Clara llevaba más de dos horas pintada de blanco de titanio cuando bajó a verla una señora acompañada de Gertrude. Con el rabillo del ojo distinguió unas gafas de sol, un sombrerito de flores y un traje color perla. Parecía una cliente importante. Hablaba con Gertrude al tiempo que valoraba a Clara con la mirada.

—¿Sabés que Roni y yo adquirimos un Bassan hace dos años? —Fuerte acento argentino—. Muchacha sosteniendo el sol, se titulaba. A Roni le gustaba el brillo de los hombros y del vientre. Pero yo le dije: «Roni, por Dios, tenemos muchos cuadros, ¿dónde vamos a colocar éste?». Y Roni decía: «No tenemos tantos. Vos tenés la casa llenita de bric-a-bracs y yo no me quejo». —Risas—. Bueno, ¿sabés lo que hicimos por fin con el cuadrito? Se lo regalamos a Anne.

—Muy bien.

La mujer se quitó las gafas al tiempo que se inclinaba.

—¿Dónde está la firma…? Ah, en el muslo… Es bello… ¿Qué te contaba?

—Que le regalaste el cuadro a Anne.

—Ah, sí. Les encantó, a Anne y a Louis, ya los conocés. Anne quería saber si era cara la renta. Yo le dije: «No se preocupen, la pagamos nosotros. Es un regalo que queremos hacerles». Después le pregunté al cuadro si tenía algún problema en marcharse a París con mi hija. Me dijo que no.

—Un cuadro comprado no debe tener ningún problema en seguir al dueño a donde sea —sentenció Gertrude.

—A mí me gusta ser delicada con los cuadritos… Éste es muy bello, desde luego. —La elle vibraba en su boca como un cortocircuito—. ¿Cómo has dicho que se titula…?

Muchacha ante el espejo.

—Bello, muy bello… Con tu permiso, Gertrude, me llevo un catálogo.

—Los que quieras.

Clara siguió inmóvil cuando se marcharon. «Bello, bello, muy bello, pero no me vas a comprar. Eso se nota a la legua.» Sabía que estaba mal distraerse mientras se encontraba en plena Quietud, pero no podía evitarlo. Le preocupaba que no la compraran.

¿Qué podía fallar con Muchacha ante el espejo? Lo ignoraba. El óleo no era nada del otro mundo, pero la habían adquirido en cosas mucho peores. Posaba de pie completamente desnuda con la mano derecha en el pubis y la izquierda a un lado, las piernas algo separadas, pintada de arriba abajo con distintos matices de blanco. Su pelo era una masa compacta de blancos profundos mientras que en el cuerpo resaltaban los tonos brillantes y tersos. Frente a ella se alzaba un espejo rectangular de casi dos metros de altura incrustado en el suelo, sin marco. Eso era todo. Costaba dos mil quinientos euros con un mantenimiento de trescientos euros mensuales, un precio asequible para cualquier coleccionista mediocre. Alex Bassan le había asegurado que se vendería pronto, pero ella ya llevaba casi un mes exhibiéndose en la galería GS de la calle Velázquez de Madrid y nadie había hecho aún una oferta en firme. Era miércoles 21 de junio de 2006 y el acuerdo entre el pintor y GS expiraba dentro de una semana. Si no sucedía nada para entonces, Bassan la retiraría y Clara tendría que esperar a que otro artista quisiera pintar un original con ella. Pero, mientras tanto, ¿cómo conseguiría dinero?

Al natural, sin pintura, Clara Reyes ostentaba el pelo rubio platino ligeramente ondulado hasta los hombros, los ojos azules, los pómulos acentuados, la expresión entre ingenua y maliciosa y un talle grácil, falsamente delicado, desmentido por una sorprendente resistencia física. Para mantenerse así precisaba dinero. Había comprado un ático de paredes blancas en Augusto Figueroa e instalado en el salón un pequeño gimnasio con un tatami rodeado de espejos y aparatos. Practicaba natación los días en que las galerías cerraban y no tenía obras que hacer. Acudía mensualmente a un centro de estética. Comía alimentos dietéticos y controlaba su silueta con vigilantes electrónicos de peso. Usaba tres clases de cremas al día para conservar la piel suave y firme característica de los lienzos. Había eliminado dos pequeñas verrugas de su torso y hecho desaparecer una cicatriz en su rodilla izquierda. Su menstruación se había esfumado como por ensalmo gracias a un tratamiento preciso y controlaba con fármacos sus necesidades fisiológicas. Se había depilado por completo y de forma permanente, incluyendo las cejas; sólo conservaba el cabello. Las cejas y el vello del pubis son fáciles de pintar si el artista lo requiere, pero tardan tiempo en crecer. No eran caprichos, sino su trabajo. Ser cuadro le costaba mucho dinero y sólo ganaba mucho dinero siendo cuadro. Curiosa paradoja que le hacía pensar que Van Tysch, el grande entre los grandes, tenía razón al afirmar que el arte no era otra cosa que dinero.

Aquel año no le había ido mal, después de todo. Una empresaria catalana la había comprado por Navidad en La fresa, de Vicky Lledó, pero es que Vicky tenía una clientela muy fiel y vendía bien todas sus obras. Hacía pareja con Yoli Ribó en ese cuadro: permanecían sentadas sobre un pedestal pintadas en colores crudos, brazos y piernas entrelazados, sosteniendo con los dientes una fresa de plástico en rojo de quinacridona. Era una postura sencilla, aunque tenían que usar a diario un aerosol para disminuir la secreción de saliva («imagínate un cuadro babeando —había dicho Vicky—, qué poco estético»). Pero, cuando te acostumbrabas, el hecho de soportar aquella fresa de plástico en la boca durante seis horas al día te parecía lo más simple del mundo. Y el hiperdramatismo había logrado que la compenetración con Yoli fuera ideal: compartían la fresa, el aliento, la mirada y el tacto como verdaderas amantes. Vicky las había firmado en el deltoides, una V y una L horizontal en color rojo. Estuvieron un mes en casa de la empresaria y fueron sustituidas. Y a buscar trabajo otra vez. En marzo había sustituido a una francesa en un exterior en Marbella del pintor portugués Gamaio y en abril a Queti Cabildos en Elemento líquido II de Jaume Oreste, otro exterior en La Moraleja, pero no te pagan mucho cuando no eres el modelo original.

Por fin, en mayo, la gran noticia. Recibió una llamada de Alex Bassan. Quería pintar un original con ella. «Alex, qué bien me vienes», pensó. Se trataba de un artista poco metódico pero vendible. Había pintado a Clara en dos originales hacía años y ella ya estaba acostumbrada a su manera de trabajar. Le faltó tiempo para aceptar la oferta.

Llegó a Barcelona a principios de mayo y se instaló en el apartamento de dos plantas cerca de la Diagonal donde Bassan vivía y trabajaba. Clara dormía en una de las tres camas plegables que había en el taller. Las otras dos estaban ocupadas por una niña búlgara (¿o era rumana?) de once o doce años a la que Bassan usaba de boceto a ratos perdidos y por otro boceto llamado Gabriel, a quien el pintor apodaba Desgracia porque lo había usado por primera vez para crear una obra con aquel título. Desgracia era flaco y sumiso. En la planta de arriba vivían Bassan y su mujer. Mientras Clara trabajaba, la niña paseaba como un fantasma por el taller sosteniendo uno de esos muñecos electrónicos japoneses a los que hay que alimentar, criar y educar a base de botones. Este objeto fue la única cosa que Clara le vio llevar encima durante las dos semanas que estuvo en casa de Bassan: era como si la niña hubiese venido sin equipaje y sin ropa. En cuanto a Desgracia, se limitaba a entrar y salir. Aducía que estaba trabajando al mismo tiempo con varios artistas barceloneses.

Bassan había realizado esquemas previos antes de la llegada de Clara. Se había servido de una boceto norteamericana llamada Carrie. Le enseñó las fotos: Carrie de pie, Carrie de puntillas, Carrie arrodillada, siempre frente a un espejo colocado a diferentes distancias. Pero no estaba satisfecho con los resultados. Los primeros días usó a Clara sin espejo. La pintó de blanco y negro con aerosoles de esbozo y la sometió a la inspección de luces simples sobre fondo oscuro. Añadió fijadores para el pelo y la dejó varias horas de pie sobre una pierna.

—Pero ¿qué buscas, Alex? —le preguntaba ella.

Bassan era un hombre enorme y recio, con aspecto de leñador. Por las solapas de su bata asomaba un torso velludo. Solía pintar igual que hablaba: a impulsos. A veces, sus gruesos dedos raspaban la piel de Clara cuando perfilaba un lugar delicado.

—¿Que qué busco? Menuda pregunta, Clarita, hija. Yo qué coño sé. Tengo un espejo. Te tengo a ti. Quiero hacer algo sencillo, natural, con colores básicos, quizás una gama de blancos muy tersos. Y quiero una expresión… No sé… Te quiero sincera, abierta, sin trabas… Sinceridad: ésa es la palabra. Aprender a conocernos, traspasar el espejo, ver qué tal se vive en el mundo del espejo…

Clara no entendía ni media palabra, pero así le ocurría con el resto de los pintores. Eso no le preocupaba: ella era el cuadro, no el crítico de arte; su trabajo consistía en dejar que el pintor expresara con ella lo que tenía en la cabeza, no en comprenderlo. Además, confiaba a ciegas en Bassan. Con Bassan todo resultaba inesperado: el hallazgo surgía por azar, de un solo salto, y cuando así sucedía te llegaba al alma.

Un día, a mediados de la segunda semana, Bassan colocó un espejo en el suelo del taller y le indicó que se agazapara desnuda sobre el azogue y se contemplara. Pasaron varias horas. Clara, acurrucada sobre el espejo, veía aréolas de vaho.

—¿Te sientes a gusto mirándote? —le preguntó el pintor de repente.

—Sí.

—¿Por qué?

—Creo que soy atractiva.

—Cuéntame lo primero que se te pase por la cabeza. Vamos, no lo pienses. Dime lo que sea.

—Ombligo —dijo Clara.

—¿Un ombligo?

—No un ombligo. Mi ombligo.

—¿Estabas pensando en tu ombligo?

—Ajá. Ahora mismo, sí. Es que me lo estoy mirando.

—¿Y qué pensabas de tu ombligo? ¿Que era bonito? ¿Que era feo?

—Pensaba que me parecía increíble. Esto de tener un agujero en la barriga. ¿No es extraño?

Bassan se quedó inmóvil (su manera de reflexionar) y acto seguido se golpeó los muslos (su manera de hallar algo).

—Ombligo, ombligo… Agujero… El comienzo del mundo y de la vida… Ya lo tengo. Ponte de pie. Con la mano derecha te cubrirás el sexo, pero el pulgar estará ligeramente alzado. A ver… Así… No, un poco más… Así… Señalando tu ombligo de refilón…

La obra terminó siendo muy simple. Bassan la había colocado de pie, brazos y piernas algo separados, la mano derecha sobre el pubis y el pulgar un poco menos levantado de lo que había pensado en un principio. Elaboró una mezcla de blanco de cinc y la cubrió por completo, incluyendo las «máculas naturales» (facciones, aréolas, pezones, ombligo, genitales y hendidura entre las nalgas). Usó albayalde para las zonas más luminosas y luego la repasó con pinceladas de blanco de titanio. Fijó y revolvió su pelo en una masa de blanco homogéneo de forma que se le pegara a la cabeza. Sobre la pintura del rostro trazó con un pincel cónico de marta unos rasgos simples: cejas, pestañas y labios en un marrón de Nápoles muy rebajado con blanco. Frente a ella, incrustado en el suelo, instaló un espejo de cuerpo entero. Dirigió hacia su cuerpo dos rieles cenitales en paralelo de tres focos halógenos cada uno. Las potentes luces hacían destellar el óleo sobre su piel. El 22 de mayo le tatuó la firma en el muslo izquierdo: una be mayúscula y dos eses minúsculas. «Bss». Sonaba a silbido suave, pensaba ella, a zumbido de avispa.

—Creo que será mejor probar en Madrid —afirmó Bassan—. He recibido una interesante propuesta de GS.

El propio Bassan confeccionó el catálogo. Los catálogos de una exposición son más importantes que las obras, decía. «Los pintores, hoy día, no creamos cuadros sino catálogos», solía comentar. Cuando recibió la primera muestra de la imprenta, a fines de mayo, le envió uno a Clara por correo. Era precioso: un tarjetón blanco satinado con la foto del rostro pintado de Clara en la portada. Al abrirlo, en letras doradas: «El pintor Alex Bassan y la galería GS tienen el placer de…». Bassan lo definió exquisitamente con una de sus frases impulsivas: «Parece la invitación a la primera comunión de un elfo». La inauguración fue el 1 de junio de 2006, jueves, en GS de Madrid, a las ocho de la tarde, un evento como cualquier otro. Gertrude pagó a medias las bebidas. La gente se emborrachaba en el vestíbulo y luego bajaba al sótano a mirar a Clara, que estaba colocada en el centro de la minúscula habitación. Frente a ella se erguía el espejo sin marco ni base, en perfecta vertical, como por arte de magia. A su espalda, en la pared blanca, una cartulina: «Alex Bassan. Muchacha ante el espejo. Óleo sobre muchacha de veinticuatro años con espejo de cuerpo entero y luces. 195 x 35 X 88 cm». Bajo la cartulina, una repisa con catálogos. No había podios ni cordones de seguridad de ningún tipo: estaba de pie en el suelo limpio y blanco, tan reluciente como el propio espejo o como ella misma. La habitación era muy pequeña y, cuando se llenó, Clara temió que alguien le pisara un pie. Un extintor de color blanco colgaba de la pared en una esquina. «Al menos no arderé si hay un incendio», pensó.

Escuchó los elogios de los expertos. También alguna crítica. No se dirigían a ella, por supuesto, sino a la obra. Sin embargo, la miraban a ella: sus muslos, sus nalgas, sus senos, su rostro inmóvil. Y miraban el espejo. Hubo una excepción. En un momento dado distinguió de refilón una silueta acercándose a su oído izquierdo y oyó una obscenidad. Estaba acostumbrada y ni siquiera pestañeó. Era frecuente que en una exposición de arte hiperdramático se colara algún anormal a quien no le interesaba la obra sino la mujer desnuda. A juzgar por el olor de su aliento, aquel tipo estaba ebrio. Pasó cierto tiempo y el borracho siguió a su lado, mirándola. A Clara le preocupó que intentara tocarla, ya que no había vigilantes por ninguna parte. Pero el hombre se alejó poco después. Si hubiese intentado algo, ella habría tenido que abandonar la Quietud para hacerle una advertencia verbal. Si, a pesar de ello, el tipo hubiese insistido, a ella no le habría importado asestarle un rodillazo en los testículos. No sería la primera vez que dejaba de ser obra para defenderse de un espectador inquieto. El arte HD desataba pasiones inconfesables y los cuadros femeninos sin vigilancia aprendían pronto la lección.

Muchacha ante el espejo podía ser colocado con facilidad en cualquier salón espacioso. El porcentaje que recibiría ella sobre la venta y el alquiler, unido al dinero que había percibido por el trabajo con el pintor, le hubiera asegurado el resto del verano.

Pero no la compraban.

—Clara.

Tomó aire al oír la voz de Gertrude desde la escalera.

—Clara, ya es la una y media. Voy a cerrar.

Costaba cierto esfuerzo salir de la Quietud hacia el mundo de los objetos vivos. Movió la mandíbula, tragó saliva, parpadeó (en las retinas guardaba dos camafeos de su rostro labrados a fuerza de luz y tiempo), estiró los brazos y sacudió los pies contra el suelo. Una pierna se le había dormido. Se dio masajes en el cuello. El óleo tensaba su piel.

—Y dos señores quieren hablarte —añadió Gertrude—. Están en mi despacho.

Interrumpió los ejercicios y miró a la galerista. Gertrude se encontraba al pie de la escalera. Su semblante de ojos verdes y labios carmín no expresaba nada, como de costumbre. Era madura, altísima y albina como el Montblanc, de un albinismo que casi resplandecía. Arrojada sobre la nieve se hubiera convertido en un par de esmeraldas almendradas y una boca de rouge. Le gustaba vestir túnicas blancas y hablaba como si estuviera interrogando a un prisionero de guerra bajo tortura. «Soy alemana, pero llevo en Madrid varios años», le explicó cuando se conocieron. Pronunciaba «Madrid» como un robot de películas de serie B. «GS son las siglas de mi nombre.» Y aquí le dijo cuál era, pero Clara nunca recordaba el apellido. «Encantada», dijo Clara, y recibió una sonrisa como respuesta. Bassan aseguraba que era una buena galerista y que poseía una selecta clientela de coleccionistas de arte hiperdramático. Clara no había podido comprobar eso. En cambio, lo que sí había comprobado era que Gertrude era huraña y trataba a los cuadros con desprecio. Quizá fuera más amable con los pintores. Además, tenía la manía de la limpieza. No le permitía usar el baño para pintarse ni asearse después del trabajo. Decía que, salvo en la piel de los cuadros, no quería ver pintura en ninguna otra parte. El primer día le señaló un pequeño desván al fondo y afirmó que allí dentro las obras se las apañaban bien. Cada jornada Clara entraba en aquel cuchitril, se colocaba la malla porosa y la caperuza de tinte impregnadas en los colores preparados por Bassan y aguardaba casi una hora a que éstos se fijaran en su carne. Entonces se desprendía la malla y la caperuza y salía desnuda y brillante de blanco, bajaba la escalera y adoptaba la postura y la expresión que el pintor había decidido. Cuando la galería cerraba no le quedaba más remedio que marcharse a casa con el cuerpo pintado bajo el chándal y una ridícula boina para albergar sus cabellos blancos; sólo podía quitarse la pintura del rostro. No era muy agradable tener que conducir con la piel endurecida por el óleo.

—¿Dos señores? —Carraspeó para recobrar la voz—. ¿Qué quieren?

—Y yo qué sé. Están en mi despacho, esperando.

—Pero ¿han bajado a ver la obra? —Muchas veces no se daba cuenta del número de visitantes que había tenido.

—Hoy no, desde luego. Preguntan por Clara Reyes. No me han hablado de ninguna obra.

Mientras Clara reflexionaba, Gertrude agregó:

—Supongo que no vas a ir a verlos así. Puedes ponerte una de las batas del desván. Pero no toques nada. En mi despacho no quiero manchas de pintura.

Los dos hombres la aguardaban de pie, examinando folletos en papel satinado. Eran catálogos de otras obras hechas con ella. Reconoció Ternuras de Vicky, Horizontal III de Gutiérrez Reguero y El lobo, mientras tanto, se muere de hambre de Georges Chalboux. Las ilustraciones mostraban su cuerpo desnudo o casi desnudo pintado de varios colores. También había folletos de Muchacha ante el espejo. Uno de los hombres arrojaba los catálogos a la mesa después de enseñárselos al otro, como si estuviera contándolos. Vestían trajes caros y, con toda probabilidad, eran extranjeros. Percatarse de esto último hizo que su corazón se acelerara: si venían desde lejos para verla quizá significaba que ella les interesaba de verdad. «Pero, cálmate, porque todavía no sabes lo que van a proponerte.» Le ofrecieron una silla. Al sentarse, la bata se abrió como un pétalo por la parte inferior y una pierna pintada de blanco de titanio y albayalde quedó descubierta hasta la mitad del muslo. Entrelazó las manos bajo el pecho y adoptó pose de niña buena.

—¿Y bien? —dijo.

Los hombres no se sentaron. Sólo habló uno de ellos. Su castellano estaba trufado de errores, pero era inteligible. Clara no logró identificar el acento.

—¿Es usted Clara Reyes?

—Ajá.

El hombre extrajo algo de un maletín: era el currículo que Clara solía enviar a los más importantes artistas de Europa y América. El ritmo de sus latidos acreció.

—Veinticuatro años —leyó el hombre en voz alta—, ciento setenta y cinco centímetros de estatura, ochenta y cinco de busto, cincuenta y cinco de cintura, ochenta y ocho de caderas, pelo rubio natural, ojos azul celeste con matices verdes, depilada, sin máculas, firme y tersa, imprimada cuatro veces… ¿Correcto?

—Correcto.

El hombre siguió leyendo.

—Estudió arte HD y técnicas de lienzo en Barcelona con Cuinet y arte adolescente en Frankfurt con Wedekind. También en Florencia con Ferrucioli, ¿correcto?

—Bueno, con Ferrucioli sólo estuve una semana.

No quería ocultar nada, porque después venían las preguntas comprometidas.

—La han pintado artistas españoles y extranjeros. ¿Domina el inglés, quizá?

—Ajá. Perfectamente.

—Ha hecho exteriores e interiores. ¿Qué hace mejor?

—Las dos cosas. Puedo ser obra de interior o de exterior estacional, e incluso permanente, dependiendo del vestuario y la época del año, claro. Aunque puedo posar desnuda en exterior permanente con la adecuada protec…

—Hemos revisado otras obras suyas —la interrumpió el hombre—. Nos gusta.

—Muchas gracias. ¿Y no han bajado a ver Muchacha ante el espejo? Es un Bassan impresionante, de verdad, no lo digo porque yo sea el cuadro sino…

—También ha hecho cuadros móviles de ambas clases: acciones y encuentros —volvió a cortarla el hombre—. ¿Fueron interactivos?

—Ajá. En varias ocasiones, sí.

—¿La compraron en alguno?

—En casi todos.

—Bien. —El hombre sonrió y contempló los papeles como si el origen de aquella sonrisa estuviera allí—. Esto es un currículo destinado a propaganda. Ahora quiero oír el privado.

—¿A qué se refiere?

—A su vida profesional completa, la que no puede citar en un folleto. Por ejemplo: ¿ha sido alguna vez adorno, objeto móvil, utensilio?

—Nunca he hecho artesanía humana —replicó Clara.

Era cierto, aunque no sabía si el hombre la creía. Pero la frase le había sonado un poco presuntuosa, de modo que agregó:

—En España todavía no hay mucha costumbre de adquirir adornos humanos.

—¿Art-shocks?

No contestó de inmediato. Se enderezó en el asiento (el susurro del óleo en sus nalgas pintadas) y se dispuso a permanecer alerta.

—Perdón, ¿a qué viene este interrogatorio?

—Queremos saber a qué niveles de exigencia podemos movernos con usted —contestó el hombre con tranquilidad.

—No me gustaría hacer nada ilegal, se lo advierto.

Aguardó una reacción que no se produjo. Se apresuró a añadir:

—Bueno, quizás aceptara. Pero quiero que me digan lo que van a hacer, dónde lo van a hacer y quién es el artista que me contrata.

—Por favor, conteste.

Pensó que no pasaba nada por decir la verdad. De cualquier forma, ella no era menor de edad y los dos art-shocks en que había sido comprada aquel año no eran de los más duros y se habían exhibido sólo en lugares privados frente a un público adulto. Sin embargo, también era cierto que, en ambos, se habían deslizado escenas que quizá traspasaban el límite de lo permitido. Por ejemplo, en 625 + 50 líneas de Adolfo Bermejo uno de los lienzos decapitaba a un gato vivo y arrojaba la sangre sobre la espalda de Clara. ¿Eso era delito? No estaba segura, pero la pregunta era general y ella podía responderla de manera general.

—Sí, he hecho art-shocks.

—¿Manchados?

—Nunca —declaró con firmeza.

—Pero ha trabajado con Gilberto Brentano, según creo.

—Hice dos o tres art-shocks con Brentano el año pasado, pero ninguno era manchado.

—¿Ha pertenecido a alguna sociedad de provisión de material joven para obras de arte?

—Trabajé para The Circle unos meses.

—¿A qué edad?

—A los dieciséis años.

—¿Qué hizo allí?

—Lo normal. Me pintaron el pelo de rojo, me colocaron anillas y participé en algunos murales de tipo Redhair road.

—¿Fue su primera experiencia artística?

—Ajá.

—Por lo que veo —dijo el hombre—, le gusta el arte duro y arriesgado. No parece usted dura y arriesgada. Más bien parece blanda.

Sin saber por qué, a Clara le agradaba la frialdad despectiva de aquel tipo. Una sonrisa distendió el óleo de sus facciones.

—En realidad, soy blanda. Me endurezco cuando me pintan.

El hombre no dio muestras de tomarse a broma la frase. Dijo:

—Venimos a proponerle algo duro y arriesgado, lo más duro y arriesgado que ha hecho en su vida de lienzo, lo más importante y difícil. Queremos asegurarnos que servirá.

De repente notaba la boca tan seca como la piel embadurnada de pintura que ocultaba bajo la bata. El corazón le latía con fuerza. Aquellas palabras la habían excitado. Clara amaba los extremos, la oscuridad más allá de la frontera. Si le decían: «No vayas», su cuerpo se movía e iba por el simple placer de incumplir la orden. Si algo le daba miedo, quizá procuraba mantenerlo a distancia, pero nunca lo perdía de vista. Odiaba las instrucciones de los artistas vulgares, pero si un pintor al que admiraba le pedía que cometiera una locura, fuera cual fuese, le gustaba obedecer a ciegas. Y aquel «fuera cual fuese» no conocía demasiados límites. Le obsesionaba saber hasta dónde se permitiría llegar si una situación ideal se tensaba. Creía encontrarse aún muy lejos de su propio techo. O de su fondo.

—Suena bien —dijo.

Tras aguardar un instante, el hombre añadió:

—Naturalmente, tendrá que dejarlo todo durante una buena temporada.

—Puedo dejarlo todo si la oferta merece la pena.

—La oferta merece la pena.

—¿Y yo tengo que creérmelo?

—No queremos precipitarnos, ni usted ni nosotros, ¿verdad? —El hombre se llevó una mano a la americana. Un billetero negro de piel. Una tarjeta turquesa—. Llame a este número. Tiene de plazo hasta mañana jueves por la noche.

Examinó la tarjeta antes de enterrarla en el bolsillo de la bata: sólo mostraba un número de teléfono. Podía ser un móvil.

El despacho de Gertrude era una habitación pequeña y blanca sin ventanas. No obstante, a ella le pareció que afuera había empezado a llover. Se escuchaba un artístico simulacro de lluvia en sordina. Los dos hombres la miraban fijamente, como esperando que dijera algo. Dijo:

—No me gusta aceptar ofertas que no conozco.

—Usted no tiene que conocer nada: usted es la obra. Los únicos que conocen son los artistas.

—Pues dígame entonces quién es el artista que quiere pintarme.

—No puede saberlo.

Encajó el aparente desprecio sin replicar. Sabía que el tipo decía la verdad. Los grandes pintores nunca revelaban su identidad al lienzo hasta que el trabajo comenzaba: de esta forma mantenían en secreto el cuadro que iban a pintar.

La puerta se abrió y apareció Gertrude.

—Disculpen, pero voy a salir a almorzar y debo cerrar la galería.

—No se preocupe, ya hemos terminado. —Los dos hombres recogieron los catálogos y se marcharon en silencio.

Durante la exhibición de la tarde sus pechos se alzaban con la respiración. Debido a los nervios, la Quietud le resultaba más difícil que nunca. Sin embargo, soñar le ayudaba a permanecer inmóvil, porque en el sueño podemos movernos en la inmovilidad. Pasó el tiempo y nadie bajó a verla, pero no le importó, porque estaba acompañada por sus fantasías.

Lo más duro y arriesgado. Lo más importante y difícil.

Su principal deseo era ser pintada por un genio. A su mente acudían varios nombres, pero no se atrevía a especular con ellos. No quería hacerse muchas ilusiones para después recibir una decepción. Continuó de pie en aquella blancura silenciosa hasta que Gertrude le dijo que era hora de cerrar.

Afuera realmente llovía: un violento aguacero de verano que la televisión había anticipado. En otras circunstancias hubiera echado a correr hasta la entrada del aparcamiento, pero en aquel momento prefirió caminar despacio bajo la descarga torrencial, con su bolsa de pinturas al hombro. Notaba el chándal ciñéndola como una sábana húmeda y la boina chorreante sobre su cabeza, pero la sensación no era desagradable. Es más: le apetecía aquella zambullida en diamantes de agua helada.

Lo más duro y arriesgado. Lo más importante y difícil.

¿Y si era una trampa? A veces se daban casos. Te contrataban fingiendo representar a un gran maestro, te llevaban fuera del país y te obligaban a participar en arte manchado. Pero no lo creía. Además, aun si así fuera, se arriesgaría. Ser obra de arte significaba aceptar todos los riesgos, todas las inmolaciones. Le atemorizaba más enfrentarse a una decepción que a un peligro. Admitía cualquier encerrona, salvo la de la mediocridad.

Lo más duro y arriesgado. Lo más importante y difícil.

De repente sintió como si su cuerpo fuera una vela derretida. Creyó que se licuaba, que se fundía con la lluvia. Se miró los pies y comprendió. Había olvidado que aún estaba pintada y el agua la desteñía. Iba dejando por la calle un reguero quebrado y blanco, un flujo lácteo y sinuoso que transpiraba desde su chándal hacia la acera de Velázquez y que la lluvia se encargaba de ir borrando con la violenta precisión de un pintor puntillista. Blanco, blanco, blanco.

Poco a poco, aclarada por el agua, Clara se oscurecía.