Los ojos de Paul Benoit no eran de color violeta, pero bajo las luces de la habitación casi lo parecían. Lothar Bosch miró aquellos ojos y supo, no por primera vez, que tendría que andarse con cuidado. Frente a Paul Benoit siempre era preciso ser cauto.
—¿Sabes cuál es el problema, Lothar? El problema es que hoy día todo lo valioso es efímero. Es decir, que en otros tiempos la solidez y la duración eran valores por sí mismos: un sarcófago, una estatua, un templo o un lienzo. Pero en la actualidad todo lo valioso se consume, se gasta, se extingue, da igual que hablemos de recursos naturales, drogas, especies protegidas o arte. Hemos atravesado por una fase previa en la que los productos que escaseaban valían más porque escaseaban. Eso era lógico. Pero ¿cuál ha sido la consecuencia? Que, hoy día, para que las cosas valgan más, tienen que escasear. Hemos invertido causa y efecto. Hoy razonamos de esta forma: «Lo bueno no abunda. Por lo tanto, hagamos que las cosas malas no abunden, y se volverán buenas».
Hizo una pausa y extendió la mano sin apenas mirar. La Mesilla estaba preparada para entregarle la taza de porcelana, pero el gesto de Benoit la cogió por sorpresa. Hubo un titubeo fatal, y los pequeños dedos del jefe de Conservación golpearon la taza y derramaron parte del contenido sobre el plato.
Con rapidez y eficiencia, la Mesilla procedió a colocar un nuevo plato y limpió la taza con una de las servilletas de papel que transportaba en la tabla lacada unida a su cintura. En la etiqueta de color blanco que pendía de su muñeca derecha decía: «Maggie». Bosch no conocía a Maggie, pero, por supuesto, había muchos adornos a los que no conocía. Pese a estar de rodillas, era fácil comprobar que Maggie era muy alta, probablemente casi dos metros. Tal vez había sido aquella desproporción lo que le había impedido llegar a convertirse en obra de arte, suponía Bosch.
—Hoy ya ha dejado de ser un buen negocio comprar o vender un lienzo de tela —prosiguió Benoit—, precisamente porque no se consumen con la prontitud necesaria. ¿Sabes cuál ha sido la clave del éxito del arte hiperdramático? Su fugacidad. Pagamos más y con más rapidez por una obra que dura lo que dura la juventud que por otra que sobrevive cien o doscientos años. ¿Por qué? Por la misma razón que llegamos a gastar más dinero en unas rebajas que en un día normal. El síndrome del «¡Rápido, que esto se acaba!». Por eso las obras adolescentes son tan valiosas. —Operación perfecta al segundo intento, pensó Bosch: la Mesilla estaba pendiente de los gestos de Benoit, y éste colaboró procurando coger con cuidado la taza que el adorno le tendía—. Prueba un poco de este brebaje, Lothar. Huele a té, sabe a té, pero no es té. Lo que ocurre es que si huele a té y sabe a té, para mí es té. Sin embargo, no me pone nervioso y alivia mi úlcera.
Bosch atrapó la delicada imitación de porcelana que le ofrecía la Mesilla y contempló el líquido. Era difícil determinar su color exacto bajo aquella fúnebre luz violeta. Decidió que podía ser violeta. Lo llevó a la nariz. Olía a té, en efecto. Lo probó. Sabía a rayos. A caramelo exprimido en batidora mezclado con jarabe para la tos. Reprimió una mueca y comprobó con alivio que Benoit no lo miraba. Mejor. Fingió seguir bebiendo.
La habitación donde se encontraban pertenecía al Museumsquartier. Era un rectángulo grande, insonorizado y tapizado de lámparas en diversos tonos de violeta: en el techo resplandecían púrpuras suaves, en el suelo cobaltos y en las paredes cuadrados de color lavanda, de manera que las figuras parecían flotar en una pecera de borgoña. Salvo la Mesilla, no había otros adornos. Por lo demás, el extremo del fondo asemejaba un estudio de televisión. Diez monitores de circuito cerrado se congregaban en paneles instalados en la pared; sus pantallas apagadas reflejaban uñas de luz violeta. Frente a ellos se sentaban Willy de Baas y dos de sus ayudantes preparados para iniciar la sesión de Apoyo Sicológico del sábado por la noche. Apoyo pertenecía a Conservación; por tanto, quedaba bajo responsabilidad directa de Paul Benoit. Era evidente que De Baas se sentía un poco nervioso sabiendo que tenía al jefe a sus espaldas.
Con expresión beatífica, Benoit depositó la taza en el platillo, se relamió los labios y miró a Bosch. Las luces de las paredes enrojecían sus pupilas; su calva era un casquete de púrpura cardenalicia y los pies y la mitad inferior del pantalón lanzaban ascuas violetas.
—Por eso mismo, sucesos como el de Desfloración sientan tan mal, Lothar, porque los cuadros adolescentes son muy valiosos. Pese a todo, hemos logrado congelar la noticia en Amsterdam. Sólo la conocen en las alturas. Stein no ha querido hacer comentarios y Hoffmann apenas podía creérselo. No le han dicho nada al Maestro, claro. «Rembrandt» se inaugura el 15 de julio y algunos de los lienzos todavía están en período de tensado o imprimación. El Maestro, ahora, es intocable. Pero se comenta que rodarán cabezas. No la tuya ni la de April, pero…
—Nadie tuvo la culpa, Paul —dijo Bosch—. Simplemente, nos la han jugado. Sea Óscar Díaz o no, lo cierto es que su plan era bueno y nos la ha jugado, eso es todo.
—La cuestión es —puntualizó Benoit, tendiendo la taza para que la Mesilla se la rellenara— que deberíamos atraparlo nosotros. Necesitamos interrogarlo a fondo, y la policía no sabría sacarle toda la información. Comprendes, ¿no?
—Lo comprendo perfectamente, y estamos en ello. Hemos registrado su apartamento en Nueva York y su habitación en el hotel aquí en Viena, pero no hemos encontrado nada fuera de lo común. Sabemos que es aficionado a la fotografía y al campo y que vive solo. Estamos intentando localizar a su hermana y a su madre en México, pero no creo que nos digan nada de interés.
—Me parece haber oído que tenía una novia en Nueva York…
—Una amiguita llamada Briseida Canchares, colombiana, licenciada en arte. La policía no lo sabe, y hemos preferido no informarles y buscarla por nuestra cuenta. Briseida se encontró con Óscar en Amsterdam hace un mes. Varios compañeros de Óscar los vieron juntos. Ella estaba becada por la Universidad de Leiden para realizar un trabajo sobre pintores clásicos y residía temporalmente en esa ciudad desde principios de año, pero también ha desaparecido…
—Es una coincidencia notable.
—Desde luego. Thea habló ayer con sus amigos de Leiden. Al parecer, Briseida se ha marchado a París acompañada de otro amigo. Hemos enviado allí a Thea para verificarlo. Esperamos sus noticias de un momento a otro. —Bosch se preguntaba si Benoit se ofendería cuando comprobara que no iba a beber más de aquel mejunje. Ocultó la taza con la mano izquierda.
—Hay que encontrarla y hacer que hable, Lothar. Empleando cualquier medio. Te das cuenta de la situación, ¿verdad?
—Me doy cuenta, Paul.
—Desfloración iba para Sothebys en otoño. La puja habría sido noticia hasta en los canales de deportes. Titulares como «menor de edad desnuda subastada», «la adolescente más valiosa de la historia…». En fin, esa clase de tonterías que contagian las primeras páginas de los periódicos… Pero en este caso las tonterías habrían sido ciertas. Desfloración era el cuadro más valioso de «Flores» y aún no tiene sustituía. Las ofertas que estábamos recibiendo superaban ampliamente las que en su día se hicieron por Púrpura, Caléndula y Tulipán. De hecho, la puja ya había comenzado. Sabes que nos gusta jugar a dos bandas.
Bosch asintió mientras fingía beber otro sorbo de té. En realidad, se humedecía los labios.
—Te asombraría saber lo que algunos estaban dispuestos a pagar por el mantenimiento mensual de esa obra —prosiguió Benoit—. Por otra parte, yo sabía cómo apretarles las clavijas a los más interesados. Desfloración se encontraba triste últimamente, Willy pensaba que podía estar iniciando una depresión, y a mí se me ocurrió aprovechar esa circunstancia en nuestro beneficio. —Los ojos de Benoit relampaguearon de orgullo—. Difundiríamos la noticia de que los costes de una posible sicoterapia encarecerían el alquiler del cuadro. Y no podíamos olvidar que la obra tenía catorce años y necesitaba salir, viajar, distraerse, comprarse cosas… En fin, que su futuro comprador tendría que mantenerla por todo lo alto si no deseaba desembolsar el triple por una restauración. Stein me dijo que era una jugada maestra. —Hizo una pausa y arrugó los labios al tiempo que entornaba los ojos en un gesto característico. Bosch sabía que estaba escuchando alucinaciones de elogio. «Le encanta recordar sus éxitos», pensó—. En dos años nos hubieran vuelto a pagar el precio del cuadro sólo en alquiler. Entonces negociaríamos la sustitución, si el Maestro aceptaba. El lienzo ya no sería tan joven y lo dejaríamos fuera, pero vendría otro. El alquiler bajaría un poco, cierto, pero habríamos aprovechado la dificultad de sustituirla para sacar otra buena tajada. Desfloración hubiera pasado a la historia como uno de los cuadros más caros del mundo. Y ahora…
Los monitores de televisión emitieron un zumbido y se iluminaron de gris. La sesión de Apoyo iba a comenzar. De Baas y sus ayudantes estaban preparados para escuchar las quejas de las obras con problemas. Benoit no pareció percibirlo: arrugaba de nuevo los labios, pero su expresión ya no era triunfal.
—Y ahora, todo se ha jodido —concluyó.
Uno de los ayudantes de De Baas se volvió para llamar a la Mesilla con un gesto. De nada le hubiera servido gritarle, porque la Mesilla llevaba cobertores auditivos. Los cobertores eran necesarios cuando se quería hablar en privado delante de un adorno. La Mesilla se puso en pie con delicado equilibrio, caminó descalza por el suelo violeta transportando la tetera y las tazas, se situó junto a De Baas y empezó a servir té. Quién sería Maggie, se preguntó Bosch de repente; de qué remoto lugar del mundo habría venido y con qué remotas esperanzas; qué hacía desnuda por completo en aquella habitación, con la cabeza rapada, auriculares en las orejas, la piel pintada de color malva con arabescos negros y una tabla unida a su cintura por una argolla. Estaba condenado a no saber las respuestas, porque los adornos no hablaban con nadie y nadie les preguntaba nunca nada.
—Me gustaría saber, Lothar —dijo Benoit de repente—, si puede tener sentido algún tipo de… de hipótesis de «montaje». —Dibujó la palabra en el aire con un gesto de la mano derecha—. ¿Me explico?
—Te refieres a…
—A que todo sea un… Me da escalofríos incluso decirlo… Un «teatro».
—Teatro —repitió Bosch.
En ese instante apareció en los monitores el rostro de Jacinto moteado, la primera flor que había solicitado una cita con Apoyo. Acababa de ducharse y desprenderse la pintura. Su cráneo liso y su piel imprimada, sin cejas ni pestañas, se estampaban sobre fondo negro. Los ojos eran incoloros como vidrios redondos. Podía advertirse la cinta de la que colgaba la etiqueta del cuello.
—Buona sera, Pietro —dijo De Baas en tono cordial, hablando por el micrófono—. ¿En qué podemos ayudarte?
—Hola, señor De Baas. —La voz del lienzo italiano llenó los amplificadores—. Lo de siempre. La dioxacina me produce picores. No entiendo por quéel señor Hoffmann insiste en usarla para el añil de mis brazos…
Benoit apenas dedicó un segundo de atención al diálogo entre De Baas y el lienzo. En seguida siguió hablando.
—Sí, teatro. Me explicaré. A primera vista, Óscar Díaz es un sico-lo-que-sea, ¿no? Ha custodiado el cuadro varias veces y, mientras lo hacía, disfrutaba pensando cómo iba a destrozarlo. Lo planea muy bien y decide dar el golpe el miércoles por la noche. Conduce la furgoneta, pero, en vez de dirigirse al hotel, se marcha al bosque. Ya lo tiene todo preparado. Obliga al cuadro a leer un texto absurdo mientras graba su voz, luego lo corta y realiza sus rituales de loco, sean los que fueren. Éste es el planteamiento, ¿no?
—A grandes rasgos, así es.
—Bien, pues ahora imagínate que sea un montaje. Imagínate que Díaz no esté más loco que tú y que yo, y que las grabaciones y la parafernalia sádica sean un teatro para despistarnos y hacernos pensar en una especie de asesino en serie, cuando, en realidad, el sector de la competencia le ha pagado para que destroce el cuadro justo antes de la subasta. —Hizo una pausa y enarcó una ceja—. Tú has sido policía, Lothar. ¿Qué te parece esta idea?
«Ridícula», pensó Bosch. Por fortuna, no necesitaba ocultar su cerebro con la mano izquierda, como hacía con la taza, para impedir que Benoit supiera lo que pensaba.
—Me cuesta trabajo aceptarla —dijo.
—¿Por?
—Sencillamente, no puedo creer que alguien haya podido hacerle eso a una niña como Annek sólo para jodernos una venta de millones de dólares, Paul. Tú tienes más experiencia en este terreno, pero… Piensa por un momento: si querían destruir el cuadro, por qué no hacerlo de mil maneras más rápidas… Incluso si pretendían imitar un acto de sadismo, como tú dices, había otros métodos… Era una niña de catorce años, por Dios. La cortaron con… con una especie de sierra eléctrica…, y estaba viva mientras…
—No era una niña de catorce años, Lothar —precisó Benoit—. Era un cuadro valorado en más de cincuenta millones de dólares de precio inicial.
—De acuerdo, pero…
—O lo ves de esta forma, o te equivocarás por completo.
Bosch asintió dócilmente. Durante un instante sólo se escuchó el diálogo entre De Baas y Jacinto moteado.
—La dioxacina ayuda a elaborar un violeta azulado más profundo, Pietro.
—Siempre me dice lo mismo, señor De Baas… Pero no es a usted a quien le pican los brazos.
—Pietro, por favor, no te enfades. Estamos tratando de ayudarte. Te diré lo que vamos a hacer. Hablaremos con el señor Hoffmann. Si él nos asegura que la dioxacina es imprescindible, buscaremos alguna forma de anestesiar tus brazos… Sólo tus brazos, ¿qué te parece…? Puede hacerse…
—Cincuenta millones de dólares es mucho dinero —dijo Benoit.
De repente la fingida calma de Bosch se quebró. Dejó de mover la cabeza en sentido afirmativo y clavó los ojos en Benoit.
—Sí, es mucho dinero. Pero señálame con el dedo a la persona capaz de hacerle eso a una niña de catorce años para intentar estropearnos una subasta millonaria. Señálame a esa persona y dime: «Es ésta». Y déjame que la mire a los ojos y compruebe que en ellos no hay otra cosa que dinero, obras de arte y subastas. Sólo entonces te daré la razón.
Ruido de porcelanas. Uno de los ayudantes de De Baas depositaba las tazas, ya vacías, sobre la Mesilla, que aguardaba arrodillada.
—Desde luego, no fue san Francisco de Asís quien destrozó el cuadro, si eso es lo que quieres decir…
—Fue un sádico hijo de puta. —Las mejillas de Bosch estaban teñidas de un color que las luces de la habitación transformaban en morado—. Tengo ganas de atraparlo, créeme.
Hubo una pausa. «Enfadarte con Benoit no te servirá de nada —se dijo Bosch—. Cálmate de una vez.» Se dedicó a mirar hacia los monitores intentando relajarse. El cuadro asentía mientras escuchaba los consejos de De Baas. Bosch recordó que Jacinto moteado se exhibía con la pantorrilla derecha alzada por encima del hombro y la cabeza apoyada en la planta del pie. No podía imaginarse a sí mismo doblado en aquella postura ni durante una fracción de segundo, pero Jacinto la soportaba seis horas al día.
Se dio cuenta de que Benoit también miraba las pantallas.
—Dios, cuánto nos cuesta conservar estas obras. A veces yo también sueño que las destrozo.
Aquella frase, en labios del jefe de Conservación, sorprendió a Lothar Bosch. Benoit solía usar un lenguaje violento cuando no había lienzos o adornos lujosos que pudieran oírlo (la Mesilla llevaba cobertores), pero aparentaba carecer de puntos débiles. Al menos, nunca los manifestaba en público. Ofrecía el falso aspecto de un jubilado ingenuo en quien podías confiar. Su cabeza completamente calva y carnosa era como una pelotita antiestrés: la mirabas y te parecía que podías exprimirla un poco para relajarte. En realidad, era él quien exprimía la tuya sin que te dieras cuenta. Bosch sabía que había ejercido como sicólogo clínico privado en un barrio noble de París antes de incorporarse a la Fundación, y su antiguo oficio le servía de mucho con los lienzos. De hecho, un éxito terapéutico muy especial provocó que el doctor Benoit cambiara de trabajo con rapidez. Valerie Roseau, una joven lienzo francesa con la que Van Tysch había pintado su obra maestra de primera etapa La pirámide, se negó un día a seguir exhibiéndose en el Stedelijk. Esto desencadenó una crisis en la que estaban en juego varios millones de dólares. Valerie llevaba años en tratamiento sicológico debido a una neurosis. Los especialistas sabían que ahí radicaba la causa de su negativa a exhibirse y se esforzaban en curarla. Benoit optó por otra estrategia: en vez de intentar curar la neurosis de Valerie, la convenció de que continuara en el museo. Stein se apresuró a ofrecerle el puesto de jefe de Conservación.
A los cuadros les encantaba hablar con Benoit, sobre todo a los más jóvenes. Le contaban sus angustias a aquel abuelito calvo con acento francés y decidían continuar en la brecha. Por supuesto, se trataba de un truco magistral. En realidad, Benoit era un individuo peligroso; más peligroso, a su modo, que la señorita Wood. Bosch pensaba que era el más peligroso de todos.
Dejando aparte a Stein y al Maestro, claro.
—Son ricos y jóvenes —decía Benoit con desprecio mientras miraba las pantallas—. ¿Qué más quieren, Lothar? Me cuesta trabajo comprenderlos. Tienen ropa, joyas, adornos y juguetes humanos, coches, drogas, amantes… Mencionan el lugar del mundo donde desean vivir, y allí les compramos un palacio. ¿Qué más quieren?
—Quizás otra clase de vida. También ellos son humanos.
Un friso de arrugas coronó la frente de Benoit. Así permaneció durante varios segundos mientras Bosch sonreía resignado, pero desafiante.
—Por favor, Lothar, no me digas estas cosas mientras bebo mi sucedáneo de té. Mi úlcera está peor últimamente. Lo que Van Tysch les ha otorgado es superior a ellos mismos y a sus miserables vidas. Les ha otorgado la eternidad. ¿Es que no se dan cuenta? Son obras increíblemente hermosas, las más hermosas que ningún pintor haya creado jamás, pero no les basta: se quejan de dolor de espalda, picores en el culo y depresión. Por favor, Lothar, por favor.
—Sólo quise decir…
—No, no, Lothar, no me jodas. —Benoit alzó la mano. Era como si rechazara una comida repugnante—. La belleza requiere cierto sacrificio. Tú no sabes lo que nos cuesta mantener a esas delicadas florecillas. No me jodas. Dejemos el tema.
Con un gesto de cólera tendió la taza en el aire. La Mesilla se acercó velozmente, arqueó la espalda proyectando el vientre y colocó la tabla bajo la taza. Necesitó flexionar las rodillas casi hasta sentarse en los talones, porque Benoit apenas había levantado el brazo. Su sexo depilado y pintado de malva quedó a la vista de Bosch.
—¿Quieres más tú también, Lothar? —preguntó Benoit mientras le indicaba al adorno que le sirviera sólo hasta la mitad.
—No, no, muchas gracias. —Bosch aprovechó la ocasión para abandonar su taza casi llena en la Mesilla.
—¿Te ha gustado?
—Delicioso.
—¿Verdad que sí? Lo encargo personalmente a una empresa de París. Tienen sucedáneos de casi todo lo que puedas imaginarte, incluso sucedáneos de sucedáneos.
Hubo una pausa. En las pantallas apareció Púrpura mágica.
—¿Te quedarás mucho tiempo en Viena, Paul? —preguntó Bosch al cabo del rato.
La pregunta cogió a Benoit en mitad de un sorbo. Lo bebió con avidez mientras movía la cabeza.
—Lo indispensable. Quiero asegurarme que se restringirá todo lo posible la información sobre el caso. Lo cual está resultando bastante difícil, por cierto. Sin ir más lejos, ayer mantuve una agradable conversación telefónica con un mandamás del Ministerio del Interior austríaco. Esta gente te hierve la sangre. Me presionaba para que la noticia se hiciera pública. Dios mío, ¿qué ocurre en este maldito país desde que en el siglo pasado asomara la cabeza un partido neonazi? Tratan todos los asuntos como si fueran de cristal, los cogen con alfileres… Siempre están pensando en cubrirse las espaldas… ¡Llegó a acusarme de poner en peligro a la población de Viena…! Le dije: «Lo único que se encuentra en peligro hasta el momento, que yo sepa, son nuestros cuadros». ¡Imbécil! —Tras una pausa, agregó—: Bueno, esto último no se lo dije.
Bosch soltó una risa completamente silenciosa, sólo los gestos y la boca entreabierta.
—Paul, necesitas inyecciones intravenosas de sucedáneo de té.
—No me gustan los austríacos. Son demasiado retorcidos. Ese timador de Sigmund Freud era austríaco. Te juro que…
Se escuchó un ruido en la puerta y penetró en tromba la escueta figura de April Wood.
—¿Te ha llamado el policía con el que charlamos ayer? —preguntó directamente a Bosch.
—¿Félix Braun? No. ¿Por qué?
—He dejado un mensaje en su contestador exigiéndole que nos llame de inmediato. Sus hombres encontraron la furgoneta esta madrugada, pero no nos dijeron nada. Me he enterado gracias a nuestros pajaritos. Ah, hola, Paul. Qué bien que hayas venido. Podremos reírnos todos juntos.
—¿La furgoneta? —dijo Benoit—. ¿Y Díaz?
—Ni rastro.
Ambos hombres recibieron la noticia con gestos de preocupación. Durante un momento sólo se escuchó el diálogo que De Baas mantenía con la flor púrpura. Un agente acercó una silla. Wood dejó caer en ella su mínima anatomía y cruzó las piernas revelando unos pantalones de jinete y unas botas de cuero de punta afilada. Su delgado cuello asomaba tres palmos por encima de los hombros envuelto en un pañuelo de seda púrpura. La tarjeta roja de la solapa hacía juego con el pañuelo. Parecía un muchachito guapo, un afeminado hijo de papá al que acabaran de expulsar por tercera o cuarta vez de la universidad. Su presencia tenía algo que provocaba desazón: no estaba en su postura al sentarse, ni en el rictus de sus labios, ni en su manera de mirar (aunque a Bosch le gustaba más su perfil que sus ojos directos), ni en su vestimenta llamativa. Por separado, todos los elementos de los que Wood se componía resultaban atractivos: era el conjunto lo que los tornaba desagradables.
—¿Quieres un poco de sucedáneo de té? —ofreció Benoit señalando la Mesilla.
—No, gracias, Paul. Tómatelo tú, te va a hacer falta. Porque ahora viene lo más gracioso.
Bosch y Benoit la miraron.
—La furgoneta se encontraba a cuarenta kilómetros al norte de la zona en que hallaron el cuadro, oculta entre los árboles. El localizador estaba desactivado, como suponíamos. En la parte trasera había un plástico ensangrentado. Quizá lo usó para envolver la obra después de hacerla trizas y poder así arrastrarla por la hierba sin mancharse. Y en la vereda había huellas de otros neumáticos, al parecer un turismo. Tenía otro coche esperándolo ahí, claro. El señor Don Listo lo ha planeado todo muy bien.
—Me duele, señor De Baas. Digamos que me duele. Puedo soportarlo, pero me duele.
Era la voz de Orquídea imaginaria. Se hallaba en el gimnasio para lienzos del Museumsquartier adoptando una posición clásica de tensión: de pie, doblada sobre sí misma, con las manos en las pantorrillas y la cabeza entre las corvas. Para filmar su rostro, la cámara tenía que situarse a su espalda casi a ras del suelo. Por supuesto, la cara de Orquídea aparecía al revés en la pantalla.
—Pero ¿te duele sólo cuando adoptas la postura, Shirley? —preguntó De Baas.
Benoit no miraba hacia los monitores sino a Wood. Parecía repentinamente irritado.
—April, ¿dónde se ha metido Díaz, por el amor de Dios? Ese tipo es un simple empleado de custodia. ¡No puede haber montado un plan de ese calibre! ¿Dónde está Óscar Díaz?
—Haz girar un globo terráqueo y pon un dedo, Paul. A lo mejor aciertas.
—No me sientan bien las bromas últimamente, te lo advierto.
—No es una broma. Desde que destrozó el cuadro hasta que comenzamos a buscarlo pasaron varias horas. Si tenemos en cuenta que disponía de otro coche y si añadimos documentación falsa, puede estar en cualquier sitio del planeta.
—Ay, ahora mismo el dolor es… uf…
—No lo aguantes, Shirley. No trates de aguantarlo, porque no vamos a poder saber cuánto te duele… Estoy notando el esfuerzo que haces… Déjate llevar. Expresa el dolor que sientes…
—Tenemos que encontrar a esa colombiana —murmuró Benoit entre dientes.
—Eso parece más factible —dijo la señorita Wood—. Thea acaba de llamarme desde París. Nuestra querida Briseida Canchares está en casa de Roger Levin, el hijo mayor de Gastón.
—¿El marchante? —Benoit se pasó una mano por el rostro—. Todo se complica cada vez más…
—Tengo que su-su-superarlo, se-se-señor De Ba-a-a-aas… So-so-soy un cuadro, se-se-seño-o-o-or De Ba-a-a-aaaaaas…
—No, no, no, Shirley. Eso es un error. No puedes superar tu dolor. Quiero que lo expreses… Vamos, Shirley, no lo aguantes más: grita si es preciso…
—Roger y la chica asisten esta noche a una de esas fiestas sorpresa que organizan los Roquentin para atraer clientes y comerciar con cuadros ilegales. Pero la sorpresa se la van a llevar cuando regresen a casa. —Wood miró su reloj—. Thea me llamará de un momento a otro.
—Grita, Shirley. Todo lo fuerte que puedas. Quiero oír cuánto te duele la espalda…
—N-n-n-n-n… N-n-n-n-n-n-n-nnnnnnn…
Bosch observaba los monitores. Un llanto seco arrugaba la frente del lienzo (estaba imprimada y carecía de lágrimas). Sus rodillas, al lado de la cara, temblaban. Benoit y Wood eran las únicas personas de la habitación que no prestaban atención a lo que ocurría en las pantallas. La Mesilla tampoco miraba, pero la Mesilla era un adorno.
—April: asústala lo suficiente —indicó Benoit—. A ella y al imbécil del hijo de Levin, si es preciso.
Wood asintió.
—Tenemos previsto asustarlos tanto que se harán pipí encima, Paul.
—¿Romberg está en Viena?
—Romberg está en Checoslovaquia por el asunto de las copias falsas. La semana pasada localizamos un boceto espurio de una de las figuras de Pareja y le quitamos las ganas de seguir participando en falsificaciones. No creo que nos denuncie, pero el asunto es delicado.
—¿No lo ves, Shirley? ¡Te duele demasiado! Voy a contar hasta tres. Entonces lanzarás un grito, ¿de acuerdo…?
—April, deja las copias falsas por el momento. Este tema es prioritario.
—¿Desde cuándo eres también el director de Seguridad, Paul?
—No es eso, April, no es eso…
—¡Con todas tus fuerzas…! Un verdadero aullido, Shirley…
—La policía austríaca está buscando a Díaz hasta debajo de la alfombra del ministro del Interior —dijo Wood—. No creo que sea necesario invertir más hombres y dinero en un trabajo que ellos pueden hacer por nosotros. El hecho de que los perros nos traigan la presa no quiere decir que los cazadores sean ellos, Paul.
—Dos…
—De acuerdo, hagámoslo a tu modo, April. Sólo quiero…
—¡Tres!
—¡¡Aaaaaaaaa AAAAAAHHHH…!!
Era extraño y fascinante ver un rostro gritando cabeza abajo: en la cúspide, bajo una frente piramidal y minúscula, un enorme ojo ciego con un tentáculo rosa; en la base, dos brechas apretadas entre arrugas. Salvo la Mesilla, todo el mundo se llevó las manos a los oídos.
—¡Mierda, Willy! —exclamó Benoit—. ¿No puedes ponerle un bozal a esa imbécil? ¡Así es imposible hablar!
Willy de Baas se apartó del micrófono y desconectó el sonido de los altavoces.
—Lo siento, Paul. Es Shirley Carloni. En abril se tronchó y la operamos, ¿recuerdas? Pero no quedó bien.
Bosch recordó que aquella expresión —«troncharse»— se había hecho popular entre los miembros del equipo de Conservación de «Flores». Servía para designar el problema más grave que podían sufrir las obras: las lesiones de columna.
—Retírala una semana, suspende los flexibilizadores, aumenta los analgésicos y llama a los cirujanos —dijo Benoit.
—Es lo que pensaba hacer.
—Pues hazlo, y baja el volumen de tu magnífico altavoz, por favor… ¿Qué iba diciendo…? April: no quiero supervisar tu trabajo, no te confundas. Sabes hasta qué punto confiamos en ti. Pero este problema es… digamos… un tanto especial. Ese cabrón no ha destruido a una adolescente, sino a un patrimonio de la humanidad.
—Me hago cargo, Paul —dijo Wood con una sonrisa.
—Te haces cargo, muy bien, yo también me hago cargo. Todos nos hacemos cargo en esta artística empresa, April. Podemos decirle eso a las compañías de seguros, si quieres: «Nos hacemos cargo». También podemos decírselo a nuestros inversores y clientes particulares: «No se preocupen, nos hacemos cargo». Después les organizamos una cena en un salón decorado con diez desnudos de Rayback y cincuenta bellos adornos haciendo de mesas, floreros y sillas al estilo Stein, los dejamos boquiabiertos y les pedimos más dinero. Pero ellos nos dirán, y con razón: «Vuestros decorados son sublimes, pero si un agente de vuestro equipo de vigilancia puede destruir una obra valiosa impunemente, ¿quién querrá asegurar más obras en el futuro? ¿Y quién pagará por poseerlas?».
Benoit gesticulaba sosteniendo la taza vacía. La Mesilla llevaba cierto tiempo esperando a que depositara la taza sobre la tabla, pero Benoit, distraído, no se daba cuenta. El adorno no decía ni hacía nada: sólo aguardaba sentada sobre sus talones, concentrada en el equilibrio. Su vientre, al respirar, hacía oscilar la tetera. Observando la escena, a Bosch le entraron unas insólitas ganas de reír.
—Esta empresa está montada sobre la belleza —decía Benoit—, pero la belleza no es nada sin el poder. Imagínate a todos los esclavos muertos y al faraón teniendo que transportar él solo los pedruscos…
—Se troncharía —dijo Bosch con buen humor.
—El arte no es otra cosa que poder —sentenció Benoit—. Se ha abierto una brecha en la fortaleza, April, y tú eres la encargada de cerrarla.
Por fin pareció percatarse de la taza y, con un rápido ademán, la depositó sobre la Mesilla, que se incorporó con agilidad.
En ese instante, el color de la habitación, como la llegada de una nube de tormenta, se deslizó por el espectro hacia un púrpura más profundo.
—Quiero saber quéle sucede a Annek —se escuchó en inglés de Harlem.
Todos se volvieron hacia las pantallas sabiendo que era Sally antes de verla. Se apoyaba en uno de los plintos del gimnasio para lienzos y la cámara la filmaba hasta la mitad de los muslos. Vestía camiseta y pantalones cortos. Los pantalones se le hundían en las ingles. Se había desprendido la pintura con disolventes, pero aun así su piel de ébano seguía mostrando destellos en púrpura oscuro. La etiqueta del cuello era una excepción amarilla atrapada entre los pechos.
—No me creo lo de la gripe… La única causa de retirada de un cuadro en esta puta colección es troncharse, y si papáWilly me estáoyendo, que se atreva a negarlo…
Willy de Baas había desconectado los micrófonos y hablaba apresuradamente con Benoit.
—Les hemos contado a los cuadros que Annek tiene gripe, Paul.
—Joder —masculló Benoit.
Sally no dejaba de sonreír mientras hablaba. De hecho, parecía feliz. Bosch supuso que estaría drogada.
—Mira mi piel, papá Willy: mira mis brazos, y aquí, en el vientre… Si apagas las luces, me podrás ver todavía. Mi piel es una frambuesa pasada de fecha. Me la miro y me dan ganas de comer ciruelas. Llevo asídesde el año pasado y no me han retirado ni una sola vez. O te tronchas, o te exhibes, no hay gripe que valga. Pero ni Annek ni yo podemos troncharnos, ¿no es verdad…? Nuestras posturas con la espalda erguida son más cómodas que las de la mayoría. Eso es una suerte, lo dicen todos. ¡Menuda suerte!, dicen… Yo digo: según se mire… A los demás cuadros los sacan en camilla cuando termina la jornada, es verdad… A nosotras, en cambio, nos envidian porque podemos caminar sin dolor de espalda y no necesitamos implantes de flexibilizadores que hacen que te puedas pegar en la espinilla con el pie del mismo lado, ¿no, papáWilly…? Pero eso también nos margina, ya que no pertenecemos al grupo de tronchados oficiales… De modo que no me engañéis. ¿Qué tiene Annek? ¿Por qué la habéis retirado?
—Joder —volvió a decir Benoit.
—Puede armar una buena —dijo De Baas con el cuello torcido hacia Benoit.
—Va a armar una buena —precisó uno de sus ayudantes.
—¿Qué ocurre, papá Willy…? ¿Por qué no respondes…?
Benoit soltó una maldición, indignado, y se puso en pie.
—Déjame que intervenga yo, Willy. ¿Por qué le dijiste esa estupidez de la gripe?
—¿Qué íbamos a decirle?
—¿Papá Willy? ¿Estás ahí…?
Benoit se acercaba con pasitos rápidos a De Baas al tiempo que seguía hablando.
—Es un cuadro de treinta millones de dólares, Willy. Treinta kilos y un mantenimiento mensual que prefiero callarme… —Cogió el micrófono que le tendía De Baas—. Y se ha vuelto insustituible: el propietario la quiere a ella. Hay que actuar con delicadeza…
Repentinamente, la voz de Benoit se hizo maravillosa.
—¿Sally? Soy Paul Benoit.
—Guau. —Sally sacó los pulgares del pantalón y colocó ambas manos en la cintura—. El abuelito Paul en persona… Cuánto honor, abuelito Paul… El abuelito Paul es el que siempre se pone al teléfono cuando se trata de rectificar, ¿no es verdad…?
«Está drogada, seguro», pensaba Bosch. Sally arrastraba las frases y dejaba los abultados labios entreabiertos durante las pausas. A Bosch le parecía uno de los lienzos más bellos de toda la colección.
—En efecto —dijo Benoit en tono simpático—. En esta casa funcionamos así: a Willy le pagan menos que a mí, y por lo tanto dice más tonterías. Pero ahora ha sido pura casualidad. Estoy de paso por Viena, y me ha apetecido venir a veros.
—Pues no entres en el gimnasio, abuelito, es un consejo. Algunas flores se han vuelto carnívoras. Dicen que cuidas mejor a los perros que tienes en Normandía que a nosotras.
—No te creo, no te creo. Eres muy mala, Sally.
—¿Quéle ha pasado a Annek, abuelito? Dime la verdad, para variar.
—Annek está bien —contestó Benoit—. Lo que ocurre es que el Maestro ha decidido retirarla unas cuantas semanas para perfilar algunos detalles.
La excusa era absurda, pero Bosch sabía que Benoit tenía mucha experiencia engañando a los cuadros.
—¿Para perfilar…? ¡No jodas, abuelito! ¿Crees que soy idiota…? El Maestro la terminóhace dos años… Si la ha retirado seráporque quiere sustituirla…
—No te enfades, Sally, es lo que me han contado a mí. Y a mí suelen contarme la verdad. No va a haber ninguna sustituía para Desfloración hasta dentro de dos años. El Maestro se la ha llevado a Edenburg para corregir algunos detalles del color del cuerpo, eso es todo. En teoría, puede hacerlo: Desfloración aún no ha sido vendida.
—¿Es verdad lo que me estás diciendo, abuelito?
—A ti no podría mentirte, Sally. ¿Acaso Hoffmann no hace lo mismo contigo? ¿No te retoca el púrpura cada dos por tres?
—Es cierto.
—Se lo está tragando… —susurró uno de los ayudantes, admirado—. ¡Se lo está tragando! —De Baas siseó para hacerle callar.
—¿Por qué no nos habéis dicho la verdad desde el principio, abuelito? ¿A qué ha venido eso de la «gripe»…?
—¿Y qué íbamos a decir? ¿Que uno de los cuadros más valiosos de Bruno van Tysch aún no está terminado? No hace falta que te diga, Sally, que esto debe quedar entre tú y yo, ¿de acuerdo?
—Guardaréel secreto. —Sally se detuvo un instante y algo en su expresión cambió. De repente, Bosch dejó de pensar en obras de arte y contempló en la pantalla a una joven solitaria y temerosa—. En fin, supongo que ya no veréa esa pobre niña durante una buena temporada… Me da un poco de lástima, abuelito. Annek es una criatura, no tiene a nadie… Creo que le he cogido cariño porque yo también me siento sola… ¿Sabes que la había invitado a pasear este lunes por el Prater…? Penséque eso podría ayudarla…
—Y la ayudaste, Sally, estoy seguro. Ahora, Annek se siente mejor.
«Cinismo tres veces al día después de las comidas», pensó Bosch.
—¿Cuándo regreso a casa del señor P?
Bosch recordó que Tulipán púrpura había sido adquirida hacía casi quince años por un individuo llamado Perlman. Se trataba de uno de los clientes más apreciados por la Fundación. Sally era la décima sustituta del cuadro. Todas sus predecesoras y ella llamaban a Perlman «el señor P». Últimamente, el señor P parecía haberse encaprichado con Sally y exigía que no la sustituyeran a finales de año. Como pagaba un mantenimiento astronómico por la obra, sus deseos eran órdenes. Además, Perlman había cedido amablemente su Tulipán para aquella gira europea, de modo que era preciso devolverle el favor.
—El más indicado para informarte acerca de ese aspecto es Willy. Te paso con él. Y ánimo.
—Gracias, abuelito.
Mientras De Baas proseguía con la conversación, Benoit pareció despojarse de una máscara a la fría luz violeta de las paredes. Extrajo un pañuelo de la chaqueta y se secó el sudor al tiempo que daba rienda suelta a sus nervios.
—Estoy harto de estos puñeteros cuadros, pueden creerme… Niñatas y niñatos de mierda, elevados a la categoría de obras de arte… —Y deformó la voz, imitando el acento de Sally—: «Yo también me siento sola…». ¡La han sacado de un barrio de negros, cobra más en un mes que todo lo que yo ganaba en un año cuando tenía su edad y todavía dice que se siente «sola…»! ¡Estúpida!
Una única risilla de mosquito satisfecho celebró sus palabras: era la señorita Wood. Ninguna broma en ningún idioma lograba eso con Wood, pero Bosch la había visto más de una vez reírse así cuando alguien manifestaba su amargura.
—Ha estado soberbio, jefe —dijo un ayudante elevando el pulgar hacia Benoit.
—Gracias. Y no volváis con más excusas sobre gripes, por favor. Hay que ser muy delicado con estos lienzos para mantenerlos en buenas condiciones, muy sutiles. Están drogados, pero son listos. Si los sustituyéramos antes, ahorraríamos en mantenimiento. Desde luego, prefiero mantener los «Monstruos». —Hizo una pausa y resopló—. De un tiempo a esta parte, el arte se ha vuelto una locura…
—Por suerte tenemos al «abuelito Paul» para restaurar todos los cuadros —dijo Wood.
Benoit fingió no haberla oído. Se dirigió a la puerta, pero se detuvo a medio camino.
—Debo irme. Me crean o no, esta madrugada tengo un concierto privado en el Hofburg. Reunión de alto nivel. Estaremos cuatro políticos austríacos y yo. Un contratenor de dieciocho años cantará La bella molinera. Si al menos pudiera librarme de ese concierto, sería feliz. —Y agitó un índice en el aire—. Por favor, April: resultados.
Siguió agitando el dedo un rato sin añadir nada más. Después salió.
El teléfono móvil de la señorita Wood comenzó a repicar.
—Ya tenemos a la colombiana —le dijo a Bosch cuando colgó.
Ambos salieron apresuradamente de la habitación color violeta.