El Pacto de Veraz
Cuando se comparan todos los informes, resulta evidente que en realidad no más de veinte Velas Rojas se aventuraron tierra adentro hasta el Lago Turia, y sólo doce dejaron atrás el Turia para amenazar las poblaciones vecinas de Puesto Vado. Los rapsodas querrían hacernos creer que había decenas de naves, y literalmente cientos de corsarios sobre sus cubiertas. En las canciones, las orillas de los ríos Alce y Vin se tiñeron de rojo aquel verano de sangre y fuego. No se les puede culpar por esto. La miseria y el terror de aquellos días jamás deberían caer en el olvido. Si el bardo ha de aderezar la verdad para ayudarnos a recordarla mejor, sea, y que nadie lo acuse de mentiroso. A menudo la verdad es mucho más importante que los hechos.
Estornino volvió con el bufón esa noche. Nadie le preguntó por qué había dejado de montar guardia. Nadie sugirió siquiera que quizá debiéramos huir de la cantera antes de que nos acorralaran allí las tropas de Regio. Íbamos a quedarnos, íbamos a plantar cara e íbamos a luchar. Para defender un dragón de piedra.
Y moriríamos. Eso no hacía falta decirlo. Literalmente, era algo sabido por todos sin necesidad de expresarlo con palabras.
Cuando Kettricken se quedó dormida, exhausta, la llevé a la tienda que compartía con Veraz. La dejé tendida encima de sus mantas y la arropé bien. Me agaché y deposité un beso en su frente marchita como si estuviera besando a mi hija dormida. Era una especie de despedida. Más valía hacer las cosas ahora, decidí. El ahora era con lo único que podía contar.
Al caer la noche, Estornino y el bufón se sentaron junto al fuego. Ella tocaba su arpa suavemente, en silencio, y contemplaba las llamas. Un cuchillo desenvainado descansaba en el suelo a su lado. Me quedé un rato observando cómo acariciaba su rostro la luz de las llamas. Estornino Gorjeador, la última rapsoda de los últimos miembros reales de la monarquía de los Vatídico. Jamás compondría ninguna canción recordada por todos.
El bufón escuchaba sentado en silencio. Habían encontrado una suerte de amistad. Si ésta es la última noche en que podrá tocar, me dije, él no podría hacerle mejor regalo. Escuchar con atención, y dejar que la música lo envuelva en su talento.
Los dejé allí sentados y cogí un pellejo de agua lleno. Subí lentamente la rampa hacia el dragón. Ojos de Noche me siguió. Antes había encendido una hoguera en el estrado. Luego alimenté el fuego con lo que quedaba de la leña de Kettricken y me senté junto a él. Veraz y Hervidera seguían durmiendo. En cierta ocasión Chade utilizó semillas de carris dos días seguidos. Cuando se desplomó, le hizo falta casi toda una semana para recuperarse. Lo único que quería era dormir y beber agua. Dudaba que alguno de los dos fuera a despertar en breve. Daba igual. Ya no les quedaba nada por decir. De modo que me senté junto a Veraz y velé el sueño de mi rey.
Era un vigilante lamentable. Me despertó al susurrar mi nombre. Me senté de inmediato y busqué el pellejo de agua que había traído conmigo.
—Majestad —musité.
Pero Veraz no yacía sobre la piedra, desvalido y sin fuerzas. Estaba de pie junto a mí. Me hizo una seña para que me levantara y lo siguiera. Eso hice, caminando tan sigilosamente como él. En la base del estrado del dragón, se volvió hacia mí. Sin decir palabra, le ofrecí el pellejo de agua. Se bebió la mitad de su contenido, hizo una pausa y apuró el resto. Cuando acabó, me lo devolvió. Carraspeó.
—Hay una solución, Traspié Hidalgo. —Sus ojos oscuros, tan parecidos a los míos, me sostenían la mirada—. Tú eres la solución. Tan lleno de vida y apetitos. Debatiéndote entre tantas pasiones.
—Lo sé —dije.
Mis palabras sonaron arrojadas. Tenía más miedo del que había sentido en toda mi vida. Regio me había aterrorizado en su mazmorra. Pero eso había sido dolor. Esto era la muerte. Supe de pronto cuál era la diferencia. Mis manos delatoras retorcieron el dobladillo de mi túnica.
—No te va a gustar —me advirtió—. A mí tampoco me gusta. Pero no veo otra manera.
—Estoy preparado —mentí—. Sólo que…, me gustaría volver a ver a Molly por última vez. Asegurarme de que Ortiga y ella están a salvo. Y Burrich.
Me miró de reojo.
—Recuerdo el trato que me ofreciste. No sacrificar a Ortiga al trono. —Apartó la mirada—. Lo que te pido es peor. Tu vida. Toda la vida y energía de tu cuerpo. Verás, yo he consumido todas mis pasiones. No me queda nada. Si pudiera reavivar en mi interior aunque sólo fuera otra chispa de pasión…, si pudiera recordar lo que se siente al desear a una mujer, al tener a la mujer amada entre tus brazos… —Se le cortó la voz—. Me avergüenza pedirte esto. Me avergüenza más que cuando extraje fuerzas de ti, cuando no eras más que un niño inocente. —Volvió a mirarme a los ojos y supe cómo se esforzaba por emplear las palabras. Palabras imperfectas—. Pero verás, aun eso. La vergüenza que siento, el dolor que me produce hacerte esto…, aun eso es lo que tú me das. Incluso eso es algo que puedo poner en el dragón. —Apartó la mirada—. El dragón tiene que volar, Traspié. Tiene que volar.
—Veraz. Mi rey. —Siguió sin mirarme a la cara—. Mi amigo. —Sus ojos volvieron a reparar en mí—. No me importa. Pero… Me gustaría ver a Molly de nuevo. Tan sólo un momento.
—Es peligroso. Creo que lo que le hice a Carrod los asustó de verdad. No han vuelto a medir sus fuerzas con nosotros desde entonces, sólo su astucia. Pero…
—Por favor —musité.
Veraz suspiró.
—Está bien, muchacho. Aunque mi corazón me traiciona.
Ni un toque. Ni siquiera tomó aliento. Aunque Veraz se consumía, tal era la fuerza de su Habilidad. Estábamos allí, con ellos. Sentí cómo se retiraba Veraz, ofreciéndome la ilusión de que estaba solo.
Estaba en la habitación de una posada. Limpia y bien amueblada. Un manojo de velas ardía junto a una hogaza de pan y un cuenco de manzanas encima de una mesa. Burrich yacía sin camisa de costado en la cama. La sangre se había coagulado espesa alrededor de la herida de cuchillo y le empapaba la cintura de los pantalones. Su pecho se movía con la profunda y lenta respiración propia del sueño. Estaba acurrucado junto a Ortiga. La niña se apretaba contra él, profundamente dormida, arropada por su fuerte brazo. Ante mis ojos, Molly se agachó y sacó al bebé con destreza de debajo del brazo de Burrich. Ortiga no rechistó camino de una cesta que había en un rincón, donde Molly la arropó con sus mantas. Su boquita rosa trabajaba con recuerdos de leche caliente. Tenía la frente lisa bajo su lustroso pelo negro. No parecía que nada de lo que había pasado hubiera dejado huella en ella.
Molly se paseó eficiente por la estancia. Vertió agua en una palangana y tomó un paño doblado. Volvió para acuclillarse junto a la cama de Burrich. Dejó el recipiente de agua en el suelo y mojó el trapo. Lo escurrió bien. Cuando se lo aplicó a la espalda, él se despertó con un jadeo. Veloz como una serpiente, había atrapado su muñeca.
—¡Burrich! Suéltame, hay que limpiar esa herida.
Molly estaba enfadada con él.
—Oh. Eres tú.
Tenía la voz cargada de alivio. La soltó.
—Pues claro que soy yo. ¿A quién esperabas?
Le lavó la herida con delicadeza y volvió a mojar el trapo en el agua. Tanto el paño que tenía en la mano como el agua de la palangana estaban teñidos de sangre.
La mano de Burrich tanteó suavemente a su alrededor en la cama.
—¿Qué has hecho con mi pequeña? —preguntó.
—Tu pequeña está bien. Duerme en una cesta. Justo allí. —Volvió a enjugar la herida y asintió para sí—. Ha dejado de sangrar. Y parece limpia. Creo que el cuero de tu túnica detuvo la puñalada. Si te sientas, podré vendarla.
Burrich se movió despacio para sentarse. Exhaló un suspiro entrecortado, pero cuando se sentó, sonrió a Molly. Se apartó un mechón de cabello del rostro.
—Abejas mañosas —dijo admirado.
Meneó la cabeza. No era la primera vez que se lo decía.
—Fue lo único que se me ocurrió —señaló Molly. No pudo reprimir una sonrisa—. Funcionó, ¿no?
—De maravilla —concedió él—. Pero ¿cómo sabías que buscarían al de la barba roja? Eso fue lo que los convenció. ¡Y que me aspen si no me convenció también a mí!
Molly sacudió la cabeza para sí.
—Pura suerte. Y la luz. Tenía las velas y estaba delante de la chimenea. La cabaña estaba en penumbra. La luz atrae a las abejas. Casi como a las polillas.
—Me pregunto si siguen dentro de la choza.
Sonrió mientras ella se levantaba para llevarse el trapo ensangrentado y el agua.
—Me he quedado sin abejas —le recordó ella, entristecida.
—Iremos a buscar más —la consoló Burrich.
Molly meneó la cabeza.
—La colmena que lleva todo un verano trabajando es la que más miel produce. —De una mesa que había en la esquina tomó un rollo de vendas de lino limpias y un tarro de ungüento. Lo olisqueó pensativa—. No huele como el que haces tú —observó.
—Seguro que da el mismo resultado —dijo Burrich. Frunció el ceño mientras paseaba la mirada por el cuarto—. Molly, ¿cómo vamos a pagar todo esto?
—Ya me he ocupado yo.
Siguió dándole la espalda.
—¿Cómo? —preguntó él, con suspicacia.
Cuando Molly lo miró de nuevo, tenía los labios apretados. Sabía que no era posible discutir con ella cuando ponía esa cara.
—El alfiler de Traspié. Se lo enseñé al posadero para conseguir esta habitación. Y esta tarde, mientras dormíais los dos, fui a una joyería y lo vendí. —Burrich había abierto la boca, pero ella no le dio opción a rechistar—. Sé regatear y he obtenido todo su valor.
—Vale más que simples monedas. Ortiga debería tener ese alfiler —dijo Burrich.
Su rictus era tan serio como el de ella.
—A Ortiga le hacían más falta una cama y gachas calientes que un alfiler de plata con un rubí engarzado. Hasta Traspié habría estado de acuerdo con eso.
Cosa curiosa, lo estaba. Pero Burrich se limitó a decir:
—Tendré que trabajar muchos días para desempeñarlo.
Molly cogió las vendas. Habló sin mirarle a los ojos.
—Eres un hombre obstinado y estoy convencida de que harás lo que consideres oportuno.
Burrich guardó silencio. Podía ver cómo intentaba decidir si eso significaba que había ganado la discusión. Molly regresó junto a la cama. Se sentó a su lado para untarle el linimento en la espalda. Burrich apretó los dientes, pero no profirió ningún sonido. Luego ella se puso de cuclillas frente a él.
—Levanta los brazos para que pueda envolver esto —le pidió. Burrich tomó aliento y separó los brazos del cuerpo. Molly trabajó eficientemente, desenrollando las vendas mientras las envolvía a su alrededor. Anudó el vendaje sobre su barriga—. ¿Mejor?
—Mucho mejor.
Burrich hizo ademán de desperezarse, pero se lo pensó mejor.
—Hay comida —ofreció Molly mientras se dirigía a la mesa.
—Enseguida. —Vi cómo se ensombrecía su expresión. También la de Molly. Ella se dio la vuelta, con los labios apretados—. Molly. —Suspiró. Lo intentó de nuevo—. Ortiga es la bisnieta del rey Artimañas. Una Vatídico. Regio la considera una amenaza. Podría intentar mataros de nuevo. A las dos. De hecho, estoy seguro de que lo intentará. —Se rascó la barba. Al ver que ella no decía nada, sugirió—: Quizá la única forma de protegeros a ambas sea confiaros a la custodia del verdadero rey. Conozco a un hombre…, a lo mejor Traspié te habló alguna vez de él. ¿Chade?
Molly negó con la cabeza. Su mirada se tornaba cada vez más tormentosa.
—Podría llevar a Ortiga a un lugar seguro. Y ocuparse de que a ti no te falte de nada.
Las palabras salían despacio de sus labios, a regañadientes.
La respuesta de Molly fue tajante.
—No. No es una Vatídico. Es mía. Y no pienso venderla, ni por dinero ni por mi seguridad. —Lo fulminó con la mirada y casi escupió las palabras—. ¡Cómo has podido pensar que aceptaría!
Su rabia hizo sonreír a Burrich. Vi una mezcla de culpa y alivio en su rostro.
—No esperaba que lo hicieras. Pero me sentía obligado a ofrecértelo. —Sus siguientes palabras sonaron más vacilantes aún—. Se me ha ocurrido otra solución. No sé qué te parecerá. Todavía tenemos que alejarnos de aquí, encontrar una ciudad donde no nos conozcan. —Miró al suelo de repente—. Si nos casáramos antes de llegar allí, la gente jamás se cuestionaría que la niña fuera mía…
Molly se quedó tan inmóvil como si fuera una estatua. El silencio se prolongó. Burrich levantó la cabeza y la miró a los ojos, contrito.
—No me malinterpretes. No espero nada de ti…, nada de eso. Pero… aun así, no hace falta que nos casemos. Hay Piedras Testigo en Kevdor. Podríamos ir allí, con un bardo. Podría presentarme ante ellas y jurar que la niña es mía. Nadie lo pondría jamás en duda.
—¿Mentirías ante las Piedras Testigo? —preguntó incrédula Molly—. ¿Estarías dispuesto a eso? ¿Para que Ortiga estuviera a salvo?
Burrich asintió despacio, sin apartar la mirada.
Molly negó con la cabeza.
—No, Burrich, no puedo permitirlo. Hacer algo así nos acarrearía la peor de las suertes. Todos conocen las historias de los que profanan las Piedras Testigo con una mentira.
—Estoy dispuesto a arriesgarme.
Burrich hablaba categóricamente. Sabía que ese hombre jamás había mentido antes de que Ortiga entrara en su vida. Ahora se prestaba a prestar falso juramento. Me pregunté si Molly sabría lo que le estaba ofreciendo.
Lo sabía.
—No. No vas a mentir —dijo con certeza.
—Molly. Por favor.
—¡A callar! —ordenó ella, inflexible. Ladeó la cabeza y lo observó, cavilosa—. ¿Burrich? —preguntó con una nota tentativa en la voz—. He oído decir… Cordonia me dijo una vez que estuviste enamorado de Paciencia. —Tomó aire—. ¿Todavía la quieres?
Burrich pareció enfadarse. Molly soportó su mirada con expresión suplicante hasta que Burrich apartó la vista de ella. Apenas si pudo oír la respuesta.
—Quiero los recuerdos que conservo de ella. Como era ella entonces, y como era yo. Seguramente como quieres tú todavía a Traspié.
Le tocó a Molly torcer el gesto.
—Algunas de las cosas que recuerdo…, sí. —Asintió como si estuviera recordando algo. Levantó la cabeza y miró a Burrich a los ojos—. Pero él está muerto. —Sonaban curiosamente definitivas esas palabras en su boca. Luego, con un dejo de ruego en la voz, añadió—: Escúchame. Tan sólo escucha. Toda mi vida ha sido… Primero para mi padre. Siempre me decía que me quería. Pero cuando me pegaba y me insultaba, no era su amor lo que sentía. Luego Traspié. Juraba amarme y su roce era cariñoso. Pero sus mentiras desmentían ese amor. Ahora tú… Burrich, tú nunca me hablas de amor. Nunca me has tocado, ni con rabia ni con deseo. Pero tu silencio y tu mirada expresan más amor que todas las palabras y los roces que he recibido antes. —Esperó. Él guardó silencio—. ¿Burrich? —preguntó con anhelo.
—Eres joven —dijo él en voz baja—. Y adorable. Llena de vitalidad. Te mereces algo mejor.
—Burrich. ¿Me quieres?
Una simple pregunta, formulada con timidez.
Burrich recogió sus manos surcadas de cicatrices en su regazo.
—Sí.
Apretó con fuerza los puños. ¿Para disimular su temblor? La sonrisa de Molly despuntó en sus labios como el sol entre las nubes.
—Entonces nos casaremos. Y después, si quieres, me presentaré ante las Piedras Testigo. Confesaré ante todos que yací contigo antes de nuestra boda. Y les enseñaré a la niña.
Burrich la miró por fin a los ojos. Su rostro era una máscara de incredulidad.
—¿Te casarías conmigo? ¿Como soy? ¿Viejo? ¿Pobre? ¿Tullido?
—Para mí no eres nada de eso. Para mí, eres el hombre al que amo.
Burrich zangoloteó la cabeza. Su respuesta sólo conseguía confundirlo todavía más.
—¿Y después de lo que has dicho acerca de la mala suerte? ¿Te presentarías ante las Piedras Testigo y mentirías?
Molly le dedicó una suerte de sonrisa diferente. Una que hacía mucho tiempo que no veían mis ojos. Una que me partió el corazón.
—No tiene por qué ser mentira —acotó suavemente.
Las aletas de la nariz de Burrich se dilataron como las de un garañón al ponerse de pie. La bocanada de aire que tomó le hinchó el pecho.
—Espera —susurró ella, y él esperó.
Molly se mojó de saliva el índice y el pulgar. Apagó rápidamente todas las velas menos una. Luego cruzó la habitación en penumbra hacia sus brazos.
Huí.
—Oh, muchacho. Cuánto lo siento.
Meneé la cabeza sin decir nada. Tenía los ojos fuertemente cerrados, pero aun así las lágrimas se las componían para brotar de ellos. Encontré mi voz.
—Será bueno con ella. Y con Ortiga. Es la clase de hombre que ella se merece. No, Veraz. Debería alegrarme por saber que él estará a su lado, que cuidará de las dos.
Alegrarme. No, no lograba encontrar alegría alguna en ello. Tan sólo dolor.
—Creo que el pacto que te he ofrecido no vale nada.
Veraz parecía sinceramente apenado por mí.
—No. Está bien. —Tomé aliento—. Ahora, Veraz. Preferiría acabar cuanto antes.
—¿Estás seguro?
—Cuando quieras.
Me arrebató la vida.
Era un sueño que había tenido antes. Sabía lo que se sentía al habitar el cuerpo de un anciano. La vez anterior había sido el rey Artimañas, vestido con un suave camisón, acostado en una cama caliente. Esta vez era más severo. Hasta la última articulación de mi cuerpo me dolía. Sentía las entrañas encendidas dentro de mí. Y me había escaldado la cara y las manos. En este cuerpo había más dolor que vida. Era como una vela consumida casi hasta el final. Abrí los ojos; sentía los párpados legañosos. Estaba tendido sobre piedra fría, arenosa. Había un lobo sentado a mi lado, observándome.
Esto está mal, me dijo.
No se me ocurrió nada que responder a eso. Lo cierto era que no me sentía como si estuviera bien. Transcurrido un momento, me puse a cuatro patas. Me dolían las manos. Me dolían las rodillas. Cada glena de mi cuerpo chirrió y protestó cuando me puse de pie y miré a mi alrededor. La noche era apacible, pero aun así me estremecí. Sobre mi cabeza, en un estrado, descansaba un dragón incompleto.
No lo entiendo. Ojos de Noche me rogaba una explicación.
No quiero entenderlo. No quiero saber.
Pero para bien o para mal, lo sabía. Empecé a caminar despacio y el lobo vino tras mis pasos. Pasamos junto a una fogata que languidecía entre dos tiendas. Nadie montaba guardia. En la tienda de Kettricken se escuchaban discretos sonidos. En la penumbra era el rostro de Veraz lo que veía. Los ojos negros de Veraz, fijos en los de ella. Creía que su marido había regresado por fin.
En cierto modo, así era.
No quería oír nada, no quería saber. Seguí adelante con mi lento caminar de anciano. A nuestro alrededor se erguían inmensos bloques de piedra negra. Al frente, algo repicaba suavemente. Atravesé las afiladas sombras y salí de nuevo a la luz de la luna.
Una vez compartiste mi cuerpo. ¿Ahora es igual?
—No —pronuncié la palabra en voz alta, y tras la estela de mi voz, escuché algo. ¿Qué ha sido eso?
Iré a echar un vistazo. El lobo se fundió con las sombras. Regresó de inmediato. Sólo es el Sin Olor. Se esconde de ti. No te reconoce.
Sabía dónde podría encontrarlo. Me tomé mi tiempo. Este cuerpo requería todo mi esfuerzo para moverse, más todavía para moverse deprisa. Cuando llegué a la Chica del Dragón, me costó horrores subir a su estrado. Una vez arriba, vi esquirlas de roca recientes por todas partes. Me senté a los pies del dragón, bajando mi cuerpo despacio a la fría piedra. Contemplé su obra. Ya casi la había liberado.
—¿Bufón? —llamé suavemente en la noche.
Acudió sin prisa, desde las sombras, para presentarse ante mí.
—Majestad —musitó—. Lo he intentado. Pero no puedo evitarlo. No puedo dejarla aquí…
Asentí lentamente, sin pronunciar palabra. En la base del estrado, Ojos de Noche gañó. El bufón lo miró, luego volvió a fijarse en mí. El desconcierto empañó su semblante.
—¿Mi señor?
Busqué el hilo de Habilidad que nos unía y lo encontré. El rostro del bufón se petrificó mientras pugnaba por entenderlo. Vino a sentarse a mi lado. Me miró fijamente, como si pudiera ver a través de la piel de Veraz.
—Esto no me gusta —dijo por fin.
—A mí tampoco-convine.
—¿Por qué has…?
—No quieras saberlo —le corté.
Permanecimos un momento sentados en silencio. El bufón extendió el brazo para barrer con la mano un puñado de piedritas que rodeaban el pie del dragón. Me miró a los ojos, pero aun había furtividad en su gesto cuando sacó un cincel de su camisa. Su martillo era una roca.
—Ése es el cincel de Veraz.
—Lo sé. A él ya no le hace falta, y a mí se me ha roto el cuchillo. —Aplicó el filo con cuidado a la piedra—. Además, funciona mejor.
Vi cómo arrancaba otro pedazo de roca. Alineé mis pensamientos con los suyos.
—Se alimenta de tu fuerza —comenté quedamente.
—Lo sé. —Otra lasca liberada—. Sentía curiosidad. Mi contacto le hizo daño. —Volvió a preparar su cincel—. Creo que le debo algo.
—Bufón. Podría aceptar todo lo que le ofrecieras y aun así no sería suficiente.
—¿Cómo lo sabes?
Me encogí de hombros.
—Este cuerpo lo sabe.
Lo observé mientras apoyaba sus dedos de Habilidad en el lugar donde estaba trabajando. Torcí el gesto, pero no sentí dolor procedente de ella. Tomó algo de él. Pero el bufón carecía de la Habilidad necesaria para darle forma con sus manos. Lo que le daba bastaba sólo para atormentarla.
—Me recuerda a mi hermana mayor —dijo a la noche—. Tenía el cabello dorado.
Me quedé sentado, demasiado aturdido para decir nada. No me miró al añadir:
—Me habría gustado verla de nuevo. Siempre estaba mimándome en exceso. Me habría gustado volver a ver a mi familia. —Su voz no era más que melancólica mientras movía los dedos ocioso sobre la piedra cincelada.
—¿Bufón? ¿Me dejas probar?
Me dedicó una mirada que podía ser de celos.
—A lo mejor no te acepta —me previno.
Sonreí. La sonrisa de Veraz, enmarcada por su barba.
—Hay un vínculo entre nosotros. Fino como un hilo, y ni la corteza feérica ni tu cansancio contribuyen a fortalecerlo. Pero está ahí. Apoya una mano en mi hombro.
No sé por qué lo hice. Quizá porque nunca me había dicho que echaba de menos a su hermana y su familia. Me negué a pararme a pensar en ello. No pensar era mucho más sencillo, y no sentir era lo más sencillo de todo. Apoyó su mano inhábil, no en mi hombro, sino en mi cuello. Instintivamente, tenía razón. Piel contra piel, lo conocí mejor. Sostuve las manos plateadas de Veraz ante mis ojos y me maravillé ante ellas. Eran argénteas a la vista, escaldadas y descarnadas a los sentidos. Entonces, antes de que pudiera cambiar de opinión, así la pata informe del dragón con ambas manos.
Sentí al dragón de inmediato. Se revolvía casi dentro de la piedra. Conocí el canto de cada una de sus escamas, la punta de cada una de sus garras aviesas. Y conocí a la mujer que lo había esculpido. Las mujeres. Una camarilla, hacía mucho tiempo. La Camarilla de Sal. Pero Sal había pecado de orgullosa. Sus rasgos estaban en el rostro tallado, y aspiraba a conservar su forma, labrándose a sí misma en el dragón que moldeaba su camarilla a su alrededor. Eran demasiado leales como para oponerse. Y había estado a punto de conseguirlo. El dragón estaba terminado, y casi repleto. El dragón se había avivado y empezó a levantar el vuelo mientras la camarilla era absorbida en su interior. Pero Sal había intentado quedarse sola dentro de la muchacha esculpida. Se había reprimido con el dragón. Y el dragón había caído antes de despegar incluso, hundiéndose en la roca, quedando atrapado para siempre, dejando a la camarilla encerrada dentro del dragón y a Sal dentro de la muchacha.
Todo esto lo supe en un instante, veloz como el rayo. Sentí también el hambre del dragón. Tiraba de mí, suplicando sustento. Había tomado mucho del bufón. Sentí lo que le había dado, brillante y oscuro por igual. Las mofas de los jardineros y los chambelanes cuando era un crío en Torre del Alce. Un manojo de flores de manzana frente a una ventana en primavera. Una imagen de mí, con mi jubón ondeando mientras cruzaba el patio corriendo tras los pasos de Burrich, intentando que mis piernas más cortas igualaran sus largas zancadas. Un pez plateado brincando en un estanque plateado al amanecer.
El dragón tiraba de mí con insistencia. Supe de repente qué era lo que me había atraído realmente hasta allí. Toma los recuerdos de mi madre, y los sentimientos que los acompañan. No los quiero para nada. Toma el nudo que se forma en mi garganta cuando pienso en Molly, llévate los días de vivos colores, tan nítidos, que recuerdo a su lado. Toma su brillo y déjame tan sólo con las sombras de lo que vi y sentí. Déjame recordarlos sin cortarme con su filo. Toma mis días y mis noches encerrado en las mazmorras de Regio. Me basta con saber lo que me hizo. Quédate con ellos y haz que deje de sentir mi cara contra ese suelo de piedra, de oír cómo se rompe mi nariz, de oler y saborear mi propia sangre. Llévate el dolor que me causa el no haber conocido nunca a mi padre, toma las horas que pasé contemplando su retrato cuando el gran salón estaba vacío y nadie podía verme. Toma…
Traspié. Para. Le estás dando demasiadas cosas, no quedará nada de ti. La voz del bufón en mi interior sonaba despavorida ante lo que había provocado.
… mis recuerdos de lo alto de esa torre, del Jardín de la Reina desnudo y azotado por el viento, con Galeno erguido ante mí. Llévate esa imagen de Molly entregada a los brazos de Burrich. Llévatela, consúmela y enciérrala donde nunca pueda volver a torturarme. Llévate…
Hermano. Basta.
Ojos de Noche se interpuso de pronto entre el dragón y yo. Sabía que seguía aferrado a su pata escamosa, pero el lobo rugía desafiándolo a seguir alimentándose de mí.
No me importa que se lo lleve todo, le dije a Ojos de Noche.
Pero a mí sí. Preferiría no estar vinculado a un forjado. Atrás, Frío, rugió en cuerpo y alma.
Para mi sorpresa, el dragón claudicó. Mi compañero me mordisqueó el hombro. Suéltate. ¡Suelta eso!
Solté la pata del dragón. Abrí los ojos, sorprendido al descubrir que aún era de noche a mi alrededor.
El bufón rodeaba a Ojos de Noche con un brazo.
—Traspié —musitó. Habló con el rostro hundido en el pelaje del lobo, pero lo oí con claridad—. Traspié, lo siento. Pero no puedes desembarazarte de todo tu dolor. Si dejas de sentir dolor…
No escuché el resto de sus palabras. Miré fijamente la pata del dragón. Allí donde habían descansado mis manos contra la roca informe se marcaban ahora mis palmas. En el interior de esas huellas, cada escama lucía detallada y perfecta. Todo eso, pensé. Todo eso, y esto es todo el dragón que he conseguido. Pensé entonces en el dragón de Veraz. Era inmenso. ¿Cómo lo había hecho? ¿Qué había guardado en su interior, todos estos años, que bastaba para dar forma a un dragón así?
—Siente muchas cosas tu tío. Grandes amores. Vasta lealtad. A veces pienso que mis más de doscientos años palidecen en comparación con lo que ha sentido él en poco más de cuarenta.
Los tres nos volvimos para mirar a Hervidera. No me sorprendí. Sabía que se acercaba y no me importaba. Se apoyaba pesadamente en un cayado y su cara parecía descolgarse de los huesos de su calavera. Me miró a los ojos y comprendí que lo sabía todo. Vinculada por la Habilidad como estaba con Veraz, lo sabía todo.
—Bajad de ahí. Todos, antes de que os hagáis daño.
Obedecimos despacio y yo más despacio que ninguno. Veraz tenía las articulaciones doloridas y su cuerpo estaba agotado. Hervidera me observó encolerizada cuando llegué por fin a su lado.
—Si ibas a hacer eso, podrías haberlo puesto mejor en el dragón de Veraz —señaló.
—No me hubiera dejado. Tú no me hubieras dejado.
—No. No te hubiéramos dejado. Deja que te diga una cosa, Traspié. Vas a echar de menos lo que has entregado. Recuperarás algunos de esos sentimientos con el tiempo, naturalmente. Todos los recuerdos están conectados, e igual que la piel de las personas, pueden cicatrizar. Con el tiempo, por su cuenta, esos sentimientos habrían dejado de hacerte daño. Algún día desearás poder conjurar ese dolor.
—No lo creo —dije con calma, para disimular mis dudas—. Todavía me queda dolor de sobra.
Hervidera volvió su anciano semblante hacia el cielo. Inspiró un largo aliento por la nariz.
—Amanece —dijo, como si lo hubiera olido—. Debes volver con el dragón. Con el dragón de Veraz. Y vosotros dos. —Torció el cuello para mirar al bufón y a Ojos de Noche—. Vosotros dos deberíais subir a esa atalaya y ver si las tropas de Regio están cerca. Ojos de Noche, comunica a Traspié lo que veas. Marchaos, los dos. Y bufón: aléjate de la Chica del Dragón a partir de ahora. Tendrías que darle toda tu vida. Y ni siquiera eso sería suficiente. Así las cosas, deja de torturarte. Y de torturarla a ella. ¡Marchaos, venga!
Se fueron, pero no sin volver la vista atrás varias veces.
—Camina —me ordenó bruscamente Hervidera. Empezó a desandar el camino por el que había venido. La seguí, caminando igual de envarado que ella, en medio de las sombras negras y plateadas de los bloques que atestaban la cantera. Aparentaba cada uno de sus más de doscientos años. Yo me sentía más viejo todavía. El cuerpo dolorido, las articulaciones que crujían y rechinaban. Levanté la mano y me rasqué la oreja. La bajé de golpe, arrepentido. Ahora Veraz tendría una oreja de plata. Sentía ya cómo ardía la piel, y me parecía que el lejano canto de los insectos nocturnos sonaba ahora más cerca—. Por cierto, lo siento. Lo de tu Molly y todo eso. Intenté prevenirte.
Hervidera no parecía sentirlo. Pero ahora lo comprendía. Casi todos sus sentimientos estaban dentro del dragón. Hablaba de lo que sabía que habría sentido, una vez. Todavía tenía dolor para mí, pero ya no recordaba ningún dolor personal con el que compararlo. Me limité a preguntar en voz baja:
—¿Es que ya no hay nada íntimo?
—Sólo aquello que nos negamos a nosotros mismos —respondió entristecida. Me miró por encima del hombro—. Lo que haces esta noche está bien. Está bien. —Sus labios quisieron sonreír, pero los ojos se le anegaron de lágrimas—. Darle una última noche de juventud y pasión. —Me estudió, la expresión plasmada en mi cara—. No volveré a mencionarlo.
Anduve el resto del camino junto a ella, en silencio.
Me senté junto a los cálidos rescoldos de la fogata de la noche anterior y vi amanecer. El canto de los insectos nocturnos dio paso gradualmente a los trinos matinales de aves lejanas. Ahora podía oírlos muy bien. Era extraño, pensé, sentarse y esperar a que llegara uno mismo. Hervidera no dijo nada. Inspiraba profundamente la cambiante fragancia del aire mientras la noche se rendía al alba y contemplaba cómo clareaba el cielo con ojos ávidos. Todo lo almacenaba para ponerlo en el dragón.
Oí el crujido de unas botas contra la piedra y levanté la cabeza. Presencié mi acercamiento. Mi paso era vivo y confiado, tenía la cabeza alta. Acababa de lavarme la cara y el pelo mojado se apartaba de mi frente en una coleta de guerrero. Veraz sabía llevar mi cuerpo.
Nuestras miradas se cruzaron a la temprana luz. Vi cómo se entornaban mis ojos mientras Veraz valoraba su propio cuerpo. Me levanté y, sin pensar, empecé a sacudirme el polvo de las ropas. Me di cuenta entonces de lo que estaba haciendo. No era una camisa lo que había tomado prestado. Mi risa brotó atronadora, más alta de lo que acostumbraba. Veraz meneó mi cabeza.
—Déjalo, muchacho. No tiene arreglo. Además, ya casi he terminado. —Me golpeó el pecho con la palma de mi mano—. Una vez tuve un cuerpo como éste —me dijo, como si yo no lo supiera—. Había olvidado muchas de las cosas que se sienten. Muchas cosas. —La sonrisa se desvaneció de su rostro al ver cómo lo escudriñaba con sus propios ojos—. Cuídalo, Traspié. Sólo tienes uno. Que conservar, por lo menos.
Una oleada de vértigo. La periferia de mi visión se ennegreció, doblé las rodillas y me agaché para no caerme.
—Perdona —dijo Veraz, con su voz.
Levanté la cabeza para encontrarlo de pie ante mí. Lo observé sin decir palabra. Podía oler el perfume de Kettricken en mi piel. Mi cuerpo estaba muy cansado. Experimenté un momento de absoluta indignación, que alcanzó su punto culminante y se disipó como si la emoción supusiera un esfuerzo desmesurado. Los ojos de Veraz buscaron los míos y acepté lo que sentía.
—No puedo disculparme ni darte las gracias. Las dos cosas serían igual de inapropiadas. —Meneó la cabeza para sí—. Y a decir verdad, ¿cómo podría decir que lo siento? No es verdad. —Miró detrás de mí, por encima de mi cabeza—. Mi dragón levantará el vuelo. Mi reina tendrá un hijo. Expulsaré a los corsarios de nuestras costas. —Inspiró hondo—. No. No lamento nuestro pacto. —Volvió a mirarme a los ojos—. Traspié Hidalgo, ¿lo lamentas tú?
Me puse de pie lentamente.
—No lo sé. —Intenté decidirme—. Las raíces de esto son demasiado profundas —dije por fin—. ¿Por dónde empezaría a deshacer mi pasado? ¿Hasta dónde tendría que remontarme? ¿Cuánto tendría que cambiar para cambiar esto, o para decir que ahora no lo lamento?
La carretera está despejada, anunció Ojos de Noche dentro de mi cabeza.
Lo sé. Hervidera también lo sabe. Pero quería mantener ocupado al bufón y que tú velaras por él. Podéis volver ahora.
Oh. ¿Estás bien?
—Traspié Hidalgo. ¿Estás bien?
Había preocupación en la voz de Veraz. Pero no lograba enmascarar por completo el triunfo que resonaba también en ella.
—Claro que no —les dije a ambos—. Claro que no.
Me alejé del dragón.
A mi espalda, oí que Hervidera preguntaba ansiosa:
—¿Estamos listos para avivarlo?
La suave voz de Veraz llegó hasta mis oídos.
—No. Aún no. Quiero conservar estos recuerdos un poco más. Quiero seguir siendo un hombre un poco más.
Cuando atravesaba el campamento, Kettricken salió de su tienda. Llevaba puesta la misma túnica estropeada por el viaje y los pantalones del día anterior. Se había apartado el cabello de la cara con una trenza gruesa y corta. Todavía había arrugas en su frente y en las comisuras de sus labios. Pero su semblante lucía la cálida luminiscencia de las mejores perlas. Brillaba en ella una fe renovada. Inspiró profundamente el aire de la mañana y me dedicó una sonrisa radiante.
Me apresuré a pasar junto a ella.
El agua del arroyo estaba muy fría. En una orilla crecían bastos equisetos. Me restregué el cuerpo con puñados de ellos. Mis ropas mojadas estaban tendidas en los arbustos del otro lado del riachuelo. El calor de la mañana auguraba que pronto estarían secas. Ojos de Noche se sentó en la orilla y me observó con un hoyuelo entre los ojos.
No lo entiendo. No hueles mal.
Ojos de Noche. Vete a cazar. Por favor.
¿Quieres estar solo?
Si es que todavía es posible tal cosa.
Se levantó y se desperezó, haciéndome una reverencia con su gesto. Algún día seremos sólo tú y yo. Cazaremos, comeremos y dormitemos. Y te curarás.
Ojalá vivamos para ver ese día, convine con toda sinceridad.
El lobo se escabulló entre los árboles. Por probar, me restregué las huellas de los dedos del bufón que tenía en la muñeca. No se fueron, pero aprendí un montón de cosas sobre el ciclo vital de un tallo de equiseto. Lo di por imposible. Decidí que podría arrancarme toda la piel a tiras y seguir sin sentirme libre de lo que había ocurrido. Salí del arroyo, sacudiéndome el agua de encima sobre la marcha. Mi ropa se había secado lo suficiente como para volver a vestirme. Me senté en la orilla para ponerme las botas. Estuve a punto de pensar en Molly y Burrich, pero rápidamente arrinconé la imagen. Me pregunté en cambio cuándo llegarían los soldados de Regio y si el dragón de Veraz estaría listo para entonces. A lo mejor ya estaba terminado. Me gustaría verlo.
Pero más quería estar solo.
Me tumbé en la hierba y contemplé el cielo azul sobre mi cabeza. Intenté sentir algo. Temor, emoción, rabia. Odio. Amor. Sólo me sentía confuso. Y cansado. Cansado en cuerpo y alma. Cerré los ojos frente al resplandor del firmamento.
Las notas de arpa acompañaban al sonido del discurrir del agua. Se fundían con él, se separaban. Abrí los ojos y observé a Estornino con los párpados entrecerrados. Se había sentado en la orilla a mi lado y tocaba. Llevaba el pelo suelto, secándose en ondas sobre su espalda al sol. Tenía un tallo de hierba en la boca y sus pies descalzos descansaban en el suave césped. Me miró a los ojos pero no dijo nada. Vi cómo se movían sus dedos sobre las cuerdas. Su mano izquierda trabajaba más duro, compensando el anquilosamiento de los dos últimos dedos. Debería haber sentido algo ante eso. No sabía el qué.
—¿Para qué sirven los sentimientos?
No supe que tenía esa pregunta en mi cabeza hasta que la formulé en voz alta.
Sus dedos se detuvieron sobre las cuerdas. Frunció el ceño.
—No creo que haya una respuesta a esa pregunta.
—Últimamente no encuentro demasiadas respuestas a nada. ¿Por qué no estás en la cantera, viendo cómo terminan el dragón? Seguro que de ahí saldría una buena canción.
—Porque estoy aquí contigo —dijo sencillamente. Sonrió—. Y porque todos parecen estar ocupados. Hervidera duerme. Kettricken y Veraz…, ella lo estaba peinando cuando me fui. Me parece que es la primera vez que veo sonreír al rey Veraz. Cuando sonríe, se parece mucho a ti, en los ojos. En cualquier caso, dudo que me echen de menos.
—¿Y el bufón?
Meneó la cabeza.
—Talla la piedra alrededor de la Chica del Dragón. Sé que no debería hacerlo, pero creo que no puede evitarlo. Tampoco sé cómo podría obligarlo a parar.
—No creo que pueda ayudarla. Pero tampoco creo que sea capaz de resistirse a intentarlo. Pese a lo afilado de su lengua, en el fondo es un romántico.
—Lo sé. Ahora. En cierto modo, he llegado a conocerlo muy bien. Por otra parte, siempre será un misterio para mí.
Asentí en silencio. El silencio se prolongó. Luego, sutilmente, se convirtió en una clase de silencio diferente.
—De hecho —dijo incómoda Estornino— el bufón me pidió que fuera a buscarte.
Solté un gemido. Me pregunté cuántas cosas le habría contado.
—Siento lo de Molly…
—Pero no te sorprende —acabé la frase por ella.
Levanté un brazo y me protegí los ojos del sol.
—No —musitó—. No me sorprende. —Buscó algo que decir—. Por lo menos ahora sabes que está a salvo y que alguien cuida de ella.
Sí que lo sabía. Me avergonzaba encontrar tan poco consuelo en ello. Ponerlo en el dragón me había ayudado del mismo modo que ayuda amputar un miembro infectado. Librarme de ello no era lo mismo que curarse de ello. El vacío en mi interior escocía. Quizá anhelara lamentarlo. La observé desde la sombra de mi brazo.
—Traspié —dijo en voz baja—. Te lo pedí una vez. Con ternura y amistad. Para alejar un recuerdo de ti. —Apartó la mirada, fijándola en los destellos del agua—. Te lo ofrezco de nuevo —dijo humildemente.
—Pero yo no te quiero —dije con sinceridad.
E instantáneamente supe que era lo peor que podía haber dicho en ese preciso momento.
Estornino suspiró y dejó su arpa a un lado.
—Eso ya lo sé. Tú también lo sabes. Pero no hacía falta que lo dijeras precisamente ahora.
—También eso lo sé. Ahora. Es sólo que no quiero mentiras, ni dichas ni calladas…
Se inclinó sobre mí y me cerró la boca con la suya. Transcurrido un momento apartó un poco la cara.
—Soy rapsoda. Sé más sobre la mentira de lo que tú descubrirás jamás. Y los rapsodas saben que a veces una mentira es lo que más necesita una persona. Para poder construir una nueva verdad con ella.
—Estornino —empecé.
—Sabes que vas a decir lo menos adecuado. ¿Por qué no te quedas callado un momento? No hagas esto más complicado. Deja de pensar, sólo un momento.
En realidad, fue bastante más que un momento.
Cuando desperté, seguía recostada y cálida junto a mí. Ojos de Noche estaba con nosotros, mirándome, jadeando de calor. Cuando abrí los ojos, agachó las orejas y meneó la cola muy despacio. Me cayó una gota de saliva en el brazo.
—Vete.
Los demás te están llamando. Te buscan. Ladeó la cabeza y ofreció: Podría mostrarle a Kettricken dónde encontrarte.
Me senté y aplasté tres mosquitos que tenía en el pecho. Dejaron sendos manchurrones de sangre. Busqué mi camisa. ¿Ocurre algo?
No. Están listos para despertar al dragón. Veraz quiere despedirse de ti.
Zarandeé a Estornino con delicadeza.
—Arriba. O te perderás cómo despierta Veraz al dragón.
Se desperezó lánguidamente.
—Sólo por eso me levanto. No se me ocurre otra cosa que pudiera despertarme. Además, quizá sea mi última oportunidad de encontrar una canción. La suerte ha decidido que me encuentre siempre en otro sitio cuando pasa algo interesante.
Eso me hizo sonreír.
—Ya. ¿Así que al final no vas a componer ninguna canción sobre el bastardo de Hidalgo?
—Una, a lo mejor. Una canción de amor. —Me dedicó una última sonrisita secreta—. Por lo menos esa parte ha sido interesante.
Me levanté y la ayudé a ponerse de pie. La besé. Ojos de Noche gañó de impaciencia y Estornino se giró de repente hacia él. El lobo se estiró y se inclinó ante ella. Cuando Estornino me miró de nuevo, tenía los ojos muy abiertos.
—Te lo advertí —le dije.
Se echó a reír y se agachó para recoger nuestras ropas.