Rojo. El rojo era el color predominante. Rojo como un estropicio de amapolas machacadas. La señorita Wood se quitó las gafas para contemplar las fotos.
—La encontramos esta madrugada en una zona boscosa del Wienerwald —dijo el policía—, a una hora en coche desde Viena. Dos aficionados a la ornitología que estudiaban el canto de las lechuzas nos avisaron. Bueno, en realidad avisaron a la policía uniformada, y el teniente coronel Huddle nos llamó a nosotros. Así suele ocurrir.
Bosch iba pasando las fotos a la señorita Wood mientras el policía hablaba. El paisaje mostraba césped, troncos de hayas y varias flores, incluso la sorprendente presencia de un papamoscas posado en la hierba junto a la blusa rosada hecha jirones. Pero todo estaba cubierto de rojo, hasta el zapato en forma de oso de peluche que asomaba detrás de un árbol. La cara del oso sonreía.
—Estas cosas esparcidas alrededor… —dijo la señorita Wood.
La mesa era enorme y el policía, sentado frente a Wood, no podía ver lo que ella señalaba, pero sabía perfectamente a qué se refería.
—Es la ropa.
—¿Y por qué está tan destrozada y manchada de sangre?
—Ésa es una buena observación, en efecto. Fue lo primero que nos intrigó. Pero hemos encontrado restos de tejido incrustado en las heridas. La conclusión es sencilla: la cortó con la ropa puesta y después se la arrancó.
—¿Por qué?
El policía hizo un gesto vago.
—Abuso sexual, quizá. Pero no hemos hallado evidencias, aunque estamos esperando el informe definitivo del forense. No obstante, la conducta de estos individuos no siempre sigue un esquema lógico.
—Está como… como mostrada, ¿no? Colocada para que le hagan fotos.
—¿Fue así como la encontraron? —preguntó Bosch al policía.
—Sí, boca arriba, brazos y piernas extendidos.
—Le dejó puestas las etiquetas —señaló Bosch a la señorita Wood.
—Ya lo veo —dijo la señorita Wood—. Las etiquetas son difíciles de romper, pero con el aparato con que le hizo estas heridas podría haberlas cortado como papel. ¿Se ha identificado ya el instrumento que utilizó?
—Fuera lo que fuese, era electrónico —replicó el policía—. Pensamos en un trépano o en algún tipo de sierra automática. Cada herida es un corte profundo y único. —Extendió el brazo a lo largo de la mesa y posó la punta de un lápiz sobre una de las fotos que tenía más cerca—. Hay diez en total: dos en la cara, dos en el pecho, dos en el vientre, una en cada muslo y dos en la espalda. Ocho de ellas forman aspas. Hay cuatro aspas, por tanto. Las de los muslos son dos líneas verticales. Y no me pregunte tampoco por qué.
—¿Murió como consecuencia de las heridas?
—Probablemente. Ya le he dicho que estamos esperando el informe de…
—¿Hay algún cálculo preliminar sobre la hora de la muerte?
—Teniendo en cuenta el estado del cuerpo, pensamos que todo debió de suceder la misma noche del miércoles, horas después de que se la llevaran en la furgoneta.
La señorita Wood sostenía sus gafas oscuras con dos dedos de la mano izquierda. Tocó con ellas delicadamente el brazo de Bosch.
—Yo diría que hay poca sangre alrededor. ¿No te parece?
—Estaba pensando en eso.
—Es cierto —asintió el policía—. No lo hizo ahí. Quizá la cortó dentro de la furgoneta. Tal vez utilizó algún tipo de sedante, porque el cuerpo no presentaba señales de lucha ni de ataduras. Después la arrastró hasta ese lugar y la dejó en la hierba.
—Y se dedicó a arrancarle la ropa al aire libre —acotó Wood—, corriendo el riesgo de que los ornitólogos aficionados hubieran decidido estudiar a las lechuzas una noche antes.
—Sí, es extraño, ¿verdad? Pero ya le digo que la conducta de estos…
—Comprendo —lo interrumpió la mujer, calándose de nuevo las gafas. Eran unas Ray Ban con montura dorada y cristales completamente negros. Al policía le parecía imposible que la señorita Wood lograra ver algo con ellas en la rojiza oscuridad de aquel despacho. La elipse roja de la mesa, al reflejarse en los cristales, se duplicaba en lagunas de sangre—. ¿Podríamos oír ahora la grabación, detective?
—Claro.
El policía se agachó para manipular un maletín de piel. Cuando volvió a incorporarse, sostenía una grabadora portátil. La colocó junto a las fotos como si se tratara de un recuerdo más de algún viaje turístico.
—Se encontraba a los pies del cadáver. Una cinta de cromo de dos horas sin inscripciones ni marcas. El aparato con que la hizo parece bueno.
Con un golpe del dedo índice la puso en marcha. Un ruido repentino provocó que Bosch enarcase las cejas. El policía se apresuró a bajar el volumen.
—Está muy alto —dijo.
Una breve pausa. Un chasquido. Comenzó.
Al principio fue un aleteo. Crepitaciones de hoguera. Un pájaro envuelto en llamas. Entonces un aliento trémulo. Nació la primera palabra. Parecía una queja, un gemido. Pero se repetía, y era posible comprender su significado: Art. Tras un nuevo esfuerzo del hálito, se deslizó a tientas la primera frase. La dicción era nasal, quebrada por jadeos, revuelos de papel y graznidos de micrófono. La voz era la de una adolescente. Hablaba en inglés.
—El arte también es destruc… destrucción… Antes era sólo… eso. En las cuevas se pintaba lo que… lo que se quería sa… sacri… sacri…
Chirridos. Un breve silencio. El policía pulsó la pausa.
—Aquí interrumpió la grabación, sin duda para hacerle repetir la frase.
La continuación era más nítida. Cada palabra era pronunciada ahora con minuciosa lentitud. Lo que se percibía en este nuevo discurso era un intento desesperado de la garganta por no fracasar. Pero algo que quizás era terror cuarteaba los lagos helados de las pausas.
—En las cuevas se pintaba sólo lo que se quería sacrificar… El arte de los egipcios era funerario… Todo estaba dedicado a la muerte… El artista dice: te he creado para cazarte y destruirte y en tu sacrificio final estáel sentido de tu creación… El artista dice: te he creado para honrar a la muerte… Porque el arte que sobrevive es el arte que ha muerto… Si las figuras mueren, las obras perduran…
El policía apagó la grabadora.
—Eso es todo. Por supuesto, estamos analizándola en el laboratorio. Creemos que la hizo en la furgoneta con las ventanillas cerradas, porque no hay mucho ruido de fondo. Probablemente se trataba de un texto escrito y la niña tuvo que leerlo.
El denso silencio perduró después de las palabras del policía. «Es como si al escucharla, al oír su voz, hubiésemos comprendido por fin todo el horror», pensaba Bosch. No le sorprendía esta reacción. Las fotos lo habían impresionado, desde luego, pero, en cierto modo, era fácil distanciarse de una foto. En sus tiempos como miembro activo de la policía holandesa, Lothar Bosch había desarrollado una frialdad inesperada frente a los espantosos fantasmas de color rojo convocados en el cuarto de revelado. Sin embargo, escuchar la voz resultaba muy diferente. Detrás de aquella garganta vibraba un ser humano que había muerto de manera espantosa. El violinista se hace más nítido cuando percibimos el violín.
A los ojos de Bosch, acostumbrado a verla posando al aire libre, o en el interior de habitaciones o museos, desnuda o casi desnuda y pintada de varios colores, ella nunca había sido una «niña», como el policía la denominaba, salvo una vez. Había ocurrido dos años antes. Un coleccionista colombiano llamado Cárdenas de antecedentes no muy limpios la había comprado en La guirnalda, de Jacob Stein, y Bosch se había sentido inseguro sobre lo que podía suceder en aquella hacienda de las afueras de Bogotá cuando ella posara ocho horas diarias frente a su propietario vestida con una mínima cinta de terciopelo atada a su cintura. Decidió adjudicarle protección adicional y la citó en sus oficinas del Nuevo Atelier de Amsterdam para informarle sobre el asunto. Recordaba bien el momento: la obra entró en su despacho en camiseta y vaqueros, la piel imprimada y sin cejas, con las tres etiquetas amarillas de costumbre, pero, por lo demás, sin una gota de pintura encima, y le tendió la mano. «Señor Bosch», le dijo.
Era la misma voz de la niña de la grabación. El mismo acento holandés, idéntica tersura.
Señor Bosch.
Con aquel simple gesto y aquellas palabras el lienzo se había transformado ante sus ojos en una niña de doce años. La sensación tuvo apariencia de relámpago. Por su cerebro cruzaron imágenes de su propia sobrina, Danielle, cuatro años menor. Se dio cuenta de que estaba permitiendo que una chiquilla se marchara a trabajar prácticamente desnuda a la casa de un hombre adulto con antecedentes penales. Pero, cuando el vértigo cesó, recobró su neutralidad de costumbre. «No es una niña, es un lienzo, por supuesto», se dijo. No le había sucedido nada malo a la obra en la hacienda de Bogotá. Ahora, en cambio, alguien la había destrozado en un bosque de Viena.
Mientras escuchaba la grabación, Bosch había estado recordando aquella tierna presión en su mano derecha y el «señor Bosch» pronunciado con inconsciente delicadeza. Dos clases distintas de percepciones, pero en el fondo idénticas: suavidad, calidez, inocencia, suavidad, suavidad…
Tenía delante al policía, que lo miraba como esperando que dijera algo.
—¿Por qué dejaría la grabación? —preguntó Bosch.
—Esta clase de locos quieren que todo el mundo escuche sus teorías —dijo el policía.
—¿Han encontrado ya la furgoneta? —preguntó la señorita Wood.
—No, pero la encontraremos pronto, si es que no la ha hecho desaparecer de algún modo. Conocemos el modelo y la matrícula, así que…
—Fue muy listo —dijo Bosch.
—¿Por qué lo dice?
—Nuestras furgonetas tienen un localizador. Un sistema GPS que avisa de la posición del vehículo en cada momento. Lo instalamos hace un año para prevenir el robo de obras valiosas. Pero el miércoles por la noche perdimos la señal de ésta al poco rato de salir del museo. Sin duda, encontró el localizador y supo desactivarlo.
—¿Y por qué tardaron tanto en llamarnos? Recibimos la denuncia el jueves por la mañana.
—No nos dimos cuenta de la pérdida de señal. El localizador hace sonar una alarma si la furgoneta se desvía del camino prefijado, si hay un accidente o si permanece detenida durante mucho tiempo antes de llegar al hotel. Pero en este caso la alarma no sonó, y se nos pasó por alto la pérdida de la señal.
—Eso indica que el tipo conocía la existencia de ese localizador —observó el policía.
—Por eso pensamos que Óscar Díaz tuvo que haber colaborado de alguna forma, o ser el culpable.
—A ver si lo he entendido bien. Óscar Díaz era el encargado de llevarla al hotel, ¿no es cierto? Una especie de vigilante de seguridad de la empresa de ustedes, ¿no?
—Sí, un agente de nuestro equipo —asintió Bosch.
—¿Y por qué su propio agente haría algo así?
Bosch miró al policía y después a la señorita Wood, que permanecía sumida en el silencio.
—No lo sabemos. Díaz posee un historial impecable. Si estaba loco, lo disimuló muy bien durante varios años.
—¿Qué saben de él? ¿Tiene familia? ¿Amigos…?
Bosch recitó los antecedentes que ya se había aprendido de memoria por haberlos repasado cien veces durante los últimos días.
—Soltero, veintiséis años, natural de México, su padre muerto de cáncer de pulmón, su madre vive con su hermana en el Distrito Federal. Óscar emigró a Estados Unidos a los dieciocho años. Es fuerte, le gusta el deporte. Trabajó de guardaespaldas para empresarios hispanos afincados en Miami o Nueva York. Uno de ellos tenía una obra hiperdramática en su casa. Óscar pidió información y comenzó a vigilar exposiciones pequeñas en galerías neoyorquinas. Luego trabajó para nosotros. Fuimos ampliándole el terreno, porque era listo y bastante competente. La primera gran obra de la Fundación que custodió fue un Buncher que exponía la galería Leo Castelli.
—¿Un qué?
La señorita Wood tomó la palabra con sequedad.
—Evard Buncher fue uno de los fundadores del hiperdramatismo ortodoxo, junto con Max Kalima y Bruno van Tysch. Era noruego, y durante la segunda guerra mundial fue arrestado por los nazis y enviado a Mauthausen. Logró sobrevivir. Viajó a Londres, conoció a Kalima y a Tanagorsky y empezó a usar seres humanos en vez de lienzos de tela para pintar sus cuadros. Pero él los encerraba en cajas. Algunos dicen que se vio influido por sus experiencias en el campo de concentración.
«Esta mujer es una computadora», pensó el policía.
—Son cajas pequeñas, abiertas por un lateral —siguió explicando Wood—. El lienzo se introduce en una y permanece en ella durante horas. —Giró hacia la pared que tenía detrás y señaló la gran foto que la adornaba—. Eso es un Buncher, por ejemplo.
El policía la había visto nada más llegar y se había preguntado qué diablos significaba. Dos cuerpos desnudos y pintados de rojo comprimidos dentro de un cubo de cristal. El cubo era tan pequeño que los obligaba a fundirse en una complicada contorsión. Los genitales resultaban visibles, los rostros no. A juzgar por los primeros, eran un hombre y una mujer. La foto, enorme, ocupaba casi toda la pared de aquel despacho del Museumsquartier. «Se supone que eso es una obra de arte —pensó el policía—. Y cualquiera podría comprarla y llevársela a casa.» Se preguntó si a su esposa le gustaría tener una cosa como aquélla adornando el comedor. ¿Cómo lograban aguantar tanto tiempo en esas inhumanas posturas?
Recordó la exposición que acababa de ver aquella misma tarde.
El arte nunca había interesado especialmente a Félix Braun, detective de la sección de homicidios del Departamento de Investigación Criminal de la policía austríaca. Sus preferencias de buen vienés se detenían en la música del siglo XIX. Naturalmente, había visto varias obras hiperdramáticas exhibidas al aire libre en lugares públicos de Viena, pero nunca hasta esa tarde había asistido a una exposición completa.
Había llegado al Museumsquartier —el centro cultural y artístico que albergaba la mayoría de los museos de arte moderno de Viena— cuarenta minutos antes de la hora prevista para su reunión con la señorita Wood y el señor Bosch. Como no tenía nada mejor que hacer, y debido a las circunstancias especiales del caso, había decidido visitar la exposición a la que pertenecía la adolescente asesinada.
Se exhibía en la Kunsthalle. Un enorme cartel con la foto de una de las figuras (después supo que era Calendula desiderata) ocupaba toda la fachada principal del edificio. El título de la colección estaba escrito en alemán con grandes letras rojas: «Blumen», de Bruno van Tysch. Un título muy simple, pensó Braun. «Flores.» Antes de acceder a la sala, el público se deslizaba por un detector magnético, una cinta de rayos X y una cabina individual de análisis de imágenes. Por supuesto, su arma reglamentaria hizo saltar la alarma del primer filtro, pero Braun ya se había identificado. Franqueó unas puertas dobles y penetró en la inhumana oscuridad del arte. Al principio pensó en estatuas pintadas y colocadas sobre pedestales. Luego, al acercarse a la primera, apenas se atrevió a creer que aquello fuera un individuo de carne y hueso, una persona viva. Cinturas dobladas como bisagras, piernas enarboladas en vertical, espaldas arqueadas con arquitectura de puente… No se movían, no parpadeaban, no respiraban. Los brazos imitaban pétalos y los tobillos, de lejos, simulaban tallos. Era preciso aproximarse hasta el cordón de seguridad y observar con mucha atención para distinguir músculos, pechos coronados por el botón rojo de los pezones, genitales desprovistos de vello y de obscenidad, genitales limpios de ideas como corolas de flor. Y entonces la nariz de Braun tomó el relevo informándole de que cada una despedía un aroma distinto y penetrante, perceptible a cierta distancia incluso por encima de los diversos olores (no todos gratos) del público que abarrotaba la sala, como el tema de un instrumento solista destacándose sobre el acompañamiento orquestal.
«Blumen.» «Flores.» La colección de veinte «Flores» de Bruno van Tysch. Calendula desiderata, Iris versicolor, Rosa fabrica, Hedera helix, Orchis fabulata. Los títulos eran casi tan fantásticos como las propias obras. Recordó haber visto fotos de algunas de aquellas flores en una revista, o en el periódico o la televisión. Se habían convertido casi en iconos culturales del siglo XXI. Pero nunca hasta entonces las había contemplado al natural, todas juntas, expuestas en aquel enorme salón de la Kunsthalle. Y, por supuesto, nunca las había olido. Braun anduvo durante media hora de un podio a otro, la boca paralizada por el asombro. Era una experiencia sobrecogedora.
La que estaba pintada en rojo fuego fue la que más le atrajo. Su color era tan intenso que provocaba una ilusión óptica: un aura, una mancha en las retinas, la leve distorsión del aire que produce un objeto muy caliente. Se acercó al podio como en trance. En su olor, incisivo y fabulatorio como el de los tenderetes de esencias árabes, Braun creyó percibir un deje familiar. La obra se hallaba en cuclillas apoyada sobre las puntas de los pies. Mantenía ambas manos frente al sexo y la cabeza ladeada a la derecha (la izquierda de Braun). Estaba completamente rapada y depilada. Al pronto pensó que carecía de rasgos, pero bajo la intensa máscara bermellón se advertían el rasguño de los párpados, la protuberancia de la nariz y el repujado de un par de labios. Los dos pequeños pechos le hicieron saber que era una mujer joven. No se movía, no temblaba. Braun dio la vuelta al podio sin descubrir ningún tipo de soporte que la ayudara a mantenerse de puntillas en aquella posición. Era una chica pintada de rojo, desnuda, rapada, en equilibrio sobre las puntas de los pies.
Fue entonces cuando creyó reconocer la fragancia.
Aquella figura olía de manera ligeramente similar al perfume que usaba su esposa.
Cuando salió a la calle, aturdido, intentó en vano recordar el título de la flor que olía como su mujer. ¿Tulipán púrpura? ¿Mágico carmín?
Aún pugnaba por recordarlo.
—Buncher creó una colección llamada «Claustrofilia» —continuaba explicando Bosch—. Óscar acompañó a casa durante toda una temporada a Claustrofilia 5, la modelo Sandy Ryan, la séptima sustituta del cuadro. Era cortés con las obras, a veces un poco hablador, pero siempre respetuoso. En 2003 compró un apartamento en Nueva York y fijó allí su residencia, pero llevaba en Europa desde enero de este año custodiando los cuadros de la colección «Flores». Aquí en Viena se hospedaba en un hotel de Kirchberggasse con el resto del equipo. El hotel está muy cerca del centro cultural. Hemos interrogado a sus compañeros y superiores directos: nadie notó nada raro en él durante los últimos días. Y eso es todo lo que sabemos.
Braun había empezado a tomar datos en una pequeña libreta.
—Sé dónde está Kirchberggasse —dijo. Su tono parecía indicar que el único vienés en aquella reunión era él—. Tendremos que registrar su habitación.
—Claro —asintió Bosch.
Ellos ya la habían registrado, así como su apartamento de Nueva York, pero Bosch no iba a decírselo al policía.
—Cabe también la posibilidad de que Díaz no sea culpable —apuntó Bosch entonces, como si quisiera ejercer de abogado del diablo de su propia teoría—. Y en tal caso habría que preguntarse por qué ha desaparecido.
Braun hizo un gesto vago dando a entender que esa cuestión no era competencia de Bosch.
—Sea como fuere —dijo—, y mientras no dispongamos de datos en contra, tendremos que considerar a Díaz como el principal objetivo de nuestra búsqueda.
—¿Qué sabe la prensa? —preguntó la señorita Wood.
—No se ha revelado la identidad de la adolescente, como ustedes nos pidieron.
—¿Y en cuanto a Díaz?
—Su descripción no se ha hecho pública, pero hemos establecido controles en el aeropuerto de Schwechat, las estaciones ferroviarias y las fronteras. Sin embargo, debemos tener en cuenta que estamos a viernes y recibimos la denuncia ayer. Ese tipo ha dispuesto casi de un día entero para emigrar.
La señorita Wood y el señor Bosch asintieron en silencio. También habían previsto aquella contingencia. De hecho, se habían movido mucho más de prisa que la policía austríaca: Bosch sabía que en aquel momento diez grupos distintos de agentes de seguridad estaban buscando a Díaz por toda Europa. Pero necesitaban la ayuda de la policía del país, no era cuestión de escatimar esfuerzos.
—En lo que respecta a la familia de la víctima… —dijo Braun, y miró a Bosch titubeando.
—Sólo tenía a su madre, pero está de viaje. Hemos solicitado permiso para informarle personalmente. Por cierto, creo que podemos quedarnos con las fotos y la cinta, ¿no?
—Así es. Son copias para ustedes.
—Gracias. ¿Quiere más café?
Braun contestó después de una pausa. Se había puesto a contemplar a la camarera que acababa de entrar en silencio en la habitación. Era la muchacha morena con el largo vestido rojo y la bandeja con la cafetera plateada que le había servido antes. No podía considerarse que su fisonomía fuera inusitadamente rara o hermosa pero tenía algo que Braun no acertaba a definir. Un balanceo, un ritmo aprendido, unos sutiles gestos de bailarina secreta. Braun conocía la existencia de los adornos y utensilios humanos y sabía que estaban prohibidos, pero aquella chica se mantenía en los límites de lo estrictamente legal. No había nada delictivo en su apariencia o su conducta, y todas las cosas que Braun imaginaba al verla bien podían encontrarse sólo en su cerebro. Aceptó más café y se quedó mirando mientras la muchacha volcaba el denso y humeante arco del mokka vienés sobre su taza. Volvió a pensar, como la vez anterior, que estaba descalza, pero no podía cerciorarse debido a la longitud del vestido y la oscuridad de la habitación. Despedía ráfagas de perfume.
Ni Bosch ni la señorita Wood quisieron más café. La camarera dio media vuelta. Se escuchó el zru, zro, zru del vestido batiendo contra sus piernas. La puerta se abrió y se cerró. Braun permaneció un instante mirando aquella puerta. Luego parpadeó y volvió a la realidad.
—Le agradecemos mucho la colaboración de la policía austríaca, detective Braun —decía Bosch. Acababa de reunir las fotos que había sobre la mesa (una elipse en laca roja que imitaba la forma de una paleta de pintor) y estaba sacando la cinta de la grabadora.
—Me he limitado a cumplir con mi obligación —declaró Braun—. Mis superiores me ordenaron que me presentara en el museo para informarles a ustedes, y eso es lo que he hecho.
—Usted pensará que la situación resulta un tanto anómala, y lo comprendemos perfectamente.
—«Anómala» es decir poco —sonrió Braun, intentando que la frase sonara cínica—. En primer lugar, no es norma de nuestro departamento ocultar información a los periódicos sobre las actividades de un posible sicópata. Mañana podría aparecer otra adolescente muerta en el bosque y nos veríamos envueltos en un serio problema.
—Entiendo —asintió Bosch.
—En segundo lugar, el hecho de revelar a particulares como ustedes detalles vinculados directamente con la investigación tampoco es una práctica demasiado usual para la policía, al menos en este país. No solemos colaborar con empresas privadas de seguridad, y menos hasta este punto.
Nuevo asentimiento.
—Pero… —Braun abrió los brazos en un ademán que parecía significar: «A mí me han ordenado que venga y les informe, y eso estoy haciendo»—. En fin, quedo a su disposición —agregó.
No deseaba mostrar su disgusto pero no podía evitarlo. Aquella mañana había recibido no menos de cinco llamadas procedentes de distintos departamentos cada vez más elevados en el escalafón político. La última provenía de un alto cargo del Ministerio del Interior cuyo nombre nunca aparecía en los periódicos. Le aconsejaron que no dejara de acudir a su cita en el Museumsquartier y le instaron a que pusiera a disposición de Wood y Bosch toda la información y ayuda disponibles. Resultaba obvio que la Fundación Van Tysch contaba con amplias y complejas influencias.
—Su café —dijo Bosch señalando la taza—. Se le va a enfriar.
—Gracias.
En realidad, Braun no quería beber más. Pero cogió la taza por cortesía y fingió probar un sorbo. Mientras los personajes que tenía enfrente intercambiaban algunas frases banales, se dedicó a escrutarlos. El hombre llamado Bosch le caía mucho mejor que la mujer, aunque ello no constituyera ningún mérito. Le había calculado unos cincuenta años. Parecía un tipo serio, con aquella calva brillante cercada de cabellos blancos y aquel rostro de rasgos nobles. Además, al inicio de las presentaciones, le había confesado a Braun que en su juventud había trabajado para la policía holandesa, de modo que casi eran colegas. Pero la señorita Wood estaba hecha de otra pasta. Parecía joven, entre veinticinco y treinta años. Su pelo era liso, negro y estaba cortado a lo garçon con una raya perfecta a la derecha. Su huesuda anatomía se hallaba plastificada por un vestido de tirantes de cuyo escote pendía la tarjeta roja de la sección de Seguridad de la Fundación Van Tysch. El resto consistía en toneladas de maquillaje y aquellas absurdas gafas negras. A diferencia de su colega, Wood nunca sonreía y hablaba como si todos a su alrededor estuvieran a su servicio. Braun compadeció a Bosch por tener que soportarla.
De repente, Félix Braun se sintió extraño. Fue casi como un desdoblamiento de personalidad. Se vio a sí mismo sentado en aquella habitación iluminada por bombillas rojas y decorada con la foto de dos personas metidas a presión en un cubo de cristal, ante una mesa roja con forma de paleta de pintor, frente a aquellos dos tipos extravagantes, atendido por una camarera con aires de odalisca, después de contemplar una exposición de jóvenes desnudos y pintados que olían a diversos aromas, y apenas logró comprender qué diablos estaba haciendo allí un policía de homicidios como él. Tampoco comprendía muy bien qué tenía que ver todo aquello con lo que había sucedido. El cuerpo destrozado que habían encontrado en el Wienerwald esa madrugada pertenecía a una pobre adolescente de catorce años asesinada de manera salvaje, uno de los peores casos de sadismo que Braun había visto jamás. ¿Qué relación había entre ese asesinato y un despacho rojo, una odalisca, dos tipos ridículos y un museo?
—De hecho —dijo, y el cambio en su tono de voz hizo que la mujer y el hombre interrumpieran su conversación y lo miraran—, aún no he entendido muy bien cuál es el papel que ustedes juegan en este asunto, salvo el de ser los directores de la empresa de seguridad a la que pertenece el sospechoso. Se ha cometido un crimen brutal, y eso es responsabilidad exclusiva de la policía.
—¿Sabe lo que es el arte hiperdramático, detective? —preguntó de repente la señorita Wood.
—Quién no lo sabe —repuso Braun—. Acabo de ver la exposición de «Flores». Y tengo un primo que se ha comprado un libro para pintores principiantes. Quiere practicar con todos nosotros y cada vez que lo visito me pide que haga de modelo…
Bosch rió con Braun, pero la seriedad de la señorita Wood permaneció intacta.
—Deme una definición —pidió ella.
—¿Una definición?
—Sí. ¿Qué cree usted que es el arte HD?
«¿Qué pretende ésta ahora?», se dijo Braun. Aquella mujer lo ponía nervioso. Se ajustó el nudo de la corbata y carraspeó al tiempo que miraba a su alrededor, como buscando las palabras correctas en alguno de los rincones de la habitación rojiza.
—Yo diría que son personas que se quedan quietas y los demás dicen que son pinturas, ¿no? —contestó.
Su ironía no modificó el semblante de la mujer.
—Justo lo contrario —replicó Wood. Y entonces sonrió por primera vez. Era la sonrisa más desagradable que Braun había visto en su vida—. Son pinturas que a veces se mueven y parecen personas. No es cuestión de terminología, sino de puntos de vista, y éste es el punto de vista que adoptamos en la Fundación. —El tono de voz de la señorita Wood era gélido, como si, de alguna forma misteriosa, cada una de sus palabras fuera una amenaza encubierta—. La Fundación se encarga de proteger y gestionar las obras de Bruno van Tysch en todo el mundo, y yo soy la principal responsable de la sección de Seguridad. Mi tarea, y la de mi colaborador, el señor Lothar Bosch, consiste en impedir que los cuadros de Van Tysch sufran el menor daño. Y Annek Hollech era un cuadro que valía mucho más que todos nuestros sueldos y pensiones de jubilación juntos, detective. Se titulaba Desfloración, era un original de Bruno van Tysch, estaba considerado una de las grandes obras de la pintura moderna y ha sido destruido.
A Braun le impresionaba la helada furia que desprendía aquella voz rápida y susurrante. La señorita Wood hizo una pausa antes de proseguir. Sus gafas negras contemplaban a Braun con el doble reflejo rojo de la mesa incrustado en ellas.
—Lo que ustedes consideran un asesinato nosotros lo consideramos un grave atentado contra una de nuestras obras. Como comprenderá, nos sentimos enormemente implicados en la investigación, por eso les hemos pedido colaborar. ¿Le queda claro?
—Perfectamente.
—Ni por un momento piense que vamos a obstaculizar su labor —siguió diciendo Wood—. La policía camina por su lado y la Fundación por el suyo. Pero le rogaría que nos mantuviese informados de cualquier variación que se produjera en el curso de sus investigaciones. Muchas gracias.
La reunión finalizó de inmediato. Guiado por la chica de relaciones públicas que lo había recibido al llegar, Braun recorrió de vuelta los laberínticos pasillos del ala oval del Museumsquartier. En la calle, el cuantioso sol de verano le devolvió la tranquilidad.
Mientras conducía el coche en dirección a su casa, y sin previo aviso, el nombre exacto centelleó en su cabeza como un relámpago rojo. Púrpura mágica.
Así se titulaba la rojísima obra que olía como su esposa. Rojo fuego, rojo carmín, rojo sangre.