Teo se quitó unas libras de encima con el luto, un luto distinguido y respetuoso que le indujo a ponerse sobre el escote un collar de perlas negras que contrastaba con la palidez de su tez. También Cipriano Salcedo se resumió en sí mismo ataviado con un coleto sin mangas, negro, a la moda, y un cuello tan alto que le cubría medio pescuezo, por encima del cual asomaba el borde rizado del cabezón de la camisa. Pero el luto no enderezó las relaciones de la pareja. Teo volvió a sus apremios maternales mientras Cipriano le insistía que le diera un plazo y asumiera un poco de sensatez. En su afán por facilitarle argumentos, Cipriano le recordó que su padre contaba con ocho años más que su tío Ignacio y había que imaginar que entre los dos nacimientos los abuelos habrían mantenido el mismo tipo de relaciones íntimas que antes y después. Sin embargo, persuadido de que todo era inútil, visitó una tarde, por su cuenta, al doctor Galache. Hubiera preferido hacerlo al que ayudó a traerle al mundo, al doctor Almenara, pero éste había fallecido once años atrás. El doctor Galache le sometió a reconocimiento y le dijo que todo era correcto, que estaba íntegro y que, con vistas a enriquecer la calidad del esperma, ingiriese una infusión de verbena y madreselva después de las comidas. Salcedo admitió que él, físicamente, se encontraba fuerte y que por ese lado no parecía provenir la esterilidad. En ese momento, el doctor Galache le formuló la temida pregunta:
—¿Por qué no trae vuesa merced a su señora? En buena medida ellas son las causantes de la infecundidad matrimonial.
Salcedo le confió que ella no estaba preparada para el evento pero que no descartaba que, con el tiempo, se decidiera a hacerlo. Cipriano Salcedo no dijo nada a Teo de su consulta a Galache ni, naturalmente, puso en práctica el remedio aconsejado por él.
A la mañana siguiente marchó a Pedrosa. Era un día tranquilo, de nubes blancas y altas temperaturas. La liviandad de Cipriano, la velocidad del caballo y el dédalo de atajos y trochas que había llegado a conocer le permitían llegar a Pedrosa en poco más de dos horas. Iniciaba el viaje faldeando las colinas, doblaba en la senda de Geria y desde allí, en línea recta, entre los majuelos, atravesaba Villavieja y Villalar y accedía a Pedrosa por los trigales, sin desviarse. En algunas gayolas, a la puerta, se sentaba un hombre y un perro ratonero le ladraba al pasar el caballo. En ocasiones había también niños que le decían adiós con la mano.
Se alojó en la posada de la hija de Baruque y acudió sin demora a visitar a su rentero. Hacía días que había concebido una idea luminosa: desarraigar las cepas del pago de Villavendimio y plantar en su lugar una pinada. Era cierto que en la ribera derecha del Duero nadie había osado nunca poner pinos pero la naturaleza del suelo, floja y arenosa, lo pedía a gritos aquí. Martín Martín, por añadidura, era un experto en esta clase de árboles. Había cultivado el albar con su tío en tierras de Olmedo y conocía las exigencias del pino e incluso los vaivenes del piñón en el mercado:
—La ventaja del pino sobre las siembras —le dijo— es que el pino marca las cosechas con dos años de antelación.
—¿Marca las cosechas el pino? —inquirió Cipriano.
—Lo que oye, sí señor; hoy recoge vuesa merced la piña hecha, pero en el árbol queda la perindola o sea la piña del año que viene, que está por hacer, y una cosita así —marcaba la mitad de la falange de un dedo—, en cuanto que se la advierte, que es la piña del año siguiente.
Cipriano Salcedo se sintió satisfecho de su iniciativa y Martín Martín quedó en apalabrar a una cuadrilla de gañanes para descepar las diez fanegas de Villavendimio. Ante Cazalla, Cipriano se pavoneó de terrateniente experto. Lo había pensado mucho. Después de incorporarlo a sus tierras no podía dejar yermo ese pago. Plantaría pinos albares que daban piñón e indicaban de antemano las dos cosechas venideras. Es decir, era el único cultivo del que no podían esperarse sorpresas. Por su parte, Pedro Cazalla le invitó a cazar el perdigón a la mañana siguiente en la línea del monte de La Gallarita. Cipriano Salcedo rompió a reír:
—Desde luego vuestra paternidad es aún más sorprendente que el pino albar —dijo.
La primera luz les sorprendió en las salinas del Cenagal, a una legua larga de Casasola. Cazalla llevaba un retaco en bandolera y en la mano derecha la jaula del perdigón cubierta con una sayuela. Apenas se anunciaba el sol cuando entraron en el tollo, una gran mata hueca, con una tronera al frente para disparar. Cazalla afirmó el tanganillo con cuatro piedras, colocó sobre él la jaula desnuda y, luego, se metió en el tollo y se sentó en la banqueta, junto a Salcedo. El día iba abriendo y, mientras el macho emitía el primer coreché de la mañana, Pedro Cazalla le mostró muy ufano su retaco, la escopeta que había comprado al maestro armero vizcaíno Juan Ibáñez. Mediría poco más de una vara de larga. El propio Cazalla, hábil de manos, había desbastado la culata de nogal y encepado el tubo de hierro en el otro extremo. El cañón se cargaba por la boca, baqueteando la pólvora con un taco de borra y poniendo encima un puñadito de perdigones. Cazalla le enseñó los perdigones de plomo que unos amigos le enviaban desde Alemania. Al mostrarle el sistema de fogueo puso en ello un entusiasmo pueril. Se trataba de una especie de serpentín, como una ese, en cuya parte superior se colocaba la mecha que hacía de percutor, en tanto la inferior servía de gatillo. Al oprimirlo, la mecha bajaba sobre el agujero del tubo y, al ponerse en contacto con la pólvora, provocaba la explosión, pero el cazador debía seguir a la pieza por el punto de mira durante cuatro o cinco segundos, hasta que aquélla se producía, si aspiraba a cobrarla.
La luz ensanchaba y el perdigón llenaba el campo con su cántico ardiente y persuasivo. De la parte del monte sonó una respuesta remota:
—¿Oye? El campo ya contesta.
—Y ¿acude a liberar a la prisionera?
Cazalla sonrió, con la sonrisa indulgente del experto ante el novicio.
—No se trata de eso —dijo—. Los pájaros están en celo y el macho acude a la llamada del otro para disputarle la hembra. Entra a pelear. Y unas veces viene solo y otras trae a la compañera para que sea testigo de su proeza.
El campo respondía cada vez con mayor ahínco y la perdiz enjaulada estiraba el cuello, difundía su coreché por el ancho mundo del páramo. Cazalla sacó cuidadosamente por la tronera la boca de su retaco y advirtió a Salcedo:
—Guarde silencio.
El macho cambió de tono, sustituyó el áspero coreché del comienzo por una parla inextricable, farfulladora, confidencial.
—Ojo, ya recibe —dijo Cazalla.
Salcedo se empinó en su asiento hasta divisar al perdigón enjaulado. Daba vueltas sobre sí mismo picoteando los alambres sin dejar de parlotear, mientras otra perdiz, al pie del tanganillo, cuchicheaba en tono menor. Cazalla susurró de pronto, afianzando en el hombro la culata de su retaco:
—Ya está ahí ese insensato. ¿Lo ve vuesa merced?
Salcedo asintió. La perdiz libre erguía el cuello y miraba a la de la jaula con ojeriza.
El cura añadió:
—Detrás viene la hembra.
Salcedo se asomó a la mirilla y, en efecto, una perdiz de menor tamaño seguía a la primera. Cazalla aplastó la mejilla contra el tubo y tomó puntería sobre la más grande. Estaba a veinte varas, junto al pulpitillo, y abría un poco las alas en actitud retadora. Cazalla oprimió la parte baja del serpentín y, nerviosamente, siguió por el punto de mira los pasos del macho hasta que la explosión le aturdió. Cuando el humo se disipó, Salcedo vio la perdiz aleteando impotente en el suelo, mientras tres plumillas azuladas se elevaban en el aire y la hembra se alejaba pausadamente del lugar de la tragedia. Cazalla puso la culata de su retaco en el suelo. Sonreía:
—Todo funcionó a la perfección, ¿no cree?
Salcedo fruncía los labios disgustado. No aprobaba la emboscada, aquella espera alevosa, la intromisión de su amigo en la vida sentimental de los pájaros. Pero Cazalla, insensible, atascaba de nuevo la pólvora en el tubo con la baqueta.
—¿No le ha gustado? —dijo—. Es un método de caza limpio, casi científico.
Salcedo denegó con la cabeza:
—Me parecen deshonestos los juegos con el amor. ¿Por qué disparó vuesa merced?
Cazalla encogió los hombros. Por la tronera se divisaba al perdigón enjaulado, ahuecando las plumas, pavoneándose de su hazaña:
—No tengo otra salida —dijo—. Si no disparase, el perdigón se malearía y no volvería a cantar. La muerte es necesaria para que el prisionero siga incitando al campo.
De nuevo volvía el silencio. Por la mirilla se descubría el páramo lleno de luz. Un majano, a la derecha, producía una sombra negra y escueta. La hierba era prieta y fresca y Salcedo se dijo que no estaría de más un buen rebaño en Pedrosa. Hablaría con Martín Martín. También aquí, como en La Manga, abundaban las piedras en los perdidos. Cazalla desenvolvía un pequeño paquete y alargó un pastel a Salcedo. Los había preparado su hermana Beatriz. El macho de la jaula parecía repuesto, olvidado de su adversario, y volvía a engallarse y a convocar al campo. La escena inicial volvió a repetirse media hora más tarde, pero ahora entró solamente un macho, un macho viudo o soltero, desparejado. Cazalla, nervioso con la demora del arma, erró el disparo cuando el animal se abalanzaba sobre la jaula. Contra lo que Salcedo esperaba, Pedro Cazalla no se enfadó. El retaco, con el percutor de mecha, era un arma muy traicionera, dijo calmosamente, pero su amigo, el vizcaíno Juan Ibáñez, no fabricaba de momento otro tipo de escopeta más acabado.
Hasta ellos llegaban los graznidos de las urracas, los pío-pío de las cogujadas, el áspero carraspeo de los cuervos. Hacía calor dentro del tollo. El perdigón daba vueltas sobre sí mismo y, de cuando en cuando, emitía un co-re-ché fláccido, sin el empuje inicial. Él mismo se sorprendió cuando le respondió el campo. Se entabló un diálogo de poco aliento entre los dos pájaros sin dejar apenas pausa entre sus cantos. A pesar de su respuesta inapetente, uno pensaba en un macho enardecido pues su aproximación a la jaula había sido más rápida que la de los dos anteriores. Entró en plaza con la hembra coqueteando detrás y, al parloteo confidencial del perdigón enjaulado, respondió con un fiero ataque con las alas entreabiertas. Pedro Cazalla lo abatió de un tiro certero, a dos varas del pulpitillo y, de nuevo, el perdigón pregonó su victoria estirando el cuello al límite. Cazalla se levantó sonriendo de la banqueta. Se había hecho mediodía, la hora de regresar. Colgó las dos perdices en la percha y enfundó la jaula en la sayuela cuando el macho comenzaba a alborotarse. Salcedo tomó el retaco al salir del tollo. Miraba el arma con curiosidad y desconfianza, pero Cazalla que iba sin sotana, con calzas abotonadas, insistió:
—El retaco no es un arma bien resuelta. Mi amigo Juan Ibáñez hará algo mejor cualquier día.
El sol caía de plano sobre el camino y Salcedo notaba en la frente el húmedo calor del sombrero. Al divisar las salinas del Cenagal, Cazalla se acercó a la primera, se sentó a la orilla, se descalzó y metió los pies en el agua. Cuando Salcedo le imitaba, voló entre los carrizos una pareja de patos reales.
—Nunca fallan —dijo Cazalla—. Siempre retozan aquí.
—¿No estarán anidando?
—Es tarde. El azulón es madrugador, tiene un rijo temprano.
Los carrizos se quebraban a su paso y Salcedo sentía un raro placer al notar las escurriduras del cieno entre los dedos de los pies. De pronto divisó el enorme sapo nadando entre las espadañas. Nadaba despacio, sin alborotar el agua, con los ojos abultados, fríos e indiferentes, en un punto fijo. Mostró a Cazalla el repugnante animal.
—Es la sapina —dijo éste con curiosidad—. Está en plena cópula. ¿Se ha fijado?
Al oírle fue cuando Salcedo descubrió al macho, un sapillo diminuto e impávido sobre el ancho lomo de la sapa. Algo se le revolvió en el estómago. Experimentó un almadiamiento y, acto seguido, la náusea. Miraba a los dos animales apareados pero no los veía. Veía una barcaza con el rostro y los pechos de Teo como mascarón de proa, y él bogando solitario en la popa. Experimentó asco de sí mismo, una repugnancia tan apremiante que salió apresuradamente del agua y, antes de alcanzar el camino, vomitó. Cazalla caminaba tras él:
—¿Se pone enfermo vuesa merced? Ha perdido el color.
—Esos bichos, esos bichos —repetía Salcedo.
—¿Los sapos dice? —reía—. La hembra es diez veces mayor que el macho. Curioso ¿verdad? El macho apenas es algo más que un minúsculo irrigador, un saquito de esperma.
—Calle vuestra paternidad, se lo ruego.
La turbia imagen no salía de su cabeza aunque torturara a Relámpago con las espuelas, como si la torpe visión estuviera relacionada con la velocidad. La Teo-sapa dejándose escalar por Cipriano-sapo y, una vez conquistada, navegar sobre ella por el gran lago, era una escena que volvía a alterarle el estómago. ¿Tendría valor para volver a poseer a Teo?
La Reina del Páramo le recibió con exageradas manifestaciones de alivio:
—¡Oh, ya estás aquí, chiquillo! ¡Dios mío, creí que no volvías nunca! Me veía sola, Cipriano, y me decía: sola no puedo tener un hijo, necesito la cosita de mi esposo.
Pero a la noche Cipriano no hizo intención de acercarse a ella. Tampoco Teo como si presintiera algo, le buscó la cosita. Y, a la noche siguiente, volvió a repetirse la escena, cada uno esperó en vano la iniciativa del otro. Mas a Cipriano, la imagen de la gran sapa nadando en la salina del Cenagal era lo que le inutilizaba. Durante una semana se prolongó la infructuosa espera de Teo. Cipriano seguía viendo en ella la sapa autoritaria, caprichosa y posesiva. Y aún le repugnaba más el complemento: la actitud servil, complaciente y oficiosa del pequeño sapo fecundador encaramado en su dorso. Un saquito de esperma, había dicho Cazalla. Nunca, como en aquellos días, tuvo Cipriano tan alejada de sí cualquier inclinación salaz. La sola idea de atacar el flanco de su esposa le daba náuseas. Y Teo terminó enojándose, presa de una sofocación intensa, preludio de un ataque de histeria. Su marido no deseaba un hijo; no quería tenerlo. Hasta le regateaba su cosita y ella, por sí sola, carecía de la capacidad de fecundarse. La cosita era elemento imprescindible para la reproducción, pero ya no contaba con ella. Su marido la había hecho desaparecer como por ensalmo. Lloraba sobre él, entre sus ropas de luto, poco alentadoras también para cambiar el ánimo de Cipriano. Pero cada vez que éste la abrazaba sin abarcarla, volvía a ver en ella a la sapina, enorme y absorbente, nadando en la salina, encareciéndole que la fecundase. Las cosas iban de mal en peor, Cipriano no podía moverse de casa. Teo voceaba y gritaba sin causa, no comía, no dormía, hasta que una mañana Cipriano le propuso visitar al doctor Galache, la notabilidad del momento en la villa, para exponerle el problema. No le ocultó a Teo su visita anterior, la buena opinión del doctor sobre sus posibilidades reproductoras, su interés por verla a ella.
Cipriano encontró a Galache tan solemne y abierto como la primera vez, vestido lujosamente de terciopelo, con las manos muy cuidadas, desnudas. Pensó que cuarenta años atrás sus padres habían hecho una visita análoga sin resultados. Y que, precisamente, él nació cuando doña Catalina, su madre, hacía cuatro que había abandonado el tratamiento. Estuvo a punto de recordarlo pero calló. Con seguridad su impertinencia hubiera menoscabado el incipiente optimismo de su esposa. Ocultó pues este detalle en la información sobre los antecedentes familiares: la escasa fertilidad de los Salcedo. El doctor Galache le escuchaba gravemente. Dijo al fin:
—Permítame; voy a reconocer a su esposa.
Teo se tendió en la mesa. Y durante unos minutos reinó el silencio en la consulta, hasta que Galache se enderezó:
—No hay nada de particular —dijo—. La mecánica reproductora de esta señora es correcta, apta para concebir.
Les reunió a los dos en la galería de la mesa y las sillas blancas.
—Les voy a ser sincero —dijo—. Nuestros abuelos, ante un caso semejante, en que las dos partes parecen útiles para la procreación, hubieran apelado a pruebas supersticiosas, que hoy sabemos que no sirven para nada, como la del ajo. Pero yo sé, sin necesidad de poner a esta señora un ajo en la vagina, dado que entre la vagina y la boca no existe comunicación alguna, que mi paciente no está opilada. Vayamos pues a lo práctico.
Cipriano Salcedo se inquietó:
—¿Cree vuesa merced que podremos conseguir algo?
El doctor trenzó los dedos de sus manos desnudas:
—Vuesas mercedes han acudido a mí porque tienen confianza. Y yo voy a intentar resolverles su problema. En primer lugar la historia de la familia Salcedo es concluyente: los machos no son excesivamente fértiles, pero tampoco estériles, necesitan tiempo. Hay matrimonios a quienes les bastan nueve meses para tener familia, pero los Salcedo no están en ese caso. Estos señores han precisado seis y hasta nueve años para desdoblarse. La suya es una reproducción morosa que forma parte de su naturaleza. En cuanto a usted, debe tener calma, señora: déjese vivir, distráigase, no se piense y yo le aseguro que cuando se cumpla el plazo reproductor de los Salcedo usted quedará encinta. Yo se lo prometo solemnemente si sabe esperar, si recibe a su esposo con entusiasmo, con la ilusión de concebir. Ninguna mujer se ha quedado encinta, que yo sepa, con gemidos y lloriqueos. Haga un esfuerzo.
El doctor Galache se incorporó. En su recetario escribió rápidamente unas palabras enigmáticas. Añadió:
—Los varones de la familia Salcedo padecen una particularidad que los médicos de hoy llamamos semen renuente. Contra esto, la mejor medicina es la paciencia. No apresurarse, esperar a que se cumpla el plazo. Pero, por si acaso, yo voy a ayudarles. El señor Salcedo debe tomar todas las noches un preparado de escorias de plata y acero para aumentar la eyaculación. Es eficaz y no le producirá efectos secundarios. En cuanto a usted, señora, va a hacerme este favor: propóngase una abstinencia sexual de cuatro días seguidos cada mes y, en la noche del quinto, a la hora aproximada de la coyunda, y en lugar de ésta, bébase un zumo caliente de salvia con sal. Es la mejor manera de preparar el cuerpo para concebir.
Teo salió de la consulta remozada. El consejo del doctor aventó sus aprensiones por completo. Hacía ya año y medio de la muerte de su padre y, al llegar a casa, se colocó un vivo blanco en el escote. Parecía que no pero aquella cintita suavizaba el luto, le volvía menos rígido y esterilizador, la animaba. Después, en los días que siguieron a la consulta, se preocupó de cumplir los consejos del doctor minuciosamente. Llevaba a la mesa el preparado de escorias de plata y acero para Cipriano y, cada mes, puntualmente, hacía un alto de cuatro días en su relación carnal y, el quinto, ingería un zumo caliente de salvia con sal. Cipriano, que había conseguido ahuyentar la torva imagen de la sapina en celo, ya no era un ser sexualmente nulo y hasta experimentaba ciertos apremios cada vez que se presentaban los días de abstinencia.
—¿Estás loco? ¿Es que ya no recuerdas la recomendación de Galache?
Le volvía la espalda y él se quedaba solo, desprotegido, como cada noche. Teo seguía sin prestarle el cálido cobijo de su axila para conciliar el sueño y Cipriano lo sustituía por una almohada doblada, metiendo la cabeza en el doblez. Llegó a habituarse a la innovación. Ahora dormían, pues, espalda contra espalda y cada vez que Teo daba media vuelta, sacaba la ropa de su lado y Cipriano se enfriaba. Pero todo lo daba por bien empleado viendo a su esposa instalada en la normalidad.
Por si fuera poco, Teo se decidió a iniciar una vida más activa. Bajaba temprano a la tienda y ayudaba a Elvira Esteban en el mostrador. Avanzaba el otoño y Valladolid se aprestaba a capear el duro invierno mesetario adquiriendo zamarros y ropillas aforradas. Era curioso observar, pasada la novedad, que las ropillas aforradas habían quedado como prendas invernales imprescindibles en Castilla. Por la noche, Teo le daba a Cipriano el parte del día y cuenta de la caja. De esta manera, Teo se fue habituando a la actividad comercial y cogiendo gusto a las anotaciones.
La paz del hogar devolvió a Cipriano la libertad y un mes más tarde, doblado septiembre, asistió a un nuevo sermón del doctor Cazalla sobre el egoísmo católico, en oposición a la incondicional entrega de Cristo en su pasión. Estuvo muy duro el Doctor aquella tarde. Habló del escándalo de los monasterios que disponían de vasallos, de los prelados que se creían señores y de los obispos entregados a la gula y la concupiscencia. Por una vez Cazalla fue directo al grano, no se anduvo con rodeos. Entre el auditorio corría un murmullo de protesta e incredulidad, pero, en ese instante, sabiamente, el Doctor mentó a Cisneros, confesor de la Reina Católica, un hombre que en su día se había alzado contra estos excesos, y cuya conducta —dijo— deberíamos imitar los creyentes.
Cipriano pasó por casa de su tío Ignacio y le pidió un ejemplar del Enchiridion, de Erasmo. Tenía la sospecha de que el Doctor no había mencionado a Erasmo deliberadamente y había utilizado en cambio el nombre de Cisneros como pantalla, por la sencilla razón de que el pueblo guardaba de éste buena memoria. Abrió el libro después de cenar y lo leyó lentamente, procurando exprimir cada renglón. Cuando languidecía la luz del quinqué, Cipriano lo cerró. Lo había terminado. Le invadía una sensación de desaliento. Era consciente de su escasa formación para entrar en debate sobre los puntos esenciales de la obra: la eficacia del bautismo, la confesión auricular o el libre albedrío. Pero notaba la inquietud inicial del disidente, el desasosiego, la necesidad de hacer preguntas. Durmió mal, intranquilo, sabedor de que existía otro mundo distinto de aquel en que se había instalado y que, tal vez, tenía el deber de conocer.
Muy de mañana partió para Pedrosa. Confió a Teo a la tía Gabriela. Ella la acompañaría durante su ausencia. Él llevaba varias noches pensando en Pedro Cazalla y, ahora que carecía de director espiritual, se dijo que tal vez pudiera él desempeñar tal diligencia. Aborrecía a los directores blandos, amigos de secreteos de confesionario, y Pedro Cazalla le parecía un hombre roblizo y abierto que no necesitaba que se lo pidiera para asumir su dirección.
Por primera vez tomaron el camino de Villalar, entre los rastrojos hollados e interminables. Faltaba aquí, en la perspectiva, el geométrico acompañamiento de la viña. Cipriano se preguntaba si el cura dispondría de un camino adecuado para cada situación. Por de pronto, la decadencia del rastrojo, su desolación, marchaba acorde con sus inquietudes del momento. Salcedo le confesó al cura que había leído el Enchiridion después de escuchar un duro sermón de su hermano contra los abusos del clero.
—¿Una cosa le llevó a otra?
—Algo así. Deseaba saber dónde se había inspirado.
—Y ¿encontró por fin la fuente?
—El hermano de vuestra paternidad puso de pantalla a Cisneros, pero en realidad había bebido en Erasmo. La cosa estaba clara. Seguramente lo hizo para acallar los rumores de protesta del auditorio.
Pedro Cazalla miraba con curiosidad su perfil apocado:
—¿Y qué impresión le produjo la lectura del Enchiridion?
—De flaqueza y desaliento —dijo Salcedo—. El libro es crudo como vuestra reverencia sabe.
—¿Qué edición leyó?
—La del canónigo de Palencia Fernández Madrid.
—¡Oh! —exclamó Cazalla sorprendido—. El Enchiridion es mucho más áspero que todo eso. Alonso Fernández le quitó el aguijón, lo maquilló. Hizo de él un librito amable para leer en familia.
Alentado por el silencio y la soledad, Cipriano confió a Cazalla sus escrúpulos y dudas. Siempre los había padecido. Desde niño desconfió de sus buenas obras. Repetía sus oraciones una y otra vez ante el temor de haber caído en la rutina, de no estar pensando en lo que decía.
—¿Por qué se tortura de esa manera vuesa merced? —dijo—. Confíe en Cristo, en los méritos de su pasión. ¿Qué valor tienen nuestros actos comparados con ella?
A Cipriano le sosegaban las palabras de Cazalla, su mirada profunda, el tono persuasivo de su voz:
—Me gustaría creerlo así —murmuró.
—¿Por qué tan poca fe? Si Cristo murió por nuestros pecados ¿cómo va a exigirnos luego reparación por ellos?
Clareaban los rastrojos de cebada, casi blancos en el crepúsculo; a Salcedo también le sonaban a Erasmo las palabras del otro Cazalla y se lo dijo así. Pedro Cazalla sonrió y encogió los hombros:
—Vuesa merced no debe preocuparse tanto de la procedencia de las ideas cuanto de las ideas mismas: si son morales y justas o no lo son.
—¿Quiere decir vuesa paternidad que nuestros sacrificios, nuestros sufragios, nuestras oraciones son inútiles, carecen de sentido?
Cazalla puso delicadamente una mano en su brazo:
—Ninguna buena obra es inútil pero tampoco imprescindible para entrar en las estancias del Señor. Pero vuesa merced únicamente me habla de obras ¿es que no tiene fe?
Se habían sentado en el cembo del camino y Cazalla se acodó en sus rodillas cubiertas por la sotana y se sujetó la cabeza entre las manos. La voz de Cipriano le alcanzó empañada por la emoción:
—Tengo fe —dijo—. Y grande. Creo en Cristo y que Cristo es hijo de Dios.
Cazalla apenas le dejó terminar:
—¿Entonces? —preguntó—. Cristo vino al mundo a redimirnos; su pasión nos hizo libres.
Salcedo le miraba ensimismado, se diría que en su cabeza daba forma a las ideas que el otro formulaba. No obstante, intuía que acababa de hacer un raro descubrimiento. Dijo:
—Eso es exacto. Cristo dejó dicho: el que cree en mí se salvará; no morirá para siempre. Bien mirado sólo nos pidió fe.
—¿Conoce vuesa merced un precioso librito titulado El beneficio de Cristo?
Cipriano Salcedo denegó con la cabeza. Añadió Cazalla:
—Yo se lo prestaré. El libro no ha sido impreso en España pero conservo un ejemplar manuscrito. Don Carlos trajo de Italia el original.
Cipriano se hacía la ilusión de que algo empezaba a alentar dentro de él. Era como si atisbara un punto de luz en un horizonte cerrado. Aquel cura parecía mostrarle una nueva dimensión de lo religioso: la confianza frente al temor.
—¿Quién es ese don Carlos de que me habla?
—Don Carlos de Seso, un caballero veronés aclimatado en Castilla, un hombre tan fino de cuerpo como de espíritu. Ahora vive en Logroño. En el 50 viajó a Italia y trajo libros e ideas nuevas. Luego acudió a Trento con el obispo de Calahorra. Hay quien dice que don Carlos cautiva tras un trato superficial y desilusiona tras un trato profundo. En suma que es conversador de distancias cortas. No sé. Tal vez vuesa merced tenga oportunidad de conocerle y juzgará por sí mismo.
Cipriano Salcedo se daba cuenta de que estaba deslizándose de las aguas someras a las profundas, de que estaba enredándose en una conversación trascendente y crucial. Pero experimentaba una paz inefable. Tenía una vaga idea de haber oído mentar a don Carlos de Seso en casa de su tío Ignacio. Y, aunque se encontraba a gusto allí, sentado en el cembo, empezaba a sentir el relente.
Se incorporó y bajó al carril. Cazalla le siguió. Caminaron un rato en silencio, al cabo del cual Cipriano preguntó:
—¿No tuvo alguna vez don Carlos de Seso concomitancias luteranas?
—¡Oh! déjese de prejuicios ahora. La Iglesia necesita una reforma y ninguna opinión está de más en estas circunstancias. Es preciso que nos entendamos. Los que regresan de Trento dicen que no creen que sea malo todo lo luterano.
El espíritu de Salcedo se serenaba. Le placía oír la voz tranquila y convencida de su interlocutor. Añadió Cazalla como si pusiera un broche final a su disquisición:
—El dominico Juan de la Peña ha dicho con mucho sentido: ¿Por qué ocultar que yo confío en la Pasión de Cristo porque por su misericordia yo la he hecho mía? Esta frase es de los Santos Padres. Los luteranos se han apropiado de ella, aluden a ella constantemente como si fuera suya pero los Santos Padres la pronunciaron antes. El miedo nos impide aceptar de los protestantes verdades reconocidas por nosotros de antemano.
Con el lubricán el pueblecito se identificaba con la tierra y, de no ser por la tenue llamita de algún candil desperdigado, hubiera podido pasar inadvertido. De pronto, sin ningún preámbulo, Pedro Cazalla le invitó a cenar. Así podrían seguir charlando. Su hermana Beatriz le acogió con agrado. Era una muchacha alegre que sonreía con los dientes, abiertamente. El mobiliario de la casa era tan sobrio como el de Martín Martín: una cocina con una mesa y dos escañiles. Tajuelos en la sala, butacas de mimbre y una librería. Y, a los dos lados, sendas habitaciones con altas camas de hierro, con dorados en los cabeceros. Beatriz guisaba y les servía la mesa en silencio. Era tal el respeto hacia su hermano que, en tanto hablaba, no osaba mover un dedo. Permanecía quieta, de espaldas al hogar, mirando a la mesa, las manos cruzadas sobre el halda. Únicamente en las pausas se atrevía a servir vino o cambiar un plato de sitio. Pedro Cazalla, a pesar de que hacía media hora que habían terminado su paseo, remató su parlamento con naturalidad, como hacía en tiempos el Perulero, como si la conversación no se hubiera interrumpido.
—Hace casi catorce años que conozco a don Carlos —dijo—. Entonces era un joven apuesto y refinado en el vestir, tanto que lo último que uno esperaba de él era oírle hablar de teologías. Tenía varios contertulios en Toro y una tarde nos hizo ver que Cristo había dicho sencillamente que el que creyese en Él tendría la vida eterna. Únicamente nos pidió fe —precisó—, no puso otras condiciones.
Comían maquinalmente, atendidos por Beatriz. Cazalla hablaba y Cipriano, en silencio, se dejaba adoctrinar. Durante la comida el párroco ahondó en los mismos temas que habían tratado en el paseo y, al final, todo volvió a confluir en el libro El beneficio de Cristo:
—Es un libro cuya sencillez no oculta una gran profundidad. Una apasionada exaltación de la justificación por la fe. Tras su lectura, el marqués de Alcañices quedó arrebatado. A otras muchas personas les ha sucedido lo mismo.
Terminada la cena, se trasladaron a la sala. En el anaquel del rincón se alineaban unas docenas de libros encuadernados. Cazalla tomó uno sin vacilar y se lo entregó a Salcedo. Era un texto manuscrito y Cipriano lo hojeó, elogió la gracia de su caligrafía:
—¿Lo ha escrito vuestra reverencia?
—Yo lo traduje, sí —dijo modestamente Cazalla.
A la mañana siguiente, Cipriano asistió a la misa de nueve en Pedrosa. En la iglesia apenas había dos docenas de personas, mujeres en su mayor parte. Al terminar, Cipriano se despidió del cura en la sacristía y le devolvió el libro. Pedro Cazalla le interrogó con su mirada sombría, remotamente esperanzada. Salcedo asintió con una sonrisa:
—Su lectura me ha hecho mucho bien —dijo escuetamente—. Seguiremos charlando.