preguntó dónde estaría Uhl y por qué no comía con ellos. Supuso que entre Uhl y Gerardo existían graves desavenencias. A lo largo de la mañana aquellas desavenencias se habían traducido en discusiones, órdenes bruscas y grandes silencios incómodos. A ella le parecía evidente que Gerardo se dejaba dominar por su colega mayor, quizá porque lo admiraba, o tal vez por una simple cuestión de jerarquía, ya que el puesto de Gerardo se encontraba un peldaño por debajo del de Uhl. Decidió, de cualquier forma, ser discreta.
Se sentó y desgarró el plástico de su bandeja. Tenía dos triángulos de sándwich con una especie de mayonesa en los bordes, uvas, pan integral, margarina, queso crema, una ensalada, una infusión y un zumo vitaminado marca Aroxén. Antes ingirió las pastillas de rigor con un trago de agua mineral. Luego cogió el sándwich. Entretanto, Gerardo se afanaba con una cuña de pizza.
Iniciaron una conversación corriente. Él alabó su Quietud y le preguntó quiénes habían sido sus maestros. Ella le habló de Cuinet y de Klaus Wedekind, y de la semana que había pasado en Florencia trabajando de boceto para Ferrucioli. Comía muy despacio, mordisqueando pequeños trozos de sándwich, porque el óleo del rostro le tensaba la mandíbula y no quería agrietarlo. Mientras untaba una espesa capa de margarina en el pan integral improvisó una sonrisa con sus labios recién dibujados.
—Oye, dime, no seas malo. ¿Qué estáis haciendo conmigo?
—Pintarte —repuso Gerardo.
Ella reprimió una risita pero insistió.
—En serio. Voy a ser uno de los cuadros de la colección «Rembrandt», ¿verdad?
—Lo siento, amiguita, no puedo decírtelo.
—No quiero saber qué figura soy, ni el título del cuadro. Sólo dime si voy a ser un «Rembrandt».
—Mira, cuanto menos sepas sobre lo que estás haciendo, mucho mejor, ¿okay?
—Vale. Perdona.
De repente le avergonzó haber insistido. No quería que Gerardo pensara que ella lo había creído más manipulable que Uhl, más susceptible de revelar secretos artísticos.
Hubo un silencio. Gerardo jugaba a coger y soltar una chapa arrugada de la lata de Coca-Cola que había estado bebiendo. Parecía de mal humor.
—¿Te ha molestado mi pregunta? —se preocupó ella.
Él habló con notable esfuerzo, como si el tema le resultara amargo, aunque inevitable.
—No. Sucede que estoy un poco enfadado… Pero no contigo sino con Justus. Lo de siempre. Ya te he dicho que tiene un carácter muy especial. Yo lo conozco bien, desde luego, pero a veces me resulta muy difícil soportarlo…
—¿Desde cuándo trabajáis juntos?
—Tres años. Es un buen pintor, he aprendido mucho con él… —Miró hacia el mediodía de la ventana. Su rostro de perfil seguía pareciéndole a Clara muy atractivo—. Pero hay que hacer todo lo que él dice. Todo.
Se volvió para mirarla, como si aquellas últimas palabras se relacionaran mucho más con ella que con él.
—Él es quien manda —agregó.
—Es tu jefe.
—Y el tuyo, no lo olvides.
Clara asintió, un poco desconcertada. No sabía muy bien cómo interpretar aquella última frase. ¿Era una advertencia? ¿Un consejo? Recordó el extraño examen al que Uhl la había sometido el día anterior. Cuando Gerardo hablaba de hacer «todo» lo que Uhl ordenara, ¿se refería sólo a pintura?
Terminó el pan integral y cogió una uva con dedos brillantes de rosa. La ventana de la cocina, con sus visillos entornados, le recordó el suceso de la noche previa. Decidió comentarlo para cambiar de tema.
—Oye, hay algo que…
Se detuvo y expulsó las semillas de la uva. Gerardo la miraba con aire interrogante.
—¿Sí?
—Bah, es una tontería.
—No importa, dímelo.
Ahora él se mostraba sinceramente interesado. Se inclinaba hacia ella acodado sobre la mesa. A Clara le gustó su aparente seriedad, casi su preocupación, y optó por ser sincera.
—Anoche alguien merodeaba por los alrededores de la casa. Cuando el temporizador sonó una de las veces lo vi asomado a la ventana del dormitorio. Pero se fue en seguida.
Gerardo la miraba fijamente.
—No juegues.
—En serio. Me llevé un susto de muerte. Me acerqué a la ventana y no vi a nadie, pero estoy segura de que no lo soñé.
—Qué raro… —Gerardo se alisó el bigote y la perilla en un gesto que ella ya le había visto hacer otras veces—. No hay vecinos en las proximidades, sólo otras granjas de la Fundación.
—Pues estoy segura de que escuché pasos cerca de la ventana.
—¿Y te asomaste y no viste a nadie?
—Ajá.
El joven pintor parecía pensativo. Jugaba con las migas de la pizza. En el extremo superior de su bíceps izquierdo la camisa desvelaba un tatuaje.
—Quizá sea personal de vigilancia, ¿sabes? A veces dan vueltas por las granjas para asegurarse de que los lienzos están bien… Sí, seguro que era personal de vigilancia.
—¿Hay otros lienzos en otras granjas?
—Ya lo creo, amiguita. Estamos full. Muchos lienzos y mucho trabajo.
Aquella posibilidad —que fuera un vigilante— le resultaba tranquilizadora y en modo alguno improbable. Se disponía a hacer otras preguntas cuando una sombra se interpuso entre la luz y ellos. Uhl había entrado en la cocina. Clara se dio cuenta de que le sucedía algo casi antes de mirarlo. El pintor la observaba con una mueca de disgusto al tiempo que mascullaba un holandés indignado.
—¿Qué dice? —preguntó ella.
De súbito, antes de que Gerardo pudiese responder, Uhl hizo algo imprevisto. Cogió las solapas del albornoz de Clara y tiró con fuerza. El gesto fue tan violento e inesperado que la hizo levantarse de un salto y volcar la silla. Entonces Uhl aferró el cordón del albornoz y lo desató. Aparecieron los pechos trémulos.
—¡Oye, qué haces! —exclamó Clara.
Gerardo también se había levantado y parecía discutir con Uhl. Pero era evidente que éste llevaba las de ganar. Más aturdida que enfadada, Clara volvió a cerrarse el albornoz. Notaba que parte de la pintura del vientre se le había agrietado.
—No, no. Quítatelo —dijo Gerardo con brusquedad.
—¿Que me lo quite?
—Sí, que te lo quites. No puedes llevar nada encima, ¿okay? Los colores son muy sensibles y se estropearían. Debí decírtelo antes, Justus tiene razón. Yo…
Uhl lo interrumpió dando un fuerte golpe con la palma de la mano en la pared, junto a la cabeza de Clara, como metiéndole prisa.
—¿Qué pasa? —replicó ella, indignada—. ¿A qué vienen esos modos? ¡Ya me lo quito, joder! ¿Lo ves?
Uhl le arrebató el albornoz de las manos y se marchó de la cocina. Clara echaba chispas.
—¿Está mal de la cabeza? —preguntó.
—Sigue comiendo y no digas nada. Él tiene su forma de ser.
Por un instante cruzó su mirada con la de Gerardo y a través de sus córneas pintadas de verde lo desafió a repetir aquella frase absurda. «Él tiene su forma de ser.» No sabía qué era lo que le desagradaba más: si el enfermizo carácter de Uhl o la sumisión de su ayudante. Decidió capitular, pensando que, fuera como fuese, ella era únicamente el lienzo. Se agachó, puso en pie la silla con un ademán brusco, apoyó las nalgas pegajosas de óleo sobre el asiento, cruzó las piernas y destapó el zumo de Aroxén. «Aquí no ha pasado nada —se dijo—. Si la pintura se estropea, allá vosotros.» Gerardo no volvió a hablarle. Terminó de comer y el trabajo se reanudó.
El sol se había desplazado en la ventana en que ensayaban, de modo que encendieron el foco lateral y probaron las sombras y los efectos de luz en su silueta. Clara se encontraba aturdida. Su disgusto preliminar había dejado paso a un estado de asombro ante la extraña actitud de Uhl. Se preguntaba en serio si estaría enfermo. Ninguno de los pintores le dirigía la palabra. Le parecía obvio que el incidente había desatado un conjunto de fuerzas en aquel triángulo inestable: Uhl continuaba pétreo mientras que Gerardo parecía haber adoptado el papel de amortiguador entre su compañero y ella. Aunque no le hablaba, el joven procuraba sonreírle cada vez que se aproximaba para modificar un aspecto de su postura, como si le dijera: «Ten paciencia. Juntos lo soportaremos mejor». Pero aquella compasión de última hora le resultaba a ella aún más insufrible que las absurdas conductas de Uhl.
A media tarde hubo otro descanso. Gerardo le dijo que en la cocina le aguardaban un zumo y una infusión. A ella no le apetecía tomar nada pero Gerardo insistió con cierta vehemencia. Por supuesto, no se le ocurrió volver a ponerse el albornoz. Se dirigió a la cocina y encontró el zumo, pero la taza de la infusión estaba vacía y la bolsita de hierbas reposaba en el borde del plato. Llenó la taza con agua mineral y la introdujo en el microondas. No sentía frío ni molestia alguna debido a su total desnudez, pero sí cierta extrañeza: estaba acostumbrada a usar algún tipo de protección durante los descansos cuando tenía el cuerpo pintado, y aquella orden de continuar desnuda le resultaba sorprendente. Mientras el microondas zumbaba, se dedicó a contemplar el paisaje que se vislumbraba a través de la abertura triangular de las cortinas: advirtió troncos de árboles, una valla a lo lejos y una vereda. Daba la impresión de que se encontraban aislados.
El microondas campanilleó. Clara abrió la compuerta y sacó la taza humeante.
En ese momento una sombra pasó junto a ella.
Era Uhl. Venía limpiándose las manos en un trapo y ni siquiera la miró al entrar. Ella también desvió la vista. Colocó la taza en el plato y rasgó el sobre de la infusión. Uhl se movía a su espalda. Ella no sabía qué podía estar haciendo. Supuso que había venido a coger algo del frigorífico, pero no escuchaba el ruido de la puerta de la nevera. El silencio tras ella resultaba inquietante. Iba a volverse para saber qué hacía Uhl cuando, de repente, una mano se deslizó entre sus piernas.
Dio un respingo y giró la cabeza. Encontró los ojos de Uhl enterrados en cristal a dos centímetros de su rostro. Casi al mismo tiempo, la otra mano de él la cogió de la nuca y presionó para que siguiera mirando hacia adelante. Escuchó una palabra en bronco castellano:
—Quieta.
Decidió obedecer sin hacer preguntas. La situación no le sorprendía en exceso. En teoría, ella era un lienzo. En teoría, él era un pintor. En teoría, el pintor podía tocar el lienzo con el que trabajaba, en cualquier momento y de cualquier forma que le pareciera oportuno. Ella ignoraba qué clase de obra podían estar haciendo: tal vez incluso el hecho de abordarla de aquella manera, en la cocina, bruscamente, formara parte de la pintura.
Tomó aire para relajarse y permaneció quieta con las manos apoyadas en el fregadero. Los dedos rastreaban la cara interna de su muslo izquierdo con somera lentitud, pero debido al óleo que la cubría, la sensación que experimentaba no era la de unos dedos tocándola. No sentía, por ejemplo, la tibieza o la frialdad de una piel ajena ni las percepciones añadidas a una caricia, sólo la presencia de dos o tres objetos romos y móviles resbalando por su carne. Podía tratarse igualmente de unos pinceles.
La mano continuó su ascenso; la otra se apoyaba firmemente en su hombro izquierdo, sujetándola. Clara intentó aislarse de aquellos dedos que no eran dedos, que no eran carne humana sino tubos de goma articulados que trepaban —aún con calma, aún sin brusquedad— por la zona más suave de su muslo. Quiso pensar que todo aquello tenía una razón artística. Sabía que la barrera era muy difícil de establecer: Vicky, por ejemplo, la traspasaba continuamente en ambos sentidos. La otra humillante posibilidad —que Uhl estuviera abusando de su posición— la hubiera llevado a rechazarlo con violencia. Pero no deseaba imaginar tal cosa por el momento.
Permaneció tranquila controlando la respiración, aun a sabiendas de cuál era el destino final —y obvio— de aquellos dedos. El azul de la ventana, que contemplaba sin parpadear, se le pegó a los ojos. Él es quien manda. Es un hombre muy especial, pero es quien manda. ¿Acaso Gerardo la había estado preparando para lo que sabía que iba a suceder?
Los dedos se abrieron alrededor de su sexo. Clara tensó los músculos. Los dedos rozaban su interior, pero titubeaban, como si estuvieran aguardando alguna clase de reacción por parte de ella. Sin embargo, Clara había decidido no moverse, no hacer nada. Se mantenía quieta con las piernas ligeramente separadas (un triángulo), de espaldas al pintor, conteniendo el aliento. Entonces sintió que los dedos se retiraban. La otra mano, la que sujetaba su hombro, también desapareció. Ella volvió la cabeza preguntándose qué haría él a continuación. Uhl se limitaba a mirarla. Sus gafas de cristales gruesos y su frente abultada le otorgaban la apariencia de un insecto monstruoso. Jadeaba. Su mirada era inquietante. Un instante después, salió de la cocina. Ella lo oyó hablar con Gerardo en el salón. Aguardó un tiempo prudencial, terminó de preparar la infusión sin darle la espalda a la puerta y se la bebió como si se tratara de una amarga medicina. Luego realizó algunos ejercicios de relajación simple.
Cuando Gerardo la llamó para que regresara al trabajo, se encontraba considerablemente más tranquila.
No ocurrió nada más aquella tarde. Uhl no volvió a tocarla y Gerardo se limitó a darle órdenes escuetas. Pero mientras posaba inmóvil y pintada, su cerebro bullía de actividad. ¿Por qué Uhl hacía lo que hacía? ¿Quería abusar de ella, amedrentarla, aumentar su tensión al estilo Brentano?
La única conducta posible para un lienzo en aquel mundo confuso, casi onírico, de la pintura de cuerpos consistía en permanecer tenso y desarrollar estrategias que le impidieran claudicar, caso de que la situación empeorara.
Estaba segura, por otra parte, de que tal cosa sucedería muy pronto.
Creyó que no se dormiría aquella noche, pero cayó en seguida en un agotado sopor.
No supo en qué momento volvió a sentir que alguien la vigilaba.
Bocabajo sobre el colchón desnudo, desnuda ella misma, su conciencia oscilaba con suavidad entre la vigilia y el sueño. En un momento dado, la ventana dibujada con la débil tiza de la luna se tachó de sombras. Lo percibió como el paso brusco de una nube. Pero la nube provocaba ruidos en la hierba.
Se incorporó con gesto de ciervo. En la ventana no había nadie.
Pero un instante antes, una fracción de segundo antes de que no hubiera nadie, el rectángulo había sido recortado con una silueta.
Era un hombre, estaba segura.
Permaneció con la cabeza erguida en la oscuridad, conteniendo la respiración, hasta que un grito enloquecido la hizo gemir de terror. Reconoció, con el corazón en la boca, la alarma del temporizador. Tanteó como una ciega hasta encontrar el aparato en el suelo, junto al colchón, y lo apagó. Ignoraba por qué estaba conectado, ya que Gerardo le había dicho que no era necesario utilizarlo esa noche. Su corazón bombeaba la sangre con energía. Los latidos se le antojaban burbujas estallando en sus tímpanos. El silencio de la casa era enorme. Pero la sensación estaba allí, idéntica a la de la noche previa. Y si aguzaba el oído, lograba percibir el remoto crujido de la hierba.
De alguna forma, y aun sopesando las mejores posibilidades (por ejemplo, que se tratara de un vigilante de la Fundación, como le había dicho Gerardo), aquella misteriosa presencia la agobiaba mucho más que cualquier otra cosa. Se incorporó, puso los pies en el suelo y respiró hondo varias veces. Después de que Uhl y Gerardo se marcharan se había duchado con disolventes para desprenderse toda la pintura del pelo y el cuerpo. Sin óleos encima, el terror le parecía más natural, más crudo, menos apasionante.
Aguardó un poco más y dejó de oír pisadas en la hierba. Quizás el hombre se había marchado, o quizá pretendía asegurarse de que ella se volvería a dormir. Estaba demasiado nerviosa para poder pensar con calma. Conocía varios ejercicios respiratorios que la dejarían como un bálsamo en cuestión de minutos. Comenzó con uno de los más simples, al tiempo que intentaba determinar el origen del miedo que sentía.
Una de las cosas que más la habían atemorizado siempre era la posibilidad de que un desconocido entrara de noche en su habitación. Jorge se reía cuando ella lo despertaba de madrugada para decirle que había oído un ruido.
«De acuerdo. Pues enfréntate a tu miedo y lograrás vencerlo.» Se levantó y caminó hacia el salón a oscuras. Los ejercicios respiratorios le habían otorgado una calma ficticia que envaraba sus movimientos. Se le había ocurrido algo: llamaría a Conservación y pediría ayuda, o al menos consejo. Sólo tendría que hacer eso. Sólo llegar hasta el teléfono, marcar el único número posible y hablar con Conservación. Al fin y al cabo, ella era material valioso y estaba un poco atemorizada. Corría el riesgo de estropearse. Conservación tendría que ayudarla.
Recordó que las luces de la casa se encontraban a la entrada, de modo que atravesó el salón con rapidez, subió los tres peldaños del vestíbulo en medio de la oscuridad y se entregó a una orgía de interruptores como quien efectúa sucesivos disparos contra un enemigo amenazador. No vio nada anormal. Los espejos de cuerpo entero, impávidos en sus armazones, reflejaban las formas de costumbre. Allí estaban también el trípode y el foco de estudio, tal como Gerardo y Uhl los habían dejado. La foto del hombre de espaldas seguía en su sitio y el hombre continuaba de espaldas (otra cosa hubiera sido si ahora estuviera de perfil, ¿no te parece?). Más allá, las tres ventanas negras del salón y la puerta trasera no mostraban ningún detalle fuera de lo común: estaban cerradas y parecían protectoras.
Se pasó la lengua imprimada por los labios imprimados. No quería mirarse en los espejos porque no quería contemplar un rostro sin cejas ni pestañas, provisto sólo de ojos y boca (tres puntos que se dilatan en un triángulo terrorífico) bajo una capucha de delgado pelo rubio. No sudaba (no había gotas que se deslizaran por su piel o que convirtieran su frente en un suave pólder, como los que abundaban en aquel país), ni disponía de saliva que tragar, pero allí estaban, exactos como relojes, el esfuerzo emuntorio del sudor y la invisible agonía del nudo en la garganta. Su terror seguía dentro de ella, picudo y trémulo. Toda la pintura del universo no podía hacer nada frente a eso.
«Tranquilízate. Vas a acercarte al teléfono y llamar. Después cerrarás las persianas, una a una. Luego podrás irte a dormir.» Se acercó como sonámbula a un teléfono huidizo, un teléfono situado en el extremo final de un punto de fuga. No quería mirar hacia las ventanas mientras se acercaba. Precisamente por eso las miraba. Pero sólo veía cristales negros que reflejaban su cuerpo desnudo y amarillento. De repente pensó que si veía aparecer en uno de aquellos cristales una figura, fuera cual fuese, entraría en coma, en catalepsia, quedaría convertida en vegetal y babearía encerrada en algún manicomio durante el resto de sus días. Fue un instante fugaz como un mareo, una fracción de tiempo que ningún reloj podría marcar. El Horror se desabrochó la gabardina frente a ella y le mostró el sexo. Ya. Un parpadeo. La sensación pasó. Y no había visto ninguna figura en los cristales.
Llegó hasta el teléfono, cogió la tarjeta azul marino y comenzó a marcar el número con extremo cuidado. Se encontraba frente a una de las ventanas. Más allá del muro de viento y ramas, los árboles y la noche lo cubrían todo. Su figura debía de ser perfectamente visible para cualquiera que observara desde lejos. «Que observe todo lo que quiera —pensó—, pero que no se acerque.»
—Buenas noches, señorita Reyes —dijo una voz masculina y joven tras el auricular, en perfecto castellano. Una voz tranquilizadora como un queso gouda o unos zuecos de madera—. ¿En qué podemos ayudarla?
—Hay alguien rondando por la casa —declaró sin preámbulos.
—¿Por la casa?
—Por fuera, quiero decir.
Un instante de silencio.
—¿Está segura?
—Sí, lo he visto. Acabo de… Acabo de verlo. Una persona asomada a la ventana del dormitorio.
—¿Sigue estando ahí?
—No, no. Es decir… no creo…
Otro instante de silencio.
—Señorita Reyes, eso es completamente imposible.
Escuchó un crujido a su espalda. Tan pendiente estaba de mirar por las ventanas que se había olvidado (Dios mío) de mirar atrás.
—¿Señorita…? ¿Señorita Reyes…?
Se dio la vuelta como en mitad de un sueño. Se volvió como un cuerpo muerto al que una patada en un costado hace girar. Se dio la vuelta a cámara lenta, en un carrusel que le ofrecía imágenes distantes del salón (el hombre de espaldas, el…).
—¿Oiga…? ¿Sigue ahí…?
—Sí.
No había nada. El salón estaba vacío. Pero, durante una fracción de segundo, ella lo había poblado de pesadillas.
—Pensé que había colgado —dijo el hombre de Conservación—. Le explicaré por qué no puede ser eso que usted dice. Toda la zona de granjas en que se encuentra pertenece a la Fundación y es de acceso restringido. Las entradas están vigiladas día y noche por personal de Seguridad, de modo que…
—Yo acabo de ver a un hombre en la ventana —lo interrumpió Clara.
Otro silencio. Su corazón latía con fuerza.
—¿Sabe lo que le digo? —replicó el tipo cambiando de tono, como si de repente la explicación se hubiera hecho diáfana para él—. Que es muy probable que tenga razón y que haya visto a alguien. Le explicaré. De vez en cuando, sobre todo con el material nuevo, los agentes suelen acercarse a las granjas para saber si las cosas van bien. Últimamente Seguridad anda un poco inquieta con el bienestar de los lienzos. No le quepa ninguna duda: se trata de uno de nuestros agentes. Pero, para cerciorarnos, le diré lo que voy a hacer. Llamaré a Seguridad y pediré que me confirmen si están rondando por ahí. En cualquier caso, ellos tomarán las medidas oportunas. No se mueva del teléfono, por favor. Volveré a llamarla para informarle.
El silencio, mientras aguardaba de pie a que el hombre de Conservación la llamara, le resultó mucho más soportable. Empezaba a sentir sueño cuando oyó el timbre. La voz continuaba siendo tranquilizadora.
—¿Señorita Reyes? Todo arreglado. En Seguridad me han confirmado que se trata de uno de sus hombres. Le piden disculpas y prometen no volver a molestarla…
—Gracias.
—De cualquier forma, debo decirle que todos los vigilantes de la Fundación están debidamente identificados con tarjetas de color rojo prendidas en la solapa de sus trajes. Si volviera a ver al hombre y distinguiera la tarjeta, no se preocupe lo más mínimo. Ahora regrese a la cama y, si lo desea, deje alguna luz encendida. De este modo el agente no tendrá que acercarse para saber que todo va bien y no la asustará.
—Muchas gracias.
—No hay de qué. Y si necesita algo más, no dude en…
Etcétera, etcétera. Las cortesías de costumbre, pero en aquel momento surtían efecto. Cuando colgó, se encontraba más tranquila. Cerró las persianas de las tres ventanas del salón y las de la cocina y la fachada. Se aseguró de que las puertas de acceso estaban bloqueadas. Sólo titubeó un segundo antes de penetrar en el dormitorio. La ventana reflejaba la luz de la habitación vacía como podría hacerlo un estanque de agua negra. Se acercó al cristal. Aquí, hace un momento, había una persona mirando. «Era un agente de Seguridad», pensó. Ella no recordaba haber visto ninguna tarjeta roja prendida de su solapa, pero, por supuesto, tampoco había tenido demasiada oportunidad de verla. Cerró la persiana.
Pese a lo que le había dicho al hombre de Conservación, no quiso dejar luces encendidas. Se dirigió a la entrada y las apagó todas. Luego regresó al dormitorio completamente a oscuras, se echó boca arriba sobre el colchón y contempló la compacta negrura del techo. Realizó otro ejercicio de respiración y se durmió en seguida. No soñó con su padre. No soñó con el misterioso Uhl. No soñó con nada. Se dejó llevar por su cansancio y se sumergió en la inconsciencia con absoluta placidez.
El hombre que se ocultaba entre los árboles esperó un momento más y volvió a acercarse a la casa.
No llevaba encima ninguna tarjeta.