—No tienes que hacerlo, cielo —dijo Tate al tiempo que echaba un vistazo a Joss a través del espejo retrovisor.
Joss estaba sentada en el asiento trasero, mientras él y Chessy la llevaban en coche a casa de Dash.
—Sí, he de hacerlo —replicó Joss despacio—. Tenemos que resolver este tema, Tate. He de saber si tenemos una oportunidad o no, si Dash puede confiar en mí, si me ama.
—Bueno, no puedo alegar nada acerca de la cuestión de confianza, pero sé que ese malnacido te quiere —comentó Tate de mala gana—. Nunca he visto a un hombre tan hecho polvo por una mujer. Si no estuviera tan cabreado con él por la forma en que te trató, incluso podría llegar a sentir pena por él.
Joss sonrió con desgana.
A medida que se aproximaban a la casa de Dash, Chessy se dio la vuelta para mirar a Joss fijamente.
—No pienso dejarte ahí sin más. No quiero que tengas que depender de Dash para regresar a nuestra casa. Estaré pendiente del móvil, ¿de acuerdo? Llámame cuando estés lista para irte. Si no me has llamado dentro de una hora, vendré a buscarte. Una hora es más que suficiente para que él se rebaje.
Joss rio.
—Pareces muy segura de que Dash se rebajará.
—¡Pues claro! —murmuró Tate—. Un hombre tan desesperado como lo está él hará cualquier cosa con tal de recuperarte. Vaya, al menos así debería ser. Cuando un hombre jode el asunto como lo ha hecho él, es necesario que se rebaje, que pida perdón de rodillas.
Chessy miró a su marido de soslayo, una mirada que a Joss no le pasó desapercibida. En los ojos de su amiga se plasmaba un patente dolor, y a Joss le dolía verla así. Intentó zafarse de los pensamientos sobre Chessy y Tate; seguro que arreglarían su situación. Tate no parecía darse cuenta ni siquiera de que existiera un problema. Cuando Chessy aunara el coraje para comentarle sus sospechas, todo se solucionaría, seguro. Joss no creía ni por un momento que Tate tuviera una aventura amorosa. ¿Por qué iba a hacerlo, si tenía a Chessy?
Chessy era hermosa, inteligente, con una sonrisa capaz de iluminar una manzana entera de la ciudad. Y era totalmente sumisa; le había confiado a su marido su bienestar.
Tate sería un verdadero idiota si se arriesgaba a perderla con tal de colgarse una medalla.
—Bueno, ya hemos llegado —anunció Chessy—. ¿Estás segura de que esto es lo que quieres, Joss? Todavía no es tarde para cambiar de opinión. Podemos dar media vuelta ahora mismo; solo tienes que pedirlo.
Joss aspiró hondo.
—No te preocupes; estoy lista. De una forma u otra, necesito que esto se acabe. O bien intentamos empezar de nuevo, o bien cierro el tema de una vez por todas. Pero sea como sea, no pasará de esta noche sin que haya tomado una decisión.
Dash deambulaba por el comedor, arriba y abajo, agitado. La ansiedad lo tenía agarrado por las pelotas. Cuatro días. Habían pasado cuatro putos días desde que Joss había salido del hospital, y todavía no la había visto. Había ido al hospital el día que iban a darle el alta, solo para enterarse de que ya se había marchado con Tate y Chessy. Estaba totalmente preparado para tomar cartas en el asunto, asumir el control y no ceder. Tenía la firme intención de llevarla de vuelta a su casa —la casa de los dos—, donde cuidaría de ella con esmero, hasta que estuviera completamente recuperada. Pero Chessy y Tate la habían llevado a su casa, una maldita fortaleza impenetrable en la que Dash no lograría entrar ni con toda la suerte del mundo.
La había llamado, le había enviado mensajes a través del móvil y por correo electrónico, pero no había obtenido respuesta alguna. Dash tenía la impresión de que el muro que los separaba era más grueso y compacto cada día que pasaba; con cada intento fallido de contactar con ella, Joss se escabullía más y más.
¿Qué diantre se suponía que tenía que hacer? ¿Cómo podía poner el corazón a sus pies, si no tenía acceso a ella para hacerlo? Agarró el móvil, dispuesto a llamarla otra vez, aunque sabía que ella no contestaría. Del mismo modo que no había contestado a la docena de llamadas previas que le había hecho aquel día.
La desesperación se había convertido en su constante compañera, y maldijo su lengua viperina. Si no hubiera permitido que la rabia —y el miedo paralizador— controlaran sus pensamientos y sus palabras aquella nefasta mañana… ¡Él y solo él tenía la culpa de todo! ¡No Joss, él! Él le había jodido la vida a Joss, a los dos, y había desperdiciado la oportunidad de estar con ella.
Hundió la cabeza mientras sentía un intenso ardor en el estómago, una quemazón insoportable.
Estaba tan absorto en su pena que no oyó el motor del vehículo que se detenía delante de su casa. No fue consciente de que tenía visita hasta que oyó unos golpes en la puerta.
Giró la cabeza bruscamente hacia el sonido, sin ganas de atender a quienquiera que fuese que invadía su infierno personal. Cuando oyó otro golpe seco en la puerta, más firme y más contundente que el anterior, masculló una maldición entre dientes y avanzó a grandes zancadas hacia el recibidor, con la intención de arrancarle la cabeza al pobre idiota que osaba perturbar su propia recriminación.
Pero al abrir la puerta expeditivamente, se le paró el corazón. Era Joss la que estaba de pie, con aspecto pálido y frágil, con los moratones del accidente todavía vívidos en su piel. Llevaba el brazo roto en cabestrillo, pegado al pecho de forma protectora. Pero fue la resolución en su mirada lo que lo desmontó.
Joss mantenía los labios prietos en una fina línea, y Dash deseaba gritar «¡No!». Su corazón le decía que ella había ido a verlo para decirle que se pudriera en el infierno, que dejara de molestarla con sus llamadas, de enviarle mensajes y de ir a verla a casa de Chessy y Tate todos los días. No merecía otra cosa, pero no tenía fuerzas para oír las aciagas palabras en boca de Joss.
¡Pero estaba allí! No encerrada detrás de los muros de la fortaleza de Tate y Chessy, que actuaban como sus perros guardianes personales. Estaba delante de él, y Dash tenía la oportunidad de rebajarse ante ella y rogarle que lo perdonara.
—¿Puedo entrar? —preguntó Joss en un tono cortante al ver que él no se movía.
Dash se había quedado pasmado en el umbral, con la mente hecha un lío por todas las cosas que quería expresar pero no acertaba a ordenar.
Ella parecía súbitamente vulnerable, y sus bellos ojos reflejaban un mar de dudas y miedo. ¿Pero miedo de qué? ¿De que él la rechazara? ¿De que no la invitara a entrar?
Dash abrió la puerta de par en par, y estuvo a punto de estrecharla entre los brazos. Solo lo frenó su imagen tan frágil, con las heridas todavía visibles que le debían provocar tanto dolor. Pero la cuestión era que Joss estaba allí, cuando debería estar acostada en la cama, descansando, recuperándose.
—Joss —dijo con ronquera—. Por Dios, cariño, sí, entra, por favor. Deja que te ayude. No deberías estar de pie; deberías estar en la cama. ¿Te duele?
Los labios de Joss se fruncieron en una sonrisa irónica mientras entraba en el recibidor. Él cerró la puerta rápidamente, temeroso de que ella fuera a cambiar de opinión, o que simplemente se tratara de una manifestación de todos sus sueños que desaparecería tan pronto como se había materializado.
—He tomado un par de analgésicos hace media hora. Por eso me ha traído Tate. No quería arriesgarme a sufrir otro accidente. De todos modos, se supone que no he de conducir durante unas cuantas semanas.
La sensación de culpa volvió a asfixiarlo. Dash le tocó el brazo escayolado, saboreando aquel breve instante de contacto. Quería hacer mucho más: deseaba estrecharla entre sus brazos, reconfortarla, solo estar con ella, lo suficientemente cerca como para olerla, acariciarla.
—Vayamos al salón —sugirió él—. Estarás más cómoda en el sofá. Puedo ir a buscar la otomana, o puedes sentarte y recostarte en el apoyabrazos, para que puedas alzar las piernas. ¿Cómo tienes las costillas? ¿Los analgésicos hacen efecto?
Balbuceaba como si estuviera atontado, pero el torrente de preguntas no cesaba. Jamás se había sentido tan inseguro en su vida, y odiaba que ella permaneciera tan callada.
Dash le tomó la mano y se alegró al ver que ella no lo rechazaba. La guio hasta el sofá y la ayudó a acomodarse, sin perderla de vista, pendiente de cualquier señal de dolor.
Joss soltó un suspiro y entrecerró los ojos mientras se recostaba en el sofá.
—¡Joder! Te duele, ¿verdad? ¿Has traído los analgésicos? ¿Cuándo te toca la siguiente dosis?
—Hay sufrimientos que ninguna medicina puede paliar —precisó ella—. Necesito hablar contigo. Necesito que… resolvamos esto. No puedo seguir así. Me está matando.
Él se arrodilló delante de ella, turbado por la tristeza que veía plasmada en los ojos de Joss. Le estrechó la mano libre entre las suyas y permaneció en aquella posición de vulnerabilidad, mirándola fijamente.
—Por favor, no me digas que lo nuestro se ha acabado, cariño. No, por favor. Si quieres puedes maldecirme, insultarme, gritarme, estás en todo tu derecho. Pero te lo pido por favor: no me abandones. Te quiero, Joss. Te quiero tanto que por las noches no puedo dormir, ni comer durante el día; no puedo trabajar, no puedo vivir. Hay un agujero profundo en mi corazón que solo tú puedes llenar.
A Joss se le curvaron las comisuras de la boca levemente hacia arriba, en una tímida sonrisa.
—Kylie dice que no vales para nada en el trabajo. Ni tan solo entiende por qué vas por las mañanas porque no das pie con bola.
—Tiene razón —admitió él con la voz ronca—. Te necesito, Joss. Eres mi media naranja. Solo me siento completo cuando estoy contigo.
—Yo también te quiero, Dash.
La sensación de alivio le provocó flojera. Estaba tan tembloroso que apenas podía mantener la posición de rodillas, pero pensaba seguir arrodillado y rogándole que le perdonara todo el tiempo que hiciera falta. Él era el dominante y ella la sumisa, pero en esos momentos era Joss quien ostentaba todo el poder. Porque sin ella, la fuerza dominante de Dash no significaba nada; sin el preciado regalo de sumisión de Joss, su dominación carecía de todo sentido. Su vida no tenía sentido.
Sin embargo, algo en la mirada de Joss hizo que se contuviera y que no dijera nada a modo de respuesta.
—Pero no me basta con que me digas que me quieres —añadió ella con suavidad—, porque no confías en mí. Y sin confianza, el amor no es suficiente. Sin confianza, entre nosotros no existe nada más que sexo y lujuria.
Dash bajó la cabeza, con los ojos y la nariz abrasados. El nudo en la garganta era tan grande que apenas podía respirar. Volvió a alzar la vista y vio la misma respuesta de tristeza en sus ojos, unos ojos que gritaban derrota. Joss iba a tirar la toalla, respecto a él, respecto a su relación.
—Eres tú quien constantemente está metiendo a Carson entre nosotros —apuntó ella sin alterar el tono de voz—. Yo no. Yo he decidido seguir adelante, Dash, cerrar la puerta al pasado. Lo decidí cuando fui al cementerio hace varias semanas. Sabía que a ti te molestaba que te hablara de Carson cuando iniciamos nuestra relación, pese a que antes no parecía importarte. Incluso comprendía por qué no querías que te recordara al hombre al que había amado, cuando me estaba acostando contigo. Tú y tus inseguridades, eso es lo que mantiene a Carson en medio de nuestra relación. He sido honesta contigo desde el primer momento, te lo aseguro. Te he dado todo lo que me has pedido, lo que me has exigido. Sin embargo, no me has pagado con la misma moneda; no me has dado tu respeto ni tu confianza. Dices que me amas, pero no creo que pueda existir el amor sin confianza y respeto.
—Por favor, no sigas —suplicó Dash—. Te pido perdón. Deja que te pida perdón, Joss.
Ella le dedicó otra mirada triste que a Dash le atravesó el corazón. ¡Cuánta resignación había en aquellos bellos ojos! Como si Joss no albergara esperanzas acerca de su futuro juntos. Dash tendría que poner toda la carne en el asador para compensar la falta de fe de Joss.
Se llevó la mano de ella a la boca y cubrió la palma abierta con besos llenos de ternura.
—Mi querida Joss. Te quiero. Te quiero tanto que ese sentimiento me está matando. Estar sin ti me mata; no puedo sobrevivir sin tu amor. No quiero vivir sin él. Por favor dame otra oportunidad. Te lo pido de rodillas, cariño; te aseguro que pienso quedarme en esta postura el resto de mi vida, si es necesario. Por favor, quédate conmigo y dame una oportunidad para recompensarte.
Dash tomó aire profundamente antes de proseguir. Quería que ella escuchara todo lo que tenía que decir, sin interrupciones.
—Tienes razón. Me sentía tremendamente inseguro. Me pillaste desprevenido, aquella noche en The House. No había planeado declararme tan pronto, y quizá era yo el que no estaba todavía preparado. Me vi empujado a actuar o arriesgarme a perderte, y esa no era una opción que contemplara. Estaba… asustado, terriblemente asustado de perderte, de no ser lo que necesitabas, de no estar a la altura de Carson. Reaccioné de forma injustificada, lo admito. Ha sido el peor error de mi vida, y he estado a punto de perderte por mi estupidez y mis celos irracionales. No volverá a suceder, Joss. Eres mi vida. Confío en ti. Dices que no lo hago, pero confío en ti. No es que no me fiara de ti, sino de mí; no creía ser lo bastante bueno para ti, como para poder hacerte feliz, tan feliz como lo habías sido con Carson, y eso me corroía, minaba mi confianza, hasta que me vi reducido a una carcasa rabiosa del hombre que necesitaba ser para ti. Tú no has cometido ningún error, en cambio, yo me he equivocado en todo.
Joss suavizó la mirada y sus ojos brillaron intensamente con lágrimas contenidas. Alzó la mano y le acarició la mejilla. Dash se quedó sorprendido al notar la humedad en sus dedos, cuando ella retiró la mano.
—Te quiero —repitió él con voz ronca—. La mañana de tu accidente fue el peor día de mi vida. Tenía tanto miedo a perderte… peor aún, que yo fuera el causante de la tragedia. Te ataqué de aquella manera, te dije esas cosas terribles porque estaba aterrado de lo que te había hecho. Sabía que yo era el único culpable, y, sin embargo, te solté esa abominable acusación. Eres la mujer más fuerte que conozco. Espero que seas lo bastante fuerte por los dos, porque soy yo el que es débil, no tú. Tú jamás.
—No sigas, amor mío —susurró Joss—. Tranquilízate, todo saldrá bien. Te quiero.
Su amor resonaba en cada una de las palabras, como un bálsamo destinado a calmar el dolor que Dash sentía en el alma. Las lágrimas rodaron libremente por sus mejillas angulosas.
Joss se inclinó hacia delante y lo envolvió con su brazo, atrayéndolo hacia sus pechos.
—No hagas eso, Joss —protestó él—. Te dolerá, y no quiero causarte más daño.
Sin embargo, ella siguió abrazándolo con cuidado, negándose a separarse de aquel cuerpo tan querido.
—La única forma de hacerme más daño es que me rechaces —alegó ella con ternura.
Dash levantó la cabeza y apoyó la frente en la de Joss. Sus respiraciones se mezclaron, igual que sus lágrimas.
—Eso nunca, cariño. Nunca te rechazaré ni te negaré nada. Te serviré el mundo en bandeja de plata. Te daré lo que quieras.
—Lo único que quiero es estar contigo —respondió ella. Te quiero a ti y tu amor, tu confianza y tu dominación.
—Te lo daré todo —prometió él—. Pero dime, ¿confías en mí como para entregarme de nuevo tu sumisión, tu corazón, después del daño que te he hecho? Quiero que sepas que jamás te obligaré a llevar ese estilo de vida si tú no lo deseas. Estoy dispuesto a hacer cualquier sacrificio por ti. Para mí no hay nada más importante que tú, solo tú, en mis brazos, en mi cama, en mi corazón. Todos los días. No me importa de qué forma; con estar contigo me basta, siempre me bastará.
Joss sonrió. Le costaba respirar a causa de los sollozos. Entornó los párpados mientras las lágrimas seguían fluyendo imparables por las comisuras de los ojos.
—Te quiero tal como eres, Dash, con lo bueno y lo malo. Supongo que no siempre será fácil, pero si me das tu amor y tu confianza, nunca te pediré nada más. Lo juro.
—Siempre tendrás mi amor y mi confianza, Joss. Nunca te daré motivos que te hagan dudar de que no me fío de ti.
Ella soltó un suspiro lastimero, y Dash reaccionó al instante.
—¡Joder! Te duele, ¿verdad? Deberías estar en la cama, y no aquí sentada, abrazándome, en una postura en la que es imposible que estés cómoda.
Joss sonrió, radiante y hermosa, iluminando cada recodo del corazón de Dash.
—No quiero estar en ningún otro sitio que no sea contigo. ¡Al cuerno el dolor! Por primera vez en una semana, no sufro, al menos no del mismo modo. El resto es solo dolor físico; ya pasará. Pero un corazón roto solo puede curarse con amor, y tú me lo has dado. Me repondré, Dash; estoy preparada para soportar cualquier adversidad, si tú estás a mi lado.
Él apresó su bonita cara entre las manos, enmarcándola al tiempo que se inclinaba para besarla reverentemente en los labios.
—Te quiero.
—Yo también te quiero —le susurró Joss—. Pero he de llamar a Chessy para decirle que no es necesario que venga a buscarme. Ella no quería que yo estuviera aquí atrapada, sin poder marcharme, así que me ha dicho que si no la llamaba dentro de una hora, vendría a buscarme.
Dash alargó el brazo para coger el teléfono y luego se lo pasó a Joss después de marcar el número de Chessy.
—Dile que pasaré por su casa a recoger tus cosas y también los analgésicos —le ordenó Dash—. Cuando acabes de hablar con ella, te llevaré a la cama —nuestra cama— y te cuidaré hasta que estés completamente recuperada.
Ella sonrió y luego intercambió unas pocas palabras con Chessy, asegurándole que todo iba bien y que Dash pasaría a recoger sus pertenencias. Cuando colgó, Dash se puso en pie y se acomodó en el sofá al lado de ella, con cuidado para no hacerle daño.
La estrechó entre sus brazos y hundió la cara en su melena perfumada.
—Te he echado de menos, amor mío. Si alguna vez había dudado de que te necesitaba, ya no me queda la menor duda. Esta última semana ha sido un verdadero calvario. Ha sido la semana más larga de mi vida, y no quiero volver a pasar por el mismo mal trago nunca más.
—Para mí también ha sido una semana interminable —murmuró Joss—. ¿Qué tal si pasamos página? Tenemos toda la vida por delante, el pasado solo nos hace daño. Ya es hora de que nos desprendamos de él, nos dejemos llevar y sigamos adelante.
—Ni yo mismo lo habría expresado mejor —gorjeó él, agarrándola por la barbilla para poder besarla en la boca—. Solo hay una cosa de la que jamás me desprenderé, Joss: de ti. Te quiero.
Ella sonrió, y Dash se sintió colmado de un cálido sentimiento de bienestar.
—Yo también te quiero.
La invitó a levantarse con cuidado, y de nuevo se arrodilló delante de ella. Joss lo miró desconcertada cuando él le tomó la mano mientras que con la otra mano hurgaba en el bolsillo. Dash sacó el anillo que había comprado justo el día después que Joss se instalara en su casa, un anillo que había guardado para regalárselo en el momento idóneo. Y no se le ocurría otro momento mejor.
—¿Te casarás conmigo? ¿Envejecerás conmigo y me amarás? ¿Tendrás los hijos que ambos deseamos con locura?
Joss resolló sorprendida, su respiración entrecortada como único sonido en medio del silencio envolvente.
—¿Quieres que los tengamos ya? —susurró en un tono tan esperanzado que desarmó a Dash.
Él deslizó el anillo en su dedo, un dedo que no había llevado ningún anillo desde que Joss se había trasladado a vivir con él. A Dash no se le había escapado ese detalle: el día que ella se había quitado el anillo de Carson. Fue un momento significativo, un momento que debería haberle indicado que Joss estaba lista para enfrentarse al futuro. Pero Dash se había comportado como un estúpido inseguro.
—Te daré todos los bebés que quieras, cuando quieras —contestó él tiernamente—. De hecho, te propongo que tan pronto como te recuperes, pongamos en práctica la receta para hacer bebés, todo el día, sin pausa.
La sonrisa de Joss lo habría vuelto a poner de rodillas, si Dash no hubiera estado ya en esa postura.
—Entonces quizá lo mejor será que nos casemos lo antes posible —apuntó ella en un tono burlón—. No me gustaría que nuestros retoños nacieran fuera del matrimonio.
—Tan pronto como puedas viajar, iremos a Las Vegas y nos casaremos de inmediato —declaró él—. No quiero que tengas tiempo para cambiar de opinión; cuanto antes, mejor. Y si te rebelas, tendré que asegurarme de dejarte preñada para que no tengas más remedio que casarte conmigo.
Joss se echó a reír y el sonido llenó el último recoveco vacío en el corazón de Dash. Era un afortunado cabrón. La mujer que amaba —el amor de su vida— le brindaba otra oportunidad para demostrarle que la amaba. Jamás le daría otra razón para dudar de él, y amaría a Joss y a los hijos que tuvieran juntos hasta el día de su muerte.