Color carne. Veía una figura en color carne repartida por los cinco espejos mientras realizaba sus ejercicios de lienzo sobre el tatami. Eran ejercicios extraños, característicos de un cuadro profesional: se arqueaba, rodaba sobre sí misma, se erguía inmóvil de puntillas. Luego se duchó, consumió un desayuno vegetariano, se pintó cejas, pestañas y labios y eligió un traje de algodón con cremallera, cinturón de hebilla y pantalones, todo en color crudo. El crudo y el beige claro le sentaban muy bien a su desnudez pálida y a su pelo rubio casi platino. Entonces marcó el número de teléfono de Gertrude, la galerista de GS, y dejó un mensaje en su contestador. Le resultaba imposible, le dijo, ir a exhibirse ese día debido a un compromiso urgente. Ya volvería a llamarla. Sabía que la alemana pondría el grito en el cielo, pero no le importaba lo más mínimo. Cogió el bolso y las llaves del coche y se marchó.

Encontró el sitio fácilmente. La plaza Desiderio Gaos estaba en Mar de Cristal y era un ruedo vacío sitiado de edificios nuevos y simétricos en ladrillos color rosa. El único lugar sin número correspondía con un bloque de oficinas de ocho plantas. No había letreros de ninguna clase en las puertas de metacrilato de la entrada. Llamó al timbre y recibió un zumbido como respuesta. Empujó una de las hojas de la puerta y se introdujo en un vestíbulo espacioso y aséptico con olor a piel de tapicería. Aquí y allá, mesas con folletos y tresillos carnosos. Las paredes estaban desnudas y tersas como ella misma bajo el vestido. El suelo parecía resbaladizo. No había nadie. O sí. En el centro se erguía un mostrador de recepción, y en el centro de éste, una cabeza. Clara fue acercándose hacia aquella cabeza. Era una mujer joven. Tenía un peinado llamativo pero lo más curioso era la pinza con la que coronaba sus cabellos: una pequeña mano de plástico abierta en garra; por entre los dedos brotaban los mechones. Su maquillaje era cuantioso y los ojos estaban casi ocultos en beige.

—Buenos días.

—Buenos días. Me llamo Clara Reyes. Tengo cita con el señor Friedman.

—Sí.

La chica se levantó y salió del mostrador soltando una andanada de perfume y desvelando una pieza en crespón de China resplandeciente, zapatos de plataforma y una gargantilla de terciopelo. Clara pensó en la posibilidad de que fuera un adorno, pero no vio etiquetas en sus muñecas ni tobillos.

—Por aquí.

Penetraron en un breve corredor. El suelo estaba enmoquetado con delicadeza, por lo que los pasos dejaron de resonar y hubo un repentino hilo de silencio mientras avanzaban. Nueva puerta. Suaves golpecitos. Apertura. Un despacho de paredes en tono rosa-bebé-saludable. Orquídeas frescas en un rincón. El señor Friedman estaba de pie en medio de aquel mundo pacífico. Dos asientos blancos yacían a ambos lados del escritorio, uno de ellos sin respaldo, pero Friedman no le ofreció ninguno. Tampoco la saludó, ni sonrió, ni dijo ni hizo nada. El silencio era brutal como el de las malas noticias. Cuando la muchacha los dejó solos, Clara y Friedman se observaron mutuamente.

Era un tipo extraño. Vestía un traje pulcro de hilo de estambre, corbata de seda y camisa de cuello italiano, todo un tono más oscuro que el conjunto de Clara. Pero su fisonomía estaba mal dibujada: la mitad de la cara no se correspondía con la otra mitad. A Dios le había temblado el pulso el día en que encajó aquel semblante. Permanecía tan quieto y callado que Clara llegó a creer que se trataba de un retrato en cerublastina de Friedman, y que éste no iba a tardar en aparecer de repente por alguna puerta. Pero entonces se movió. Giró sobre sí mismo y, en un revuelo de paloma, cogió el papel y el bolígrafo que había sobre el escritorio y que su cuerpo había ocultado hasta ese instante. Pinzó el papel con dos dedos flacos y lo elevó a la altura del hombro.

—Empecemos por esto. Léalo detenidamente. Son seis cláusulas y viene a su nombre. Si está de acuerdo, firme. Si no, lárguese. Si tiene alguna duda, pregunte. ¿Ha comprendido?

—Perfectamente, gracias.

Estaban separados por tres metros de distancia, pero Friedman no hizo amago de acercarse. Siguió de pie junto al escritorio enarbolando el papel. Clara pensó en el entrenador de un delfín sosteniendo el pececillo frente a su mascota. Lanzó un suspiro, avanzó hacia Friedman y cogió el papel. Luego se apartó para leerlo.

Era una especie de contrato. El membrete traía un dibujo: una mano sobre un muslo, un pie sobre la mano, un codo sobre el pie, formando todo una estrella en beige claro. Lo reconoció de inmediato. Era el logotipo de F&W, uno de los mejores talleres de imprimación del mundo junto con Leonardo y Double I. Ella ignoraba que tuvieran sede en España, y a juzgar por el novísimo aspecto del edificio quizás acababan de instalarse.

Recibió un impacto de pura felicidad. Nunca la habían imprimado en F&W (ni en Leonardo, ni en Double I) porque costaba muy caro y la mayoría de los artistas que la habían pintado no habrían podido permitirse ese dispendio. Chalboux y Brentano sí, pero ellos poseían sus propias casas de imprimación. Vicky la había hecho imprimar una sola vez para la acción La reina blanca con la casa española Crisálida. Gamaio también había usado Crisálida. Los demás habían optado por pintarla sin imprimar. Sin embargo, la imprimación era fundamental cuando se pretendía crear una obra de gran calidad. El hecho de que el artista que la contrataba hubiese elegido F&W reafirmó aún más su convicción de que se trataba de alguien muy importante.

Seis cláusulas, las típicas de cualquier taller de imprimación. Ella era el lienzo, Clara Reyes Pijuán, con el número de orden en la clasificación internacional de lienzos tal y cual. F&W era la imprimadora. La imprimadora no aceptará responsabilidades derivadas de la actuación negligente del lienzo. El lienzo se someterá a todas las pruebas que la imprimadora considere oportunas. El lienzo queda advertido de que algunas pruebas entrañan riesgo físico y/o síquico, o pueden resultar ofensivas para su ética, costumbres o educación. La imprimadora considerará al lienzo como «material artístico» a todos los efectos. Quedan excluidas de esta consideración las cosas relacionadas con el lienzo pero que no son el lienzo, como su ropa, casa, familiares y amigos. Sin embargo, todo aquello que es el lienzo entra dentro de esta consideración: su cuerpo y todo cuanto éste alberga. El lienzo será asegurado antes de comenzar la imprimación. Abajo, dos epígrafes. Friedman había firmado por parte de «La imprimadora». Clara cogió el bolígrafo, se apoyó en la mesa y dirigió la punta hacia el espacio vacío de «El lienzo». Pero cuando rozó el papel, Friedman, sorprendentemente, la detuvo.

—Me gustaría que supiera que el artista nos ha otorgado el derecho a rechazar el material si, a nuestro juicio, no alcanza cierto nivel de calidad.

—No entiendo.

El rostro desequilibrado de Friedman mostró impaciencia.

—Se supone que tiene que escucharme.

—Perdone —dijo Clara.

—Lo diré con otras palabras. Más sencillas. Apropiadas para usted.

—Gracias.

Clara no se alteraba. Sabía que Friedman la trataría con absoluto desprecio por pura deformación profesional: los imprimadores no veían a los lienzos como personas, sino como simples objetos con orificios y formas sobre los que poder trabajar.

—La imprimación va a ser dura. Si usted no responde a nuestro grado de calidad, la rechazaremos.

—Ya.

—Piénselo. —Friedman dejó deslizar sus ojos vacuos por los delgados brazos de Clara, enfundados en el traje—. No parece muy resistente. Su complexión es demasiado fina. ¿Por qué va a perder su tiempo y hacérnoslo perder a nosotros?

—Me he sometido a imprimaciones muy duras. El año pasado, con Brentano…

Friedman la cortó con una mueca torcida.

—Esto no tiene nada que ver con la escuela de Venecia, la «extimidad» o los cuadros manchados… Aquí no va a haber capuchas de cuero, látigos o grilletes, lo siento por usted. Esto es un taller de imprimación profesional. —Parecía ofendido—. Sólo aceptamos material de primera. Incluso aunque firme ahora este documento, podemos rechazarla mañana, pasado mañana o dentro de cinco minutos. Podemos rechazarla cuando se nos antoje, sin darle explicaciones. Tal vez la hagamos pasar por todo el proceso de imprimación y luego la rechacemos.

—Comprendo —dijo Clara con calma.

Pero estaba disimulando. En realidad, temblaba hasta la médula de los huesos. Sin embargo, no era miedo o rabia lo que sentía sino deseos de enfrentarse a las amenazas de Friedman. El desafío la estimulaba. Su excitación era tal que creyó que Friedman lo notaría.

Hubo una pausa.

—Mejor no firme —dijo Friedman—. Es un consejo.

Clara bajó la vista hacia el papel.

El bolígrafo trazó un arabesco.

Friedman torció su asimétrico rostro en un gesto extraño (¿se alegraba?, ¿le fastidiaba?). En verdad, era uno de los tipos más feos que Clara había visto en su vida. Sin embargo, en aquel momento ella lo encontraba investido de una especie de misterioso atractivo.

—No diga después que no la avisamos.

—No lo diré.

—Siéntese.

Clara ocupó el asiento sin respaldo y Friedman se acodó en el escritorio. Su acento era neutro, como si no fuera español pero tampoco extranjero, como si no fuera de ninguna parte discernible o bien lo fuera de todas. Pronunciaba el castellano con nitidez de ordenador. No sonreía, y sin embargo no se mostraba completamente serio.

—Son las nueve y cuarto —dijo sin consultar ningún reloj—. A partir de este momento dispone de ocho horas para organizar su vida como prefiera. A las cinco y cuarto tiene que presentarse de nuevo en este edificio. Puede ducharse previamente pero no se maquille, no se unte cremas ni se eche perfume. Y venga vestida como le apetezca, pero le advierto que toda la ropa y los objetos que lleve encima serán destruidos.

—¿Destruidos?

—Es una norma de F&W. No queremos responsabilizarnos de ningún artículo de su propiedad, porque después vienen las reclamaciones. F&W no la compensará económicamente por la ropa o los objetos que pierda, de modo que no traiga nada de valor. Mejor dicho: traiga cualquier cosa que no le importe perder. ¿Me he explicado con claridad?

—Sí.

—El resto, es decir, usted, será fotografiado y filmado con el fin de establecer una póliza de seguros. Una vez concluido este trámite, su cuerpo pasará a ser un material de F&W hasta que finalice la imprimación. No podrá regresar a su casa, no podrá ir a ningún sitio, no podrá comunicarse con nadie. Si todo va bien, el proceso terminará dentro de tres días. Entonces, siempre que su calidad nos parezca óptima, la entregaremos al artista. Si no, le quitaremos la imprimación y la devolveremos a casa.

—De acuerdo.

—Si usted se salta las normas, si expresa sus opiniones, sus deseos particulares, si pone cualquier obstáculo a la imprimación o si actúa por su cuenta, consideraremos anulado el contrato.

—¿Quiere decir que no voy a poder hablar?

—Quiero decir —replicó Friedman con placentera lentitud— que si continúa haciendo preguntas voy a anular el contrato.

Clara guardó silencio.

—No admitiremos preguntas, opiniones, deseos o reservas por parte de usted. Usted es el lienzo. Un artista necesita partir de cero con un lienzo para crear una obra perdurable. En F&W nos especializamos en convertir a los lienzos en cero. Supongo que me he explicado.

—Perfectamente.

—Solemos trabajar por fases —siguió diciendo Friedman—. Habrá cuatro fases: cutánea, muscular, visceral y mental, cada una dirigida por los especialistas correspondientes. Yo me encargaré de la primera. Comprobaré el estado de las diferentes capas de su piel, la prominencia de las máculas naturales y extranaturales, las durezas y descamaciones. Me cercioraré de que puede ser pintada por dentro. ¿La han pintado por dentro alguna vez?

Clara asintió.

—El fondo de las retinas con lápiz óptico y el interior de la boca —dijo—. Y, por supuesto, el ombligo, la vulva y el ano —agregó.

—¿Bajo las uñas?

—No.

—¿Los oídos? No me refiero a la oreja, sino al conducto auditivo.

—No.

—¿Las fosas nasales?

—Tampoco.

—¿El envés de los párpados?

—No.

—¿Por qué sonríe?

—Perdone, pero no puedo imaginar por qué se necesita pintar un oído o el interior de una nariz…

—Eso revela poca experiencia —dijo Friedman—. Le pondré un ejemplo. Un exterior nocturno, todo el cuerpo pintado de negro y gotas de rojo fosforescente extra-intenso en los tímpanos, fosas nasales, envés de los párpados y uretra para provocar el efecto de que el modelo está ardiendo por dentro.

Era cierto, y le molestó haber mostrado aquella ignorancia.

—Vagina, uretra, recto, sacos lacrimales, retinas, bulbos pilosos, glándulas sudoríparas —enumeró Friedman—. Cualquier lugar del cuerpo de un lienzo puede ser pintado. Las modernas técnicas permiten también horadar el interior de los dientes, pintar las raíces y luego, cuando el lienzo es sustituido, reparar los desperfectos. Un cuerpo puede convertirse en collage. En los art-shocks muy violentos a veces se pintan las venas y la sangre para que, al saltar durante una amputación, produzcan un bonito efecto. Y en las etapas finales de un cuadro manchado pueden pintarse las vísceras tras ser extirpadas, o incluso mientras lo son: el cerebro, el hígado, los pulmones, el corazón, las mamas, los testículos, el útero y el feto que pueda contener. ¿Lo sabía?

—Sí —susurró Clara, reprimiendo un escalofrío—. Pero nunca he hecho nada de eso.

—Ya lo sé, pero ignoramos lo que va a hacer este artista con usted. Tenemos que prepararnos para todo, esperarlo todo, ofrecerlo todo. ¿Me explico?

—Sí.

A Clara le costaba respirar. Mantenía la boca abierta y sus mejillas desteñidas por disolventes habían enrojecido. Las posibilidades que invocaba Friedman no le parecían más espantosas que su decisión personal de aceptarlas, de dejarse hacer todo lo que el artista quisiera hacer con ella. La clave estaba, sin duda, en la genialidad. Alguien le había dicho alguna vez que Picasso era tan genial que podía hacer cualquier cosa. Clara estaba segura de que frente a un Picasso se dejaría hacer exactamente cualquier cosa.

Lo pensó un poco más. ¿Cualquier cosa?

Sí. Sin paliativos.

Pero el artista quizá tendría que ser un poco mejor que Picasso.

—¿Se está arrepintiendo ya de haber firmado? —preguntó Friedman, interpretando mal su expresión.

—No.

Por un instante hubo un cruce de miradas entre el imprimador y el lienzo.

—Si tiene alguna pregunta, hágala ahora.

—¿Qué artista me va a pintar?

—No puedo decírselo. ¿Más preguntas?

—No.

—Pues la esperamos aquí a las cinco y cuarto en punto.

Ocho horas para organizar la vida son casi demasiadas, pensó Clara. Su vida, al menos, era muy sencilla: consistía en trabajo y ocio. Sólo tenía que llamar a Bassan para resolver el primer aspecto; en cuanto al segundo, lo solucionaría llamando a Jorge. Por si fuera poco, cuando regresó a casa descubrió que Bassan le había dejado un mensaje en el contestador. No parecía muy serio pero tampoco empleaba el tono afectuoso de siempre. Gertrude le había telefoneado para informarle de que Clara no pensaba exhibirse aquel día y el pintor le pedía explicaciones. «A mí me parece bien todo lo que hagas, Clarita, pero avísame con tiempo.» Ella podía comprender que le hubiera causado un trastorno, pero le irritaba un poco aquella reconvención. Lo llamó a su teléfono de Barcelona y halló un contestador.

—Alex —le dijo al silencio—, soy Clara. Me ha surgido algo importante y no voy a poder seguir con Muchacha ante el espejo, lo siento. De todas formas, ya sólo nos quedaba una semana en GS. Además, creo recordar que tenías una sustituta por ahí… De verdad, lamento los problemas que pueda ocasionarte pero no tengo más remedio. Un abrazo.

Luego planeó la llamada de Jorge. Cuando estuvo segura de lo que iba a decir, marcó el número de su móvil. Pero respondió su buzón de voz. Le pareció que la vida se había convertido de repente en un diálogo entre el silencio y ella. Decidió dejar otro mensaje.

—Jorge, soy Clara. Voy a estar fuera durante unos días por un trabajo que me ha surgido. —Una pausa—. Parece muy bueno. —Una pausa—. Buenísimo. Ya te llamaré en otro momento, si es posible. Un beso.

Eran poco más de las diez y media y los ojos le pesaban como losas. Descolgó el supletorio de su dormitorio, se desvistió y se arrojó sobre las sábanas. Necesitaba completar su breve sueño nocturno. Ajustó el despertador electrónico para que sonara a las dos de la tarde y se quedó dormida de inmediato. No soñó con Alberca ni con su padre, sino con un cuadro de exterior que había pintado con ella Gutiérrez Reguero tres años antes, El árbol de la ciencia. Pero olvidó todo lo relacionado con aquel sueño al despertar. Se levantó, corrió hacia el baño y se entregó al granizo de la ducha. Tal como le habían indicado, no usó ninguna crema después. Se miró el cuerpo desnudo en el espejo y se despidió de él: sabía que era la última vez que lo vería al natural. Luego, envuelta en un albornoz, se dirigió al comedor, puso un compacto de jazz muy suave y se dejó mecer por la oscura melodía mientras visitaba los armarios.

El problema consistía en que todo lo que tenía le gustaba.

Comprar ropa y complementos era una de sus mayores aficiones. El anuncio que le había hecho Friedman de que todo lo que llevara sería destruido parecía una tarea muy sencilla de afrontar, pero ahora, frente a la realidad de su hermoso y carísimo vestuario, titubeaba. Había cosas de Yamamoto, Stern, Cessare, Armani, Balmain, Chanel… Y no era tanto el dinero que le había costado como el placer de aquella suavidad de carnes tejidas. Cada vestido, cada conjunto, tenía una personalidad diferente para ella. Eran como nuevos y dulces amigos. No podía hacerles eso.

¿Y si optaba por el chándal con el que iba al trabajo? Sin embargo, al contemplarlo allí, plano y obediente sobre la cama, con las mangas vacías esperando su presencia para abrazarla, comprendió que sería como condenar al perro viejo y fiel de la familia a una muerte inesperada.

Nada que hacer en los armarios, pues. Se subió a una silla y registró los altillos. Para su desgracia, solía deshacerse de toda la ropa antigua. Pero atesoraba algunas cosas de invierno, y lo primero que encontró fue un traje de terciopelo oscuro y un jersey de cuello vuelto color carne.

Recordó la primera vez que había usado aquel conjunto. La textura gatuna del terciopelo convocó un fantasma súbito.

Vicky.

Vicky era joven, apenas un año mayor que Clara, bonita, delgada, de cabellos pajizos cortos, drogadicta y genial. En poco tiempo se había convertido en la pintora hiperdramática más importante de España. Una beca le había permitido ampliar sus estudios en Inglaterra con Rayback y en la Fundación Van Tysch de Amsterdam con Jacob Stein. Incluso había recibido el oráculo de labios del mismísimo Maestro en persona. No sólo admitía su lesbianismo: lo hacía ondear como un estandarte. En sus obras denunciaba la marginación de los homosexuales o se reía de las mujeres y hombres reprimidos «por una sociedad clasista, romana y vaticana, una parodia delo que alguna vez pretendieron crear los griegos». Sus dos grandes amantes habían sido anglosajonas, dos rutilantes y hermosos cuadros, Shannon Coller y Cynthia Bergmann. A principios de 2004 eligió a Clara para un interior de pareja con Yoli Ribó que pensaba titular Siéntate. La tarde en que se conocieron era grisácea y gélida. Clara escogió aquel traje de terciopelo recién comprado para visitar a la artista en su chalet de Las Rozas. Vicky la recibió en mangas de camisa, sucia de colores, y la hizo pasar a su estudio en la planta de arriba de la casa. Una esbelta y rubia boceto sobre la que había derramado latas enteras de pintura erguía su desnudez de puntillas en un rincón. La casa contaba con varios adornos ilegales, casi todos obscenos. Una Mesa masculina diseñada en Londres les sirvió té, pastas y cigarrillos de marihuana; un Juguete japonés, también masculino, con el cuerpo pintado de rojo de quinacridona, ofrecía cosas más excitantes, pero a Clara no le apetecía jugar con él, pese a que Vicky insistía en dejárselo.

—A mí no me va —le dijo Vicky—, pero es que me lo han regalado. Si quieres, quédatelo.

Antes de hablar de la obra, Vicky realizó uno de sus clásicos interrogatorios rápidos.

—¿Qué signo eres?

—Aries —dijo Clara—. Nací el 16 de abril.

—Nos llevaremos mal. —Y desgarró el aire con sus uñitas pulcras—. Soy Leo.

Pero se llevaron bien, al menos al principio. Le contó el propósito que tenía en mente para Siéntate. Yoli y Clara estarían sentadas sobre un andamio a seis metros de altura, pintadas en crudo, en actitud amorosa. El cuadro era un encargo para una mansión de Provenza sobrecargada de obras. A Vicky se le había ocurrido la idea de destacar su pintura por encima de las demás situándola en el techo. Pasarían allí un mes y cabía la posibilidad de que se exhibieran de forma permanente. Ello requeriría mucho esfuerzo y un equipo de mantenimiento de gran calidad, pero conllevaría una verdadera fortuna para las tres. «Qué bien me vende la moto», pensó Clara. Aceptó el trabajo y comenzó a ser abocetada al día siguiente.

Dos semanas después de aquel primer encuentro, durante una de las sesiones, sucedió algo. Vicky la estaba silueteando y deslizaba con suavidad la mano embadurnada en pintura color crudo por el contorno de su muslo. Al llegar a la rodilla, Clara notó la diferencia de presión, el silencio extenso, la inmovilidad, el cosquilleo sobre la piel pintada.

—¿Te gustan las mujeres, Clara? —preguntó Vicky de repente, con toda tranquilidad.

—Me gustan algunas mujeres —respondió Clara con idéntica calma.

Estaba desnuda, pintada a medias en varios tonos, sentada sobre sus talones en el estudio de Vicky. Vicky llevaba puesto su uniforme de trabajo: camisa sucia y desabrochada y pantalones de chándal.

La mano aún seguía en su rodilla.

—¿Has tenido experiencias con mujeres?

—Ajá —dijo Clara—. Y con hombres —agregó.

No resultaba extraño en un lienzo, y ambas lo sabían. Para una pintura era sencillo amar a otro cuerpo, fuera cual fuese: las barreras se volvían borrosas, los límites se perdían.

—¿Te acostarías conmigo? —preguntó Vicky entonces.

A Clara le gustó ese suave susurro y la armonía del rubor de Vicky que, por un instante, pintó mucho más su rostro que el de Clara.

—Sí —dijo.

Vicky la miró y siguió pintando. Su mano se movía con pulcritud distribuyendo el color crudo por el contorno de la rodilla. Clara nunca supo cuándo ocurrió. Un momento antes había arte, técnica y gesto de pintor; un momento después, sensación, jadeo, abrazo de amante. Y la pincelada, de súbito, se hizo caricia.

Más tarde, cuando la relación entre ambas ya era una realidad, Vicky le reprochó que hubiera respondido con tanta calma. Lo utilizaba en su contra cuando se enfadaba con ella. «Dijiste que sí como si te hubiera ofrecido hacer parapente por la noche. Dijiste que sí como si te hubiera invitado a conocer a un premio Nobel de Física. Venga, vamos a probar, dijiste. No había verdadero amor ni sinceridad en tu declaración.» «Verdadero amor, no —replicó Clara—; sinceridad, sí.» «No tienes sentimientos», sentenció Vicky. «Procuro disimularlos: soy una obra de arte», repuso Clara. Y agregó: «Y tú eres una artista y no puedes esconderlos. Incluso te los inventas si no los tienes». Siéntate fue exhibido en Provenza de forma permanente. Fue un período agotador: disponían de unas cuantas horas para descansar, comer y reponerse antes de regresar al andamio. Este lapso era variable, ya que estaba supeditado a la vida del comprador, las visitas que recibía o las fiestas que organizaba. El equipo de mantenimiento era muy bueno, pero pese a todo ambas figuras terminaron extenuadas. Sin embargo, la experiencia fue maravillosa para Clara. Ese mismo año, Vicky la pintó en cinco obras más, las primeras en pareja y el resto en solitario: El beso, Instante, Doble o nada, Ternuras y El vestido negro. Fuera del trabajo, su obsesión por Clara no cesaba: la llamaba por las mañanas, por las noches, lloraba en su hombro, le contaba intimidades repentinas sobre la frialdad de su padre (que era cirujano) o el desinterés de su madre (profesora de universidad) por su carrera de pintora. Según qué días, se consideraba «una mierdosa hija de papá» o la inmerecida víctima de «un matrimonio de pijos». Pero todo esto terminaba cuando se ponía a trabajar. En la cama podía ser una alma sensible pero con las manos sucias de pintura se convertía en una criatura de fuego capaz de dibujar sobre un cuerpo de mujer cosas grandiosas. Sin embargo, Vicky-humana y Vicky-artista no eran compartimentos estancos. Mientras que Vicky-humana se enamoraba de las modelos de sus cuadros, Vicky-artista utilizaba aquel amor para pintarlas. Era una característica curiosa, pero Clara ignoraba si pertenecía a su temperamento o a su modo de trabajar.

2004 fue el año Vicky, al menos para Clara: un torrente del que sólo cabía alejarse o dejarse arrastrar. Era de esa clase de personas que se consumen cuanto más brillan, como las velas. Lo peor eran sus celos. Pero, por aquella época, ni siquiera tenía motivos. Clara había abandonado a Gabi Ponce, su primer novio y su primer pintor, y vivía sola en el ático de Augusto Figueroa. Tampoco se relacionaba ya con Alexandra ni Sofía Lundel, las dos amigas con las que alguna vez había compartido cama. Y todavía no había conocido a Jorge Atienza. Sin embargo, Vicky no sólo inventaba sentimientos sino también motivos. Una noche armó una escenita en un restaurante en el que cenaban juntas a propósito de una pintora italiana que había invitado a Clara a trabajar en un art-shock con otros tres lienzos femeninos. Vicky le dijo que no aceptara, y cuando Clara no le hizo caso tiró los cubiertos al suelo y empujó al maître, que acudía solícito, como el buen pastor, a calmar a su rebaño. Horas después llamó a Clara para reconciliarse: «Había bebido demasiado, perdóname. —Y, sin transición, Vicky-artista tomó la palabra—: Quería decirte que tu rostro hoy, en el restaurante… Dios mío, tu palidez mientras yo te gritaba… Clara, por favor, déjame usar esa palidez… Esos ojos con que me mirabas hoy…».

Se había inspirado. En tres semanas tuvo listo el nuevo cuadro. Clara, pintada de marfil con sombras cerúleas, yacería bocabajo sobre un manto de terciopelo, una tela idéntica a la del traje que llevaba puesto la tarde en que se conocieron, y su rostro adoptaría la palidez natural de su disgusto. Vicky pensaba titularlo Ternuras. Durante el ensayo hiperdramático representaron la escena de la pelea en el restaurante tal como la recordaban. La pintora quería atrapar aquella palidez huidiza de sus mejillas, pero Clara no se sentía a gusto mezclando el arte con la vida real. Al fin, Vicky se enfadó de verdad y empezó a insultarla. De repente, en medio de sus propios gritos, se detuvo y se abalanzó sobre el rostro de Clara. «¡Así! ¡Tu palidez de nuevo! ¡Esto es lo que busco!», exclamaba desaforada. Y Vicky-artista tomó las riendas.

Un día, Clara le reprochó aquel desmedido abuso de los sentimientos reales para pintar sus cuadros. Vicky sonrió de forma extraña.

—Haría cualquier cosa por el arte, tía —le dijo—. Cualquier cosa. Por encima del arte no me mola nada: ni sentimientos, ni justicia, ni piedad, ni familia, ni salud, ni amor, ni dinero… Bueno —reflexionó—, quizás el dinero. El dinero sí. El arte es dinero.

Ternuras fue adquirido por un coleccionista madrileño al doble de su precio real. Clara se exhibió en su casa todo un mes.

A principios de 2005, Vicky intentó matarse con una sobredosis de heroína, pero no fue a causa de Clara sino de su nuevo amor, Elena Valero, con la que Clara había trabajado en Instante. El día en que la ingresaban en la UVI de La Paz llegaba la noticia de que la Fundación Van Tysch le concedía el premio Max Kalima por toda su obra. Aturdida bajo los efluvios del oxígeno, Vicky escuchó la buena nueva de labios de una enfermera. Cuando se recuperó, afirmó haber recobrado también la estabilidad sentimental. Planeaba un nuevo cuadro con Clara para finales de año, pero ya no la llamaba con la frecuencia de antes. Después de La fresa no habían vuelto a verse. Clara ignoraba lo que sentía por ella: ¿estaba enamorada de Vicky o sólo admiraba su genialidad? Lo cierto era que quería olvidarla pero no podía. En ocasiones, se veía a sí misma recostada sobre el terciopelo en el salón del coleccionista de Ternuras, la rodilla izquierda flexionada sobre el vientre, el talón en dirección a su sexo, los ojos cerrados y el rostro convulso en esa «palidez color disgusto» que Vicky le había extraído, mientras pensaba que todo aquello era el único rastro que la pintora había logrado dejar al desaparecer de su vida: una textura de terciopelo, unas mejillas exangües.

Sacó aquel conjunto del altillo y lo dejó sobre la cama. Luego encontró otro, de jersey y pantalón beige, que le recordaba más a Jorge, porque lo había usado durante los primeros días de su relación con él.

Estuvo dudando un rato, con mirada inquisitorial (¿Vicky o Jorge? ¿Jorge o Vicky?), y se decidió por condenar a la destrucción a Vicky Lledó. Pasaría calor durante el trayecto, pero no le importaba.

Eran casi las tres de la tarde cuando cayó en la cuenta de que tenía que comer algo. Improvisó una ensalada y un par de sándwiches y los consumió con agua mineral.

Luego, como le quedaba tiempo, decidió prepararse para lo que le aguardaba. Revolvió su pequeña farmacia de productos químicos del cuarto de baño, eligió un par de tonificantes musculares por vía oral y una píldora que retrasaría la aparición de sus necesidades fisiológicas y los acompañó del último trago de agua. Entonces se quitó el albornoz, fue a la cocina y trajo un salero, encontró un antifaz de pasajero de avión en un cajón del comedor y varias pesas de kilogramos crecientes y realizó sobre el tatami nuevos ejercicios, distintos de los matutinos: permanecer quieta y de puntillas con la lengua untada de sal, caminar por toda la casa con los ojos vendados, hacerse una bola sosteniendo un peso con la parte de su cuerpo que quedara más elevada. Los ejercicios sometían su voluntad sin derribarla, ayudándola a percibirse como una cosa ciega, algo capaz de ser usado y transformado. Estaba acostumbrada a aquella preparación desde sus tiempos en The Circle. Gracias a ella había podido soportar los trabajos de Brentano.

A las cuatro menos cuarto se introdujo el jersey de color carne por la cabeza, se puso los pantalones de terciopelo y la chaqueta y se calzó unas viejas sandalias de su pasado más remoto. Se miró en el espejo. Nada de lo que llevaba le quedaba bien, parecía una chica guapa disfrazada de adefesio, y eso era justo lo que quería parecer.

Los últimos detalles, en los que no había pensado, la importunaron especialmente. ¿Qué haría con las llaves de su domicilio? No podía llevarlas consigo. Jorge tenía una copia pero no deseaba depender de él para entrar en su casa cuando regresara, fuera cuando fuese. De los vecinos no se fiaba y no había portero.

Decidió, simplemente, no hacer nada. Le parecía coherente cerrar la puerta tras ella y no poder entrar de nuevo. Pidió un taxi por teléfono, calculó el dinero que le iba a costar y lo guardó en el bolsillo de la chaqueta.

Fue entonces cuando descubrió el llavero.

Comprendió que se había puesto el traje sin revisar antes los bolsillos. La ropa antigua se convierte en un pequeño cementerio de la memoria. Y allí, en uno de los laterales, estaba enterrado el llavero de su padre. Ella lo había usado durante mucho tiempo con esa abnegada devoción que se dedica a todos los objetos que alguna vez pertenecieron a los muertos. Cuando se rompió, tuvo que trasladar las llaves a uno nuevo. No recordaba por qué se encontraba en aquel bolsillo y por qué no lo había tirado todavía. Quizá por su valor sentimental. Le hizo gracia.

Representaba a una reina del ajedrez, un regalo del club en el que solía jugar Manuel Reyes. A su padre le apasionaba el ajedrez, y su hermano había heredado aquel sobrio pasatiempo. La reina era de color negro. «Ésta es la Reina de Reyes —solía decir su padre (Clara lo recordó de improviso)—. Me la han dado negra porque es la del bando perdedor.» Por un instante valoró la posibilidad de salvarla. Pero volvió a meterla en el bolsillo. «Lo siento, majestad. Si estabas aquí, te quedarás aquí.» Vestida con el traje de Vicky, calzada con las sandalias de adolescente, notando en el bolsillo el llavero de su padre, Clara salió de su apartamento y cerró la puerta.

Al bajar a la calle tuvo una sensación. Fue tan intensa que necesitó mirar a un lado y a otro para asegurarse de que era errónea. Notaba que la vigilaban. Quizá se equivocaba.

Era la tarde del jueves 22 de junio de 2006. El sol brillaba en color carne.

Briseida Canchares despertó con una pistola unida a su cabeza. El arma, vista desde tan cerca, parecía un ataúd de hierro pegado a su sien. El dedo posado en el gatillo tenía la uña pintada de verde viridian. Siguió la dirección del antebrazo desnudo y descubrió a la rubia. Era la gata de ojos esmeralda y el diminuto vestido color camuflaje que le había pedido fuego a Roger en casa de los Roquentin. Sucedió mientras contemplaban el cuadro Órbita invisible de Elmer Fludd, y un vigilante tuvo que acercarse y advertir: «No se puede fumar, señorita. El humo irrita los ojos de los cuadros y los hace toser». Ella había sonreído perversamente a Roger mientras le devolvía el encendedor. Luego se había perdido entre la multitud y Briseida no había vuelto a verla.

Hasta ahora.

La rubia vestía lo mismo y sonreía de la misma manera. Sólo variaba la pistola. Se llevaba un dedo a los labios al tiempo que la encañonaba («Que no hable», tradujo Briseida) y le hacía señas («Que me levante»). Sospechó que se trataba de un sueño y por eso obedeció, porque le gustaba hacer cosas fascinantes en los sueños. Apartó las sábanas y se incorporó. El cañón apoyado en su sien retrocedía sin despegarse de ella, como si su cabeza fuera de metal y la pistola estuviera imantada. Giró lentamente y depositó las puntas de los pies con delicadeza de nave lunar en la fresca moqueta del apartamento de Roger. Estaba desnuda por completo y sintió algo de frío. Aún era de noche (no podía saber la hora exacta, el despertador estaba del lado de Roger) y la luz procedía de la lámpara de la mesilla. Recordó haberse acostado muy tarde compartiendo con Roger alientos y forcejeos (la boca de él con aquel regusto a champán añejo y habano aterciopelado y su lengua como una verde alfombra de marihuana), en los momentos previos a que la noche los arropara bajo un manto de embriaguez y…

Por cierto.

¿Dónde estaba Roger?

Lo descubrió sentado en el otro extremo de la habitación. Lo único que llevaba encima era la sortija del meñique izquierdo. Aquella sortija había tatuado varias veces las nalgas de Briseida pero él le dijo que no podía quitársela. Traía mala suerte. La había obtenido en algún remoto rincón de Brasil escamoteándosela a un chamán portador de secretos. Una diminuta esmeralda rebosaba en el engaste como una gotita de pus verde selva. Su poder era grande, aunque Roger no sabía muy bien en qué consistía. Afirmaba que sólo existían cinco o seis joyas como ésa en el mundo. Qué tipo más increíble este Roger. También un poco cabrón, desde luego, pero Briseida no había conocido a nadie que tuviera tanto dinero y que no fuera, al mismo tiempo, un poco cabrón.

En aquel momento, sin embargo, ni la magia de la sortija parecía ser capaz de ayudarlo. Una tenaza con forma de mano mordía su mandíbula hasta el punto de inflarle los carrillos. Adosada a la mano-tenaza, una mujer espectacular, al estilo de la rubia pero más impresionante, de esas que Roger acostumbraba a follarse sólo los fines de semana, hundía su garganta con una pistola militar de color plateado. El cañón provocaba que la nuez abultara. La mujer vestía chaqueta y pantalones en verde «tapete de naipes», pañuelo y boina verde oliva y guantes pistacho. Una de las piernas se introducía entre los muslos separados de Roger (quizá la rodilla le estaba aplastando los genitales, y de ahí la expresión de desesperación que mostraba él), la otra se afirmaba detrás en una postura de disparo. Pero no miraba a Roger sino a Briseida, como si contara con ella para saber qué debía hacer a continuación. Su mirada era de las que no se olvidan con facilidad. De esa clase de miradas, pensó Briseida, que se contemplan un segundo antes de no contemplar ya otra cosa.

Y aun así, hubo de admitir que el maquillaje y la mezcla de verdes (chaqueta-pantalón, guantes-boina, ojos-sombras) eran perfectos. ¡Pasarela paramilitar! ¡Terrorismo prêt-à-porter! ¿Qué impide que los comandos especiales de la policía, el ejército o quién sabe qué otra imprevista mierda armada se adapten a la moda de los tiempos?, se preguntaba.

La rubia seguía invitándola a levantarse. Consultó a Roger con la mirada, que movió la mano como queriendo decir: «Ve, ve tranquila», y se levantó de la cama sin dejar de observar a todos los presentes.

«¿Son ladrones o polis? ¿Vienen a secuestrar a Roger? Veamos. Hagamos un recuento. Estuvimos anoche en esa fiesta…»Dios, cómo le dolía la cabeza. No podía pensar. Quizá se debiera a la mezcla de alcohol, hachís y pastillas que había probado en casa de los Roquentin. Además, la escena era tan curiosa que el terror que comenzaba a patalear dentro de su pecho tenía aún el bozal puesto. Todo había sido sabiamente preparado por el Dios del Arte: una combinación de lo fascinante —rubia en vestido de camuflaje—, lo ridículo —Roger y ella en pelotas, pegajosos de sueños densos— y lo absurdo —la chica maquillada de modelo con traje militar—; un cezannesco equilibrio verde cobalto, verde soldado, verde turquesa, verde tapete, verde manzana de las paredes del dormitorio. Si tuviera que morir joven, pensaba Briseida, escogería aquel preciso instante verde: y quizás, ah, la llama de la pistola brotara como una habichuela luminosa y su torso castaño (armonizado con el color jungla del vestido de camuflaje) surtiera agua de estanque con verdina cortada a cepillo.

Lástima que la impresión estética se pierda un poco cuando la rubia la empuja hacia los hombres que aguardan en el comedor.

La agarraron de los brazos con fuerza vertiginosa y la sentaron en un sillón frente a lo que parecía ser un ordenador portátil apagado. Briseida había gritado durante el trayecto quebrando, sin duda, cierto código de silencio, porque segundos después oyó palabras en francés y ruidos procedentes del dormitorio y palabras en holandés y más ruidos en el comedor. Pero las siguientes palabras fueron en inglés y dirigidas a ella.

—No vuelva a gritar —dijo Rubia-Ojos-Fascinantes inclinándose junto a su oído—. Y no intente levantarse.

No hubiera podido hacerlo, aun de haberlo deseado: dos pares de guantes de hierro la hundían en el asiento.

—Aquí tiene un vaso de agua. Puede beber, si quiere. Voy a pulsar una tecla de este ordenador y en la pantalla aparecerá una persona que le hará unas cuantas preguntas. Hable en voz alta y clara. No deje sin contestar ninguna pregunta y no demore en hacerlo. Si no sabe la respuesta o desea reflexionar, dígalo. Sabemos que domina el inglés, pero si no comprendiera algo, dígalo también.

La rubia pulsó una tecla y apareció el rostro de un hombre mayor, calvo, con canas junto a las orejas. En un recuadro del ángulo superior izquierdo los bytes convocaron a una muchacha de piel atezada, cabellera color carbón, pómulos elevados y labios carnosos aferrada por cuatro manos enguantadas a los hombros y los brazos, con los pechos desnudos. Se dio cuenta de que era ella. La estaban filmando y transmitiendo las imágenes en tiempo real a quién sabe qué jodido rincón del planeta. Un temporizador destacaba en el ángulo opuesto desgranando los segundos. «Síndrome alucinatorio como consecuencia de consumo desordenado de tóxicos»: así definía Stan Coleman, su inolvidable, adinerado (y cabrón) profesor de Arte Contemporáneo de Columbia todas las cosas extrañas que acontecían después de una orgie de drogas blandas. Tenía que tratarse de eso. Aquello no podía estar sucediéndole.

—Buenos días, señorita. Disculpe si la hemos molestado, pero necesitamos saber algo con urgencia y contamos con su generosa colaboración.

El hombre hablaba inglés con innegable acento continental, quizás alemán u holandés. En la parte inferior, tachando el cuello y el nudo de su corbata, aparecieron las frases subtituladas en francés y alemán. Briseida no necesitaba de más idiomas para sentirse aterrorizada.

—Sabemos muchas cosas sobre usted: veintiséis años, nacida en Bogotá, licenciada en Arte por una universidad de Nueva York, su padre trabaja como agregado cultural de su país en la ONU… Veamos… Me he perdido… —El hombre inclinó la cabeza y por un instante la pantalla fue un mapamundi pulido por su calvicie—. Está realizando un trabajo para la universidad… Tema: el coleccionismo entre pintores… Este año ha residido en los Países Bajos para estudiar la colección de objetos que guardaba Rembrandt en su casa de Amsterdam. Ahora se encuentra en París, con nuestro buen amigo Roger. Levin, y esta noche estuvieron juntos en la fiesta de Leo Roquentin… Todo eso es correcto, ¿verdad?

Briseida se disponía a decir «sí» cuando el hada madrina de la informática disolvió la imagen entre fogonazos verdes y surgió otra cara: una mujer delgada con el pelo cortado a lo garçon y gafas negras. Las letras de sus subtítulos iban en verde.

—Hola, yo soy el policía malo. —Su acento era más británico que el del hombre y su voz más inquietante. Su sonrisa parecía la hoz de una guadaña—. Sólo quiero saludarla. Menuda choza la de Leo Roquentin, ¿verdad? El salón es del siglo XVIII, según creo, y los frescos del techo están pintados por el maestro Luc Ducet y representan la historia de Sansón y Dalila. En el ala oeste, en una sala con dos globos terráqueos, se describe todo el diluvio universal, desde la construcción del arca hasta el regreso de la paloma con la rama de olivo en el pico. Conocemos mucho a Leo Roquentin… Su colección de arte HD también es buena, sobre todo los Elmer Fludd de la sala principal. Pero eso es tan sólo la punta del iceberg. ¿Participó usted esta noche en el art-shock que se celebraba en el inmenso sótano bajo la mansión? Se llamaba Art-Échecs y era de Michel Gros, para veinticuatro jóvenes de ambos sexos y material plástico… Las figuras, desnudas por completo y pintadas en diversos tonos de verde, hacen de piezas de un tablero de ajedrez de treinta metros cuadrados y los invitados sugieren movimientos. Las piezas comidas pasan a disposición de los invitados. Se permite cualquier exceso con ellas. ¿No jugó…? Pero, claro, su amiguito Roger no le habrá contado nada. Usted se habrá limitado a ver los cuadros de arriba: el art-shock era para gente selecta. Leo los deslumbra con encuentros interactivos y luego les propone suculentos negocios con cuadros aún más prohibidos.

¿Decía la verdad aquella mujer? Era cierto que Roger se había ausentado un buen rato para charlar con Roquentin mientras ella vagaba de una esquina a otra sobre alfombras verdes, en el interminable billar de invitados, contemplando los magníficos óleos de Elmer Fludd. Después, cuando él regresó, ella le dijo que parecía un poco nervioso. El cuello de su camisa estaba desabrochado. «Un art-shock en forma de juego de ajedrez con piezas humanas…», pensó. ¿Por qué Roger no le había dicho nada? ¿Qué se movía en el subsuelo del mundo, bajo los pies de la gente rica?

La mujer hizo una pausa y volvió a sonreír de aquella manera tan desagradable.

—No se preocupe: los hombres son siempre iguales. Les encanta guardar secretos. Las mujeres, sin embargo, somos más sinceras, ¿no cree? Yo espero, al menos, que usted lo sea, señorita Canchares. Voy a dejarla con mi amigo el Poli Bueno, que le hará algunas preguntas. Si sus respuestas nos convencen, desenchufaremos el ordenador, nos marcharemos a casa y todos tan amigos. En caso contrario, el que se marchará será Poli Bueno y regresará Poli Malo, que soy yo. ¿Me ha comprendido?

—Sí.

—Encantada de haberla conocido, señorita Canchares. Espero que no volvamos a vernos.

—Mucho gusto —tartamudeó Briseida.

No sabía qué pensar sobre las amenazas de la mujer. ¿Eran simples fanfarronadas? ¿Y qué decir de toda aquella mascarada de trajes militares? ¿Pretendían revivir en ella los temores atávicos a las guerrillas? De repente le pareció que se encontraba en medio de un carnaval, una farsa artísticamente organizada (¿cuál era el neologismo que usaba Stan?, una imagic, una imagen mágica, un arquetipo cultural hacia el que desplazar nuestro temor o nuestra pasión, porque —afirmaba Stan— hoy día todo, absolutamente todo, desde la publicidad hasta las matanzas, desde las ayudas para paliar el hambre tercermundista hasta las torturas, se hace con estilo).

Pero, carnaval o no, lo cierto era que aquel montaje estaba logrando su propósito: se sentía aterrorizada. Tenía ganas de mearse en el sofá de Roger y de vomitar en la moqueta de Roger.

Explosión verde. El hombre.

—La pregunta es la siguiente… Preste atención…

Briseida se tensó todo lo que las garras posadas sobre sus hombros y brazos se lo permitían. Le dolían los muslos de mantenerlos apretados para ocultar el sexo todo lo posible. De repente era consciente de su total desnudez.

—Sabemos que es usted muy amiga de Óscar Díaz. Le repito el nombre: Óscar Díaz. La pregunta es: ¿dónde está su amigo Óscar ahora?

Algún lugar de la corteza cerebral de Briseida Canchares, veinticinco años de edad (el hombre se había equivocado: no cumpliría veintiséis hasta el 3 de agosto), licenciada en Historia del Arte, realizó un fugacísimo cálculo y emitió una lista de conclusiones provisionales: Óscar Díaz; algo relacionado con Óscar; Óscar ha hecho algo malo; van a hacerle algo malo a Óscar…

—¿Dónde está su amigo Óscar? —repitió el hombre.

—No lo sé.

De repente la pantalla quedó cubierta por un líquido verde podrido que a Briseida le recordó sus tiempos de ensayos químicos de restauración de cuadros. Fundido en verde hacia una dentadura. Una sonrisa. El rostro de la mujer de gafas negras.

—Respuesta incorrecta.

Un mechón de su cuero cabelludo pareció, de repente, cobrar vida. Dio un grito y los ojos le inventaron una feria con estallido de petardos, una Nochevieja en un hotel de la selva. Su cuello se torció hacia atrás y sus vértebras cervicales se salvaron del desastre debido al aerobic que practicaba diariamente. En su universo se estacionaron dos perversos planetas verdes (Venus era verde en los libros de ciencia-ficción pulp que Stan Coleman devoraba a toneladas) y le apuntaron con un instrumento precioso y, sin duda, carísimo, formado por un lápiz de metal cromado y una afilada punta en la que brillaba una gotita de sangre marciana.

—Este juguete es un pincel óptico —dijo la rubia a dos centímetros de su cara—. No te abrumaré con detalles técnicos: digamos que es una copia mejorada del que usan los pintores para trabajar en las retinas de cuadros imprimados. La retina es la capa pigmentada que tenemos al fondo del ojo y que nos permite, entre otras cosas, distinguir los colores. La mayor parte de las veces resulta aburrida, pero es útil a la hora de ver el mundo, ¿verdad? Voy a pintarte las retinas de verde opaco. Primero tu ojo izquierdo, luego el derecho. El problema es que voy a usar pintura permanente, totalmente desaconsejable en estos casos. No te quedarán cicatrices ni hematomas externos, todo será muy estético y muy tal, ¿sabes? Pero cuando acabe estarás tan ciega que tendrás que chuparte los dedos para saber que son tuyos. No obstante, será una ceguera lindísima, en un tono precioso verde botella. No te muevas.

La orden era innecesaria. Briseida sólo podía mover la boca y el párpado derecho. Algo le abría el párpado izquierdo hasta el límite de las lágrimas. Olía a piel sintética: un guante. Buitres de cuero aferrados a su anatomía le sujetaban muñecas, rodillas, tobillos, garganta, pelo. Quería balbucear en inglés, pero le brotaba a trompicones un castellano deforme. Sin embargo, era preciso hablar inglés. El inglés te sirve para casos como éste, en que te tortura un extranjero. OK, Johnson family at holidays. Mary Johnson is in the kitchen. Where’s Mary Johnson? De pronto, por el pasillo izquierdo de su nervio óptico penetró un delirante universo de un rojiverde tan kitsch como un buda fosforescente en un tenderete callejero. El color le recordaba las postales de Pierre & Gilles que solía enviarles a sus padres desde Europa. Creyó que se quedaba ciega.

Entonces la mano que la sujetaba del pelo la soltó y otra apresó su nuca y la empujó brutalmente hacia adelante como si quisiera estrellarle la cara contra la pantalla del ordenador. Se encontró con la nariz a un palmo de los subtítulos en francés y alemán. Reprimió un súbito motín de náuseas.

—Segunda oportunidad. —Era la mujer—. Nuestra compañera se ha limitado tan sólo a acercar el pincel a su pupila… Escuche y no grite… A la siguiente respuesta errónea, dibujará una coma en su retina… A partir de ese momento podrá ver la luna en cuarto creciente de color verde en pleno día. Un efecto estético curioso, ¿no cree…? Deje de gimotear y escuche con atención… Tras la segunda sesión, tanto le dará guardar la retina izquierda en un frasquito. Le aseguro que brillan de noche con luz verde, como las virgencitas de Lourdes… Concéntrese, por favor. El premio es una vista sana.

—Repetimos la pregunta. —Era el hombre otra vez—. ¿Dónde está Óscar Díaz?

Como las manos que la sujetaban de los hombros y brazos no la habían soltado y la que presionaba la nuca seguía aferrándola, a Briseida le pareció, durante un terrible instante, que su barbecue de vértebras cervicales cedería con un chasquido de madera rota. Decidió que eso era lo mejor que podía ocurrirle.

—¡No lo sé, lo juro, por favor, no lo sé, juro que no lo sé, en Viena, sí, en Viena, pero no lo sé, lo juro, lo juro…! —Saliva, lágrimas y palabras se derramaban de su rostro como si la misma glándula las segregara—. No sédónde de verdad no sé dónde no sédónde de verdad lo juro por favor por favorporfavporfav

Entonces las arcadas la interrumpieron.

Sentado ante el portátil en el despacho del Museumsquartier, Lothar Bosch pulsó un botón en la memoria de su teléfono móvil y llamó al número que surgió en el visor. Mantuvo una breve pero enérgica conversación con uno de sus hombres en París. La señorita Wood, mientras tanto, le daba la espalda contemplando la madrugada vienesa a través de la pared de cristal. Bosch advirtió que estaba fumando uno de sus repugnantes cigarrillos ecológicos, y la niebla verde mentolada formaba halos en el vidrio alrededor de su cabeza.

—El señor Lothar Bosch: todo un caballero con las mujeres —la oyó decir.

—Ya la hemos asustado bastante con el juego del pincel óptico, ¿no te parece? —replicó Bosch, un poco dolido por la ironía que destilaba su compañera—. Y no es forma de comenzar una conversación. Así no obtendremos nada.

Su ojo estaba sano. Eran gente muy amable, en realidad. Incluso habían dejado de sujetarla para que pudiera vomitar cómodamente.

Briseida vomitaba como solía hacerlo cuando niña: con una mano apoyada en la frente y otra en el estómago. Era su costumbre, su hábito. Fue un momento curioso éste del déjà vu de bilis. Mamá le decía que se encogía como un gato. Abuela opinaba que era de mal vomitar. Aquella gatita iba a sufrir toda su vida porque era de mal vomitar, decía. En eso no había salido a papá, sobre todo durante las resacas. Stan también disfrutaba de un vómito fácil, largo y copioso. En general, todo lo que segregaba su profesor de Arte era igual. No así Luigi, su profesor de Estética, con el estómago a prueba de pizzas tejidas con chile, rígido, reprimido e impotente. Por el vómito los conocerás, no por las eyaculaciones. El estornudo, el vómito y la muerte eran las tres únicas cosas verdaderamente imprevisibles, incontrolables y repentinas del cuerpo, punto y coma, punto y aparte, punto y final del texto de la vida: eso le dijo un día un maestro en un colegio de Suiza.

Zanjó sus convulsiones con un sorbo de agua fresca. Por Dios, cómo había dejado la moqueta del comedor de Roger. Un hombre tan estético como Roger (¿era verdad que había jugado la noche anterior al ajedrez con veinticuatro jóvenes haciendo de piezas?), y miren lo que ella acababa de depositar sobre su moqueta, zumo de rábanos estrellado sobre su terso suelo italiano. Briseida se veía obligada a apartar los pies para no rozar el charco, y de esta manera abría los muslos. Pero, como ya no la sujetaban, podía cubrirse con las manos. El Ordenador Bueno (¿o era el Poli Bueno?) aguardaba con una Montblanc de oro apoyada en su sien. La rubia y los soldados respiraban detrás del sillón, prestos para actuar. Una ventanita de Windows con el título «Poli Malo» se agazapaba en la esquina opuesta a la ventana de Briseida. Pero Poli Bueno le había dicho que Malo, por el momento, deseaba descansar.

—¿Se siente mejor?

—Sí. ¿Puedo vestirme?

Un lapso de duda.

—Terminaremos pronto, se lo aseguro. Ahora dígame todo lo que sabe sobre Óscar.

Empezó con fluidez. Un sedal de palabras tranquilas y técnicas sobre arte (eso la ayudó a relajarse). No miraba a la pantalla mientras hablaba, tampoco al suelo (el vómito), sino a una fuente de fruta que había sobre la mesa, tras el ordenador: peras y manzanas verdes tan calmantes como una infusión.

—Lo conocí en el MOMA de Nueva York la primavera pasada. Vigilaba el Busto, un aguafuerte de Van Tysch. Supongo que conoce la obra, pero puedo describírsela… Es un estudio preparatorio para Desfloración… Una niña de doce años metida en un cubículo de color negro con una abertura. La abertura permite ver tan sólo su rostro y sus hombros pintados en grises tenues sobre la piel imprimada con ácidos, al estilo de los aguafuertes humanos. Para verla, los espectadores tienen que desfilar uno a uno, subir los dos peldaños frente al cubículo y situarse a un palmo de distancia de su rostro. La niña mira sin pestañear con ojos cubiertos de negro de Marte y su expresión es casi… casi sobrenatural… Es un cuadro increíble…

«La sensación es como asomarte a un confesionario y descubrir que el cura tiene el aspecto de tus pecados», había dicho un crítico hispano a propósito de Busto, pero Briseida obvió aquel comentario porque no deseaba dar clases magistrales sobre arte. La obra había causado gran sensación en su gira americana, debido, sobre todo, a que la exhibición de Desfloración había sido prohibida por un comité de censores en Estados Unidos.

—Óscar era el coordinador de la vigilancia de Busto. Un día me vio aguardando turno al final de la larga fila de gente. Yo había ido al MOMA para contemplar un Elmer Fludd que se exponía en la sala contigua, pero no quería marcharme sin echar un vistazo al aguafuerte de Van Tysch. El fin de semana previo me había caído jugando al baloncesto y usaba muletas. Al verme, Óscar se acercó en seguida y se ofreció a facilitarme el acceso a la obra. Empezó a pedir paso y me llevó hasta el cubículo. Se portó como un caballero.

—¿Y se hicieron amigos? —preguntó el hombre.

—Sí, empezamos a vernos con más frecuencia.

Salían a dar grandes paseos, pero, casi de forma inevitable, recalaban en Central Park. A él le encantaban los árboles, el campo, la naturaleza. Era experto en fotografía de paisajes y tenía todo un equipo: réflex de 35 mm, dos trípodes, filtros, teleobjetivos. Conocía profundamente la luz, el aire y los reflejos del agua, pero la vida no le interesaba mucho a partir de los insectos hacia arriba. Óscar era verde como un tallo, quizá también un poco inmaduro.

—A mí me hizo fotos en todas partes: junto a los estanques, los lagos, dando de comer a los patos…

—¿Le hablaba alguna vez de su trabajo?

—Poco. Que había sido vigilante en una galería de la cadena Brooke antes de ser contratado en el año 2000 por la Fundación Van Tysch de Nueva York, con sede en la Quinta Avenida. Que su jefe era una chica llamada Ripstein. Que ganaba un pastón pero que vivía solo. Y que odiaba esa manía estética de su empresa, como él la definía: por ejemplo, que le hubieran obligado durante un tiempo a llevar peluquín.

—¿Qué le dijo respecto a eso?

—Que si él era calvo, o si se estaba quedando calvo, a nadie le importaba. Que por qué diablos tenían que ordenarle que usara peluquín. «Los jefazos están todos calvos, salvo Stein, y a nadie le importa —me dijo—. Pero los demás tenemos que parecer bonitos.» Y añadió que la Fundación Van Tysch era como una comida en un restaurante de diseño: mucha imagen, mucho sabor, mucho dinero, pero al salir aún te caben en el estómago un par de perritos calientes y una bolsa de papas fritas.

—¿Eso le dijo?

—Sí.

¿El hombre había sonreído o era sólo un error de imagen?

—Decía también que no podía ver a las personas que custodiaba como obras de arte… Para él eran seres humanos, y algunos le daban mucha pena… Me habló de una tal… No recuerdo el nombre… Una modelo que se pasaba horas enteras encogida dentro de una caja en un original de Buncher, una de las «Claustrofilias». Me contó que la había custodiado varias veces, y que era una chica inteligente y agradable que en sus ratos libres escribía poemas al estilo de Safo de Lesbos…

«Pero ¿a quién coño le importa esa faceta suya? —se quejaba Óscar—. Para la gente, ella sólo es una figura que se exhibe desnuda dentro de una caja durante ocho horas diarias.» «Pero el cuadro es hermoso —replicaba ella—. ¿Acaso no son hermosas las “Claustrofilias”, Óscar? Y el Busto… Una niña de doce años encerrada en un cubículo oscuro… Lo piensas y dices: “Qué barbaridad, pobre niña”. Pero luego te acercas y ves ese rostro pintado de gris, esa expresión… ¡Por Dios, Óscar, es arte! A mí también me da pena encerrar a una niña en una caja, pero… ¿Qué podemos hacer si la figura que resulta es tan… tan hermosa

—Teníamos discusiones de ese tipo. Yo terminaba preguntándole: «¿Y por qué sigues vigilando cuadros, Óscar?». Él respondía: «Porque me pagan como en ninguna otra parte». Pero lo que de verdad le gustaba era saber cosas sobre mí. Le hablé de mi familia en Bogotá, de mis estudios… Se entusiasmó con la idea de poder volver a vernos este año en Amsterdam, porque él tenía trabajo que hacer en Europa…

—¿Le dijo qué clase de trabajo?

—Custodiar cuadros durante la gira de la colección «Flores» de Bruno van Tysch.

—¿Le habló sobre eso?

—No mucho… Se lo tomaba como un encargo más… Me dijo que iba a estar un año en Europa y que los primeros meses los pasaría entre Amsterdam y Berlín… Me pedía que le hablara de mi investigación… Le encantaba saber que Rembrandt coleccionaba cosas como cocodrilos disecados, familias de conchas, collares tribales y flechas… A mí me interesaba, por otra parte, conseguir un permiso para visitar el castillo de Edenburg, y pensé que él podría ayudarme.

—¿Por qué quería usted visitar Edenburg?

—Para ver si era verdad lo que dicen sobre Van Tysch: que colecciona espacios vacíos. Los que han estado en Edenburg aseguran que en el castillo no hay muebles ni adornos, sólo habitaciones desnudas. No sé si será cierto, pero pensé que podía constituir un buen… un buen colofón para mi trabajo…

—En Amsterdam siguió viendo a Óscar, ¿verdad? —inquirió el hombre.

—Una sola vez. El resto fueron llamadas telefónicas. Él no paraba de ir con la colección de Berlín a Hamburgo, de Hamburgo a Colonia… No tenía mucho tiempo libre. —Briseida se frotaba los brazos. Sentía frío, pero trataba de concentrarse en las preguntas.

—¿Qué le contaba por teléfono?

—Me preguntaba qué tal me encontraba. Quería verme. Pero creo que lo nuestro, si es que hubo algo, había terminado.

—¿Y la vez que lo vio?

—Fue en mayo. Óscar estaba en Viena. Había conseguido una semana libre y me llamó. Yo vivía en Leiden y quedamos en vernos en Amsterdam. Él se hospedó en un hotelito cerca de la plaza del Dam.

—Un viaje muy apresurado, ¿no?

—Se sentía aburrido en Europa. Sus amigos estaban en Estados Unidos.

—¿Qué hicieron en Amsterdam?

—Pasear por los canales, comer en un indonesio… —De repente Briseida decidió perder la paciencia—. ¡Qué más quiere que le cuente! ¡Estoy cansada y muy nerviosa! ¡Por favor…!

La ventana de Poli Malo se convirtió en la mujer de gafas negras. Briseida casi saltó del asiento.

—Supongo que también follaban, ¿no? Quiero decir, además de todas esas interesantes conversaciones sobre arte y fotografía de paisajes…

No hubo respuesta.

—¿Sabe a lo que me refiero? —dijo la mujer—. Al sacapún, sacapún que suelen practicar machos y hembras, a veces los machos por un lado y las hembras por otro, a veces en común.

Briseida decidió que aquella desconocida era la persona más desagradable que había visto en su vida. Aun a la exacta distancia de una pantalla de ordenador, con el rostro plegado, bidimensional y luminoso, la cabeza reducida por los jíbaros del software, aquella mujer la crispaba más allá de lo soportable.

—¿Follaban, sí o no?

—Sí.

—¿Era una inversión o una cuenta corriente?

—No sé lo que dice.

—Le pregunto si usted obtenía algo a cambio, por ejemplo un abono de visitas a Edenburg, o si lo hacía por hacer algo con la mitad inferior de Óscar.

—Váyase a la mierda. —Las palabras brotaron de Briseida sin esfuerzo ni temor, como amantes desesperados—. Váyase a la mierda. Quémeme los ojos, si quiere, pero váyase a la mierda.

Esperaba venganza, pero, para su sorpresa, no sucedió nada.

—¿Había amor? ¿Entre Óscar y usted?

Desvió la vista hacia las paredes verdes del apartamento de Roger.

—No pienso contestar a esa pregunta.

Esta vez sí sucedió, y de forma tan centelleante que sus ojos transitaron del verde de la pared al del pincel en un solo cambio de plano. Se encontró, de improviso, completamente inmovilizada y accesible, como una parturienta primeriza. Gruesos guantes de jardinero ceñían su rostro. La presión contra su mandíbula apenas le dejó vociferar que contestaría, por supuesto, que iba a contestar cualquier cosa que le preguntaran, por favor, por favor… (Por suerte, en inglés es más fácil: please puede soltarse con un ligero salivazo.) Escuchó un clic, una diminuta sílaba de abeja, y de nuevo comprobó que su ojo estaba intacto.

—¡No! ¡No había amor! ¡No lo sé! ¡No sé si él me quería…! ¡Yo lo consideraba un amigo…! —Sentía las plantas de los pies húmedas y pegajosas. Comprendió que había pisado su propio vómito, pero qué importaba eso ya, ahora que estaba llorando y que la mujer de la pantalla (impasible busto cuarteado por su llanto) la veía llorar—. ¡Por favor, déjenme…! ¡Les he dicho todo lo que sé…!

—Vamos, vamos, reconózcalo —dijo la mujer—. Hubo cierto interés, ¿verdad? ¿Qué atracción experimentaría usted, si no, por un calvo a quien obligaban a llevar peluquín en el trabajo y que le hablaba de paisajes y de Safo de Lesbos? No tiene usted problemas con los hombres, me parece: movió un poco el culo en Amsterdam y Roger Levin la vio y la invitó a hospedarse en su casa. ¿Fue así?

Era una manera cruel de resumir lo sucedido. Una semana antes, en Amsterdam, Briseida había visitado la exposición «Plaisirs» de Maurice Marchal, un pintor que le interesaba porque coleccionaba objetos fetichistas y sólo pintaba hombres en erección. Roger Levin también se encontraba en la galería esa tarde, por pura casualidad, según le explicó después. Había viajado a Amsterdam con el fin de entrevistarse con las altas jerarquías de la Fundación y obtener datos sobre la esperadísima inauguración de «Rembrandt» prevista para el 15 de julio. De paso, pretendía comprar un Marchal para una amiga. Si había que creerle, lo primero que le atrajo de Briseida fue el abanico moreno de su pelo rozando las empinadas nalgas. Briseida se había agachado para observar uno de los cuadros, un joven musculoso en cuclillas con el pene erecto en vertical exacta pintado de verde Veronés. Roger había aprovechado la simetría para acercarse y comentarle en inglés que la postura de ella era la misma que la del cuadro. No fue una frase muy inteligente, pero superaba la media de primeras frases que le habían dirigido en tales ocasiones. Levin tenía una cara simpática e infantil y vestía traje con chaleco. Su pelo formaba un criadero de caracoles con brillantina. La verdad, estaba irresistible, incluso en medio del paisaje que los rodeaba, con más de una decena de hombres desnudos y coloreados enarbolando el miembro. Pero su principal atractivo era su padre, y Roger se apresuró a mencionarlo. Briseida sabía que Gastón Levin era uno de los marchantes más importantes de Francia. Con la misma naturalidad con que parecía improvisarlo todo, a Roger se le había ocurrido que Briseida lo acompañara de vuelta a París y se hospedara unos días en su casa metalizada de la rive gauche. ¿Por qué no?, pensó ella. Era una oportunidad única para conocer de cerca los negocios de una gran familia de intermediarios de cuadros.

Por suerte, Poli Malo había desaparecido de nuevo.

—Después de Amsterdam, ¿ya no ha vuelto a ver a Díaz? —prosiguió el hombre.

—No. Me llamó hace dos semanas por última vez… El domingo 18, creo…

—¿Le dijo algo nuevo?

—Quería preguntarme cómo se obtenía un permiso de residencia en un país de la Comunidad Europea. Sabía que yo había conseguido uno gracias a la beca de la universidad.

—¿Por qué le interesaba saber eso?

—Me dijo que había conocido a alguien recientemente, un indocumentado, y quería echarle una mano.

Briseida se percató de que había dicho algo importante para ellos. La tensión del hombre en la pantalla fue casi tangible.

—¿Le habló de esa persona?

—No. Creo que era una mujer, pero no estoy segura…

—¿Por qué lo cree?

—Óscar siempre es así —sonrió Briseida—. Le encanta ayudar a las damas.

—¿Qué le dijo exactamente?

«Es inmigrante, pero carece de papeles —le había dicho Óscar—. Como tú has estado viviendo en Europa varios meses, he pensado que sabrías cómo conseguir algún tipo de visado.» No quiso darle más detalles, pero Briseida estaba casi segura de que hablaba de una mujer. Y eso había sido todo.

—¿Quedaron en llamarse de nuevo cuando se despidieron?

—Me dijo que me llamaría, pero no cuándo. Al marcharme de Amsterdam, dejé el teléfono de Roger a mis amistades para que Óscar pudiera localizarme, pero no me ha llamado todavía.

—¿Hizo alguna averiguación sobre lo que él le pedía?

—Pregunté en mi embajada algunos datos, poca cosa… ¿Puedo sonarme la nariz, por favor?

—Bueno, no vamos a conseguir nada más. Dile a Thea que lo limpien todo, les den chocolate a los loros y se larguen —murmuró la señorita Wood, y apagó su ordenador portátil con un gesto de rabia.

Lo del chocolate a los loros no iba a ser cosa fácil y Bosch lo sabía. Roger Levin era un cretino, pero a esas alturas estaría muy enfadado por haber sido sacado de la cama a la fuerza mientras gozaba junto a su última conquista, y habría telefoneado ya (o estaría a punto de hacerlo) a su magnífico papá. Era cierto que, mientras su hijo jugaba al ajedrez en los subterráneos de la mansión Roquentin (y empleaba toda su astucia en comerse al alfil de las blancas, Solange Tandrot, dieciocho años, rubia rizada, afilada y anoréxica —pero no lo logró, y tuvo, en cambio, que comerse obligadamente a Robert Leyoler, un robusto peón de diecinueve—), Gastón había sido avisado la noche anterior de lo que iba a suceder mediante una llamada telefónica. Bosch le había explicado que la única que les interesaba era la colombiana y que no iban a molestar a su hijo (falso, naturalmente: iban a interrogarlos por separado). Levin padre había dado su consentimiento, pero aun así había que ser precavidos. La influencia de Levin no podía echarse en saco roto. Era un marchante de poca monta, pero muy astuto, que vivía rodeado de lujo en un edificio decorado al estilo años veinte en el quai Voltaire. Se comentaba que su mujer colgaba la ropa en los brazos extendidos de un Max Kalima original, la Judith, cuya modelo, Annie Engels, se arqueaba junto a la chimenea del salón. Sea como fuere, con la familia Levin no se podía bromear. Por fortuna, Bosch conocía el punto débil del marchante. Levin estaba enamorado de ciertos originales de la primera época del Maestro. Pretendía adquirirlos a un «precio especial» para revenderlos luego en Estados Unidos. La negociación con Stein se encontraba en punto muerto: Levin sabía que, si se portaba mal, Stein bloquearía la venta. Con la Fundación Van Tysch tampoco se podía bromear.

—¿Quiénes eran, Roger? No pertenecían a la policía, ¿verdad? ¿Los conocías?

Roger se observaba en el espejo una contusión en el omoplato derecho, quizá debida a un golpe propinado por la mujer soldado. Sea como fuere, le dolía. Disimularía el hematoma con crema corporal. Se sentía humillado por lo sucedido, y aún le temblaban las piernas, pero se consolaba pensando que no había sido, como temió al principio, una invasión de polis de verdad (tenía una habitación hermética en el piso de abajo llena de adornos ilegales cuya existencia incluso su padre ignoraba), y que no habían estropeado ninguno de sus hermosos óleos de la planta superior.

—Eran… eran gente de mi cuerda —contestó. Su padre le había prohibido que comentara el incidente con la chica.

—¿De tu cuerda?

—¡Sí, como la gente que viste ayer en la mansión de Roquentin! ¡Gilipollas a los que pagan por llevar armas y custodiar cuadros…! ¡Qué importa quiénes eran…!

—Buscaban a un amigo mío que trabaja en la Fundación Van Tysch… ¿Por qué…?

—¡Y yo qué sé!

—Iremos a la policía.

—Mejor será dejar correr el asunto —dijo Roger—. Cuestiones de negocios, ya sabes…

Briseida siguió secándose con la toalla sin decir nada. Acababa de ducharse y de comprobar que se encontraba ilesa tras aquella increíble sesión de pintura. Es decir, de tortura. Pero pensó que, en cuanto se vistiera, empacaría sus cosas y se marcharía de casa de Roger Levin. Había sido un error aceptar su invitación. Estaba casi segura de que gran parte de la responsabilidad de lo sucedido era de Roger y del mundo de facinerosos que lo rodeaba.

¿Y Óscar? Deseaba sinceramente que no le hubiese ocurrido nada malo, pero un presentimiento del cual no podía librarse le decía que no iba a volver a verlo jamás.

—Cada vez estoy más segura de que Díaz no ha tenido nada que ver en esto —dijo la señorita Wood.

—Entonces, ¿por qué ha desaparecido? —preguntó Bosch.

—Es lo que no comprendo.

El cigarrillo ecológico, aplastado en el cenicero, era una arruga color verde.

—Pero ¿qué es esto? —preguntó Jorge.

—Soy yo —dijo Clara.

No podía creerlo. La criatura que lo miraba desde aquella amarillez era un ser de otro mundo, un demonio de cuento chino, un duende de piel azufrada. Clara, sí, pero menos. Clara y Yema. O Clara corregida: porque él recordaba que el alabeo de sus clavículas nunca había sido tan suave ni la sombra bajo sus pómulos tan imprecisa. Y el contorno de sus músculos. Y su silueta. Era ella, pero distinta. Y quienes la habían dibujado así no disponían de color carne, sólo de lápices amarillos muy tenues en tono limón. Acostumbrado a atisbarla en el incesante carnaval de los óleos, una parte de su cerebro no se sorprendió. Sin embargo, aquello era algo más que pintura.

—Si quieres, me quito la ropa —dijo ella (hasta la voz resultaba diferente: ¿cierto eco de cristal?)—. Pero te advierto que el resto es más de lo mismo.

Jorge se acercó cautelosamente. En el rostro de la criatura, la brecha de los labios se curvó hacia arriba.

—No muerdo, ¿sabes? Ni soy contagiosa.

Estaba de pie, en postura de alumna buena, con las manos en la espalda. Su vestuario —top hasta la mitad del vientre con tirantes en equis y minifalda subrayada de arrugas— parecía juvenil y normal. «Pero es material acolchado —le explicó ella—, propio para el traslado de lienzos.» Los zapatos eran sandalias planas y cerradas como patucos.

—¿Qué te han hecho?

—Me han imprimado.

—¿Imprimado?

—Ajá.

Jorge conocía aquel término de igual forma que ella sabía lo que era una endoscopia o un TAC. El argot de tu pareja es lo primero que se te pega, a veces lo único. Sin embargo, existía una ligera diferencia: él torcía el gesto cuando la oía decir cosas como «hiperdramático», «imprimar» o «quietud». Pensaba que era un poco injusto por su parte, pero, ay, desgraciadamente inevitable. La profesión de Clara le desbordaba. Es verdad que la de Beatriz, su ex mujer, no le entusiasmaba en modo alguno (la copulación de las bacterias, Dios mío), y la de su hermana Arabia (decoración) y, no digamos, la de su hermano Pedro (crítico de arte) le parecían excéntricas, pero la biología, la decoración o la crítica de arte son profesiones que uno puede comprender. Trabajar como cuadro, sin embargo, superaba todas sus capacidades reflexivas.

—Perdona, pero creo recordar que te han «imprimado» en otras ocasiones, o al menos eso me has dicho, y no…

—Nunca de esta forma, Jorge, nunca de esta forma. Estás viendo un trabajo de especialistas. Ha sido en F&W, la mejor casa. Si te contara todo lo que me han hecho…

—Hasta tus ojos…

—Sí, el iris, la conjuntiva y la retina. Y el resto del cuerpo, incluyendo los orificios y oqueda… ahhmmmmm… des —concluyó y sacó la lengua.

Un estambre tembloroso asomando entre el labelo de los labios. Jorge había visto orquídeas con aparatos reproductores del mismo tono que aquella cosa. Pero no sólo la lengua: todo el paladar. «¿Desteñirá?», se preguntó su machismo relampagueante. A ella le encantaba provocarle aquel asombro.

—No te preocupes, la imprimación nunca es permanente. Debajo sigo teniendo el aspecto de siempre. Pero aún no has visto lo mejor.

¿Qué otra cosa había que ver? Parpadeó, se acercó más.

—No se trata de mi piel, sino de lo que llevo colgando —lo ayudó Clara.

Entonces lo descubrió. Una cartulina entre sus pechos atada a su cuello con un hilo negro. Y otra similar en la muñeca derecha y otra más en el tobillo derecho. Color amarillo anaranjado, amarillo fuerte, amarillo emperador de la China. Ella le había dicho alguna vez que ese color, justo ese color, era el de las etiquetas de…

—Ajá. —Clara sonrió triunfal al ver que él, por fin, comprendía—. ¡Me ha contratado la Fundación Van Tysch!

Una maleta —razonaba Jorge— también lleva etiquetas con el color de la compañía aérea en la que vuela, pero al fin y al cabo es una maleta y a nadie le sorprende eso. Sin embargo, a saber lo que pensaría quien contemplara a aquella chica de top y falda blanco perla, cabello y piel como el plástico de una muñeca, sin pestañas ni cejas, casi sin rasgos faciales, pero atractiva pese a todo, sí, incluso, por alguna razón morbosa e inexplicable, especialmente atractiva, con tres etiquetas amarillas colgando del cuerpo. ¿Un maniquí japonés de última generación? ¿Una entertainer para los vuelos intercontinentales? A juicio de Jorge, cualquier cosa. Campanilla sin alas de libélula; una criatura feérica recién salida de los pinceles de uno de esos ingleses románticos que tanto detestaba Pedro y vestida con un conjunto veraniego.

—Pero no te preocupes —lo tranquilizó ella—, que nadie me verá. Me han traído a Barajas en una furgoneta blindada, pero no hemos entrado por la zona de pasajeros sino por la de carga y descarga de mercancía frágil, como suelen hacer con los lienzos imprimados que trasladan de un país a otro. —Sus ojos chispeaban en amarillo—. Esta habitación es para uso exclusivo del material artístico que transporta KLM. Tengo que esperar aquí hasta que me avisen para subir al avión que me llevará a Holanda.

La habitación gozaba de escasas comodidades: tan sólo un banco amarillo (donde ella había reposado antes de que Jorge llegara) y una repisa al estilo de una barra de bar angosta a lo largo de una de las paredes. Prefirieron acomodar el trasero en la repisa.

—¿Te va a pintar…? —murmuró Jorge como en sueños, sin atreverse a pronunciar el nombre dorado—. ¿Te va a pintar Van…?

Clara, que se ajustaba el escote del top, tendió una mano con rapidez y le colocó un amarillento dedo en los labios, en medio del bigote gris. Jorge olió a productos químicos.

—No lo digas. Seguro que me trae mala suerte si lo dices. Aún no lo sé con seguridad. Además, recuerda que en la Fundación hay varios artistas. Podría ser Rayback, Stein, Mavalaki…

—Pero… la colección «Rembrandt»…

—¡Sí, sí, ya! ¡Esa colección es suya y aún hay tiempo de que yo sea uno de sus cuadros! ¡Pero, por favor, no lo digas! ¡Soy tan feliz con lo que tengo que no quiero pensar en nada más…!

Se miraron. Clara resplandecía bajo los tubos fluorescentes. Jorge se sentía un tanto oscuro. No compartía nada con aquella figurita alienígena, aquella porcelana a medio terminar (por Dios, le producía dentera ocular verla así, aquel amarillo era para sus ojos como una uña patinando sobre el encerado; hubiera estado dispuesto a añadirle esa capa de rosa carne que le faltaba). Comprendía su excitación, pero no podía dar un paso más. ¿Quién se lo reprocharía? Era radiólogo, tenía cuarenta y cinco años y el pelo encanecido y brillante como el algodón que imita la nieve en los abetos de Navidad, pero este rasgo constituía una de las dos únicas excepciones luminosas de su existencia. Su bigote era gris, por ejemplo. Y cinco años de matrimonio fracasado con una bióloga, Beatriz Marco, le habían convencido de que su vida no resplandecía más que su bigote. Clara era la otra excepción luminosa. La había conocido el año anterior, en primavera, un día en que el sol parecía empeñado en pintarlo todo de amarillo. Su hermano Pedro lo había invitado a un cóctel en casa de una coleccionista, una belga afincada en Madrid llamada Edith que deseaba mostrar al mundo su flamante adquisición: La reina blanca, la última obra de Victoria Lledó. Por aquella época, los trámites de divorcio traían a Jorge de cabeza. No le faltaba trabajo (su consulta de radiología se hallaba satisfactoriamente asediada), pero se encontraba más solo que el rey de ajedrez del bando perdedor. No imaginaba que conocer a La reina blanca cambiaría su vida. Un infalible sexto sentido («lo heredaste de tu padre», decía su madre) le hizo aceptar aquella invitación decisiva que su hermano había improvisado con el mero propósito de distraerlo.

Edith No-sé-quién-weke, pródiga en túnicas y perfumes, los paseó por su choza de La Moraleja enseñándoles su colección completa de obras hiperdramáticas: hombres y mujeres pintados y quietos, colocados en el salón, la biblioteca y la terraza. «¿Qué coño hacen ahí parados? —se interrogaba Jorge, abismado en la fatigada hermosura de los rostros—. ¿En qué piensan mientras los miramos?» Estaban llegando al jardín, donde se exhibía la obra de Vicky Lledó.

—Es una outside performance —dijo Edith, y se volvió hacia Pedro—: Aquí las llaman acciones de exterior, ¿verdad?

—¿Qué significa eso? —preguntó Jorge.

—Son cuadros HD en los que las figuras se mueven y ejecutan cosas planeadas por el artista —repuso Pedro, didáctico—. Se llaman «exteriores» porque se exhiben al aire libre, y acciones porque se desarrollan cada cierto tiempo y se repiten en un ciclo continuo que nada tiene que ver con la presencia de público. Si se exhibieran como cualquier otro espectáculo y el público tuviera que acudir a una hora determinada para verlos, serían encuentros.

—Entonces, ¿esto es como un art-shock?

Edith y Pedro compartieron una sonrisa de complicidad.

—Los art-shocks, querido hermano, son encuentros interactivos, es decir, espectáculos con horario en los que el propietario del cuadro o sus amigos pueden participar si lo desean. La mayoría son de tipo sexual o violento y completamente ilegales. Pero no pongas esa cara de cabrón, macho, porque hoy no vas a tener tanta suerte: La reina blanca no es un art-shock sino una acción no interactiva. O sea, un cuadro que hará algo cada cierto tiempo sin participación directa del público. En fin, lo más inocente de lo más inocente, ¿no es verdad, Edith? —La belga asentía con una risita afable.

Jorge se preparó para aburrirse. No sospechaba lo que estaba a punto de presenciar.

El jardín era amplio y se hallaba protegido de la curiosidad con un muro muy alto. La obra se exhibía sobre el césped. Era un cubículo sin techo con tres paredes blancas y un suelo de baldosas ajedrezadas. En la pared del fondo, a ras del suelo, se distinguía una abertura rectangular a través de la cual destellaba la hierba. En el interior del cubículo había una mesa, sillas, bocadillos, agua y una percha, todo de color blanco. Una muchacha de opulento pelo rubio vestida con un traje de novia muy blanco se recostaba lánguida sobre las baldosas. Rostro y manos resplandecían con lividez etérea. De pronto, mientras Jorge miraba, se puso a cuatro patas, gateó hacia la abertura, introdujo la cabeza, retrocedió, la introdujo otra vez. La imagen resultaba chocante, como una película surrealista.

—¿Veis? —explicaba Edith—. Quiere salir por ese agujero, pero no puede, porque con el vestido de novia no cabe…

—La metáfora es simple —dijo Pedro—: está harta de vivir encerrada en el matrimonio burgués.

Inútiles esfuerzos por introducir los encajes festoneados. Retroceso. Vuelta a intentarlo. Cintura cimbreante, trasero en alto, caderas encajadas en el marco. Jorge sufría contemplándola: él se sentía, en cierto modo, en idéntica situación con Beatriz.

—La chica comprende —proseguía Edith— que tiene que quitárselo para lograr su propósito… Ah, mira: ahora se lo quita y lo cuelga de la percha… Vence sus prejuicios, por así decir, se desnuda y escapa… —Y, haciendo un gesto hacia sus invitados—: Vamos al otro lado del jardín para ver la continuación.

Su hermano tuvo que darle un codazo.

—Jorge nunca había visto un cuadro acción en vivo —se reía Pedro.

—Es hermoso, ¿eh? —Edith guiñaba un ojo.

Se sintió caminando en sueños hacia la parte posterior del jardín, tras el cubículo. Había allí un espacio cuadrado recubierto de arena húmeda que también pertenecía a la obra. La muchacha yacía recostada sobre él. Parecía feliz. El sol estallaba en diminutos puntos de fulgor sobre su cuerpo pintado como en un lienzo de Seurat. Jorge (la boca abierta) nunca había visto una desnudez tan perfecta. Los pechos no eran muy grandes, pero sobresalían exactos en aquel torso con suaves peldaños de costillas. La ondulación del vientre era genuina, no un artificio de la contracción muscular. A él se le antojó que podía abarcar la cintura con sus manos. Las piernas derrochaban longitud: era fácil equivocarse al tornear piernas así, pero Jorge las exploró a cámara lenta con ojos radiológicos sin descubrir ningún defecto a todo lo largo del asfalto muscular. Ni siquiera los pies y las manos (siempre tan difíciles, ay, para un pintor y para la genética) resultaban erróneos: dedos largos y equilibrados, grosor justo, tendones que destacaban sólo para señalar que estaban vivos. Sus arquetipos culturales, sincronizados a la belleza de fines del siglo XX y principios del XXI, fueron unánimes: una obra maestra.

Pero no sólo la forma sino el gesto, las expresiones contradictorias de un rostro a la vez malicioso e ingenuo, el subrayado de las articulaciones, el uso de músculos que en cuerpos como el de Jorge dormían toda la vida hasta que las convulsiones de la agonía los despertaban (quizá). Era el conjunto más armónico que había contemplado en su vida. La muchacha daba vueltas rebozándose en arena fresca. Luego se levantó e inició una danza brutal —su pelo convertido en un torbellino de lingotes—, gritó y fabricó un taparrabos con hojas de morera ajustándolo a su elástica cintura. Durante todo aquel furioso ejercicio su piel exudaba pintura: un tono muy claro de limones exprimidos que su hermano definió como «amarillo gutagamba». En la mente febril de Jorge la palabra adquirió rumor de danza sagrada. Mientras entraba en la casa a por más bebida y regresaba velozmente al jardín para asistir a la continuación, murmuraba para sí: «Gutagamba. Gutagamba». Se convirtió en un ritmo obsesivo.

La tarde declinaba. El cuadro llevaba una hora y media de desarrollo. Como colofón de su bacanal privada, la chica se masturbó: lenta, imperiosamente, de espaldas sobre la arena. Jorge no creyó que fingiera.

—Pero, entonces —continuaba narrando Edith en su castellano foráneo y musical—, después del éxtasis comienza a sentir hambre y sed. También frío. Y recuerda que el alimento, el agua y el vestido están dentro de la habitación. De modo que vuelve a deslizarse por el agujero, entra en el cubículo, come, bebe, se pone otra vez el traje de novia y vuelve a ser la chica casta y educada del principio. Y el cuadro vuelve a empezar después de un descanso. Está cargado de mensaje, ¿eh?

—Típico de Vicky Lledó —definió Pedro mesándose la barba—. La liberación completa de la mujer será imposible mientras el hombre siga chantajeándola con los aparentes beneficios del estado de bienestar.

Aquella noche el lienzo regresaba a Madrid en taxi. Jorge se ofreció a llevarlo (por fortuna, Pedro prefirió marcharse por su cuenta). Vestida con jersey, vaqueros y pañuelo al cuello, no le pareció menos excitante que desnuda, despeinada y bronceada de sudor y arena. Su ausencia de cejas y el brillo de su piel resultaban llamativos. Ella le explicó que estaba «imprimada». Era la primera vez que él oía esa palabra. «Imprimar significa preparar un lienzo para ser pintado», definió ella. Durante el trayecto, con las manos pegadas al volante, le hizo algunas preguntas y obtuvo algunas respuestas: tenía veintitrés años (a punto de veinticuatro) y era modelo de arte HD desde los dieciséis. A Jorge le deleitó su desenvoltura, su inteligencia, su forma de mover las manos al hablar, el tono suave pero decidido de su voz. Ella le explicó cosas fantásticas sobre su trabajo. «Los modelos de arte HD no son actores, no te confundas: son obras de arte y hacen todo lo que los pintores deciden que hagan, sí, todo, sin trabas de ninguna clase. El hiperdramatismo se llama así precisamente porque va más allá del drama. No hay fingimiento alguno. En el arte HD todo es real, incluyendo el sexo, cuando lo hay, y la violencia.» ¿Qué sentía ella haciendo todo eso? Pues lo que se suponía que debía sentir, lo que el pintor quería que sintiera. En el caso de La reina blanca: claustrofobia, libertad absoluta, incomodidad y regreso a la claustrofobia. «Increíble profesión», admitió él. «¿Y tú en qué trabajas?», preguntó ella. «Yo soy radiólogo», replicó él.

Después vinieron las citas, los paseos, las noches compartidas.

Si le hubieran pedido una palabra para resumir aquella relación, habría respondido sin titubeos: «Extraña y excitante».

Todo en ella le fascinaba. La forma en que se maquillaba a veces. Las esencias remotas con que se perfumaba en ocasiones. La lujuriosa elegancia de su vestuario. Su suprema indiferencia a la hora de exhibirse desnuda. Su bisexualidad sin tapujos. Los escandalosos ejercicios que a veces debía realizar cuando la pintaban. Y, sin embargo, pese a todo, su ingenuidad de actriz debutante. En ella, las contradicciones eran la norma. Él devoraba sus cualidades hasta empalagarse. Entonces añoraba un poco de sencillez. Beatriz se volvía sencilla tras espiar la copulación de sus bacterias. ¿Por qué Clara no podía serlo cuando se despojaba de la pintura? ¿Por qué esa terrible sensación de fetichismo, como si acostarse con ella fuera igual que besar un zapato de lujo?

Últimamente la obligaba a discutir: era su manera de obtener sencillez. «Todas las parejas discuten. Nosotros también. Conclusión: nosotros somos como todas las parejas.» La lógica de aquel razonamiento le parecía rigurosa. El último combate lo habían mantenido el día del cumpleaños de Clara, el 16 de abril. Salieron a cenar a un nuevo restaurante (candelabros, acordeones y platos que exigían una lengua flexible para ser nombrados) descubierto por él. Jorge cierra los ojos y puede verla con la apariencia que tenía aquella noche: un vestido de Lacroix en piel y una gargantilla con la firma del diseñador colgando de una anilla de plata. Todo eso y sólo eso, sin prendas íntimas, porque se exhibía desnuda por las mañanas en un cuadro de Jaume Oreste. La mirada de Jorge zigzagueaba desde aquella anilla al lomo de los pechos comprimidos por el escote. Los pechos respiraban como ballenas blancas, la anilla oscilaba como el ojo de buey de un barco. Por supuesto que estaba excitado (siempre lo estaba cuando salía con ella) pero también tenía ganas de destruir aquella suntuosa armonía. Era como la tentación que impulsa al niño a romper el plato más caro de la vajilla. Comenzó sibilinamente, sin desvelar sus verdaderas intenciones, aprovechando un giro de la conversación.

—¿Sabías que «Monstruos» ha sido la exposición más visitada de la Haus der Kunst de Munich desde su inauguración? Me lo dijo Pedro el otro día.

—No me extraña.

—Y en Bilbao se están dando de hostias para llevar «Flores» al Guggenheim, pero dice Pedro que les va a costar un huevo. Y eso no es nada: según todos los pronósticos, la nueva colección que se presenta este año, «Rembrandt», va a superar a «Flores» y «Monstruos» en número de visitantes y precio de las obras. Algunos dicen que va a ser la exposición más importante de la historia. En fin, que tu «Maestro» ha conseguido que el arte hiperdramático sea uno de los negocios más lucrativos del siglo XXI

¡Buen anzuelo, capitán Achab! Las dos simétricas ballenas se yerguen a la vez. El barco de plata retiembla.

—Y tú, como siempre, piensas que el mundo se ha vuelto imbécil.

—No, el mundo es imbécil desde sus comienzos, no es eso. Lo que ocurre es que no estoy de acuerdo con la opinión que la mayoría de la gente tiene sobre Van Tysch.

—¿Cuál?

—Que es un genio.

—Es que lo es.

—Perdona, Van Tysch es un listo, que no es lo mismo. Mi hermano dice que el arte hiperdramático lo fundaron Tanagorsky, Kalima y Buncher a principios de la década de los setenta. Ellos sí que fueron artistas, pero no se comieron una rosca. Entonces llegó Van Tysch, que de joven había heredado una fortuna de una especie de pariente rico de Estados Unidos, inventó un sistema para comprar y vender los cuadros, creó una Fundación que gestionara sus obras y se dedicó a forrarse con el hiperdramatismo. Qué negocio más redondo, joder.

—¿Y eso te parece mal?

Ella mostraba una insoportable tranquilidad. Acostumbrada a dominarse, usaba este dominio como ventaja frente a él. A Jorge le resultaba muy difícil alterarla, porque la paciencia de un lienzo es infinita.

—Lo que me parece es eso: negocio, no arte. Aunque, bien pensado, ¿no fue tu querido Van Tysch quien dijo esa parida de «el arte es dinero»?

—Y tenía razón.

—¿Tenía razón? ¿Acaso Rembrandt es un genio porque sus cuadros valen hoy millones de dólares?

—No, pero si los cuadros de Rembrandt no valieran hoy millones de dólares, ¿a quién le importaría que fuera un genio? —Él se disponía a replicar cuando una imprevista gota de natillas (era el postre: crepes en forma de rollitos cebados de crema) fue a caer en aquel momento sobre su corbata (chof, capitán Achab, te ha cagado una gaviota), lo que le obligó a desplegar el irritante ritual de la servilleta mientras ella proseguía—. Van Tysch comprendió que para crear un nuevo arte sólo se necesita que produzca dinero.

—Ese razonamiento únicamente es aplicable a los negocios, querida.

—El arte es un negocio, Jorge —sentenció ella inmutable, y la llama de las velas, fotocopiada por sus ojos azules, parpadeó.

—¡Dios mío, oigan ustedes la opinión de una obra de arte! ¿Así que, según tú, que eres un cuadro profesional, el arte es un negocio?

—Ajá. Igual que la medicina.

«Ajá.» Esa maldita costumbre suya al hablar. Abría la boca y enarcaba una de sus falsas cejas pintadas al pronunciar aquella simétrica palabra. Ajá.

—Tú cobras por tus radiografías como un pintor por sus cuadros —prosiguió ella—. ¿No te cansas siempre de decir que tal o cual colega debería saber que «la medicina es arte»? Pues eso.

—¿Pues eso qué?

—Que la medicina es arte, y por lo tanto es negocio. Hoy todo es igual: arte y negocio. Los verdaderos artistas saben que no hay diferencias entre ambas cosas. Al menos, hoy día ya no hay ninguna.

—De acuerdo, admitamos que el arte es un negocio. Entonces el arte hiperdramático es el negocio de comprar y vender personas, ¿no?

—He captado tu segunda intención, pero debo decirte que los modelos no somos personas cuando hacemos una obra de arte: somos cuadros.

—No me vengas con chorradas. Para engañar al público, esa tontería está bien. Pero las personas no somos cuadros.

—Ahora te pareces a los que opinaban, a principios del siglo pasado, que los cuadros impresionistas no eran cuadros de verdad. La historia del arte admitió el impresionismo, después el cubismo, y ahora ha admitido el hiperdramatismo.

—Porque son buenos negocios, ¿verdad? —Ella encogió sus hombros perfectos sin replicar—. Mira, Clara, no quiero ser iconoclasta, pero el arte hiperdramático consiste en colocar a chicas como tú desnudas o casi desnudas en diversas posturitas. También hay chicos, por supuesto. Y muchas adolescentes, e incluso niños. Pero ¿cuántos hombres o mujeres maduros ves en obras de arte HD? ¡Dime! ¿Quién pagaría veinte millones de euros por llevarse a un gordo pintado a su casa y colocarlo en una posturita?

—Te recuerdo que el cuadro que da nombre a la colección «Monstruos» de Van Tysch son dos personas gordísimas. Y vale mucho más de veinte millones, Jorge.

—¿Y los adornos? Convertir a alguien en Cenicero o en Silla, ¿qué te parece? ¿También es arte…? ¿Y el art-shock…? ¿Y los cuadros «manchados»…?

—Todo eso es completamente ilegal y no tiene nada que ver con el hiperdramatismo ortodoxo.

—Dejemos el tema. Ya sé que es pecado tomar el nombre de Dios en vano.

—¿Quieres otro rollo o te basta con el que estás soltando? —Señaló ella su plato con los rollitos de crepes intactos (otra consecuencia de su trabajo: controlaba las calorías con precisión, vigilaba su peso con aparatos electrónicos portátiles —la nueva moda—, cenaba zumos hipervitaminados, nunca parecía tener hambre).

Aquella noche hicieron el amor en el piso de él. Resultó como siempre: un ejercicio de placentera delicadeza. Ella era un lienzo y él tenía que ser cuidadoso. A veces él le preguntaba por qué no era tan «cuidadosa» consigo misma en uno de esos encuentros interactivos brutales llamados art-shocks en los que participaba en ocasiones. «Eso es distinto porque es arte —replicaba ella—. Y en arte todo está permitido, incluso estropear el lienzo.» «Ah», decía él. Y seguía admirándola.

Estaba loco por ella. Estaba harto de ella. No quería abandonarla jamás. Quería dejarla para siempre.

—No podrás —le advirtió un día su hermano Pedro—. Cuando nos encaprichamos con un cuadro siempre nos pasa lo mismo: no sabemos por qué nos gusta, pero no podemos deshacernos de él.

Clara ignoraba lo que sentía por Jorge. No era amor, por supuesto, ya que no creía haber sentido en toda su vida verdadero amor por nada ni por nadie, salvo por el arte (gente como Gabi o Vicky eran facetas de ese diamante). Y suponía que tampoco Jorge estaba enamorado. Comprendía que para él fuera muy satisfactorio cepillarse a un lienzo: eso pertenecía, digamos, al mismo estatus que comprarse un Lancia o un Patek Philippe, vivir en aquel piso de Conde de Peñalver o dirigir una próspera empresa de diagnóstico radiológico. «Acostarte con un óleo es algo casi lujoso, ¿no, Jorge? Algo propio de tu clase social.» Naturalmente que él le gustaba: aquel pelo blanco y aquel bigote erguidos en su fenomenal estatura, los ojos grises y la mandíbula fuerte. La excitaba pensar que él era un hombre mayor a quien ella pervertía. Lo adoraba cuando lo hacía enrojecer. Pero disfrutaba también imaginando lo contrario: que era él quien la pervertía a ella. El maestro del pelo blanco. El mentor bronceado de rayos UVA. Por si fuera poco, Jorge no pertenecía al mundo del arte, un detalle que le resultaba delicioso por su rareza.

En el otro platillo de la balanza colocaba su absoluta vulgaridad. El doctor Atienza mantenía la ridícula opinión de que el arte hiperdramático era una forma de esclavitud sexual legalizada, la prostitución del siglo XXI. Le parecía inconcebible que alguien pudiera comprar a un menor de edad desnudo con el cuerpo pintado para exhibirlo en su casa. Pensaba que Bruno van Tysch era un vividor cuyo único mérito había consistido en heredar una fortuna prodigiosa. Ella escuchaba sus exabruptos con amargura, porque si había algo en este mundo que la enervaba por encima de todo era la mediocridad. Clara añoraba a los genios como un pájaro la infinitud del aire. Sin embargo, era capaz de comprender la razón de tanta vulgaridad. La profesión de él no consistía, como la de ella, en entregar cuerpo y espíritu. Jorge nunca había sentido aquel escalofrío completo, la fragilidad y el fuego de un modelo en las manos de un pintor experto; desconocía el nirvana de la Quietud, los latidos del tiempo en la parálisis de un salón, las miradas del público como acupuntura fría sobre la carne.

Ambos ignoraban adonde les conduciría aquella relación de camas y veladas. Probablemente a la ruptura. Jorge quería tener hijos. En ocasiones se lo decía. Ella lo miraba con dulce compasión, como un mártir miraría a quien le preguntara: ¿le duele? La única vida que le apetecía reproducir, respondía, era la de ella. «Cada vez que soy cuadro es como si me diera a luz a mí misma, ¿no comprendes?» Por supuesto que no la comprendía.

Quizá lo que más le agradaba de él era la utilidad de su carácter tranquilo y consejero. Incluso dormido, Jorge resultaba terapéutico: respiraba en su momento, las pesadillas no lo tensaban, no le daba miedo la oscuridad de un cuarto (a ella sí), te aleccionaba sobre la forma perfecta de descansar. Sus palabras eran cremas recetadas por un médico amable y su sonrisa un sedante exacto e instantáneo. Tan lejano de todo lo que ella hacía, y tan apropiado.

En aquel instante necesitaba mucha dosis de Jorge.

—¿Estás segura de que no te engañan? —preguntó él, intentando mostrarse escéptico.

—Por supuesto que estoy segura. Esto va a ser lo más importante de mi vida. No sólo voy a ganar más dinero del que nunca he soñado, sino que voy a convertirme… estoy segura de que voy a convertirme en… en una… en una gran obra de arte. —Jorge se dio cuenta de que había vacilado: como si supiese que todo lo que podía decir quedaría muy por debajo de la realidad—. Hoy me aseguraron que dentro de veinticuatro mil años seguirá hablándose de —agregó en un murmullo—. ¿Puedes creerlo? Me lo dijo la mujer de la Fundación. Veinticuatro mil años. No puedo dejar de pensar en eso. ¿Te imaginas?

Acababa de hacerle un apresurado resumen de lo sucedido. Le habló de la visita de los dos hombres a GS y de su entrevista con Friedman el jueves. El trabajo de imprimación se lo habían repartido cinco expertos: el propio Friedman se ocupó del examen de su cabello y su piel; el señor Zumi, de los músculos y articulaciones; el señor Gargallo puso a punto su fisiología; los hermanos Monfort afinaron su concentración y sus hábitos. El primero la recibió en el sótano del edificio de Desiderio Gaos después de que la hubieron desnudado, destruido su ropa y hecho fotos para la compañía de seguros. La palpó minuciosamente. Su pelo —dijo— debía recortarse. Y era preciso recubrirlo con un gel capaz de admitir la pintura. La suavidad de su piel no le pareció la adecuada. Prescribió cremas. Anotó los rebordes, los frunces. Observó el hueso de su laringe al tragar, de qué forma se hacía patente el teclado de sus costillas, la reacción de los pezones a la presión y al frío, la personalidad de sus músculos. Luego exploró todos y cada uno de sus orificios y oquedades correspondientes con dedos y luces. «Evítame los detalles», rogó Jorge.

El señor Zumi, un japonés misterioso y lacónico, la atendió en la primera planta cuando Friedman terminó con ella. Allí había un gimnasio, de cuyos aparatos Clara colgó durante varias horas. Zumi sorprendió cierta laxitud en sus cervicales y tendencia a acumular ácido láctico en las piernas. Envuelta en sudor, ella lo veía sonreír en silencio ante cada siniestra tortura: equilibrio sobre un solo pie, colgada del techo por los tobillos, de puntillas en una plataforma, doblando la espalda, levantando los brazos con pesas atadas a sus bíceps. Dos horas después, el agotado material pasó a manos del señor Gargallo, en la tercera planta. Gargallo era especialista en reacciones fisiológicas de lienzos, y coleccionaba un sinfín de experimentos filmados, una videoteca en DVD absolutamente repugnante. Estaba convencido de su propia inutilidad.

—La única víscera que importa es la única en la que no soy experto —le dijo a Clara, y se señaló la cabeza—. Por suerte, soy experto en la segunda más importante. —Se señaló la entrepierna.

Era un tipo afable, adiposo y amarillento, con barbita de chivo y gafas redondas y sucias. Comenzó advirtiendo que todo su trabajo era «una guarrada imprescindible». «Ya nos gustaría, ya, ser puros objetos de arte como un lienzo de tela o un trozo de alabastro —filosofaba Gargallo—. Pero somos vida. Y la vida no es arte: la vida es asquerosa. Mi tarea consiste en impedir que la vida se comporte como vida.» Sus ejercicios fueron otra pesadilla: el material —ella, inmóvil y desnuda— tuvo que soportar cuerpos extraños en los párpados espolvoreados con una pipeta; cosquilleo de plumas por remotos pliegues; drogas que removían al unísono vientre y vejiga o modificaban el ánimo, aumentaban o disminuían la excitación sexual o provocaban dolor de cabeza; sustancias que desplomaban la tensión o hacían sentir frío, calor o picores (esas ganas de rascarse, Dios mío, prohibidas para cualquier cuadro); el vértigo del hambre intensa; la rugosa maldición de la sed; el punzante asedio de los insectos y otras alimañas —«en los cuadros de exterior es frecuente que trepen por las piernas», decía Gargallo—; el cansancio extremo y el sueño, esa apisonadora de la conciencia que derrota la voluntad de cualquier cuadro permanente. Gargallo probaba nuevas molestias, ajustaba aquí y allá cuando veía que el material fallaba, indicaba pastillas en algún caso, anotaba incidentes.

La dejaron descansar unas cuantas horas y, aún agotada, tuvo que subir a la quinta planta y entregarse a Pedro Monfort. «Empecé en un sótano y voy a terminar en el ático», pensó con un cerebro extenuado pero decidido a resistir. Los Monfort eran hermanos, él muy joven y ella madura. Se dedicaban a la imprimación de pensamientos, trabajo noble donde los haya, y sin embargo no parecían felices. De hecho, Pedro Monfort se humillaba ante especialistas como Gargallo. Era un tipo de aspecto intelectual y rostro mal afeitado a quien le gustaban los silencios largos y trufar las frases de obscenidades.

—Las únicas cosas que importan son el coño y la polla —soltó de repente ante una fatigadísima Clara—. Te lo digo yo, que conozco muy bien el cerebro.

Afirmaba igualmente que la concentración era imposible.

—Sólo podemos concentrarnos distrayéndonos. Ya sé que a los lienzos se os enseña otra cosa en la academia, pero los métodos de las academias me los paso yo por los cojones. Observa a los niños mientras juegan. Están muy concentrados en lo que hacen. ¿Por qué? ¿Porque realizan un «esfuerzo de concentración» o porque están jugando? Es obvio, coño: están concentrados porque se distraen, porque gozan. Es absurdo que te esfuerces en concentrarte en la Quietud. Lo que debes hacer es gozar.

Era una de las palabras que más repetía. «Goza», decía, proponiendo un nuevo ejercicio mental.

Marisa Monfort, madura, de cabellera teñida y ojos enterrados en rímel, recibió los últimos restos de Clara en la séptima planta. Su despacho era oscuro y ella tampoco parecía feliz. Dos serpientes tatuadas ilustraban el dorso de sus manos, segmentados por el ábaco de incontables pulseras amarillas. Se sujetaba las sienes al hablar como si pulsara dos botones. «Lo mío es la memoria, niña —le dijo—. Las costumbres aferradas a nuestro yo que tanto estorban el trabajo hiperdramático.» La hizo entrar tres veces a su despacho y analizó los gestos. Le preocupó su excesiva tendencia a repetirse. Por fortuna, no descubrió ningún vicio «de esos que estropean la calidad de un buen material»: un tic, comerse las uñas, la tosecilla que nos invade cuando estamos nerviosos, las posturas de defensa. La asedió con situaciones imaginarias. Le mostró fotos obscenas o terribles. Valoró muy bien su ausencia de pudor. En cambio, fue rotunda con las conductas ilegales: Clara no podía cometer un pequeño delito sin que su conciencia protestara.

—Niña, niña: para ser un gran cuadro es preciso saltarse todas las barreras —le reprochó Marisa Monfort con acento de sibila—. No sabes en qué mundo te estás metiendo, niña. Ser una obra maestra tiene algo de… de inhumano. Debes ser más fría, mucho más fría. Imagina un tema de película de ciencia-ficción: el arte es como un ser de otro planeta y se manifiesta a través de nosotros. Podemos pintar cuadros o componer músicas, pero ni el cuadro ni la música nos pertenecerán, porque no son cosas humanas. El arte nos usa, niña, nos usa para poder existir, pero es como un alienígena. Debes pensar eso: no eres humana cuando eres cuadro. Imagínate un insecto. Un insecto muy extraño. Imagínate así, como un insecto, capaz de volar, chupar flores, ser fecundada por la trompa de un macho y envenenar a un niño con tu aguijón… Imagínate ser ese insecto ahora mismo.

Clara se lo imaginaba, pero era incapaz de comprender lo que el insecto pensaba.

—Cuando sepas lo que el insecto piensa —le dijo Marisa Monfort—, serás una buena obra de arte.

En la octava planta estaba el taller de imprimación. Fotografías ampliadas de grandes éxitos de F&W lo decoraban: un lienzo acuático de Nina Soldelli, la fabulosa Kirsten Kirstenman de pie en un interior de salón, la sorprendente figura femenina de cabello en llamas de Mavalaki y un exterior de Ferrucioli sobre un acantilado, todas ellas obras imprimadas por F&W. Allí escuchó, por fin, el gélido dictamen de Friedman: la aceptaban con reservas. Era buen material, pero tendría que mejorar. Una mujer con acento sudamericano (reconoció la voz: era la mujer que la había tensado por teléfono) le mostró el contrato. Cuatro hojas en papel turquesa con el epígrafe «The Bruno van Tysch Foundation, Department of Art». Apenas pudo creerlo. La alegría la inundaba. El contrato era por un año. La paga (cinco millones de euros) se efectuaría en dos plazos: la mitad ya estaba ingresada en su cuenta, el resto se abonaría al finalizar la obra. A ello se sumaría el porcentaje por la venta del cuadro y el alquiler mensual. Se incluían un seguro a todo riesgo y dos anexos: uno de dedicación exclusiva y otro de compromiso mediante los cuales ella hacía constar que nunca se prestaría a ser falsificada. Un tercer anexo la obligaba a dejarlo todo en manos del Departamento de Arte. Arte podía hacer cualquier cosa con ella, porque Arte era Arte. Lo que Arte iba a hacer con ella sólo lo sabía Arte, pero, fuera lo que fuese, ella tendría que aceptarlo. El pintor que la contrataba era de la Fundación, pero ella no conocería su identidad hasta que el trabajo comenzara. Clara firmó los cuatro papeles.

—Qué locura —rezongó Jorge.

—No tienes ni idea de cómo funciona esta movida. Todo se rige por el secreto más absoluto. Rembrandt, Caravaggio, Rubens y otros grandes maestros tenían sus «secretos de oficio», ¿no?: fabricación de colores, elección de lienzos… Pues los pintores modernos también los tienen. De esa forma impiden que otros copien sus ideas.

—¿Y qué hiciste después?

—Tiempo libre hasta la etapa final de imprimación.

Fue el sábado. Duró todo el día. Un corte de pelo, una ducha de ácidos, aprestos de cremas distribuidos por su cuerpo mediante inmensas brochas móviles como en un túnel de lavado de coches, borrado de cicatrices (incluyendo la firma de Alex Bassan), esfumado de improntas, torneado y moldeado de músculos y articulaciones con flexibilizadores y cremas; tinción de piel, cabello, ojos, orificios y oquedades con aquella capa de blanco de base y fina pintura amarilla. Por último, las etiquetas, donde sólo figuraba su nombre, el logotipo de la Fundación y un misterioso código de barras.

Era domingo 25 de junio de 2006, y la imprimación había finalizado. La vistieron con el conjunto blanco de top y minifalda, la trasladaron al aeropuerto de Barajas y la guardaron en aquella habitación. Entonces le preguntaron si quería despedirse de alguien. Ella eligió a Jorge, que acababa de regresar del congreso de radiología y había oído su mensaje.

—Y eso es todo —concluyó.

Jorge valoró las cosas desde su punto de vista.

—Cinco kilos de euros es mucho dinero. Se puede decir que tienes la vida resuelta.

—Olvidas el porcentaje sobre la venta y el alquiler. Si hacen conmigo una obra maestra, puedo triplicar fácilmente esa cantidad.

—Dios mío.

Los ojos dorados de Clara se abrieron limpiamente mientras sonreía: dos Jorges asomaron a los iris amarillos.

—El arte es dinero —susurró ella.

Él miraba de hito en hito aquel espectro cada vez más dorado. «Aún no la han pintado y ya vale una fortuna.» En el silencio que siguió oyeron, amortiguados, los altavoces del aeropuerto de Barajas.

—Veinticuatro mil años —dijo Jorge en un tono que hacía pensar que se trataba de una cantidad negociable, como si fuera dinero—. ¿Puede una obra de arte HD durar tanto tiempo?

—Sólo se necesitarían veinticuatro mil sustitutos, uno por año. Pero yo pasaría a la historia como el modelo original.

¿Y un millón de años? Un millón de personas, calculó Jorge. Contando sólo con los habitantes de Madrid, a persona por año, la obra podía durar tanto como la vida del hombre sobre la Tierra sin olvidar el prólogo antropoide. Naturalmente, se precisarían muchas generaciones para ello, pero ¿qué son tres o cuatro millones de personas? De repente le parecía que no estaba contemplando a Clara: contemplaba toda la eternidad.

—Parece fantástico —dijo.

—Tengo un poco de miedo —confesó ella, y agregó, sonriendo con nerviosismo—: Sólo un poco, pero de mucha calidad.

Impulsivamente, Jorge extendió los brazos.

—No —dijo ella retrocediendo—. No me abraces. Podrías estropearme. Tengo ganas de llorar pero tampoco quiero. De todas formas me han asegurado que carezco de lágrimas y sudor. Y apenas me queda secreción de saliva. Se debe a la imprimación.

—Pero ¿te sientes bien?

—Me siento increíblemente bien, preparada para todo, Jorge, para todo. Ahora mismo sería capaz de hacer con mi cuerpo cualquier cosa que un pintor me ordenara.

Él no deseaba indagar en las posibilidades. Un hombre con uniforme azul oscuro de piloto entró en ese instante. Era alto y atractivo, tenía los labios gruesos y llevaba el nudo de la corbata flojo.

—Avión ya —dijo con marcado acento.

Clara miró a Jorge. A él le hubiera gustado decir algo trascendental, pero esos momentos no eran su especialidad.

—¿Cuándo te veré? —se limitó a preguntar.

—No lo sé. Cuando me hayan pintado, supongo.

Quedaron un instante contemplándose y de repente Clara se dio cuenta de que estaba llorando. No supo cuándo había comenzado, porque lo cierto era que no había lágrimas, pero el resto del mecanismo seguía intacto: nudo en la garganta, esfuerzos del párpado, irritación ocular, angustia en el vientre. Las lágrimas tendría que añadirlas el artista, se dijo, quizá pintárselas en las mejillas o imitarlas con diminutas astillas de cristal, como las de algunas vírgenes. Después se controló. Decidió no emocionarse. Un lienzo debía mostrarse neutro. Se separó de Jorge sin volver la vista atrás y siguió al hombre a través de un corredor metálico enhebrado de rugidos de aviones. A cada paso que daba, la etiqueta del tobillo golpeaba su pie.

Fue algo repentino. Quizá su sexto sentido («lo heredaste de tu padre»), que hizo sonar la alarma cuando la vio desaparecer por la puerta. Clara no debía marcharse, no debía aceptar aquel trabajo. Clara corría peligro.

Por un instante Jorge titubeó y pensó en llamarla, pero la sensación —tan absurda— se esfumó con la misma rapidez y neutralidad con que lo había hecho ella.

Olvidó aquel presentimiento poco después.

Jamás había sentido tanto miedo y felicidad al mismo tiempo. Allí estaban, reconocibles, contradictorios: un pavor desmesurado y una alegría extática. Recordó que su madre decía algo parecido acerca del instante en que penetró en la iglesia el día de su boda con papá. El recuerdo la hizo sonreír mientras seguía al hombre del uniforme de piloto por aquel pasillo ensordecedor. Imaginó que había gente mirándola a ambos lados y que ella se deslizaba entre brumas de seda en dirección a un altar donde se erguían objetos tan dorados o amarillos como ella: un sagrario, cálices, la cruz. Dorado, amarillo, dorado.

Negro.

El fondo es negro carbón y el suelo negro humo. Sobre ese suelo se alza un asiento de metal semejante a un taburete de bar. Annek Hollech está sentada en el taburete balanceando uno de sus pies descalzos. Sólo lleva encima una camiseta negra con el logotipo de la Fundación y las tres etiquetas colgadas del cuello, muñeca y tobillo. Sus delgados muslos, desnudos hasta la proximidad de las ingles, son como tijeras abiertas sobre cuya superficie se reflejan líneas de luz tamizada. Mientras habla se mueve de un lado a otro, los talones apoyados en la barra del taburete. Su pelo castaño claro tiende a cerrarse como una cortina sobre su rostro sin cejas, un rostro en sombras tan puro como la arcilla fresca. Los dedos de la mano derecha juegan con el pelo, lo hacen retroceder, lo peinan, acarician un mechón.

—¿De veras piensas eso? —preguntó el hombre desde algún lugar invisible.

Gesto de la cabeza.

—A lo mejor confundes la falta de tiempo con el desinterés. Ya sabes que el Maestro está dedicado por completo a terminar las obras de la exposición en honor a Rembrandt del próximo 15 de julio.

—No es su trabajo. —Ahora jugaba a doblar y desdoblar el borde inferior de la camiseta—. Es que ya no quiere verme. Los cuadros nos damos cuenta de eso. Eva también lo ha notado.

—¿Quieres decir que tu amiga Eva van Snell también ha notado que el Maestro parece haber perdido interés por ti?

Gesto de la cabeza.

—Annek: sabemos por experiencia que los cuadros con dueño se sienten mejor, más protegidos. De hecho, Eva está comprada actualmente. ¿No será eso lo que te ocurre? ¿Que no te han comprado aún? ¿Recuerdas cuando te vendimos en Confesiones, Puerta entornada y Verano? ¿No te encontrabas bien con el señor Wallberg?

—Era diferente.

—¿Por qué?

Puso cara de rubor, pero la imprimación impidió que el color de sus mejillas se modificara.

—Porque el Maestro decía que nunca había hecho nada como Desfloración. Cuando me llamó a Edenburg para comenzar los bocetos, me dijo que quería pintar conmigo un recuerdo de su infancia. Yo pensé que eso era bonito. El señor Wallberg me quería, pero el Maestro me había creado. El señor Wallberg es el mejor dueño que he tenido, pero es distinto… El Maestro se esforzó tanto conmigo…

—Te refieres al trabajo hiperdramático.

—Sí. Me llevó al bosque de Edenburg… Allí encontró una expresión… Encontró algo en mi cara que le gustaba… Me dijo que era increíble… Que yo era… que era como un recuerdo suyo…

El pie izquierdo se movía en lentos círculos sobre la moqueta negra: una aguja torneada sobre un disco de vinilo. La firma del tobillo destellaba durante las órbitas.

—No me importaría no ser comprada. Sólo quisiera… que él no sufriera por mi causa… Yo he hecho todo lo que me ha pedido. Todo. Sé que es egoísta por mi parte pensar que él me debe algo a cambio, porque al pintarme en Desfloración me… me ha dado… lo mejor del mundo, lo sé, pero…

Se quedó callada.

—Dime —la animó el hombre.

Al elevar la vista, los ojos verdes de Annek brillaban un poco más.

—Me gustaría… me gustaría decirle… que no puedo evitar… no puedo evitar hacerme mayor… No es mi culpa… Me gustaría que mi cuerpo fuera de otra forma… —Su voz se quebraba—. No es mi culpa…

En ese instante sucedió algo increíble. El cuerpo de Annek se abrió en silencio por la mitad, como una flor, de la cabeza a los pies. La silla en la que se sentaba también quedó hendida. En medio de las dos mitades penetró con ímpetu un hombre mayor, de traje oscuro y ostentosa calva circundada de canas. Se detuvo bruscamente y dijo:

—Oh, lo siento. Estabas con un vídeo-escáner. No lo sabía.

Lothar Bosch se apartó y la figura tridimensional de Annek se recompuso en un silencio puro, como el agua se apresura a rellenar el vacío cuando el dedo sumergido la abandona. La señorita Wood pulsó el botón de pausa y la adolescente quedó inmóvil en medio de la habitación.

—Ya había terminado —dijo Wood, y bostezó—. Esto es más de lo mismo.

Presionó el rebobinado y Annek comenzó a ejecutar un terrorífico baile de San Vito. Entonces se quitó el visor de RA y lo dejó sobre la mesa, conjurando el espectro de la adolescente. La mesa era una mitad de elipse incrustada en la pared. Se trataba del único mueble de color madera que había en aquella pequeña cámara audiovisual del Museumsquartier. Todo lo demás era negro, incluyendo las sillas de patas finísimas. Wood ocupaba una de las sillas y su conjunto de rebeca y vestido rosados brillaba en la negrura. Junto a ella se erguía una pila de cintas de RA. En la pared, a su izquierda, sobresalían como gárgolas cámaras y reproductores.

Bosch, en elegante traje gris (la tarjeta roja de la solapa parecía un clavel de boda), ocupó la silla opuesta y desenvainó las gafas de lectura.

—¿Desde cuándo estás aquí? —preguntó.

Se preocupaba por ella. Llevaban cinco días en Viena, incluyendo aquel lunes 26 de junio, trabajando sin descanso. Estaban hospedados en el Ambassador, pero apenas utilizaban sus respectivas suites para otra cosa que para dormir. Y cada vez que Bosch acudía al Museumsquartier, por temprano que fuera, ella estaba allí haciendo algo. De repente pensó que, probablemente, Wood ni siquiera se acostaba por las noches.

—Desde hace un rato —dijo ella—. Me faltaban algunas entrevistas de Apoyo por revisar, y mi padre me aconsejaba no dejar trabajo pendiente.

—Un buen consejo —admitió Bosch—. Pero ten cuidado y no abuses de los visores de Realidad Aumentada. Pueden dañar los ojos.

La señorita Wood se estiró en el asiento y la rebeca se abrió como un par de alas y surtió perfume hacia Bosch. Pequeños montículos de senos tatuaron el vestido rosa. Bosch bajó la vista confundido. Le gustaba todo en aquella mujer: la llamarada de olor de sus perfumes, su cuerpo menudo y cristalino esculpido con arabescos, aun la extrema delgadez de aquellas piernas cuyas rodillas atisbaba por encima de la mesa. Y el luto de su voz grave, que ahora escuchaba.

—No te preocupes, también he dado algún paseo por los alrededores. Un lunes en Viena al amanecer puede resultar reconfortante. Y me he percatado de algo: la gente aquí compra mucho pan, ¿no te parece? He visto a varios tipos con una barra de pan bajo el brazo, como en París. Me pareció que se habían puesto de acuerdo para pasear el pan ante mis narices.

—En realidad, son hombres de Braun encargados de vigilarte.

La sonrisa de ella le hizo saber que había acertado con la broma. El tema de la comida era peligroso para Wood.

—No me sorprende —dijo Wood—, aunque harían bien en vigilar otras cosas. Nuestro pájaro se ha esfumado, ¿no?

—Por completo. Ayer fue domingo y no pude hablar con Braun, pero mis amigos de Investigación Criminal aseguran que no se ha efectuado ni un solo arresto. Y no te creas que las demás noticias son mucho mejores.

—Comienza. —Wood se restregaba los ojos—. Dios, mataría por un buen café. Un café negro, muy negro, un buen schwarze vienés, caliente y fuerte.

—Un adorno está sirviendo a la gente de Arte esta mañana. Le dije que pasara por aquí.

—Eres un ser perfecto, Lothar.

Bosch se sintió como si estuviera desnudo. Por suerte, el sonrojo se apagó al instante. A los cincuenta y cinco años ya no hay combustible para quemar un rubor duradero, pensaba. La sangre añeja pierde fuerza.

—Te voy conociendo —replicó.

Los papeles temblaban ligeramente entre sus dedos, pero su voz era firme. La señorita Wood se acodó sobre la mesa y apoyó los dedos en las sienes mientras lo escuchaba.

—Dijimos el otro día que este mueble tiene tres patas, ¿no? La primera se llama Annek, la segunda Óscar Díaz y la tercera podríamos denominarla la Competencia. —Tras observar que Wood asentía, prosiguió—: Bien, respecto de la primera, no hay nada. La vida de Annek fue desastrosa, pero no he encontrado gente capaz de hacerle daño por alguna circunstancia personal. Su padre, Pieter Hollech, es un enfermo mental. Actualmente cumple condena en una cárcel de Suiza por provocar un accidente de tráfico mientras conducía ebrio. La madre de Annek, Yvonne Neullern, obtuvo el divorcio y la custodia de su hija cuando Annek tenía cuatro años. Trabaja como reportera gráfica especializada en fotografiar animales. Ahora mismo está en Borneo. Conservación se ha puesto en contacto con ella para darle la noticia…

—Bien, la familia del cuadro queda descartada. Sigue.

—Los compradores previos de Annek tampoco ofrecen nada concreto.

—Wallberg se enamoró del lienzo, ¿no?

—Annek le gustaba, en efecto —asintió Bosch—. Wallberg la compró en tres obras: Confesiones, Puerta entornada y Verano. Este último era una acción no interactiva. ¿Recuerdas la reunión que tuvimos con Benoit, cuando nos dijo que era preciso aclarar lo que realmente sentía Wallberg hacia Annek…? No, no fue así. Dijo: «Deberíamos distinguir entre la pasión artística y la pasión erótica del señor Wallberg…».

La risa coral (más breve en Wood) lo animó. Su imitación de Benoit también había sido oportuna. «La estoy haciendo reír, Dios mío. Esto es genial.» De improviso, todo rastro de alegría desapareció de Bosch: fue algo tan brusco como la oscuridad imprevista de una cortina de nubes. Su mueca perdió luz, los labios se posaron en las comisuras.

—Pobre Annek —dijo.

Tras un lapso de parpadeos, exploró los papeles que tenía delante.

—Sea como fuere, Wallberg agoniza ahora en un hospital de Berkeley, California. Cáncer de pulmón. El resto de los compradores tampoco parecen sospechosos: Okomoto está en Estados Unidos, rastreando cuadros; Cárdenas sigue en Colombia y sus antecedentes continúan tan oscuros como antes, pero no molestó a Annek mientras se exhibía en La guirnalda, y tampoco ha molestado a las sustitutas… —Tosió y su dedo índice buscó el siguiente epígrafe—. En cuanto al vasto panorama de locos… Según nuestros datos, casi todos están ingresados en hospitales o cumpliendo condena en prisión. Quedan algunos como aquel inglés que llenó de pasquines la fachada del Nuevo Atelier acusando a la Fundación de comerciar con pornografía infantil…

—¿Qué tiene que ver en esto?

—Utilizó una foto de Desfloración para ilustrar los pasquines.

—Ya.

—Está en paradero desconocido. Pero seguiremos investigando. Y la pata «Annek» queda lista.

—Descártala. Pasemos a Díaz.

—Bueno, lo de Briseida Canchares…

—Descartada también. Esa ninfómana del arte no tiene nada que ver con lo ocurrido. Lo que más nos interesa es lo que dijo sobre una supuesta «indocumentada». Sigue. —Wood jugaba con su encendedor, una preciosa miniatura Dunhill en acero negro. Sus largos y delgados dedos lo hacían girar como un naipe de mago.

—Los amigos de Díaz en Nueva York lo definen como un ingenuo con buen corazón. Sus compañeros de gira son más «científicos», como tú dirías: según ellos, es un solitario inadaptado. No quería relacionarse con nadie y prefería buscar la diversión por su cuenta. Por cierto, el segundo registro de su casa de Nueva York no ha ofrecido ningún resultado. Todo dedicado a la fotografía, pero nada que ver con una supuesta obsesión por destruir cuadros ni por el arte. En su habitación del hotel de Kirchberggasse hemos encontrado la dirección y el teléfono de Briseida en Leiden y… atiende esto… una agenda con fotos de paisajes que en realidad es… un diario.

La cabeza de Wood, con su casquete de pelo corto y brillo de charol, ejecutó un movimiento tan rápido que Bosch pensó por un momento que el cráneo había crujido. Se apresuró a tranquilizarla.

—Pero no nos ofrece ninguna pista: Díaz acostumbraba a anotar localizaciones de paisajes para regresar a fotografiarlos cuando la luz fuera mejor. De vez en cuando habla de Briseida o de algún amigo, pero refiriéndose a asuntos banales. También escribe sobre su amor por el campo. Incluso hay un poema. Y algunas reflexiones sobre su trabajo, al estilo de «yo las veo como personas, no como obras». La última entrada es del 7 de junio. —Enarcó las cejas—. Lo siento: nada sobre un indocumentado, hombre o mujer.

—Mierda.

—Eso es lo que yo dije. Pero, en cambio, tengo una buena noticia. Hemos encontrado un café cerca del hotel Marriott aquí en Viena donde el barman recuerda a Díaz. Al parecer, era uno de los lugares que frecuentaba cuando dejaba a los cuadros en el hotel. El barman dice que solía pedir bourbon, lo cual no era típico entre sus clientes, y que por eso se fijó en él, y también por su acento americano y su tez oscura.

—Nueva York corrompió por completo a nuestro buen fotógrafo de paisajes —comentó Wood. Sus dedos aderezaban el peinado. Bosch observó que se movían como los de una médium: no era la conciencia de Wood la responsable de aquellos gestos suaves, inacabablemente estéticos, tan comunes en ella. La conciencia de Wood estaba concentrada en las palabras de Bosch («no en mí, en mis palabras, no te engañes, viejo») con la expresión de un náufrago que atisba en la negrura la luz de un barco.

—Pero hay un dato curioso —dijo él—. El barman asegura que la última vez que lo vio fue el jueves de hace dos semanas, el 15 de junio. Recuerda la fecha con exactitud por otra coincidencia: ese día era el cumpleaños de un amigo suyo y lo había dispuesto todo para abandonar pronto el local. Dice que Díaz estaba charlando en la barra con una chica desconocida, morena, delgada, atractiva, muy maquillada. Le pareció que hablaban en inglés. Los camareros la recuerdan a medias, porque esa noche había mucha clientela. Díaz y ella se marcharon juntos. El barman no los ha vuelto a ver desde entonces.

—¿Cuándo llamó Díaz a su amiga colombiana para pedirle información sobre permisos de residencia?

—El domingo 18 de junio, según nos dijo Briseida.

El perfil de Wood parecía tallado en piedra.

—Tres días: un buen período para intimar. Nuestro amigo Óscar se apiadó de la colombiana en menos tiempo.

—Cierto —admitió Bosch—, pero si metemos a Chica Desconocida en el saco, entonces puede que Díaz sea inocente del todo. Imagina por un momento que ella trabaje con cómplices. Se las arreglan para extraerle información a Díaz sobre la recogida del cuadro y el miércoles se introducen en la furgoneta y obligan a Díaz a conducir hacia el Wienerwald.

—¿Dónde está Díaz entonces? —preguntó Wood.

—Lo han obligado a acompañarlos, como rehén…

—¿Arriesgándose a que escape y los delate? No. Si Díaz no es culpable, entonces está muerto. Es una conclusión que me parece obvia. La pregunta fundamental es: ¿por qué su cadáver no ha aparecido todavía? Eso es lo que no acabo de entender. Incluso teniendo en cuenta que lo necesitaran para conducir la furgoneta, ¿por qué no ha aparecido dentro de ésta? ¿Adónde se lo han llevado? ¿Por qué ocultar el cadáver de Díaz?

—Eso equivale a pensar que Díaz también es culpable.

—Quitemos a la Indocumentada. ¿Qué nos queda?

—En ese caso, la teoría de la policía parece funcionar: Díaz hace la grabación y corta a Annek dentro de la furgoneta. Después conduce hasta un rincón apartado, envuelve a Annek en un plástico, la deja en la hierba y la desnuda. Coloca la grabación a sus pies y se larga hacia otro lugar cuarenta kilómetros al norte, donde le aguarda otro coche.

—A mí esa teoría ya no me funciona.

—¿Por?

—Díaz es un capullo —dijo la señorita Wood—. Escribe poemitas, fotografía paisajes y se deja manipular por chicas como Briseida. Si ha tenido algo que ver en esto, no ha actuado solo.

—Como agente de Seguridad, era muy competente —objetó Bosch—. Escogimos a los mejores para el traslado de cuadros al hotel, recuérdalo.

—No digo que fuera un mal agente de Seguridad. Digo que es un capullo. Un papanatas campestre. No ha podido montar solo todo este tinglado.

Suaves toques en la puerta y una lenta brisa perfumada. El adorno no era una Mesilla ni ningún otro Mueble sino un Aderezo de esquina, un pobre objeto desgraciado que trabajaba los lunes (día de descanso de las obras de arte en el Museumsquartier), uno de esos ornamentos que Decoración inventaba para distraer las habitaciones vacías, lo cual se percibía sobre todo en su inexperiencia a la hora de servir el café. Bosch demoró varios segundos en percatarse de que se trataba de un hombre joven, probablemente un chico de dieciocho o diecinueve años. El peinado era un garabato de bucles endrinos y simétricos en forma de volutas cribado de plumas plateadas. La túnica, larga y tubular, en terciopelo negro, desnudaba un escote drástico en la espalda, casi un defecto, que en su extremo inferior no alcanzaba a cubrir la mitad de unas nalgas prietas y pintadas, como todo el cuerpo, en castaño bruno. Depositó dos tazas de café sobre la mesa. Su maquillaje no desvelaba pensamientos o ánimos; era la máscara de un guerrero polinesio o un espíritu vudú. La etiqueta blanca colgada del cuello decía «Michel». La firma en la parte baja del lomo era de un tal Grath. Llevaba cobertores auditivos.

Cuando el adorno giró hacia Bosch, éste pudo observar sus manos: brillaban de bronce oscuro; las uñas eran ónices.

—Todo es demasiado perfecto, Lothar —decía, mientras tanto, la señorita Wood—: un segundo vehículo esperando en el Wienerwald, probablemente documentación falsa… Un plan minucioso, en suma. Admitiría que alguien le hubiera pagado para que llevara el cuadro al Wienerwald, pero ni siquiera eso me parece creíble.

—Entonces quieres que descartemos también la pata «Díaz». Te advierto que el mueble se nos va a caer…

—No podemos descartar a Díaz del todo. Creo que su papel ha sido el de chivo expiatorio. Lo que no comprendo es por qué ha desaparecido.

—Puede que hayan ocultado su cadáver para que las sospechas recaigan sobre él, y que el verdadero criminal pueda escapar —apuntó Bosch.

La señorita Wood se había inclinado hacia adelante para examinar la parte baja de la espalda del adorno, donde estaba la firma. El adorno aguardaba de pie a que ella finalizara la exploración. Su etiqueta indicaba que podía ser tocado, y Wood deslizaba una mano por la cintura y el inicio de los glúteos brillantes de bronce. Su expresión, con el ceño fruncido, era la de quien valora de forma experta la porcelana de un jarro. Al tiempo que hacía esto, respondió a la observación de Bosch.

—Ésa es la mejor teoría. Pero mi pregunta es dónde está. La policía ha peinado la zona en varios kilómetros, Lothar. Han usado perros y todo un sofisticado equipo de rastreo. ¿Dónde se encuentra el cadáver de Díaz? ¿Y dónde lo asesinaron? No ha aparecido ni un solo indicio en la furgoneta: ni señales de lucha, ni una gota de sangre. Piensa esto por un momento: destroza el cuadro y pierde tiempo en quitarle la ropa al aire libre corriendo el riesgo de que alguien lo descubra. Pero, en cambio, ha diseñado un plan minucioso para escapar haciendo recaer todas las sospechas en el agente de Seguridad que custodiaba el cuadro. ¿Te suena lógico?

—Debo admitir que no.

Wood dejó de tocar el trasero del adorno, elevó el brazo, cogió la etiqueta del cuello y tiró de ella haciendo que el adorno se inclinara para que ella pudiese leerla. En la etiqueta, además del nombre del modelo, figuraban los datos del artesano y de la pieza. Bosch sabía que la señorita Wood compraba adornos y utensilios para su casa de Londres. La venta de artesanía humana estaba oficialmente prohibida, pero los adornos seguían vendiéndose y mucha gente de cierto nivel los compraba de la misma forma que adquirían drogas blandas.

Después de leer los datos, Wood soltó la etiqueta y el adorno se incorporó, dio media vuelta en la oscuridad y salió sin hacer ruido pisando la mullida alfombra negra con sus pies descalzos. La señorita Wood hizo una mueca al probar su café caliente.

—Estoy segura de que Díaz ha muerto —afirmó—. El problema consiste en encajar su muerte con todo lo demás.

—Nos quedan la Competencia y los Adversarios. —Bosch hojeó sus papeles—. Debo reconocer que aquí me pierdo, April. No encuentro nada probable. Los líderes del BAH, por ejemplo, son unos pobres diablos. Ya sabes que Pamela O’Connor escribió un libro sobre Annek…

The truth about Annek Hollech —asintió Wood—. Es una idiotez pretenciosa. En realidad, toma como ejemplo el caso de Annek para denunciar la utilización de modelos menores de edad en cuadros supuestamente obscenos.

—También estamos investigando a la Asociación Cristiana Contra el Arte Hiperdramático; la Sociedad Internacional de Tradición y Arte Clásico; la Sociedad Europea Contra el Arte Hiperdramático…

—Faltan los competidores reales —dijo Wood—. Art Enterprises, por ejemplo, se ha convertido en un serio enemigo. Stein asegura que harían cualquier cosa por jodernos, y ya lo están haciendo, de hecho: nos quitan inversores. Imagina por un momento que lo de Desfloración forme parte de un plan a gran escala de desprestigio de nuestro sistema de Seguridad.

—Esa teoría no encaja con lo sucedido. Un disparo en la cabeza hubiera logrado el mismo resultado. ¿Por qué emplear ese sadismo?

—¿A qué te refieres exactamente?

A Bosch le horrorizó aquella pregunta.

—Por Dios, April, la cortó con… Tengo aquí los informes de la autopsia. Me los ha enviado Braun esta mañana. Mira estas fotos… Las pruebas de laboratorio lo han confirmado: utilizó un cortalienzos portátil… ¿Sabes lo que es…? Una sierra de mango cilíndrico y bordes dentados no mayor que mi mano. Los artistas que aún trabajan con telas y los restauradores de pinturas antiguas lo emplean para modificar la forma y tamaño de los lienzos. Es un artilugio potente: usando las cuchillas adecuadas puedes cortar por la mitad una mesa de mediano grosor en cinco segundos… Le hizo diez cortes con eso, April…

Wood había encendido un cigarrillo ecológico. El humo verde oscuro, resultado de una brusca producción de vapor de agua coloreada y en modo alguno perjudicial para la salud, ascendió al techo. Bosch recordó la época en que se habían puesto de moda aquellos falsos cigarrillos para dejar de fumar. A él, que había logrado dejar el vicio haciendo uso de los clásicos parches, aquel método se le antojaba de una artificiosidad deplorable.

—Míralo de esta forma —dijo ella—. Quieren que la opinión pública piense que Óscar Díaz estaba loco de atar. Ya sabes: si contratamos a sicópatas para vigilar nuestras obras más célebres, entonces ¿quién podrá fiarse de nosotros, etcétera, etcétera?

—Pero, si eso es lo que pretendían, ¿por qué no la mataron antes de cortarla, por amor de Dios? La autopsia dice que la sedó con una inyección intramuscular de neuroléptico de mediana intensidad a través de una aguja clavada en el cuello. Seguramente usó una pistola hipodérmica. La dosis bastaba para impedir que se defendiera, pero no para anestesiarla. No lo entiendo. Quiero decir… Y perdona, April, que insista, pero me parece… Si sólo deseaba montar una escena, ¿por qué llegar a este punto…? El crimen hubiera sido igual de horrible, pero… tendría…, habría… Es decir, imagínate que quiero fingir que ha sido la obra de un sádico… Bueno, pues primero la elimino, le administro una inyección de algo, la anestesio… Después hago todo lo demás… Pero hay un límite que nunca… El dinero no tiene nada que ver con eso, April. No ganaré más dinero haciendo eso. Hay un límite que…

—Lothar.

—¡No me digas que lo hizo sólo por dinero, April! ¡Me estoy volviendo viejo, de acuerdo, pero no chocheo todavía! Y tengo experiencia: he sido inspector de policía, conozco a los criminales… No son tan sádicos como los pintan las películas. Son seres humanos… No estoy diciendo que no haya excepciones, pero…

—Lothar.

—¡Ese tipo no quería engañar a nadie: quiso hacer lo que hizo y de la manera en que lo hizo! ¡No nos enfrentamos a ningún maldito negocio de la competencia: estamos persiguiendo a una alimaña…! ¡Le cortó la cara y la dejó retorcerse mientras se preparaba para… para cortarle el pecho…! ¿Quieres que te lea el informe de…?

—Lothar —repitió aquella voz grave y cansina—. ¿Puedo hablar ya?

—Disculpa.

Bosch recuperaba a duras penas el control. «Venga, viejo, cálmate. ¿Qué coño te pasa?» La señorita Wood presionó el cigarrillo contra el cenicero. Retiró la mano y dejó sobre la superficie una cosa verde, una habichuela destrozada y humeante. Expelió el resto del vapor por la nariz. Vapor Venenoso de Dragón.

—Era un cuadro. No le des más vueltas, Lothar. Desfloración era un cuadro. Te lo demostraré. —Cogió una de las fotos de estudio de Annek con un gesto rápido y la alzó frente a Bosch—. Parece una adolescente, ¿no? Tiene la forma de una adolescente, hablaba y se movía como una adolescente cuando estaba viva. Se llamaba Annek. Pero si realmente hubiera sido una adolescente no habría valido ni quinientos dólares. Su muerte no habría interesado al Ministerio del Interior de un país extranjero, ni movilizado a un ejército completo de policías y comandos especiales, ni ocasionado discusiones de alto nivel en dos capitales europeas, ni provocado que nuestros cargos en la Fundación estén en la cuerda floja. Si esto fuera una niña, ¿a quién coño le hubiera importado lo que le ocurrió? A su madre y a cuatro policías aburridos del distrito del Wienerwald. Todos los días suceden cosas así en el mundo. Las personas mueren atrozmente a nuestro alrededor y a nadie le importa. Pero la muerte de esta niña sí que ha importado. ¿Sabes por qué…? Porque esto, esto —agitó la foto—, que en apariencia es una niña, no es una niña. Costaba más de cincuenta millones de dólares. —Pronunció lentamente, haciendo pequeñas pausas—. Cincuenta. Millones. De dólares.

—Por mucho dinero que costara, seguía siendo una niña, April.

—Te equivocas. Costaba ese dinero precisamente porque no era una niña. Era un cuadro, Lothar. Una obra maestra. ¿Es que no lo comprendes todavía? Somos lo que los demás pagan para que seamos. Tú fuiste policía y te pagaban para que lo fueras, ahora te pagan para que seas empleado de una empresa privada, y eso es lo que eres. Esto fue una niña alguna vez. Luego le pagaron para convertirla en cuadro. Los cuadros son cuadros, y la gente puede destrozarlos con cortalienzos portátiles igual que tú destrozarías un papel en la máquina trituradora sin preocuparte por su nivel de conciencia. Sencillamente, no son personas. Ni para el tipo que hizo esto, ni para nosotros. ¿Me has entendido?

Bosch miraba directamente hacia un punto fijo: había elegido el cabello color antracita de la señorita Wood y su inflexible, prodigiosa raya divisoria a la derecha. Mantenía la vista en aquel punto mientras asentía.

—¿Lothar?

—Sí, te he entendido.

—Por lo tanto, habrá que vigilar a la competencia.

—Lo haremos —dijo Bosch.

—Y nos queda el loco anónimo. —Al suspirar, los delgados hombros de la señorita Wood se alzaron un instante—. Sería lo peor de todo: un sicópata recién salido del horno, como el pan vienés. ¿Hay algo más en el informe forense?

Bosch parpadeó y bajó la vista hacia el papel. «No es crueldad —pensaba—. No habla así por crueldad. Ella no es cruel. Es el mundo. Somos todos.»

—Sí… —Bosch pasó varias páginas—. Hay un detalle curioso. Naturalmente, el análisis de la piel del cuadro es muy extenso: los forenses desconocen en gran parte el trabajo de imprimación, por eso no han hecho hincapié en este hallazgo.

Cerca de la herida del pecho se encontraron restos de un material que… Te leo textualmente… «Cuya composición, siendo básicamente similar a la silicona, resulta distinta en varios aspectos fundamentales…» Y citan el nombre completo de la molécula: «dimetiltetrahidro…». En fin, una palabra enorme. ¿Sospechas lo que es?

—Ceru —dijo Wood con los ojos muy abiertos.

—Bingo. En el informe se menciona como parte de la imprimación del cuadro, pero nosotros sabemos que Desfloración no llevaba cerublastina encima. Hemos llamado a Hoffmann y nos lo ha confirmado: la cerublastina no podía proceder del cuadro.

—Dios mío —susurró Wood—. Se disfraza.

—Es lo más probable. Unos toques de cerublastina le habrán bastado para cambiar su aspecto.

La noticia había provocado en la señorita Wood una repentina inquietud. Se había levantado y caminaba de un lado a otro por la habitación negra. Bosch la contempló con preocupación. «Por Dios, apenas prueba bocado y está hecha un esqueleto. Va a enfermar si sigue así…» Una voz distinta, pero también suya, contraatacó: «No disimules. Mira cómo se refleja la luz sobre esos senos, mira ese culo estrecho y esas piernas. Te mueres por ella. Te gusta como te gustó Hendrickje, o quizá mucho más. Te gusta como te gustó, después, el retrato de Hendrickje». «Bobadas», replicó Bosch. «Y… ¿por qué no decirlo? —prosiguió la otra voz—. Te gusta su inteligencia. Su carácter adusto, su personalidad y su inteligencia mil veces superior a la tuya.» En verdad, April Wood era una máquina de precisión. En los cinco años que llevaba junto a ella, Bosch no la había visto errar ni una sola vez. «El perro guardián», la llamaba Stein. En la Fundación no había nadie que no le tuviese respeto. Hasta Benoit se amedrentaba ante su presencia; solía decir: «Es tan flaca que el alma no le cabe». Su historial era brillante. Aunque no había podido evitar todos los atentados que habían sufrido los cuadros a lo largo de sus cinco años como directora jefe de Seguridad (era imposible prevenirlos todos), los culpables habían sido localizados y eliminados, a veces antes de que la policía tuviera noticia del delito. El perro guardián sabía morder. Nadie dudaba (y Bosch mucho menos) de que ahora también encontraría al tipo que había destruido Desfloración.

Sin embargo, fuera del terreno profesional, él apenas la conocía. Los agujeros negros del espacio, según afirmaban las revistas científicas que su hermano Roland acostumbraba a coleccionar, no pueden verse precisamente porque son negros, sólo cabe inferirlos por los efectos que ejercen en los cuerpos circundantes. Bosch pensaba que el ocio de la señorita Wood era un agujero negro: él lo infería a través de su trabajo. Si Wood había descansado, todo iba como una seda. En otro caso, podías prepararte para discutir. Pero nadie había vislumbrado hasta el momento qué se ocultaba en aquel hueco de negrura que era el descanso de April Wood, o Wood sin la tarjeta roja, o la señorita Wood en horas no laborables, o la señorita Wood con sentimientos, si es que tales cosas existían. ¿Escondía una mancha aquella imagen perfecta? Bosch se lo preguntaba a veces.

«Lo cierto es, la verdad es, señor Lothar Bosch, que esta chiquilla de apenas treinta primaveras que podría ser tu hija pero que es tu jefa, este esqueleto sin alma, te tiene completamente hipnotizado.»

—April —dijo Bosch.

—¿Qué?

—Se me ocurre que Díaz podría estar llevando una doble vida. Dos voces en su cabeza, una normal y otra no. Si es un sicópata, no tendría nada de raro que su comportamiento fuese correcto con sus amigos y compañeros. Cuando trabajé en la policía, tuve algunos casos de…

Mozart repicó sobre la mesa. Era el móvil de la señorita Wood. Aunque sus facciones no se alteraron ni un ápice mientras contestaba, Bosch pudo percatarse de que había sucedido algo importante.

—Todos nuestros problemas resueltos —dijo al colgar, sonriendo de aquella forma tan desagradable—. Era Braun. Óscar Díaz ha muerto.

Bosch saltó de su asiento.

—¡Lo atraparon, por fin!

—Oh, no. Lo encontraron dos aficionados a la pesca flotando en el Danubio esta madrugada. Se creían que era la carpa de sus vidas, la carpa Guinness de los Récords, y era Óscar. Bueno, más bien lo que quedaba de Óscar. Según el informe preliminar, lleva muerto más de una semana… Por eso les interesaba hacer desaparecer su cadáver.

—¿Qué?

Wood no contestó de inmediato. Aunque la sonrisa persistía en su rostro, de repente Bosch se daba cuenta de la inmensa furia que la paralizaba.

Que no era Óscar Díaz el tipo que recogió a Annek el miércoles pasado.

La afirmación sumió a Bosch en el desconcierto.

—¿Que no era…? ¿Qué estás diciendo…? Díaz se presentó el miércoles a la hora de siempre, charló con sus compañeros, se identificó y…

Se detuvo de repente, como frenado por el muro de piedra de la mirada de Wood.

—No puede ser, April. Una cosa es usar la ceru para escapar de la policía y otra… otra muy distinta imitar a alguien hasta el punto de engañar a quienes lo conocen, a quienes lo ven todos los días, a los compañeros que lo saludaron el… el miércoles… a los filtros de seguridad… a todos… Para hacerte pasar por alguien tienes que ser un verdadero especialista en cerublastina. Un maestro absoluto.

Wood seguía mirándolo. Aquella sonrisa le helaba la sangre.

—Ese hijo de puta, sea quien sea, nos la ha pegado, Lothar.

Había dicho esto último en un tono que Bosch conocía perfectamente. Era el de la venganza. La señorita Wood podía perdonar la inteligencia ajena siempre que no fuera superior a la suya. No soportaba que el adversario hiciese algo que a ella no se le había ocurrido. Dentro del corazón de aquella mujer delgada ardía un volcán negro de orgullo y perfeccionismo. Bosch comprendió, con la súbita certeza con que se comprenden a veces las verdades más profundas e indemostrables, que Wood había roto la veda, que el «perro guardián» perseguiría a ese gran adversario, fuera quien fuese, y no se detendría hasta atraparlo con sus mandíbulas abiertas.

Y ni siquiera entonces: después de morderlo, lo trituraría.

—Nos la ha pegado, nos la ha pegado… —repitió ella en un tono casi musical, silbante, separando apenas las dos hileras de perfectos dientes blancos, lo único blanco en la oscuridad de la habitación.

Una muesca blanca sobre fondo negro.