IX

Los primeros meses de matrimonio fueron gozosos y apacibles para Cipriano Salcedo. Teodomira Centeno, que había pasado a llamarse Teo, desayunaba en la cama a las diez de la mañana, se arreglaba y bajaba un rato a la tienda. Algunas tardes daba un paseo con Obstinado hasta Simancas o Herrera o subía un rato a La Manga a ver a su padre. Cipriano, consciente de que el penco de su esposa no era de recibo en la Corte, le regaló un potrillo alazán, de hermosa presencia, que la hija de el Perulero rechazó toda alborotada, alegando que prefería su caballo de toda la vida que aquel pura sangre lleno de pretensiones. La Reina del Páramo tenía esos prontos. Era de buen conformar pero, de improviso, por cualquier nadería, le agarraba como una sofocación y, entonces, desvariaba, gritaba y se volvía irascible y agresiva. Él le echaba en cara que únicamente le movía el afán de llevar la contraria y ella que Cipriano se avergonzaba del paso que había dado, pero que, al tomarla por esposa, debía aceptarla con todas las consecuencias. De nuevo Cipriano tuvo que transigir y, en lo sucesivo, cada vez que salían de paseo a caballo, lo hacían por trayectos diferentes y, si se trataba de visitar a don Segundo, Teo le esperaba con su caballo manchado en la ribera opuesta del Puente Mayor, donde se reunían. Bastaron unas semanas para que Cipriano advirtiera una cosa importante: había ordenado su vida al margen de la indolencia de Teo y de los accesos de humor colérico que empezaba a observar en su conducta. Mas como los viajes a La Manga no eran frecuentes, Cipriano pudo dedicar las mañanas al almacén y las tardes al taller, mientras en casa ocupaba el tiempo libre en contestar el correo y la lectura. Apenas lo había hecho a raíz de abandonar el colegio, cuando tropezó con la gran biblioteca de su tío, pero ahora, ya instalado en el hogar, había vuelto a la vieja costumbre. Después del viaje nupcial por Ávila y Segovia, ciudades que Teo desconocía, a Cipriano empezó a urgirle la visita a Pedrosa por donde hacía dos años que no pisaba. Martín Martín apenas le había facilitado algunas novedades en Peñaflor, el día de la boda, tal que don Domingo, el viejo párroco que le ayudara a conseguir el título de hidalgo, había fallecido y que los pagos del arroyo de Villavendimio, que había incorporado a su finca para reforzar la solicitud, daban más cardos que uvas. Al parecer la cosecha presente entraba en los niveles de normalidad pero, así y todo, las rentas de los dos últimos años no había sido fácil cobrarlas. Y, guiado por la máxima de que el ojo del amo engorda al caballo, Cipriano había decidido visitar Pedrosa con asiduidad.

En el aspecto sexual, su matrimonio funcionaba. La evidente pereza de Teo no le afectaba. Nunca trató de comprar una criada ya que Crisanta y Jacoba se bastaban para atender el cuerpo de casa y Fidela cumplía con su obligación en la cocina. Teo había llegado, pues, a la Corredera de San Pablo 5 como una señora. Otra cosa era que su vida conyugal se mantuviera alejada de la impaciencia y el rijo propios de los nuevos esposos. Al decir de Crisanta, la doncella, daba la impresión de que el amo y la señora Teo llevaban doce años casados. Pero esto, que era cierto de puertas afuera, de puertas adentro no se ajustaba a la verdad. Cipriano, al tiempo que el amor carnal, iba descubriendo en Teo sorprendentes peculiaridades, como la absoluta falta de vello de su cuerpo. Las carnes blancas, prietas y apetecibles de su esposa eran totalmente lampiñas y el pelo no aparecía ni en aquellas zonas que parecían exigirlo: las axilas y el pubis. La primera vez que la vio desnuda a duras penas pudo dominar su perplejidad, pero este hecho que, en principio, le sorprendió se fue convirtiendo con el tiempo en un nuevo aliciente. Poseer a Teo, se decía, era como poseer a una Venus de mármol llena de agua caliente. Porque Teo podía ser blanca y robusta pero no fría. En sus juegos lascivos él la llamaba Mi Estatua Apasionada, sobrenombre que a ella no parecía incomodarla. En cualquier caso, Teo se comportaba como una hembra cálida, experta, poco melindrosa. Sus ágiles manos de esquiladora jugaban un papel importante en el amor. Desde el primer día aprendió a buscarle a oscuras la cosita y, cuando la encontraba, prorrumpía en grititos de admiración y entusiasmo. De esta manera, como no podía ser menos, la cosita se erigió en eje de la vida íntima del matrimonio. Pero una vez hallada, Cipriano asumía la parte activa de la conquista, forcejeaba por encaramarse a ella, casi inabordable, y, ya en lo alto, retozaba, perdido en la generosa orografía de Teo tan dura y maciza como había colegido tras los furtivos contactos del noviazgo. Teo se transformaba de pronto en el Obstinado y él, gustosamente, lo cabalgaba. Pero a su cuerpo le faltaba piel, superficie para poseerla íntegramente y, en su defecto, también sus pequeñas manos debían entrar en acción. Ella le sentía sobre sí como un fruitivo parásito, le recibía gozosa y, en el momento culminante de la posesión, se atragantaba en un risoteo descarado y salaz que desconcertó a Cipriano el primer día pero que llegó a constituir, con el tiempo, la apoteosis de la fiesta carnal. Era el acompañamiento sonoro de su orgasmo.

Hacer gozar a una mujer tan grande halagaba la vanidad del pequeño Cipriano. Y cuando ella, momentos antes del risoteo, exclamaba en pleno paroxismo: «¡arremetes como un toro, chiquillo!», él, que por razones obvias había detestado siempre los diminutivos, aceptaba el cálido chiquillo como un homenaje a la agresividad del macho. Mas no faltaban noches en las que Teo fatigada o desganada, permanecía pasiva en la cama, no hacía por la cosita, y entonces Cipriano aguardaba expectante, pero la búsqueda no llegaba a producirse, con lo que se veía obligado a tomar la iniciativa en frío y, tras unos minutos de impaciente espera, empezaba a gatear por el costado de su esposa a la conquista de las protuberancias protectoras. Ella fingía soportar su asedio pero, cuando le notaba encaramado sobre ella, susurraba incitante:

—¿Qué buscas, mi amor?

La pregunta era la señal para que el consabido juego de cada noche comenzase, bien que por otro punto distinto. En cualquier caso, tras los reiterados actos de amor, Teo quedaba desfallecida, el brazo izquierdo abandonado sobre la almohada, separado del cuerpo, y Cipriano, anheloso siempre de un hueco protector, acabó acostumbrándose a recostar su pequeña cabeza en la axila cálida y pelona de Teo y, en este seguro refugio, a quedarse dormido.

En aquellos bochornosos días del primer verano de casados, Cipriano hizo otro sorprendente descubrimiento: Teo no sudaba. Pasaba calor, se sofocaba, se cansaba, pero sus poros no se abrían. Ante un fenómeno tan inexplicable, la actitud de Cipriano se hizo aún más reverencial. Su viva aversión hacia las axilas sudadas, hacia la sobaquina, no rezaba con su esposa. Ni en el caluroso viaje de novios, en las recalentadas pensiones, ni en sus paseos por las viejas ciudades Teo sudaba, en tanto la reducida anatomía de Cipriano, con escasas grasas que quemar, se derretía como la manteca bajo las altas temperaturas. En principio él atribuyó la anomalía a algún motivo adventicio, pero Teo le sacó de dudas:

—Ni después de pelar al sol cien corderos me ha caído de la frente una gota de sudor.

Fue otra novedad que avivó la sexualidad de Salcedo. Él buscaba una razón para explicarla y, finalmente, creyó haberla encontrado: la ausencia de sudor y de vello eran manifestaciones de un mismo fenómeno. Las carnes prietas de Teo no florecían porque les faltaba riego. A pesar de esto, a pesar de todo, Cipriano, durante el primer año de su matrimonio, lejos de considerar defectos estas rarezas, las consideraba acicates, estímulos libidinosos. También Teo por su parte, hacía descubrimientos extraordinarios en el cuerpo de su marido. Cipriano no solamente era un ser humano bello, aunque reducido y musculado, sino, contrariamente a ella, excepcionalmente velludo. El vello no sólo crecía en abundancia en las axilas y en el pubis sino en los lugares menos propicios para albergar folículos, como los pies, los hombros o la cintura. Ante tamaña muestra de masculinidad, ella, algunas noches, tras su risotada explosiva, exclamaba fuera de sí:

—Me enloqueces, chiquillo. Tienes más pelos que un mono.

Cipriano, que gustaba de las carnes duras, lisas, sin accidentes de su esposa, pensaba: la atracción de los contrarios. Mas entre esta exclamación de Teo y su demostración muscular de la primera noche, se sintió valorado, distinguido como macho, lo que contribuyó a crear entre ambos una saludable reciprocidad. Ella parecía satisfecha de él y él, Obstinado aparte, satisfecho de ella.

Temerosos de que la tía Gabriela dejase enfriar sus relaciones, invitaban a los tíos con alguna asiduidad, de modo que, transcurridos ocho meses desde la boda, Gabriela, tan bien educada como bien vestida, charlaba y se divertía con Teo como con cualquier amiga de la villa. Más si cabe, puesto que su sobrina política la trasladaba a un mundo desconocido, el mundo del campo y del trabajo, en el que todo constituía para ella una novedad: la higiene personal, los pequeños ritos, la convivencia con los animales. No asimilaba, por ejemplo, que una manada de gansos resultara más eficaz que los mastines para la guarda de la casa, como Teo aseguraba. Los patos, para la tía, eran animales domésticos carentes de agresividad. Gabriela le preguntaba por sus vestidos, los muebles del hogar, sus adornos. No comprendía que Teo hubiera podido vivir años con una saya para el trabajo y un traje para los días festivos. La muchacha admitía que su padre era rico pero le costaba ganarlo y le dolía que se malgastase. El hecho de que don Segundo le hubiese dotado con mil ducados venía a demostrar que su padre había vivido sólo para ella. Este pensamiento la emocionaba y, prácticamente todos los meses, subía al monte de Peñaflor para darle un abrazo. Incluso alimentaba in mente un noble propósito: pasar con él un par de semanas cada primavera para ayudarle en el esquileo.

Pero, antes de que pudiera poner en práctica su propósito, don Segundo se volvió a casar. Estacio del Valle bajó de Villanubla en la mula a notificárselo a Cipriano. Don Segundo Centeno, el Perulero, había contraído matrimonio con la Petronila, la chica mayor del Telesforo Mozo, uno de los pastores de Castrodeza, una boda acertada, a juicio de Estacio del Valle, porque, de una sola tacada, don Segundo dispondría de mujer para yacer y obrera para esquilar ya que, ausente Teodomira, la Petronila era la mejor peladora de la comarca. Por su parte, Telesforo Mozo, el pastor, tampoco quedó desnudo: Don Segundo le autorizó a llevar con su rebaño un hatajo de ovejas de vientre cuyos gastos corrían por cuenta del patrón.

Informada de la novedad, Teo esperó a Cipriano a la salida del Puente Mayor con la intención de subir juntos a La Manga. Estaba sofocada e irritable, en plena crisis, y no aceptaba la comprensión de Cipriano hacia la decisión de su padre. Pero cuando ella le recriminó a éste la boda arrastrada que había hecho y él le hizo ver que el ganado era muy esclavo y que sólo con dos manos, más viejas cada día, mal podía valerse, ella, ante aquel tácito reconocimiento de su ayuda, le abrazó estrechamente. Por su parte, Cipriano indagó si había firmado algún papel con el Telesforo Mozo, pero don Segundo lo negó. No, no había firmado nada con el Telesforo porque entre la gente del campo sobraban los papeles, era suficiente la palabra dada. Pero, al mes siguiente, Telesforo Mozo le comunicó que doblaba el número de reses de su hatajo porque diez ovejas de vientre era como no tener nada. Don Segundo visitó a su hija en la capital y, al marchar, dejó la casa impregnada de un olor a cagarrutas que no se fue en varios días. Pretendía el apoyo de don Ignacio, el oidor, pero su yerno le aclaró que, en el campo, la palabra dada era tan frágil como en la ciudad y que había facilitado al Telesforo Mozo un arma con la que podía estarle chantajeando hasta el día del juicio. Ante esto, don Segundo desistió de visitar a don Ignacio y regresó al monte impregnado de su olor a basura, cabizbajo y con las orejas gachas.

Al iniciarse abril, Cipriano encontró al fin un hueco entre sus ocupaciones para visitar Pedrosa. Como de costumbre salió de su casa por el Puente Mayor y galopó por las faldas de las colinas, hasta Villalar. Encontró a su rentero en el campo, almorzando en una gayola, y cabalgaron juntos hasta el pago de Villavendimio. Los cepones apenas habían echado hoja y las calles de la viña estaban llenas de broza. Cipriano sugirió a Martín Martín la posibilidad de poner el pago de cereal pero el rentero lo rechazó de plano, el trigo y la cebada no cundían en terrenos tan flojos, no medraban. Pasaron la mañana viendo el resto de las viñas y la señora Lucrecia, muy viejecita ya, les sirvió de comer como hacía en vida del difunto don Bernardo.

Por la tarde, Salcedo se alojó en la fonda de la hija de Baruque, en la Plaza de la Iglesia. Al entornar los postigos para dormir la siesta, divisó a un cura sentado en el poyo del templo leyendo un libro. Estaba tan absorto, que ni las bandadas de palomas que le sobrevolaban de vez en cuando, ni los labriegos que atravesaban la plaza canturreando a lomos de sus borricos, le distraían. Después de dormir un rato, al abrir los postigos, Cipriano constató que el cura seguía en el mismo sitio. Estaba tan inmóvil como si lo hubiesen disecado, pero cuando Salcedo salió a saludarle, el nuevo cura, que había venido a sustituir al difunto don Domingo, se puso en pie cortésmente. Cipriano se presentó pero el cura ya le conocía de referencias. En el pueblo le habían hablado de él, de su acceso a la hidalguía y de la fiesta subsiguiente, pero sentía una curiosidad: ¿era tal vez el oidor de la Chancillería, don Ignacio Salcedo, pariente suyo? Tío, era su tío, aclaró Cipriano, y también su tutor. Entonces el nuevo párroco se refirió a don Ignacio como uno de los hombres más cultos e informados de Valladolid. Seguramente su biblioteca, si no era la primera, sería la segunda en número de ejemplares. Acto seguido se presentó él: Pedro Cazalla, dijo humildemente. Y Cipriano Salcedo, a su vez, le preguntó si tenía algún parentesco con el doctor Cazalla, el predicador:

—Somos hermanos —dijo el cura—. Estuvo unos meses en Salamanca pero ahora vive con mi madre en Valladolid.

Salcedo reconoció que era asistente habitual a los sermones del Doctor.

—Es un orador fácil —dijo Cazalla sin darle importancia.

Aparentaba menos años que el Doctor, con su pelo negro y denso, encanecido en las sienes, su curtido rostro varonil y unos ojos oscuros, de mirada escrutadora.

—Algo más que fácil —replicó Salcedo—. Yo diría el mejor orador sagrado del momento. Construye sus discursos con la solidez de un arquitecto.

Pedro Cazalla encogió los hombros. Le azoraban los elogios a su hermano. Aceptó su facilidad expresiva, su espiritualidad. El Emperador le había llevado con él a Alemania durante unos años precisamente por eso, por su espiritualidad. Fue un honor y una experiencia que su hermano no olvidaría nunca ahora que Carlos V se disponía a retirarse a Yuste.

Cipriano Salcedo preguntó a Cazalla por qué su hermano predicaba sistemáticamente fuera de los conventos. Cazalla volvió a levantar los hombros: dispone de mayor libertad —aclaró—. La comunidad de frailes se presta a una crítica múltiple y encontrada, no siempre saludable.

Salcedo sentía cómo se avivaba su curiosidad hacia el nuevo párroco. Su pasión por la lectura, la novedad de sus ideas, la falta de paternalismo, tan frecuente en los curas rurales, le sorprendían. Era ya noche cerrada cuando se despidió de él. Fue el párroco quien le sugirió la posibilidad de verse a la tarde siguiente, invitación que Salcedo, que había pensado regresar a Valladolid por la mañana, no declinó. A las diez, después del desayuno, el cura seguía leyendo en el atrio en la misma postura que la tarde anterior. Cuando Cipriano fue a recogerle después de almorzar continuaba inmóvil en el poyo de la iglesia. Cerró el libro al verle y se incorporó:

—¿Puede saberse qué lee con tanto celo vuestra paternidad?

—Releo a Erasmo —respondió Cazalla—. Nunca se acaba de conocer su pensamiento.

—Yo fui en tiempos un aguerrido erasmista —dijo Cipriano con sorna.

El cura se sorprendió:

—¿De veras le ha interesado a vuesa merced Erasmo alguna vez?

—Entiéndame, padre. Le estoy hablando de mi infancia, de la Conferencia sobre Erasmo. En mi colegio se formaron entonces dos bandos y yo pertenecía al de los erasmistas. Y, aunque ninguno de los grupos sabíamos quién era Erasmo, llegamos a pelearnos por él.

Habían atravesado el pueblo sin plan preconcebido y ahora se encontraban en el camino de Villavendimio, en dirección a Toro. Cazalla observaba a los animales, a los pájaros, se revelaba como un experto conocedor del campo. Hablaba de los estorninos pintos como más pendencieros y mejores albañiles que los negros, más locuaces y canoros también.

Pero al cura le había interesado la mención de su vida colegial. Le preguntó por el centro donde se había educado.

—El Hospital de Niños Expósitos —dijo Salcedo.

—Pero vuesa merced no lo era, no era expósito quiero decir.

—No lo era pero mi padre me sometió a esa dura disciplina. No creía en mi inteligencia y varios preceptores habían fracasado conmigo.

—¿No estaba allí el padre Arnaldo?

—El padre Arnaldo y el padre Toval, ambos enfrentados precisamente en la cuestión erasmista. Erasmo fue el inspirador de Lutero, a juicio del padre Arnaldo. Sin él la Reforma nunca se hubiera producido. Por contra, el padre Toval creía en la buena fe del holandés.

Los ojos de Cazalla parecían mirar a algo remoto.

—Aquéllos fueron días de esperanza —dijo de pronto—. El Emperador estaba junto a Erasmo, lo apoyaba, y el inquisidor Manrique también. ¿Qué significaban los mosquitos pegajosos que se alzaban contra ellos? Por aquellas fechas Erasmo publicó la segunda parte de su Hyperaspistes rebatiendo algunas afirmaciones de Lutero. Esto consolidó su prestigio ante el Rey quien le escribió, llamándole «honrado, devoto y amado nuestro» en el encabezamiento de la carta.

Las palabras de Cazalla tenían un estremecido tono nostálgico:

—Y ¿cómo se malogró aquel empeño?

—Se cambiaron las tornas. Fue un hecho fatal. El inquisidor Manrique dejó de apoyar a Erasmo y el Rey se olvidó de él en Italia. Los frailes aprovecharon la circunstancia para atacarle desde el púlpito. Carvajal respondió agriamente al Hyperaspistes y Erasmo, en lugar de callar y no darse por aludido, le replicó con violencia. La situación había dado un giro completo. A partir de ese momento, para la Inquisición, Erasmo y Lutero fueron ramas de un mismo tronco.

Habían alcanzado el Recodo del Viejo, junto a la junquera, donde una urraca galleaba con insolencia. El cura contempló al pájaro con curiosidad sin dejar de caminar. El sol se ensanchaba y enrojecía al desplomarse tras las colinas grises de poniente. Pedro Cazalla se detuvo y dijo:

—¿Ha reparado vuesa merced en los crepúsculos de Castilla?

—Los saboreo con frecuencia —dijo Salcedo—. Las puestas de sol en la meseta resultan a veces sobrecogedoras.

Habían dado la vuelta y la tarde empezaba a refrescar. A lo lejos se divisaban las casitas de barro señoreadas por la iglesia. Las cigüeñas habían sacado pollos y se erguían en la espadaña como dibujos esquemáticos. Pedro Cazalla miró de nuevo al sol declinante. Los entreluces del lubricán le fascinaban. Sonó en el aire quedo el tañido de una campana. Cazalla apresuró el paso. Volvió hacia Salcedo sus ojos profundos:

—Ayer Erasmo era una esperanza y hoy sus libros están prohibidos. Nada de esto es obstáculo para que algunos sigamos creyendo en la Reforma que proponía. Quizá sea la única posible. Trento no aportará nada sustancial.

A la mañana siguiente el cielo estaba empañado por algunas nubes blancas y Relámpago tomó el camino de Villavieja por las cuestas, a galope tendido. Cipriano agradecía la velocidad, el fresco viento en el rostro, mientras pensaba en los hermanos Cazalla, en su melancolía, en su inquietud reformista. Comprendía ahora mejor la sensación de vacío que le producían los sermones del Doctor. El erasmismo se desarraigaba en Castilla y, en consecuencia, su causa era una causa perdida. No obstante, veinte años atrás, el padre Arnaldo les había mandado rezar por la Iglesia, por la desaparición de las doctrinas erasmistas. ¿Cómo conciliar respuestas tan dispares ante un mismo fenómeno? Relámpago dejó atrás el pueblo de Tordesillas y, al alcanzar el de Simancas, cruzó hacia el camino general y atravesó el puente romano, a legua y media de la villa.

Teo le recibió como si hiciera un mes que no se veían. Había sido la primera separación y le había echado de menos. Después de cenar, la Estatua Apasionada abrevió la sobremesa, y ante la sorpresa de Crisanta, la doncella, a las diez el matrimonio estaba acostado. Teo le estrechaba contra ella y a él le agradaba sentirse protegido, en el fortín, a cubierto de cualquier asechanza. A poco, la Estatua Apasionada le buscó la cosita y comentó, con voz meliflua, que qué bien que su marido no se la hubiera olvidado en Pedrosa, en tanto Salcedo se esforzaba por encaramarse a la meseta de las protuberancias. Sintió el atragantado risoteo de su esposa, vibrante y prolongado, pero ello no impidió que, pasados unos instantes, la Estatua Apasionada reiniciara el acto de amor. A Cipriano le sorprendió su avidez. Se diría que Teo encadenaba los contactos en una actitud compulsiva como si pusiera a prueba su resistencia. Y, tras una cuarta vez, cuando el acoso cedió, Cipriano, extenuado, buscó el refugio de su axila. En Pedrosa había echado en falta su calor y tuvo que dormir con la gorra puesta. Al recuperar ahora el techo perdido se sentía cobijado y feliz por más que la actitud de Teo siguiera sin definirse.

Al despertar, encontró a su mujer sofocada, inquisitiva, apremiante. Era otro tropezón, aparentemente baladí, de su matrimonio:

—¿Por qué nosotros no tenemos nunca un hijo, Cipriano? Llevamos casados más de diez meses y nunca me pasa nada.

Salcedo le acarició los rizos color caoba de la nuca, se hacía anillos con ellos sin conseguir amansarla:

—¡Oh, querida, estas cosas no tienen horario fijo! —dijo—. No dependen de nuestra voluntad. Por otra parte, los Salcedo nunca fuimos muy fértiles. No debes impacientarte por eso. Ya llegará.

Se adivinaba que Teo había reflexionado sobre el particular:

—Todas las mujeres cuando se casan tienen un hijo, Cipriano. ¿Por qué no me dijiste a tiempo que tu familia tenía dificultades? Cada vez que depositas tu semilla en mí pienso que esta vez va a ser la definitiva pero nunca llega.

Se mostraba erizada, resentida, pero él le quitó importancia al asunto:

—No te inquietes por eso, cariño. Los Salcedo siempre nos reprodujimos con parsimonia. Mi bisabuelo no tuvo más que un hijo y mi abuelo dos, pero entre medias transcurrieron ocho años. El tío Ignacio tampoco tiene familia y ten en cuenta que mi madre, que gloria haya, estuvo cinco años tratándose su supuesta infecundidad. Y ¿crees que le fue bien el tratamiento? De ninguna manera. Mi madre quedó encinta cuatro años después de dejarlo, cuando Dios quiso y cuando ya se había olvidado de su obsesión. Hay influencias astrales que, en cierta medida, determinan estas cosas. El cuerpo requiere un tiempo de madurez.

—Y ¿cuánto tiempo necesitó tu madre?

—Exactamente nueve años y siete días. Tal vez la medida de los Salcedo se exprese en años en lugar de en meses. La cifra no deja de ser curiosa.

Teo vaciló:

—No… ¿no estará enferma la cosita?

—Tú sabes que funciona con regularidad. Antes te hablaba de la infertilidad de los Salcedo, pero el retraso bien puede provenir de ti. El doctor Almenara, una notabilidad en su época, decía que dos de cada tres veces la infecundidad dependía de las mujeres.

La impaciencia de Teo se tradujo en una avidez sexual desordenada. Sin duda pensaba que la frecuencia aumentaba las posibilidades. Cipriano trataba de aleccionarla cada noche:

—Querida, más importante que el número de coitos es tu estado de recepción. Acéptame relajada, receptiva. No olvides que en cada cópula yo introduzco en tu vagina centenares o millares de semillas que buscan un lugar donde fructificar. Pero la fecundación no depende tanto del número como del terreno que tú prepares para recibirlas.

Teo pareció aplacada de momento pero lo suyo era una monomanía. No pensaba en otra cosa y se valía de cualquier pretexto para sacarlo a relucir. Él le había dicho: muchos problemas se resuelven esperando, olvidándose de ellos. Y ella procuraba hacerlo así pero, en lugar de los pensamientos, era la angustia por desembarazarse de ellos lo que la martirizaba. Teo se confiaba a su marido:

—Constantemente pienso que no debo pensar en ello pero con esta obsesión puedo llegar a volverme loca.

—¿Por qué no me concedes un plazo? ¿Por qué no decides esperar unos años antes de tomar una determinación? Dentro de cuatro tendrás veintisiete, la edad más adecuada para procrear.

Teo callaba. Tácitamente le concedía el plazo pero, poco a poco, iba perdiendo la fe en él y, con la fe, su encandilamiento sexual. Apenas buscaba ya la cosita y, si lo hacía, era sin el ardor de antaño, desganada. Sabía que el hijo tenía que venir por esa vía pero llevaba más de un año intentándolo y no venía. Salcedo se daba cuenta del descorazonamiento de su esposa e intentó distraerla ocupándola en el taller, pero Teo se aburría allí. Entonces pensó que, ahora que se aproximaba la época del esquileo, Teo podría pasar en La Manga una larga temporada ayudando a su padre, mas, antes que la faena del esquileo comenzase, llegó la noticia: Telesforo Mozo, el pastor de su suegro, pretendía llevar el rebaño a medias. No se trataba ya de un hatajo más o menos grande sino de partir las ovejas que pastoreaba por la mitad. Segundo Centeno ni lo pensó. Despidió a Telesforo, se amancebó con la Benita, la hija del pastor de Wamba, Gildardo Albarrán, y relegó a la legítima a la condición de criada y esquiladora por seis reales al mes.

Ante la gravedad del problema, Teo se instaló en La Manga. Advirtió enseguida el reconcomio de Petronila aunque ésta no pronunciase palabra y anduviera todo el día por la casa con la mirada huida, haciendo visajes y aspavientos. Pero don Segundo volvía sobre el tema cada mañana. La obligaba a hacer la cama adulterina todavía caliente y a lavar la ropa interior de la pareja. El resto del día lo pasaba Petronila pelando borregos. No decía palabra. Se sentaba a esquilar en el tajuelo y no abría la boca por mucho que la Reina del Páramo se esforzara en entablar conversación con ella. Una noche, Teo salió a dar un paseo y le pareció ver entre dos luces la silueta furtiva de un hombre escondiéndose entre las encinas. Habló a su padre seriamente: no debía exponerse así. Debería cambiar de actitud. No había hombre que aceptara con los brazos cruzados su despido y la vejación reiterada de su hija. Por su parte, Gildardo Albarrán se movía ahora por la finca con la misma libertad que si fuera suya. Se reunía con don Segundo en la sala, entraba en la casa por la puerta principal y charlaban largo rato como iguales, eso sí sin que Gildardo pidiera nada. Visto lo del Telesforo y aleccionado por su fracaso, sabía que al señor Centeno era preferible entrarle por las buenas que por las malas.

Así las cosas, la vieja aspiración de Teo se atenuaba. Se preocupaba menos de ser madre que de conservar a su padre. Y cuando Cipriano la visitaba, una vez por semana, tenía ocasión de departir con él como en los buenos tiempos: paseando por el monte, levantando de las encinas bandos de torcaces con los buches repletos de bellotas, o viendo apeonar a las becadas en el calvero. Cipriano creía en la terapia de la distracción y confiaba en que Teo volviese a su vida normal y le concediera un plazo razonable antes de dar por fracasado su matrimonio. Pero dormía mal. Al regatearle Teo el cobijo de su axila, la cabeza se le enfriaba, se le desgobernaba en la noche, durante el sueño y, al levantarse, le mortificaba la tortícolis. Volvía a ser el niño desprotegido que había sido. Y utilizaba gorras, sombreros y hasta capuchas forradas de piel, como sucedáneos. Al propio tiempo trataba de llenar la prolongada ausencia de Teo con frecuentes visitas a sus tíos. Doña Gabriela, muy satisfecha en su condición de esposa sin descendencia, no entendía la actitud de su sobrina. Hay otras cosas en la vida, instituciones, enfermos, niños con hambre, colegios de caridad, decía. Buscar a toda costa un ser de nuestra propia sangre para volcar en él nuestra afectividad es una conducta egoísta. Y, en el fondo, Cipriano le daba la razón, pero no dejaba de comprender que desdoblarse fuese la máxima aspiración de toda mujer en este mundo.

Una mañana, antes de salir para la Judería, un correo urgente de Peñaflor le dio cuenta de que su suegro, don Segundo, había sido asesinado. Le habían seccionado la garganta con un hocino. El Telesforo Mozo, su autor, se había entregado a la autoridad en Valladolid y al ser preguntado por los móviles del crimen había dicho: «Me dejó en la calle tirado como a un perro y quebró la condición de mi hija. Era un sujeto que no merecía vivir».

Cipriano partió para La Manga sin demora. Le dio tiempo de enterrar a su suegro en el atrio de la iglesia de Peñaflor y hacerse cargo de los papeles que don Segundo guardaba en el escritorio. La Petronila, asustada, había huido de casa; en cambio compareció Gildardo Albarrán llamándose a la parte, no porque la ley le amparase, sino porque tenía testigos de que don Segundo había hecho de su hija una barragana sin su consentimiento. Teo mostró una entereza admirable. El esquileo se había acabado y esto la aliviaba. Por otra parte, la cruenta muerte de su padre le parecía horrible pero a cambio no había sufrido, lo que no dejaba de ser un consuelo.

Cipriano previó graves complicaciones y un aumento de trabajo hasta desenredar aquello, pero su tío Ignacio, como de costumbre, lo simplificó. El testamento del señor Centeno era claro. Teo era la única heredera, Petronila usufructuaria de un pequeño fundo y arrendataria de la vivienda mientras durara el plazo del alquiler, la Benita, la barragana, volvió con su padre a Wamba y Estacio del Valle, el fiel corresponsal de Villanubla, quedó encargado de resolver el problema de los pastores puesto que los rebaños de don Segundo, como le decía Cipriano Salcedo en su misiva, habían pasado a ser propiedad de Teodomira Centeno, su consorte.