Un punto no es una forma, en realidad. Se equivoca quien piense que un punto es redondo. El punto existe en la medida en que existen líneas que se entrecruzan. Sin embargo, las líneas y todo lo demás, el resto de formas y de cuerpos, están hechos de puntos. El punto es lo invisible-imprescindible, lo inmensurable-inevitable. Puede que Dios sea un punto, solitario y remoto en Su perfecta eternidad, piensa Marcus.

Marcus Weiss sostiene un punto entre sus dedos cerrados. Amigos, es más jodido de lo que parece. El gesto es: brazo izquierdo extendido, palma de la mano hacia arriba, los cinco dedos formando una pequeña cúspide. Si las yemas se juntan lo suficiente, el vacío central desaparece entre las curvas de carne. Y ahí, en el centro, está el punto que sostiene Weiss. ¿Creéis que es fácil? Pues no, amigos, es jodido.

Durante los bocetos, Kate Niemeyer colocó sobre los dedos de Marcus una pelotita de pimpón. La pelotita se convirtió en canica en el boceto siguiente; luego en garbanzo y guisante, como en los cuentos infantiles. Por último, Kate decidió que no hubiera nada. «La idea es seguir con la pelotita, pero invisible. Tú se la ofreces al público. La gente te mirará y se preguntará: ¿qué tiene entre los dedos? Llamarás la atención y se acercarán a ti.» Marcus comprende que la curiosidad es un gran anzuelo para el artista que sabe utilizarla.

Llevaba varias horas aquella tarde sosteniendo el punto invisible. Una niña de rizos rubios, vestido naranja y gafas rojas (una de las últimas visitantes) se había alzado de puntillas para ver lo que Marcus escondía entre los dedos. Weiss se quedó sin conocer la expresión de su rostro cuando por fin la niña comprobó que no había nada: estaba obligado, como obra de arte, a mirar al frente con ojos pintados de blanco. Se preguntaba qué diablos hacía una niña tan pequeña en la galería, donde se exponían sólo cuadros para adultos. De hecho, Marcus se hubiera prohibido a sí mismo para menores de trece. No tenía hijos (¿qué cuadro podía tenerlos?), pero respetaba profundamente a los niños y consideraba que su «atuendo» como obra de Niemeyer distaba de ser infantil: se hallaba completamente desnudo, con el cuerpo barnizado de color bronce mediante aerógrafo dérmico, y el pene y los testículos (depilados, visibles) en blanco mate, igual que los ojos. Una fastuosa corona de plumas amarillas y celestes con puntos en púrpura, en forma de ornamento azteca o librea de ave tropical, ceñía su frente. Sus músculos artesanos, trabajados durante años con paciencia de constructor de maquetas, relucían en metal broncíneo uno a uno, reflejando sombras móviles y destellos de focos halógenos.

Cansado de sostener la Nada, se alegró de saber que ya había llegado la hora de cierre. Lo supo cuando vio entrar al técnico de mantenimiento de Ritmo/Equilibrio, de Philip Mossberg. Ritmo/Equilibrio era el óleo que se exhibía frente a él, un lienzo de diecisiete años llamado Aspasia Danilou pintado en colores suaves, casi desleídos, que no disimulaban su anatomía. Su pubis no estaba depilado porque Mossberg siempre usaba lienzos sin depilar para sus cuadros. Aspasia parpadeó, se movió, le entregó al técnico la sábana de raso que sostenía con la mano izquierda y se marchó hacia el baño ágilmente, no sin antes despedirse de Marcus con un gesto. Hasta mañana, Marcus, ya nos veremos, por supuesto que sí, estaremos todo el día mirándonos. No era mal lienzo la preciosa Aspasia. Marcus pensaba que llegaría lejos, pero sólo tenía diecisiete años y éste era su primer original. Había intentado ligársela recién llegada a la galería, pero la chica había pretextado varias excusas y rechazado sistemáticamente sus asedios hasta que él pudo darse cuenta de que, en ciertas materias de la vida, Aspasia ya contaba con amplia experiencia.

Marcus era la obra de Kate Niemeyer ¿Quieres jugar conmigo? Valía doce mil euros y no confiaba en ser vendido. El último en marcharse era él. Ningún técnico lo ayudaba, nadie se acercaba para quitarle el penacho de plumas: tenía que irse solo. La mano con que sostenía la Nada le dolía un poco. El brazo también.

Au revoir, Habib.

Au revoir, señor Weiss.

Apartó los pies descalzos pintados de bronce y negro del reluciente camino de la aspiradora de Habib. Se llevaba muy bien con el encargado de la limpieza de aquella planta. Habib había vivido en Aviñón antes de trasladarse a Munich, y Weiss, que conocía y admiraba aquella ciudad (estuvo expuesto en dos ocasiones en una galería a orillas del Ródano), disfrutaba invitando al marroquí a cerveza y cigarrillos y perfeccionando su francés. Además, el gran Habib practicaba meditación zen: nada mejor que eso para hacer buenas migas con Marcus. Compartían libros y pensamientos.

Pero aquella noche sólo se dirigió a Habib para despedirse. Tenía prisa.

¿Estaría esperándolo ella? Pensaba que sí, no se atrevía a suponer lo contrario. Se habían conocido la tarde anterior, pero Marcus poseía suficiente experiencia para saber que aquella muchacha no era de las que se toman las cosas a broma. Fuera quien fuese y quisiera lo que quisiese de él, Brenda iba en serio.

Bajó la escalera hasta el cuarto de baño de la segunda planta. Sieglinde, que era Dríada, de Herbert Rinsermann, ya había llegado y se encorvaba sobre el lavabo cuando Marcus entró. Tenía la cabeza bajo el grifo y se frotaba el pelo con fuerza. Su atlética figura era un arco de carne sin átomo de grasa. Las falsas ramas de zarzamora que la envolvían en el cuadro se apoyaban en la pared, adornadas de puntos rojos, gotas de sangre artificial. En su tobillo izquierdo se retorcía la complicada firma de Rinsermann. Marcus y Sieglinde se habían conocido dos años antes durante unas clases de Ludwig Werner para lienzos de todas las edades en Berlín. Desde entonces eran amigos. Y ahora habían vuelto a coincidir en la galería Max Ernst.

Marcus se inclinó junto a ella, cuidando de no estropear su penacho de plumas, y habló con voz cavernosa.

—Buenas tardes.

El rostro de Sieglinde emergió del agua repujado de perlas diminutas.

—¡Hola, Marcus! ¿Qué tal te ha ido?

—No demasiado mal —sonrió enigmáticamente mientras se quitaba la corona.

—Muy contento te veo hoy. ¿Acaso te han comprado?

—Ni lo sueñes.

—¿Otro original en perspectiva, entonces?

—Quizá.

Sieglinde giró hacia él y apoyó manos y glúteos en el borde del lavabo. Su pelo corto era un húmedo yelmo de oro. Miraba a Weiss con toda la burla de sus diecinueve años de edad.

—Vaya, me alegro. Ya estaba harta de verte pintado de bronce. ¿Y se puede saber quién es el artista que quiere pasar a la posteridad haciendo algo con usted, señor Weiss?

—Ocúpate de tus propios asuntos —dijo Marcus medio en broma.

Sieglinde se echó a reír y siguió limpiándose. Marcus entró en una de las duchas y adosó un frasco de disolvente al grifo. El óleo de su cuerpo empezó a fluir rodillas abajo. Dio vueltas sumergido en aquel placer vertical. Distinguía partes de la anatomía de Sieglinde a través de la puerta entornada, rápidos atisbos de sus músculos jóvenes. «Juventud, un punto sin retorno —pensó—. Te compran antes y pagan más cuando eres un lienzo joven.» Recordó que Rinsermann había logrado vender a Sieglinde como exterior estacional a una antigua familia bávara. Vender un estacional no es fácil, porque son cuadros que se exhiben sólo durante una determinada época del año, el verano en el caso de Dríada. Marcus había visto aquella obra varias veces. No es que Rinsermann le gustara especialmente, pero encontraba Dríada más que aceptable. Se trataba de una especie de ninfa de los bosques pintada en naranjas, ocres y rosados diluidos y envuelta en zarzamoras cuyas espinas parecían clavarse en su cuerpo desnudo. La expresión del rostro era todo un acierto: entre miedo, sorpresa y dolor. Pero su dueño, en opinión de Marcus, era mejor que la obra. Uno de esos dueños que un cuadro sólo encuentra una vez cada diez años. No sólo había decidido instalar a Sieglinde en el jardín por un plazo de tres veranos antes de la sustitución (que era lo mismo que decir trabajo fijo durante tres meses y disponibilidad el resto del año), sino que, además, no había puesto inconveniente alguno en cederla para exhibición temporal a las galerías de la ciudad, como ahora sucedía con la Max Ernst, con lo cual Sieglinde cobraba un extra de mil quinientos, coma, treinta y dos euros mensuales en concepto de exposición de una obra vendida. Weiss se alegraba por ella, pero no podía dejar de sentir cierta punzada de envidia. Su amiga tenía en el rostro la felicidad que otorga haber sido comprada. En cambio, nadie quería jugar con ¿Quieres jugar conmigo? Estaba seguro de que Kate tampoco lograría venderlo esta vez, como no lo había vendido en ocasiones anteriores. Ahora bien, ¿era culpa de Kate o de él?

Cerró el grifo de la ducha y repasó su cuerpo sin pintura con la mirada y las manos. Se mantenía en forma, desde luego. Sus músculos, perros fieles y entrenados, proseguían su inagotable labor arquitectónica. Gente como Kate Niemeyer seguiría pintándolo (o eso creía, al menos) durante algunos años más, pero sabía que a sus cuarenta y tres de edad ya podía empezar a prepararse para la artesanía si es que quería sobrevivir. Era un mercado que crecía a un ritmo imparable. Los coleccionistas atesoraban en privado Sillas, Pedestales, Mesas, Floreros, Ceniceros y Alfombras humanas, y empresas como Suke, Ferrucioli Studio o la Fundación Van Tysch diseñaban, vendían y usaban adornos de carne y hueso todos los días. Tarde o temprano las leyes tendrían que permitir la venta oficial de aquellos objetos, porque ¿adónde irían a parar, si no, los lienzos viejos y los jóvenes que eran rechazados como obras de arte? Marcus sospechaba que acabaría vendido como adorno en la casa de cualquier solterona sonriente. Llévese un recuerdo de Alemania, señora. Aquí está Marcus Weiss, preciosas cachas nacaradas, un souvenir ario que puede armonizar junto a su chimenea.

A Weiss le quedaban pocas oportunidades. Las oportunidades también son puntos, átomos, líneas que se entrecruzan, cosas ínfimas e invisibles, residuos de la nada. ¿Cuántas había perdido él? No llevaba la cuenta. Era modelo desde los dieciséis años. Había estudiado arte HD en su ciudad natal, Berlín, y trabajado para algunos de los mejores pintores de su generación. Y de repente todo se había eclipsado. Empezó rechazando ofertas debido a que, en parte, quería vivir en paz. Le gustaba ser cuadro, pero no tanto como para inmolar por ello toda su vida sentimental. Sabía, sin embargo, que las obras maestras viven solas, aisladas, no se casan, no tienen hijos, no aman ni odian, no gozan ni sufren. Las verdaderas obras maestras como Gustavo Onfretti, Patricia Vasari o Kirsten Kirstenman apenas podían llamarse «personas»: lo habían entregado todo —cuerpo, mente y espíritu— a la creación artística. Pero Marcus Weiss añoraba demasiado la vida, y quizá por eso había empezado a aflojar el ritmo. Ahora ya era demasiado tarde para rectificar. Lo peor era que seguía solo. No era una obra maestra, pero tampoco el ser humano que le hubiese gustado ser. No había conseguido ni una cosa ni otra.

Se angustió al pensar que aquello que Brenda le iba a proponer esa tarde muy bien podía convertirse en su última oportunidad.

Sieglinde lo esperaba en la puerta del vestuario cuando él salió. Solían marcharse juntos. Bajaron la escalera con sus mochilas al hombro: en la de él viajaba el penacho de plumas sintéticas de papagayo azteca, en la de ella las ramas de zarzamora. Las etiquetas colgadas de la muñeca de ambos oscilaban con los gestos. Sieglinde hablaba y Marcus respondía con monosílabos. Se sentía cada vez más nervioso. Si Brenda no había cumplido su palabra, si no estaba esperándolo abajo tal y como había prometido, podía despedirse también de aquella oportunidad.

Decidió sacar algún tema de conversación para evitar las preguntas indiscretas de su amiga.

—¿Sabes? Hoy por la tarde una niña de nueve o diez años se ha dedicado a mirarme durante media hora por lo menos. No entiendo lo que pasa. Las leyes contra la pornografía infantil son cada vez más estrictas, pero no hay vigilantes que prohíban la entrada de un niño en una galería para adultos.

—Estamos considerados patrimonio artístico, Marcus, ya lo sabes. Los niños pueden ver el David de Miguel Ángel de igual forma que pueden ver ¿Quieres jugar conmigo? de Kate Niemeyer. Lo contrario sería agravio comparativo.

—Sigo pensando que con los niños se debería hacer algo —insistió Marcus—. No me gustan como espectadores, pero menos aún como cuadros. No debería permitirse ningún cuadro menor de trece años.

—¿A qué edad empezaste tú?

—Bueno, pongamos menor de doce.

Sieglinde se echó a reír. Después dijo:

—La verdad es que el tema de las obras menores de edad es difícil. Si las prohíbes, tendrías que prohibir también la aparición de niños en películas y obras de teatro, por ejemplo. Y piensa en los anuncios. A mí me parece mucho más indecente usar el cuerpo de un niño para vender toallitas higiénicas que pintarlo y colocarlo inmóvil como obra de arte. Creo que… ¡Eh! ¿Me estás escuchando?

Marcus no respondió.

Brenda estaba allí, de pie entre dos columnas.

Saludó a Marcus con un gesto de la cabeza y él respondió con una sonrisa. Su corazón latía con fuerza, como si en lugar de bajar la escalera se hubiera dedicado a subirla de tres en tres peldaños.

—Hola —dijo Marcus acercándose.

La chica volvió a mover la cabeza. No miraba a Marcus sino a su acompañante. Weiss se vio obligado a iniciar las presentaciones.

—Ésta es Brenda. Brenda, te presento a Sieglinde Albrecht. Sieglinde puede darte un par de lecciones sobre cómo ser un exterior estacional y que te compren.

—¿Eres cuadro también? —preguntó Sieglinde con una sonrisa franca, enarcando unas cejas de las que carecía por completo y mirando a Brenda de arriba abajo.

—No —dijo Brenda.

—Pues deberías serlo. Te comprarían rápidamente, fuera cual fuera el pintor.

A Marcus le deleitó percibir en el tono de su amiga un leve acorde de celos.

—Brenda, por favor, disculpa la mente perversa de Sieglinde —bromeó.

—¡Eh, que ha sido un piropo, idiota! —lo golpeó Sieglinde con la palma de la mano.

Brenda parecía una muñeca que hubiera recibido la escueta instrucción de asentir con la cabeza y sonreír a todo lo que se decía. Weiss pensaba que no necesitaba hablar: el discurso de su rostro era prodigioso.

—Brenda no es un cuadro —explicó—, aunque lo parezca… Es algo así como… una marchante.

—Oh, asunto de negocios, pues. —Jovialmente, Sieglinde estampó un beso en los labios de Weiss. Después guiñó a Brenda uno de sus ojos sin pestañas—. Entonces creo que os voy a dejar solos para que negociéis tranquilamente. Nos vemos pasado mañana, señor Weiss.

—Qué remedio, señorita Albrecht.

Aunque la galería abría al día siguiente y Sieglinde debía ir a trabajar, Marcus se tomaba los martes libres. Sieglinde ignoraba la razón de tan excepcional medida en un cuadro que aún no había sido vendido, pero sus aviesas preguntas al respecto habían chocado contra un muro de lacónicas respuestas y no se había atrevido a indagar más. Estaba segura, sin embargo, de que Marcus realizaba otro trabajo en un lugar mucho menos público (y más escandaloso) que Max Ernst.

El pelo de Sieglinde se convertía en un punto dorado al alejarse por Maximilianstrasse. Marcus apoyó suavemente una mano en la espalda de Brenda y la invitó a acompañarlo en la dirección opuesta. Era el último lunes de junio y la gente abarrotaba la calle.

—Pensé que no ibas a venir.

—¿Por qué? —preguntó Brenda.

Él se encogió de hombros.

—No sé. Supongo que ayer todo sucedió muy rápido. Oye, no te habrá molestado que le dijera a Sieglinde que eras marchante, ¿verdad? Algo había que decirle. Además, Sieglinde no es curiosa.

—Está bien. ¿Adónde vamos?

Marcus se detuvo y miró el reloj. Adoptó un tono de vaga improvisación, aunque en realidad lo había planeado todo la noche previa.

—¿Qué te parece si tomamos algo antes de cenar?

El sitio al que la condujo se llamaba La Minucia. Se encontraba en una bocacalle cercana a la galería, pero los cuadros y bocetos no lo frecuentaban tanto como los que flanqueaban la avenida, de modo que, con suerte, disfrutarían de un poco de intimidad. La Minucia lo vendía todo en pequeño: los licores venían en botellitas, como en las habitaciones de los hoteles, y los cubos de hielo tenían el tamaño de dados de póquer. Era autoservicio, y más allá de la barra (que llegaba a la cintura de una persona adulta) se distinguían una máquina de café expreso como una caja plateada de zapatos con tres palancas, anaqueles estrechos como zócalos, pizarritas que aconsejaban los platos del día en una caligrafía no apta para miopes y diminutas bombillas colgando del techo que, al llegar la noche, otorgaban aires de teatro de títeres a todo el lugar. La música de fondo era un solo de violín, afilado y trémulo. A partir de ahí, Gulliver pasaba al país de los gigantes y todo crecía inesperadamente: los camareros situados tras la barra eran de estatura más que normal y los precios de la carta superaban la talla media. Marcus sabía que La Minucia quedaba muy por encima de su presupuesto, pero no deseaba escatimar gastos con Brenda: deseaba impresionarla para que la chica supiera que él estaba acostumbrado a lo mejor.

Encontraron una esquina apartada con una mesa y un par de taburetes. Aunque su intención era comenzar con una cerveza, Marcus se decantó por imitar a Brenda cuando ella pidió whisky. Consiguió dos preciosas monerías de Glenfiddich y dos vasos de un hielo tan puro y reducido que parecía luz. Mientras se acercaba a la mesa con las bebidas dispuso de tiempo para valorar a la chica. Su opinión no varió mucho de la que había emitido la víspera. Ella era bastante delgada pero innegablemente atractiva y llevaba el pelo frondoso y rubio estrangulado en una cola que descendía por su espalda en forma de abultado pincel. Como vestuario, una chaquetilla y una minifalda azul oscuro (el día anterior habían sido blusa y pantalones cortos vaqueros). La ropa estaba arrugada y un poco descolorida, pero, por eso mismo, a Marcus le atraía más. Los tacones de los zapatos eran de aguja, una moda que a él nunca le parecía anticuada. Se dio cuenta de que no llevaba bolso. Tampoco medias. Quiso pensar que no llevaba nada más que lo que mostraba.

Cuando se sentó, descubrió que ella lo miraba sin sonreír.

Sus ojos azules sin destellos le recordaban algo que en aquel momento no podía precisar: eran puntos fijos, penetrantes. Puntos como estanques en miniatura de aguas negras.

—Y ahora —le dijo mientras le servía el Glenfiddich, sin apartar la vista de aquellos puntos—, vas a decirme la verdad.

—Siempre te digo la verdad —replicó ella.

Fue la primera vez que él supo con certeza que mentía.

Comenzaron las preguntas. La clientela que abarrotaba La Minucia se renovaba continuamente sin que él se percatara: estaba concentrado en el interrogatorio. Marcus era un cuadro viejo y nadie iba a engañarlo fácilmente, y menos con una muñeca como aquélla. Cuando se dio cuenta, el hielo liliputiense había licuado el sabor de su whisky. Ella tampoco había bebido mucho que digamos: se llevaba el vaso a los labios entre respuesta y respuesta, pero no parecía tragar. En realidad, no parecía hacer nada. Permanecía sentada cruzando sus bonitas piernas desnudas y mirando a Marcus mientras contestaba.

—¿Por qué han pensado en mí tus amigos para este trabajo?

—Ya te respondí a eso.

—Quiero oírlo otra vez.

—Están buscando figuras. Me han enviado a Munich para verte, ya te lo he dicho.

Hablaba perfectamente el alemán, pero Marcus no lograba identificar su acento.

—Eso no responde a mi pregunta.

—Supongo que les has gustado como cuadro, no lo sé. Tendrías que preguntarles a ellos. Yo estoy aquí, tan sólo, para intentar captarte.

Desde luego, la chica trataba de ser honesta. Marcus bebió otro sorbo de Glenfiddich. El violín de La Minucia inició un vals de cajita musical.

—Háblame otra vez de la obra.

—Tardará un mes en ser creada, no puedo decirte dónde. Después la venderán automáticamente. De hecho, se trata de un encargo. Tampoco podrás saber quién es el comprador, pero iréis al sur. Probablemente a Italia. Es una acción no interactiva de exterior. Dura cinco horas diarias y se prolongará hasta otoño.

—¿Cuántas figuras participan?

—No lo sé, es una pintura mural. Sé que hay figuras adultas y adolescentes. El tema es mitológico, creo.

—¿Habrá manchas o estará limpia?

—Estará limpia. Todos son modelos voluntarios.

—¿Niños?

—Sólo adolescentes.

—¿Edades?

—Mayores de quince.

—Bueno. —Marcus sonrió, inclinándose hacia ella. La cafetería se llenaba por momentos y le impedía hablar en voz baja desde cierta distancia—. Me has contado la excusa. Ahora quiero saber la verdad.

—¿A qué te refieres?

—Adolescentes y adultos juntos en una acción mural que ya está vendida antes de haber sido pintada… Y, como avanzadilla, una chica enviada para «captarme». —Intentó sonreír con aires de lienzo astuto—. Escucha, llevo muchos años en el oficio. Me han pintado Buncher, Ferrucioli, Brentano y Warren. Tengo cierta experiencia, ¿sabes?

No abandonó la visión de aquellos ojos ni siquiera cuando levantó el vaso en vertical para beber hasta la última gota. Un alud de hielo sepultó su nariz. ¿Estaba un poco mareado? No lo creía.

—Te contaré algo. El verano pasado trabajé en un art-shock clandestino en Chiemsee. Nos pintaron en un taller de Berlín y nos compraron para exhibirnos tres días a la semana durante el verano en una finca privada a orillas del lago. Había cuatro figuras adolescentes y tres adultos, incluyéndome. —Marcus observaba la etiqueta colgada de su muñeca—. Fue una experiencia… ¿Cómo definirla? Creo que la palabra es «aterradora». Quiero decir, desde el punto de vista en que son aterradores los art-shocks. Pero existía cierto riesgo, claro. Una de las figuras no tenía más de trece años…

—Quieres más dinero —lo interrumpió Brenda.

—Quiero más dinero y más información. Déjate de rollos mitológicos. Desde tiempo inmemorial, las excusas más utilizadas por el arte han sido la mitología y la religión. El art-shock que hice en Chiemsee era supuestamente religioso, ¿te imaginas? —Tuvo un repentino acceso de risa, pero cuando vio que la muchacha no lo imitaba prefirió contenerse—. En el fondo, todo ha consistido siempre en mostrar desnudos y violencia, da igual que sean Miguel Ángel y la capilla Sixtina o Taylor Warren y su cueva de Liverpool. Ése ha sido siempre el arte mejor y más caro de todos. —Alzó el dedo índice para subrayar sus frases—. Diles a tus «amigos» que quiero información exacta sobre lo que tendré que hacer. Y también quiero firmar un contrato de límites prefijados y otro de exención de responsabilidades; no sirven de mucho cuando te acusan de haber hecho cosas con menores de edad, pero los artistas se llevan la peor parte si hay denuncias. Y quiero pruebas de que el cuadro será limpio y de que no habrá niños, ni voluntarios ni involuntarios. Y quiero el doble de lo que dijiste ayer: veinticuatro mil euros. Todo esto para empezar. ¿Me he explicado con claridad?

—Sí.

Después hubo un silencio. Marcus pensaba de repente, con amargura, que había hecho mal contándole lo del art-shock de Chiemsee. Ella iba a creer que sólo lo llamaban para hacer arte marginal, lo cual era cierto en parte. En sus buenos tiempos, Weiss había sido vendido en varios grandes originales hiper-dramáticos. Pero ahora casi todo su sueldo provenía de encuentros interactivos de tipo art-shock. Obras como el cuadro de Niemeyer (o el de Gigli, que prefería no mencionar) constituían mediocres excepciones.

—¿Nos vamos? —propuso.

Cuando salieron del café, casi todas las tiendas estaban encendidas. En los escaparates de las galerías que poblaban Maximilianstrasse lienzos tardíos seguían exhibiéndose en cuadros de dos o tres figuras. Las siluetas, el vestuario (o su ausencia) y el color se disputaban la atención de un público numeroso y heterogéneo. Cuadros para casi todos los bolsillos, desde los pobres diablos que hacían de bocetos de autores desconocidos a tres o cuatro mil euros cada uno, hasta las obras de los grandes maestros cuyo precio siempre se discutía durante una cena y cuyos lienzos dejaban de exhibirse pronto (nunca en escaparates) y eran conducidos hacia sus hoteles o casas alquiladas por personal de custodia. Muchachas con patines repartían catálogos de galerías aún más marginales y de retratistas expertos en cerublastina. Marcus coleccionaba toda la propaganda. Al llegar a la esquina del Nationaltheater, iluminado para una noche de estreno, se volvió hacia la chica y dijo:

—¿Y bien?

—Transmitiré tus peticiones a mis amigos y te responderé pronto.

Marcus se inclinó hacia su oído para hacerse escuchar por encima del tráfico. Entonces comprobó que Brenda no olía a nada. Es decir, olía a algo que era como un punto: líneas de olor que se entrecruzan (es imposible no oler a nada: siempre hay algo, una minucia, una mácula de aroma). Celebró aquella nueva característica. No soportaba la orfebrería nasal a que lo sometían algunas mujeres.

—No te pregunto sobre el trabajo sino sobre esta noche —matizó con sonrisa de seductor—. ¿Adónde te gustaría ir?

—¿Y a ti?

Conocía varios lugares que podrían haberle divertido. Algunos, como el encuentro interactivo de Haidhausen donde el visitante, fuera modelo o no, se transformaba en cuadro, resultaban atractivos. Sin embargo, la mano que apoyaba en la chaqueta de la muchacha pareció tomar una decisión por su cuenta.

—Estoy hospedado en un motel de Schwabing. No es un gran sitio, pero abajo hay un magnífico restaurante vegetariano.

—De acuerdo —dijo Brenda.

Tomaron un taxi, pese a que Marcus siempre cogía el metro en Odeonsplatz. El restaurante era pequeño y estaba lleno, pero Rudolf, el dueño y cocinero, sonrió al ver a Marcus y los instaló en una mesa apartada. Para el señor Weiss siempre había mesa y hasta una botella de vino, faltaría más, y a él le encantaba ser tan agasajado delante de Brenda. Pidió unos strudels de verdura y unos sabrosísimos espárragos de temporada. Durante la mayor parte de la comida habló de su afición al zen, la meditación y la comida vegetariana, y de cómo todo esto lo había ayudado a ser cuadro. Su budismo era prêt-à-porter, y él mismo lo reconocía, un mero artificio, una nadería con la que soportaba la vida, pero Marcus dudaba que hubiera alguien en el siglo XXI con creencias más profundas que las suyas. También contó varias anécdotas sobre pintores y modelos que hicieron que aquellos misteriosos y perfectos labios se distendieran aún más. Sin embargo, conforme fue pasando el tiempo, los temas de conversación se le agotaron. Era extraño en él, casi nunca le ocurría. Entre sus amigos tenía fama de hablador y poseía una excelente memoria para las anécdotas. Ahora os contaréalgo sobre una chica llamada Brenda a la que conocíen Munich. «Si Sieglinde me viera…» Descubrió entonces que se sentía completamente loco de deseo por Brenda. Eso le irritaba, porque sabía que ella había sido enviada como «gancho», y él no sólo había mordido el anzuelo sino que se deleitaba paladeándolo. Pero había que reconocer que aquellos tipos, fueran quienes fuesen, habían acertado al elegirla: Brenda era la mujer más tentadora que había conocido en mucho tiempo. Su pasividad, su forma de mantener el misterio al tiempo que dejaba la puerta entreabierta, lo enardecían. Amigos, os contaréquéclase de chica era. Sin embargo, intentaba disimularlo. No quería que ella supiese que había conseguido demasiado pronto su propósito. Pero ¿acaso no lo sabía ya? Aquellos puntos en azul denso, ¿no lo miraban con cierto brillo burlón?

—No eres alemana, ¿verdad? —le preguntó a los postres.

—No.

—¿Norteamericana?

Ella negó con la cabeza.

—Si no quieres, no me lo digas —indicó Marcus.

—No te lo digo —repuso ella.

—No me importa un comino de dónde seas.

Sus labios temblaban. Los de ella parecían dibujados sobre madera.

Pagó con rapidez y se marcharon. El punk que atendía en la recepción del motel casi tenía preparada la llave antes de verlo. El cuarto era pequeño y olía a humedad, pero en aquel momento podría haberse tratado de los salones de la Residenz o de un aseo público, a Marcus le daba igual. Empujó a Brenda hacia la oscuridad y buscó su boca con la suya. Ella se deshizo con facilidad de aquellas caricias, flexionó las rodillas y comenzó a resbalar como algo ingrávido por su torso. Marcus gimió cuando comprendió sus intenciones.

Aquello no era lo que había esperado. Confiaba en prolongar los preliminares mientras ella se desnudaba, o desnudarla él mismo, por ejemplo en el suelo, como le gustaba a Kate Niemeyer. La pintora era una de sus últimas relaciones estables y durante sus visitas a Munich habían hecho el amor en el motel de Marcus, en el hotel de ella, incluso, en cierta ocasión, en una galería de museo, lienzo y artista entrelazados. Pero Brenda iba demasiado rápido. Marcus estaba seguro de que explotaría antes de haber podido siquiera tocarla.

—Espera —murmuró, trémulo—. Espera un momento…

No ocurrió lo que temía. Ella sabía cuándo detenerse o aumentar el ritmo y qué lugares debía dejar intactos al principio. Tras un enervante preámbulo, la boca de Brenda envolvió su miembro como una funda de piel tórrida al tiempo que sus manos, aferradas a las nalgas de Marcus, lo atraían hacia ella. Dios, aquella chica era una bomba de vacío. Kundalini, la sierpe de la energía sexual, enderezó su braquicéfala cabeza dentro de él y preguntó qué ocurría. Marcus gimió, arañó la cal de las paredes, se mordió el labio en un increíble instante de descontrol. Cuando todo finalizó, continuaron en la misma posición, él con la frente apoyada en la pared paladeando el inequívoco sabor de su propia sangre —tenía los labios agrietados por los disolventes y la mordedura los había abierto—; ella arrodillada, paladeando también algo de Marcus. Aquel equilibrio de fluidos en sus bocas se le antojó a Weiss de una artística simetría.

Brenda se incorporó y Marcus encendió las luces de la pequeña habitación.

—Vaya —dijo—. Ha estado bien —agregó.

No obtuvo respuesta. Amigos, quésilenciosa es esta chica. Los ojos de Brenda lo miraban sin parpadeos: puntos redondos y negros en un círculo de vacío azul. Los labios no estaban manchados. El semblante —perfecto, delineado— poseía una cualidad de enajenación, de poderosa independencia de las emociones y sucesos que Marcus sólo pudo definir con una palabra: símbolo. Brenda, de repente, se le antojó simbólica, una especie de arquetipo de sus deseos. Pensó que si algo echaba de menos en compañía de aquella chica era un poco de individualidad, de imperfección. Por su mente desfilaron preguntas sin respuesta: ¿era preferible lo individual a lo arquetípico?, ¿la imperfección a lo perfecto?, ¿lo emocional a lo intelectual?, ¿lo natural a lo artístico? Cuando cayó en la cuenta de que todas estas divagaciones le habían sobrevenido a raíz de una mamada, casi creyó comprender el trágico destino de los seres humanos.

Quiso besarla, pero Brenda se apartó.

—¿Nos sentamos?

Antes de que ella se alejara, los dedos de Marcus habían logrado resbalar un fugaz instante por aquel cutis maravilloso.

Se percató (aunque le parecía increíble) de que era la primera vez que tocaba su piel desnuda. La textura era como la de un bebé un poco más firme de lo normal. Un bebé algo pasado de fecha. Entre las yemas de sus dedos quedó un punto (porque todo termina convertido en eso) sutil de aceite, una nadería viscosa. No creyó que fuera ninguna crema: Brenda tenía la piel más grasa de lo normal, eso era todo, había conocido casos así. Siempre se mantienen jóvenes. El secreto de la eterna juventud y de la muerte prematura es el mismo: la grasa. Quizá de esta simple, ínfima razón, se derive el triste hecho de que los únicos que pueden ser jóvenes para siempre son aquellos que mueren jóvenes.

No obstante, el mundo no debía de ser tan malo, después de todo, si la naturaleza podía producir seres como Brenda. Marcus se propuso disfrutarla palmo a palmo durante aquella noche interminable.

Recordó que disponía de una pequeña botella de Ballantines. Fue de aquí allí a lo largo de la habitación, preparando whiskies. Brenda se recostó en el único sillón que había y cruzó las piernas. Al alcance de su mano quedaba una mesilla repleta de los productos que Marcus necesitaba casi diariamente: lociones lipoescultoras, cremas cosméticas, kits de lentillas, aromas y tintes capilares. Junto a los diversos frascos reposaba una máscara negra. Brenda la cogió.

—Ten cuidado con eso, tengo que usarlo mañana —dijo Marcus. Estaba sirviendo los whiskies cuando de repente se detuvo—. ¡Oh, mierda…!

Acababa de darse cuenta de que había olvidado la bolsa de las pinturas (con los catálogos y la corona de plumas, joder) en el restaurante de Rudolf. Pero ya era demasiado tarde para recuperarla. «No importa —se dijo—, Rudolf me la guardará.» Brenda volvió a dejar la máscara en su sitio.

—Pensé que sólo te exhibías en Max Ernst.

Todavía dándole vueltas al tema de la bolsa olvidada, Marcus repuso distraídamente:

—No, también hago una obra de Gianfranco Gigli, una sustitución, pero sólo los martes. Mañana por la tarde me toca. De hecho, estoy en Munich principalmente por la obra de Gigli. ¿Te sirvo más?

—Lo que tú vayas a tomar.

A Marcus le gustó la respuesta y sirvió dos dosis generosas. La noche prometía ser larga. «Mañana, antes de irme, pasaré por el restaurante y recogeré la bolsa —pensaba—. No hay ningún problema.»

—¿En qué galería te exhibes como el Gigli? —preguntó Brenda.

Se disponía a ofrecer la mentira de siempre («voy de una a otra»), pero contempló la tranquila actitud de la muchacha y decidió que no tenía nada que ocultar.

—En ninguna —dijo.

—¿Estás comprado?

—Sí, por un hotel —sonrió («¡Mi gran secreto!», pensó, avergonzado)—. El Wunderbar, ¿lo conoces? Es uno de los más nuevos y lujosos de Munich. Su principal atractivo consiste en que se adorna con obras hiperdramáticas. Hoy día esto ya no constituye ninguna novedad, pero cuando se inauguró era casi el único hotel alemán de ese tipo. Yo soy el cuadro de una suite. ¿Qué te parece?

—Bien, si te pagan adecuadamente.

¡Cuánta razón tenía! Con una sola frase, Brenda le había demostrado que no había nada de qué avergonzarse.

—Me pagan muy bien. Y la verdad es que no me importa estar en un hotel. Soy un cuadro profesional, me da igual dónde me coloquen. El problema son los inquilinos. —Torció el gesto y bebió un sorbo—. Pero, si te parece, vamos a cambiar de tema…

—De acuerdo.

Brenda no quería nada, no pedía nada, no mostraba ninguna curiosidad. Y esa actitud de cofre cerrado desmontaba las defensas de Marcus.

—Bueno, qué importa que lo sepas. Pero no lo comentes con nadie, porque a nadie le interesa. ¿Sabes quiénes están hospedados en esa suite…? Suena irónico, pero se les considera uno de los más grandes cuadros de la historia del arte. —Había pronunciado aquellas palabras con calculado desprecio, cargadas de ironía—. Nada menos que las dos figuras de Monstruos, de Bruno van Tysch.

Si había pretendido causar alguna reacción en la muchacha, no lo había conseguido. Brenda permanecía tranquila, las piernas cruzadas (aquel brillo perfecto de sus muslos desnudos, tan similar al lujo de sus zapatos: la naturaleza es más artística que el arte cuando imita al arte, ¿no, Marcus?).

Marcus estaba dejándose llevar por emociones largo tiempo reprimidas. Ahora que por fin le había contado a alguien la parte desagradable de su trabajo, no podía detenerse.

—A veces me ocurre algo extraño, Brenda. No entiendo el arte moderno. ¿Puedes creerlo? Esa exposición… «Monstruos»… Supongo que la has visto alguna vez, o has oído hablar de ella. Esta temporada se exhibe en la Haus der Kunst. Te aseguro que uno de los grandes misterios del arte consiste en saber por qué el creador de «Flores» se dedicó después a pintar esa colección… Serpientes vivas en el pelo de una chica, un enfermo terminal, un tarado… y esos dos criminales sebosos para los cuales hago de cuadro. —Hizo una pausa y bebió otro sorbo—. Está mal que una obra de arte no entienda el arte, ¿no crees…? —Ella compartió brevemente su sonrisa. De repente el semblante de Marcus se ensombreció—. Pero no es eso. Son esos dos cerdos. A mí me toca soportarlos un solo día a la semana, pero cada vez me cuesta más esfuerzo… Oyéndolos me dan ganas de… de vomitar… Me parece increíble que ese par de degenerados sea una de las grandes pinturas de todos los tiempos y que lienzos como yo, en cambio, tengamos que adornar las habitaciones donde se hospedan…

Poseído por una furia repentina, se llevó el vaso a los labios y descubrió que estaba vacío. Brenda lo escuchaba absolutamente inmóvil. Marcus se avergonzó un poco de haber abierto su corazón de aquella forma delante de una desconocida (por mucho que le costara creerlo, Brenda seguía siendo una desconocida, a fin de cuentas). Contempló su vaso vacío y levantó la vista hacia ella.

—En fin, no vamos a estropear una noche como ésta hablando de trabajo, ¿no? —dijo—. Aún tengo pintura encima. Voy a ducharme y vengo en seguida. Sírvete más whisky. Ponte cómoda.

Brenda sonrió ligeramente.

—Te esperaré en la cama.

En la ducha, Marcus Weiss recordó de repente a qué se parecían los ojos de Brenda: era la misma mirada de la Venus Verticordia, de Dante Gabriel Rossetti. Una copia de aquel cuadro prerrafaelista estaba enmarcada y colgada en la pared del salón de su apartamento de Berlín. La diosa sostenía una manzana y una flecha y miraba directamente al espectador mostrando uno de los senos, como dando a entender que el amor y el deseo, a veces, pueden resultar peligrosos. A Marcus le gustaban Burne-Jones, Duncan, Rossetti, Holman Hunt y otros prerrafaelitas. En su opinión, nada podía igualar el misterio y la belleza de las mujeres pintadas por estos artistas, el aura sagrada que desprendían sus figuras. Pero el arte es menos hermoso que la vida, y eso Marcus lo sabía, o creía saberlo, aunque pocas veces había encontrado pruebas tan palpables de la veracidad de tal aserto como Brenda. Ningún prerrafaelista hubiera podido inventar a Brenda, y ahí estaba la causa —sospechaba él— de que la vida siempre aventajara al arte en su carrera hacia la realidad. ¿Quién sabe? Quizá no era demasiado tarde para la vida, aunque ya lo fuera para el arte. Quizá la vida lo aguardaba en algún sitio: hijos, una compañera, estabilidad, el nirvana burgués donde poder reposar para siempre. Disfrutemos un poco de la vida, amigos, al menos por esta noche.

Salió del baño y cogió una toalla. Se había quitado la etiqueta del cuadro de Niemeyer, ya que al día siguiente no la necesitaría. Su erección volvía a ser intensa. Se sentía, si cabe, más excitado que antes, durante su impetuosa entrada en el cuarto. Por si fuera poco, la bebida no lo había afectado. Estaba seguro de poder continuar activo hasta el amanecer, y con una chica como Brenda ello no iba a resultar difícil.

La habitación estaba a oscuras otra vez, salvo la escasa luz de los neones de la calle filtrada por la persiana. Bajo esa penumbra parpadeante Marcus pudo distinguir a la muchacha. Le había dicho que lo esperaba en la cama y allí estaba. Se había cubierto con las sábanas hasta el cuello. Sus ojos miraban al techo. Venus Verticordia.

—¿Tienes frío? —preguntó Marcus.

No hubo respuesta. Brenda continuaba inmóvil, con la vista fija en un punto de la oscuridad. No era una actitud muy normal para iniciar otra sesión de amor, pero Marcus ya estaba más que acostumbrado a su enigmático comportamiento. Llegó hasta el borde de la cama y apoyó una rodilla.

—¿Quieres que te descubra poco a poco, como las sorpresas? —sonrió, inclinándose y apoyando las manos.

En ese instante sucedió algo que Marcus, al principio, apenas pudo creer. El rostro de Brenda tembló y osciló, torciéndose en un ángulo imposible, como una mortaja que se deslizara por encima de un cadáver. Luego se movió. De hecho, se arrastró hacia la mano de Marcus como una rata fláccida, un roedor moribundo. Fueron un par de segundos irracionales, buen material para una de las numerosas anécdotas que Marcus coleccionaba. Ahora os contaréel día en que el rostro de Brenda se desprendióy caminóhacia mi mano. Menuda sensación, amigos. Como en estado de trance, Marcus observó el conjunto desinflado de nariz, labios y ojos vacíos escurriéndose por la almohada hasta llegar a sus dedos. Retiró la mano como si hubiese recibido una quemadura y lanzó un gemido sofocado de horror, antes de percatarse de que estaba contemplando una especie de máscara confeccionada con algún tipo de material plástico, probablemente cerublastina. En la almohada, el copioso cabello rubio atado con una cola permanecía hueco e inmóvil, tan absurdo como un techo sin paredes.

Os voy a contar el día en que Brenda se transformó en canica, en guisante, en minucia, en Nada. Os contaré el horrible día en que Brenda se transformó en un punto del microcosmos.

Apartó las sábanas y descubrió que lo que había tomado al principio por el cuerpo de la chica no era sino su ropa (la chaqueta y la falda, incluso los zapatos) retorcida y hecha un guiñapo. Esa clase de bromas que gastan los colegiales para hacer creer que hay alguien dormido bajo la manta.

Pero, la máscara… La máscara era lo incomprensible.

Una ráfaga de escalofríos le hizo entrechocar los dientes.

—Brenda… —murmuró en la oscuridad.

Oyó el ruido a su espalda, pero estaba desnudo y en cuclillas sobre la cama, y reaccionó demasiado tarde.