A Cipriano Salcedo le correspondió compartir celda con fray Domingo de Rojas. Hubiera preferido un compañero menos adusto, más abierto, pero nadie le dio a elegir. Fray Domingo continuaba con su grotesco vestido de lego y lo único que había suprimido de su disfraz era el estrambótico sombrero de plumas. Paulatinamente, Cipriano fue informándose de la situación del resto de los presos. Don Carlos de Seso había sido emparejado con Juan Sánchez, enfrente se hallaba la cija del Doctor, más al fondo, en una celda grande, convivían cinco de las monjas del convento de Belén, y Ana Enríquez compartía calabozo con la sexta, Catalina de Reinoso. Como Salcedo había presagiado, los emparejamientos fueron inevitables. La cárcel secreta de Pedro Barrueco, suficiente para una situación normal, para una esporádica redada de judaizantes o moriscos, se quedó pequeña para la afluencia de luteranos en la primavera de 1558. Las detenciones, el alto número de éstas, habían sorprendido al Santo Oficio con un penal de no más de veinticinco celdas disponibles y el edificio en construcción del barrio de San Pedro, apenas con los cimientos. Valdés no tuvo otro recurso que olvidarse de la incomunicación, encerrar a los reos de dos en dos, de tres en tres y, en el caso de las religiosas de Belén, hasta cinco en una misma celda. Sin embargo Valdés, siempre perspicaz, exigió que en los emparejamientos se tuvieran en cuenta el diverso rango social e intelectual de los encerrados y el grado de su relación anterior. Éstos eran los casos, por ejemplo, de don Carlos de Seso con Juan Sánchez y el de Salcedo con fray Domingo de Rojas.
Afinada su capacidad de adaptación, Salcedo no tardó en acomodarse a las condiciones del nuevo cautiverio. La celda, doble que la de Pamplona, tenía solamente dos huecos en sus muros de piedra: un ventano enrejado a tres varas del suelo, que se abría a un corral interior, y el de la puerta, una pieza maciza de roble, de un palmo de ancha, cuyos cerrojos y cerraduras chirriaban agudamente cada vez que se abrían o se cerraban. Los catres se extendían paralelos a ambos lados de la celda, el del dominico bajo el ventano y, en el ángulo opuesto, en la penumbra, el de Cipriano. Con los petates, en un suelo de frías losas de piedra, apenas había una pequeña mesa de pino con dos banquetas, el aguamanil con un jarro de agua para el aseo y dos cubetas cubiertas para los excrementos. La medida del tiempo se la facilitaba a Cipriano el ritmo de las visitas obligadas: la del ayudante de carcelero Mamerto a horas fijas, para las comidas, y la del otro ayudante, Dato de nombre, de sucia melena albina y calzones hasta la rodilla, que, al atardecer, vaciaba los recipientes de inmundicias y baldeaba sucintamente la estancia las tardes de los sábados.
Mamerto era un muchacho desabrido, imperturbable que, tres veces cada día, depositaba sobre la mesa las escasas raciones en sendas bandejas de hierro que recogía vacías en la visita siguiente. Dada la época del año, vestía únicamente jubón, calzas abotonadas de tela ligera y calzado de cuerda. Nunca daba los buenos días ni las buenas noches pero no podía decirse que su trato fuera duro. Simplemente traía o se llevaba las bandejas sin hacer comentarios sobre el buen o mal apetito de los reclusos. Por su parte, Dato no se sometía a las normas carcelarias con la misma rigidez. Cada vez que sacaba las letrinas o las devolvía a su sitio, lo hacía tarareando una canción frívola como si, en lugar de heces, transportase ramos de flores. Su boca se abría en una boba sonrisa desdentada, inalterable, que no se borraba de su rostro ni las tardes de los sábados durante el baldeo. Aunque la Regla prohibía cambiar impresiones con los reclusos, a Salcedo, más accesible que su compañero, le daba las buenas tardes y le llevaba noticias o informes vagos que no le servían al prisionero de gran cosa. Menos atildado que Mamerto, vestía un capotillo de dos haldas, de cordilla, del que únicamente se despojaba los sábados para baldear la celda. Quedaba, entonces, en jubón y calzones, descalzo, sin que el hecho de aligerar su abrigo se tradujera en una mayor laboriosidad.
Fray Domingo soportaba mal las confianzas de Dato, aceptaba el ir y venir lacónico de Mamerto, pero la oficiosidad del otro, su sonrisa boba y desdentada, sus greñas de pelo albino cayéndole por los hombros, le sacaban de quicio. Cipriano, en cambio, le trataba con paciencia y dilección, le sonsacaba, pues siempre esperaba conseguir alguna noticia de la estolidez del funcionario. Le preguntaba por los ocupantes de las celdas contiguas y, a pesar de las señas imprecisas que Dato facilitaba, llegó a la conclusión de que, a su izquierda, estaban instalados Pedro Cazalla y el bachiller Herrezuelo, a su derecha, Juan García, el joyero, y Cristóbal de Padilla, el causante de sus males, y, enfrente, como le habían indicado, en una cija sin compañía, el Doctor. Los muros y tabiques de la cárcel eran tan gruesos que, a través de ellos, no se filtraba el menor signo de vida de las celdas colindantes.
Corpulento, papudo, envuelto en sus ropajes verdes y una estrafalaria loba doctoral, tumbado en el catre, bajo el ventano enrejado, el dominico leía. Al día siguiente de llegar pidió libros, pluma y papel. Ese mismo día, por la tarde, le trajeron varias vidas de santos, el Tratado de las letras de Gaspar de Tejada, un tomito de Virgilio, un tintero y dos plumas. Fray Domingo conocía los derechos del reo y los ejercitaba con normalidad. El contenido de los libros no parecía importarle demasiado. Leía compulsivamente, con la misma concentración, un libro de caballería que a San Juan Clímaco, como si fuera una pura fascinación mecánica lo que las letras ejercían sobre él.
Conocedor de los entresijos de la Inquisición, su organización y métodos, cada tarde, al despertar de la siesta, aleccionaba a Cipriano sobre el particular, le informaba sobre sus posibilidades de futuro. Había penas y penas. No había que confundir al reo relajado, con el relapso o el reconciliado. El primero y el último solían ser entregados al brazo secular para morir en garrote antes de que sus cuerpos fueran entregados a las llamas. Los relapsos, reincidentes o pertinaces, por el contrario, eran quemados vivos en el palo. Esta última pena había sido rara en España hasta el día, pero el fraile sospechaba que, a partir de este momento, se haría habitual. Le hablaba de los sambenitos, de llamas y diablos para los relapsos y con las aspas de San Andrés para los reconciliados. Las penas tenían distintos grados y matices pero las sentencias solían mostrarse muy precisas. Entre ellas había que distinguir la de cárcel perpetua, la confiscación de bienes, el destierro, la privación de hábitos o de los honores de caballero, muchas de las cuales eran complementarias de otras penas más severas.
Fray Domingo le ilustraba igualmente sobre la estructura y funcionamiento del aparato inquisitorial o de los derechos de los reclusos. Se comunicaban de catre a catre, el fraile con su habitual voz henchida, elaborada en la laringe, Cipriano, con su humilde tono inquisitivo, el mismo que empleara en tiempos con el ayo don Álvaro Cabeza de Vaca con tan pobres resultados. Estas tertulias se habían hecho imprescindibles, pero, fuera de ellas, uno y otro hacían vidas separadas, se ignoraban, pues la compañía obligada podía llegar a ser insoportable, el peor de los suplicios carcelarios en opinión del fraile.
Fray Domingo de Rojas conservaba un alto concepto de sí mismo, se consideraba un hombre y un religioso importante. Seguramente de tan alta autoestima derivaban las plumas del sombrero con que se adornó durante su fuga. No tenía empacho en hablar de su persona, de su participación en la secta, pero se mostraba despiadado con algunos compañeros como Juan Sánchez, pervertidor de las monjas de Belén, decía, y de su incauta hermana María, y ambiguo con otros, como el arzobispo de Toledo, Bartolomé Carranza, a quien nadie se atreve a echar el lazo, solía decir. Otras veces afirmaba que Carranza no era luterano, pero su lenguaje sí que lo era. Hombre inestable, hablaba a Cipriano de su vocación, de su ingreso en los dominicos, como miembro de una familia fervientemente católica. Su relación con la secta, como la de Cipriano, había sido breve, apenas se había iniciado cuatro años atrás. Ardiente proselitista, había llevado al protestantismo a un hermano y a varios sobrinos suyos. En Pamplona, al ser detenido, no lo había ocultado. Al contrario, se vanaglorió de ser un religioso moderno, abierto a las nuevas corrientes. Pero, bien iniciara sus confidencias por un lado o por otro, siempre concluía en Bartolomé de Carranza, su bestia negra. Que el teólogo gozara de libertad mientras sus discípulos, como él decía, se pudrían en las mazmorras, le irritaba sobremanera. Pero también le llegaría su hora. Valdés le odiaba y terminaría procesándolo. De momento, el fraile se acogía a su patrocinio por si su alta jerarquía pudiera servirle de algo.
Aparte sus charlas con fray Domingo, Cipriano Salcedo, muy abrigado pese a lo caluroso del verano, permanecía solo, aislado en la penumbra, inquieto por su situación. Dedicaba parte de las mañanas a habituarse a andar con grilletes, arrastrando las cadenas, pero sus rozaduras en los tobillos le martirizaban, le deshollaban las canillas. Por eso, el catre, tumbado en él, o sentado en la banqueta, apoyando la nuca en el húmedo muro, eran sus posturas habituales. Leía algún rato por las tardes, sin provecho, y, a menudo, evocaba a Cristo para reconciliarse con él o pedirle luz para enfrentarse con el Tribunal. No pretendía exaltar su pasado ni renegar del presente únicamente por miedo. Aspiraba a ser sincero, de acuerdo con su creencia, pues a Dios no era fácil engañarle. Con los ojos entrecerrados, en cuyos párpados comenzaba a sentir un insidioso escozor, se lo decía así a Nuestro Señor, intentando concentrarse, olvidar donde se encontraba. Ninguno de los pasos que había dado le parecía ligero o irreflexivo. Había asumido la doctrina del beneficio de Cristo de buena fe. No hubo soberbia, ni vanidad, ni codicia en su toma de postura. Creyó sencillamente que la pasión y muerte de Jesús era algo tan importante que bastaba para redimir al género humano. Encogido en su fervor, ensimismado, esperaba en vano la visita de Nuestro Señor, un gesto suyo, por pequeño que fuese, que le orientara. «Muéstrame el camino, Señor», gemía, pero el Señor permanecía ajeno, en silencio. «Nuestro Señor no puede tomar partido, se decía, soy yo quien debe decidir, en aras de mi libertad.» Pero le faltaba determinación, claridad, la lucidez necesaria. Y en esta espera impaciente permanecía, hasta que un comentario de fray Domingo o el agudo chirrido de los cerrojos, anunciando la visita de Dato, le sacaban de su ensimismamiento. Entonces se quedaba mirando al carcelero sin moverse, su melenilla lisa y desflecada asomando bajo su gorro rojo de lana, sus desaseados calzones cubriéndole media pierna. El hechizo se había roto y la mente de Cipriano se incorporaba a su rutinaria vida sin resistencia.
Una tarde, Dato, antes de dirigirse a la letrina, pasó por su lado y, sin mirarle, depositó en su mano un papel doblado en mil pliegues. Cipriano se sorprendió. No hizo el menor ademán, sin embargo. Sabía que la compañía de fray Domingo no le obligaba a compartir con él las novedades, a comunicarle la venalidad del carcelero. Por eso quedó inmóvil hasta que Dato realizó el cambio de recipientes. Entonces desdobló el papel y, en la penumbra, forzando los ojos, leyó:
CONFESIÓN DE DOÑA BEATRIZ DE CAZALLA
Ante el tribunal del Santo Oficio, doña Beatriz de Cazalla declaró ayer, 5 de agosto de 1558, en el juicio que se le sigue, que ella había engañado al propio fray Domingo de Rojas. A su vez, Cristóbal de Padilla, de Zamora, fue engañado por don Carlos de Seso, mientras su hermano, don Agustín de Cazalla, había sido víctima del mismo don Carlos de Seso y de su hermano Pedro, párroco de Pedrosa. Juan de Cazalla había pervertido a su mujer y el Doctor a su madre, doña Leonor, con lo que prácticamente toda la familia Cazalla —Constanza vendría luego— quedaba adscrita a la secta luterana. Prosiguiendo con su sincera exposición, la declarante afirmó que doña Catalina Ortega había catequizado a Juan Sánchez y, entre los dos, al joyero Juan García. Por su parte, fray Domingo de Rojas pervirtió a su hermana María, aunque él lo niegue, y a buena parte de su familia. Cristóbal de Padilla, por su lado, al pequeño grupo de Zamora y su hermano Pedro, con don Carlos de Seso, al propietario de Pedrosa don Cipriano Salcedo.
Permaneció inmóvil, desconcertado, agarrotado por un extraño frío interior. Notaba en el estómago como la mordedura de una alimaña. Nunca tan pocos renglones podían haber causado tan hondos estragos. El desánimo le invadía. Cipriano Salcedo había imaginado todo menos la delación dentro del grupo. La fraternidad en que había soñado se resquebrajaba, resultaba una pura entelequia, nunca había existido, ni era posible que existiera. Pensó en los conventículos, en el solemne juramento final de los congregados, prometiendo que jamás delatarían a sus hermanos en tiempos de tribulación. ¿Sería cierto lo que decía aquella nota? ¿Era posible que la dulce Beatriz denunciara a tantas personas, empezando por sus propios hermanos, sin una vacilación? ¿Valía tanto la vida para ella como para incurrir en perjurio y enviar a su familia y amigos a la hoguera con tal de salvar su piel? Las lágrimas afloraban a sus ojos blandos cuando releía el papel. Luego pensó en Dato. Fray Domingo ya le había anticipado que la venalidad y la corrupción tenían asiento en los mandos subalternos carcelarios, pero el escrito del ayudante no podía ser obra de un carcelario, ni siquiera del alcaide, sino de algún miembro del Tribunal, tal vez el secretario o, con mayor probabilidad, el escribano. Vio abierta una vía de comunicación con la que, en principio, no había contado pero, después de breve reflexión, decidió no mostrar la confesión de Beatriz Cazalla a fray Domingo. ¿Para qué encrespar aún más los ánimos? ¿Qué ganaba el fraile sabiendo que Beatriz le había delatado a él y prácticamente a todos los del grupo?
A la tarde siguiente esperó la llegada de Dato tendido en el catre. Llegaba canturreando, como de costumbre, pero, al acercarse al camastro, Cipriano le consultó a media voz qué le debía. La respuesta de Dato no le sorprendió: la voluntad, dijo. Cipriano depositó en su mano un ducado que él miró y remiró, por un lado y por otro, con ojos de codicia. Luego le preguntó si le interesaría más información y Cipriano asintió. No ignoraba que había establecido un precio pero no lo consideró excesivo ni mal empleado. Desde que el dominico le hablara de las penas utilizadas contra los herejes, había intuido que su patrimonio sería confiscado algún día. Entonces pensó que Nuestro Señor le había inspirado la decisión de repartir sus bienes con sus colaboradores. En todo caso, su dinero en la cárcel no era mucho. Sorprendentemente, en Cilveti, apenas le registraron por encima buscando un arma. Al bizco Vidal, fuera de las armas y los papeles, nada le interesaba. Respetó su dinero. Su misión consistía en trasladarle sin daño de Pamplona a Valladolid y es lo que había hecho: aquí estaba, a disposición del Tribunal.
Concluía agosto y aún no había sido llamado a la Sala de Audiencias, en la parte alta del edificio, ni tampoco fray Domingo, su compañero de celda. El día 27, sin embargo, recibió una sorpresa. Don Gumersindo, el alcaide, acompañado del carcelero mayor, le anunció una visita. Aséese, le dijo, volveré por vuesa merced dentro de quince minutos. Cipriano no salía de su asombro: ¿quién podía preocuparse por él en estas circunstancias?
Cipriano entró en la sala de visitas deslumbrado, los pies ligeros, sin grillos. Después de casi cuatro meses viviendo en la húmeda penumbra de la celda, la luz del sol le dañaba los ojos, le ofuscaba. Ya en la escalera, por precaución, había entornado los párpados pero, al entrar en la pequeña sala, el sol brillando en los cristales le obligó a cerrarlos del todo. Era como si tuviera tierra dentro de ellos, como los del cadáver de el Perulero al ser desenterrado. Había oído cerrar la puerta y el silencio ahora era total. Poco a poco entreabrió los párpados y, entonces, divisó ante sí a su tío Ignacio. Sintió un sobresalto análogo al que experimentó de adolescente cuando su tío le visitó en el colegio. No le esperaba; su tío siempre le sorprendía. Ambos vacilaron, pero, finalmente, se abrazaron y se dieron la paz en el rostro. Se sentaron después, frente a frente, y su tío le preguntó si tenía los ojos enfermos. Vivía en la oscuridad, dijo, pero inmediatamente precisó, casi en la oscuridad, y la falta de luz y la humedad le lastimaban la vista. Tenía los bordes de los párpados enrojecidos e hinchados y su tío le prometió enviarle un remedio a través del alcaide. Luego le dio una buena nueva: le habían ascendido a presidente de la Chancillería, cosa esperada pues era el más antiguo de los diecisiete oidores. La Chancillería y el Santo Oficio tenían buena relación y había sido autorizado para visitarle. Cipriano posaba en él sus ojillos pitañosos, sonriente, cuando le felicitó. Esperaba de su tío una regañina, incluso no se había movido de la postura en que quedó al sentarse, a la expectativa, pero su tío Ignacio no parecía reparar en su situación. Le habló como si conversaran en su casa, como si nada hubiera cambiado desde la última vez que se vieron. Se había desplazado a Pedrosa y había encontrado a Martín Martín animado y con la labranza organizada. De momento, los labrantines y pegujaleros de los pueblos próximos no habían levantado el gallo lo que probaba que la fórmula utilizada para repartir la hacienda y subir los salarios a los jornaleros era civilizada y no perjudicaba a terceros. Tenía a su disposición su parte de la cosecha de cereales que había sido óptima y se esperaba, asimismo, de la viña un rendimiento superior al normal. Cipriano continuaba mirándole embobado, los ojos cobardes. Le conmovían las cortinas, los visillos, el pañito de encaje en que reposaba el candelabro, el feo cuadro de la Asunción de María sobre el sofá. Era como si hubiera abierto los ojos en un mundo distinto, menos hostil e inhumano. Su tío proseguía hablándole sin pausas, como si tuviera tasados los minutos de la visita. Ahora le contaba del almacén y del taller. Visitaba la Judería con alguna frecuencia, un par de veces al mes. El nuevo Maluenda le parecía, en efecto, trabajador y solvente. Se carteaba con Dionisio Manrique y en su última carta le decía que la flotilla de primavera, con su escolta, había llegado a Amsterdam sin novedad. En lo tocante al taller, Fermín Gutiérrez, el sastre, aparte su habilidad para el corte, había resultado un buen organizador, y los tramperos, pellejeros, curtidores, costureras y acemileros estaban satisfechos con los nuevos contratos. Cambió de conversación de improviso para decirle que la regla penitenciaria no imponía los andrajos como uniforme y que por el alcaide le enviaría también ropa nueva. A Cipriano le emocionaba su preocupación. Intentó darle las gracias pero su voz se quebró y sus ojos se llenaron de agua. Deseaba pedirle perdón antes de que se marchara, convencerle de su buena fe al unirse a la secta, pero cuando abrió la boca apenas se le entendió una palabra: religión. Al oírla su tío extendió el brazo y le puso una mano efusiva en el hombro:
—Ése es el rincón más íntimo del alma —dijo—. Obra en conciencia y no te preocupes de lo demás. Con esa medida seremos juzgados.
De nuevo en su celda, la visita de su tío le dejó una sensación de irrealidad, como de algo ensoñado. No obstante, la llegada de ropa interior, un jubón, un sayo, unas calzas y el remedio para los ojos, le convenció de que su tío era algo real y tangible, como lo eran los visillos de la ventana, las cortinas, el pañito de encaje de la sala, o el cuadro de la Asunción.
Esa misma tarde, Dato le entregó disimuladamente otro papel plegado. Al desdoblarlo experimentó un almadiamiento y hubo de sentarse en la banqueta para afirmar las piernas. Era un extracto de la confesión de Ana Enríquez ante el Tribunal del Santo Oficio. Mientras leía, le era fácil adivinar su sufrimiento, el mar de dudas en que durante meses se habría debatido aquella niña:
«Vine a esta villa desde Toro para la Conversión de San Pablo —decía aquel informe— y conocí a Beatriz Cazalla que me habló de nuestra salvación, de que ésta se produciría por los solos méritos de Cristo, que toda mi vida pasada era cosa perdida porque las obras, por sí mismas, para nada servían. Y yo entonces le dije: “¿Qué es eso que dicen que hay herejes?”. Y ella contestó: “La Iglesia y los santos lo son”. Y, entonces, yo dije: “¿Y el papa?”. Y ella me dijo: “El papa le tenemos cada uno en el Espíritu Santo”. Y luego me sugirió que lo que debía hacer era confesarme a Dios de toda mi vida pasada porque los hombres no tenían potestad para absolver. Y yo, asustada, le pregunté: “Y ¿entonces el purgatorio y la penitencia?”. Y ella me dijo: “No hay purgatorio; sólo nos vale la fe en Jesucristo”. Pero yo me confesé con un fraile, como hacía antes, sólo por cumplimiento, pero nada le dije de estas conversaciones. Otro día Beatriz Cazalla me dijo que los curas sólo nos daban en la comunión la mitad de Cristo, el cuerpo pero no la sangre, que la Comunión verdadera constaba de pan y vino. Pasé semanas de angustia, hasta que con motivo de la Cuaresma llegó a casa fray Domingo de Rojas, buen amigo de mis padres, y así que le pregunté y me confirmó lo que Beatriz me había dicho, quedé tranquila y lo creí así realmente. En aquellos días, fray Domingo me dijo que Lutero era santísimo, que se había expuesto a todos los peligros del mundo solamente por decir la verdad. También me dijo otras cosas, como que sólo había dos sacramentos, el bautismo y la eucaristía, que adorar al crucifijo era idolatría y que, después de la Redención, habíamos quedado libres de toda servidumbre; y no teníamos que ayunar ni hacer voto de castidad sólo por obligación, ni otras muchas cosas como oír misa, porque en la misa se sacrificaba a Cristo por dinero y que, “si no fuera por el escándalo que provocaría, él mismo se quitaría los hábitos y dejaría de rezarla”».
Cipriano cerró los ojos. Lo primero que pensó no fue en la delación sino en la amargura que aquellas palabras habrían producido en el espíritu de doña Ana. Luego pensó en las plumas del sombrero de fray Domingo al disfrazarse para la huida. Sintió hacia él, de pronto, una cierta aversión, tan engreído, tan pagado de sí mismo, tan sesgo. Su crueldad para con doña Ana no había sido precisamente un acto cristiano. El dominico se había comportado brutalmente con la niña, había destruido su armazón espiritual sin miramientos. Volvió los ojos hacia el ventano y lo vio emperezado, tumbado en el petate, leyendo un libro aprovechando la última luz de la tarde, y experimentó antipatía hacia él. Únicamente después, Cipriano deploró las denuncias de Ana Enríquez, la delación de Beatriz Cazalla y del dominico, su espontáneo perjurio. Notaba encogido el ánimo, acrecentada la sensación de soledad, la angustia agazapada en la boca del estómago, un vivo malestar.
Pero las horas rodaban deprisa aquellos días en la cárcel secreta. El carcelero le visitó poco después para anunciar su comparecencia ante el Tribunal a las diez de la mañana del día siguiente. Ya en las escaleras, sin grilletes en los pies, casi volaba, mas, a medida que se alejaba de los sótanos y aumentaba la luz, los ojos le escocían, se veía obligado a entornarlos para procurarse un alivio. Y, antes de entrar en la Sala de Audiencias, descubrió la pequeña puerta de la habitación donde se había entrevistado con su tío. Luego oyó una voz, cuya procedencia ignoraba, que dijo: «Adelante el reo», y alguien le empujó hacia la puerta de nogal labrado que tenía ante sí. Andaba con desconfianza. El sol posado en las vidrieras le cegaba y el artesonado del techo y los largos cortinones rojos se imponían. El carcelero, que le conducía del brazo, le sentó en una silla. Entonces divisó al Tribunal ante él, tras la mesa larga, sobre la tarima, allí donde terminaba la alfombra granate que cubría el pasillo desde la puerta. La escena se ajustaba, punto por punto, a lo que le había ido anunciando fray Domingo, el inquisidor en el centro, envuelto en sotana negra, la cabeza cubierta por un bonete de cuatro puntas, el rostro alargado y grave. A su derecha el secretario, religioso y ensotanado también, asimismo circunspecto y lóbrego y, a la izquierda, envuelto en una severa loba negra, el escribano, un hombre civil, de bastantes años menos que los dos clérigos. Apenas le dio tiempo de distinguir, antes de que sonara la campanilla, que las orejas del inquisidor eran traslúcidas y despegadas. Inmediatamente se inclinó hacia adelante y experimentó una rara sensación, como si su cuerpo se desdoblase, y una mitad de él escuchase las respuestas que daba la otra mitad a las preguntas del eclesiástico. Mas, a poco de empezar, se esfumaron las siluetas del estrado, el artesonado, la alfombra y los cortinones, y únicamente permaneció la voz opaca del inquisidor, una voz acusadora, intimidatoria, y las respuestas escuetas, precipitadas, de su otro yo en un peloteo verbal picado, sin interrupciones, como si la premura en la formulación de las preguntas garantizase la veracidad de las respuestas. Sin embargo aquella voz dura y bien timbrada no parecía afectar a la lucidez de las réplicas de su otro yo, de su yo desdoblado:
—¿Quién pervirtió a vuesa merced?
—D… disculpe su eminencia pero no puedo responder a esa pregunta; lo he jurado.
—¿Es cierto que vuesa merced posee una hacienda importante en Pedrosa?
—Es cierto, señoría.
—¿No conoció ahí a don Pedro Cazalla, párroco del pueblo?
—Le conocí y nos tratamos. Ambos somos aficionados al campo y paseábamos juntos y él me hacía curiosas observaciones sobre los pájaros.
—¿Le hablaba de pájaros su paternidad?
—No sólo de pájaros, señoría. Otras veces me hablaba de sapos. Ahora recuerdo una conversación que mantuvimos sobre sapos en las salinas del Cenagal. Es un naturalista perspicaz.
—Y ¿don Carlos de Seso? ¿Participaba el señor de Seso de esas divagaciones?
—A don Carlos apenas lo traté. En una ocasión le encontramos en el camino de Toro, pero no hablamos de pájaros ni de sapos. Iba a ser nombrado corregidor de la villa y había acudido allí a visitar a unos amigos.
—¿Había amistad entre don Carlos de Seso y Pedro Cazalla?
—Se conocían, conversaban. Ahora bien, si había amistad entre ellos no puedo decírselo, ni tampoco el grado de la misma.
—¿Nunca le habló don Pedro de religión en sus paseos?
—Hablábamos de los más diversos temas; con seguridad la religión sería uno de ellos.
—¿Considera vuesa merced la religión un tema importante?
—La religión pertenece al rincón más íntimo del alma —dijo Cipriano recordando la expresión de su tío.
—Creyéndolo así, ¿es posible que no recuerde ninguna conversación sobre religión con don Pedro Cazalla? ¿Cómo es posible que recuerde lo referente a los sapos y no lo que decía de Dios?
—El hombre es un animal muy complejo, eminencia.
—Y ¿con don Carlos de Seso?
—¿Con don Carlos de Seso, qué?
—¿Hablaron alguna vez de religión?
—Le conocí, como le he dicho, en el camino de Toro, él iba cabalgando y nosotros a pie. Montaba un pura sangre de mucho nervio; me interesó más la montura que el caballero, ésta es la verdad.
—¿Le gustan a vuesa merced los caballos?
—Los caballos de raza me producen verdadera fascinación.
—¿No hizo vuesa merced un viaje a Francia en 1557 con su caballo Pispás?
—Así fue, señoría.
—¿Quién le ayudó a pasar el Pirineo?
—El guía Pablo Echarren, un navarro. Era el mejor conocedor de la montaña y supongo que lo sigue siendo.
—¿Quién se lo recomendó?
—Entre la gente que visita Francia con frecuencia, Echarren es un personaje familiar. Le diría más: es una institución.
—¿Llegó vuesa merced hasta Alemania en ese viaje?
—Estuve en varias ciudades alemanas, señoría.
—¿Quién le indujo a visitar Alemania?
—Soy comerciante, eminencia, el creador del zamarro de Cipriano del que quizás haya oído hablar. Tengo amigos y corresponsales en el extranjero con los que estoy en relación permanente.
—¿No había motivos religiosos en ese viaje?
—Me parece que lo que vuestra paternidad desea saber es cuál es mi fe. ¿No es así? Si le digo que la doctrina del beneficio de Cristo me cautivó podemos ahorrarnos algunas palabras. Y si uno acepta esa doctrina forzosamente tiene que aceptar otras cosas que derivan de ella.
—¿Reconoce entonces vuesa merced que en los últimos años ha vivido en el error?
—Error no es la palabra apropiada, señoría. Creo en lo que creo de buena fe.
—¿Cree en lo que predica?
—Nunca fui proselitista, señoría. Simplemente he procurado ser fiel a mi creencia.
—¿Es cierto que mensualmente se reunían en conventículos en casa de doña Leonor de Vivero, madre de los Cazalla?
—Conocí a esta señora y al Doctor a través de mi amigo Pedro Cazalla, hijo y hermano, respectivamente, de los citados.
De pronto se abrió una pausa y el escribano levantó los ojos por primera vez. Estaba sometido a una prueba de resistencia. Cipriano escuchaba las respuestas de su doble, con los ojos cerrados, complacidamente. Era lo que respondería él si se le diera la oportunidad de reflexionar. Su doble no acusaba, no mentía, no delataba, pero no por ello desatendía las preguntas de su eminencia, aunque a éste no parecieran agradarle sus respuestas. Su voz se hizo aún más opaca cuando le dijo:
—Vuesa merced trata de eludir mis preguntas aunque no ignore que dispongo de sistemas eficaces para desatar las lenguas. ¿Ha oído hablar del tormento?
—Desgraciadamente, señoría.
—Y ¿del purgatorio?
—También, señoría.
—¿Cree en él?
—Si tengo fe y admito que Cristo sufrió y murió por mí, huelga toda pena temporal. Otra cosa sería desconfiar de su sacrificio.
—Y en la Iglesia Romana, ¿cree?
—Creo firmemente en la Iglesia de los Apóstoles.
—¿No se arrepiente de haber abrazado la nueva doctrina?
—Yo no la acepté por soberbia, codicia o vanidad, señoría. Simplemente me encontré con ella. Pero no me resistiría a apostatar si vuestra reverencia me convenciera de mi error, aunque nunca lo haría por salvar la vida.
—¿No sintió escrúpulos al asumirla?
—Antes los tuve, eminencia, en mi juventud. En ese sentido, la nueva doctrina aquietó mi espíritu.
—¿Tan ciego es que no ve los excesos de Lutero?
—Vuestra eminencia y un servidor buscamos a un mismo Dios por distintos caminos pero en toda interpretación humana del hecho religioso supongo que se cometen errores.
—Por última vez, señor Salcedo, antes de apelar a procedimientos más persuasivos, ¿tendría la bondad de responderme a estas dos sencillas preguntas? Primera: ¿Quién le pervirtió? Segunda: ¿Quién le indujo a viajar a Alemania en abril de 1557?
—Tropecé con la nueva doctrina, señoría, como se tropieza con una mujer que mañana será nuestra esposa, casualmente. En lo que atañe a su segunda pregunta, le repito que un hombre de negocios tiene el deber de viajar al extranjero de vez en cuando. Los mercaderes de Anvers son unos de mis corresponsales a quienes visité en ese viaje. Si su eminencia lo duda puede dirigirse a ellos.
En el lecho, tendido y sosegado, los brazos estirados a lo largo del cuerpo, los ojos cerrados, Cipriano volvió a encontrarse consigo mismo. Ahora notaba en la cabeza el esfuerzo de la concentración, el reconcomio pasado ante el Tribunal. Fray Domingo, arrastrando los hierros, se había aproximado a él al regresar a la celda y sonrió cuando Cipriano le dijo que todo había sido tal y como él se lo había anunciado. No pormenorizó el coloquio cuando el dominico inquirió detalles. Simplemente le dijo que los juzgadores eran tres, aunque únicamente preguntaba el inquisidor, los otros dos tomaban notas. La voz del presidente dominaba todo, pero mi reserva mental, dijo, no pareció irritarle.
Tres días después, muy de mañana, el alcaide y el carcelero le recogieron en su celda. No le prepararon, ni le explicaron, ni le dijeron más que una sola palabra: síganos. Y él los siguió por las húmedas losas del zaguán, por el corredor permeable y bajo de techo.
Cipriano temía por sus ojos, pero esta vez el alcaide tomó el camino de los sótanos a través de una escalera de piedra de peldaños desiguales. Allí le esperaban ya el inquisidor, con su bonete de cuatro puntas y sus orejas traslúcidas, el secretario y el escribano sentado a una mesa ante un rimero de papeles blancos. Próximos a ellos, de pie, había otras dos personas y Cipriano dedujo, conforme a las explicaciones de fray Domingo, que el hombre de la loba oscura era el médico, y, el verdugo, el del pecho descubierto y los calzones cortos, de tela basta. Ante ellos, en una mazmorra amplia, tímidamente alumbrada por dos candiles, bailaban una serie de extraños artilugios, como los aparatos de un circo.
Antes de que el verdugo entrara en acción, el inquisidor volvió a preguntarle quién le pervirtió y quién le ordenó viajar a Alemania en abril de 1557. Cipriano Salcedo, que agradecía la penumbra del lugar, dijo suavemente que tres días antes, en el interrogatorio de la sala, había dicho sobre el particular lo que sabía. Entonces, el inquisidor ordenó al verdugo que dispusiera la garrucha que colgaba del techo. Cipriano temía más los preparativos del suplicio que el suplicio mismo. Ante la vida había temido siempre más al amago que a la realidad por muy cruel y exigente que ésta fuera. Pero cuando el verdugo le ató las muñecas a la polea, le izó y le dejó suspendido en el aire, tuvo el convencimiento de que, en su caso, la garrucha resultaría ineficaz. Le habían desnudado de la cintura para arriba y el inquisidor hizo un sorprendido comentario sobre la desproporcionada musculatura del reo. El objetivo de la garrucha era desarticular al torturado en virtud de su propio peso, pero el verdugo no contaba con que el cuerpo de Cipriano era liviano, y nervudas sus extremidades de modo que la suspensión, al ser capaz de flexionar fácilmente sus brazos, no produjo efecto alguno. El verdugo consultó al inquisidor con la mirada y éste señaló la gran pesa que había en el suelo y que el verdugo ató a sus pies sin demora. Tornó luego a suspenderlo en el vacío de manera que Cipriano flotó en el aire, los brazos flexionados, como un atleta en las poleas, penduleando, la pesa inútil amarrada a sus pies. El inquisidor sentía frío y torcía la boca; experimentaba una rara frustración:
—El potro —dijo lacónicamente.
El verdugo le desató de la garrucha y le ató por las cuatro extremidades a una especie de bastidor, donde cuatro tambores de hierro permitían, girándolos, tensar a voluntad el cuerpo del torturado. Durante las primeras vueltas Cipriano casi sintió placer. Aquel aparato le ayudaba a estirar sus miembros y, de este modo, salía del agarrotamiento en que había vivido los últimos meses. Pero el verdugo, que no buscaba su placer, seguía girando el husillo hasta que el estiramiento de brazos y piernas alcanzó un punto doloroso. En ese momento, el inquisidor interrumpió la tortura:
—Por última vez —dijo— ¿puede decirme vuesa merced quién le convirtió a la maldita secta de Lutero?
Cipriano guardó silencio. Aún lo repitió otra vez el inquisidor, pero, en vista de su mutismo, hizo un leve gesto con la cabeza al verdugo. El hombre de la loba se aproximó al torturado, mientras el verdugo daba vueltas a los husillos, atirantaba el cuerpo del reo. La única ventaja de esta forma de tortura, pensó Cipriano, era la manera paulatina en que se entraba en él, de forma que entre cada vuelta de tambor se producía en el cuerpo una especie de descanso, de habituamiento. Pero cuando la tensión aumentó, Cipriano sintió un dolor agudísimo en axilas e ingles. Era como si una fuerza abrumadora, lenta y creciente, intentara sacar las apófisis de los huesos de sus respectivas cavidades, un descoyuntamiento. Pero, conforme con su vieja filosofía, se metió de golpe en el dolor, lo aceptó. Creía que una vez dentro de él, el dolor, por intenso que fuese, devendría en algo ajeno, se haría más fútil y soportable. Pero, al violento dolor inicial, se fueron añadiendo otros en el espinazo, codos y rótulas, en las cabezas de músculos y nervios. Entreabrió los párpados cuando el verdugo interrumpió el suplicio para dar ocasión al inquisidor de formular de nuevo su pregunta pero, ante su silencio obstinado, aquél volvió a girar las tuercas, de forma que la suma de todos los dolores se fue convirtiendo en un único dolor, su columna dorsal se rompía, estaba siendo descuartizado. Y la tensión de los nervios, al confluir en el cerebro, le provocaron una horrible punzadura, que gradualmente fue creciendo en intensidad, hasta alcanzar un punto insoportable. Cipriano, en ese momento, perdió el control de su voluntad, emitió un terrible alarido y su cabeza cayó sobre el pecho.
Más tarde, ya en el catre, bajo las atenciones del médico, recuperó el conocimiento, experimentó la extraña sensación de que todos los huesos de su cuerpo estaban descoyuntados, fuera de sitio. Cada movimiento, por leve que fuera, se traducía en un sordo dolor, por lo que Salcedo extremó la inmovilidad que venía a transformar el dolor en algo más llevadero, una sensación de cansancio infinito.
Fray Domingo mostró en los días siguientes una sensibilidad que Salcedo no sospechaba. Se sentaba en la banqueta, a la cabecera de la cama, y trataba de convencerle de la sinrazón de su resistencia, de que el Santo Oficio conocía de sobra que habían sido Pedro Cazalla y don Carlos de Seso quienes le incorporaron al grupo. Le advertía que el tormento no era un recurso aislado, que en un principio lo fue, pero que la Inquisición había inventado la figura de la suspensión, según la cual la tortura podía reanudarse una vez que el reo se hubiera recuperado. Entonces, decía, ¿quién ha salido beneficiado del silencio de vuesa merced? ¿Por qué callar? Una tarde en que Rojas insistía en estos argumentos, Cipriano le dijo con muy poca voz:
—Y… y ¿no cree vuestra paternidad que el perjurio, aparte un fracaso personal, es un grave pecado?
Fray Domingo no lo entendía así, le molestaban las grandes palabras, enseguida procuraba escapar de su influencia. El hombre debía adaptarse a las circunstancias, decía, evitar el tono heroico, imbuirse el convencimiento de que el hecho de aceptar que alguien atentase contra nuestra integridad era una falta más grave que el mismo perjurio. Cipriano apelaba a los mártires y el dominico le decía que los tiempos del testimonio habían pasado. El cristianismo estaba firmemente asentado en el mundo, no precisaba ya de sacrificios personales.
Dos semanas después de la tortura, Dato, el ayudante de carcelero, le pasó un billete directo de doña Ana Enríquez:
«Muy apreciado amigo —le decía—. Voy a pedirle una gran merced. Sé que le han dado tormento por no revelar el nombre de sus pervertidores. Por favor, no sea obstinado. Poner en riesgo la vida que Nuestro Señor nos ha regalado revela una actitud desdeñosa hacia el Creador. Satisfacer en algo a los inquisidores, pronunciar una palabra que les sea grata y les haga sentirse momentáneamente victoriosos, no significa doblegarse. Téngalo presente, pues su vida, sin que usted lo sospeche, puede un día ser necesaria para alguien.
Recuerdo su visita a La Confluencia, la finca de mi padre, con ocasión de las ligerezas de Cristóbal de Padilla que tan caras estamos pagando todos. Aquellos minutos felices de un otoño dorado, paseando en su amable compañía por el jardín, me han dejado honda huella. ¿Nos darán ocasión de revivir aquellas horas algún día? Cuídese, piense en que únicamente dispone de una vida y está obligado a guardarla. Le saluda con respeto y estima.
ANA ENRÍQUEZ.»
Cipriano se animó al leer la carta cuyo contenido disipó el acre sabor a ceniza que el tormento le había dejado. ¿Qué quería decir Ana Enríquez con aquello de que su vida podía ser algún día necesaria para alguien? ¿A quién se refería? Disponía de papel y pluma y su primer impulso fue contestarla, pero el intento resultó fallido, las palabras precisas no acudían a su mente o se enredaban entre sí, carecía de la necesaria lucidez para redactar una frase coherente. Días después, dueño de sí mismo, se sintió capaz de hilvanar unas líneas. Las releyó varias veces antes de confiarlas a Dato:
«Muy apreciada amiga —decía—. Gracias por su interés, por la merced que me hace al preocuparse por mi salud. También yo recuerdo con emoción aquel paseo otoñal por los jardines de La Confluencia, como recuerdo su perfil en los conventículos, su fervor, su entrega, aquella mano blanca levantada pidiendo vez para intervenir en los coloquios, y, muy en particular, vuestra presencia en mi casa el día de la huida, vuestra despedida, aquel gesto imprevisto y efusivo con que me dijo adiós.
Créame que aquel instante me ha confortado mucho, me ha entonado en los dolorosos momentos por los que he atravesado. ¿Pasará todo esto algún día? De momento le encarezco que no sufra por mí. Cumplir lo que estimamos nuestro deber ya encierra en sí mismo una recompensa. Os saluda con respeto y estima.
CIPRIANO SALCEDO.»
El otoño vino muy frío y Cipriano, cada vez más debilitado, pasaba los días tendido en el catre, cubierto con la manta cuartelera. El alcaide no había ido en su busca y Cipriano pensaba si en la interrupción del tormento no tendría su tío algo que ver. A primeros de noviembre recibió de su parte un zamarro forrado de piel de jineta y una capa segoviana. Sin embargo, el tío Ignacio no se dejó ver. Seguramente la frecuencia de las visitas a un inculpado de herejía representaría un demérito en su carrera. Por su parte, fray Domingo seguía leyendo libros que le facilitaba la Inquisición. A mediados de diciembre fue llamado a la Sala de Audiencias y regresó tres horas más tarde, sin ganas de contarle las incidencias del juicio. Lo esperado, decía, lo de siempre. Se tendió en el catre y reanudó sus lecturas como si nada hubiera ocurrido.
En vísperas de Navidad, cuando ya no lo esperaba, Dato le entregó unas líneas de Ana Enríquez felicitándole la Pascua. Era una misiva halagüeña en su primera parte, donde subrayaba su probidad, su inteligencia, el hecho de haber echado sobre sus hombros, sin pedir nada a cambio, la seguridad del grupo. «En esa hora, decía, me di cuenta de que vuesa merced no me era indiferente.» El corazón de Cipriano se aceleraba, amagaba con desbocarse. Aquello era demasiado, no era precisamente una declaración de amor, pero sí la constatación de haberlo distinguido entre los demás miembros de la secta. Mas, por si cupiera aún alguna duda, en el párrafo siguiente porfiaba: «Ahora quizá comprenda mejor vuesa merced mi interés por su suerte». Cipriano Salcedo se conmovió. Por vez primera, a los cuarenta y un años, estaba viviendo una experiencia amorosa propia de la adolescencia. Evocaba detalles de la figura de Ana, su collar de perlas, su turbante rojo, su blanca mano enjoyada levantándose como un pájaro en los conventículos, su voz cálida, como inflamada. ¿Sería posible, Señor, que aquella singular criatura hubiera puesto sus ojos en él? Le contestó escuetamente, deseándole felicidad y suerte, diciéndole que aquellas Pascuas, pese a todo, quedarían en su vida como un hito inolvidable. Su carta, decía, rezuma esperanza, «vos sentís, señora, la ilusión de que algo nace». Desgraciadamente no podía compartir su optimismo: «La idea de que algo concluye prevalece en mí», decía. Mas también reconocía que nunca había sido insensible a su presencia. «Admiré siempre vuestra sagacidad, vuestra discreción, vuestro aplomo y, ¡cómo no!, vuestra belleza», añadía en un impulso de sinceridad. Y en su despedida, le confirmaba su respeto y cariño.
Dato se convirtió en el correo interior entre doña Ana Enríquez y Cipriano Salcedo. Las misivas se cruzaban entre ellos cada vez con mayor frecuencia y ponían un punto de luz y esperanza en la sordidez de las mazmorras. Ana iba siempre por delante en efusividad y confianza. «Catalina de Reinoso, una de las monjas de Belén, compañera de celda, aduce la diferencia de edad como un obstáculo entre nosotros», decía doña Ana Enríquez en carta de 6 de febrero. Y agregaba: «Pero yo digo, ¿qué importa la edad en estos negocios de los sentimientos? ¿Tienen las almas edad?». Sus mensajes contenían, de una manera o de otra, una nota de optimismo: «Algún día nos dejarán ser felices», decía. O bien: «Nuestro paseo por el jardín de La Confluencia será el primer peldaño de nuestra historia en común».
Cipriano Salcedo se mostraba más cauto. A su entusiasmo inicial vino a poner sordina su promesa un tanto olvidada. La conciencia empezó a reprocharle su flaqueza, el hecho de que se dejara llevar por un fácil sentimiento animando a Ana Enríquez a construir castillos en el aire. Esta vez demoró la respuesta, guardó silencio. No tenía derecho a alentar los proyectos de la muchacha cuando él sabía cuál iba a ser el desenlace. Las cosas estaban planteadas de tal manera que ante su futuro no cabía alternativa. La Inquisición nunca aceptaría su silencio pero tampoco él estaba dispuesto a romperlo porque le favoreciese. Preparó borrador tras borrador, pero uno detrás de otro los rompía. Fray Domingo le miraba desde su cama:
—¿Prepara vuesa merced su testamento?
Cipriano no respondió a la broma del reverendo. Al fin y al cabo lo que trataba de escribir guardaba bastante semejanza con un testamento. Por eso, tras la pregunta del dominico, resolvió hablar claro, como si fuera —¿lo era tal vez?— su última voluntad. La amaba, esto era esencial. La amaba por encima de todas las cosas. Y, sin embargo, entre ambos se levantaban dos obstáculos insalvables: el voto de castidad ofrecido espontáneamente por él a Nuestro Señor hacía más de un año y su resolución de no incurrir en perjurio delatando a quienes le habían acristianado. Esta actitud suya nunca sería disculpada por el Santo Oficio.
Como si fuera respuesta a su mensaje, Dato le trajo esa tarde un informe de procedencia imprevisible:
«El emperador Carlos V acaba de fallecer en el Monasterio de Yuste, lamentando no haber dado muerte a Lutero cuando le tuvo en sus manos en Worms. En el codicilo de su testamento exige con autoridad de padre a su hijo Felipe que castigue a los herejes con todo rigor y conforme a sus culpas, sin excepción ni respeto para persona alguna. Por su parte, el nuevo rey Felipe II ha bendecido el santo celo de su padre».
A partir de este momento, y como si Dato hubiera ido almacenando la correspondencia en espera de que la crisis amorosa de Cipriano se resolviera, empezaron a llegar papeles de toda laya, declaraciones, noticias, informes, mensajes en torno a los procesos de los hermanos Cazalla, don Carlos de Seso, su vecino de celda, fray Domingo, un informe del arzobispo de Toledo y varias comunicaciones más que Cipriano ordenó cronológicamente antes de tumbarse en el petate y cubrirse con su capa segoviana. Habituado a la delación, poco podían impresionarle ya las declaraciones de sus compañeros. Leyó descorazonado la confesión de su amigo Pedro Cazalla:
«Un día, encontróme don Carlos de Seso, corregidor de Toro, en Pedrosa, a la puerta de la iglesia de donde soy párroco, pensando en el beneficio de Cristo y me dijo de pronto que no había purgatorio y que podía demostrármelo. Y tal maña se dio que me dejó convencido de ello aunque con el espíritu lleno de zozobra y ansiedad (el reo contó aquí el episodio de la visita de Seso a Carranza en el Colegio de San Gregorio, escena que no repetimos por ser sobradamente conocida de todos). Hablé luego de ello con el bachiller Herrezuelo, no para que yo le enseñara sino que fue él quien me transmitió lo de la justificación por la fe sin necesidad de las obras e insistió en la inexistencia del purgatorio. Igualmente, Cristóbal de Padilla pasó tres veces por mi casa en Pedrosa y me habló de la misma materia y yo le encarecí que no volviera a hacerlo. Del mismo negocio trató también conmigo un criado que yo tenía, Juan Sánchez de nombre, pero le acogí con aspereza, y él, disgustado, dejó mi servicio y yo me holgué de ello. Por último, hablé de estos asuntos con mi compañero de estudios fray Domingo de Rojas y, antes de que yo le apuntara el tema del purgatorio, me salió con ello y estaba en ello».
A Cipriano le rezumaban los ojos enfermos ante tanta mezquindad. Carlos de Seso, en cambio, aunque atribuía al recién nombrado arzobispo Carranza el origen de la secta, trataba de convencer al Tribunal de su inocencia en la cuestión del purgatorio. Disfrazaba la verdad en su provecho:
«Mi intención al hablar a alguno de la no existencia del purgatorio no era la de apartarle de la Iglesia sino de aumentar su fe en la Pasión de Jesucristo. Nunca dogmaticé, ni hice juntas ni reuniones sino que si se presentaba la ocasión daba mi opinión sobre el particular. Seso acabó pidiendo misericordia por el escándalo que había dado, puntualizando sus ideas sobre el purgatorio, del que dijo que “no existe para aquellos que mueren unidos a Cristo, sirviéndole y confesando sus pecados”. Informó que sus ideas luteranas nacieron en Verona durante su juventud, oyendo hablar a un conocido predicador. En las últimas frases de su declaración expresó su deseo de morir en el seno de la Iglesia».
Sorprendió a Cipriano el tono del corregidor de Toro, su humildad y acatamiento. Su confesión, parte de ella al menos, no marchaba de acuerdo con su conducta. Atribuyó el reblandecimiento de don Carlos a las duras condiciones de la prisión, a la enfermedad de la que daban cuenta los doctores de la cárcel secreta, Bartolomé Gálvez y Miguel Sahagún, en nota aparte:
«El doctor Gálvez, médico del Consejo General de la Inquisición, encuentra al reo, don Carlos de Seso, preso en la cárcel secreta de Valladolid, un pulso débil y desigual, con notable flaqueza. En cuanto a las rodillas, de las que se queja el reo, no se observa mudanza exterior pero, al tocarlas, sí las encuentro muy agarrotadas. Y siendo tan antiguo su sufrimiento, y estando peor cada día por el peso de los grillos, me parece conforme a razón ponerle inmediato remedio.
El doctor Sahagún precisa: pulso flaco y ánimo melancólico y triste. Piernas asimismo flacas en relación con el cuerpo que lo tiene gordo. Muy envaradas las cuerdas de las rodillas por lo que estima prudente sacarlo del ruin aposento en que está encerrado.
DOCTORES GÁLVEZ Y SAHAGÚN».
Por su parte el Doctor, don Agustín Cazalla, parecía derrumbarse, su pusilanimidad se imponía a su pretendida fe. Leyendo su declaración, el pesimismo sobre su futuro se acentuaba en Cipriano. Decía así:
«Ante el tormento, el doctor Cazalla prometió confesar y ello le salvó de ser torturado. Afónico, realizó su confesión por escrito, de puño y letra. Se declaró luterano pero no dogmatizante. No había hablado con nadie que no conociera de antes las doctrinas reformistas. Al sugerirle que informara sobre él y los otros, respondió que no podía hacerlo sin levantar falsos testimonios. Y se ratificó en lo dicho una vez que se le prometió misericordia. Se comprometió a ser católico ejemplar si el tribunal respetaba su vida y en todo momento mostró inequívocas muestras de arrepentimiento».
Conforme leía informes y confesiones, Cipriano sentía aumentar su desolación. A medida que la primavera se aproximaba, crecía el número de papeles que Dato le ofrecía. Pero estaba tan débil que se sentía incapaz de arrastrar los grilletes y se pasaba los días y las noches tendido en el catre cubierto con la capa. Así iba desestimando documentos que Dato aportaba, generalmente cobardes, falaces o maledicentes. El carcelero había llegado con él a tal grado de confianza, que le permitía leer por encima los papeles que le ofrecía antes de determinar si se quedaba o no con ellos. En el fondo, Cipriano siempre había esperado respuesta de doña Ana a su carta de despedida, pero ésta no llegaba. Habría acogido con júbilo dos letras suyas, la continuidad, aun en pequeñas dosis, de los dulces mensajes de antaño, pero él mismo, con su inflexibilidad, había dado carpetazo a aquella correspondencia cuya interrupción lamentaba ahora. Ana Enríquez, siempre delicada con la conciencia ajena, había respetado su promesa y su deseo de no incurrir en perjurio. Aunque Cipriano pensaba en ella con frecuencia, el paso del tiempo y la flaqueza de su memoria hacían cada día más difícil la representación de su imagen: las proporciones de su perfil, la línea de la boca, un poco dura, el nacimiento del pelo, la forma de sus orejas, eran detalles físicos que se le escapaban. En él dominaba la duda de si el silencio de Ana vendría impuesto por el respeto o por el despecho y, ante cualquiera de los dos casos, sus ojos encarnizados se llenaban de lágrimas y él las dejaba fluir mansamente en un íntimo desahogo.
Postrado en el camastro, los párpados entornados, inmóvil, sus ojos buscaban el rayo de sol vespertino que se adentraba oblicuamente por el ventano, en el que flotaban infinidad de corpúsculos. En esta tesitura llegó Dato, con su gorro rojo, como un gnomo, con la declaración de fray Domingo, tendido también en su petate, ajeno a todo. Cipriano aceptó el informe:
«Temperamento inestable —decía el resumen de su declaración—. Adhesión tardía al luteranismo y afán proselitista. Vanidoso, el declarante se presentó ante este Santo Tribunal como viejo miembro de la secta y partidario de las nuevas corrientes. Atribuyó sus ideas a su maestro, el arzobispo de Toledo, don Bartolomé Carranza, luterano tal vez sin saberlo, o mejor dicho, precursor del luteranismo en España. De su epístola Ad Galathas, dijo que respondía a un lenguaje luterano y de su Catecismo que era duro y recio manjar para los hombres simples, “los cuales no tienen dientes para mascarlo ni estómago para digerirlo”. Estas cosas, dijo, no deben ponerse en manos de iletrados, sino de licenciados y teólogos.
Al ser llamado al orden por el inquisidor, insistió en que Bartolomé Carranza podía ser católico pero que oyéndole expresarse no lo parecía. Y, en una pirueta retórica muy de su gusto, fray Domingo afirmó “que ése era el jarabe que el arzobispo utilizó para ganarlo a él para la causa”. En conjunto dejó al señor arzobispo de Toledo muy mal parado.
Delató, asimismo, a Juan Sánchez como pervertidor de las religiosas de Belén y de su propia hermana María. A la vista de sus contradicciones, se le amenazó con el tormento, pero una vez en la garrucha, rogó ser muerto antes que torturado. El Santo Tribunal accedió a su deseo a condición de que dijera la verdad. A última hora exoneró de culpa a varios acusados aunque no al arzobispo Carranza».
Cipriano doblaba de nuevo el papel con una sensación de malestar ante la coincidencia de varios declarantes en atribuir a Carranza la paternidad del foco luterano de Valladolid. Implicándole a él, parecían pensar, una autoridad en la Iglesia, ellos, en cierto modo, quedaban libres de culpa. Carranza se erigía entonces como una garantía de vida, la cabeza de turco, el supremo. Sin sus prédicas, sin sus medias palabras, el protestantismo nunca hubiera arraigado en Castilla. Pero por el momento, Carranza parecía contar con influyentes valedores.
Oyó el siseo de fray Domingo y, al volverse, el dominico le dijo si le permitía leer ese papel. Salcedo se sobresaltó y le preguntó si sabía siquiera de qué se trataba. Fray Domingo se mostró expeditivo: «Mi declaración, dijo. ¿Qué otra cosa puede ser? Vuesa merced ha mirado dos veces hacia mi lecho antes de empezar a leerlo». Cipriano se incorporó, tortoléandose, dio dos pasos torpes hacia su catre y le alargó el papel con la mano izquierda:
—Tal vez a vuestra paternidad no le guste lo que dice —dijo.
—Y ¿eso qué importa? Hay que conocer no sólo lo que hacemos sino lo que nos atribuyen.
El dominico leyó el informe en silencio, sin aspavientos ni comentarios. Salcedo, que no cesaba de mirarlo, al verle plegar de nuevo el papel, le preguntó:
—¿Está de acuerdo vuestra paternidad?
Y el dominico respondió con cierta mordacidad:
—Sí con lo que dice, pero no con lo que calla.
A mediados de abril se desató sobre la ciudad un martilleo fragoroso que se iniciaba con la primera luz del día y no cesaba hasta bien entrada la noche. Era un claveteo en diversos tonos, en cualquier caso seco y brutal, que procedía de la Plaza del Mercado y se difundía, con diferente intensidad, por todos los barrios de la villa. Aquel golpeteo siniestro pareció activar la vitalidad del penal, acelerar su ritmo. La vida rutinaria de la cárcel secreta se convirtió de pronto en algo ajetreado y activo. Hombres aislados, o en grupo, pasaban y regresaban por el zaguán, por los corredores, ante las celdas, introduciendo o sacando cosas, dando instrucciones a los reos. En cualquier caso, parecía haberse desatado una agitación inusitada que vino a coincidir con la prisa de Dato por facilitarle noticias y mensajes. La primera noche del atronador tamborileo, el carcelero aclaró:
—Están levantando los tablados.
—¿Para el auto?
—Así es, sí señor, en la plaza, para el auto.
Al día siguiente, Dato le trajo un informe urgente que Cipriano cambió por un ducado. La urgencia estaba justificada:
SESO SE DESDICE,
rezaba el titular. Se advertía que estaba escrito apresuradamente, acuciado por las últimas novedades, aunque con letra disciplinada, de escribano, perfectamente legible. Era evidente que el explotador del negocio había tenido prisas por poner el papel en circulación. Cipriano echó atrás la cabeza, buscando el eje de visibilidad entre sus párpados inflamados. La nota era sucinta pero categórica, indicativa, además, de que las sentencias de los reos empezaban a conocerse. Seso había sido condenado a la hoguera y, ante el hecho, hacía ahora una nueva profesión de fe. Sus excusas, sus circunloquios, sus tergiversaciones, su expreso deseo de morir en el seno de la Iglesia, no le habían servido de nada. Entonces rectificaba. En la nueva nota hablaba ya sin rodeos, convencido de que la sentencia era firme, y no había apelación posible contra ella:
«Al ser informado de que sus señorías me han condenado a la hoguera, cosa que nunca creí, para descargar mi conciencia y ayudar a la verdad quiero hacer esta declaración final: La justificación por la fe basta para salvarse. Es, pues, Cristo quien nos salva, no nuestras obras. Para los que mueren en gracia no hay purgatorio ni pena temporal alguna: el cielo es su destino. No sería justo que después de la Pasión de Nuestro Señor, los hombres tuvieran que purgar algo. Esto significa que me desdigo de lo que dije, que existía el purgatorio. Tengo fe y creo en lo mismo que creyeron los apóstoles, y en la Iglesia católica, verdadera esposa de Nuestro Señor Jesucristo, y en la palabra de ésta que son las Sagradas Escrituras».
Cipriano leyó tres veces la breve confesión de don Carlos de Seso. Recordó las razones que en su día le dio en Pedrosa para demostrar que no había purgatorio y cómo él las había aceptado sin disputa. Ahora miró a fray Domingo tendido en su camastro y le dijo con voz apagada:
—Don Carlos de Seso ha sido condenado a la hoguera.
Pero los acontecimientos se encadenaban en una noria sin fin, mientras los martillazos de la plaza atronaban en un sordo tamborileo. A la mañana siguiente, el alcaide en persona anunció una visita para Salcedo, pero Cipriano ya no podía andar, era incapaz de moverse. Sus articulaciones parecían haber criado herrumbre. Le trajeron una palangana de agua tibia con sal, le quitaron los grilletes y le hicieron lavar los pies. No obstante, alrededor de los tobillos tenía dos llagas en carne viva y las pantorrillas hinchadas. Dando tumbos siguió al alcaide, apoyado en el brazo del carcelero. Se bandeaban como dos bueyes uncidos. La luz de la escalera le deslumbró, sintió como un cuerpo extraño dentro de los ojos. Los cerró y se dejó conducir. Los pies, sin el lastre habitual, se le escapaban, pero las piernas embotadas no aguantaban su peso. Entreabrió los ojos cuando el carcelero se detuvo y, al oír el golpe de la puerta, levantó la cabeza y miró por la estrecha rendija que dejaban sus párpados tumefactos. El tío Ignacio le miraba incrédulo, afligido, al tomarle de las dos manos. Se le notaba con prisas de hablar, de no callar ni un segundo para evitar que Cipriano le interrogara:
—Esos ojos no han mejorado, Cipriano. ¿Por qué no avisaste al médico?
—Es por la oscuridad, tío, la humedad y el frío. Los párpados están inflamados, es como si tuviera tierra dentro.
—Hay que curarlos —insistió el tío Ignacio—. En la cárcel hay dos médicos. Están para eso.
En seguida se lanzó, se lo dijo, le dijo que el arzobispo Carranza había sido procesado y se pensaba en un juicio largo y apasionado. Seguramente más de cinco años. Cipriano le confió que tanto en la cárcel como fuera de ella había mucha presión contra él. Alzaba la cabeza para ver a su tío, sentado en el sofá monjil, bajo el ingenuo cuadro de la Asunción de la Virgen, acodado en los muslos, las manos con los dedos entrelazados, las uñas muy pulcras. Continuó hablándole de Carranza, estaba dolido con las declaraciones de Seso, Rojas y Pedro Cazalla que, según él, faltaban a la verdad. Le habló de que el Inquisidor General había llegado a Valladolid y había dicho que, de haberse tratado de otra persona, le hubiera prendido sin más miramientos. Cipriano le indicó que el caballo de batalla había sido el encuentro de Seso con Carranza después de convertir aquél a Pedro Cazalla. El tío estaba bien informado y apenas le daba tiempo para responder; resultaba evidente que no quería dejar un resquicio por donde las preguntas de su sobrino pudieran filtrarse. Carranza afirmaba que Seso les había engañado a él y al Santo Oficio, había hecho creer que su interpretación de las cosas provenía del arzobispo. Mas las precauciones del nuevo presidente de la Chancillería fueron insuficientes. Bastó una pausa mínima de su tío para que Cipriano formulara la temida pregunta:
—¿C… conoce las sentencias, tío?
Don Ignacio Salcedo le miraba desarmado, los ojos blandos, temblándole el labio inferior. Dijo mediante un esfuerzo:
—Me las han enseñado ayer. Por mi cargo tenían que hacerlo.
Cipriano seguía con la cabeza levantada para que su tío no escapara de su campo visual. Le vio vacilar, empalidecer. No trató por ello de quitar fuerza a su pregunta:
—¿Cuál ha sido mi suerte?
No respondió inmediatamente Ignacio Salcedo. Se limitó a mirar profunda, compasivamente, sus ojos encarnizados, pero cuando trató de hablar se le anudó dos veces la voz en la garganta. Cipriano acudió en su auxilio:
—¿La hoguera tal vez? —preguntó.
El tío calló, asintiendo.
—Vas con otros veinte —dijo al fin.
Sonreía Cipriano para aliviar la tirantez de la conversación, para dar a su tío la sensación de que la noticia no le había sorprendido, ni le asustaba; de que no esperaba otra cosa:
—¿Sería indiscreto preguntarle a vuesa merced quiénes son esos veinte?
Don Ignacio sonrió:
—Ese pequeño favor puedo hacértelo —dijo—. Anota: los Cazalla, incluida su hermana Beatriz y los restos de doña Leonor, fray Domingo de Rojas, don Carlos de Seso, Juan García, tres mujeres de Pedrosa, el bachiller Herrezuelo, Juan Sánchez… ¿quién más?
—Es suficiente, tío.
—En todo caso, la lista no es definitiva. Esta noche os visitará un confesor y mañana, en el auto, aún tendréis oportunidad de cambiar vuestra suerte: la hoguera por el garrote. ¡Ah, otra cosa!, los restos de doña Leonor de Vivero serán desenterrados y el solar de su casa sembrado de sal para escarmiento de las generaciones futuras.
Don Ignacio Salcedo parecía más sosegado. Ahora cargaba el énfasis en lo anecdótico, tratando de desviar la cabeza de Cipriano de la idea fundamental. Pero Cipriano no pensaba en sí mismo. Titubeó. En su vacilación perdió de vista el rostro de su tío y hubo de acomodar de nuevo la cabeza para volver a apresarlo:
—Y… y ¿qué será de doña Ana Enríquez? —preguntó con un hilo de voz.
—Quedará libre tras una pena leve, unos días de ayuno, no recuerdo cuántos. Es una criatura demasiado bella para quemarla.
Cipriano pensó que retener más tiempo a su tío suponía prolongar su suplicio. Se puso en pie tambaleándose. Su tío tenía razón: Ana Enríquez era demasiado hermosa para quemarla. Además había sido engañada, era excesivamente joven cuando Beatriz Cazalla y fray Domingo la pervirtieron. Sonaba el martilleo de los carpinteros en la plaza, un golpeteo ininterrumpido, enloquecedor. Su tío también se había incorporado y le tomó de las manos con aprensión, como a un ciego.
—No quiero hacerle perder más tiempo, tío —dijo Cipriano—. Le agradezco todo lo que ha hecho por mí.
Don Ignacio Salcedo le atrajo hacia sí, le besó en las mejillas y le retuvo un momento entre sus brazos:
—Algún día —musitó a su oído— estas cosas serán consideradas como un atropello contra la libertad que Cristo nos trajo. Pide por mí, hijo mío.
Cipriano no pudo comer. Mamerto se llevó intacta su bandeja. Por la tarde comenzaron las confesiones. Fray Luis de la Cruz, dominico como fray Domingo, recorrió las celdas y llegó a la de Cipriano cuando el sol declinaba, aunque el martilleo unísono de la plaza continuaba sonando con toda intensidad. Fray Domingo rechazó los auxilios de fray Luis de la Cruz cuando éste se acercó servicialmente a su lecho.
—Padre —dijo fray Luis de la Cruz al advertir su gesto—: solamente pido a Dios que muráis en la misma fe en que murió nuestro glorioso Santo Tomás. Estaré en pie toda la noche. Vuestra reverencia puede llamarme a cualquier hora.
Cipriano, tumbado en el camastro, acogió con afecto al confesor. Le agradeció su presencia y le dijo que en su vida había tres pecados de los que nunca se arrepentiría bastante, y, aunque ya los tenía confesados, se los confiaba al padre en prueba de humildad: el odio hacia su padre, la seducción de su nodriza aprovechándose de su cariño maternal y el desafecto hacia su esposa, su abandono, que la llevó a morir trastornada en un hospital. Fray Luis de la Cruz asentía sonriente, le dijo que su confesión general le dignificaba, pero que en este momento, en víspera del auto de fe, esperaba unas palabras de arrepentimiento por su adscripción a la doctrina de Lutero. Cipriano que, en las medias tinieblas, apenas distinguía las facciones del fraile, le respondió que abrazó la teoría del beneficio de Cristo de corazón, con buena fe, es decir, obró en conciencia y ésta, ahora, no se lo reprochaba. Como sin darle importancia, fray Luis de la Cruz le preguntó entonces quién le había pervertido y Cipriano contestó que no podía decírselo, que así lo había jurado, pero le constaba que tampoco su inductor obró con intención perversa. El fraile, que venía cansado, empezó a dar muestras de acrimonia, le impacientaba la obcecación de Cipriano, le dijo que no podía absolverle pero que aún estaba a tiempo. Desde media noche el padre Tablares, jesuita, seguiría a disposición de los reos. Humildemente ahora le recomendó que reflexionara y, antes de separarse de él, le tuvo cogido por las dos manos un largo rato y le llamó hermano mío.
Apenas había abandonado la celda, cuando se produjo en la de enfrente, en la del Doctor, un gran alboroto. Sobre las voces más serenas para acallarlo, entre las que estaban la de fray Luis de la Cruz, sonaban los gritos implorantes del Doctor pidiendo a Dios misericordia, suplicándole que le iluminase con su gracia y le ayudara a alcanzar su salvación. Eran gritos agudos, descompuestos, y, en los breves silencios, se oía la voz pausada de fray Luis de la Cruz, la del carcelero y la del alcaide que habían acudido al oír la algarabía. Pero el Doctor, en trance, no cesaba de proclamar que aceptaba la sentencia como justa y razonable, que moriría de buena gana puesto que no merecía la vida aunque se la dieran, pues estaba convicto que según había desaprovechado la pasada, la que le quedaba no sería distinta.
Había cesado el martilleo de la plaza y las palabras del Doctor, pronunciadas a voz en cuello, con la puerta de la cija abierta, llegaban nítidamente a las celdas próximas y, con ellas, los intentos apaciguadores de los responsables: el alcaide, los carceleros, el médico. Un clima tenso se palpaba en el primer corredor, cuando el Doctor reanudó su discurso sobre el sambenito que acababan de entregarle, la ropa que vestiría con mayor gusto, decía, porque era la apropiada para confusión de su soberbia y purga de sus pecados. Luego volvió a la idea del arrepentimiento, que renegaba de cualquier perversa y errónea doctrina que hubiera creído, bien fuera contra el dogma o contra la Iglesia, y que persuadiría a todos los reos para que hiciesen lo mismo. El médico de la Inquisición debía de haber tomado alguna medida, porque del tono chillón con que el Doctor inició su peroración, pasó, en pocos segundos, a otro más coloquial y, posteriormente, a un tenue murmullo, para cesar al poco rato.
Cipriano Salcedo no durmió en su última noche carcelaria. Le agobiaba la idea del auto de fe, no su ejecución sino el procedimiento: la luz, la multitud, el griterío, el calor. Padecía un amortecimiento creciente y un ardor de orina que le obligaba a visitar la cubeta de las heces cada pocos minutos. A la una empezaron a doblar las campanas. Toques lentos, de agonía. Fray Domingo ya le había hablado de ello. Todos los templos y conventos de la villa, que esa noche no dormía, convocaban a las misas de alma por los condenados. Las campanas habían venido a sustituir a los martillos, voces cambiantes pero igualmente ominosas y terribles. Al cesar su tañido, empezó a oírse el rumor del gentío, los cascos de las caballerías en el empedrado, el rechinar de las ruedas de los carruajes. Todo parecía estar a punto. El gran día, aún sin luz, ya había comenzado.
A las cuatro de la madrugada entraron a despertarlos. Mamerto les sirvió un desayuno extraordinario: sopas de ajo, huevos con torreznos y vino de Cigales. Cipriano no probó bocado. Le ardían los ojos, sentía los bultos en las cuencas, y su amortecimiento iba en aumento. En la cárcel reinaba un desorden desacostumbrado. Gentes que entraban y salían, los guardianes repartiendo por las celdas corozas y sambenitos, en tanto los familiares de la Inquisición, con sus altos bombines marrones, esperaban en el patio, charlando en corrillos, a que se organizara la procesión. En el momento de mayor confusión, se presentó Dato en la celda, entregó un papel doblado a Cipriano Salcedo y emitió un silbido al recibir dos ducados por el servicio. El mensaje, como Cipriano presumía, era de Ana Enríquez y no podía ser más lacónico:
Valor, decía solamente y, debajo, traía su firma: Ana.