Carne de Dragón
A mediados del verano de ese último año, la situación de los Seis Ducados se había vuelto desesperada. El castillo de Torre del Alce, perdonado por los corsarios durante tanto tiempo, fue víctima de un inesperado asedio. Las Velas Rojas se habían adueñado de la Isla de los Antílopes y sus torres de vigilancia el invierno pasado. Forja, la primera aldea en caer víctima del azote que llevaba su nombre, hacía mucho que era un punto de avituallamiento para las naves corsarias. Desde hacía algún tiempo se rumoreaba que había embarcaciones marginadas fondeadas frente a Isla Mezquina, y se hablaba de varios avistamientos del misterioso Navio Blanco. Casi toda la primavera había pasado sin que ningún barco entrara o saliera del puerto de Gama. Esta interrupción del comercio se dejaba sentir no sólo en Gama, sino en todos los centros de comercio de Gama, Osorno y el río Vin. Los Corsarios de la Vela Roja se habían convertido en una inesperada realidad para los comerciantes y nobles de Haza y Lumbrales.
Pero en el punto álgido del estío, las Velas Rojas llegaron a la ciudad de Torre del Alce. Los barcos corsarios arribaron en plena noche tras semanas de engañosa tranquilidad. La batalla se libró contra una población acorralada que defendió ferozmente su vida, pero también eran gentes maltratadas por el hambre y la escasez. Casi todas las estructuras de madera de la ciudad fueron quemadas hasta los cimientos. Se estimó que solamente una cuarta parte de los vecinos de la ciudad consiguió huir por las empinadas colinas que conducían al castillo de Torre del Alce. Aunque lord Refuljo se había propuesto refortificar y abastecer el castillo, las semanas de sitio se habían cobrado su tributo. Los profundos pozos del castillo de Torre del Alce garantizaban a los refugiados un generoso suministro de agua potable, pero todo lo demás escaseaba.
Había catapultas y otras máquinas de guerra erigidas desde hacía décadas para defender la desembocadura del río Alce, pero lord Refuljo las había destinado a la defensa de su castillo. Sin oposición, las Velas Rojas navegaron las aguas del río Alce a contracorriente, llevando su guerra y su Forja al seno de los Seis Ducados igual que sigue el veneno una vena hasta el corazón.
Cuando llegó el momento en que los corsarios amenazaban incluso Puesto Vado, los señores de Lumbrales y Haza descubrieron que una gran parte de los ejércitos de los Seis Ducados se habían trasladado muy al interior, al Lago Azul y más allá, hasta la misma frontera con el Reino de las Montañas. Los nobles de estos ducados descubrieron de repente que lo único que se interponía entre ellos y la muerte eran sus guardias personales.
Salí de la columna para aterrizar en medio de un corro de personas desquiciadas. Lo primero que ocurrió fue que el lobo se abalanzó con fuerza sobre mi pecho, empujándome hacia atrás, por lo que Veraz se estrelló de bruces contra mí al aparecer.
Conseguí que me entendiera, le dije que estabas en peligro y ella le pidió a él que fuera a buscarte. ¡Conseguí que me entendiera, conseguí que me entendiera!. Ojos de Noche estaba exultante como un cachorro. Me pegó el hocico a la cara, me mordisqueó la nariz, se tumbó en el suelo a mi lado y echó medio cuerpo sobre mi regazo.
—¡Consiguió que un dragón se agitara! ¡No ha terminado de despertar, pero lo sentí agitarse! ¡Todavía podremos despertarlos a todos!
Éste era Veraz, riendo y anunciando a los demás la buena nueva mientras pasaba por encima de nosotros de una zancada. Blandía su brillante espada en alto como si quisiera desafiar a la luna. No tenía ni idea de lo que estaba diciendo. Me quedé sentado en el suelo, contemplándolos fijamente. El bufón parecía alicaído y exhausto; Kettricken, reflejo siempre de su rey, sonreía al ver su alborozo. Estornino nos estudiaba a todos con calculadores ojos de juglaresa, memorizando hasta el último detalle. Y Hervidera, con las manos y los brazos plateados hasta el codo, se arrodilló despacio a mi lado para preguntar:
—¿Estás bien, Traspié Hidalgo?
Contemplé sus brazos revestidos de magia.
—¿Qué has hecho? —le pregunté.
—Sólo lo que era preciso. Veraz me llevó al río de la ciudad. Ahora trabajaremos más deprisa. ¿Qué te ha pasado?
No contesté. Fulminé en cambio a Veraz con la mirada.
—¡Me alejaste para que no pudiera seguiros! ¡Sabías que no podría despertar a los dragones, pero querías quitarme de en medio!
Me sentía indignado y traicionado.
Veraz me dedicó una de sus viejas sonrisas, renunciando a arrepentirse.
—Qué bien nos conocemos el uno al otro, ¿verdad? —fue todo lo que dijo a modo de disculpa. Su sonrisa se ensanchó—. Sí, te encargué una misión condenada al fracaso. Pero el iluso era yo, no tú. Despertaste a uno, o lo agitaste al menos.
Meneé la cabeza.
—Sí, lo conseguiste. Seguro que lo sentiste, ese temblor en la Habilidad, justo antes de que yo llegara. ¿Qué hiciste, cómo lo agitaste?
—Murió un hombre ensartado en los colmillos del jabalí de piedra —dije, lacónico—. Quizá ésa sea la manera de despertar a los dragones. Con la muerte.
No puedo explicar lo dolido que me sentía. Había cogido lo que tendría que ser mío y se lo había dado a Hervidera. Esa intimidad con la Habilidad me la debía a mí, a nadie más. ¿Quién si no había llegado tan lejos, había renunciado a tantas cosas por él? ¿Cómo se atrevía a impedirme que esculpiera su dragón?
Era ansia de Habilidad, lisa y llanamente, pero yo entonces no lo sabía. Lo único que sabía entonces era cuan perfectamente vinculado estaba a Hervidera, y cuan firmemente se negaba a compartir conmigo ese vínculo. Me rechazaba con la misma intensidad que a Regio. Había abandonado a mi mujer y mi hija, había recorrido los Seis Ducados de una punta a otra para ponerme a su servicio, y ahora me daba la espalda. Debería haberme llevado al río, debería haber estado a mi lado durante esa experiencia. Nunca me hubiera creído capaz de sentir unos celos semejantes. Ojos de Noche dejó de corretear alrededor de Kettricken para colocar la cabeza bajo mi brazo. Le froté el cuello y lo abracé. Por lo menos él era mío.
Me ha entendido, repitió animado. Conseguí que me entendiera y ella le pidió que fuera a buscarte.
Kettricken se acercó a mí y dijo:
—Tuve el fuerte presentimiento de que corrías peligro. Tuve que insistir mucho, pero al final Veraz dejó su dragón y fue a por ti. ¿Estás herido?
Me puse de pie lentamente, sacudiéndome el polvo.
—Sólo en mi orgullo, porque mi rey me trata como si fuera un chiquillo. Podría haberme dicho que prefería la compañía de Hervidera.
El brillo en los ojos de Kettricken me hizo recordar con quién estaba hablando. Pero disimuló bien sus propios sentimientos heridos y limitó a preguntar:
—¿Dices que murió un hombre?
—No lo maté yo. Se cayó encima de los colmillos del jabalí en la oscuridad y se destripó él solo. Pero no vi que se agitara ningún dragón.
—No es la muerte, sino la vida derramada —dijo Hervidera a Veraz—. Quizá se trate de eso. Igual que incita el olor de la carne fresca a un perro medio muerto de hambre. Están hambrientos, mi rey, pero eso no les impedirá despertar. No si encontramos la manera de alimentarlos.
—¡No me gusta cómo suena eso! —exclamé.
—No nos corresponde a nosotros juzgarlos —dijo roncamente Veraz—. Es la naturaleza de los dragones. Deben saciarse, y la vida es su sustento. Debe entregarse voluntariamente para crear uno. Pero los dragones tomarán lo que necesiten para alimentarse, cuando alcen el vuelo. ¿Qué pensabas que les ofreció el rey Sapiencia a cambio de la derrota de las Velas Rojas?
Hervidera señaló al bufón con un dedo admonitorio.
—Escucha atentamente esas palabras, bufón, y entiende ahora por qué estás tan cansado. Cuando tocaste a la Chica del Dragón con la Habilidad, te vinculaste a ella. Ahora te atrae hacia sí, y tú crees acudir a ella movido por la conmiseración. Pero ella te arrebatará lo que necesite para alzarse de nuevo. Aunque sea toda tu vida.
—Nada de todo esto tiene sentido —declaré. Entonces, recuperando un ápice de sensatez, exclamé—: Regio ha enviado soldados. Se dirigen hacia aquí. Están a pocos días de viaje, a lo sumo. Intuyo que estarán forzando la marcha y viajarán deprisa. Los hombres que vigilan las columnas tienen órdenes de impedir que escape Veraz.
Estaba muy entrada la noche cuando terminé de enterarme de todo. Hervidera y Veraz habían ido al río casi en cuanto me separé de ellos. Habían utilizado el pilar para bajar a la ciudad, y allí habían lavado los brazos de Hervidera en el torrente y habían renovado la energía en los de Veraz. Cada destello de los brazos plateados de Hervidera despertaba en mi interior un ansia de Habilidad que era casi pasión. Era algo que intenté disimular y ocultar a Veraz. No creo que pudiera engañarlo, pero no me obligó a hablar de ello. Enmascaré mis celos con excusas. Les dije acaloradamente que habían tenido mucha suerte al no toparse allí con la camarilla. Veraz repuso con calma que sabía cuál era el riesgo y lo había asumido. De algún modo me dolía todavía más que ni siquiera mi rabia consiguiera conmoverlo.
Fue a su regreso cuando descubrieron al bufón cincelando la piedra que atrapaba a la Chica del Dragón. Había despejado el suelo alrededor de un pie y estaba empezando con el otro. El pie en sí seguía siendo un informe pedazo de roca, pero el bufón insistía en que podía sentir la pata, intacta dentro de la piedra. Estaba seguro de que cuanto deseaba la muchacha de él era que liberara al dragón de la roca que lo apresaba. Temblaba de agotamiento cuando lo encontraron. Hervidera insistió en que debería acostarse inmediatamente. Cogió el último trozo de corteza feérica recocida y lo molió muy fino, para prepararle una última dosis de té. Pese a la droga, el bufón se quedó desapegado y exhausto, interesándose apenas por lo que había sido de mí. Sentí una honda preocupación por él.
Mis noticias sobre los hombres de Regio impulsaron a todo el mundo a actuar. Después de comer, Veraz envió a Estornino, el bufón y el lobo a la boca de la cantera para montar guardia. Yo me quedé sentado junto al fuego un momento, con un paño empapado en agua fría envolviéndome la rodilla hinchada y descolorida. En el estrado del dragón, Kettricken alimentaba las fogatas, y Veraz y Hervidera trabajaban la piedra. Estornino, mientras ayudaba a Hervidera a buscar más corteza feérica, había descubierto las semillas de carris que me diera Chade. Hervidera se había apropiado de ellas y había preparado una bebida estimulante que compartían Veraz y ella. El ritmo de su trabajo había adquirido una cadencia sobrecogedora.
También encontraron las semillas de condurango que compré hacía tanto tiempo como posible sustituto de la corteza feérica. Con una sonrisa taimada, Estornino me preguntó por qué las llevaba encima. Cuando se lo expliqué, se rió y me explicó finalmente que tenían fama de afrodisíacas. Recordé las palabras de la vendedora y meneé la cabeza. Una parte de mí percibía lo humorístico de la sensación, pero me sentía incapaz de esbozar una sonrisa.
Después de llevar un buen rato solo junto a la fogata, sondeé en busca de Ojos de Noche. ¿Qué tal?
Un suspiro. La juglaresa preferiría estar tocando su arpa. El Sin Olor preferiría estar dando martillazos a esa estatua. Y yo preferiría estar cazando. Si viene peligro de camino, todavía le falta mucho para llegar.
Esperemos que no llegue nunca. Estáte atento, amigo.
Abandoné el campamento y resquilé la cuesta de piedra hasta el estrado del dragón. Tres de sus pies estaban libres ahora, y Veraz trabajaba en la última pata delantera. Me quedé un rato a su lado, pero no se dignó a mirarme. Siguió cincelando y rascando, canturreando mientras tanto viejas rimas infantiles o canciones de taberna para sí. Pasé cojeando junto a Kettricken, que atendía distraída sus fogatas, hasta llegar a Hervidera, que acariciaba la cola del dragón. Tenía la mirada ausente mientras conjuraba las escamas, para luego añadirles detalle y textura. Parte de la cola permanecía oculta también en la piedra. Hice ademán de apoyarme en la porción más gruesa de la cola para aliviar el peso sobre mi rodilla lastimada, pero Hervidera se enderezó de inmediato y siseó:
—¡No lo hagas! ¡No lo toques!
Me aparté del dragón.
—Ya lo he tocado antes —dije indignado—. Y no pasó nada.
—Eso era antes. Ahora está casi terminado. —Me miró a los ojos. Aun a la luz del fuego, era visible cómo se adhería a sus rasgos y sus pestañas una gruesa capa de polvo rocoso. Parecía estar tremendamente cansada y aun así animada por algún tipo de feroz energía—. Con lo cerca que estás de Veraz, el dragón iría a por ti. Y no tienes la fuerza necesaria para negarte. Te absorbería por completo. Así de poderoso es, magníficamente poderoso —pronunció arrobada sus últimas palabras mientras acariciaba la cola.
Por un instante, vi cómo sus manos dejaban una pátina de color tras su estela.
—¿Alguna vez va a explicarme alguien algo de todo esto? —pregunté con petulancia.
Hervidera me miró divertida.
—Yo lo intento. Veraz lo intenta. Pero tú más que nadie deberías saber cuan fatigosas son las palabras. Intentamos explicártelo una y otra vez, pero tu mente se resiste a asimilarlo. No es culpa tuya. Las palabras no alcanzan a expresarlo. Y ahora es demasiado peligroso incluirte en nuestra Habilidad.
—¿Podréis explicármelo cuando esté terminado el dragón?
Me miró y algo parecido a la lástima nubló su expresión.
—Traspié Hidalgo. Querido amigo. ¿Cuando el dragón esté terminado? Digamos que cuando Veraz y yo estemos terminados, el dragón estará empezado.
—¡No lo entiendo! —exclamé exasperado.
—Pero si ya te lo ha dicho. Yo lo repetí al advertir al bufón. Los dragones se alimentan de vida. Toda una vida, entregada voluntariamente. Eso es lo que hace falta para que despierte un dragón. Y por lo general no sólo una. En la antigüedad, cuando los hombres sabios visitaban la ciudad de Jhaampe, venían como una camarilla, como un conjunto que era más que la suma de sus partes, y lo vertían todo en un dragón. El dragón tiene que estar lleno. Veraz y yo debemos ponerlo todo, hasta la última parte de nuestras vidas, en su interior. Para mí es más sencillo. Sabe Eda que he vivido mis buenos años, y no deseo seguir con este cuerpo. Para Veraz es más complicado, mucho más complicado. Deja atrás su trono, su adorable esposa, su amor por hacer las cosas con sus propias manos. Deja atrás el montar a caballo, el cazar venados, el pasear entre sus subditos. Oh, ya lo siento todo dentro del dragón. El meticuloso coloreado de un mapa, la sensación de una hoja limpia de vitela bajo sus manos. Sé incluso a qué huelen sus tintas, ahora. Lo ha puesto todo en el dragón. Para él es difícil. Pero lo hace, y el dolor que le cuesta es otra cosa que añade al dragón. Alimentará su rabia contra las Velas Rojas cuando despierte. De hecho, sólo hay una cosa que se ha reservado. Sólo una, que podría dejarlo a las puertas de conseguir su objetivo.
—¿Cuál? —pregunté contra mi voluntad.
Sus ancianos ojos se clavaron en los míos.
—Tú. Se ha resistido a dejar que entraras en el dragón. Podría hacerlo, sabes, con tu consentimiento o sin él. Podría sondear hacia ti y arrastrarte a su interior. Pero se niega. Dice que amas demasiado la vida, no quiere arrebatártela. Que ya has renunciado a demasiadas cosas por un rey que a cambio sólo te reporta dolor y penalidades.
¿Sabía que con sus palabras me devolvía a Veraz? Sospecho que sí. Había visto mucho de ella durante nuestro momento de Habilidad compartida. Sabía que la experiencia debía de haber funcionado en ambas direcciones. Sabía cómo quería a mi rey, y cómo me había dolido encontrarlo tan distante al llegar aquí. Me levanté de inmediato para ir a hablar con él.
—¡Traspié! —me llamó. Me giré hacia ella—. Quiero que sepas dos cosas, por dolorosas que te resulten.
Me armé de valor.
—Tu madre te quería —dijo con voz queda—. Dices que no la recuerdas. En realidad no puedes perdonarla. Pero ella está ahí, contigo, en tus recuerdos. Era alta y rubia, una mujer de las montañas. Y te quería. No te apartó de su lado por decisión propia.
Sus palabras me enfurecieron y desconcertaron. Rechacé la información que me ofrecía. Sabía que no conservaba ningún recuerdo de la mujer que me engendró. Había buscado en mi interior una y otra vez, sin encontrar ni rastro de ella. Ni rastro.
—¿Y la segunda cosa? —pregunté fríamente.
No reaccionó a mi enfado, salvo con lástima.
—Es igual de mala, o peor. De nuevo, es algo que ya sabes. Es triste que los únicos dones que puedo ofrecerte, al catalizador que ha convertido mi muerte viviente en vida moribunda, sean cosas que ya posees. Pero así es, y así quiero decírtelo. Vivirás para amar de nuevo. Sabes que has perdido a tu amor de primavera, a tu Molly con el viento en su melena castaña y su capa roja. Has pasado demasiado tiempo lejos de ella, y a los dos os han acaecido demasiadas cosas. Y lo que queríais, lo que amabais realmente cada uno de vosotros, no era al otro. Era ese momento de vuestras vidas. Era la primavera de vuestros años, la vida que corría fuerte por vuestras venas, la guerra que se libraba en el umbral de vuestra puerta y vuestros cuerpos, jóvenes y perfectos. Vuelve la vista atrás, con sinceridad. Descubrirás que recuerdas tantas peleas y lágrimas como besos y caricias. Traspié. Sé sabio. Déjala partir, y mantén intactos esos recuerdos. Conserva lo que puedas de ella y deja que ella guarde lo que pueda del muchacho arrojado y temerario que conoció. Porque tanto él como esa risueña doncella ahora son solamente eso, recuerdos. —Meneó la cabeza—. Nada más que recuerdos.
—¡Mentira! —grité encolerizado—. ¡Mentira!
El estruendo de mis gritos había hecho que Kettricken se pusiera de pie. Me miraba fijamente, con temor y preocupación. No podía devolverle la mirada. Alta y rubia. Mi madre había sido alta y rubia. No. No recordaba nada de ella. Pasé junto a ella, ajeno a las punzadas de dolor que me propinaba mi rodilla a cada paso. Rodeé el dragón, maldiciéndolo con cada paso que daba, desafiándolo a sentir lo que yo sentía. Cuando llegué junto a Veraz, que trabajaba en la pata anterior izquierda, me agaché a su lado y hablé en furiosos susurros.
—Hervidera me ha dicho que morirás cuando esté acabado el dragón. Que pondrás todo tu ser en su interior. Al menos eso es lo que he podido colegir de sus palabras. Dime que me equivoco.
Se sentó sobre los talones y despejó con la mano las esquirlas de roca.
—Te equivocas —dijo suavemente—. Coge la escoba, quieres, y barre esto.
Cogí mi escoba y me planté a su lado, con la intención de rompérsela en la cabeza más que de usarla. Sabía que él percibía mi rabia abrasadora, pero aun así me indicó que despejara su espacio de trabajo. Lo hice de un escobazo furioso.
—Eso es —musitó—. Esa rabia tuya, portentosa. Fuerte y potente. Creo que eso lo reservaré para él.
Suave como el roce de un ala de mariposa, sentí el beso de su Habilidad. Mi rabia me abandonó, se despegó de mi alma y voló hacia…
—No. No la sigas. —Un delicado empujón con la Habilidad de Veraz y regresé de golpe a mi cuerpo. Un instante después, me descubrí sentado en la piedra mientras el universo entero giraba vertiginosamente alrededor de mi cabeza. Me encogí muy despacio, recogiendo las rodillas para apoyar la cabeza en ellas. Me sentía espantosamente mareado. Mi rabia se había evaporado, reemplazada por una lánguida insensibilidad—. Ahí —continuó Veraz—, he hecho lo que me pedías. Creo que ahora comprendes lo que es poner algo en el dragón. ¿Te gustaría seguir alimentándolo con tu ser?
Negué con la cabeza. Tenía miedo de abrir la boca.
—No moriré cuando esté acabado el dragón, Traspié. Me consumiré, cierto. Casi literalmente. Pero viviré. Igual que el dragón.
Encontré mi voz.
—¿Y Hervidera?
—Cernidera formará parte de mí. Igual que su hermana Gaviota. Pero yo seré el dragón.
Había retomado su dichoso golpear de la piedra.
—¿Cómo puedes hacer eso? —Mi voz estaba cargada de acusación—. ¿Cómo puedes hacer eso a Kettricken? Ha renunciado a todo para venir a buscarte. ¿Y tú vas a abandonarla sin más, sola y sin descendencia?
Se inclinó hacia delante hasta apoyar la frente en el dragón. Dejó de cincelar la roca. Después de un momento, habló con voz pastosa.
—Debería pedirte que te quedaras aquí de pie y me hablaras mientras trabajo, Traspié. Cada vez que pienso que me he quedado sin sentimientos, tú los despiertas en mí. —Me miró. Las lágrimas habían labrado dos surcos en el polvo de roca gris que le cubría la cara—. ¿Qué elección me queda?
—Renuncia al dragón. Regresemos a los Seis Ducados, reunamos a la gente y enfrentémonos a las Velas Rojas con la espada y la Habilidad, como antes. Quizá…
—Quizá muramos todos antes de llegar a Jhaampe siquiera. ¿Sería ése un final más digno de mi reina? No. La devolveré a Torre del Alce, limpiaré las costas y ella reinará justamente y por mucho tiempo. Eso. Eso es lo que he decidido darle.
—¿Y un heredero? —pregunté con amargura.
Se encogió de hombros con abatimiento y empuñó su escoplo de nuevo.
—Ya sabes cómo ha de ser. Tu hija será la heredera.
—¡NO! Amenázame con eso de nuevo, y sin importarme el riesgo habilitaré con Burrich para decirle que huya con ella.
—No puedes habilitar con Burrich —observó suavemente Veraz. Parecía estar sopesando uno de los dedos del dragón—. Hidalgo cerró su mente a la Habilidad hace años para impedir que lo utilizaran contra él. Igual que han utilizado al bufón contra ti.
Otro pequeño misterio desvelado al fin. Como si pudiera servirme de algo.
—Veraz, por favor. Te lo suplico. No me hagas esto. Antes preferiría que me consumiera también el dragón. Ésa es mi oferta. Toma mi vida y alimenta con ella al dragón. Te daré lo que me pidas. Pero prométeme que mi hija no será sacrificada al trono de los Vatídico.
—No puedo prometerte eso —dijo con rotundidad.
—Si todavía sientes algo por mí… —empecé, pero me interrumpió.
—¿Es que no lo entiendes? ¿Cuántas veces hay que decírtelo? Tengo sentimientos. Pero los he puesto en el dragón.
Conseguí levantarme. Me alejé renqueando. No tenía nada más que decirle. Rey u hombre, tío o amigo, era como si ya no lo conociera. Cuando habilitaba hacia él, sólo encontraba sus murallas. Cuando sondeaba hacia él con la Maña, descubría su vida oscilando entre el dragón y él. Y últimamente parecía brillar con más fuerza en el dragón que en Veraz.
No había nadie más en el campamento y el fuego casi se había apagado. Eché más leña y me senté a comer carne seca. El cerdo casi se había terminado. Pronto tendríamos que volver a cazar. O mejor dicho, Ojos de Noche y Kettricken tendrían que volver a cazar. Ella parecía abatir presas con facilidad para él. Mi autocompasión empezaba a atemperarse, pero no se me ocurría mejor solución que desear tener algo de brandy para terminar de ahogarla. Por fin, a falta de alternativas más interesantes, me fui a la cama.
Me dormí, al cabo. Los dragones plagaban mis sueños y el juego de Hervidera adoptó extrañas connotaciones cuando intenté decidir si una piedra roja sería lo bastante poderosa como para capturar a Molly. Mis sueños eran inconexos y tumultuosos, y me desperté a menudo para contemplar fijamente el techo de la tienda. Sondeé una vez hacia donde Ojos de Noche merodeaba cerca de una fogata mientras Estornino y el bufón se turnaban para dormir. Habían trasladado su puesto de vigilancia a lo alto de una colina desde donde se divisaba un buen tramo de la sinuosa carretera de la Habilidad. Debería haber ido a reunirme con ellos. En vez de eso me di la vuelta y volví a sumergirme en mis sueños. Soñé que los soldados de Regio venían, no de diez en diez ni de veinte en veinte, sino a cientos, soldados de oro y marrón que invadían la cantera, nos acorralaban contra las negras paredes verticales y nos mataban a todos.
Me despertó por la mañana el frío roce de una nariz. Necesitas ir de caza, me dijo seriamente, y le di la razón. Cuando salí de la tienda, Kettricken bajaba del estrado. Despuntaba el alba, sus hogueras ya no eran necesarias. Podía acostarse, pero arriba, junto al dragón, proseguía el incesante repiqueteo de las herramientas contra la roca.
Cruzamos las miradas cuando me levanté. Kettricken miró a Ojos de Noche.
—¿De cacería? —nos preguntó a los dos. El lobo meneó la cola despacio—. Voy a coger mi arco —anunció, y desapareció en su tienda.
Esperamos. Salió vestida con un jubón limpio y armada con su arco. Me negué a mirar a la Chica del Dragón cuando pasamos junto a la estatua. Al pasar por delante de la columna, comenté:
—Si fuéramos más, dos de nosotros podrían montar guardia aquí, y otros dos vigilarían la carretera.
Kettricken asintió.
—Es curioso. Sé que vienen a matarnos, y veo pocas maneras de escapar a ese destino. Pero seguimos saliendo a cazar para comer, como si comer fuera la cosa más importante del mundo.
Lo es. Hay que comer para vivir.
—Aunque, claro, uno tiene que comer para poder vivir —dijo Kettricken, reflejando el pensamiento de Ojos de Noche.
Vimos pocos animales dignos de su arco. El lobo capturó un conejo y ella abatió un ave de vivos colores. Acabamos pescando truchas y hacia mediodía teníamos pescado más que suficiente para comer, al menos por ese día. Las limpié en la orilla del arroyo y le pregunté a Kettricken si no le importaba que me quedara para bañarme.
—A decir verdad, nos harías un favor a todos —replicó, y sonreí, no por la broma, sino por el hecho de que aún le quedara un poco de humor.
Poco después la oí chapotear corriente arriba, en tanto Ojos de Noche dormitaba en la orilla del arroyo, con el estómago lleno de tripas de pescado.
Cuando pasamos junto a la Chica del Dragón camino del campamento, encontramos al bufón ovillado en el estrado a su lado, profundamente dormido. Kettricken lo despertó y le regañó por las marcas de cincel recientes que se apreciaban en la cola del dragón. El bufón no dio muestras de arrepentimiento; se limitó a declarar que Estornino le había dicho que ella montaría guardia hasta la tarde, y él prefería dormir aquí. Le insistimos para que volviera al campamento con nosotros.
Charlábamos camino de la tienda. Fue Kettricken la que nos detuvo de repente.
—¡Silencio! —exclamó—. ¡Escuchad!
Nos quedamos paralizados en el sitio. Casi esperaba oír el grito de advertencia de Estornino. Agucé el oído, pero sólo escuché el viento que soplaba en la cantera y cantos de aves en la distancia. Tardé un momento en asimilar la importancia de ese hecho.
—¡Veraz!
Dejé nuestro pescado en las manos del bufón y empecé a correr. Kettricken me adelantó.
Temía encontrarlos muertos a ambos, atacados por la camarilla de Regio en nuestra ausencia. Lo que encontré fue casi igual de extraño. Veraz y Hervidera estaban de pie, hombro con hombro, admirando su dragón. Resplandecía negro y lustroso como el pedernal a la luz de la tarde. La enorme bestia estaba terminada. Cada escama, cada pliegue, cada garra era impecable en su grado de detalle.
—Es más imponente que cualquiera de los dragones del jardín de piedra —declaré. Había dado dos vueltas a su alrededor, y con cada paso que daba, mi admiración aumentaba. La vida de la Maña ardía poderosamente en él ahora, con más fuerza que en Veraz o Hervidera. Resultaba casi asombroso que sus costados no se movieran al son de su respiración, que no se agitara en su sueño. Miré de soslayo a Veraz, y pese a la rabia que sentía todavía, hube de sonreír—. Es perfecto —musité.
—He fracasado —dijo él, desolado.
Junto a él, Hervidera asintió con aflicción. Las arrugas de su semblante eran más profundas. Aparentaba hasta el último de sus más de doscientos años. Igual que Veraz.
—Pero está acabado, mi señor —dijo suavemente Kettricken—. ¿No es esto lo que decías que tenías que hacer? ¿Terminar el dragón?
Veraz meneó lentamente la cabeza.
—La escultura está terminada. Pero el dragón no está acabado. —Nos observó a todos, que lo mirábamos atentamente a nuestra vez, y vi cómo se esforzaba para imprimir sentido a sus palabras—. Lo he puesto todo en su interior. Todo menos lo imprescindible para mantener mi corazón latiendo y el aliento fluyendo en mi cuerpo. Igual que Hervidera. También eso se lo podríamos dar. Pero seguiría sin ser suficiente.
Se adelantó despacio y se apoyó en su dragón. Ocultó el rostro entre sus delgados brazos. A su alrededor, donde su cuerpo descansaba contra la roca, un aura de color ondeaba sobre la piel del dragón. Turquesas, veteadas de plata, las escamas destellaban titilantes a la luz del sol. Podía sentir cómo emanaba su Habilidad hacia el dragón. Brotaba de Veraz hacia la piedra igual que empapa la tinta una página.
—Rey Veraz —musité, temeroso.
Con un gemido, se apartó de su creación.
—No tengas miedo, Traspié. No dejaré que tome demasiado. No pienso renunciar a mi vida sin un buen motivo. —Levantó la cabeza y nos recorrió a todos con la mirada—. Qué extraño —dijo con voz queda—. Me pregunto si es esto lo que se siente al ser forjado. Capaz de recordar lo que antes sentía uno, pero incapaz de volver a sentirlo. Mis amores, mis temores, mis pesares. Todo está dentro del dragón. No me he guardado nada. Y aun así no es suficiente. No es suficiente.
—Mi lord Veraz —dijo Hervidera con voz cascada. Toda esperanza había huido de ella—. Tendrás que coger a Traspié Hidalgo. No queda más remedio. —Sus ojos, antes tan brillantes, parecían diminutos guijarros negros y secos cuando me miró—. Lo ofreciste —me recordó—. Tu vida entera.
Asentí.
—A cambio de que no os llevéis a mi hija —añadí en voz baja. Insuflé aire a mis pulmones. Vida. Ahora. Ahora era toda la vida que tenía, todo el tiempo al que podía renunciar en realidad—. Majestad. Ya no deseo hacer ningún tipo de pacto. Si debes tomar mi vida para que el dragón pueda volar, te la ofrezco.
Veraz se tambaleó ligeramente. Me miró fijamente.
—Casi consigues hacerme sentir de nuevo. Pero… —Levantó un dedo de plata y lo apuntó acusatorio. No hacia mí, sino hacia Hervidera. Su orden fue tan sólida como la piedra de su dragón cuando dijo—: No. Ya te lo he dicho. No. No volverás a hablar de ello con él. Te lo prohibo. —Se arrodilló despacio y se sentó junto a su dragón—. Malditas semillas de carris —masculló con un hilo de voz—. Siempre te abandonan justo cuando más necesitas su fuerza. Maldito invento.
—Ahora deberías dormir —dije tontamente.
En realidad, no podía hacer nada más. Así era como lo dejaban las semillas de carris a uno. Vacío y exhausto. De sobra lo sabía yo.
—Dormir —rezongó, con voz entrecortada—. Sí. Dormir. Dormiré a pierna suelta cuando los soldados de mi hermano me encuentren y me corten el cuello. Dormiré a pierna suelta cuando venga su camarilla e intente apoderarse de mi dragón. No te confundas, Traspié. Eso es lo que se proponen. No dará resultado, naturalmente. Al menos, no creo que dé resultado… —Su mente divagaba ahora—. Aunque a lo mejor sí —dijo con un suspiro casi inaudible—. Estuvieron vinculados a mí por la Habilidad, durante algún tiempo. Podría bastar para que me maten y lo cojan. —Esbozó una sonrisa espectral—. Regio el dragón. ¿Crees que dejará piedra sobre piedra en el castillo de Torre del Alce?
A su espalda, Hervidera se había acurrucado con la cara contra sus rodillas. Pensé que estaba llorando, pero cuando se desplomó de costado lánguidamente, su rostro estaba relajado y tenía los ojos cerrados. Parecía muerta, o sumida en el agotador sueño de las semillas de carris. Después de lo que había dicho Veraz, poco importaba. Mi rey se estiró sobre el desnudo pedestal rocoso. Se durmió junto a su dragón.
Kettricken fue a sentarse a su lado. Inclinó la cabeza sobre sus rodillas y lloró. Sin disimulo. Los desgarradores sollozos que la sacudían deberían haber despertado incluso al dragón de piedra. No fue así. La miré. No acudí junto a ella, no la toqué. Sabía que no habría servido de nada. Miré al bufón en cambio.
—Deberíamos traer mantas y ponerlos más cómodos —dije con impotencia.
—Ah. Desde luego. ¿Qué mejor tarea para el Profeta Blanco y su catalizador?
Nos tomamos del brazo. Su contacto renovó el hilo de Habilidad que nos unía. Amargura. La amargura corría como la sangre por sus venas. Los Seis Ducados sucumbirían. El mundo tocaba a su fin.
Fuimos a buscar las mantas.