Líneas.

Su cuerpo era un haz de líneas. Por ejemplo, el pelo: suaves curvas hasta la nuca. O los ojos: elipses que albergaban redondeles. O el círculo concéntrico de los senos. O la ínfima raya del ombligo. O la huella de gaviota del sexo. Se palpó. Llevó la mano derecha al cuello, la hizo descender por la hondonada entre los pechos y el angosto músculo del vientre. Luego abrazó la curvatura de sus bíceps. Al tacto todo era distinto. Se percibió un poco más viva: superficies mullidas, exprimibles, deformables; contornos donde la mano podía demorarse, dulces laberintos aptos para dedos o insectos. Tocándose adquirió volumen.

Le entraron ganas de llorar, como cuando se despidió de Jorge. ¿Qué veía? Una piel de madreperla amarilla. Supuso que una hipotética lágrima, siguiendo el trayecto vertical desde su párpado hasta la comisura del labio, adoptaría también forma de línea. No estaba triste, sin embargo, aunque tampoco feliz. Su deseo de llorar era producto de una emoción sin colores, un sentimiento lineal que el futuro, sin duda, pintaría con más definición. Se encontraba al inicio, en la línea de salida (justo término), una figura alabeada que esperaba en el mundo de la geometría a que un artista la escogiera y le imprimiera sombras y carácter. A partir de ahí, ¿qué? Tendría que esperar para saberlo.

Por lo demás, su estado actual podía calificarse como ingrávido. La imprimación la había liberado de lastre. Apenas se percibía. Estaba completamente desnuda y no sentía frío, ni siquiera fresco, ni siquiera algo capaz de ser denominado «temperatura». Pese a las incomodidades del viaje, seguía ágil y enérgica: podría haber descansado plegada sobre sí misma, o de puntillas. El conjunto misterioso de pastillas que había comenzado a ingerir por decisión de F&W difuminaba su fisiología. Le parecía maravilloso no debatirse en el dilema de una víscera cualquiera. Más de doce horas habían transcurrido desde que había ido al baño por última vez. No comía —ni añoraba— nada sólido desde el sábado. No estaba nerviosa, no estaba tranquila: esperaba, tan sólo. Todo su ánimo era un proyecto. Por primera vez en su vida se sentía un lienzo de verdad. O ni siquiera eso. Una herramienta. Un martillo, un tenedor o un revólver —dedujo— podrían comprenderla mejor que una persona.

Su cabeza se encontraba despejada. Increíblemente despejada. Pensar era para ella como contemplar un horizonte ondulado en el desierto. También se alegraba de eso. No era amnesia, por supuesto: lo recordaba todo, pero el recuerdo no la estropeaba. Es decir, estaba ahí, en la biblioteca, bien ordenado y a mano (si ella quería, podía ponerse a recordar a sus padres, a Vicky, a Jorge), pero no necesitaba hojear su pasado para vivir. Era una sensación fenomenal ésta de ser otra sin dejar de ser ella misma.

La casa estaba llena de silencio. Ignoraba adónde la habían trasladado después de que el avión aterrizara en el aeropuerto de Schiphol en Holanda. Suponía que se hallaba en algún lugar no lejos de Amsterdam. El vuelo había durado una hora o poco más, pero una hora puede ser muy larga si llevamos los ojos vendados y somos incapaces de movernos. Sin embargo, el tiempo y el cuerpo de Clara se habían hecho amigos y apenas había sentido molestias.

Fue transportada como material artístico. Era la primera vez que le ocurría esto. Bueno, en cierta ocasión, en The Circle, cuando era adolescente, la habían atado con cuerdas de nailon, vendado los ojos, envuelto en papel acolchado e introducido en una caja de cartón. Se llamaba Prueba de Anulación: servía para que el futuro lienzo asumiera su condición de objeto. Pero esto era distinto, porque se trataba de un verdadero traslado de material. La ley consideraba «material artístico» a cualquier lienzo imprimado y etiquetado aunque no estuviera pintado todavía. Todos los viajes que ella había hecho por motivos de trabajo habían sido como persona: las imprimaciones habían tenido lugar en el sitio de exhibición. De esta forma, el pintor se ahorraba costes de transporte, riesgos de desperfecto y, en su caso, pago de impuestos en la aduana. La evasión de obras de arte en forma de individuos que viajaban como pasajeros normales y después eran repintados en otro país constituía un delito no tipificado, y urgía alguna legislación al respecto. Pero ella había sido trasladada como material artístico con todos los requisitos necesarios.

No pudo ver la forma del reactor de diez plazas al que desembocó en el extremo final de aquel pasillo, siguiendo el rastro del hombre de uniforme. Un operario vestido con un mono color naranja la aguardaba en el interior de la cabina. En ningún momento se dirigió a ella por su nombre. En realidad, apenas le habló (de cualquier forma, no hablaba español). La cogió con guantes (todo el mundo la cogía con guantes desde que había sido imprimada) y la ayudó a tenderse en una camilla acolchada con el respaldo alzado cuarenta y cinco grados y las letras FRAGILE bordeando el grosor del cuero. Un cojinete igualmente levantado servía para apoyar los pies: eso la obligaba a mantener las rodillas flexionadas. No hubo necesidad de que se desnudara (que se quitara el top y la minifalda). Todo lo contrario: el hombre la envolvió con un sudario de plástico adicional, una túnica amplia, sin mangas, y la adornó de pegatinas de advertencia en holandés e inglés. Sólo le quitó los zapatos. Ocho bandas elásticas fijaron su anatomía a la camilla: una en la frente, dos en cada axila, otra en la cintura, cuatro más en muñecas y tobillos. Eran de una suavidad prodigiosa. Al ajustarías, el operario tuvo en cuenta que, en lugares como la muñeca derecha y el tobillo homólogo, las etiquetas debían quedar por fuera. Sólo le habló al colocarle el antifaz, que era muy semejante a los que se distribuyen a los pasajeros para invocar el sueño.

—Proteger ojos —dijo.

Fueron las últimas palabras que le dirigieron hasta el aterrizaje.

Hubo un entreacto sin tinieblas durante el vuelo: le alzaron el antifaz para presentarle una larga línea vertical incrustada en un vaso de plástico con cierre hermético. Bebió, aunque no tenía sed. Era un zumo. Comprobó que afuera, en la cabina y en el mundo, había anochecido. Al tiempo que sostenía el vaso para que bebiera, el operario tanteaba las bandas elásticas de sus axilas, cintura y muñecas asegurándose de que no estuvieran muy apretadas. Las etiquetas fueron colocadas en distinta posición para evitar roces prolongados. Otro operario examinó su vientre con una linterna de médico. Le aflojaron ligeramente la banda central. No se movió (aunque hubiera podido hacerlo) porque no le importaba permanecer en la misma postura durante un día entero. Cuando acabaron de acomodarla, volvieron a colocarle el antifaz.

Percibió el aterrizaje como un feto percibiría el descenso de su madre en una noria. Ello le hizo comprender que existe algo dentro de nosotros, impalpable, que establece el sentido de las direcciones, los arribas y abajos, la aceleración y el freno. Una conciencia de flecha, o de línea, por así decirlo. La inercia la manejó como un bailarín poderoso: hacia adelante, hacia atrás. Entonces el tampón violento de las ruedas selló la tierra.

—Cuidado… Escalón… Cuidado… Escalón…

La sostuvieron de los brazos mientras descendía por la escalerilla. Recibió una paletada de Amsterdam en forma de aire nocturno. Holanda magreó sus piernas, alzó los bordes de su mortaja de plástico, acarició su vientre y su espalda tibia. Era prometedor sentirse así de acogida por aquella Holanda desvergonzada y fresca con olor a gasóleo y motores de reacción. La etiqueta del cuello apuntó hacia la izquierda con un golpe de viento.

Se habían detenido en una zona apartada del aeropuerto de Schiphol. Luces parpadeantes constituían el decorado. Al pie de la escalerilla aguardaba otro operario con una carretilla de transporte. Las llamaban «cápsulas». Clara las había visto antes pero nunca había viajado en una. Constaban de una camilla y una tapadera. La camilla era semejante a la del avión, con el respaldo alzado; la tapadera era de plástico con orificios para respirar y más pegatinas de aviso. Cuando cerraron esta última sobre su cabeza dejó de escuchar ruidos pero pudo seguir contemplando el exterior a través del plástico. Le habían quitado el antifaz. Se encontraba mucho más cómoda que en el avión (podía, por ejemplo, estirar las piernas), pero no le importó demasiado aquella ventaja. El operario se situó detrás y empezó a empujar.

Recorrieron unos cuantos metros hacia un edificio lineal de techo bajo, más allá del cual se alzaban las esbeltas líneas de la torre de control. Un letrero —Douane, Tarief— destellaba en letras de molde informáticas. Figuras tunicadas, músculos, desnudeces, cuellos con etiquetas naranjas o azules, rostros sin cejas, piel imprimada y brillante, cabelleras arco iris, cabezas calvas y tersas, chicos y chicas jóvenes, adolescentes, niños y niñas, hermosos monstruos aguardando al aire libre en la oscuridad oscilante de las luces, imágenes canónicas pero todavía inacabadas, modelos aún sin modelar (le llamó la atención un ser inefable en silla de ruedas, rapado e imprimado, que volvió la cabeza a su paso para contemplarla con semblante de alienígena drogado), aguardaban en fila para pasar por la aduana. Muchos habían viajado en transportes colectivos, a veces sin personal de custodia porque no se precisaba de ningún equipo especial para trasladarlos. A ella le fascinó el copioso tráfico de obras de arte que existía en Holanda. Nada de eso ocurría en España, donde la inmigración artística, entre otras muchas, no estaba regulada. ¿Cuánto podían costar cada una de aquellas piezas? La más barata, calculó, no menos de mil dólares.

Su cápsula penetró directamente en el edificio sin esperar turno. Era semejante a un hangar con cintas transportadoras y largas mesas de aduana. Empleados de uniforme azul levantaban los brazos repitiendo instrucciones concisas. Todo estaba detallado, regulado, indicado, previsto. La estacionaron junto a un mostrador. Los trámites fueron simples: sellado de formularios, comprobación de etiquetas. Luego la desplazaron a una habitación adyacente. Cuando abrieron la tapadera, una mezcla de perfumes masculinos y femeninos anegó su olfato. Un hombre y una mujer, sonrientes, silenciosos, con guantes quirúrgicos a juego con el color de sus trajes y sendas tarjetas azul oscuro en las solapas (sección de Conservación, recordó ella) la estaban aguardando. La habitación era un despacho: mesa, sillas, dos salidas, una puerta abierta. Alguien cerró la puerta y a ella le pareció como si se quedara sorda durante un segundo.

—¿Cómo se encuentra? ¿Bien? Mi nombre es Brigitte Paulsen, mi compañero es Martin van der Olde. ¿Puede levantarse? Despacio, no hace falta que se apresure.

La brusca intromisión del castellano musical de la mujer la sorprendió al principio. Había creído que seguirían tratándola como hasta entonces, como un simple material. De repente comprendió el porqué de aquel recibimiento. Pertenecían a Conservación, y en Conservación procuraban siempre que la obra se encontrara cómoda. Colocó los pies descalzos en el suelo —las uñas imprimadas reflejaban las luces del techo— y se levantó sin ayuda y sin dificultad alguna.

—Estoy bien, gracias —dijo.

—El señor Paul Benoit, director de Conservación de la Fundación Bruno van Tysch, lamenta no haber podido recibirla en persona y me encarga que le dé la bienvenida a Holanda —sonrió la mujer—. ¿Ha tenido buen viaje?

—Muy bueno, gracias.

—Yo poco español —intervino el hombre rubio enrojeciendo—. Lo siento.

—No se preocupe —dijo Clara.

—¿Necesita algo? ¿Quiere algo? ¿Desea decir algo?

—Ahora mismo me encuentro a gusto y no necesito nada —contestó Clara—, muchas gracias.

—¿Me permite? —La muchacha cogió la etiqueta de su cuello.

—Perdón —dijo el hombre alzándole el brazo con la mano izquierda enguantada y cogiendo con la derecha la etiqueta de su muñeca.

Sorry —dijo un tercer individuo (a quien ella aún no había visto) deslizándose por el suelo para atrapar la etiqueta de su tobillo.

«La verdad, te reconforta que te traten como a un ser humano de vez en cuando», pensó. Todas las criaturas del universo y la mayoría de los objetos naturales y artificiales agradecen el trato cariñoso, por eso Clara no se avergonzó de pensar esto. Los rayos láser se deslizaron como arañazos (líneas rojas paralelas) por los rectilíneos códigos de barras de sus tres etiquetas. Permaneció sonriente e inmóvil durante la inspección, observando de hito en hito a la mujer: decidió que era bonita pero que estaba maquillada en un tono muy oscuro. Además, había exagerado el colorete y daba la impresión de haber sido doblemente abofeteada.

Luego la desnudaron: le sacaron la túnica de plástico acolchada por la cabeza y le desprendieron el top y la minifalda. Las lámparas del techo se reflejaron en su anatomía como anguilas de luz.

—¿Se siente bien? ¿Se marea? ¿Está cansada?

La muchacha practicaba su castellano Berlitz mientras le tomaba el pulso con dedos delicados como pinzas. Durante los silencios, Clara oía ecos de preguntas en otro idioma provenientes de una habitación contigua. ¿Habrían recibido más material? ¿Quién sería? Le apetecía verlo.

Cambiaron de instrumento y la examinaron con una especie de teléfonos móviles que emitían zumbidos. Dedujo que estaban analizando su integridad. Axilas, costados, nalgas, muslos, corvas, vientre, pubis, rostro, pelo, manos, pies, espalda, rabadilla. Los instrumentos no la tocaban: eran grillos de ojos rojizos que cantaban en un mismo tono flotando a dos centímetros de su piel. Ella les facilitaba la tarea levantando los brazos, abriendo la boca o separando las piernas. Durante un fugaz instante de pánico se preguntó qué sucedería si le encontraban un desperfecto. ¿La devolverían a su lugar de origen?

Otro hombre se había sumado al grupo, pero permanecía lejos, junto a la puerta del fondo, apoyado en la pared con los brazos cruzados, en actitud de estar esperando a que los demás terminaran antes de intervenir. Su pelo era rubio platino, su mandíbula firme y sus gafas reflectantes. Parecía un ario cabreado, y quizás eso era justamente lo que era. El cable de un auricular florecía en su oreja derecha. Clara advirtió la tarjeta roja de su solapa: se trataba de un agente de Seguridad. «Tengo que irlos conociendo: la tarjeta azul oscura es de Conservación, la roja de Seguridad, la de Arte es turquesa…»

—Todo listo —dijo la mujer—. Feliz estancia en Holanda en nombre de la Fundación Bruno van Tysch. Por favor, acuda a nosotros para cualquier duda, cualquier problema, cualquier cosa que necesite. Dispondrá de un teléfono para llamar a Conservación. Puede hacerlo a cualquier hora del día o de la noche. Nuestros compañeros estarán encantados de atenderle.

—Gracias.

—Ahora la dejamos en manos del personal de Seguridad. Debo advertirle que Seguridad no va a hablar con usted, así que no pierda el tiempo haciéndole preguntas. Pero a nosotros puede dirigirse siempre.

—¿Y Arte? —preguntó ella.

El efecto que produjeron aquellas simples palabras fue sorprendente. Los ojos de la mujer se dilataron; los hombres se volvieron hacia ella e hicieron gestos; incluso el agente esbozó una sonrisa. Fue la mujer quien habló.

—¿Arte…? Oh, Arte hace lo que quiere. Arte va a lo suyo, no sabemos nadie a qué va ni podemos saberlo.

Clara recordaba los largos silencios telefónicos durante su tensado y las cláusulas del contrato que había firmado.

—Comprendo —dijo.

—No, no —replicó la mujer inesperadamente—. Nunca comprenderá.

Le entregaron unos patucos de plástico que se calzó sin perder tiempo. Estaba íntegra y no era cosa de estropearse en el último instante. Luego volvieron a ponerle la túnica de plástico. Se fijó en que no le devolvían el top y la minifalda, pero no le importó. La túnica se adaptaba con suavidad a su cuerpo desnudo. El hombre de Seguridad se puso en marcha y Clara lo siguió caminando despacio, el plástico susurrando con sus movimientos. Salieron por la puerta del fondo. Al atravesar la habitación contigua creyó entrever, en un fugaz parpadeo, a un viejo desnudo con el cuerpo imprimado y etiquetas amarillas. Los ojos del viejo eran brillantes. A ella le hubiera gustado detenerse un instante y conocerlo, pero el hombre de Seguridad se alejaba imperturbable. Poco después salieron a una silenciosa zona de aparcamientos privados. En el vehículo en el que iba a viajar había espacio más que suficiente para ella. Se trataba de una furgoneta de color oscuro con una entrada trasera y dos delanteras. Carecía de ventanas en la parte de atrás, de modo que el lienzo se hallaba a resguardo de miradas indiscretas. En la zona posterior los asientos eran opcionales, y los habían retirado todos salvo el suyo, ampliando aún más el área. Clara podría haberse estirado recostada en el suelo sin que sus pies tocaran al conductor, pero los cuatro cinturones de seguridad que emergían de los laterales, y con los que fue atada por las manos enguantadas del agente, le impedían siquiera separarse del respaldo.

Fue un trayecto breve como un sueño. Distinguió rectángulos verdes con indicadores a través del cristal delantero: «Amsterdam», «Haarlem», «Utrecht»; flechas; líneas; señales fosforescentes. La noche estaba rayada de postes de tendido eléctrico, o quizás eran telefónicos, que reflejaban los fugaces faros del vehículo. El hombre de Seguridad conducía en silencio. Pronto se percató de que no se dirigían a Amsterdam. Las luces que había visto al salir del aeropuerto de Schiphol comenzaban a desertar, lo cual significaba, sin duda, que habían tomado un desvío. Estaban en pleno campo. Algo muy frío se agitó en su estómago. Por un instante se dejó invadir por absurdos pensamientos. ¿Acaso se dirigían a Edenburg? ¿La recibiría esa misma noche el Maestro? Pero ¿y si todo era un sueño y no la pintaba Van Tysch, como había estado imaginando desde que supo quiénes la contrataban? Se reprochó a sí misma por aquel delirio. Un buen cuadro no debía emocionarse. Tenía demasiada experiencia. Era un lienzo de veinticuatro años, por Dios, había empezado trabajando en The Circle y Brentano la había pintado en tres ocasiones. Ocho años de oficio eran demasiados para caer en la trampa de sus propios nervios, ¿no te parece? No, no digas: «Procuraré calmarme. Debes sentirte ajena a todo lo que ocurre». ¿Cómo decía Marisa Monfort? Como un insecto. Como alguien que ha olvidado su nombre. Lienzo de lino trenzado de líneas blancas. Alguien dijo alguna vez que los recuerdos eran líneas sobre la blancura: vamos a borrarlas, vamos a ser distintos, vamos a no ser.

No supo cuánto tiempo había transcurrido cuando empezó a notar que la velocidad de la furgoneta aminoraba. Vio árboles macilentos a la luz de los faros. Una vereda. Advirtió de refilón carretillas, rastrillos, cubos, accesorios que le recordaron los útiles de jardinería con que su padre solía entretener los veranos en Alberca. El agente de Seguridad detuvo el vehículo frente a una valla. Luego se bajó, abrió la cancela, regresó a la furgoneta y condujo hasta el interior. Poco después había aparcado y desatado los cinturones del asiento de Clara. Cuando ella pisó con su zapato de plástico el terreno de grava, supo que aquello no era, evidentemente, Edenburg. Pero tampoco parecía ninguna otra ciudad. Los faros enfocaban una especie de huerto. A izquierda y derecha, la noche se adivinaba imperfecta, civilizada, hilada de líneas que tal vez delataban la presencia de casas o industrias, o quizás algún tipo de aeropuerto o pueblo pequeño. La temperatura era fresca y el viento tiraba de los bordes de su túnica. La luna era un alambre curvo y cortado. Percibió un olor: a bosque y pantano. Aquel perfume de tierra se convirtió en algo nítido en su boca, como si lo saboreara. Se apartó una gavilla de pelo de los ojos sin pestañas. Su sombra en la grava, a sus pies, era oscura y torneada.

El hombre de Seguridad la aguardó y caminaron juntos hacia la casa, que era pequeña, de una sola planta, con porche de madera y aspecto indefinido, como si estuviera esperando su presencia para comenzar a existir. Los grillos radiaban su morse nocturno. «Todo esto será muy bonito cuando amanezca, supongo, pero ahora impone un poco», pensó. Subieron la breve escalera, y el tableteo de los zapatos del hombre sobre la madera le recordó una película de terror que había visto hacía muchos años con Gabi Ponce.

Unas llaves destellaron. El interior olía a ambientadores de baño. Había un breve vestíbulo con escalones a la derecha; a la izquierda, una puerta cerrada. Los interruptores de todas las luces se encontraban en la entrada, detalle este que Clara percibió en seguida. El hombre los pulsó, las estancias se iluminaron por completo y se desveló lo que parecía ser parte de un salón más allá de los escalones: paredes blancas, puertas en crudo, un gran espejo de cuerpo entero instalado en un armazón móvil y un suelo de listones blancos de madera. Comprobó después que toda la casa tenía el mismo parquet. Las líneas negras de los intersticios y el color blanco de los listones otorgaban al suelo el aspecto de un papel de caligrafía o un estudio de perspectiva para dibujar escorzos. La puerta cerrada de la izquierda daba a una simple cocina. La segunda parte del salón se extendía hasta el fondo, ocupando el lado contiguo a la cocina. Un sofá, una alfombra descolorida (¿antes carmesí?), una pequeña cómoda de tres cajones con un teléfono encima y otro espejo de cuerpo entero componían el resto del mobiliario. Los dos espejos, frente a frente, inventaban el infinito. Sólo había un adorno en la pared, una fotografía enmarcada de tamaño medio. Muy rara, por cierto. Mostraba la cabeza y el tronco de un hombre de espaldas sobre un decorado negro. El cabello oscuro y bien cortado y la chaqueta se mezclaban de tal modo con las tinieblas circundantes que únicamente las orejas, la semiluna del cuello y el borde de la camisa resultaban visibles. A Clara le recordó una pintura surrealista.

El dormitorio quedaba a la derecha y era una habitación amplia con un colchón en el suelo, sin armarios ni mesillas de noche. El colchón era azul celeste. Una puerta daba paso al aseo, preparado para labores hiperdramáticas. Detrás de la puerta, un par de albornoces.

El hombre se había limitado a ir de un sitio a otro. No parecía estar enseñándole la casa, sino revisándola por su cuenta. Mientras Clara examinaba el baño percibió una sombra a su espalda. Era el hombre. Sin hablarle, el tipo se agachó y comenzó a alzar el plástico que la cubría. Ella comprendió lo que pretendía hacer y levantó los brazos para ayudarle. El hombre le quitó el plástico, lo dobló y lo introdujo en una bolsa. Luego volvió a agacharse y le quitó los patucos, que guardó en la misma bolsa. Entonces se marchó con la bolsa bajo el brazo. Ella escuchó sus pasos en el suelo de madera, la puerta, la cerradura. Respiró hondo al oír, cada vez más lejos, la despedida del motor. Salió del dormitorio y se asomó por una de las ventanas delanteras a tiempo de ver el tiralíneas de la luz dibujando paralelas en la oscuridad. Después, la negrura.

Estaba sola. Estaba desnuda. No sentía molestia alguna, sin embargo.

Subió los peldaños del vestíbulo y examinó la puerta. Cerrada. Probó con las ventanas y obtuvo el mismo resultado.

Revisó las ventanas de toda la casa y una puerta trasera que descubrió en el salón, y comprobó que tampoco podían abrirse sin ayuda de llaves. Prefirió pensarlo de otra forma: no estaba encerrada, estaba guardada. No estaba sola, estaba única.

Única y guardada en una casa clausurada.

Ella era un objeto valioso.

Fue hacia el salón y se dirigió al teléfono. Era inalámbrico. Lo descolgó. Puro silencio. Advirtió un rectángulo azul oscuro junto al aparato, una tarjeta con un número. Supuso que era el número de Conservación («puede llamar a cualquier hora del día o de la noche»), pero no le serviría de nada si el teléfono estaba estropeado. Rastreó el cable y lo descubrió sin dificultad enterrado en la placa correspondiente. Probó de nuevo, tecleando al azar: el auricular estaba muerto. Entonces marcó el número de la tarjeta. Cuando su dedo presionó la última tecla, escuchó la llamada. Así pues, el teléfono funcionaba según qué casos. Colgó. Comprendió de inmediato cuál era su situación.

Puede llamarnos, pero sólo a nosotros.

Por supuesto.

Contempló todo aquel silencio, todo aquel vacío de suelo rayado. La casa era una desnudez anónima, como ella. Deslizó las manos por la increíble suavidad de sus muslos imprimados y la rigidez de las etiquetas atadas a su cuerpo al tiempo que miraba a su alrededor. Era preciso partir de cero, y allí se encontraba, al principio de todo, pulida, tersa, reducida a la mínima expresión y etiquetada.

Como no había nada mejor que hacer, se acercó a uno de los espejos.

Fue entonces cuando descubrió que su figura sólo era un haz de líneas.

Su padre inclinó sobre ella unas facciones macilentas y angulosas, deformadas por la proximidad, la nariz mayestática, las grandes gafas cuadradas en cuyos cristales ella podía contemplar una copia oblonga de sí misma, y le habló con una voz como procedente de una grabación del pasado remoto:

—Qué vida más triste, qué vida más triste, la verdad, no comprendo por qué nací, ¿tú lo comprendes? Me hubiera gustado tener un objetivo, una meta como tú, para poder entender por qué nací, pero sobre todo por qué desaparecí, hija, qué triste, por qué me marché cuando aún era joven y no te conocía del todo. Me gustaría saber por qué te dejé tan pronto, por qué ya no puedo vivir junto a ti. Quizá todo esto, esta amarga separación, sea debida a que tienes que estar preparada, porque las cámaras te aguardan, la escena está a punto, el guión ya ha sido escrito, las luces… Mira qué luces tan brillantes… Todo para ti, mi preciosa hija. Y las caras que te observan, que te miran, el director, el productor, el maquillador… Vamos, sube al escenario. Yo te miro, te miro, no puedo cerrar los ojos ya. Tengo que mirarte para siempre, hija…

Entonces su padre sacaba la lengua y se enjugaba el labio superior repetidamente. Pero era una lengua muy pequeña y rectilínea que aparecía y desaparecía a velocidad vertiginosa.

Cuando despertó se encontraba a punto de llorar, o quizá ya había llorado: es difícil cerciorarse si no existen lágrimas que lo delaten. Recordaba el sueño con nitidez aunque ignoraba qué podía significar. Soñaba con su padre muy a menudo, era una figura que nunca desertaba de su conciencia y la visitaba con puntualidad extraordinaria. Tío Pablo le había confesado una vez que también soñaba con él. Lo atribuía al simple hecho de que hubiera muerto. «Los muertos se dedican a aparecer cuando soñamos», le decía. Y añadía que nuestra única vida eterna consistía en poblar los sueños de los demás.

Se encontraba recostada sobre el colchón del dormitorio en medio de una sucia claridad de madrugada. Al incorporarse observó la blancura de yeso de la pared que tenía delante y las líneas de las tablas en el suelo. Seguía desnuda y con las etiquetas puestas, pero ni la ausencia de ropa o de sábanas y mantas, ni aquellas tres cartulinas atadas a ella habían logrado perturbar su notable descanso. Se sentó en el colchón con los pies en el suelo y se puso a pensar en lo que haría a continuación.

Entonces oyó las voces.

Procedían del salón. Eran por lo menos dos personas y hablaban en holandés. Reían, soltaban exclamaciones. Quizás el ruido que habían hecho al entrar era lo que la había despertado.

No creyó que se tratara de personal de Conservación o Seguridad. Quizá fueran operarios que habían venido a instalar algo, o el servicio de limpieza (qué absurdo). También podía ser el primer ensayo hiperdramático, alguna escena improvisada que estaban montando para ella. O bien el propio artista, el pintor que la había contratado, que acudía con su grupo de colaboradores para probar personalmente el material. En cualquier caso, debía prepararse.

Entró en el baño, orinó (su vejiga se hallaba rebosante, pero apenas se había percatado hasta ese momento) y se limpió cuidadosamente con toallitas húmedas de papel. Luego se echó agua en la cara, se atusó el pelo (todo innecesario: su cara estaba limpia y reluciente y su pelo en perfecto estado) y por un instante empezó a divagar con vestidos, colores, adornos, formas de presentarse ante los extraños, conjuntos que podrían sentarle mejor o peor, hasta que recordó que no estaba en su casa sino en algún lugar desconocido de Holanda, y que, de todas formas, ella era un lienzo imprimado y etiquetado y debía aparecerse así, tal cual, fueran quienes fuesen los recién llegados. Respiró hondo, atravesó el dormitorio y abrió la puerta.

Dos hombres iban y venían de la entrada al salón.

Uno de ellos, el de más edad, se encorvaba bajo el peso de una bolsa de hule y no se fijó en ella al pasar. Tenía los cabellos ralos y estaba vestido con una camiseta sucia y unos vaqueros. Los brazos le quedaban largos y velludos, casi simiescos. Dentro de sus gafas de grueso cristal los ojos parecían insectos atrapados en ámbar. Pero a Clara le interesó sobre todo la tarjeta color turquesa prendida de un pliegue de su camiseta. Personal de Arte, pensó con un escalofrío. Era el primer miembro de aquel selecto círculo que conocía. Contuvo la respiración como un creyente en presencia de los grandes patriarcas de su fe. Personal de Arte de la Fundación Van Tysch, nada menos, los ayudantes del Maestro y de Jacob Stein. No era así como se los había imaginado, con aquellas facciones tan vulgares y aquel aspecto un poco andrajoso, pero a la vista de la tarjeta sintió que su corazón se aceleraba.

El otro hombre parecía muy joven. Acababa de dejar una bolsa sobre la alfombra y se dedicaba a abrir las persianas de las ventanas traseras, coloreando de madrugada el salón. Entonces dijo algo en holandés y se volvió. Al hacerlo, descubrió a Clara de pie en el umbral. Se quedó mirándola. Ella sonrió ligeramente, pero le pareció que cualquier clase de presentación estaría fuera de lugar. En ese momento el hombre mayor dejó la bolsa en el suelo, se frotó las manos y también la descubrió. Ambos la miraron.

—Bueno, bueno, bueno —dijo el joven en castellano y se acercó unos pasos.

Era alto, de piel atezada y cabello negro y rizado cortado a cepillo. Tenía un rostro que a Clara le pareció muy atractivo, con cejas espesas pero bien delineadas, patillas en vírgula, bigote y barbita de película de mosqueteros. Lucía collares africanos, pendientes, brazaletes y pulseras de cuero. Los pins sobre su chaleco eran un compendio de declaraciones en holandés. A su lado, el hombre mayor era como el sirviente jorobado del profesor diabólico. El contraste entre ambos no podía ser más intenso.

Intercambiaron algunas frases en holandés señalando a Clara. Ella permaneció quieta y tranquila, de pie junto a la puerta, sin intentar en ningún momento cubrirse el cuerpo.

Cuando finalizaron su breve diálogo, el joven introdujo una mano en el bolsillo de los vaqueros y sacó un objeto. Era una especie de tenaza de dientes curvos, muy afilados. Entonces se acercó a ella sonriendo. Clara dio un paso atrás instintivamente.

—Lo primerito que se hace con todo aquello que uno se dispone a estrenar —dijo el joven en un castellano musical, sudamericano, aproximando la tenaza al cuello de Clara— es quitarle las etiquetas.

Fueron cayendo, una a una, clap, clap, clap, las tres cartulinas amarillas a sus pies.

Tensó el vientre para que Gerardo pintara junto a su ombligo la octava línea vertical. Gerardo usaba guantes de caucho y un rotulador colgado del cuello para anotar en su piel el número del color. Apenas se apoyaba al escribir. En ese instante cogió el rotulador y dibujó un arabesco, una mariposa bajo la octava línea: 8. Luego se quitó los guantes y conectó el temporizador.

Llevaban toda la mañana con la misma rutina. Clara estaba tendida boca arriba sobre la superficie de la cómoda, junto a una de las ventanas, con las manos bajo la nuca y las piernas juntas colgando por fuera. Se encontraba un poco sorprendida. Siempre había creído que la técnica de los pintores de la Fundación era muy impulsiva, más aún que la de Bassan o la de Vicky, y, sin embargo, allí estaban aquellos dos tipos probando colores sobre su cuerpo con lenta paciencia. Gerardo se encargaba de pintarla: destapaba un bote, tomaba una muestra con el índice, pintaba una línea en su vientre y anotaba el número bajo la línea. Cada tres o cuatro líneas conectaba un pequeño temporizador y la dejaba sola, aguardando a que los colores —distintas tonalidades rosadas— se secaran. Luego regresaba, abría otro bote y todo se repetía.

No le habían dicho sus nombres: ella los había leído en las etiquetas color turquesa, junto a las fotos. El joven era Gerardo Williams. El mayor, Justus Uhl. Clara suponía que eran simples ayudantes del pintor principal. Gerardo hablaba muy bien el castellano, aunque con cierto acento anglosajón. Pensó que podía ser colombiano, o quizá peruano. Uhl nunca le hablaba, y su forma de mirarla y de tratarla eran considerablemente más desagradables que las de Gerardo.

En la ventana, entre su cuerpo y el sol, un insecto golpeaba el cristal: su sombra era una línea, un guión sobre su desnudez absoluta.

Sonó el temporizador y Gerardo regresó.

—Cuando decidamos la tonalidad, haremos pruebas de cuerpo entero —le dijo mientras elegía otro bote y lo destapaba—. Emplearemos malla porosa, es más rápido. ¿Has usado alguna vez la malla porosa?

—Sí.

—Oh —sonrió él—. Se me olvidaba que trabajaba con una experta.

—No soy ninguna experta, pero llevo varios años en…

—No hables… Espera un momentito. Estírate más. Los brazos sobre la cabeza y las manos juntas, como si fueras una flecha. Así.

Sintió la frialdad del dedo deslizándose sobre su vientre. Luego el rotulador. Si cerraba los ojos, podía adivinar el número a base de sensaciones cutáneas: un giro, una línea, una pausa. El codo de él, a veces, rozaba su sexo cuando escribía.

—Eres de Madrid, ¿no? —preguntó Gerardo, atareado en abrir la tapa de otro bote de pintura. Ella asintió con la cabeza—. No he estado nunca en Madrid, fíjate. De España sólo conozco Barcelona. Tendré que ir alguna vez por Madrid.

—¿De dónde eres tú?

—¿Yo? Un poco de aquí y un poco de allá. He vivido en New York, París, ahora en Amsterdam…

—Es que hablas español muy bien.

Desde su postura tensa sobre la cómoda ella lo vio enarcar una ceja con aires de modestia. «Le encanta que lo elogien», pensó.

—Amiguita, yo lo hago todo muy bien.

A Clara no le sonó a broma la declaración.

—Ahí va —dijo.

—Bueno, la verdad es que mi papá es puertorriqueño… Este maldito bote no quiere abrirse. Es tímido.

Ella sonrió. «Pero ¿acaso hay algún bote que pueda resistirse a D’Artagnan?», pensaba. Lo vio fruncir el ceño, enrojecer de esfuerzo, hacer muecas. Sus bíceps se dilataron como globos.

—Uf, ya está. —Mientras tomaba una muestra con el dedo (rosa carne, como los otros, era difícil percibir la diferencia), volvió a hablarle—: ¿Habías estado antes en Amsterdam?

—Sí. —Recordó un viaje que había hecho años atrás junto a Gabi Ponce, una aventura de mochilas y zapatos gastados—. Vi varias obras de Van Tysch en el Stedelijk.

Sintió la raya de pintura fría: la primera de una nueva hilera bajo su ombligo.

—¿Te gusta Van Tysch? —preguntó Gerardo.

Mantenía el dedo sobre su vientre. ¿Había un destello de burla en aquellos ojos oscuros?, se preguntó ella.

—Me fascina. Creo que es un genio.

—Ahora calladita. Así… Ya está. Te dejo un ratito mientras se secan éstas, ¿okay…? Hace un día bello. ¿Sabes dónde estamos? En uno de los cottages que utiliza la Fundación para el trabajo con lienzos. Se encuentra al sur de Amsterdam, cerca de una ciudad llamada Woerden y a muy poca distancia de Gouda. Ya sabes, Gouda. Los quesos, hummm. ¿Conoces la zona? —Clara negó con la cabeza—. Hay algunos lagos preciosos más al sur, tienes que verlos. —Miró un rato por la ventana y entonces dijo algo que a ella le sorprendió—: Allá, entre los árboles hay un paisaje bien bonito. Quedarías divina allá colocada, entre esos árboles, pintada en color carne y rosa clarito. —Señalaba un punto que Clara no podía contemplar desde su postura horizontal.

—¿Me vas a pintar tú? —preguntó ella.

Le gustó la franca sonrisa que él le dirigió. Tenía, quizá, la boca demasiado grande, pero aquella sonrisa expresaba una alegría radiante.

—Amiguita, yo soy sólo un assistant, lo dice mi tarjeta. Justus es assistant también, pero senior. Quiero decir que somos parte del fondo de la foto. Y ni siquiera aparecemos al lado de los grandes en las ruedas de prensa…

—¿Me va a pintar Van Tysch?

Gerardo se despojaba de los guantes y los arrojaba en una bolsa. Clara no pudo observar su rostro mientras respondía.

—Todo a su debido tiempo, amiguita. La impaciencia no es buena para un cuadro.

En ese instante sucedió algo. Llegó Uhl y empezó a hablar acaloradamente con Gerardo. Sus palabras revelaban disgusto. El joven enrojeció y retrocedió unos pasos. A ella le pareció que Uhl era el mandamás y que quizás había regañado a su ayudante por hablar demasiado con ella, que sólo era un lienzo. Entonces Uhl se volvió y contempló el cuerpo de Clara tendido sobre la cómoda. Clara le devolvió la mirada con inquietud. Le desagradaba profundamente el escrutinio de aquellos ojos remotos al fondo del túnel de vidrio de las gafas. Lo vio alzar un dedo como una navaja y aproximarlo a su vientre. Se propuso no moverse ni un milímetro a menos que le dijeran lo contrario. Contrajo los músculos y aguardó. «¿Qué va a hacer éste ahora?» Sintió el contacto áspero del dedo de Uhl deslizándose sobre su piel imprimada. No llevaba guantes, era el primero que la tocaba con la mano desnuda. El dedo trazaba una línea descendente. Clara ignoraba si aquello tenía alguna finalidad práctica o era una manera de distraerse mientras pensaba. Notó el dedo rodeando su sexo y se movió ligeramente sin poder evitarlo. El dedo dibujaba líneas invisibles. La sensación no llegaba a excitarla pero asediaba su excitación. Contrajo los músculos del vientre y siguió rígida. El dedo ascendió y escribió un ocho horizontal —o el símbolo del infinito— alrededor de sus senos. Siguió subiendo por su cuello, su barbilla. Ella no respiraba. Se detuvo en su boca, separó sus labios. Clara colaboró apartando los dientes. El irritante huésped buscó su lengua. Entonces, como si ya hubiera comprobado todo lo que deseaba, se retiró.

La dejaron sola. Los oyó charlar en el porche despreocupadamente.

¿Qué significado había tenido aquella exploración de Uhl? ¿Era una forma de valorar la textura de su piel? No lo creía. Se había sentido bastante incómoda durante el examen.

Cuando sonó el temporizador, Gerardo regresó a su campo visual con guantes de caucho nuevos y cogió otro bote de pintura.

—Justus es el jefe —susurró—. Es un poco especial, ya lo irás conociendo. ¿Cuál viene ahorita? Ah, sí, el tono 36.

A mediodía la llamaron a comer. Tenía la bandeja sobre la mesa de la cocina, plastificada como las de los aviones. Contenía un sándwich de pollo y verdura, un yogur, un zumo de Aroxén y medio litro de agua mineral. Comió sola (ellos habían decidido comer en el porche), descalza y desnuda, con una empalizada de veinticinco líneas en color rosa carne pintadas en su vientre y numeradas. Tras un rápido paso por el aseo, la tarde prosiguió sin pausas. Le pintaron otras cuarenta rayas, esta vez en la espalda. El calendario de un náufrago. Las últimas ascendieron por la curva de sus nalgas. Se marchaban, regresaban para ver el efecto, a veces tomaban fotos. Clara intentaba convencerse a sí misma de que todo aquello era un preámbulo, de que al día siguiente las cosas serían distintas. No quería admitir que la primera jornada de trabajo en la Fundación le estaba resultando decepcionante.

En un momento dado, oscureció. Y ella todavía no había visto el paisaje que la rodeaba.

—Esta noche no te duches ni te pongas nada encima de las líneas —indicó Gerardo—. Te acuestas en el colchón boca arriba con el temporizador al lado. El temporizador sonará cada dos horas. Cada vez que suene te das la vueltecita, como una tortilla de papas.

—Ajá, muy bien.

—Mañana, a primera hora, regresamos.

—Ajá.

—La cena está en la cocina. Y recuerda: cuando oigas el temporizador, zas, te das la vuelta. —Movía las manos.

—Como la tortilla de papas —dijo Clara.

—Exacto.

Los ojos de Gerardo brillaban mientras sonreía. Se oyó la llamada de Uhl. El joven desapareció velozmente.

Sucedió en plena noche, durante el segundo aviso del temporizador.

Clara, bocabajo sobre el colchón, despertó de su ligera duermevela. Mientras se daba la vuelta con ojos somnolientos percibió que el color de la oscuridad se transformaba.

Fue algo muy fugaz, un parpadeo. Giró la cabeza y miró hacia la ventana del dormitorio, a su izquierda. Sólo veía sombras, líneas de árboles y ramas, pero estaba segura de que un instante antes aquellas sombras habían sido distintas. Se incorporó, y sus codos hundieron el colchón. Contuvo el aliento. Escuchó. ¿Se oían pasos en la hierba, junto a la ventana? Era difícil saberlo, porque los árboles se azotaban entre sí a golpe de viento.

Rastreó las tinieblas con la mirada. Observó sus piernas desnudas y extendidas como líneas paralelas. En la habitación sólo había tres objetos: ella, el temporizador y el colchón. El temporizador, a su espalda, desgranaba los segundos.

Se levantó y avanzó con tímidos pasos hacia la ventana. La oscuridad era completa. «Es increíble lo que puede llegar a impresionar una oscuridad como ésta en medio del campo», pensó. Su piel quiso vestirse con la malla del miedo, pero la tersura de la imprimación impedía que se erizara. La ventana era un mundo de líneas negras. Se acercó al cristal. Un monstruo de facciones amarillas flotó ante sus ojos una fracción de segundo, pero ella ya esperaba que el cristal la reflejara y no se asustó.

Afuera no había nadie, o al menos ella no podía verlo. Escuchó. El viento movía las ramas.

Se protegió el cuerpo con los brazos y regresó al colchón. Se acostó boca arriba. Su corazón sonaba como un mazo dentro de sus oídos.

Recordó la tarde en que había salido de su casa para ser imprimada. La sensación que acababa de tener había sido similar a la de entonces, sólo que mucho más intensa.

Le había parecido que alguien la había estado observando desde la ventana justo antes de que sonara el temporizador.

Alguien que se encontraba fuera de la casa, en medio de la noche, vigilándola.