Veintitrés

Las últimas dos semanas habían sido un sueño. Dash no podía ser más feliz. Joss también irradiaba alegría. Se había adaptado a su papel de sumisa sin ningún problema, como si lo llevara en la sangre. Y quizá fuera así.

Quizá era lo que siempre había deseado —necesitado— y Dash se mostraba increíblemente arrogante y encantado de ser el hombre que le ofrecía lo que quería. Joss no volvió a mencionar el nombre de Carson en sueños ni volvió a sufrir pesadillas angustiosas. Por fin era suya, en cuerpo y alma.

Dash conducía más veloz que de costumbre, con ganas de llegar a casa. Aquella noche pensaba abordar el tema de llevar a Joss a The House por primera vez como pareja. No había querido llevarla hasta que su relación se estabilizara, hasta que Joss hubiera olvidado por completo su primera aparición en el club y no se sintiera avergonzada.

Ella estaba lista; él estaba más que listo, preparado para llevar la experiencia al siguiente nivel. Deseaba exhibir públicamente su relación con Joss, pero también quería darle lo que ella había estado buscando desde aquella primera noche.

Estaba seguro de que ella accedería, que incluso se mostraría animada ante la idea de experimentar con todos los placeres que The House ofrecía a sus socios.

Pero antes tenía que decidir qué noche irían. Dash quería asegurarse de que ni Tate ni Jensen estarían en el local. No pensaba causarle a Joss ni un momento de incomodidad. Jensen había solicitado ser socio, y después de pasar por el proceso de prueba, había recibido el carné justo unos días antes.

Según Tate, él y Chessy llevaban tiempo sin pisar el club. A Dash le había parecido extraño, y se acordó de la conversación con Joss acerca de Tate y Chessy y de su preocupación por si Chessy era feliz. Tate parecía increíblemente agobiado con el trabajo últimamente; su compañía estaba creciendo a grandes pasos y las exigencias se habían incrementado.

Dash no había abordado el asunto con su amigo porque no era asunto suyo. Además, no había forma de saber si la pareja atravesaba una etapa crítica. No había ninguna necesidad de plantar la semilla de la duda en la mente de Tate, y no había ningún motivo para preocuparse. Tate adoraba a Chessy, Dash lo sabía; seguro que Tate se volvería loco si sospechara que Chessy no era feliz.

Ya arreglarían sus problemas de pareja a su debido tiempo. A Dash no le cabía la menor duda. Tate bebía los vientos por su esposa; le daría la luna —siempre se la había dado—. Valoraba muchísimo el regalo de sumisión de Chessy. Era un cabrón con suerte.

Pero Dash también era igual de afortunado. Tenía a Joss, a su perfecta, sumisa y adorable Joss. Ella hacía lo imposible por complacerlo, pendiente todo el tiempo de no defraudarlo. ¡Como si eso fuera posible!

Dash sabía que aunque Joss no fuera capaz de darle lo que él necesitaba —deseaba— en una pareja sumisa, estaba dispuesto a renunciar a ese aspecto de su personalidad por ella. Estaba dispuesto a sacrificarlo todo con tal de conseguir aquello que su corazón tanto deseaba.

Solo con estar con Joss le bastaba; siempre le bastaría.

Aparcó delante de su casa, al lado del coche de Joss, y por un momento se preguntó si debería comprarle un coche nuevo, algo de su parte; una clara oportunidad para romper con su pasado. Joss ya había abandonado su casa, aunque no la había puesto en venta. Todavía no habían hablado del asunto, pero era un tema que Dash pensaba mencionar pronto. Quería que Joss viviera con él, para siempre; no quería que ella tuviera su propia casa, una casa que había compartido con Carson, una casa comprada por Carson, igual que el coche que conducía.

Joss podría vender la casa y depositar el dinero obtenido en el banco para disponer de él cuando quisiera. Dash no quería ni un penique del dinero que a Joss le había dado su esposo. Eso y los ingresos generados por su parte en el negocio serían exclusivamente de ella. Y de los hijos que tuvieran en el futuro.

Una sonrisa bobalicona se expandió por su cara mientras se apeaba del coche y enfilaba hacia la puerta. La idea de darle a Joss los hijos que ella tanto deseaba —sus hijos— lo llenaba de una inmensa felicidad. Niñas que se parecerían físicamente a su madre, niños con la arrogancia del padre y la naturaleza afable de la madre.

¡Joder! ¡Qué bella era la vida! Y solo podía ir a mejor.

Sabía que había dos cosas que Joss deseaba y que Carson no le había podido dar. Dash ya le había dado una de ellas: dominación. ¿La otra? Hijos. Carson se mostraba reticente a tener hijos, en cambio Dash no tenía reservas.

Tan pronto como convenciera a Joss para legalizar su relación, tan pronto como le pusiera el anillo en el dedo, hablarían de tener hijos. No había necesidad de esperar. Joss ya había esperado suficiente. Dash solo quería que se cumplieran todos los sueños que ella tanto ansiaba.

Entró en casa y, tal como ya esperaba, encontró a Joss esperándolo, de rodillas, desnuda, con una cálida sonrisa de bienvenida en su rostro.

Dash fue hacia ella al instante, la ayudó a ponerse de pie y la estrechó entre sus brazos con ternura. La besó cariñosamente, dejando patente con aquel gesto todo el amor que sentía por ella. No se lo había expresado todavía con palabras, pero se lo hacía saber con sus acciones todos los días. Seguro que ella lo sabía. Y pronto pronunciaría las palabras. Cuando intuyera que era el momento oportuno.

—Hola —lo saludó ella conteniendo el aliento, con los labios hinchados por el beso apasionado que él le acababa de dar—. ¿Has tenido un buen día?

Él sonrió socarronamente.

—No hasta ahora; llegar a casa y encontrarte aquí es la mejor parte del día, de todos los días.

Ella sonrió y le apresó la mandíbula con una mano, luego se la acarició con suavidad. Dash se solazó en aquella caricia, totalmente extasiado. No había mentido: todos los días anhelaba la hora de regresar a casa después del trabajo. No se había retrasado ni un solo día porque eso significaría perder esos momentos tan preciosos con ella.

El atardecer les pertenecía. Sin interrupciones, sin ninguna interferencia del mundo exterior, solo su mundo detrás de las puertas cerradas de su casa, la casa de Joss y Dash.

—También es mi parte favorita del día —gorjeó ella con un adorable tono tímido—. Cuando me llamas por teléfono y me preparo en el comedor, la espera me parece eterna.

—Lo siento, cariño. ¿Te resulta incómodo estar arrodillada tanto tiempo?

Dash no quería que ella estuviera incómoda, no por culpa de él. Sí, quería que lo esperara, arrodillada, desnuda y totalmente sumisa. Pero no si eso le provocaba el más mínimo malestar.

Joss sonrió y sacudió la cabeza.

—No, cielo. Me encanta verte entrar en el comedor, me encanta cómo se te iluminan los ojos al verme. No cambiaría ese momento por nada.

Él se quedó absoluta y absurdamente encandilado con la expresión afectuosa que ella había utilizado. Era la primera vez que Joss se dirigía a él de otro modo que no fuera por su nombre. Le parecía inaudito que, a su edad, estuviera dispuesto a ponerse de rodillas ante ella por el simple hecho de que le hubiera llamado «cielo».

—¿Qué te pasa, Dash? —le preguntó ella, con el semblante preocupado—. ¿He dicho algo indebido?

Él la besó en la frente para relajar las arrugas que se le habían formado.

—De ningún modo, princesa. Has dicho algo que me ha encantado. Me has llamado «cielo».

Joss se ruborizó y agachó la cabeza, pero él la obligó a volverla a alzar, apresándole la barbilla para poder besarla.

—Me encanta, Joss —repitió él—. Sí, me encanta. Hace que me sienta especial, como si fuera especial para ti.

—Es que eres especial —susurró ella—. Espero habértelo demostrado los días que llevamos juntos.

—Lo has hecho, sí, pero me encanta oír cómo lo dices.

Joss le dio un beso y lo rodeó por el cuello con sus brazos mientras él la abrazaba con más fuerza. No quería soltarla, nunca.

—Hay algo que quería mencionarte. Quería que fuera una sorpresa, pero he pensado que quizá será mejor si estás preparada. Y si no te apetece, dímelo; no me enfadaré. No quiero que hagas nada que te provoque incomodidad.

Los ojos de Joss expresaron confusión, pero permaneció en silencio, esperando que Dash continuara. A él le encantaba aquella actitud: que ella no protestara de inmediato ni mostrara pánico. Joss confiaba en él, y Dash saboreaba la confianza.

—Pensaba que podríamos ir a The House mañana, como pareja. Tú estabas interesada en ese sitio, y yo puedo hacer que la experiencia sea realmente especial para ti. Confía en mí. Sé lo que te gusta.

Joss no expresó ninguna duda, solo un brillo de confianza en sus ojos cuando lo miró sin pestañear. Ni tan solo parecía nerviosa ni aprensiva.

—Confío en ti, Dash. Si tú quieres ir, entonces estaré encantada de acompañarte. Solo dime qué ropa he de ponerme. No quiero decepcionarte o avergonzarte.

—Tú nunca me avergonzarás —refunfuñó él—. No hay nada que puedas hacer que pueda avergonzarme. Eso es imposible.

Ella le regaló una sonrisa, con los ojos llenos de… ¿amor? ¿Acaso él podía esperar ese sentimiento de parte de ella tan pronto? Descartó el pensamiento porque no quería sufrir ninguna decepción, por más que acabara de decirle que jamás podría decepcionarlo. Pero si ella no le correspondía con su amor… eso sí que lo destrozaría.

—¿A qué hora quieres que vayamos? ¿Y qué quieres que me ponga? —le preguntó Joss.

En sus ojos se plasmaba un claro entusiasmo; Joss estaba deseosa de aquella experiencia. La mente de Dash se disparó con las posibilidades; tendría que repasar los planes para que todo saliera perfecto.

—Algo sexy —murmuró él—. Un vestido de fiesta corto, para que luzcas tus espectaculares piernas. Y tacones, eso seguro. Quiero follarte delante de todo el mundo mientras llevas tacones de aguja.

La lascivia le enturbió los ojos a Joss. Se estremeció delicadamente bajo el abrazo de Dash como si la imagen la excitara tanto como a él. Dash esperaba que así fuera.

—Pero la verdad es que tampoco importa mucho lo que te pongas —añadió él—, porque tan pronto como lleguemos, te ordenaré que te desnudes y te ataré.

Joss contuvo el aliento y Dash la escrutó, en busca de cualquier señal de que no le hiciera gracia lo que él estaba proponiendo. Pero no vio ni un ápice de resistencia, solo intriga y excitación.

—¿A qué hora? —susurró ella—. ¿Cuándo quieres que esté lista?

—Cenaremos fuera. Quiero que estés lista cuando vuelva a casa. Cenaremos tranquilamente en un restaurante y luego, hacia las nueve, iremos a The House, que es cuando el local empieza a estar concurrido; quiero que todo el mundo vea lo que es mío. Quiero que a todos los hombres se los coma vivos la envidia y los celos al ver lo que es mío y nunca será de ellos. Podrán mirar, pero que ni se les ocurra tocar.

Ella sonrió, con los ojos iluminados de lujuria.

—Me encanta que seas tan posesivo conmigo. Hace que me sienta tan… segura y querida… sí, muy querida.

—Me alegro, porque es lo que siento por ti.

De repente, Joss abrió los ojos como platos y el pánico se apoderó de ella.

—¡Ay madre! ¡La cena! ¡Me había olvidado de la cena por completo! Me he olvidado cuando has entrado. Espero que no se haya quemado.

Mientras hablaba, se zafó de los brazos de Dash. Él la soltó riendo, divertido, y la contempló mientras ella salía como una flecha hacia la cocina.

La siguió y sintió pena cuando ella se dio la vuelta tras abrir el horno, cabizbaja.

—Se ha quemado. Lo siento, Dash. Había planeado una cena especial; lo había programado todo para que estuviera lista cuando llegaras y pudiéramos cenar inmediatamente.

Joss estaba tan adorable que Dash no pudo contenerse y atravesó la cocina para estrecharla entre sus brazos, pero antes cerró el horno con una mano y lo apagó.

—No pasa nada —murmuró—. Vístete. Saldremos a cenar. Me importa un pito lo que cene, siempre y cuando pueda estar contigo.