Regio
El catalizador llega para cambiarlo todo.
Tras la marcha de los dragones se produjo un gran silencio, roto tan sólo por el susurro de las hojas que se asentaban en el lecho del bosque. Ni una sola rana croaba, ni un solo pájaro trinaba. Los dragones habían roto el techo del bosque con su partida. Grandes haces de luz solar caían sobre un suelo que sólo conocía la sombra desde hacía más años de los que tenía yo. Los árboles habían sido arrancados de raíz o truncados, y el tránsito de los grandes cuerpos había arado grandes surcos en el manto boscoso. Los hombros escamosos habían desgajado la corteza de árboles antiguos, desnudando el secreto cámbium blanco. La tierra y los árboles pisoteados, la hierba aplastada, prestaban sus penetrantes fragancias a la cálida tarde. En medio de la devastación, con Ojos de Noche a mi lado, miré lentamente a mi alrededor. Después fuimos en busca de agua.
Nuestro camino nos llevó a través del campamento. Era un curioso escenario de batalla. Había armas diseminadas y algún que otro casco, tiendas pisoteadas y equipo disperso, pero poco más. Los únicos cuerpos que quedaban eran los de los soldados que habíamos matado Ojos de Noche y yo. A los dragones no les interesaba la carne muerta; se alimentaban de la vida que abandonaba ese tejido.
Encontré el arroyo que recordaba y me tumbé de bruces en la orilla para beber como si mi sed no pudiera saciarse. Ojos de Noche abrevó a mi lado, para luego tenderse en la hierba fresca junto a la corriente de agua. Empezó a lamerse despacio, con cuidado, un corte que tenía en una pata delantera. Le había abierto la piel y aplicó la lengua al tajo, limpiándolo meticulosamente. Sanaría en forma de piel oscura y sin pelo. Otra cicatriz, sólo eso, desdeñó mi pensamiento. ¿Qué hacemos ahora?
Me estaba quitando la camisa con tiento. La sangre seca hacía que se adhiriera a mis heridas. Apreté los dientes y la solté de un tirón. Me agaché sobre el arroyo para limpiar con agua fría los cortes que había recibido. Unas cuantas cicatrices más, sólo eso, me dije con desánimo. ¿Qué íbamos a hacer ahora?
Dormir. Lo único que sonaría mejor que eso es comer.
—No me siento con ánimos para matar nada más ahora mismo —le dije.
Eso es lo malo que tiene el cazar humanos. Tanto trabajo, para no poder comer nada.
Me puse de pie con esfuerzo.
—Registremos sus tiendas. Necesito vendas. Y seguro que tenían víveres.
Dejé mi vieja camisa donde había caído. Ya encontraría otra. En esos momentos, aun su peso me parecía intolerable. Probablemente habría soltado también la espada de Veraz, si no la hubiera envainado ya. Desenfundarla de nuevo se me antojaba innecesariamente enojoso. Así de cansado estaba de repente.
La batida de caza de los dragones había allanado el campamento. Una de las tiendas había caído encima de una fogata y humeaba. La saqué de las llamas y la apagué a pisotones. El lobo y yo empezamos a rescatar sistemáticamente cuanto fuéramos a necesitar. Su olfato dio enseguida con los víveres. Había un poco de carne seca, pero lo que más abundaba era el pan de viaje. Estábamos demasiado famélicos como para ser quisquillosos. Hacía tanto tiempo que no probaba ningún tipo de pan que casi me supo hasta bien. Encontré incluso un pellejo de vino, pero un trago bastó para convencerme de que sería mejor que lo utilizara para desinfectar mis heridas con él. A modo de vendas empleé la batista marrón de la camisa de un lumbraleño. Me quedaba aún un poco de vino. Le di otro trago. Luego intenté convencer a Ojos de Noche para que me dejara limpiarle las heridas, pero se negó, alegando que ya le escocían bastante.
Empezaba a sentirme anquilosado, pero me obligué a ponerme de pie. Encontré la mochila de un soldado y saqué todas las cosas que no me servían de nada. Enrollé dos mantas y las até con fuerza, y encontré también una capa parda y dorada con la que abrigarme en las noches de frío. Busqué más pan y lo guardé en la mochila.
¿Qué haces? Ojos de Noche estaba somnoliento, casi dormido.
No quiero pernoctar aquí. Estoy juntando lo que me hará falta para nuestro viaje.
¿Viaje? ¿Adonde vamos?
Me quedé parado un momento. ¿A Gama, con Molly? No. Jamás. ¿A Jhaampe? ¿Por qué? ¿Por qué recorrer de nuevo esa larga y ardua carretera negra? No se me ocurría ningún motivo válido. Bueno, sigo sin querer pasar aquí la noche. Quisiera estar lejos de esa columna cuando me acueste.
De acuerdo. Entonces: ¿Qué ha sido eso?
Nos quedamos paralizados en el sitio, aguzando los sentidos.
—Vayamos a averiguarlo —sugerí en voz baja.
La tarde daba paso a la noche y las sombras se acrecentaban bajo los árboles. Lo que habíamos oído era un sonido que no encajaba entre los cantos de las ranas y los insectos y las últimas llamadas de las aves diurnas. Provenía del escenario de la batalla.
Encontramos a Will tendido de bruces, arrastrándose hacia el pilar. Mejor dicho, se había estado arrastrando. Cuando lo vimos, estaba inmóvil. Le faltaba una pierna, amputada brutalmente. El hueso sobresalía de la carne desgarrada. Se había anudado una manga en torno a la herida, pero no lo bastante fuerte. Seguía manando sangre de ella. Ojos de Noche enseñó los dientes cuando me agaché para tocarlo. Estaba vivo, aunque a duras penas. Sin duda esperaba alcanzar la columna y atravesarla para pedir ayuda a los demás hombres de Regio. Éste debía de saber que seguía con vida, pero no había enviado a nadie en su busca. Ni siquiera había tenido la decencia de ser leal a un hombre que llevaba tanto tiempo a su servicio.
Desanudé la manga y la amarré con más fuerza. Le levanté la cabeza y vertí un poco de agua en su boca.
¿Por qué te molestas?, preguntó Ojos de Noche. Lo odiamos y está medio muerto. Que se muera.
Ahora no. Todavía no.
—¿Will? ¿Me oyes, Will?
La única respuesta fue un cambio en su respiración. Le di un poco más de agua. Inhaló, jadeó y bebió el trago siguiente. Cogió aire con más fuerza y lo expulsó en un suspiro.
Me abrí y recabé Habilidad.
Hermano, déjalo. Que se muera. Ésta es tarea de aves carroñeras, cebarse con un animal moribundo.
—Will no me importa, Ojos de Noche. Ésta podría ser mi última oportunidad de llegar hasta Regio. No pienso desaprovecharla.
No respondió, pero se tumbó en el suelo a mi lado. Vio cómo acumulaba más Habilidad en mi interior. Me pregunté cuánta haría falta para matar. ¿Sería capaz de reunir la suficiente?
Will estaba tan débil que me sentía casi avergonzado. Traspasé sus defensas con la facilidad con que apartaría uno las manos de un niño enfermo. No era sólo la pérdida de sangre y el dolor. Era la muerte de Burl, tan pronto después de la de Carrod. Y era la conmoción del abandono de Regio. Su lealtad a Regio le había sido impuesta con la Habilidad. No alcanzaba a entender que Regio jamás se hubiera sentido en deuda con él. Le avergonzaba que pudiera ver eso en su interior.
Mátame ya, bastardo. Adelante. Moriré de todas formas.
Esto no tiene nada que ver contigo, Will. Nunca tuvo nada que ver contigo. Ahora lo veía con claridad. Tanteé en su interior como si estuviera palpando una herida en busca de una punta de flecha. Se debatió débilmente frente a mi invasión, pero ignoré sus esfuerzos. Rebusqué entre sus recuerdos, pero encontré pocas cosas que pudieran serme útiles. Sí, Regio tenía camarillas, pero éstas eran jóvenes e incipientes, poco más que grupos de personas dotadas para la Habilidad. Aun aquellos que había visto en la cantera parecían inseguros. Regio quería que formara camarillas más numerosas, para que pudieran acumular más poder. Lo que no entendía Regio era que la unidad no se puede imponer, ni compartir entre tantos. Había perdido a cuatro jóvenes usuarios de la Habilidad en la senda de la Habilidad. No murieron, pero ahora tenían la mirada perdida y la mente desordenada. Otros dos habían cruzado las columnas con él, pero después de aquello habían perdido toda su Habilidad. Una camarilla no era algo tan fácil de crear.
Ahondé y Will amenazó con morir, pero me vinculé a él y le infundí fuerzas. No te vas a morir. Todavía no, le dije con fiereza. Y allí, en lo más hondo de su ser, mi búsqueda dio por fin sus frutos. Un lazo de Habilidad con Regio. Tenue y débil; Regio lo había abandonado, había hecho todo lo posible por dejar atrás a Will. Pero tal y como sospechaba, su vínculo había sido demasiado fuerte y prolongado como para disolverse tan fácilmente.
Reuní mi Habilidad, me concentré y me aislé. Tomé impulso y salté. Del mismo modo que un aguacero inesperado inunda un lecho pluvial que lleva seco todo un verano, así inundé yo el lazo de Habilidad que existía entre Will y Regio. En el último momento posible, me retraje. Me vertí en la mente de Regio como el veneno más insidioso, escuchando con sus oídos, viendo a través de sus ojos. Lo conocí.
Dormía. No. Estaba casi dormido, con los pulmones cargados de humo y los labios entumecidos por el brandy. Me filtré en sus sueños. La cama era blanda bajo su cuerpo, cálidas las sábanas sobre él. El último ataque había sido malo, muy malo. Qué asco, caer al suelo y retorcerse como el bastardo Traspié. Era impropio que algo así le ocurriera a un rey. Estúpidos curanderos. Ni siquiera eran capaces de diagnosticar el origen de estos ataques. ¿Qué iba a pensar la gente de él? El sastre y su aprendiz lo habían visto; ahora tendría que matarlos. Nadie debía enterarse. Se reirían de él. El curandero le había dicho que estaba mejor, la semana pasada. En fin, encontraría un curandero nuevo y ahorcaría al viejo mañana. No. Se lo daría a los forjados del Círculo del Rey, ahora estaban hambrientos. Y luego echaría los forjados a los grandes felinos. Y al toro, el grande y blanco, el de la joroba y los grandes cuernos curvados.
Intentó sonreír y decirse que sería divertido, que mañana le esperaban esos placeres. El ambiente de la habitación estaba enrarecido con el pegajoso tufo del humo, pero ni siquiera eso lograba apaciguarlo por completo. Todo estaba saliendo tan bien, según lo planeado. Y ahora el bastardo lo había echado todo a perder. Había matado a Burl, había despertado a los dragones y se los había enviado a Veraz.
Veraz, Veraz, siempre Veraz. Desde el mismo día en que nació. Veraz e Hidalgo recibían los caballos más altos, y él tenía que conformarse con un pony. Veraz e Hidalgo recibían espadas de verdad, pero él tenía que practicar con una de madera. Veraz e Hidalgo, siempre juntos, siempre mayores, siempre más grandes. Siempre pensando que eran mejores, aunque su sangre era más noble que la de ellos, y por derecho propio debería haber heredado el trono. Su madre le había advertido de la envidia que le tenían. Su madre le había instado siempre a ser cauto, y más que cauto. Lo matarían si tuvieran ocasión, lo harían, sí que lo harían. Mamá había hecho todo lo posible, los había enviado tan lejos como pudo. Pero aunque se los expulsara, podrían volver. No. Sólo había una forma de estar seguro, sólo una.
Bueno, mañana sería su gran día. Tenía camarillas, ¿no? Camarillas de jóvenes fuertes y con talento, camarillas que crearían dragones para él, sólo para él. Las camarillas estaban vinculadas a él, como lo estarían los dragones. Y formaría más camarillas y más dragones, y todavía más, hasta tener muchos más que Veraz. Sólo que Will era el que adiestraba a sus camarillas, y ahora Will ya no le servía de nada. Se había roto como un juguete, el dragón le había arrancado la pierna al lanzarlo por los aires y Will había aterrizado en la copa de un árbol, igual que una cometa sin viento. Era repugnante. Un hombre con una sola pierna. No soportaba las cosas rotas. Por si no bastara con que fuera tuerto, ¿ahora también cojo? ¿Qué pensaría la gente de un rey que permitía los servicios de un tullido? Su madre nunca había confiado en los tullidos. Eran envidiosos, le había advertido, siempre tenían celos de uno y estaban dispuestos a traicionarte. Pero había necesitado a Will para crear las camarillas. El idiota de Will. Will tenía la culpa de todo. Pero era Will el que sabía despertar la Habilidad de la gente y formar las camarillas. Quizá debiera enviar a alguien en busca de Will. Si es que Will seguía con vida.
¿Will?, habilitó Regio tentativamente hacia nosotros.
No exactamente. Cerré mi Habilidad a su alrededor. Era ridiculamente sencillo, como coger una gallina dormida de su palo.
¡Suéltame! ¡Suéltame!
Sentí cómo sondeaba en busca de sus camarillas. Las aparté de él, lo aislé de su Habilidad. No tenía fuerza, nunca había tenido fuerza con la Habilidad. Sólo era el poder de la camarilla lo que controlaba. Me sentí conmocionado. Todo el miedo que había albergado en mi interior desde hacía más de un año… ¿Miedo de qué? De un crío llorón y malcriado que conspiraba para robar los juguetes a sus hermanos mayores. Para él la corona y el trono no significaban más que los caballos y las espadas de su niñez. No tenía intención de gobernar reino alguno; aspiraba tan sólo a ceñirse la corona y hacer lo que le placiera. Primero su madre y luego Galeno habían trazado sus planes para él. De ellos sólo había aprendido a lograr sus objetivos por medio de métodos arteros. Si Galeno no hubiera vinculado la camarilla a él, jamás habría ostentado ningún poder. Despojado de su camarilla, lo vi tal y como era: un niño mimado con una vena cruel que nadie se había molestado en corregir.
¿Esto es lo que nos aterrorizaba y nos obligaba a huir? ¿Esto?
Ojos de Noche, ¿qué haces aquí?
Tu presa es mi presa, hermano. Quería ver qué carne nos ha costado tanto cazar.
Regio se retorcía y pataleaba, literalmente repugnado por el toque de la Maña del lobo en su mente. Era algo sucio y desagradable, algo propio de un perro, maloliente, tan asqueroso como esa rata que se colaba en sus aposentos de noche y no se dejaba atrapar… Ojos de Noche se acercó más, pegó la Maña a él como si pudiera olerlo a tanta distancia. Regio sintió arcadas y se estremeció.
Basta, le dije a Ojos de Noche, y el lobo retrocedió.
Si piensas matarlo, hazlo pronto, me aconsejó Ojos de Noche. El otro está débil y morirá si no te das prisa.
Tenía razón. La respiración de Will era rápida y entrecortada. Así a Regio con firmeza e infundí más fuerzas a Will. Intentó despreciar mi energía, pero su autodominio no era tan firme. Si se le ofrecía la posibilidad, su cuerpo siempre escogería vivir. De modo que sus pulmones se atemperaron y su corazón latió con más fuerza. De nuevo me imbuí de Habilidad. Me concentré en ella y agudicé su propósito. Volví a fijarme en Regio.
Si me matas, te consumirás. Perderás tu Habilidad si me matas con ella.
Ya había pensado en eso. La Habilidad nunca me había reportado gran cosa. Prefería con mucho ser mañoso que ser hábil. No sería ninguna gran pérdida.
Me obligué a recordar a Galeno. Conjuré en mi mente la fanática camarilla que había formado para Regio. Di forma a mi propósito.
Como hacía tanto tiempo que anhelaba, descargué mi Habilidad sobre él.
Después de aquello, quedaba poco de Will. Pero me senté a su lado, y le di agua cuando me la pedía. Lo abrigué incluso cuando se quejó del frío. Mi velatorio desconcertaba al lobo. Con un cuchillo en su garganta los dos habríamos acabado antes. Más piadoso, quizá. Pero había decidido que ya no era un asesino. De modo que aguardé su último aliento, y cuando lo exhaló, me levanté y nos alejamos de allí.
Es un largo camino el que separa el Reino de las Montañas de Gama. Aun como vuelan los dragones, infatigables y veloces, es un largo, largo camino. Durante días, Ojos de Noche y yo conocimos la paz. Viajamos lejos del vacío Jardín de Piedra, lejos de la negra senda de la Habilidad. Los dos estábamos demasiado magullados para cazar en condiciones, pero habíamos encontrado un río bien surtido de truchas y seguíamos su curso. Los días eran casi demasiado cálidos, las noches despejadas y apacibles. Pescábamos, comíamos, dormíamos. Pensaba sólo en cosas que no me hacían daño. No en el abrazo de Molly y Burrich, sino en Ortiga, protegida por el fuerte brazo de él. Sería un buen padre para ella. Tenía práctica. Descubrí en mí incluso el deseo de que los años venideros le dieran hermanitos y hermanitas. Pensaba en la paz que volvería al Reino de las Montañas, en las Velas Rojas expulsadas de las costas de los Seis Ducados. Sané. No por completo. Una cicatriz nunca es lo mismo que la verdadera piel, pero la herida deja de sangrar igual.
Estaba allí la tarde de verano en que Veraz el Dragón apareció en los cielos sobre Torre del Alce. Con él, vi las resplandecientes torres y torretas negras del castillo de Torre del Alce lejos a nuestros pies. Más allá del castillo, donde antes se alzaba la ciudad de Torre del Alce, se encontraban los calcinados restos de almacenes y hogares. Los forjados deambulaban por sus calles, apartados por arrogantes corsarios. De las aguas en calma sobresalían mástiles con ondeantes jirones de lona sujetos a ellos todavía. Una decena de Velas Rojas se mecían lánguidamente en el puerto. Sentí cómo se inflamaba de rabia el corazón de Veraz el Dragón. Juro que oí el grito de angustia de Kettricken ante el espectáculo.
El inmenso dragón de plata y turquesa aterrizó en el patio central del castillo de Torre del Alce. Ignoró la andanada de flechas que salieron a su encuentro; ignoró también los gritos de los soldados que se acobardaban ante él, inconscientes cuando los cubría su sombra y sus grandes alas se ahuecaban para posar su mole en el suelo. Fue un milagro que no los aplastara. Mientras descendía, Kettricken intentaba ponerse de pie encima de sus hombros, gritando a la guardia que bajaran sus picas y se apartaran.
Ya en el suelo, el dragón se ladeó para permitir que desmontara una desmelenada reina Kettricken. Estornino Gorjeador saltó detrás de ella y llamó la atención saludando con una reverencia a la línea de picas que les apuntaban. Vi no pocas caras conocidas, y compartí el dolor de Veraz al ver cómo las había transformado la privación. Apareció entonces Paciencia, empuñando con fuerza una lanza, con un yelmo ladeado sobre su desgreñada cabellera. Se abrió paso entre los guardias sobrecogidos, con sus ojos de avellana duros como el pedernal en su semblante fruncido. Al ver al dragón se detuvo. Su mirada pasó de la reina a los ojos negros del dragón. Tomó aire, lo contuvo, luego exhaló una palabra.
—Vetulus. —Lanzó yelmo y lanza por los aires con un grito de júbilo y corrió a abrazar a Kettricken, gritando—: ¡Un vetulus! ¡Lo sabía, lo sabía, sabía que regresarían!
Giró sobre sus talones, disparando una salva de órdenes que incluían desde un baño caliente para la reina hasta la preparación de un asalto desde las puertas del castillo de Torre del Alce. Pero lo que conservaré siempre en mi corazón es el momento en que se dio la vuelta, pateó el suelo y le dijo a Veraz el Dragón que se diera prisa y sacara esos condenados barcos del puerto.
Lady Paciencia de Torre del Alce se había acostumbrado a que acataran sus órdenes sin dilación.
Veraz levantó el vuelo y acudió a la batalla como hacía siempre. Solo. Por fin se hacía realidad su deseo, enfrentarse a sus enemigos, no con la Habilidad, sino en carne y hueso. En su primera pasada, un solo tajo de su cola bastó para reducir a astillas dos de los navios. No tenía intención de que escapara nadie. Pocas horas después llegaron el bufón, la Chica del Dragón y sus seguidores para unirse a él, pero para entonces ya no quedaba ni una sola Vela Roja en el puerto de Gama. Se sumaron a él en la cacería por las empinadas calles de lo que había sido la ciudad de Torre del Alce. Aún no había anochecido cuando las calles quedaron libres de corsarios. Los que se habían refugiado en el castillo bajaron en masa a la ciudad, para llorar ante los destrozos, sí, pero también para acercarse y admirar a los vetulus que habían vuelto para salvarlos. Pese al gran número de dragones que habían acudido, Veraz era el que las gentes de Gama recordarían mejor. Aunque no es que resulte sencillo recordar nada cuando los dragones vuelan por encima de uno, proyectando sus sombras sobre el suelo. Empero, es el dragón que se ve en todos los tapices que describen la Limpieza de Gama.
Fue un verano de dragones para los ducados costeros. Lo vi todo, o todo lo que cabía en mis horas de sueño. Aun despierto, era consciente de ello, como un trueno que se siente más que se escucha en la distancia. Lo supe cuando Veraz guió a los dragones hacia el norte, para purgar toda Gama y Osorno, y aun las Islas Cercanas, de Velas Rojas y corsarios. Vi la limpieza de Torre de la Onda, y el regreso de Fe, duquesa de Osorno, a su castillo. La Chica del Dragón y el bufón volaron hacia el sur siguiendo la costa de Garrón y Torote, expulsando a los corsarios de las islas conquistadas. Cómo les inculcó Veraz que sólo debían alimentarse de corsarios, lo desconozco, pero así fue. El pueblo de los Seis Ducados no los temía. Los niños salían corriendo de chozas y cabañas para señalar hacia el cielo ante el paso de las enjoyadas criaturas. Cuando los dragones dormían, temporalmente saciados, en las playas y los pastos, la gente paseaba entre ellos sin temor, para tocar con sus propias manos a estas criaturas rutilantes. Y dondequiera que los corsarios hubieran establecido sus asentamientos, los dragones comían hasta hartarse.
El verano languideció y llegó el otoño para acortar los días y augurar tormentas. Cuando el lobo y yo pensábamos dónde guarecernos ese invierno, soñé con dragones que sobrevolaban costas que nunca antes había visto. El agua se estrellaba fría contra esas abruptas orillas, y el hielo se agazapaba en los resquicios de sus angostas bahías. Las Islas del Margen, supuse. Veraz siempre había anhelado llevar la guerra a sus costas, y lo hizo a placer. También así había sido en tiempos del rey Sapiencia.
Era invierno y las nieves habían llegado a las cotas más altas de las montañas, pero no al valle donde los manantiales de agua caliente humeaban al aire helado la última vez que los dragones volaron sobre mi cabeza. Salí a la puerta de mi cabaña para verlos pasar, volando en grandes formaciones como gansos migratorios. Ojos de Noche ladeó la cabeza al escuchar sus extrañas llamadas, y respondió a ellas con un aullido. Cuando me sobrevolaron, el mundo parpadeó a mi alrededor y lo perdí todo salvo el más vago recuerdo de él. No sabría decir si Veraz encabezaba su formación, ni siquiera si la Chica del Dragón se contaba entre ellos. Supe tan sólo que la paz había vuelto a los Seis Ducados y que ninguna Vela Roja volvería a aventurarse cerca de nuestras costas. Esperaba que todos ellos durmieran bien en el Jardín de Piedra, como habían hecho antes. Entré de nuevo en la cabaña para dar la vuelta al conejo que tenía en el espetón. Aspiraba a pasar un invierno largo y tranquilo.
Fue así que el prometido auxilio de los vetulus recayó sobre los Seis Ducados. Vinieron, como habían hecho en tiempos del rey Sapiencia, y expulsaron a las Velas Rojas de nuestras orillas. Dos Navios Blancos de grandes velas resultaron hundidos también durante la limpieza. E igual que en tiempos del rey Sapiencia, las sombras de los dragones robaron momentos de vida y recuerdos a la gente sobre la que caían. La multitud de formas y colores de los dragones quedaron plasmados en los pergaminos y tapices de la época, como ya ocurriera una vez. Y la gente improvisó lo que no lograba recordar de las batallas cuando los dragones llenaban el cielo, con suposiciones y fantasías. Los juglares compusieron canciones sobre aquello. Todas las canciones dicen que Veraz llegó a lomos del dragón turquesa, y que condujo la bestia a la batalla contra las Velas Rojas. Y las mejores canciones dicen que, al terminar la contienda, los vetulus se llevaron a Veraz para que se uniera con ellos en un banquete de honor y luego durmiera con ellos en su castillo mágico, hasta que Gama volviera a necesitarlo. Fue así como la verdad se convirtió, como me dijera una vez Estornino, en algo más grande que los hechos. Era, al fin y al cabo, el momento propicio para que surgieran los héroes y ocurrieran todo tipo de cosas portentosas.
Como cuando Regio en persona llegó a caballo, a la cabeza de una columna de seis mil lumbraleños, para traer ayuda y suministros, no sólo a Gama, sino a todos los ducados costeros. La noticia de su regreso lo precedía, igual que las barcazas de ganado, cereales y tesoros del salón de Puesto Vado que bajaban en ininterrumpida comitiva por el río Alce. Todos comentaban maravillados cómo el príncipe había despertado sobresaltado de un sueño y había corrido a medio vestir por los pasillos de Puesto Vado, presagiando milagrosamente la vuelta del rey Veraz a Torre del Alce y la conjura de los vetulus para salvar los Seis Ducados. Se enviaron aves mensajeras, se retiraron todas las tropas del Reino de las Montañas y se ofrecieron las más humildes disculpas y las más generosas compensaciones al rey Eyod. Regio hizo llamar a sus nobles para anunciarles que la reina Kettricken iba a dar a luz al heredero de Veraz, y que él, Regio, deseaba ser el primero en rendir pleitesía al próximo monarca Vatídico. Para conmemorar esa fecha, ordenó derribar y quemar todos los cadalsos, perdonar y liberar a todos los cautivos, y cambiar el nombre al Círculo del Rey por el de Jardín de la Reina, donde se plantaron árboles y flores de todos los rincones de los Seis Ducados como símbolo de la nueva unidad. Más tarde, ese mismo día, cuando las Velas Rojas atacaron las afueras de Puesto Vado, el mismo Regio pidió su caballo y su armadura y cabalgó en defensa de su pueblo. Luchó hombro con hombro junto a mercaderes y estibadores, nobles y mendigos. Se ganó en esa batalla el amor de las gentes humildes de Puesto Vado. Cuando anunció que su lealtad sería siempre para con el hijo que portaba la reina Kettricken en su vientre, sus subditos juraron con él.
Se dice que cuando llegó a Torre del Alce permaneció arrodillado y vestido únicamente con una túnica de arpillera frente a las puertas del castillo, durante días, hasta que la reina en persona se dignó salir a su encuentro y aceptar sus más abyectas disculpas por haber llegado a dudar siquiera de su honor. En manos de ella depositó la corona de los Seis Ducados, y la diadema más sencilla del Rey a la Espera. Ya no deseaba, le dijo, ostentar título alguno por encima del de tío de su monarca. La palidez y el silencio de la reina ante sus palabras se atribuyeron a las molestias gástricas propias de su embarazo. A lord Chade, consejero de la reina, entregó Regio todos los pergaminos y libros de la Maestra de la Habilidad Solícita, con el ruego de que cuidara bien de ellos, pues contenían mucha información que podría resultar perniciosa en las manos equivocadas. Tenía tierras y un título que deseaba conferir al bufón, en cuanto regresara del frente. Y a su querida, queridísima cuñada lady Paciencia, le devolvió los rubíes que le regalara Hidalgo, pues jamás podrían agraciar cuello más esbelto que el suyo.
Había pensado en obligarle á erigir una estatua en mi honor, pero al final decidí que eso sería llevar las cosas demasiado lejos. La lealtad fanática que le había implantado sería el mejor monumento conmemorativo que podría desear. Mientras Regio viviera, la reina Kettricken y su retoño no conocerían subdito más devoto.
En última instancia, naturalmente, eso no duró demasiado. Todos han oído hablar de la trágica y extraña muerte del príncipe Regio. La feroz criatura que se ensañó con él una noche mientras dormía dejó huellas ensangrentadas, no sólo sobre sus sábanas, sino por todo el dormitorio, como si se vanagloriara de su proeza. Los rumores mencionaban una rata de río increíblemente corpulenta que de alguna manera debía de haber viajado con él desde Puesto Vado. El accidente conmovió a todos los ocupantes del castillo de Torre del Alce. La reina ordenó traer perros ratoneros para rastrear hasta la última cámara, aunque todo fue en vano. La bestia jamás fue capturada, aunque entre la servidumbre se disparaban los rumores cada vez que alguien creía haber divisado a la inmensa alimaña. Algunos dicen que ése era el motivo de que, durante meses después de aquello, lord Chade rara vez se dejara ver sin su hurón amaestrado.