III

Sin apenas advertirlo, don Bernardo Salcedo se encontró enganchado de nuevo a la rutina. Meses atrás había llegado a pensar que podía morir de aburrimiento, pero ahora, como si aquello hubiera sido un amago de tormenta, pensaba que sus temores habían sido exagerados. Su acceso de melancolía, como él llamaba pomposamente a sus meses de vagancia, había sido vencido, así que volvió a tomar las riendas de su casa y de sus negocios. Por la mañana, tras el opíparo desayuno que le servía Modesta, don Bernardo se encaminaba al almacén de la vieja Judería, en los aledaños del Puente Mayor, y allí se encontraba con Dionisio Manrique, su fiel colaborador, que meses atrás había llegado a pensar que el amo se moría y el almacén habría que cerrarlo. Se imaginó sin trabajo, sin oficio ni beneficio, pordioseando entre los niños llenos de bubas que llenaban las calles de la villa, en invierno y en verano. Ahora, de pronto, el señor Salcedo, sin saber por qué ni por qué no, había salido del bache y había vuelto a hacerse cargo de la situación. El viaje a Burgos había sido el inicio de su resurgimiento. En el mismo despacho de don Bernardo, en una mesa de pino de Soria paralela, se sentaba él y, mal que bien, iba llevando las cuentas de las reatas de mulas que bajaban del Páramo y de los vellones almacenados en la inmensa nave de la Judería. Atila, el mastín feroz que le regalaron de cachorro, correteaba ladrando entre la tapia y el edificio y dormía con un ojo abierto en la caseta de la entrada. Era un can de oído fino y malas pulgas, y las noches, especialmente las de luna llena, las pasaba aullando en el corredor. No se sabía de ningún exceso cometido por el perro pero, tanto don Bernardo como su fiel Dionisio, presumían de que nadie se había llevado un vellón desde que Atila vigilaba el almacén.

Manrique, sin otra ayuda que Federico, un galopín de quince años, mudo de nacimiento, era el alma del establecimiento. El despacho, la mesa y los manguitos eran la tapadera de actividades más prosaicas. Por un lado, Dionisio anotaba los vellones que entraban y salían, pero por otro echaba una mano artesana y servicial para todo lo que fuera menester. Dionisio, por ejemplo, salía con Federico a la explanada, casi siempre embarrada, cada vez que se anunciaba una expedición y, entre ellos y el arriero, descargaban las sacas sin apelar a manos mercenarias, almacenando ordenadamente las pieles. Del mismo modo Dionisio, en una prisa, como aconteció con el último viaje a Burgos, no dudaba en tomar el zamarro y el látigo y conducir personalmente una carreta hasta las instalaciones de don Néstor Maluenda en Las Huelgas o donde hiciera falta. Una vez metido en harina, no ponía reparos a nada, comía en el mostrador con los arrieros o dormía en las habitaciones colectivas de las ventas con objeto de que el patrón ahorrase unos maravedíes.

En el pequeño comercio que don Bernardo sostenía con la fábrica de zamarros de Camilo Dorado, en Segovia, era el propio Manrique el que alquilaba las reatas y las conducía por atajos pedregosos de la sierra que sólo él conocía. Don Bernardo, que sabía de la versatilidad de Dionisio, de su disponibilidad, definía a su subordinado de una manera peculiar, no exenta de tintes despectivos, como un hombre que hace lo mismo a un roto que a un descosido.

Los primeros días de verano fueron fechas de agitación en el almacén y la actividad desaforada desplegada por don Bernardo vino a restablecerle de la plétora causada por sus excesos gastronómicos, restablecimiento al que ayudó sin duda la sangría practicada por Gaspar Laguna que, en su día, había intervenido también a su señora inútilmente. Pero Salcedo no era hombre rencoroso. Detestaba la chapuza pero valoraba el trabajo bien hecho aunque no llegara a buen fin. En las personas que confiaba no dejaba de creer por un desacierto. Don Bernardo partía de la base de la imperfección humana y así, cuando avisó al barbero-cirujano, demostró que no le tenía ojeriza, pero, al propio tiempo, lo recibió con estas palabras: A ver si tenemos más suerte que con doña Catalina que gloria haya, amigo Laguna, lo que obligó al barbero a extremar toda su ciencia y habilidad.

A las doce del mediodía, don Bernardo marchaba del almacén. Eran semanas de calor y las calles hedían a basuras y desperdicios. Los niños, con las caritas llenas de bubas y landres, le salían al paso pordioseando, pero él los desatendía. Ya tienen a mi hermano, pensaba, ¿hay alguien en Valladolid que haga más por sus prójimos que mi hermano Ignacio? Caminaba despacio, evitando las alcantarillas, atento al «¡agua va!» de las ventanas, hasta abocar a la taberna de Garabito, en la calle Orates, con su inevitable ramita verde junto al rótulo, donde solían reunirse tres o cuatro amigos a degustar los blancos de Rueda. El primer día que llegó, después de su larga ausencia, todos le manifestaron que le habían echado de menos porque eran de esa clase de amigos circunstanciales, de apeadero, tímidos, que habían asistido al sepelio de doña Catalina, como Dios manda, pero no osaron poner pie en su casa. Para doña Catalina eran los amigotes y no encontraba expresión más ajustada para designarlos. Pero los amigotes celebraron con unos vasos la reincorporación de don Bernardo a las tertulias mañaneras. Él les habló de su acceso de melancolía y, aunque ninguno de ellos sabía a ciencia cierta en qué consistía este mal, le preguntaron, con la reiteración propia de los borrachos, cómo se las había arreglado para pelarlo. Don Bernardo, dado al ingenio verbal, miró uno a uno a los amigotes del grupo e hizo la revelación que había preparado en casa dos semanas antes: A mí me curó un correo urgente de Burgos. Los amigotes rieron, le propinaron palmadas en la espalda y se lo comunicaron a otros amigotes y todos coincidieron en que con el pellejo de vino de La Seca que acababa de abrir Dámaso Garabito terminaría de restablecerse.

Allí, en la taberna, don Bernardo se salía de la norma y la hipocresía: juraba, soltaba palabrotas, reía los cuentos obscenos y estos excesos le aligeraban y le disponían a afrontar con mejor ánimo la jornada vespertina de la villa. En ocasiones también buscaba consejo en la taberna de Garabito, como aconteció con Teófilo Roldán, labrador de Tudela, que cada semana atravesaba dos veces el Duero en la barcaza de Herrera, junto a su caballo, para atender su labranza. Teófilo Roldán bebía en tazón pues para él el blanco tras un cristal transparente perdía buena parte de sus propiedades. Escuchó a don Bernardo la historia de su rentero y cuando aquél le preguntó qué le parecía más conveniente tener el rentero a la parte o a sueldo fijo, don Teófilo, inspirado por el vino, con una lógica apabullante, le respondía que dependía de la parte. Don Bernardo se mostró franco por una vez: digamos un tercio de la cosecha, dijo. Don Teófilo fue rápido: en Tudela damos más —sugirió antes de que don Bernardo terminara de hablar. Salcedo se ruborizó ligeramente; tenía un cutis suave, apto para ello: no vayamos a comparar, Tudela es un pueblo próspero mientras Pedrosa, malvive. Luego apuntó que con un tercio una familia en su pueblo podía redimirse, e incluso hacer fortuna, pero era difícil que lo consiguiera si el rentero era analfabeto, no sabía sumar y ventoseaba todo el tiempo delante de su señor. Es lo mismo —dijo— que hacerle desechar una idea una vez que ha arraigado en su pobre cerebro. Teófilo Roldán empinaba el codo sin cesar. Había llegado a ese punto soñado en que se pierde la gravidez del cuerpo y se siente uno flotar. ¿Qué idea? —dijo—. ¿A qué idea se refiere, Salcedo? —preguntó tambaleándose. Concretamente —replicó don Bernardo— a persuadirle, sin necesidad de hacer números, de que el buey en el campo es un animal más rentable que la mula. Roldán se inclinó hacia él hasta casi topar con su cabeza: ¿De veras lo cree usted así? Don Bernardo se desconcertó: ¿Usted no? Según —dijo don Teófilo—. Según la labor y el terreno. Don Bernardo, sin razón alguna, salvo que iban aumentando sus libaciones, empezó a sentirse optimista. De repente habían dejado de importarle el buey y la mula y la rentabilidad del uno y de la otra; únicamente le importaba oír su voz, sentirse vivo y paladear el buen vino de La Seca: labores de arada —dijo—. Me refiero a labores de arada. La mula no ara, araña, y deja que se coman la simiente las palomas y los cuervos. Todos los pájaros se comen la simiente, tartajeó Roldán poniéndole una mano en el hombro. Don Bernardo sonreía denegando con la cabeza: pero no siempre, amigo mío, el buey ahonda y defiende la semilla. Los ojos de don Teófilo se ponían turbios: pe… pe… pero ¿usted tiene tanta autoridad como para dar órdenes a su rentero? Me concede esa licencia —aclaró el señor Salcedo—: me cede el poder espontáneamente porque él no entiende de papeles.

Don Bernardo se dejaba envolver con gusto en la vieja rutina. Acudía diariamente a la taberna de la calle Orates, junto a la casa de locos, o a cualquier otra donde apareciera una rama verde en el rótulo del establecimiento. Era significativo porque, sin ponerse de acuerdo, los amigotes siempre coincidían en la cantina que abría cuba o pellejo ese día. De ordinario eran vinos que habían entrado en la villa por la puerta del Puente Mayor o la de Santiesteban, antes de cumplirse los cinco meses de la vendimia como era preceptivo, e inscritos en el registro de entradas para saber a cuánto ascendía el consumo. Los tintos solían ser flacos, a medio hacer y poco cotizados, pero el buen catador siempre esperaba la sorpresa. Tras probarlo, como buenos degustadores, comentaban las virtudes y defectos del nuevo mosto. Y, de cuando en cuando, reaparecía otro amigote, menos asiduo que los demás, que había oído algo de la enfermedad de don Bernardo y le preguntaba por su restablecimiento. Y Salcedo, que consideraba su respuesta una de las más ingeniosas de los últimos tiempos, se echaba a reír y respondía: un correo urgente de Burgos me sanó, aunque vuesa merced no lo crea. Y el amigote reía con él, y le palmeaba fervorosamente la espalda porque el nuevo vino tenía una graduación más alta de la esperada y con cuatro vasos se nublaba la inteligencia.

A las dos, don Bernardo se retiraba a casa con el buen humor que le proporcionaba la taberna de Garabito. Modesta, mientras le servía la comida, solía hacerse lenguas sobre las nuevas gracias del niño. Ella no entendía que un padre pudiera mostrarse indiferente ante los progresos de su propio hijo, pero lo cierto es que Salcedo apenas la escuchaba y se preguntaba mil veces qué era lo que, en el fondo de sí mismo, sentía por aquella criatura. De regreso de Pedrosa, don Bernardo imaginó que sus sentimientos hacia el pequeño oscilaban entre la atracción y el rechazo. Algunas tardes, sin embargo, subía a las buhardillas y, al ver a su hijo, reconocía que nunca sintió amor por él, a lo sumo mera curiosidad de zoólogo. Entonces podía pasarse siete días sin volver por el piso alto. Al cabo de una semana tornaba a sentir esa vaga atracción, que únicamente existía en su imaginación, y se presentaba en las buhardillas por sorpresa. Minervina planchaba o cambiaba los pañales al niño, acompañando su acción de canciones a media voz o palabras cariñosas. Don Bernardo miraba a la muchacha sin dejarlo: tenía el convencimiento de que la legumbre y el cerdo, el alimento invariable del pueblo, generaba seres anchos y retacos. Por eso le sorprendía aquella chica de Santovenia, alta y fina, en la que cada día descubría un nuevo encanto: el largo y frágil cuello, los pechitos picudos sobre la burda saya, el trasero pequeño y prominente cada vez que se inclinaba sobre la tabla de planchar. Toda ella era belleza y armonía, una especie de aparición. Un mes más tarde se dio cuenta de otra cosa: que el niño no le provocaba atracción o rechazo, sino simplemente rechazo y que la atracción provenía de Minervina. Entonces rectificó su confidencia a don Néstor Maluenda en el sentido de que él no era hombre de una sola mujer sino de una sola esposa. Conforme pasaba el tiempo, las más elementales exigencias lascivas crecían cada vez que veía a la muchacha. Pero ella se mostraba tan ajena, tan indiferente a sus miradas, tan recriminadora a veces, que no se atrevía a pasar de la mera contemplación. Sin embargo, un día ardiente de verano, sugirió a la chica que bajara a dormir al piso primero donde el bochorno se hacía más soportable.

—¿Y el niño? —dijo Minervina a la defensiva.

—Con el niño, naturalmente. Si le aconsejo eso es pensando en la salud del pequeño.

Minervina le midió de arriba abajo con sus transparentes ojos lilas sombreados por espesas pestañas, luego miró al niño y denegó con la cabeza, subrayando después su negativa:

—Estamos bien aquí, señor —dijo.

A partir de este tropezón pueril la imagen de la nodriza no se apartaba de su cabeza. Y, hechizado por sus encantos, la espiaba día y noche. Sabedor de que el niño mamaba cada tres horas, procuraba informarse de la última toma para sorprenderla en la siguiente con el pecho descubierto. Y, cada vez que lo intentaba, subía las escaleras de puntillas, las manos temblorosas y el corazón acelerado. Mas, si antes de abrir la puerta de la escalera, les oía reír y retozar en la habitación inmediata, regresaba a la sala sin asomarse. Ocurría que Minervina tomaba sus precauciones ante la frecuencia de sus visitas, pero una tarde, cuando menos lo esperaba, la sorprendió por el resquicio de la puerta con el niño en el enfaldo, el brazo derecho fuera de la saya y el pequeño pecho firme y puntiagudo, de pezón sonrosado, en espera de que la criatura lo tomase. Dios mío, murmuró don Bernardo, deslumbrado por tanta belleza, pegando su ojo a la rendija.

—¿Es que no lo quieres hoy, mi tesoro? —dijo la chica.

Y sonreía con sus labios jóvenes y gordezuelos. En vista del desinterés del niño tomó su pecho con dos dedos y dibujó con la punta del pezón la boca del bebé, quien, tan directamente estimulado, agarró ávidamente el pecho como la trucha la lombriz que el pescador le ofrece de improviso en el hilero. Entonces don Bernardo, incapaz de reprimir el jadeo, se apartó de la puerta y bajó las escaleras temeroso de delatarse. Repitió la excursión en las tardes siguientes. El recuerdo de aquel pechito inocentemente ofrecido le volvía loco. En el almacén no era capaz de concentrarse, rendía poco, delegaba la mayor parte de las tareas en manos de Manrique. Luego en la taberna de Garabito se emborrachaba en las catas y, al llegar a casa, se encamaba pretextando dolor de cabeza. Los vapores del alcohol se iban disipando pero, a cambio, la imagen de aquel pechito desnudo volvía a subírsele a la cabeza. Hacía el cálculo de las mamadas y subía al piso alto sobre las seis, la cuarta toma del día. Pero una tarde bochornosa de finales de septiembre, con las puertas del piso alto abiertas de par en par, una ráfaga de viento caliente cerró violentamente la puerta de Minervina y la señora Blasa apareció, sin avisar, en la última del pasillo.

—¿Necesita vuesa merced alguna cosa?

Don Bernardo se sintió abochornado:

—Subía a ver al niño. Hace días que no le veo —dijo.

La señora Blasa entró en la habitación de Minervina y volvió a salir con la misma diligencia. Tenía más marcadas las arrugas horizontales de la frente, fenómeno que acontecía cada vez que en su cabeza surgía una idea. Al mismo tiempo en las comisuras de la boca se insinuaba un mohín burlón:

—Está mamando, señor. La Miner lo bajará en cuanto termine.

Descendió las escaleras lentamente, avergonzado, como un ladrón sensible sorprendido con las manos en la masa. Pero a la noche, en su visita diaria a su hermano Ignacio, le confesó:

—Ahora pienso si a don Néstor Maluenda no le diría la verdad, Ignacio. ¿No crees tú que se puede ser hombre de una sola esposa pero de varias mujeres? El cuerpo me pide, Ignacio, me apremia; hay días que no pienso en otra cosa. Me parece que echo en falta una mujer a mi lado.

Esperaba que su hermano, ocho años más joven que él, pero probo y justo, le diese un sabio consejo o, siquiera, la oportunidad de contarle su naciente pasión por Minervina, pero Ignacio Salcedo cortó en flor sus ilusiones:

—¿Quién te dijo que seas hombre de una sola esposa, Bernardo? Tú necesitas otra mujer. Eso es todo. ¿Por qué no le dices a fray Hernando que te ayude a buscarla?

Le dejó desconcertado. No se trataba de hablar con fray Hernando, sino de convencer a Minervina de que, entre mamada y mamada del pequeño Cipriano, se entretuviera un rato con él en el lecho de la buhardilla. El problema no consistía, pues, en arreglar una boda sino en facilitarle el acceso a los dominios de la chica, de poder desahogar con ella sus apremios carnales. Esto no lo aprobaría nunca fray Hernando y, menos aún, su hermano Ignacio, tan recto, tan íntegro. ¿A quién acudir entonces?

Una tarde, Modesta le sobresaltó gritando que el niño andaba. Acababa de cumplir nueve meses y apenas pesaba quince libras, aunque había dado abundantes pruebas de agilidad. A veces se ponía cabeza abajo en la cama de Minervina para que la chica riera. Otras saltaba la barandilla de la cunita con notable ligereza y permanecía un rato de pie sin moverse, sin sujetarse a nada, observando, como solía hacer al abrir los ojos, los objetos que le rodeaban. Ahora, don Bernardo, sorprendido en plena cabezada, no desaprovechó la oportunidad de volver a ver a la muchacha y ascendió pesadamente las escaleras del piso alto. En el pasillo tropezó con su hijo caminando a solas hacia las escaleras, mientras Minervina, sonriente, le seguía agachada, los brazos abiertos tras él, protegiéndole. Detrás de ella marchaban, como unas mialmas, Modesta y la señora Blasa:

—Se da cuenta vuesa merced, el niño ya se anda —decía con voz explosiva la cocinera.

Mas don Bernardo, fingiendo una ira que no sentía, aprovechó la circunstancia para censurar a Minervina su descuido, para fustigarla. A un niño de nueve meses no se le podía poner en pie si no quería arquearle las piernas para el resto de su vida. Las piernas de un niñito a esta edad eran como de gelatina, incapaces de soportar su propio peso sin resentirse. Iba alzando la voz y, cuando advirtió que los ojos lilas de Minervina se inundaban de lágrimas, experimentó un raro placer, como si fustigara con un látigo la espalda desnuda de la muchacha. Mas, pese a su aparente indignación, a partir de esa tarde fue imposible recluir a Cipriano en su cunita. Se bajaba de ella con facilidad pasmosa y correteaba por el pasillo como un niño de dos o tres años. Es decir, Cipriano no sólo andaba sino que corría como si llevase una vida ensayando y, si alguien trataba de impedirlo, se zafaba de sus brazos y reemprendía la carrera. Diríase que al pequeño le habían dejado huella las gélidas miradas de su padre, cuando, de niño, la sensación de frío le despertaba y sentía la necesidad de escapar.

Algunas tardes, los tíos Gabriela e Ignacio subían a visitarlo. Los primeros días las habilidades del niño fueron como un espectáculo de feria. Pero Gabriela no ocultó su temor: ¿No era demasiado tierna la criatura? No se refería a la edad sino al tamaño, pero Minervina, que miraba extasiada los alamares y puñetes de lechuguilla del vestido de doña Gabriela, salió acalorada en su defensa: no lo crea vuesa merced, aunque menudo, no es un niño débil Cipriano; le sobra nervio. Pero, una vez pasada la novedad, doña Gabriela y don Ignacio empezaron a espaciar sus visitas y don Bernardo reanudó las suyas a la calle de Santiago. Enfrascado en la rutina atendía sus obligaciones, pero no olvidaba a Minervina. La aparición de la cocinera cuando él acechaba la habitación de la chica había rebajado, sin embargo, sus ímpetus iniciales.

Por las noches reflexionaba en la cama, excitado, sobre las posibilidades que un hombre rico tenía de llevar a la cama a una mujer pobre, pueblerina y quinceañera además. Creía que eran muchas pero él carecía de la agresividad del hombre rico y Minervina de la sumisión de la mujer pobre. La muchacha, sin grandes palabras ni gestos melodramáticos, le había tenido a raya hasta el momento. Pero, persuadido de que todas las ventajas estaban de su parte, don Bernardo Salcedo tomó un día una viril decisión: atacaría directamente y le haría ver a la chica la necesidad que tenía de sus favores.

Conforme a este plan, una noche de finales de septiembre, subió las escaleras del servicio en camisón, con una lamparita y los pies descalzos, procurando evitar los crujidos de la madera y se detuvo ante la puerta de Minervina. Los latidos de su corazón le sofocaban. La imagen de la muchacha tendida descuidadamente en el lecho, le encalabrinaba. Abrió lentamente la puerta con la luz en la mano y, entre las sombras, distinguió al niño dormido en su cunita y a Minervina a su lado, dormida también, respirando pausadamente. Cuando él se sentó en el lecho, la chica se despertó. Sus ojos, muy redondos, estaban sorprendidos más que indignados:

—¿Qué busca vuesa merced en mi habitación a estas horas?

Don Bernardo carraspeó hipócritamente:

—Me pareció oír llorar al niño.

Minervina se cubría el escote con el embozo de la cama:

—¿Desde cuándo se preocupa vuesa merced por los llantos de Cipriano?

Con su mano libre, don Bernardo atrapó audazmente la de Minervina como si fuera una mariposa.

—Me gustas, pequeña, no lo puedo remediar. ¿Qué hay de malo en que tú y yo pasemos un rato juntos de vez en cuando? ¿Es que no puedes repartir tu cariño entre padre e hijo? Vivirás como una reina, Minervina; nada te va a faltar, te lo aseguro. Únicamente te pido que reserves para este pobre viudo un poco de tu calor.

La chica rescató su mano prisionera. La indignación brillaba en sus ojos lilas a la luz del candil:

—Vá-ya-se-de-a-quí —le dijo mordiendo las palabras—. Márchese ahora mismo, vuesa merced. Quiero a este niño más que a mi vida pero me iré de esta casa si vuesa merced se obstina en volver a poner los pies en este cuarto.

Cuando don Bernardo, con las orejas gachas, se incorporó para marcharse, el niño se despertó asustado. Pensó que los ojos de Cipriano le desenmascaraban y entonces interpuso el candil entre él y la cunita, abrió la puerta y salió al pasillo. No habían mediado palabras fuertes, ni siquiera actitudes ridículas, lo que no impidió que se sintiera adolescente y vacuo. No era aquélla una situación propia de un hombre de su edad y condición. Se metió en cama despreciándose a sí mismo, un desprecio que no respondía a razones aparatosas pero que aumentaba si pensaba en su hermano Ignacio y en don Néstor Maluenda. ¿Qué hubieran pensado ellos si le hubieran visto humillándose de aquel modo ante una criada de quince años?

El apremio lúbrico seguía persiguiéndole sin embargo al salir a la calle al día siguiente, camino de la Judería. Había decidido visitar la Mancebía de la Villa, junto a la Puerta del Campo, donde no acudía desde hacía casi veinte años. Es una buena acción, se dijo para justificarse. La Mancebía de la Villa dependía de la Cofradía de la Concepción y la Consolación y, con sus beneficios, se mantenían pequeños hospitales y se socorría a los pobres y enfermos de la villa. Si una mancebía sirve para esos fines lo que se haga dentro de ella tiene que ser santo, se dijo.

A los lados de la calle, como cada día, pobres niñas de cuatro y cinco años, con los rostros cubiertos de bubas, pedían limosna. Repartió entre ellas un puñado de maravedíes pero cuando, horas después, charlaba con la Candelas en la mancebía, en su pequeña y coqueta habitación, los tristes ojos de las niñas pedigüeñas, las bubas purulentas en sus rostros, volvieron a representársele. Al verse entre aquellas cuatro paredes, su rijosidad, tan sensible, se había aplacado. Vio a la muchacha presta a desarrollar sus dotes de seducción: no se moleste, Candelas —le dijo—, no vamos a hacer nada. He venido simplemente a charlar un ratito. Se sentó anhelosamente en un confidente, ella a los pies de la cama, sorprendida. Don Bernardo se consideró en el deber de aclarar: es la sífilis, ¿no se ha fijado?, la villa está podrida por la sífilis, se muere de sífilis. Más de la mitad de la ciudad la padece. ¿No ha visto a los niños por la calle de Santiago? Todos están llenos de incordios y bubas. Valladolid se lleva la palma en enfermedades asquerosas. Se acodó en los muslos desalentado. Candelas continuaba sorprendida. ¿Qué había ido a buscar a la Mancebía de la Villa aquel caballero? Se sintió desafiante: ¿por qué Valladolid? —preguntó—. El mundo entero está lleno de enfermedades asquerosas. Y ¿qué podemos hacer? Él se estiró y cruzó las piernas. La miró fijamente: y ¿no tiene miedo? Ustedes se exponen diariamente, no tienen ninguna protección… De alguna manera tengo que vivir y dar de comer a los pobres, se justificó ella. Don Bernardo, obsesionado, veía ahora también bajo el maquillaje de Candelas las bubas de las niñas: quiero decir si ustedes disponen de médicos del Consistorio, si la villa se preocupa de su salud y la de sus clientes. Ella rió desganada, denegando, y él se puso de pie. Tenía la sensación de que los landres y las bubas no estaban en las mujeres sino en el ambiente. Le tendió la mano: me alegra haberla conocido —puso un ducado en su blanca mano. Volveré a verte —añadió. Inclinó la cabeza. Luego salió furtivamente de la mancebía sin despedirse del ama.

Camino de su casa pensó en Dionisio, Dionisio Manrique, el factótum del almacén. Manrique era soltero, festivo y rijoso. Aunque religioso arrastraba fama de putañero, de dedicar sus ocios a la lubricidad. Sin embargo entre él y don Bernardo jamás se había cruzado una palabra sobre el particular. Manrique era para Salcedo un joven medroso, todavía casadero y bien mandado. Y Salcedo era para Manrique un hombre recto, encarnación de las buenas costumbres, comedido en el ejercicio de su autoridad. De ahí su sorpresa cuando el jefe abandonó su mesa esa mañana y se dirigió a la suya con mirada encendida:

—Anoche visité la Mancebía de la Villa, Manrique —dijo sin rodeos—. Todo hombre tiene sus exigencias y yo, ingenuamente, pensé satisfacerlas allí. Pero ¿ha visto usted cómo están las calles de la villa de mendigos llenos de bubas y escrófulas? ¿De dónde cree usted que salen esos millares de sifilíticos? ¿Cómo podremos evitar que la nefanda enfermedad acabe con nosotros?

Dionisio Manrique, que mientras don Bernardo hablaba tuvo tiempo de reprimir su desconcierto, miró a su jefe y lo vio apurado, sin asideros. Trató de confortarlo:

—Algo se está haciendo, don Bernardo, en este sentido. Y su hermano lo sabe. La cura de calor está dando resultado. En el Hospital San Lázaro se practica, yo tengo una sobrina allí. El método no puede ser más sencillo: calor, calor y calor. Para ello se cierran puertas y ventanas y se inunda la habitación en penumbra de vapores de guayaco. A los enfermos se los cubre de frazadas y se encienden junto a sus camas estufas y braseros a fin de que suden todo lo posible. Dicen que con calor y dieta sobria basta con treinta días de tratamiento. Las bubas desaparecen.

Dionisio suspiró con alivio pero observó que no era ésta la respuesta que don Bernardo esperaba:

—Sí —dijo éste—. No dudo que la medicina progresa, pero ¿cómo tener hoy una relación carnal con una mujer sin arriesgar nuestra salud en el empeño? Yo no pienso volver a casarme, Manrique, no soy hombre que guste de andar dos veces el mismo camino, pero ¿cómo desahogar mis apetencias sin riesgo?

Dionisio parpadeaba, indicio en él de cavilación:

—La seguridad que vuesa merced pide sólo tiene una solución. Hacerlo con una virgen; sólo con ella.

—Y ¿dónde encuentra uno una virgen en este pueblo fornicador, Manrique?

Se acentuó el parpadeo del empleado:

—Eso no es difícil, don Bernardo. Para eso están las ponedoras. Las mujeres del Páramo son más baratas y más de fiar, seguramente porque pasan más necesidad que las de las tierras bajas. Con una particularidad, si ven en el cliente una persona respetable son capaces de confiarle su propia hija. Si usted no tiene inconveniente le pondré en contacto con una.

Tres días más tarde se presentó en el almacén María de las Casas, la ponedora más laboriosa del Páramo. Pasaba por mediadora de criadas pero, en realidad, era una alcahueta. Dionisio Manrique salió del despacho para que su jefe pudiera expresarse sin trabas. María de las Casas no callaba. Le habló de tres muchachas vírgenes del Páramo, dos de diecisiete años y una tercera de dieciséis. Las describió minuciosamente: todas eran fuertes (ya sabe usted que la criatura que sobrevive en el Páramo lo es, le había dicho) y serviciales. La Clara Ribera es más opulenta y atractiva que las otras dos pero, a cambio, la Ana de Cevico sabe cocinar mejor que una profesional. Lo mismo que en la Mancebía de la Villa, don Bernardo Salcedo empezó a sentir repugnancia de sí mismo. Aquélla era una conversación semejante a la que dos ganaderos sostenían antes de cerrar el trato. Por otro lado, la María de las Casas le mareaba con su cháchara. Pensaba en la discreción de Minervina, se le imponía su imagen y sacudía la cabeza para ahuyentarla. En cuanto a limpia, relimpia, ninguna le gana a la Máxima Antolín, de Castrodeza; su casa y su persona están como los chorros del oro. Apuesto a que con cualquiera de ellas pasaría vuesa merced buenos ratos, señor Salcedo —concluyó.

Más cohibido que estimulado, don Bernardo optó por la Clara Ribera. En la cama le placía una muchacha viva, atrevida, incluso descarada. Si es así, añadió María de las Casas, con la Clara quedaría vuesa merced complacido. El señor Salcedo convino con la Ponedora que las esperaba el martes siguiente pero que quedaba claro que en principio no existía compromiso alguno. Pero cuando, cuatro días más tarde, la María de las Casas se presentó en el almacén con la muchacha, a don Bernardo se le cayó el alma a los pies. La Clara Ribera era decididamente bizca y padecía un tic en la boca, como un fruncimiento intermitente en la comisura izquierda, que dificultaba la concentración del presunto amante. ¿Dónde besarla?

—Más que viva esta chica es nerviosa, María. Antes que nada necesita un tratamiento, que la vea un médico.

La María de las Casas le levantó la saya y mostró un muslo blanco, amorcillado, demasiado fofo y desmayado para una chica tan joven.

—Mire qué carnes más ricas, señor Salcedo. Más de uno y más de dos darían una fortuna por desflorarla.

La Clara Ribera miraba el calendario de pared, el brasero contiguo a sus zapatos, el ventano que se abría sobre el patio, pero por mucha ligereza que mostraba por recorrer con la vista el almacén, el ojo izquierdo no acababa de centrarse. Parecía que nada de lo que allí se estaba discutiendo fuera con ella. La María de las Casas empezó a impacientarse:

—Lo primero que tiene que hacer vuesa merced es franquearse en este asunto: ¿desea moza para retozar un par de veces a la semana o para mantenida?

La pregunta pareció ofender a don Bernardo Salcedo:

—Para mantenida, claro, creí que Dionisio se lo había advertido. Tengo una casa a su disposición. Soy una persona seria.

María de las Casas cambió de actitud. La respuesta de don Bernardo le abría nuevas perspectivas. Pensó en la Tita, de Torrelobatón, en la belleza gitana de la Agustina, de Cañizares, en la Eleuteria, de Villanubla. Miró animada a don Bernardo:

—Siendo así —dijo—, las cosas son más hacederas, aunque una no puede pasarse la vida subiendo y bajando. Sería preferible que vuesa merced subiera y escogiese.

—¿Subiera, dónde, María?

—Al Páramo, don Bernardo. Las muchachas más bellas del alfoz están en el Páramo. Si pudieran mostrarse en las posadas y tabernas, tenga vuesa merced por seguro que no quedaría un virgo. También tendrá que ver a la Exquisita, en Mazariegos, un pedazo de muchacha que se va del mundo.

—Prefiero que no tengan apodos, María de las Casas. Unas muchachas menos conocidas, más de su casa. Los apodos, hablemos claro, no son buena presentación para una mujer de la vida.

Al día siguiente, don Bernardo ensilló a Lucero y, por segunda vez en medio año, subió al Páramo por el camino de Villanubla. La María de las Casas le había citado en Castrodeza y, desde ahí, irradiarían hacia el resto de los pueblos. Sin embargo, en Castrodeza conoció don Bernardo a la Petra Gregorio, una chica tímida, de ojos azules y maliciosos, y cuerpo elástico, vestida con modestia y un cuidado trenzado en la cabeza que destacaba entre la austera pobreza del mobiliario. Le agradó la familia a don Bernardo y acordó con María de las Casas que dedicaría una semana a amueblar el piso y, a la siguiente, subiría a por la Petra.

Al finalizar noviembre, don Bernardo subió a Castrodeza y una hora después de su llegada, con la Petra Gregorio a la grupa y un fardo con sus pobres enseres en el regazo, tomó el camino de regreso antes de anochecer. Los rebaños andaban de retirada hacia el ejido y a una legua escasa de Ciguñuela, voló del retamar una bandada de grajillas. Tres veces intentó don Bernardo que la Petra Gregorio rompiera el silencio sin conseguirlo. La muchacha, buena amazona, se adaptaba diestramente a los movimientos de la cabalgadura y, de vez en cuando, emitía un acongojado suspiro. En Simancas se hizo noche cerrada, que es lo que don Bernardo deseaba, y al atravesar el puente sobre el Pisuerga preguntó a la chica si conocía Valladolid. No le sorprendió la respuesta: no había estado nunca, ni le sorprendió que, poco después, la muchacha reconociera tener dieciocho años. Don Bernardo había logrado romper su mutismo y cuando se apearon en la Plaza de San Juan y le enseñó la casa a la luz del candil, la chica no cesaba de suspirar. No tenía miedo. Lo reconoció ante don Bernardo con toda firmeza y esto le alivió. Luego la sentó en el escañil y la ayudó a desprenderse del zamarro que se había puesto para el viaje. Don Bernardo llevaba un rato esforzándose por excitarse, pues hasta el momento no había sentido por la chica otra cosa que compasión. Tan dócil, tan silenciosa, tan resignada, don Bernardo Salcedo se preguntaba qué es lo que sentía la Petra Gregorio en esos momentos, si tristeza, añoranza o decepción. Su rostro no demostraba emoción alguna y cuando don Bernardo le advirtió que la casa era de vecinos y tenía gente encima, abajo y a los lados, sonrió y levantó los hombros. Luego, don Bernardo hizo un torpe intento de abrazarla, pero la rigidez de Petra y cierto olor a chotuno le echaron para atrás. Por asociación de ideas la llevó a la habitación donde estaba la bañera de latón y le explicó cómo se usaba. Convenía bañarse —le dijo— cuando menos una vez por semana; y todos los días, sin falta, los pies y el nalgatorio. La chica asentía sin dejar de suspirar. Don Bernardo le enseñó la fresquera con comestibles y la dejó sola.

A la tarde siguiente volvió a verla. Imaginaba que la Petra Gregorio se habría desprendido de sus nostalgias, pero don Bernardo la encontró con la misma ropa de la víspera, sollozando inconsolable en un taburete de la cocina. No había comido. Los alimentos de la fresquera estaban intactos. Salcedo animó a la chica a salir a la calle pero ella se resumía en la toquilla como una viejecita:

—Me recuerdo de mi pueblo, don Bernardo. No lo puedo remediar.

Don Bernardo le habló seriamente, le dijo que así no podían continuar, que tenía que animarse, que el día que ella se animara pasarían buenos ratos juntos, pero, cuando volvió a verla al día siguiente, la encontró llorando mansamente en el mismo sitio donde la dejó. Fue entonces cuando Bernardo Salcedo empezó a admitir que se había equivocado y era urgente enviar un correo a María de las Casas para que la recogiese.

A la tarde siguiente, sin embargo, encontró a la Petra cambiada. Había dejado de llorar y respondía a sus preguntas con prontitud. Había conocido a la vecina de enfrente, que era de Portillo, y estaba casada con el ayudante de un ebanista. Ambas habían recordado cosas de sus pueblos respectivos y la mañana se había ido en un santiamén. La Petra Gregorio se mostró incluso menos enteriza y arisca cuando don Bernardo trató de acariciarla. La animó, de nuevo, a salir a la calle, ver tiendas, asistir a las novenas de San Pablo, muy animadas. Y, en un enternecimiento súbito, le entregó cinco relucientes ducados para comprarse ropa. Aquel gesto fue el argumento definitivo. La Petra se arrodilló y empezó a besar una y otra vez la mano bienhechora. Don Bernardo la ayudó a levantarse: debes comprarte una saya nueva, bellos jubones y un hábito con gorguera transparente; también sortijas, pulseras, collares, que adornen tu bonito cuerpo, dijo. A la Petra Gregorio le brillaban sus ojos azules, unos ojos que, los días anteriores, don Bernardo había temido que se derritiesen de pena. A fin de cuentas, la Petra Gregorio era como todas las mujeres, pensó don Bernardo. En un momento determinado la vio tan risueña y animosa que pensó llevarla a la gran cama adquirida para la nueva relación, pero luego decidió que era preferible esperar al día siguiente; con las nuevas ropas y los adornos personales, la disponibilidad de la chica sería más abierta y generosa.

La encontró con una saya sencilla, de amplio escote que, bajo la gorguera transparente, dejaba entrever el nacimiento de los pechos. Lucía un gran collar, pendientes baratos y pulseras con colgantes. Levantó los brazos sonriente al verlo entrar como acogiéndolo. El viejo rijo, ausente durante la última semana, parecía apoderarse de nuevo de don Bernardo: ¿estás bien, chiquilla? —le preguntó, dejando su capa corta en manos de la muchacha. La tomó por la cintura. Estás muy hermosa, Petra. Te has vestido muy bien. Ella le preguntó si le gustaba y le llamó vuesa merced. ¡Oh, vuesa merced! —dijo él—. Debes olvidar el tratamiento. Me llamarás Bernardo. Sonreía la chica con malicia y él tuvo entonces una idea luminosa: ¿qué dirías si taita te enseñara a usar la bañera? Ella reconoció que se había bañado la víspera. No importa, no importa, incluso no es malo bañarse todos los días, hija mía, digan los médicos lo que quieran. La llevaba por la cintura pasillo adelante y se detuvo en la cocina. Señaló un lebrillo lleno de agua junto a la alacena y le mandó calentar un cuarto. Con el agua preparada, don Bernardo hizo uso de la técnica que, en sus años jóvenes, nunca le había fallado para desnudar a una muchacha. La despojó, primero, lentamente, de los adornos, que fue colocando sobre el fogón y, después, de la saya, la faldilla y el jubón. Esperó un rato antes de quitarle la ropa interior. La trataba como a una niña y a sí mismo se llamaba taita. Taita te quitará ahora mismo la gorguera pero antes debes meterte en el baño. La Petra entró en la bañera de latón desfallecida. Desnuda, en sus brazos, la besó antes de sentarla en el baño. A medio camino volvió a besarla aún más fuerte. Crecía la excitación de la chica, le mordía, sus brazos atenazaban su cuello. Ahora serás buena y dejarás que taita te lave bien, decía melosamente, mientras la enjabonaba los pechos que se escurrían entre los dedos como peces. Se buscaban las bocas entre la espuma como dos locos y, en mitad de la operación, colocó a la muchacha en su regazo, sobre la gran toalla blanca, y la levantó en alto. Caminaba hacia la habitación con la preciosa carga y, cuando, ya en el lecho, le preguntó si era la primera vez que se metía en la cama con un hombre, la Petra Gregorio quedamente le respondió que sí.