36

La Maña y la Espada

Los marginados han asolado siempre el litoral de los Seis Ducados. El fundador de la monarquía de los Vatídico, de hecho, no fue más que un corsario harto de la vida en el mar. La tripulación de Dueño derrotó a los constructores originales del fuerte de madera que se alzaba en la boca del río Alce y se apropió de él. Durante el transcurso de varias generaciones, las empalizadas del fuerte se sustituyeron por las murallas de piedra negra que distinguen ahora al castillo de Torre del Alce, y los invasores marginados pasaron a ser residentes y monarca.

El comercio, el saqueo y la piratería han coexistido entre los Seis Ducados y las Islas del Margen. Pero el comienzo de las incursiones de los Corsarios de la Vela Roja señaló un cambio en este intercambio tan agresivo como lucrativo. El salvajismo y la destrucción de las Velas Rojas no tenían precedentes. Hubo quien lo atribuía a la crecíente influencia en las Islas del Margen de un feroz caudillo que profesaba una cruenta religión basada en la venganza. Sus seguidores más salvajes pasaban a formar parte de la tripulación de sus Velas Rojas. Los demás marginados, nunca antes unidos bajo el mando de un solo líder, fueron obligados a jurarle lealtad, so pena de ser forjados junto con sus familias. Sus corsarios y él desembarcaron su odio enconado en las costas de los Seis Ducados. Si alguna vez tuvo otra intención aparte de asesinar, violar y destruir, jamás la declaró. Se llamaba Kebal Ganapán.

—No entiendo por qué no puedo —dije fríamente.

Veraz interrumpió sus incesantes golpes. Esperaba que se diera la vuelta y me mirara, pero en vez de eso se limitó a acuclillarse para apartar polvo y trozos de roca. Me costaba creer cuánto habían progresado. El pie derecho del dragón descansaba ahora sobre la piedra. Cierto, le faltaban los delicados detalles del resto del dragón, pero lo que era la pata ya estaba terminada. Veraz cerró una mano con cuidado en torno a una de las poderosas garras. Se quedó sentado e inmóvil junto a su creación, paciente. No alcanzaba a ver movimiento alguno de su mano, pero presentía la Habilidad en acción. A poco que sondeara hacia ella, sentía el diminuto resquebrajamiento de la piedra al descascarillarse. En verdad parecía que el dragón hubiera estado oculto en la roca y que la misión de Veraz consistiera en liberarlo, escama a escama.

—Traspié. Para ya.

Había enfado en su voz. Enfado por estar compartiendo la Habilidad con él, y enfado por estar distrayéndolo de su trabajo.

—Déjame que te ayude —rogué de nuevo. Había algo en la tarea que me atraía. Antes, cuando Veraz arañaba la piedra con su espada, el dragón me había parecido una admirable obra de arte. Pero ahora desprendía un fulgor de la Habilidad al emplear sus poderes Veraz y Hervidera. Era inmensamente atractivo, del mismo modo que llama la atención un riachuelo centelleante atisbado entre los árboles, igual que despierta el apetito una hogaza de pan recién horneado. Ansiaba ponerle las manos encima y ayudar a moldear esta poderosa criatura. Verlos trabajar despertaba en mí un ansia de Habilidad como nunca había experimentado—. Llevo más tiempo que nadie vinculado a ti por medio de la Habilidad. En mi época de remero a bordo del Rurisk, decías que yo era tu camarilla. ¿Por qué me vuelves la espalda ahora, cuando podría ayudarte y tú necesitas ayuda tan desesperadamente?

Veraz suspiró y se balanceó sobre los talones. La garra no estaba acabada, pero ahora podía ver el tenue perfil de sus escamas, y el nacimiento de la funda de la temible uña curvada. Percibía ahora cómo sería la zarpa, estriada como la garra de un halcón. Ansiaba estirar el brazo y arrancar esas líneas a la piedra.

—Deja de pensar en ello —me ordenó Veraz con firmeza—. Traspié. Traspié, mírame. Escúchame. ¿Recuerdas la primera vez que extraje fuerzas de ti?

Lo recordaba. Me había desmayado.

—Ahora conozco mejor mis fuerzas —repuse.

Hizo caso omiso de mi respuesta.

—No sabías lo que me estabas ofreciendo cuando dijiste que eras un Hombre del Rey. Di por supuesto que sabías lo que estabas haciendo. Me equivoqué. Ahora te digo sin rodeos que no sabes lo que me pides. Yo sí sé lo que te niego. Y no hay más que hablar.

—Pero Veraz…

—En lo que a esto se refiere, el rey Veraz no acepta ningún pero, Traspié Hidalgo.

Con eso imponía una línea entre nosotros que raras veces le había visto trazar.

Tomé aliento y me negué a permitir que mi frustración se tradujera en cólera. Veraz volvió a apoyar la mano con cuidado en el dedo del dragón. Escuché un momento el chac, chac, chac del escoplo de Hervidera mientras ésta liberaba la cola del dragón de la roca. Cantaba mientras trabajaba, una vieja balada.

—Mi señor, rey Veraz, si me dijeras qué es lo que desconozco para no poder ayudarte, podría decidir por mí mismo, quizá, si…

—Esta decisión no te corresponde, muchacho. Si de veras quieres ayudar, ve a buscar unas ramas y haz una escoba. Barre el polvo y los guijarros. Arrodillarse aquí es un suplicio.

—Preferiría serte de real ayuda —murmuré desconsolado mientras me alejaba.

—¡Traspié Hidalgo! —En la voz de Veraz había una nota afilada, un dejo que no escuchaba desde que era pequeño. Me volví hacia él amedrentado—. Te sobrestimas. Mi reina se ocupa de mantener estas hogueras encendidas y afila mis cinceles. ¿Crees que estás por encima de estas tareas?

En ocasiones así, cuanto más sucinta sea la respuesta, mejor.

—No, señor.

—Pues ve a hacerme una escoba. Mañana. Por ahora, aunque deteste admitirlo, todos deberíamos descansar un poco, al menos un rato. —Se puso en pie despacio, se tambaleó y consiguió mantener el equilibrio. Apoyó con afecto una mano plateada en el inmenso hombro del dragón—. Al alba —le prometió.

Esperaba que llamara a Hervidera, pero ésta ya se había levantado y estaba estirando los músculos. Vinculados por la Habilidad, pensé. Las palabras habían dejado de ser necesarias. Pero no para su reina. Veraz rodeó el dragón hasta el lugar donde Kettricken estaba sentada junto a una de las fogatas. Estaba afilando el canto de un escoplo. El golpeteo de su trabajo camufló nuestras suaves pisadas. Veraz contempló en silencio a su reina, encorvada sobre su tarea.

—Mi señora, deberíamos dormir un poco —le dijo en voz baja.

Kettricken se giró. Con una mano sucia de polvo gris se apartó el cabello rebelde de los ojos.

—Como desees, mi señor.

Consiguió disimular casi todo el dolor de su voz.

—Yo no estoy tan cansada, majestad. Preferiría seguir trabajando, si me lo permitís.

La jovialidad de la voz de Hervidera resultaba casi enervante.

Me fijé en que Kettricken no le dirigía la mirada. Veraz se limitó a decir:

—A veces conviene descansar antes de sentirse cansado. Si dormimos mientras sea de noche, trabajaremos mejor a la luz del día.

Kettricken torció el gesto como si acabara de recibir una crítica.

—Podría hacer las hogueras más grandes, mi señor, si eso es lo que deseas —dijo despacio.

—No. Quiero descansar, contigo a mi lado. Si lo deseas, mi reina.

Era el residuo de su afecto, pero Kettricken se aferró a él.

—Lo deseo, mi señor.

Me dolió verla contentarse con tan poco.

No está contenta, Traspié, como tampoco yo soy ajeno a su dolor. Le doy lo que puedo. Lo que puedo darle con seguridad.

Mi rey aún podía leer en mí con facilidad. Escarmentado, les di las buenas noches y me retiré a la tienda. Cuando nos acercamos, Ojos de Noche se levantó, desperezándose y bostezando.

¿Has salido a cazar?

¿Con toda esta carne, para qué iba a salir a cazar? Reparé entonces en el montón de huesos que lo rodeaban. Volvió a tumbarse entre ellos, con el hocico en la cola, tan rico como podría soñar cualquier lobo. Experimenté un momento de envidia por su satisfacción.

Estornino montaba guardia fuera de la tienda, con el arpa en su regazo. Me disponía a pasar de largo tras saludarla con la cabeza, pero me detuve para admirar su arpa. Con una sonrisa entusiasmada, la sostuvo en alto para que pudiera inspeccionarla mejor.

El bufón se había superado a sí mismo. No había destellos ni fiorituras, no había inscripciones de marfil o ébano que algunos dirían que distinguen un arpa de otra. Había tan sólo el lustre sedoso de la madera curvada, y una talla sutil que realzaba lo mejor del grano de la madera. Era imposible mirarla sin desear tocarla y sostenerla. La madera llamaba a la mano. La luz del fuego bailaba sobre ella.

Hervidera también se detuvo para contemplarla. Frunció los labios.

—No tiene cuidado. Algún día eso le buscará la ruina —dijo.

Entró en la tienda por delante de mí.

Pese a la larga siesta que me había echado antes, me quedé dormido nada más acostarme. Creo que no llevaba mucho tiempo durmiendo cuando percibí un sonido furtivo en el exterior. Sondeé con la Maña hacia su origen. Hombres. Cuatro. No, cinco, ascendiendo sigilosos por la ladera hacia la cabaña. Pude percibir poco más aparte de que avanzaban sin hacer ruido, como cazadores. En alguna parte, en una habitación en penumbra, Burrich se sentó sin hacer ruido en su cama. Se levantó descalzo y cruzó la cabaña hasta la cama de Molly. Se arrodilló junto a ella y le tocó el brazo suavemente.

—¿Burrich?

Jadeó al pronunciar su nombre y esperó, extrañada.

—No hagas ruido —susurró él—. Levántate. Ponte los zapatos y abriga bien a Ortiga, pero no intentes despertarla. Hay alguien afuera, y no creo que tengan buenas intenciones.

Me sentí orgulloso de ella. No hizo más preguntas, sino que se sentó inmediatamente en la cama. Se puso el vestido por encima del camisón y se calzó enseguida. Recogió la ropa de cama alrededor de Ortiga hasta que la niña pareció poco más que un montón de mantas. El bebé no se despertó.

Mientras tanto Burrich se había puesto las botas y había cogido una espada corta. Indicó la ventana cerrada a Molly.

—Cuando te lo pida, sal por esa ventana con Ortiga. Pero sólo si te lo pido. Me parece que son cinco.

Molly asintió a la luz de las llamas. Desenfundó su cuchillo y se interpuso entre su hija y el peligro.

Burrich se situó a un lado de la puerta. La noche pareció pasar mientras aguardaban en silencio la irrupción de sus agresores.

La tranca estaba en su sitio, pero de poco podía servir en un marco tan viejo. Burrich les dejó que cargaran sobre ella dos veces y luego, cuando empezaba a ceder, la quitó de una patada, de modo que la puerta se abrió de golpe a la siguiente embestida. Dos hombres entraron a trompicones, sorprendidos por la repentina falta de resistencia. Uno cayó, el otro tropezó con él, y Burrich los había ensartado a ambos con su espada antes de que el tercer hombre llegara a la puerta.

El tercero era un hombre fornido, pelirrojo de melena y barba. Se plantó en la puerta con un rugido, pisoteando a los dos heridos que se revolvían bajo sus botas. Blandía una espada larga, un arma de buena calidad. Su tamaño y la espada le proporcionaban un alcance que doblaba casi al de Burrich. Detrás de él, un hombre rechoncho proclamó:

—¡Por orden del rey, buscamos a la puta del bastardo mañoso! Depón tu arma y hazte a un lado.

Hubiera hecho bien en no acicatear más todavía la rabia de Burrich. Casi con indiferencia, asestó un golpe de gracia a uno de los tendidos en el suelo, y luego penetró con su arma en la guardia de Barbarroja. Éste se retiró, intentando conseguir espacio para aprovechar la longitud de su filo. Burrich no tuvo más remedio que seguirlo, pues si el hombre llegaba a un lugar donde poder maniobrar a su antojo, Burrich tendría pocas posibilidades. El hombre rechoncho y una mujer cruzaron la puerta de inmediato. Burrich los miró de reojo.

—¡Molly! ¡Lo que te he dicho!

Molly ya estaba junto a la ventana, abrazada a Ortiga, que había empezado a llorar asustada. Se encaramó de un salto a una silla, abrió los postigos y pasó una pierna por la ventana. Burrich mantenía ocupado a Barbarroja cuando la mujer se abalanzó sobre él por la espalda y le clavó un cuchillo en los ríñones. Burrich profirió un grito ronco y detuvo como pudo la hoja más larga. Cuando Molly pasaba la otra pierna por el marco de la ventana y empezaba a dejarse caer, el hombre rechoncho cruzó la estancia de un salto y le arrebató a Ortiga. Oí el grito de furia y terror que profirió Molly.

Huyó corriendo en la oscuridad.

Incredulidad. Podía sentir la incredulidad de Burrich, tan palpable como la mía. La mujer le sacó el cuchillo de la espalda y lo levantó para atacar de nuevo. Él ignoró su dolor y su rabia, giró en redondo para descargar un tajo en diagonal sobre su pecho y volvió a concentrarse en Barbarroja. Pero Barbarroja había retrocedido. Su espada seguía en alto, pero él permaneció inmóvil mientras el hombre rechoncho decía:

—Tenemos a la niña. Tira la espada si no quieres que el bebé muera aquí mismo. —Miró fugazmente a la mujer, que se llevaba las manos al pecho—. Ve detrás de la mujer. ¡Corre!

La herida lo miró con rencor, pero se marchó sin proferir ni un murmullo. Burrich ni siquiera la vio partir. Sólo tenía ojos para el bebé que lloraba en los brazos del hombre rechoncho. Barbarroja sonrió cuando la punta de la espada de Burrich buscó el suelo lentamente.

—¿Por qué? —preguntó Burrich, consternado—. ¿Qué hemos hecho para que nos ataquéis y amenacéis con matar a mi hija?

El hombre rechoncho contempló al bebé que se desgañitaba con el rostro congestionado en sus brazos.

—No es tuya —gruñó—. Es la cría del bastardo mañoso. Tenemos todo el derecho a prenderla.

Levantó en vilo a Ortiga como si se propusiera dejarla caer al suelo. Miró fijamente a Burrich, que profirió un sonido incoherente, a medio camino entre la furia y el ruego. Bajó su espada. Junto a la puerta, el hombre herido gimió e intentó sentarse.

—No es más que una niña —dijo Burrich con voz ronca. Como si fuera la mía, sentí la sangre caliente de Burrich corriendo por su espalda y su cadera—. Dejadnos en paz. Os confundís. Es carne de mi carne, os lo juro, no supone ninguna amenaza para vuestro rey. Por favor. Tengo oro. Podéis quedaros con él. Pero dejadnos en paz.

Burrich, que de buena gana hubiera plantado cara, apretado los dientes y luchado hasta la muerte, soltó su espada y suplicó por la vida de mi hija. Barbarroja se carcajeó, pero Burrich ni siquiera se volvió hacia él. Sin dejar de reír, el hombre se acercó a la mesa y encendió con indiferencia el racimo de velas que había en ella. Levantó la luz para escudriñar la habitación desordenada. Burrich era incapaz de apartar la vista de Ortiga.

—Es mía —repitió quedamente, desesperadamente casi.

—Basta de mentiras —le espetó desdeñoso el hombre rechoncho—. Es la cría del bastardo mañoso. Tan corrupta como él.

—Es verdad. Es su cría.

Todas las miradas se centraron en la puerta. Allí estaba Molly, muy pálida, respirando entrecortadamente. Tenía la mano derecha teñida de sangre. Aferraba contra su pecho un gran cajón de madera del que emanaba un zumbido ominoso.

—La zorra que enviasteis a por mí está muerta —declaró brusca mente Molly—. Igual que lo estaréis vosotros enseguida a menos que soltéis las armas y liberéis a mi hija y al hombre.

El hombre rechoncho sonrió con incredulidad. Barbarroja levantó su espada.

La voz de Molly tembló apenas cuando añadió:

—La niña tiene la Maña, naturalmente. Igual que yo. Mis abejas no nos harán daño. Pero atacadnos a alguna de las dos y formarán un enjambre que os perseguirá sin cuartel. Moriréis con un millón de aguijones de fuego clavados en el cuerpo. ¿Creéis que vuestras espadas os servirán de algo contra mis abejas amañadas?

Los miró a la cara de uno en uno, con la mirada encendida de rabia y amenaza mientras abrazaba la pesada colmena de madera. Uní de las abejas escapó del panal y revoloteó estruendosa por toda la sala. Barbarroja siguió su vuelo con la mirada y exclamó:

—¡No me lo creo!

Burrich calculaba la distancia que lo separaba de su espada cuando Molly preguntó con suavidad, casi seductoramente:

—¿No? —Esbozó una sonrisa extraña mientras dejaba la colmena en el suelo. Miró a Barbarroja a los ojos cuando levantó la tapa de la caja. Metió la mano y, provocando un audible jadeo en el hombre rechoncho, la sacó cubierta de abejas vivas. Cerró la tapa de la colmena y se levantó. Contempló las abejas que le envolvían la mano y mu sitó—: A por el de la barba roja, pequeñas.

Extendió el brazo como si estuviera ofreciendo un regalo.

Transcurrió un momento, pero al emprender el vuelo, cada abeja buscó directamente a Barbarroja. El hombre dio un respingo cuando primero una y luego el resto pasaron zumbando por su lado, para luego dar la vuelta, volando en círculos.

—¡Llámalas o matamos a la niña! —chilló de repente.

Intentó espantarlas en vano con el manojo de velas que empuñaba.

Molly se agachó de pronto y levantó la colmena todo lo alto que pudo.

—¡La mataréis de todos modos! —exclamó, con voz entrecortada. Zarandeó la caja y el agitado zumbido de las abejas se convirtió en un rugido—. ¡Pequeñas, quieren matar a mi hija! ¡Cuando os libere, vengadnos!

Alzó más la colmena, dispuesta a estrellarla contra el suelo.

A sus pies, el herido profirió un sonoro lamento.

—¡Alto! —chilló el hombre rechoncho—. ¡Te daré a tu hija!

Molly se quedó paralizada. Todos se daban cuenta de que no podría sostener el peso de la caja mucho más tiempo. Había tensión en su voz, pero ordenó con calma:

—Entrega el bebé al hombre. Que los dos vengan a mi lado. O moriréis de forma espantosa.

El hombre rechoncho lanzó a Barbarroja una mirada de incertidumbre. Con las velas en una mano y la espada en la otra, Barbarroja se había apartado de la mesa, pero las abejas todavía revoloteaban confusamente a su alrededor. Sus esfuerzos por ahuyentarlas tan sólo parecían acicatear su determinación.

—¡El rey Regio nos matará si fracasamos!

—Prefieres entonces que os maten mis abejas —sugirió Molly—. Aquí dentro hay cientos —añadió en voz baja. Con tono casi seductor ofreció—: Se meterán dentro de vuestras camisas y por las perneras de vuestros pantalones. Se os enredarán en el pelo mientras os pican. Se os meterán en las orejas y en la nariz. Y cuando gritéis os llenarán la boca decenas de abejas peludas, para aguijonearos la lengua hasta que ya no os quepa en la boca. ¡Moriréis con la garganta llena de ellas!

Su descripción pareció decidirlos. El hombre rechoncho cruzó la estancia hasta donde estaba Burrich y dejó a la niña, todavía llorosa, en sus brazos. Barbarroja estaba encolerizado pero no dijo nada. Burrich cogió a Ortiga, pero no dejó escapar la oportunidad de agacharse y recoger también su espada. Molly fulminó a Barbarroja con la mirada.

—Tú. Ponte al lado de tu compañero. Burrich. Llévate fuera a Ortiga. Llévatela donde cogimos ayer la menta. Si me obligan a actuar, no quiero que la niña lo vea. Podría coger miedo a las mismas abejas que están a sus órdenes.

Burrich obedeció. De todas las cosas que había presenciado esa noche, ésta me pareció la más asombrosa de todas. Cuando salió, Molly retrocedió lentamente hacia la puerta.

—No nos sigáis —les advirtió—. Mis abejas mañosas montan guardia por mí, justo frente a la puerta. —Dio un último meneo a la caja. El ensordecedor zumbido aumentó y escaparon varias abejas más en el cuarto, revoloteando furiosas. El hombre rechoncho se quedó helado, pero Barbarroja levantó la espada como si pudiera defenderse con ella. El hombre que estaba tendido en el suelo profirió un grito incoherente y gateó lejos de Molly mientras ésta retrocedía. Cerró la puerta a su paso y apoyó el cajón contra ella. Destapó la colmena y le pegó una patada antes de dar media vuelta y adentrarse corriendo en la noche—. ¡Burrich! —llamó con voz queda—. Ya voy.

No se dirigió hacia la carretera, sino hacia el bosque. No volvió la vista atrás.

—Apártate, Traspié. —No era la Habilidad, sino la auténtica voz de Veraz, susurrando a mi lado—. Ya has visto que están a salvo. No sigas mirando, no sea que alguien más vea por tus ojos y sepa adonde se dirigen. Es mejor que ni siquiera tú lo sepas. Apártate.

Abrí los ojos a la penumbra de la tienda. No sólo Veraz, sino también Hervidera estaban sentados junto a mí. Los labios de Hervidera formaban una tensa línea de desaprobación. La expresión de Veraz era seria, pero también había comprensión en ella. Habló de nuevo antes de que yo tuviera ocasión.

—Si creyera que lo has hecho a propósito, estaría muy enfadado contigo. Te lo digo de veras. Es mejor que no sepas nada de ellas. Nada en absoluto. Si me hubieras hecho caso la primera vez que te lo advertí, ninguna de ellas habría corrido peligro esta noche.

—¿Estabais vigilando los dos? —pregunté con voz queda.

Por un instante, me sentí conmovido. Los dos se preocupaban por mi hija.

—También es mi heredera —señaló fríamente Veraz—. ¿Crees que podría quedarme de brazos cruzados si la hubieran herido? —Meneó la cabeza—. Apártate de ellas, Traspié. Por el bien de todos. ¿Entendido?

Asentí con la cabeza. Sus palabras no podían perturbarme. Ya había decidido que prefería no saber adonde se llevaban Molly y Burrich a Ortiga. Pero no porque fuera la heredera de Veraz. Hervidera y Veraz se levantaron y salieron de la tienda. Volví a arrebujarme en mis mantas. El bufón, que estaba apoyado en un codo, se recostó a su vez.

—Mañana te lo cuento —le dije.

Asintió en silencio, con los ojos muy abiertos en medio de su pálido semblante. Luego volvió a tumbarse. Creo que se quedó dormido. Yo me quedé contemplando la oscuridad. Ojos de Noche vino a echarse a mi lado.

Protegería a tu cría como si fuera suya, señaló suavemente. Eso es una manada.

Pretendía infundirme ánimo con sus palabras. No lo necesitaba. Estiré un brazo para descansar la mano en su pelaje. ¿Has visto cómo les plantó cara y los acobardó?, le pregunté con orgullo.

Es una perra de cuidado, convino Ojos de Noche.

Me sentía como si no hubiera pegado ojo cuando nos despertó Estornino al bufón y a mí para montar guardia. Salí de la tienda desperezándome y bostezando, y sospechando que montar guardia no era necesario. Estornino había dejado caldo de carne caliente al borde de la fogata. Me había tomado media taza cuando salió por fin el bufón.

—Anoche Estornino me enseñó su arpa —le dije a modo de saludo.

Sonrió de satisfacción.

—Una pieza tosca. «Ah, éste no fue sino uno de sus primeros intentos», dirán de ella algún día —añadió con falsa modestia.

—Hervidera ha dicho que no tienes cuidado.

—No, no lo tengo, Traspié. ¿Qué hacemos aquí?

—¿Yo? Lo que me dicen. Cuando acabe la guardia, iré a las colinas en busca de ramas para hacer una escoba. Para barrer los trozos de roca que entorpecen a Veraz.

—Ah. He ahí una misión digna del catalizador. ¿Y qué debería hacer un profeta, en tu opinión?

—Podría profetizar cuándo estará listo el dragón. Me temo que no podremos pensar en otra cosa hasta que esté terminado.

El bufón meneaba la cabeza discretamente.

—¿Qué? —pregunté.

—Me da que no hemos llegado hasta aquí para hacer escobas y arpas. Siento que esto es sólo un respiro, mi buen amigo. La calma que precede a la tormenta.

—Vaya ánimos —refunfuñé.

Pero por dentro me pregunté si no tendría razón.

—¿Me vas a contar lo que pasó anoche?

Cuando concluí mi relato, el bufón sonrió.

—Una muchacha con recursos, sí señor —comentó orgulloso. Ladeó la cabeza—. ¿Crees que la niña tendrá la Maña? ¿O la Habilidad?

Nunca me había parado a pensarlo.

—Espero que no-respondí de inmediato.

Luego pensé en mis palabras.

Rayaba el alba cuando se levantaron Veraz y Hervidera. Los dos se tomaron una taza de caldo sin sentarse y se llevaron sendos pedazos de carne asada mientras regresaban junto al dragón. También Kettricken había salido de la tienda de Veraz. Tenía la mirada vacía y la derrota impresa en los labios. Apenas si se tomó media taza de caldo antes de dejarla a un lado. Volvió a entrar en la tienda y regresó con una manta convertida en improvisada saca.

—Leña —dijo sucinta ante mi arqueamiento de cejas.

Ojos de Noche y yo podemos acompañarte. Tengo que recoger ramitas y una vara. Y a él le conviene hacer algo de ejercicio si no quiere volverse gordo y perezoso.

Te asusta entrar en el bosque sin mí.

Si hay más cerdas como ésa en el bosque, no te quepa duda.

Kettricken podría llevar su arco.

Pero antes de que pudiera sugerírselo, la reina ya lo había cogido de la tienda.

—Por si nos topamos con otra cerda —me dijo.

Pero fue una excursión sin incidentes. Fuera de la cantera, el paisaje era montañoso y agradable. Nos detuvimos en el arroyo para beber y asearnos. Vi el destello de un alevín diminuto en el agua y al lobo se le antojó pescarlo de repente. Le dije que pescaría después de montar mi escoba. Vino tras mis pasos, pero a regañadientes. Reuní las ramas para la escoba y encontré una rama larga y recta para el mango. Después llenamos de leña la saca de Kettricken, que insistí en transportar para que pudiera tener las manos libres para su arco. De vuelta al campamento, nos paramos de nuevo en el arroyo. Busqué un lugar donde las plantas se descolgaran de la orilla y no tardamos mucho en encontrar el sitio propicio. Pasamos mucho más tiempo del que pensaba intentando pescar algo. Kettricken nunca había pescado con las manos, pero tras unos cuantos intentos impacientes, le cogió el tranquillo. Las truchas de la zona pertenecían a una variedad desconocida para mí, con el vientre teñido de rosa. Pescamos diez de ellas y las limpiamos en el sitio, dejando que Ojos de Noche diera cuenta de las tripas en cuanto las tirábamos al suelo. Kettricken las ensartó en una rama de sauce y volvimos al campamento.

No me di cuenta de lo mucho que había hecho el tranquilo interludio por mi paz de espíritu hasta que estuvimos cerca de la columna negra que anunciaba la entrada de la cantera. Parecía más ominosa que nunca, como una especie de negro dedo admonitorio levantado para advertirme que, por cierto, ésta era la calma antes de la tormenta. Me estremecí ligeramente al pasar por su lado. Mi sensibilidad a la Habilidad parecía estar aumentando de nuevo. El pilar irradiaba una tentadora energía controlada. Casi contra mi voluntad, me detuve para estudiar los caracteres inscritos en él.

—¿Traspié? ¿No vienes? —me llamó Kettricken, y fue entonces cuando me di cuenta de que me había quedado pasmado.

Corrí para darles alcance y llegué junto a ellos justo cuando pasábamos por delante de la chica montada en el dragón.

Evitaba deliberadamente ese lugar desde que la tocara el bufón. Sintiéndome culpable, miré de reojo la huella plateada que resplandecía todavía contra la piel inmaculada.

—¿Quién eras, y por qué hiciste una escultura tan triste? —le pregunté, pero sus ojos de piedra se limitaron a mirarme suplicantes por encima de sus mejillas moteadas de lágrimas.

—A lo mejor no pudo terminar el dragón —especuló Kettricken—. ¿No ves cómo siguen atrapados en la roca los cuartos traseros y la cola? A lo mejor por eso resulta tan triste.

—Debió de esculpirla así desde el principio, ¿no crees? Tanto si la hubiera acabado como si no, la parte superior seguiría siendo la misma.

Kettricken me observó divertida.

—¿Sigues sin creer que el dragón de Veraz volará una vez terminado? Yo sí. Claro que ahora mismo me queda muy poco en lo que creer. Muy poco.

Iba a decirle que me parecían cuentos de bardo para los niños, pero sus últimas palabras me cerraron la boca.

De nuevo donde el dragón, monté mi escoba y me puse a barrer con empeño. El sol brillaba alto en medio de un limpio cielo azul y la brisa era agradable. Era en su conjunto un día apacible y por un rato me olvidé de todo lo demás, absorto en mi sencilla tarea. Kettricken descargó su leña y pronto se fue en busca de más. Ojos de Noche la siguió y vi con aprobación que Estornino y el bufón se apresuraban a ir tras ella con sus propias sacas. Una vez despejados del dragón el polvo y los trozos de roca, pude apreciar mejor los progresos que habían hecho Veraz y Hervidera. La piedra negra del lomo del dragón estaba tan pulida que reflejaba casi el azul del firmamento. Se lo comenté a Veraz, sin esperar realmente una respuesta. Su corazón y su mente se concentraban por entero en el dragón. Con respecto a cualquier otro tema sus pensamientos parecían divagar, pero cuando me hablaba de su dragón y del proceso de creación, parecía casi el mismo rey Veraz de siempre.

Momentos después, se balanceó sobre sus talones, agachado junto a la pata del dragón. Se puso de pie y acarició tentativamente su lomo con una mano plateada. Contuve el aliento pues de pronto sus dedos dejaron una estela de color. Un turquesa realzado, donde cada una de las escamas estaba inscrita con plata, seguía los trazos de los dedos de Veraz. El color permaneció un instante, antes de desvanecerse. Veraz hizo un ruidito de satisfacción.

—Cuando el dragón esté lleno, se fijará el color —me dijo. Sin pensar, tendí una mano hacia el dragón, pero Veraz me apartó bruscamente—. No lo toques —me advirtió, celosamente casi. Debió de fijajarse en mi expresión de asombro, pues dio muestras de arrepentirse—. Para ti ya no es seguro tocarlo, Traspié. Es demasiado…

Dejó la frase inconclusa y su mirada se extravió mientras buscaba una palabra. Luego debió de olvidarse por completo de mí, pues volvió a acuclillarse para reanudar su trabajo con la pata de la criatura.

No hay nada como que lo traten a uno como si fuera un niño para empezar a comportarse como tal. Acabé de barrer, dejé la escoba a un lado y me fui a dar un paseo. No me sorprendió del todo encontrarme una vez más contemplando a la chica del dragón. Había empezado a pensar en la estatua como «la Chica del Dragón», pues no me parecía que fueran dos entidades distintas. Me encaramé de nuevo al estrado que había junto a la joven, sintiendo otra vez el remolino de su vitalidad con la Maña. Se elevaba como la niebla y se extendía hacia mí con avidez. Cuánta desdicha atrapada.

—No puedo hacer nada por ti —dije entristecido, y fue casi como si pudiera sentir su respuesta a mis palabras.

Quedarse a su lado mucho rato era demasiado descorazonador. Pero mientras bajaba, reparé en algo que me alarmó. Alrededor de uno de los cuartos traseros del dragón, alguien se había dedicado a cincelar la piedra captora. Me agaché para inspeccionar mejor. Se habían limpiado del corte el polvo y las esquirlas, pero sus bordes se veían recientes y afilados. El bufón, me dije, desconocía realmente la cautela. Me levanté con la intención de ir a buscarlo de inmediato.

Traspié Hidalgo. Vuelve aquí enseguida, por favor.

Suspiré. Más piedritas que barrer, seguramente. Para esto tenía que estar lejos de Molly, mientras ella se las componía por su cuenta y riesgo. Mientras me dirigía de nuevo hacia el dragón, me permití el lujo de infringir la prohibición de pensar en ella. Me pregunté si habrían encontrado un lugar donde refugiarse, y cuan graves serían las heridas de Burrich. Habían huido con poco más que lo puesto. ¿Cómo iban a sobrevivir? ¿Habrían vuelto a atacarlos los secuaces de Regio? ¿Se habrían llevado a Molly y la niña a Puesto Vado? ¿Acaso yacería muerto Burrich, tirado en alguna parte?

¿De veras crees que podría ocurrir algo así sin que te enteraras? Además, Molly parecía más que capaz de cuidar de ella y de la pequeña. Y Burrich también, dicho sea de paso. Deja de pensar en ellos. Y deja de compadecerte. Tengo trabajo para ti.

Regresé al dragón y cogí mi escoba. Llevaba unos cuantos minutos barriendo cuando por fin Veraz pareció reparar en mi presencia.

—Ah, Traspié, estás aquí. —Se levantó, se desperezó y arqueó la espalda para liberar la tensión acumulada—. Acompáñame.

Lo seguí hasta la fogata, donde se atareó unos minutos poniendo agua a calentar. Cogió un pedazo de carne seca, lo miró y dijo, lamentándose:

—Qué no daría por una hogaza del pan fresco de Sara. Ah, en fin. —Se volvió hacia mí—. Siéntate, Traspié, quiero hablar contigo. He estado dándole muchas vueltas a lo que me contaste y tengo una misión para ti.

Me senté despacio en una piedra junto al fuego, meneando la cabeza. Tan pronto se comportaba de forma totalmente incomprensible para mí como parecía el mismo hombre que durante tanto tiempo había sido mi mentor. No me daba tiempo a poner en orden mis ideas.

—Traspié, de camino hacia aquí visitaste el lugar de los dragones. Me dijiste que el lobo y tú sentisteis vida en ellos. Vida de Maña, la llamaste. Y que uno, el dragón de Realder, casi pareció despertar cuando pronunciaste su nombre.

—Percibo lo mismo en la muchacha del dragón, en la cantera.

Veraz meneó la cabeza, entristecido.

—Pobre desdichada, me temo que no se puede hacer nada por ella. Insistió en intentar mantener su forma humana, lo que le impidió llenar su dragón. Ahora está ahí, y ahí es probable que siga eternamente. Me he tomado su ejemplo muy a pecho; su error habrá servido al menos para eso. Cuando llene mi dragón, no pienso guardarme nada. Sería un triste final, no te parece, haber llegado tan lejos y sacrificado tantas cosas, tan sólo para acabar con un dragón atrapado. Por lo menos ése es un error que no pienso cometer.

Dio un bocado a la carne seca y masticó, pensativo.

Guardé silencio. Había vuelto a desconcertarme. A veces lo único que podía hacer era esperar a que sus ideas lo condujeran de nuevo a algún tema de conversación que tuviera sentido. Me fijé en que tenía un tiznóte de plata en lo alto de la frente, como si se hubiera enjugado el sudor sin darse cuenta. Tragó la comida.

—¿No queda té de hierbas? —preguntó, y luego añadió—: Quiero que vuelvas con los dragones. Quiero que veas si puedes utilizar tu Maña y tu Habilidad para despertarlos. Cuando yo estuve allí, por mucho que lo intenté, no logré detectar ni rastro de vida en ninguno de ellos. Temí que llevaran demasiado tiempo dormidos y hubieran muerto de inanición, alimentándose sólo de sus propios sueños hasta quedarse sin nada.

Estornino había dejado un puñado de hojas marchitas de menta y ortiga. Las metí en una cazuela con cuidado y vertí el agua caliente sobre ellas. Mientras las dejaba a remojo, puse en orden mis ideas.

—Quieres que utilice la Maña y la Habilidad para despertar a las estatuas de los dragones. ¿Cómo?

Veraz se encogió de hombros.

—No lo sé. A pesar de todo lo que me ha contado Cernidera, sigue habiendo grandes huecos en mi conocimiento de la Habilidad. Cuando Galeno robó los libros de Solícita e interrumpió la formación de Hidalgo y la mía, dio un golpe maestro contra nosotros. No dejo de darle vueltas a eso. ¿Planeaba ya por aquel entonces asegurar el trono para su hermanastro, o lo impulsaba el mero afán de poder? Jamás lo sabremos.

Hablé entonces de algo que nunca antes había mencionado.

—Hay una cosa que no entiendo. Hervidera dice que al matar a Carrod con tu Habilidad resultaste herido. Pero consumiste a Galeno y no parece que eso tuviera consecuencias negativas para ti. Tampoco Serena y Justin parecieron sufrir por haber consumido al rey.

—Consumir la Habilidad de otro no es lo mismo que matar a alguien con una descarga de Habilidad. —Soltó una risita amarga—. Después de haber hecho las dos cosas, conozco bien la diferencia. Al final, Galeno prefirió morir antes de entregarme todo su poder. Sospecho que mi padre tomó la misma decisión. Sospecho además que lo hizo para ocultarles mi paradero. De los secretos que se llevó Galeno a la tumba, ahora tenemos alguna noción. —Miró la carne que tenía en la mano y la dejó a un lado—. Pero ahora lo que nos importa es despertar a los vetulus. Tú miras a nuestro alrededor y ves un día apacible, Traspié. Yo veo mares en calma y un viento idóneo para acercar las Velas Rojas a nuestras costas. Mientras labro, tallo y esculpo, las gentes de los Seis Ducados mueren o son forjadas. Por no mencionar las tropas de Regio que asolan e incendian las aldeas montañesas de la frontera. El propio padre de mi reina cabalga hacia la batalla para proteger a su pueblo de los ejércitos de mi hermano. ¡Cómo me mortifica eso! Si pudieras despertar a los dragones para que los defendieran, emprenderían el vuelo ahora mismo.

—Me resisto a empezar una tarea cuando ni siquiera sé qué va a requerir de mí —empecé, pero Veraz me interrumpió con una sonrisa.

—Pensaba que eso mismo era lo que me rogabas que te dejara hacer ayer, Traspié Hidalgo.

Me tenía.

Ojos de Noche y yo partiremos mañana por la mañana —ofrecí.

Frunció el ceño.

—No veo motivo para postergarlo. Para ti no será un largo viaje, sólo tienes que atravesar el pilar. Pero el lobo no puede cruzar la piedra. Tendrá que quedarse aquí. Y me gustaría que partieras ahora.

Con qué tranquilidad me decía que fuera sin mi lobo. Antes preferiría partir completamente desnudo.

—¿Ahora? ¿De inmediato?

—¿Por qué no? Puedes estar allí en cuestión de minutos. Ve lo que puedes hacer. Si tienes éxito, lo sabré. De lo contrario, vuelve con nosotros esta noche, a través de la columna. No habremos perdido nada con intentarlo.

—¿Crees que la camarilla ya no supone un peligro?

—Allí no supondrán un peligro mayor que aquí. Ve.

—¿No debería esperar a que vuelvan los demás para decírselo?

—Se lo diré yo, Traspié Hidalgo. ¿Harás esto por mí?

Sólo había una respuesta a esa pregunta.

—Lo haré. Me iré enseguida. —Vacilé una última vez—. No sé muy bien cómo usar el pilar.

—No tiene más complicación que una puerta, Traspié. Apoya la mano encima y extraerá la Habilidad de tu interior. Mira este símbolo. —Lo trazó en el polvo con un dedo—. Es el que indica el lugar de los dragones. Sólo tienes que apoyar la mano en él y pasar al otro lado. Este —otro boceto en el polvo— es el símbolo de la cantera. Te traerá de vuelta aquí.

Sus ojos negros me observaban fijamente. ¿Era una prueba lo que veía en ellos?

—Volveré esta noche —le prometí.

—Bien. Que la suerte te acompañe —me dijo.

Y eso fue todo. Me levanté y dejé atrás la fogata, camino de la columna. Pasé junto a la Chica del Dragón e intenté que no me distrajera. En algún rincón del bosque, los demás recogían leña mientras Ojos de Noche deambulaba entre ellos.

¿De verdad te vas a ir sin mí?

No tardaré mucho, hermano.

¿Quieres que vuelva y te espere junto al pilar?

No, cuida a la reina en mi lugar, si no te importa.

Será un placer. Hoy ha cazado un pájaro para mí con su arco.

Sentí su admiración y sinceridad. ¿Podía haber cosa mejor qm una perra que mataba bien?

Una perra que comparte bien.

Procura guardarme un poco.

Tú te puedes quedar con el pescado, me aseguró, magnánimo.

Contemplé la negra columna que se cernía ahora ante mí. Allí es taba el símbolo. Tan sencillo como una puerta, había dicho Veraz. Toca el símbolo y pasa al otro lado. Ya. Pero los nervios me roían por dentro y me costó un gran esfuerzo levantar la mano y apoyarla en la lustrosa piedra negra. Mi palma encontró el símbolo y sentí un frío tirón de Habilidad. Pasé al otro lado.

La brillante luz solar se convirtió en fresca sombra moteada. Me aparté de la alta columna negra y pisé hierba densa y alta. El aire estaba cargado de humedad y fragancias vegetales. Las ramas que estaban tachonadas de yemas la última vez que las vi rebosaban de hojas ahora. Me recibió un coro de ranas e insectos. El bosque bullía de vida a mi alrededor. Tras el silencio de la cantera, resultaba casi abrumador. Me quedé quieto un momento, acostumbrándome a ello.

Bajé con cuidado mis muros de Habilidad y sondeé precavidamente. Salvo por la columna detrás de mí, no percibía Habilidad alguna en activo. Me relajé un poco. Quizá la aniquilación de Carrod por parte de Veraz hubiera conseguido más de lo que suponía. Quizá ahora temieran enfrentarse a él directamente. Me infundí ánimos con ese pensamiento mientras cruzaba la exuberante pradera.

Pronto estuve empapado hasta las rodillas. No es que hubiera agua bajo mis pies, sino que el revuelto amasijo de hierbas y zarcillos que atravesaba estaba cargado de humedad. Por encima de mi cabeza goteaba el dosel de zarzas y hojas. No me importaba. Se me antojaba tonificante después de la piedra desnuda y el polvo de la cantera. Lo que era un sendero rudimentario la última vez que estuvimos aquí era ahora un angosto pasillo en medio de la vegetación desbocada. Llegué hasta un arroyo poco profundo y cogí un puñado de berros picantes en la orilla para comer sobre la marcha. Me prometí que llevaría algunos conmigo de vuelta al campamento al caer la noche, y recordé entonces cuál era mi misión. Dragones. ¿Dónde estaban los dragones?

No se habían movido, aunque la vegetación los cubría ahora más que la última vez. Divisé un árbol derribado por un rayo que recordaba, y orientándome por él encontré el dragón de Realder. Ya había decidido que sería el más prometedor por el que empezar, pues sin duda había sentido una fuerte vida de la Maña en él. Como si pudiera servir de algo, dediqué un momento a limpiarlo de maleza y hierba mojada. Mientras lo hacía, se me ocurrió una idea. La forma en que estaba tendida la criatura seguía el contorno del suelo bajo su cuerpo. No parecía una estatua esculpida y luego depositada en ese lugar. Parecía como si una criatura viva se hubiera echado allí a descansar para no volver a moverse jamás.

Intenté obligarme a creer. Éstos eran los mismos vetulus que respondieron a la llamada del rey Sapiencia. Volaron como aves inmensas hasta la costa y allí derrotaron a los corsarios y los expulsaron de nuestras orillas. Cayeron desde el cielo sobre los barcos, haciendo que las tripulaciones enloquecieran de terror y que las naves zozobraran a causa de los fuertes vientos que generaban sus alas. Y volverían a hacerlo, si conseguíamos despertarlos.

—Lo intentaré —me dije en voz alta, y repetí—: Los despertaré —e intenté alejar la duda de mi voz. Caminé lentamente alrededor del dragón de Realder, intentando decidir cómo empezar. Desde la triangular cabeza de reptil a la cola erizada de púas, este dragón de piedra reunía todas las características que les atribuían las leyendas. Extendí una mano con admiración para acariciar las resplandecientes escamas. Podía sentir la Maña arremolinándose lánguidamente a su alrededor como si fuera humo. Me obligué a creer en la vida que había en su interior. ¿Podría haber creado artista alguno una simulación tan perfecta? Había nudos óseos en el ápice de sus alas, similares a los de un ganso. Era indudable que podría derribar a un hombre con ellos. Las púas de su cola seguían estando afiladas. Podía imaginármela azotando aparejos o remeros, hendiendo, cortando, descuartizando—. Realder —exclamé—. ¡Realder!

No sentí respuesta alguna. Ni una sacudida de Habilidad, ni siquiera grandes cambios en su Maña. Bueno, me dije que no esperaba que fuera tan sencillo. En el transcurso de las horas siguientes, intenté despertar a la bestia de todas las formas imaginables. Pegué el rostro a su mejilla escamosa y sondeé todo lo profundamente que pude en la roca. Obtuve de ella menos respuesta de la que me podría haber proporcionado una lombriz. Me estiré cuan largo era junto a ese frío lagarto de piedra y deseé unirme a él. Intenté vincularme con el lánguido remolino de Maña que había en su seno. Irradié afecto hacia él. Le impartí órdenes severas. Que Eda me perdone, llegué incluso a amenazarlo con graves consecuencias si no se alzaba para obedecer mis órdenes. Todo en vano. Empecé a agarrarme a clavos ardiendo. Le recordé al bufón. Nada. Rememoré el sueño de Habilidad que habíamos compartido el bufón y yo. Conjuré en mi mente hasta el último detalle de la mujer con la corona de gallos. Se la ofrecí al dragón.

No hubo respuesta. Intenté lo más básico. Veraz había dicho que quizá hubieran fallecido de inanición. Visualicé estanques de agua dulce y fresca; jugosos peces plateados que aguardaban ser devorados. Me imaginé con la Habilidad al dragón de Realder siendo engullido por otro más grande y le ofrecí esa imagen. No obtuve respuesta.

Me aventuré a llamar a mi rey. Si hay vida en estas piedras, no alcanzo a desentrañarla.

Me preocupó que Veraz no se molestara en responder. Aunque puede que también él me hubiera enviado aquí a modo de medida desesperada, sin confiar en mi éxito. Me alejé del dragón de Realder y deambulé sin rumbo un rato, yendo de bestia de piedra en bestia de piedra. Sondeé entre ellas, buscando alguna que pudiera albergar una llama de Maña más fuerte. Me pareció encontrar algo una vez, pero al mirar más de cerca vi que un ratón de campo había establecido su nido bajo el torso del dragón.

Elegí un dragón astado como un alce y volví a intentar todas las estratagemas que había puesto en práctica con el dragón de Realder, con igual resultado. A esas alturas, menguaba ya la luz de la tarde. Mientras desandaba mis pasos camino del pilar, me pregunté si Veraz esperaba realmente que lo consiguiera. Obstinado, mientras caminaba entre los dragones le dedicaba un último esfuerzo a cada uno de ellos. Seguramente fue eso lo que me salvó. Me enderecé frente a uno, pensando que sentía una fuerte vida de Maña emanando de su vecino. Pero cuando me acerqué a él, un gigantesco jabalí alado con sus colmillos curvos, percibí que la Maña provenía del otro lado de él. Levanté la cabeza y escudriñé entre los árboles, esperando toparme con un ciervo o un cerdo salvaje. En vez de eso vi a un hombre que empuñaba una espada, de pie, de espaldas a mí.

Me escondí detrás del jabalí. De pronto tenía la boca seca, el corazón martilleaba en mi pecho. No era Veraz ni el bufón. Eso lo supe con sólo un vistazo. Era alguien más bajo que yo, con el pelo rubio rojizo, y blandía su espada como si supiera cómo emplearla. Alguien vestido de pardo y dorado. No era el corpulento Burl, ni el enjuto Will. Otra persona, pero de Regio.

En un momento lo comprendí todo. ¿Cómo podía haber sido tan estúpido? Había eliminado a los hombres de Will y Burl, sus caballos y sus suministros. ¿Qué otra cosa podían hacer, sino habilitar a Regio solicitando más? Con las constantes escaramuzas que se libraban en los límites con las montañas no supondría ningún problema que se adentrara en el territorio otra partida de ataque, dejaran atrás Jhaampe y tomaran la carretera de la Habilidad. La montaña de escombros que habíamos sorteado era una barrera imponente, pero no infranqueable. Arriesgar la vida de sus hombres era algo que a Regio se le daba muy bien. Me pregunté cuántos habrían intentando cruzar y cuántos habrían sobrevivido. Ahora estaba seguro de que Will y Burl volvían a estar cómodamente aprovisionados.

Se me ocurrió entonces una idea más escalofriante. Quizá ese hombre tuviera la Habilidad. Nada le impedía a Will adiestrar a otros. Contaba con todos los libros y pergaminos de Solícita, y si bien el potencial para la Habilidad no era algo común, tampoco era excesivamente raro. En cuestión de momentos mi imaginación había multiplicado a ese hombre por un ejército, todos ellos parcialmente hábiles cuando menos, todos ellos fanáticamente leales a Regio. Me apoyé en el jabalí de piedra, intentando respirar acompasadamente pese al temor que me invadía. Por un momento, la desesperación me tuvo en sus garras. Por fin había comprendido la inmensidad de los recursos que podía volcar Regio sobre nosotros. No se trataba de ningún ajuste de cuentas personal entre él y yo; se trataba de un rey, con los ejércitos y poderes de un rey, decidido a exterminar a quienes había calificado de traidores. Lo único que ataba antes las manos a Regio era el posible bochorno de que se descubriera que Veraz seguía con vida. Ahora, en este lugar recóndito, no tenía nada que temer. Podía utilizar sus soldados para librarse de su hermano, su sobrino y su cuñada, junto con todos los testigos. Su camarilla exterminaría después a los soldados.

Estos pensamientos surcaron mi mente igual que ilumina el relámpago la noche más oscura. En un parpadeo, vi de repente todos los detalles. Al instante siguiente, supe que debía llegar hasta la columna y regresar a la cantera para prevenir a Veraz. Si es que no era ya demasiado tarde.

Sentí cómo me tranquilizaba en cuanto tuve un objetivo en la cabeza. Pensé en habilitar con Veraz y rechacé la idea enseguida. No iba a arriesgarme a exponerme ante mi enemigo hasta conocerlo mejor. Me descubrí viéndolo como si fuera el juego de Hervidera. Piedras que capturar o destruir. El hombre se interponía entre el pilar y yo. Eso era de esperar. Lo que tenía que averiguar ahora era si había alguien más. Desenfundé mi cuchillo; no convenía utilizar una espada en medio de una fronda tan densa. Inspiré hondo y me aparté del jabalí.

Estaba vagamente familiarizado con la zona. Me vino bien para ir de un dragón a un tronco caído y de éste a un viejo tocón. Antes de que oscureciera por completo, supe que había tres hombres y que parecían estar vigilando la columna. Pensé que no habían venido a por mí, sino que su misión consistía en impedir que utilizara el pilar cualquiera que no perteneciera a la camarilla de Regio. Había encontrado sus huellas en la senda de la Habilidad; eran recientes, los hombres acababan de llegar. Podía confiar en conocer el terreno mejor que ellos. Decidí considerarlos inhábiles, pues habían llegado por la carretera y no a través de la columna. Aunque probablemente se trataba de soldados experimentados. Decidí asimismo que debería creer que Burl y Will no andaban muy lejos. Podían cruzar el pilar en cualquier momento. Por ese momento erigí a conciencia mis muros de Habilidad. Y esperé. Al ver que no regresaba, Veraz sabría que me estaba ocurriendo algo. No pensaba que fuera tan imprudente como para atravesar la columna y venir en mi busca. A decir verdad, no pensaba que estuviera dispuesto a separarse de su dragón tanto tiempo. Salir bien de ésta dependía por entero de mí.

Al caer la noche, salieron los insectos. Cientos de insectos que revoloteaban, zumbaban y picaban, más uno que se empeñaba en mosconear alrededor de mi oreja. Empezó a levantarse una neblina que me pegó las ropas al cuerpo. Los guardias habían encendido una fogata. Olí a pasteles cocidos y me sorprendí preguntándome si podría matarlos antes de que se los hubieran comido todos. La noche, el fuego y la comida incitaban a conversar. Estos hombres hablaban poco y siempre en voz baja. Cumplían con su misión a regañadientes. La larga carretera negra había vuelto locos a algunos hombres. Pero esta noche no era el arduo camino que habían recorrido, sino los dragones de piedra lo que los enervaba. También escuché lo suficiente para confirmar mis sospechas. Había tres hombres vigilando esta columna. Había otra decena guardando la plaza donde el bufón había tenido su visión. El grueso de la soldadesca había seguido su camino con rumbo a la cantera. La camarilla se proponía cortar las vías de escape a Veraz.

Sentí cierto alivio al saber que tardarían tanto en llegar allí como habíamos tardado nosotros. Al menos por esta noche, Veraz y los demás no debían temer un ataque. Pero sólo era cuestión de tiempo. Me reafirmé en mi decisión de regresar a través de la columna cuanto antes. No tenía intención de pelear con ellos. Eso me dejaba como opción emboscarlos, de uno en uno, proeza que dudaba que ni siquiera Chade pudiera haber conseguido. O crear una distracción para mantenerlos ocupados el tiempo suficiente para que me diera tiempo a trasponer el pilar.

Me alejé de los hombres, hasta un lugar que consideré lo bastante resguardado, y procedí a reunir leña seca. No era tarea fácil en un sitio tan exuberante y verde, pero al cabo conseguí reunir una brazada respetable. Mi plan era sencillo. Me dije que podía dar resultado o no. No creía que tuviera una segunda oportunidad; estarían demasiado atentos para eso.

Consideré dónde se encontraba el símbolo de la cantera en la columna y me abrí paso hasta los dragones emplazados frente a él. De los dragones, elegí el ejemplar de feroz aspecto con penachos en las orejas en que me había fijado al visitar este sitio por primera vez. Proyectaría una sombra generosa. Despejé el suelo de hierba y hojas mojadas detrás de él y encendí mi fogata. Tenía leña suficiente para un fuego modesto, pero esperaba no necesitar más que eso. Quería luz y humo suficientes como para que resultaran misteriosos sin desvelar nada. Dejé el fuego ardiendo con brío y me escabullí entre las sombras. Tumbado boca abajo en la hierba, repté hasta llegar tan cerca de la columna como me atrevía. Ahora sólo tenía que esperar a que los guardias repararan en la fogata. Esperaba que al menos uno de los hombres fuera a investigar, y que los demás vigilaran en la dirección en que se hubiera ido. Después una carrera furtiva, un manotazo al pilar y listo.

Sólo que los guardias no repararon en mi fogata. Desde mi escondite, parecía flagrantemente obvia. Había una columna de humo y un fulgor rosáceo entre los árboles, perfilando parcialmente la silueta del dragón. Esperaba que eso despertara su interés. En cambio, ocultaba mi hoguera demasiado bien. Decidí que unas cuantas pedradas bien dirigidas les llamarían la atención sobre el fuego. Al tantear encontré sólo plantas y tierra fértil. Tras una espera interminable, comprendí que el fuego se estaba apagando y que los guardias no se habían percatado de él en absoluto. Volví a alejarme hasta encontrar un lugar seguro. Volví a reunir ramas secas a oscuras. Después, mi olfato tanto como mis ojos me guió de nuevo hacia la fogata agonizante.

Hermano, hace mucho que te fuiste. ¿Estás bien? Había ansiedad en el tenue pensamiento de Ojos de Noche.

Me quieren cazar. No te muevas. Iré en cuanto pueda. Aparté suavemente al lobo de mi cabeza y gateé a oscuras hacia los rescoldos de mi fogata.

La reavivé y esperé a que prendieran las ramas. Empezaba a alejarme de ella cuando escuché las primeras voces extrañadas. No creo que hubiera sido descuidado. Fue sólo un golpe de mala suerte el que, al cambiar de parapeto yendo de un dragón a un árbol, uno de los guardias levantara su antorcha y pusiera mi sombra de manifiesto relieve.

—¡Allí! ¡Un hombre! —gritó uno, y dos de ellos salieron corriendo detrás de mí.

Emprendí la huida entre la tupida maleza.

Oí cómo uno tropezaba y se caía, maldiciendo, en un zarzal, pero el segundo era rápido y ágil. Lo tuve pisándome los talones en un instante, y juro que sentí la corriente de aire que generó su estocada. El ataque me acicateó y me descubrí medio saltando, medio cayendo por encima del jabalí de piedra. Me golpeé dolorosamente una rodilla en su pétreo lomo y caí al suelo al otro lado de la estatua. Me puse en pie de inmediato. Mi perseguidor saltó hacia delante, descargando un golpe poderoso que sin duda me habría partido en dos si no se hubiera enganchado la pierna en uno de los curvos y afilados colmillos. Tropezó y cayó de bruces, empalándose en el segundo colmillo, donde éste surgía como una cimitarra de las rojas fauces del jabalí. El hombre no profirió ningún alarido. Vi cómo intentaba incorporarse, pero el colmillo lo había ensartado como un anzuelo. Me puse en pie de un salto, temeroso de mi segundo perseguidor, y me adentré en la oscuridad. A mi espalda alguien profirió un prolongado grito de dolor.

Tuve la sensatez de girar mientras corría. Ya casi había llegado a la columna cuando sentí un tentativo roce de Habilidad. Recordé la última vez que había percibido algo así. ¿Estaba Veraz siendo atacado, en la cantera? Todavía había un hombre guardando el pilar, pero decidí correr el riesgo de enfrentarme a su espada para acudir junto a mi rey. Salí de la arboleda, corriendo hacia la columna mientras el guardia miraba en dirección a mi fogata y los estertores del hombre caído. Me rozó otro tentáculo de Habilidad.

—¡No, no te arriesgues! —chillé cuando mi rey atravesaba la columna, empuñando su mellada espada gris en su resplandeciente mano de plata.

Emergió detrás del guardia que se había quedado en su puesto. Mi imprudente advertencia le había hecho girarse hacia el pilar y se abalanzaba sobre mi rey, con la espada en alto, aunque en su rostro se reflejaba el miedo que sentía.

Veraz parecía un demonio escapado de algún cuento a la luz de su fogata. Tenía la cara veteada de plata a causa del descuidado roce de sus dedos, en tanto sus manos y antebrazos rutilaban como si estuvieran hechos de plata bruñida. Su rostro enjuto y su atuendo andrajoso, la absoluta negrura de su mirada bastarían para aterrorizar a cualquiera. He de decir esto a favor del guardia de Regio: se mantuvo en su puesto, detuvo el primer golpe del rey y se lo devolvió. O eso pensaba. Era una vieja treta de Veraz. Su espada envolvió la otra. Su estocada debería haber separado la mano del brazo, pero el filo embotado se detuvo al llegar al hueso. El soldado soltó su arma de todos modos. Mientras el hombre caía de rodillas aferrándose a la herida abierta, la espada de Veraz le atravesó la garganta. Sentí un segundo temblor de Habilidad. El último guardia que quedaba en pie salió de entre los árboles corriendo hacia nosotros. Sus ojos se clavaron en Veraz y profirió un alarido de pavor. Se detuvo en el sitio. Veraz dio un paso hacia él.

—¡Alteza, basta! ¡Vayámonos! —exclamé.

No quería que volviera a arriesgar la vida por mí.

Veraz en cambio miró su espada de soslayo. Frunció el ceño. De pronto asió la hoja con la mano izquierda justo por encima de la empuñadura y la hizo resbalar por su palma resplandeciente. Lo que vi me dejó boquiabierto. La espada que blandía ahora relucía y terminaba en una punta perfecta. Aun a la luz de las llamas, eran visibles las trémulas ondas que formaban las numerosas capas de metal. El rey me miró de soslayo.

—Debería haber sabido que podía hacer eso. —Sonrió casi y levantó su arma a la altura de los ojos de su contrincante—. Cuando estés preparado —dijo en voz baja.

Lo que ocurrió a continuación me dejó atónito.

El soldado cayó de rodillas, soltando su espada en la hierba frente a él.

—Majestad. Os conozco, aunque vos no me conozcáis a mí. —El acento de Gama era evidente en sus atropelladas palabras—. Mi señor, se nos dijo que habíais muerto. Muerto porque vuestra reina y el bastardo habían conspirado contra vos. Se nos dijo que encontraríamos aquí a esos dos. Vine impulsado por esa venganza. Os serví bien en Gama, mi señor, y si seguís con vida, todavía soy leal a mi rey.

Veraz escudriñó al hombre a la temblorosa luz de las llamas.

—Eres Herrín, ¿no es así? ¿Hijo de Reato?

El soldado abrió los ojos como platos al ver que Veraz se acordaba de él.

—Herrete, mi señor. Al servicio de su majestad, igual que mi padre antes que yo.

Le temblaba un poco la voz. Sus ojos no se apartaban de la punta de la espada que sostenía Veraz ante él.

Veraz bajó su filo.

—¿Eres sincero, muchacho? ¿O sólo pretendes salvar el pellejo?

El joven soldado miró a Veraz y se atrevió a esbozar una sonrisa.

—No tengo nada que temer. El príncipe al que serví no sería capaz de asesinar a un hombre postrado y desarmado. Confío en que el rey tampoco.

Puede que ésas fueran las únicas palabras que podían convencer a Veraz. Pese a su agotamiento, sonrió.

—Ve pues, Herrete. Ve tan deprisa y tan sigilosamente como puedas, pues quienes te han utilizado te matarán si descubren que eres leal a mí. Vuelve a Gama. Y por el camino, y cuando llegues allí, anuncia a todos mi regreso. Di que mi reina, digna y leal, irá conmigo para ocupar el trono y que mi heredera lo reclamará cuando yo muera. Y cuando llegues al castillo de Torre del Alce, preséntate ante la mujer de mi hermano. Dile a lady Paciencia que yo te he encomendado a su servicio.

—¿Majestad, rey Veraz?

—Habla.

—Se acercan más soldados. Nosotros sólo somos la vanguardia… —Hizo una pausa. Tragó saliva—. No acuso a nadie de traición, y menos que nadie a vuestro hermano. Pero…

—Que eso no te preocupe, Herrete. Lo que te he pedido es importante para mí. Ve cuanto antes y no te enzarces con nadie por el camino. Pero haz correr la noticia que te he dicho.

—Sí, majestad.

—Enseguida —sugirió Veraz.

Y Herrete se levantó, recogió su espada y la envainó, y se adentró en la oscuridad a largas zancadas.

Veraz se dio la vuelta, con un brillo triunfal en la mirada.

—¡Podemos conseguirlo! —me dijo suavemente.

Me indicó el pilar con insistencia. Extendí la mano hacia el símbolo y traspuse el portal cuando la Habilidad tiró de mí. Veraz me siguió.