Dash entró corriendo en la sala de urgencias y se dirigió directamente hacia el mostrador de recepción para saber cómo estaba Joss y si podía verla. Había un policía apostado en el mostrador, y cuando oyó que Dash preguntaba por Joss, se le acercó.
Frustrado por la interrupción, Dash se apartó a un lado con el agente.
—¿Sabe cómo está? —preguntó Dash sin rodeos—. ¿Ha sido usted quien la ha encontrado? ¿Qué ha pasado?
El policía suspiró.
—¿Puedo antes saber qué relación tiene con la señora Breckenridge?
—Soy su novio —mintió—. Vive conmigo. —Otra mentira—. La última vez que la vi fue esta mañana, antes de ir a trabajar, poco antes de que pasara el accidente.
Por lo menos, la última parte de su declaración era verdad.
—¿Sabe si estaba preocupada por algo? ¿Estresada? ¿Coaccionada? —El agente hizo una pausa—. ¿Tiene usted algún motivo para creer que quisiera suicidarse?
—¿Qué? —gritó Dash con incredulidad—. ¿Qué narices está diciendo?
El policia parecía incómodo.
—No había señales de que hubiera intentado frenar. Se estrelló frontalmente contra un árbol. Circulaba a gran velocidad por una zona residencial.
—¿Y por eso cree que intentaba matarse?
—Estoy examinando todas las posibilidades. Hasta que no pueda hablar con la señora Breckenridge, no habrá forma de determinar la causa del accidente. Pero usted podría ayudarme describiéndome el estado emocional de la accidentada la última vez que la vio. Sé que es viuda. ¿Podría estar deprimida por la muerte de su esposo?
A Dash le faltaban las palabras. ¿Su estado emocional? Joss estaba angustiada, extremadamente angustiada. ¡Joder! ¡Había sido tan bruto como para echarla de casa! Y entonces ella se había desmoronado. ¡Santo cielo! ¿Podía ser verdad que hubiera intentado acabar con su vida? ¿Por qué si no chocaría de frente contra un árbol, si además conducía tan rápido y no había signos de que hubiera intentado frenar?
—No tengo ni idea —contestó Dash aturdido.
Le habría gustado defender a Joss, pero ¿cómo iba a saber lo que le pasaba por la cabeza?
La sensación de culpa era asfixiante. No debería haberla dejado sola en aquel estado. Cierto, él estaba totalmente fuera de sí, pero debería haberse calmado, y deberían haber intentado dialogar como dos adultos racionales. Pero él no se había mostrado racional, en absoluto. Tanto si Joss se había intentado quitar la vida como si no, la culpa de todo aquel desatino era única y exclusivamente de Dash.
Pero no había podido contener su furia al ver que ella era tan débil como para no renunciar a su pasado; aquella no era la Joss que él conocía, o que pensaba que conocía.
Se apartó del policía, regresó al mostrador y plantó ambas manos en el mostrador.
—Quiero ver a Joss Breckenridge. Ahora.
—Lo siento, señor. Los médicos están atendiéndola. Haga el favor de esperar en aquella sala. Le llamaré tan pronto como me indiquen que puede verla.
—¿Cómo que los médicos están atendiéndola? ¿Qué le pasa? ¿Es grave? ¿Sobrevivirá?
La recepcionista lo miró en actitud comprensiva.
—Ya sé que es muy duro tener que esperar sin saber qué sucede, pero le aseguro que los médicos están haciendo todo lo que pueden; de verdad, tan pronto como sepa algo se lo diré.
Dash alzó las manos con desesperación y arrastró los pies hasta la sala de espera, pero no podía sentarse. ¿Cómo iba a hacerlo? Ya había vivido la misma experiencia antes, en otra ocasión, hacía tres años, en el mismo hospital, la misma horrible espera solo para al final recibir las peores noticias: Carson había muerto; no habían podido hacer nada por salvarlo, sus heridas eran demasiado graves.
Había fallecido a causa de un accidente de tráfico. Dash no había podido hacer nada para evitar la tragedia. ¿Podría decir lo mismo en el caso de Joss? ¿Acaso ella estaba tan angustiada, tan desesperada, como para haber intentado quitarse la vida estrellándose contra un árbol?
Dash no podía creerlo; imposible. Pero era lo que el policía sospechaba. ¿Por qué si no querría saber si ella mostraba tendencias suicidas? ¿Y si Dash la había empujado a hacerlo?
Finalmente se sentó y hundió la cara entre las manos. Al cabo de lo que le pareció una eternidad, una enfermera asomó la cabeza por la puerta y llamó a los familiares de Joss Breckenridge. Dash era la única persona en la sala, y se levantó de un salto de la silla.
—¿Cómo está? —preguntó.
La enfermera sonrió.
—Se recuperará. Ha recibido un fuerte golpe, pero puede verla. Está un poco atontada por los analgésicos que le hemos suministrado, pero no podíamos medicarla hasta que no tuviéramos los resultados de las radiografías y del escáner.
A Dash le importaba un comino el estado de aturdimiento de Joss; lo importante era que estaba viva.
La enfermera lo guio hasta una de las salas de examen de los pacientes y abrió la puerta para dejarle entrar. Dash contuvo la respiración cuando vio a Joss tumbada en la camilla, pálida y con moratones en el rostro. Tenía sangre seca en el cuero cabelludo y en la comisura de la boca.
Parecía tan frágil que sintió miedo de tocarla.
Avanzó hasta la cama y la furia volvió a apoderarse de él. Ella pestañeó adormilada y entonces centró la vista en Dash. Su rostro se contrajo de dolor al instante y giró la cara hacia la pared. Aquella reacción lo enfureció aún más.
—¿Estás loca o qué? —siseó él—. ¿Has intentado matarte? ¿Acaso la vida sin Carson te resulta tan insoportable que has intentado unirte a él?
Joss giró la cara vertiginosamente y lo fulminó con la mirada; el odio había reemplazado al dolor que reflejaban sus ojos apenas unos momentos antes.
—¡Vete! —masculló ella, apretando los dientes—. ¡No quiero verte! ¡No vuelvas a acercarte a mí nunca más! ¡Púdrete en el infierno, Dash! Por lo visto es donde estás más cómodo. Ni yo ni nadie podremos sacarte nunca de allí.
—¡No pienso irme hasta que me contestes! —rugió él—. Me has dado un susto de muerte, Joss. ¿Qué narices pensabas que hacías?
—¡Lo que hacía era evitar atropellar a una niña! —contestó ella en un tono gélido—. Cruzó la calle corriendo, y supe que la atropellaría sin remedio si no daba un golpe de volante. No vi el árbol, aunque, la verdad, tampoco me importaba el árbol, lo único que quería era no atropellarla. Nunca me lo habría perdonado. Estaba angustiada y conducía sin prestar la debida atención. Debería haberla visto antes, pero no la vi. De todos modos, ni se me ocurriría que esa pequeña pagara mi error con su vida.
Dash sintió que se quedaba sin aire. Tembló descontroladamente y tuvo que agarrarse a la barandilla de la camilla para no desplomarse.
—Lo siento —susurró él.
—No quiero oír tus disculpas —replicó ella con irritación—. Quiero que salgas ahora mismo de esta habitación. No quiero volver a verte nunca más. Ya has dicho todo lo que tenías que decir esta mañana. ¿Y sabes qué? Que no has dicho más que una sarta de gilipolleces. Pero no me has dado ni la oportunidad de explicarme.
—¿Explicar el qué, cariño?
—¡No me llames así! —espetó ella—. ¡Te prohíbo que me llames así, ni de cualquier otra forma cariñosa! Me he estado sintiendo tan culpable por haber olvidado a Carson, un hombre que me lo dio todo, un hombre al que amé con todo mi corazón y que me amó con la misma intensidad. ¡Era mi esposo, Dash, y tú no puedes aceptarlo! ¡Nunca lo has aceptado! Me acusas de inmiscuir a Carson continuamente en nuestra relación, pero jamás lo he hecho. Eres tú quien lo ha hecho, yo no. ¡Tú, maldito seas! ¡No eres capaz de relajarte y dejarte llevar por culpa de tus propias inseguridades!
»Hace dos semanas tuve un sueño, un sueño que me acongojó mucho, porque en él, me veía obligada a elegir: podía conseguir que Carson regresara a mi lado o quedarme contigo, pero no podía elegir. ¡Por Dios! Me sentía tan culpable… Siempre había dicho que haría cualquier cosa con tal de estar aunque solo fuera un día más con Carson… Si pudiera recuperarlo, nunca pediría nada más en la vida. Pero no lo elegí a él; dudé, y él desapareció.
Dash se sentía a punto de vomitar. Se aferró a la barandilla de la camilla con más fuerza mientras escuchaba las palabras que lo hundirían en el infierno para siempre, irremediablemente. Él había sacado conclusiones, unas conclusiones horribles, y Joss había pagado un precio muy caro. ¡Joder! Él había pagado el precio más caro, porque la había perdido cuando por fin la había conseguido. Y lo había echado todo por la borda en tan solo unos momentos, cuando simplemente podría haberle preguntado qué estaba pensando, qué había soñado.
—Y entonces, anoche, tuve el mismo sueño. Carson me habló. Me dijo que podríamos estar juntos de nuevo, pero en esa ocasión sí que elegí. —Joss hizo una pausa, sofocada—. Y no lo elegí a él. Te elegí a ti.
Dash cerró los ojos. Las lágrimas le abrasaban los párpados. ¿Qué podía decir? ¿Cómo podría compensarla por las barbaridades que le había dicho? ¿Por las brutales acusaciones que le había lanzado?
—Te lo he dado todo, Dash —prosiguió ella apenada—. Mi amor, mi sumisión, mi confianza. ¿Y tú, qué me has dado? Sexo, sí, pero no me has dado tu amor ni tu confianza. Porque no puedes amar a alguien de quien no te fías, no por completo, y desde el principio tú no te has fiado de mí. Estás poniendo continuamente a Carson entre nosotros. ¿Te das cuenta de que yo no he mencionado su nombre ni una sola vez en ninguna conversación? Antes de que iniciáramos nuestra relación, yo no tenía ningún reparo en hablar de él contigo. Él era mi esposo y tú su mejor amigo. Es normal que me gustara hablar contigo sobre él. Pero dejé de hacerlo porque sabía que no te gustaba que lo hiciera, así que dime, Dash, ¿qué diantre has sacrificado tú por mí? Porque, a juzgar por lo que veo, soy la única que ha hecho sacrificios, la única que ha transigido.
Joss se estremeció con un escalofrío y flaqueó debido al dolor que le había causado el movimiento.
—Tampoco quiero discutir contigo acerca de la barbaridad de la que me acabas de acusar. Es obvio que no me conoces, porque si no, ni por un momento habrías pensado que me estrellé aposta, especialmente teniendo en cuenta que así murió Carson. Aunque tuviera tendencias suicidas, nunca provocaría a los que me aman la clase de sufrimiento que yo tuve que pasar cuando perdí a Carson.
Cada palabra era un pequeño dardo que acertaba de lleno en su corazón. Joss tenía razón, toda la razón. Dash se avergonzaba de haber malpensado de una forma tan flagrante. Desde el principio. Sí, Joss tenía razón. No se había fiado de ella. Estaba tan inseguro de sí mismo, tan preocupado de que nunca pudiera llegar a tenerla, que cuando ella se entregó a él, no se fio de aquel regalo, porque lo aterraba la idea de perderla. Había estado tan ofuscado en sus propios temores que no había sabido apreciar el bello regalo que Joss le había entregado hasta que ya fue demasiado tarde. ¡No! ¡No podía ser demasiado tarde! No lo permitiría. Fuera lo que fuese lo que tuviese que hacer con tal de evitarlo, lo haría.
Dash abrió la boca para pedir perdón, dispuesto a ponerse de rodillas si era necesario; cualquier cosa con tal de obtener su perdón y otra oportunidad de que ella le entregara su amor. Pero la puerta se abrió de golpe y Chessy y Tate entraron a grandes zancadas.
Tate observó un momento la cara de Joss antes de mirar a Dash con el ceño fruncido.
—¿Qué demonios pasa aquí? —vociferó Tate.
Chessy corrió junto a la cama, y Tate se colocó entre Joss y Dash, obstruyéndole a Joss por completo la visión de Dash. Chessy agarró la mano a su amiga, la que no tenía vendada. Dash no se había fijado hasta ese momento en su brazo izquierdo escayolado y se quedó helado. Ni tan solo le había preguntado cómo se encontraba, ni si las heridas eran graves. Solo se había sentido tan aliviado al saber que estaba viva que nada más le había importado.
Tate se inclinó hacia ella y la abrazó con cuidado y ternura. Joss hundió la cara en el cuello de Tate mientras le apretaba la mano a Chessy desesperadamente.
—Por favor —sollozó Joss, con la voz rota por las lágrimas—. Que se vaya. No quiero verle. ¡Que se vaya, por favor! ¡No lo soporto más!
Dash se sintió como si le arrancaran el corazón al verla suplicar, un acto que había jurado que ella nunca tendría que hacer con él.
Tate la soltó con delicadeza y se dio la vuelta hacia Dash, echando fuego por los ojos.
—¡Aléjate de ella, joder! ¡Le estás haciendo daño! De verdad, Dash, no sé qué narices te pasa, ni por qué insistes en herirla cuando es evidente que está destrozada, pero no pienso permitir que sigas haciéndolo.
—No pienso irme —replicó Dash categóricamente—. Si ella no quiere que esté en la habitación, de acuerdo, pero no me iré del hospital hasta que sepa exactamente qué le pasa y cuándo se recuperará.
—¡Se recuperará mucho más rápido si tú no la molestas! —intervino Chessy con voz furiosa—. ¡Lárgate o te juro que haré que Tate te eche a patadas!
—Pues creo que tendrás que avisar a todo el ejército para que me echen —contraatacó Dash con sequedad.
—Llamaré a los de seguridad, si es necesario —amenazó Tate—. No nos lo pongas más difícil, Dash. Mírala, mírala bien. ¿Te das cuenta de lo que has hecho? Está llorando y sufriendo. Deja de ser un maldito egoísta y por una vez haz lo correcto: ¡lárgate!
Joss tenía la cara girada hacia la pared, como si no quisiera que Dash viera sus lágrimas. ¿Pero cómo no iba a verlas, si rodaban silenciosamente por sus mejillas, como regueros de plata?
A Dash se le formó un nudo en la garganta, desbordado por la pena. Ni siquiera la muerte de Carson lo había dejado tan devastado como aquella visión: Joss tumbada en una camilla, herida, destrozada por su culpa.
Había jurado que jamás sería un motivo de dolor o de angustia para ella. Sin embargo, lo había hecho. Él era la causa de que ella estuviera ingresada en el hospital, ensangrentada, con algunos huesos rotos y moratones. Dash no sabía si algún día sería capaz de superar aquel dolor.
—Me iré —dijo sin apenas poder contener las lágrimas—. Pero no pienso tirar la toalla, Joss. Quizá pensabas que lo haría, pero no es cierto. He sido un idiota; me he comportado como un verdadero cabrón, pero te juro que si me das otra oportunidad, te compensaré. Haré que lo nuestro funcione, cariño.
Ella no se movió, ni pareció asimilar su sincera declaración. Mantenía los ojos cerrados con fuerza mientras Chessy la abrazaba y la consolaba.
—Llamaré a Kylie —murmuró Dash—. Querrá venir a verte. Ella te quiere. Yo te quiero, Joss.
Al oír aquellas palabras, Joss no pudo contenerse y se dio la vuelta expeditivamente, escupiendo fuego por los ojos.
—¡No vuelvas a decir eso nunca más! No es propio de ti, decir mentiras. Siempre has sido honesto, aunque tu sinceridad me haya partido el alma, así que ahora no cambies.
Dash apartó a Tate de un empujón y se inclinó para poder mirar a Joss a los ojos.
—Jamás te he mentido, amor mío. Y no tengo intención de empezar a hacerlo ahora. He hecho y he dicho cosas terribles. Te he hecho daño, y nunca me lo perdonaré, pero te quiero. ¡Joder! ¡Siempre te he querido! ¡Eso nunca cambiará! Me voy porque tú me lo pides, y te daré tiempo para que te recuperes, pero te juro que no pienso tirar la toalla, y no permitiré que tú lo hagas. Quiero seguir adelante con nuestra relación.
—Nunca nos has dado una oportunidad —le recriminó ella con una voz dolorosa y desgarradoramente triste.
Aquel lamento hirió a Dash en lo más profundo de su ser y lo dejó sin palabras. Retrocedió un paso y lentamente, dolorosamente, se dio la vuelta para salir por la puerta.
Joss se equivocaba. Ella tenía razón y al mismo tiempo se equivocaba. Quizá él no había dado ninguna oportunidad a su relación, pero no pensaba renunciar. Removería cielo y tierra y bajaría al infierno, si eso era lo que tenía que hacer para recuperar a Joss.