Los Secretos de Hervidera
En ninguna parte se menciona quién erigió las Piedras Testigo que coronan la colina próxima a Torre del Alce. Es posible que su origen preceda incluso a la construcción del mismo castillo de Torre del Alce. El poder que se les atribuye no parece tener mucho que ver con el culto a El o Eda, pero la gente cree en él con el mismo fervor religioso. Aun quienes profesan dudar de la existencia de dios alguno vacilarían antes de dar falso testimonio ante las Piedras Testigo. Negras y marcadas por el tiempo se yerguen esas altas piedras. Si alguna vez lucieron alguna inscripción, el viento y la lluvia la han borrado.
Veraz fue el primero en levantarse esa mañana. Salió trastabillando de su tienda cuando los primeros rayos de sol devolvían sus colores al mundo.
—¡Mi dragón! —gritó mientras pestañeaba deslumbrado—. ¡Mi dragón!
Como si esperara que se hubiera desvanecido.
Aun cuando le aseguré que su dragón estaba perfectamente, siguió comportándose como un niño enfurruñado. Deseaba retomar su trabajo de inmediato. No sin dificultad, lo convencí para que tomara una taza de té de ortigas y menta, y comiera un poco de la carne asada en los espetones. Se negó a esperar a que hirvieran las gachas y se apartó de la fogata empuñando su espada y un trozo de carne. No hizo mención alguna a Kettricken. Al cabo se reanudó el ras, ras, ras de la punta de la espada contra la piedra negra. La sombra de Veraz que había visto la noche anterior se había esfumado con el alba.
Resultaba extraño recibir un nuevo día sin empaquetar de inmediato nuestras pertenencias. Nadie estaba de buen humor. Kettricken tenía los ojos hinchados y estaba callada, Hervidera molesta y reservada. El lobo seguía digiriendo toda la carne que había devorado el día antes y sólo quería dormir. Estornino parecía enfadada con todos, como si fuera culpa nuestra el que la búsqueda hubiera dado como resultado tanta confusión y decepción. Cuando acabamos el desayuno, la juglaresa declaró que iba a echar un vistazo a las jeppas y a lavar la ropa en el arroyo que había encontrado el bufón. Hervidera accedió refunfuñando a acompañarla por su seguridad, aunque sus ojos buscaban a menudo el dragón de Veraz. También Kettricken estaba en lo alto del estrado, contemplando melancólica a su marido y monarca mientras éste cincelaba la piedra negra. Yo me mantuve ocupado recogiendo la carne ahumada, envolviéndola y reavivando las llamas para poner a secar el resto de la carne.
—Vamos —me invitó el bufón en cuanto acabé.
—¿Adonde? —pregunté, deseando únicamente echar una siesta.
—La chica del dragón —me recordó.
Emprendió el paso animado, sin mirar atrás para ver si lo seguía. Sabía que tenía que hacerlo.
—Me parece una idea nefasta —dije a su espalda.
—Lo sé —repuso con una sonrisa, y no volvió a abrir la boca hasta que nos acercamos a la enorme estatua.
La chica del dragón parecía más tranquila esta mañana, aunque quizá se debiera únicamente a que empezaba a acostumbrarme a la Maña atrapada que presentía allí. El bufón no vaciló y se encaramó inmediatamente al estrado junto a la estatua. Lo seguí más despacio.
—Hoy parece distinta —musité.
—¿Cómo?
—No lo sé. —Estudié la cabeza inclinada de la joven, las lágrimas de piedra congeladas en sus mejillas—. ¿A ti no te parece distinta?
—Ayer tampoco me fijé mucho en ella.
Ahora que estábamos aquí, las bromas del bufón parecieron aquietarse. Con mucho cuidado, apoyé una mano en el lomo del dragón. Las escamas estaban tan minuciosamente talladas, la curva del cuerpo de la bestia era tan natural que casi esperaba sentir el compás de su respiración. Era piedra, fría y dura. Contuve el aliento, haciendo acopio de valor, y sondeé hacia la piedra. La sensación era distinta a todos mis sondeos anteriores. No había latidos, ni respiración acompasada, ni ninguna otra evidencia física de vida para orientarme. Tan sólo mi percepción de vida de la Maña, atrapada y desesperada. Por un momento me eludió; luego la rocé y sondeó a su vez hacia mí. Buscaba la sensación del viento en la piel, el cálido flujo de la sangre, oh, la fragancia de un día de verano, la sensación de mis ropas contra mi piel, anhelaba cualquier cosa que formara parte de la experiencia de vivir. Aparté la mano de golpe, asustado por la intensidad de su alcance. Pensé que podría arrastrarme consigo a su prisión.
—Qué raro —susurró el bufón, pues vinculado a mí como estaba, había sentido los efluvios de mi experiencia.
Buscó mis ojos con los suyos y me sostuvo la mirada un momentoto. Después extendió un dedo plateado hacia la joven.
—No deberíamos hacer esto —dije, pero mis palabras carecían autoridad.
La esbelta figura montada a horcajadas sobre el dragón estaba vestida con un jubón sin mangas, mallas y sandalias. El bufón apoyó el dedo en su brazo.
Un grito de Habilidad de dolor e indignación inundó la cantera. El bufón salió disparado del pedestal y aterrizó de espaldas en el suelo de piedra. Se quedó allí tumbado, inconsciente. Me flaquearon rodillas y me caí junto al dragón. A juzgar por el torrente de cólera que sentía con la Maña, esperaba que la criatura me pisoteara como un caballo desbocado. Me encogí por instinto, protegiéndome la cabeza con las manos.
Duró apenas un instante, pero los ecos de ese grito parecían rebotar interminablemente en las lustrosas paredes y bloques de piedra negra que nos rodeaban. Estaba bajando con piernas temblorosa para comprobar el estado del bufón cuando llegó corriendo Ojos de Noche. ¿Qué ha sido eso? ¿Quién nos amenaza? Me arrodillé junto al bufón. Se había golpeado la cabeza y su sangre manchaba la piedra negra, pero no creía que fuera ése el motivo de su desmayo.
—Sabía que no teníamos que hacerlo. ¿Por qué te habré dejado? —me pregunté mientras lo levantaba en vilo para llevarlo al campamento.
—Pero eres más tonto que él. Y yo la más tonta de todas, por haberos dejado solos y confiar en vuestra sensatez. ¿Qué ha hecho?
Hervidera resoplaba todavía a causa de la carrera.
—Ha tocado a la chica del dragón. Con la Habilidad de su dedo.
Mientras hablaba miré hacia la estatua. Para mi horror, había una brillante huella dactilar plateada en el brazo de la muchacha, ribeteada de escarlata contra su carne broncínea. Hervidera siguió mi mirada y la oí jadear. Se volvió hacia mí y levantó una mano nudosa como si quisiera golpearme. Luego cerró la mano en un puño tembloroso y se obligó a bajarlo.
—¿Es que no basta con que deba estar ahí atrapada para siempre, sola y lejos de todo cuanto amó alguna vez? ¡Por si fuera poco tenéis que venir vosotros dos a hacerle daño! ¿Cómo podéis ser tan perversos?
—No era nuestra intención hacerle daño. No sabíamos…
—¡La ignorancia es la excusa que ponen siempre los crueles y curiosos! —rugió Hervidera.
Mi enfado creció de repente hasta igualar el suyo.
—No me hables de ignorancia, mujer, cuando lo único que haces es negarte a disiparla para mí. Sugieres, apuntas y presagias, pero te niegas a decir algo que nos sirva de ayuda. Y cuando cometemos algún error, arremetes contra nosotros y dices que tendríamos que haberlo sabido. ¿Cómo? ¿Cómo vamos a saber nada cuando la única que sabe algo se niega a compartirlo con nosotros?
En mis brazos, el bufón se agitó débilmente. El lobo merodeaba en torno a mis pies. Se acercó para olisquear la mano del bufón que se balanceaba.
¡Cuidado! ¡No dejes que te toque con los dedos!
¿Qué lo ha mordido?
No lo sé.
—No sé nada —dije en voz alta, con amargura—. Ando a tientas, perjudicando a todas las personas que me importan en el proceso.
—No me atrevo a interferir —exclamó Hervidera—. ¿Y si una palabra mía te empujara en la dirección equivocada? ¿Qué sería entonces de todas las profecías? Debes encontrar tu propio camino, catalizador.
El bufón abrió los ojos para mirarme con expresión ausente. Después volvió a cerrarlos y apoyó la cabeza en mi hombro. Empezaba a pesar en mis brazos y tenía que averiguar qué le había ocurrido. Lo sostuve con fuerza. Vi que Estornino venía detrás de Hervidera, cargada con su colada. Di media vuelta y me alejé de ambas. Mientras regresaba al campamento con el bufón, dije por encima del hombro:
—A lo mejor por eso estás aquí. A lo mejor fuiste convocada, con un papel que representar. Quizá tengas que disipar nuestra ignorancia para que podamos cumplir con esta condenada profecía tuya. Y a lo mejor guardando silencio es como la frustrarás. Pero me interrumpí mi feroz lanzamiento de palabras por encima del hombro —creo que guardas silencio por razones puramente egoístas. ¡Porque sientes vergüenza!
Di la espalda a la abatida expresión de su rostro. Oculté la vergüenza que me producía haberle hablado de esa manera, llevado por la ira. Me prestaba un nuevo poder de decisión. De pronto me sentía decidido a hacer que todo el mundo se comportara como debía. Era la clase de decisión infantil que tan a menudo me metía en problemas, pero cuando mi corazón cerró la mano en torno a ella, mi rabia cerró el puño con fuerza.
Llevé al bufón a la tienda grande y lo tendí en sus mantas. Arranqué una manga raída de lo que quedaba de una camisa, la empapé con agua fría y se la apliqué con firmeza en la parte posterior de la cabeza. Cuando cesó la hemorragia, eché un vistazo a la herida. No era un corte profundo, pero remataba un chichón de considerable tamaño. Aun así, seguía sin creer que fuera ése el motivo de su desmayo.
—¿Bufón? —dije suavemente, luego con más insistencia—. ¿Bufón? —Le salpiqué la cara con agua. Se despertó abriendo los ojos sin más—. ¿Bufón?
—Me pondré bien, Traspié —dijo débilmente—. Tenías razón. No debería haberla tocado. Pero lo hice. Y nunca seré capaz de olvidarlo.
—¿Qué ha ocurrido? —quise saber.
Meneó la cabeza.
—No puedo hablar de ello en estos momentos —musitó.
Me puse en pie de un salto, chocando con el techo de la tienda, a punto de que toda la estructura se desplomara a mi alrededor.
—¡En este grupo nadie puede hablar de nada! —declaré furioso—. Salvo yo. Y me propongo hablar de todo.
Dejé al bufón apoyado en un codo y con los ojos muy abiertos a mi espalda. No sé si su expresión era de diversión o de asombro. Me daba igual. Salí de la tienda a largas zancadas y resquilé la montaña de guijarros hasta el pedestal donde Veraz estaba tallando su dragón. El incesante ras, ras, ras de la punta de su espada contra la piedra era como una escofina contra mi alma. Kettricken estaba sentada a su lado, con expresión ausente y callada. Ninguno de los dos me prestó la menor atención.
Me detuve un instante, hasta tener mi respiración bajo control. Me aparté el pelo de la cara y lo sujeté en una nueva coleta de guerrero, me sacudí las perneras de los pantalones y alisé los sucios restos de mi camisa. Avancé tres pasos. Mi inclinación formal incluyó a Kettricken.
—Mi señor, rey Veraz. Mi señora, reina Kettricken. Vengo a concluir mi informe para el rey. Si se me permite.
Sinceramente, esperaba que los dos me ignoraran. Pero la espada del rey Veraz arañó la roca dos veces más antes de detenerse. Me miró por encima del hombro.
—Continúa, Traspié Hidalgo. No puedo dejar de trabajar, pero puedo escuchar.
Había solemne cortesía en su voz. Eso me dio ánimos. Kettricken enderezó la espalda de repente. Se apartó los rebeldes mechones de cabello de los ojos y asintió para transmitirme su conformidad. Inspiré hondo y empecé, dando parte, tal y como se me había enseñado, de todo lo que había visto o hecho desde mi visita a la ciudad en ruinas. Alguna vez a lo largo del prolijo relato los arañazos de la espada se ralentizaron, luego cesaron. Veraz caminó pesadamente hasta sentarse junto a Kettricken. Hizo ademán de tomarla de la mano, pero se detuvo y plegó sus manos ante él. Pero Kettricken vio ese pequeño gesto y se acercó a él un poco más. Se sentaron hombro con hombro, mis andrajosos monarcas, en sus tronos de roca fría, con un dragón de piedra a sus espaldas, y me escucharon.
De uno en uno y de dos en dos, los demás vinieron para unirse a nosotros. Primero el lobo, después el bufón y Estornino, y por último Hervidera se colocaron en semicírculo detrás de mí. Cuando se me quedó seca la garganta y se me enronqueció la voz, Kettricken levantó una mano y envió a Estornino en busca de agua. La juglaresa volvió con té y carne para todos. Probé un sorbo de té y continué con mi relato mientras los demás merendaban a mi alrededor.
Me mantuve fiel a mi decisión y hablé con franqueza de todo, aun de lo que me avergonzaba. No pasé por alto mis temores ni mis imprudencias. Conté a Veraz cómo había matado al guardia de Regio sin previo aviso, dándole incluso el nombre del hombre al que había reconocido. Tampoco soslayé mis experiencias con la Maña como podría haber hecho antes. Hablé sin tapujos, como si estuviéramos solos Veraz y yo, refiriéndole mis temores por Molly y mi hija, incluido el temor de que si Regio no las encontraba y las mataba, Chade se llevaría a mi pequeña para el trono. Mientras hablaba, sondeé hacia Veraz de todas las formas posibles, no sólo con mi voz, sino con Maña y Habilidad, intentando tocarle y despertar su antiguo yo. Sé que él sentía mis sondeos, pero por mucho que lo intenté, no conseguí obtener ninguna respuesta por su parte.
Terminé relatando lo que habíamos hecho el bufón y yo con la chica del dragón. Escudriñé el semblante de Veraz en busca de algún cambio en su expresión, pero no se produjo ninguno que yo pudiera ver. Cuando lo hube contado todo, me quedé en silencio ante él, esperando que me interrogara. El antiguo Veraz hubiera repasado mi parte de arriba abajo, interrogándome acerca de cada suceso, preguntando qué había pensado, o sospechado, u observado. Pero este anciano canoso se limitó a asentir repetidas veces con la cabeza. Hizo ademán de levantarse.
—¡Mi rey! —supliqué desconsolado.
—¿Qué ocurre, muchacho?
—¿No tienes nada que preguntarme, nada que decirme?
Me miró, aunque no estoy seguro de que me viera. Carraspeó.
—Yo maté a Carrod con la Habilidad. Eso es cierto. No he vuelto a sentir a los demás desde entonces, pero creo que no están muertos, es sólo que he perdido la Habilidad necesaria para sentirlos. Deberás tener cuidado.
Me quedé boquiabierto.
—¿Eso es todo? ¿Que debo tener cuidado?
Sus palabras me habían congelado hasta la médula.
—No. Es aún peor. —Miró al bufón de soslayo—. Temo que cuando hablas con el bufón, éste escucha con los oídos de Regio. Temo que fuera Regio el que acudió a ti aquel día, hablando por boca del bufón, para preguntarte por el paradero de Molly.
Se me secó la boca. Me giré para mirar al bufón. Parecía estar acongojado.
—No recuerdo… Yo nunca dije…
Inspiró entrecortadamente, y cayó de costado, desvanecido.
Hervidera gateó hasta él.
—Respira —nos informó.
Veraz asintió.
—Supongo que en ese caso lo han abandonado. A lo mejor. No apostéis por ello.
Su mirada volvió a posarse en mí. Yo intentaba mantenerme en pie. Había sentido cómo abandonaban al bufón. Lo había sentido como si se partiera de pronto un hilo de seda. No ejercían una presa fuerte sobre él, pero era suficiente. Suficiente para incitarme a revelar cuanto les hacía falta para asesinar a mi mujer y mi hija. Suficiente para registrar sus sueños todas las noches desde entonces y robar cuanto les pareciera de utilidad.
Me acerqué al bufón. Tomé su mano inhábil y sondeé hacia él. Abrió los ojos despacio y se sentó. Por un momento nos observó a todos sin comprender. Su mirada buscó la mía mientras la vergüenza se abría paso a la superficie desde sus brumosas profundidades.
—«Y aquel que más lo quiere será el que más vilmente lo traicione». Mi propia profecía. Es algo que sé desde que cumplí los once años. Chade, me dije, cuando se ofreció a buscar a tu hija. Chade sería el que te traicionara. —Meneó la cabeza apesadumbrado—. Pero he sido yo. He sido yo. —Se puso en pie muy despacio—. Lo siento. Lo siento mucho.
Vi las lágrimas que amenazaban con asomar a sus ojos. Se dio la vuelta y se alejó de nosotros. No fui capaz de ir detrás de él, pero Ojos de Noche se levantó sin hacer ruido y caminó tras sus pasos.
—Traspié Hidalgo. —Veraz cogió aliento y habló en voz muy baja—. Traspié, intentaré terminar mi dragón. En verdad es lo único que puedo hacer. Sólo espero que sea suficiente.
La desesperación me envalentonó.
—Mi rey, ¿no harás esto por mí? ¿No habilitarás un aviso a Burrich y Molly, para que huyan de Playa Capelán antes de que los encuentren?
—Oh, muchacho —dijo afligido. Avanzó un paso hacia mí—. Aunque me atreviera, temo que me faltan las fuerzas. —Levantó la cabeza y nos miró a todos uno por uno. Sus ojos se demoraron en Kettricken—. Me falla todo. El cuerpo, la mente, la Habilidad. Estoy agotado, me quedan pocas energías. Cuando maté a Carrod, la Habilidad huyó de mí. Desde entonces mi obra se ha visto enormemente ralentizada. Aun la energía pura de mis manos se debilita, y el pilar está cerrado para mí; no puedo cruzarlo para renovar la magia. Temo haberme derrotado yo solo. Temo no ser capaz de completar mi tarea. Al final, podría haberos fallado a todos. A todos vosotros, y a los Seis Ducados.
Kettricken ocultó el rostro entre las manos. Pensé que iba a llorar. Pero cuando levantó la cabeza de nuevo, vi resplandecer la fuerza del amor que sentía por su esposo en medio del resto de sus pensamientos.
—Si esto es lo que crees que debes hacer, déjame ayudarte. —Señaló el dragón—. Tiene que haber algo que pueda hacer para ayudarte a completarlo. Enséñame a desbrozar la roca y tú podrás ocuparte de los detalles.
Veraz negó con la cabeza, abatido.
—Ojalá pudiera. Pero debo hacerlo yo solo. Todo debo hacerlo yo solo.
Hervidera se puso en pie de improviso. Vino a mi lado, fulminándome encolerizada como si todo fuera culpa mía.
—Mi señor, rey Veraz —empezó. Pareció perder su coraje por un momento, antes de imprimir nueva fuerza a sus palabras—. Mi rey, os equivocáis. Pocos dragones fueron creados por una sola persona. Al menos, no los dragones de los Seis Ducados. En cuanto a los demás, desconozco si los verdaderos vetulus podían crearlos sin ayuda. Pero sé que esos dragones que fueron creados por manos de habitantes de los Seis Ducados a menudo eran obra de toda una camarilla trabajando al unísono, no de una sola persona.
Veraz la miró fijamente, enmudecido. Entonces:
—¿Qué estás diciendo? —preguntó con voz temblorosa.
—Digo lo que sé. Sin importarme lo que puedan pensar de mí los demás. —Nos miró a todos de soslayo, como si se estuviera despidiendo de nosotros—. Majestad. Me llamo Cernidera de Gama, antiguo miembro de la Camarilla de Escora. Pero con mi Habilidad maté a una compañera de mi propia camarilla, impulsada por los celos. Mi gesto fue considerado suma traición, pues constituíamos la fuerza suma de la reina. Fuerza que yo destruí. Por tal motivo se me aplicó la sentencia que la Justicia de la Reina juzgó pertinente. Se consumió mi Habilidad, dejándome como me veis ahora; sellada en mi ser, incapaz de traspasar las barreras que me impone mi propio cuerpo, incapaz de recibir el contacto de quienes me eran queridos. Mi propia camarilla me impuso el castigo. Por el crimen de asesinato, la reina me desterró de los Seis Ducados de por vida. Me envió lejos para que ningún hábil se sintiera tentado de apiadarse de mí e intentar liberarme. Dijo que no se le ocurría peor castigo, que algún día, en mi aislamiento, desearía estar muerta.
Hervidera se hundió despacio de rodillas en la dura piedra.
—Mi rey, mi reina, tenía razón. Ahora os ruego clemencia. Brindadme la muerte. O… —Levantó la cabeza muy despacio—. O emplead vuestra fuerza para reabrirme a la Habilidad. Y os serviré como camarilla en la talla de este dragón.
Por un momento todo fue silencio. Cuando habló Veraz, el desconcierto era palpable en su voz.
—Nunca he oído hablar de la Camarilla de Escora.
La voz de Hervidera se truncó cuando confesó:
—La destruí, mi señor. Sólo éramos cinco. Mi acción dejó sólo a tres con vida para la Habilidad, y habían experimentado la muerte física de un miembro y la… consunción de otro. Estaban muy debilitados. Oí que se les eximió de su servicio a la reina, y que buscaron la senda que antaño conducía a la ciudad de Jhaampe. No regresaron jamás, pero no creo que sobrevivieran a los rigores de esta carretera. No creo que llegaran a crear nunca el dragón con el que antes soñábamos.
—Ni mi padre ni ninguna de sus esposas tuvo camarillas juradas. —No parecía que Veraz estuviera respondiendo a las palabras de la an ciana—. Mi abuela tampoco. —Arrugó el entrecejo—. ¿A qué reina ser viste, mujer?
—A la reina Diligencia, majestad —respondió suavemente Hervidera.
Seguía arrodillada sobre la dura piedra.
—Diligencia reinó hace más de doscientos años —observó Veraz.
—Murió hace doscientos veintitrés años —acotó Estornino.
—Gracias, juglaresa —dijo Veraz con aspereza—. Doscientos veintitrés años. Y quieres que crea que formaste parte de su camarilla.
—Así es, mi señor. Había volcado la Habilidad sobre mí, pues deseaba mantenerme joven y hermosa. No se consideraba algo admirable, pero casi todos los hábiles lo hacían en mayor o menor medida. Tardé más de un año en dominar mi cuerpo. Pero lo que hice, lo hice a conciencia. Hasta la fecha, sano enseguida. Casi todas las enfermedades me evitan.
No pudo impedir que asomara una nota de orgullo a su voz.
—La legendaria longevidad de los miembros de una camarilla —musitó el rey Veraz para sí. Suspiró—. En los libros de Solícita debía de haber muchas cosas a las que Hidalgo y yo nunca tuvimos acceso.
—Muchas cosas. —Hervidera hablaba ahora con confianza—. Me asombra que, con la escasa formación que tenéis Traspié Hidalgo y tú, hayáis logrado llegar tan lejos sin ayuda. ¿Y tallar un dragón en solitario? Es una proeza digna de una canción.
Veraz la miró de reojo.
—Oh, vamos, mujer, siéntate. Me da pena verte de rodillas. Es evidente que hay muchas cosas que puedes y deberías contarme. —Se removió incómodo y echó un vistazo a su dragón—. Pero mientras conversamos, no trabajo.
—En ese caso os diré únicamente lo más preciso —ofreció Hervidera. Se puso de pie con dificultad—. Mi Habilidad era poderosa. Lo bastante poderosa para matar con ella, algo que pocos pueden hacer. Se interrumpió, con la voz ronca. Tomó aliento y continuó. —Ese poder reside aún en mi interior. Alguien lo suficientemente hábil podría volver a abrirme a él. Creo que vos tenéis esa fuerza. Aunque en estos momentos, posiblemente no seáis capaz de dominarla. Habéis matado con la Habilidad, lo cual es una aberración. Aunque el miembro de la camarilla os fuera desleal, habíais trabajado juntos. Al matarlo, matasteis una parte de vos. Por eso tenéis la impresión de que no os queda Habilidad en vuestro interior. De tener mi Habilidad, podría ayudaros a sanar.
Veraz soltó una risita.
—Yo no tengo Habilidad, tú no tienes Habilidad, pero si la tuviéramos, podríamos ayudarnos mutuamente. Mujer, esto es una maraña de cuerda sin extremos visibles. ¿Cómo deshacer el nudo, salvo con una espada?
—Tenemos la espada, majestad. Traspié Hidalgo. El catalizador.
—Ah. Esa antigua leyenda. A mi padre le gustaba. —Me miró mientras lo consideraba—. ¿Crees que es lo bastante fuerte? Mi sobrino Augusto sufrió la consunción de su Habilidad y jamás se recuperó. A veces pienso que para él fue un alivio. La Habilidad lo condujo por una senda inadecuada para él. Creo que fue entonces cuando sospeché que Galeno le había hecho algo a la camarilla. Pero tenía tantas cosas que hacer. Siempre tantas cosas que hacer.
Percibí cómo divagaba la mente de mi rey. Di un paso adelante resuelto.
—Mi señor, ¿qué deseáis que intente?
—No deseo que intentes nada. Deseo que lo hagas. Vaya. Eso mismo solía decirme Chade. Chade. Casi todo él está ahora en el dragón pero todavía hay un poco fuera. Debería poner eso en el dragón.
Hervidera se acercó a él.
—Mi señor, ayudadme a liberar mi Habilidad y yo os ayudaré a completar el dragón.
Había algo en la forma en que dijo esas palabras. Las pronuncio en voz alta para todos nosotros, pero me dio la impresión de que sólo Veraz sabía lo que quería decir. Al cabo, muy a regañadientes, asintió.
—No veo más remedio —dijo para sí—. No hay más remedio.
—¿Cómo voy a hacer algo, cuando ni siquiera sé qué es ese algo? —protesté—. Majestad —añadí, espoleado por la mirada de reproche de Kettricken.
—Sabes lo mismo que nosotros —repuso suavemente Veraz—. La mente de Cernidera fue arrasada con la Habilidad, por su propia camarilla, para condenarla al ostracismo durante el resto de su vida. Debes emplear toda la Habilidad que haya en tu interior, de cualquier manera posible, para intentar reavivar los rescoldos.
—No sé por dónde empezar —dije. Pero entonces Hervidera se giró y me miró. Había una súplica en sus ancianos ojos. Pérdida y soledad. Y un ansia de Habilidad que había crecido hasta el punto de empezar a devorarla desde dentro. Doscientos veintitrés años era mucho tiempo para un destierro. Mucho tiempo para estar confinado en los límites de tu propio cuerpo—. Pero lo intentaré —corregí mis palabras.
Le ofrecí mi mano.
Hervidera vaciló antes de ofrecerme la suya. Nos quedamos cogidos de la mano, mirándonos. Sondeé hacia ella con la Habilidad, pero no sentí ninguna respuesta. La miré e intenté decirme que la conocía, que debería ser fácil llegar hasta Hervidera. Puse en orden mis pensamientos y rememoré todo cuanto sabía de esa mujer tan irascible. Pensé en su tenaz perseverancia, en su lengua afilada, en sus diestras manos. Recordé cómo me había enseñado el juego de la Habilidad, y cuántas veces lo habíamos jugado, con las cabezas agachadas juntas sobre el tapete. Hervidera, me dije obstinado. Encuentra a Hervidera. Pero mi Habilidad no encontraba nada allí.
No sé cuánto tiempo había transcurrido, sólo que tenía mucha sed.
—Necesito una taza de té —le dije, y le solté la mano.
Asintió, disimulando su contrariedad. Sólo cuando me separé de ella vi cómo se había trasladado el sol por encima de las cumbres montañosas. Oí de nuevo el ras, ras, ras de la espada de Veraz. Kettricken seguía sentada, observándolo en silencio. No sé dónde estaban los demás. Nos alejamos juntos del dragón y bajé hasta nuestro campamento, donde humeaba todavía la fogata. Corté un poco de leña mientras ella llenaba una olla de agua. Hablamos poco mientras se calentaba. Quedaban todavía algunas hierbas que había recogido Estornino para el té. Estaban marchitas, pero las utilizamos, y nos sentamos juntos a beber nuestro té. Los arañazos de la espada de Veraz contra la piedra eran el ruido de fondo, semejante al zumbido de un insecto. Estudié a la anciana que tenía a mi lado.
Mi sentido de la Maña me decía que residía en su interior una vida fuerte y entusiasta. Había sentido su mano de anciana en la mía, la piel suave de los dedos hinchados y huesudos, salvo donde el trabajo la había encallecido. Vi las arrugas que enmarcaban sus ojos y las comisuras de sus labios. Vieja, me decía su cuerpo. Vieja. Pero mi Maña me decía que la mujer allí sentada tenía mi edad, que era impetuosa y vivaz, que anhelaba el amor y la aventura y todo cuanto pudiera ofrecerle la vida. Anhelante, pero atrapada. Me obligué a ver, no a Hervidera, sino a Cernidera. ¿Quién era antes de que la enterraran en vida? Mis ojos buscaron los suyos.
—¿Cernidera? —pregunté de repente.
—Así me llamaban —musitó, con renovado pesar—. Pero Cernidera ya no existe, hace años que no existe.
Al pronunciar su nombre, casi la había sentido. Sentí que tenía la llave, pero no sabía dónde estaba la cerradura. Sentí un tirón en el filo de mi Maña. Levanté la cabeza, molesto por la interrupción. Eran Ojos de Noche y el bufón. El bufón parecía atormentado y lo sentí por él. Pero no podría haber escogido peor momento para venir a hablar conmigo. Creo que él lo sabía.
—He intentado mantenerme apartado —dijo en voz baja—. Estornino me ha contado lo que estabais haciendo. Me ha dicho todo lo que se habló cuando yo no estaba. Sé que debería esperar, que estáis haciendo algo de vital importancia. Pero… no puedo. —Tenía problemas para mirarme a los ojos—. Te he traicionado —susurró casi sin aliento—. Yo soy el traidor.
Vinculados como estábamos, conocía la profundidad de sus sentimientos. Intenté abrirme paso a través de ellos, para transmitirle los míos. Lo habían utilizado contra mí, sí, pero no era culpa suya. Sin embargo, no pude llegar hasta él. Su vergüenza, culpa y remordimientos se interponían entre nosotros, y le aislaban de mi perdón. También le impedían perdonarse a sí mismo.
—¡Bufón! —exclamé de pronto. Sonreí. Parecía horrorizado ante el hecho de que yo fuera capaz de sonreír, y más delante de él—. No, no pasa nada. Me has proporcionado la respuesta. Tú eres la respuesta. —Tomé aliento e intenté pensar detenidamente. Ve con cuidado, sé precavido, me dije, y luego, no, pensé. Ahora. Ahora es el momento de hacerlo. Descubrí mi muñeca izquierda. Le ofrecí la mano al bufón, con la palma hacia arriba—. Tócame —le ordené—. Tócame con la Habilidad de tus dedos y veamos si siento que me has traicionado.
—¡No! —gritó Hervidera, pero el bufón tendía ya su mano hacia mí como si estuviera soñando. Su diestra se cerró en torno a mi mano y apoyó tres yemas plateadas en mi muñeca vuelta hacia arriba. Cuando sentí el fuego glacial de su contacto, estiré el brazo y así la mano de Hervidera—. ¡CERNIDERA! —bramé.
Sentí la agitación en su interior y tiré de ella hacia nosotros.
Yo era el bufón y el bufón era yo. Él era el catalizador y también yo. Éramos las dos mitades de un conjunto, divididas y reunidas de nuevo. Por un instante lo conocí en su totalidad, mágica y completa, y luego se separó de mí, riendo, una burbuja en mi seno, independiente e insondable, pero vinculada a mí. ¡Me quieres!, dijo incrédulo. Nunca antes lo había creído realmente. Antes, sólo eran palabras. Temía que fuera un cariño nacido de la conmiseración. Pero es cierto que eres mi amigo. Esto es saber. Esto es sentir lo que sientes por mí. Así que esto es la Habilidad. Por un momento se solazó en el conocimiento.
De repente, se unió otro a nosotros. ¡Ah, hermanito, por fin has encontrado tus orejas! ¡Mi caza será siempre tu caza, y seremos una manada para siempre!
El bufón dio un respingo ante el cariñoso asalto del lobo. Pensé que iba a romper el círculo. De pronto lo estrechó. ¿Éste? ¿Éste es Ojos de Noche? ¿Este guerrero portentoso, este corazón inmenso?
¿Cómo describir ese momento? Hacía tanto tiempo que conocía a Ojos de Noche de forma tan absoluta, que me sorprendió descubrir cuan poco sabía de él el bufón.
¿Peludo? ¿Así me veías? ¿Peludo y babeante?
Lo siento. Palabras del bufón, sinceras. Es un honor conocerte tal y como eres. Nunca supuse que hubiera en ti tanta nobleza. Su mutua aprobación resultaba casi abrumadora.
El mundo se asentó a nuestro alrededor. Tenemos trabajo, les recordé. El bufón apartó los dedos de mi muñeca, dejando tras de sí tres huellas plateadas en mi piel. Aun el aire pesaba demasiado sobre esa marca.
Por un momento, había estado en otra parte. Ahora volvía a estar dentro de mi cuerpo. Todo había ocurrido en cuestión de un instante.
Me volví hacia Hervidera. El simple hecho de mirar a través de mis ojos me suponía un esfuerzo. Seguía sosteniendo su mano.
—¿Cernidera? —musité. Me miró a los ojos. Le sostuve la mirada e intenté verla tal y como había sido en su día. Creo que ni siquiera ella era consciente en esos momentos del diminuto hilo de Habilidad que nos unía. Había aprovechado el instante de conmoción provocado por el contacto del bufón para traspasar su guardia. Era una línea demasiado delgada para llamarla hilo. Pero ahora sabía qué era lo que la constreñía—. Toda esta culpa y vergüenza y remordimiento que soportas, Cernidera. ¿No te das cuenta? Ésa es la carga que te impusieron. Y a lo largo de todos estos años no has hecho sino añadirle más peso. El muro es obra tuya. Derríbalo. Perdónate. Libérate.
Así la muñeca del bufón y lo sostuve a mi lado. En alguna parte sentía también a Ojos de Noche. Habían regresado a sus propias mentes, pero podía llegar hasta ellos fácilmente. Extraía fuerzas de ellos, despacio, con cuidado. Extraía su fuerza y amor y los dirigía hacia Hervidera, intentando imbuirlos en ella a través de esa diminuta muesca en su armadura.
Las lágrimas empezaron a bañar sus avellanadas mejillas.
—No puedo. Ésa es la peor parte. No puedo. Me consumieron para castigarme. Pero no era bastante. Nunca sería bastante. Jamás podré perdonarme.
La Habilidad comenzaba a rezumar de ella mientras intentaba llegar hasta mí, hacerme entender. Sostuvo mi mano entre las suyas. Su dolor fluyó hacia mí a través de ese contacto.
—¿Quién podría perdonarte entonces? —me descubrí preguntando.
—Gaviota. ¡Mi hermana Gaviota! —El nombre se desprendió de ella con esfuerzo y sentí que se había negado a pensar en él, y más, a pronunciarlo, durante años. Su hermana, no sólo su compañera de camarilla, sino su propia hermana. Y la había matado en un arrebato de celos al descubrirla con Escora. ¿El líder de la camarilla?—. Sí —susurró, aunque ya no era preciso que nos dijéramos nada.
Había traspasado el muro de consunción. El fuerte y atractivo Escora. Hacer el amor con él, en cuerpo y Habilidad, era una experiencia de unidad inigualable. Pero los había encontrado juntos, a Gaviota y a él, y había…
—Debería haber sido más sensato —exclamé indignado—. Erais hermanas y miembros de su propia camarilla. ¿Cómo pudo hacerte eso? ¿Cómo fue capaz?
—¡Gaviota! —chilló, y por un instante la vi.
Estaba detrás de una pared falsa. Las dos se hallaban allí. Cernidera y Gaviota. Dos niñas pequeñas, corriendo descalzas por una playa, al borde de las olas heladas que bañaban la arena. Dos niña pequeñas, idénticas como dos pepitas de manzana, la alegría de su padre, gemelas, corriendo para salir al encuentro de la pequeña barca llegaba a la orilla, corriendo para ver qué había caído hoy en las redes de papá. Olí el viento cargado de sal, la salitre fragancia de las algas turgentes y enredadas mientras corrían sobre ellas alborozadas. Dos niñas pequeñas, Gaviota y Cernidera, encerradas y escondidas tras un muro dentro de ella. Pero yo las veía, aunque ella no pudiera.
La veo, la conozco. Y ella te conocía, de pies a cabeza. Rayo y trueno, os llamaba vuestra madre, pues aunque tu genio centellaba y desaparecía, Gaviota era capaz de alimentar su rencor durante semanas. Pero no contra ti, Cernidera. Contra ti jamás, y nunca durante años. Te quería, más de lo que ninguna de las dos quería a Escora, Te quería igual que tú a ella. Y te habría perdonado. Jamás te hubiera deseado algo así.
No…, no lo sé.
Sí, sí que lo sabes. Mírate. Perdónate. Y deja que esa parte de ti viva de nuevo. Devuélvete a la vida.
¿Está dentro de mí?
Sin duda. La veo, la siento. Así ha de ser.
¿Qué sientes? Recelosa.
Amor solamente. Míralo por ti misma.
La conduje a las profundidades de su mente, a los lugares y recuerdos que se había negado a sí misma. Los muros de consunción que le había impuesto su camarilla no era lo que más daño le había hecho. Eran los que había erigido ella misma entre ella y el recuerdo de lo que había perdido en un momento de cólera. Dos niñas, ya mayores, entrando en el agua para coger el cabo que les arrojaba su padre, ayudando a meter la barca abarrotada en la playa. Dos niñas de Gama, todavía iguales como dos pepitas de manzana, deseosas de ser las primeras en decirle a su padre que habían sido elegidas para adiestrarse en la Habilidad.
Papá decía que éramos una sola alma repartida entre dos cuerpos.
Entonces ábrete y déjala salir. Deja que las dos salgáis de nuevo a la vida.
Guardé silencio, a la espera. Cernidera se encontraba en una parte de sus recuerdos que negaba desde hacía más tiempo del que viven otras personas. Un lugar de viento fresco y risas infantiles, y una hermana tan parecida a ti que apenas si necesitabais deciros las cosas. Habían compartido la Habilidad desde el mismo día que nacieron.
Ahora veo lo que debo hacer. Sentí su abrumador torrente de dicha y determinación. Tengo que dejarla salir, tengo que ponerla en el dragón. Vivirá para siempre en el dragón, tal y como planeábamos. Las dos, juntas de nuevo.
Hervidera se levantó, soltándome las manos tan de repente que la conmoción me hizo gritar. Me descubrí de nuevo en mi cuerpo. Me sentía como si hubiera caído en él desde una gran altura. El bufón y Ojos de Noche seguían cerca de mí, pero ya no formaban parte de ningún círculo. Apenas si podía sentirlos debido a todas las impresiones que me inundaban. La Habilidad. Corriendo por mis venas como un río de aguas revueltas. La Habilidad. Emanando de Hervidera como el calor del horno de un herrero. Refulgía con ella. Se retorció las manos y sonrió al ver sus dedos enderezados.
—Ahora deberías dormir un poco, Traspié —me dijo con delicadeza—. Vamos. Duerme.
Una amable sugerencia. Desconocía su propia fuerza con la Habilidad. Me tendí y no supe más.
Cuando desperté era noche cerrada. Me arropaban el peso y la calidez del cuerpo y el lobo. El bufón me había tapado con una manta y estaba sentado a mi lado, embelesado, contemplando el fuego. Cuando me agité, me agarró el hombro con un jadeo.
—¿Qué? —pregunté.
Nada de lo que veía u oía tenía sentido. Se habían encendido fogatas en el estrado de piedra junto al dragón. Se escuchaba el repiqueteo del metal contra la roca, y voces que conversaban. En la tienda, detrás de mí, Estornino probaba unas notas en su arpa.
—La última vez que te vi dormir de esta manera, acabábamos de sacarte una flecha de la espalda y pensé que agonizabas por culpa de la infección.
—Debía de estar muy cansado. —Sonreí, confiando que lo entendiera—. ¿Tú no estás agotado? Extraje fuerzas de ti y de Ojos de Noche.
—¿Cansado? No. Me siento curado. —No vaciló antes de añadir—: Creo que se debe tanto al hecho de saber que la falsa camarilla ha abandonado mi cuerpo, como al hecho de saber que no me odias. Y el lobo. Ahora, es un prodigio. Casi puedo sentirlo.
Una sonrisa muy extraña le curvó los labios. Sentí cómo tanteaba en busca de Ojos de Noche. Carecía de la fuerza necesaria para utilizar la Habilidad o la Maña por sí solo. Pero resultaba inquietante sentir cómo lo intentaba. Ojos de Noche subió y bajó la cola lángidamente.
Tengo sueño.
Entonces duerme, hermano. Apoyé una mano en el tupido pelaje de su hombro. En él había vida, fuerza y camaradería en las que podía confiar. Movió la cola de nuevo y volvió a agachar la cabeza. Miré al bufón, que indicó el dragón de Veraz con la cabeza.
—¿Qué ocurre allí arriba?
—Locura. Y júbilo. Creo. Salvo para Kettricken. Me parece que los celos la corroen, pero se niega a marcharse.
—¿Qué ocurre allí arriba? —insistí pacientemente.
—Tú lo sabes mejor que yo —repuso—. Le hiciste algo a Hervidera. Comprendí una parte, pero no todo. Luego te quedaste dormido. Hervidera subió allí arriba y le hizo algo a Veraz. No sé el qué, pero Kettricken dice que los dos se quedaron llorando y temblando. Luego Veraz le hizo algo a Hervidera. Y los dos empezaron a reír y a gritar y a chillar que daría resultado. Me quedé el tiempo necesario para ver cómo empezaban los dos a atacar la piedra alrededor del dragón con cinceles, y mazos, y espadas y todo lo que hubiera a mano. Mientras tanto, Kettricken permanece sentada muda como una sombra y los observa apesadumbrada. No quieren que les ayude. Luego bajé aquí y te encontré inconsciente. O dormido. Lo que prefieras. Y llevo aquí sentado mucho rato, vigilándote y preparando té o alcanzando un poco de carne a todo el que me la pide a voces. Y ahora estás despierto.
Reconocí su parodia de mi informe a Veraz y no pude reprimir una sonrisa. Decidí que Hervidera había ayudado a Veraz a desencadenar su Habilidad y que habían reanudado el trabajo con el dragón. Pero Kettricken…
—¿Qué entristece a Kettricken? —pregunté.
—Que le gustaría ser Hervidera —respondió el bufón, como si cualquier cretino hubiera debido saberlo. Me pasó un plato de carne y una taza de té—. ¿Cómo te sentirías tú después de haber recorrido este largo y arduo camino, para que luego tu marido escogiera a otra que lo ayudara con su trabajo? Hervidera y él parlotean como cotorras. Sobre todo tipo de trivialidades. Golpean y golpean la piedra, o a veces Veraz se queda quieto, con las manos pegadas al dragón. Y le habla de la gata de su madre, Híspida, y del tomillo que crecía en el jardín de la torre. Y mientras tanto, Hervidera le habla a él, sin descanso, de esto que hizo Gaviota, o de eso otro que hizo Gaviota, y de todo lo que hacían juntas Gaviota y ella. Pensé que lo dejarían cuando se pusiera el sol, pero ése fue el único momento en que Veraz pareció recordar que Kettricken estaba viva. Le pidió que trajera leña y que encendiera fogatas para tener más luz. Oh, y creo que le ha permitido afilar un par de cinceles para él.
—¿Y Estornino? —pregunté tontamente.
No quería pensar en cómo debía de sentirse Kettricken. Alejé mis pensamientos de ello.
—Está componiendo una canción sobre el dragón de Veraz. Me parece que ha renunciado a que tú y yo hagamos alguna vez algo importante.
Sonreí.
—Nunca está cerca cuando hago algo importante. Lo que hemos conseguido hoy, bufón, es mucho mejor que cualquier batalla que haya librado en mi vida. Pero eso ella nunca lo entenderá. —Ladeé la cabeza hacia la tienda—. Su arpa suena mucho mejor de lo que recordaba —musité.
A modo de respuesta, el bufón enarcó las cejas y movió los dedos.
Abrí mucho los ojos.
—¿Qué has hecho?
—Experimentar. Creo que si sobrevivo a todo esto, mis marionetas serán legendarias. Siempre he sabido mirar la madera y ver qué forma esperaba a ser conjurada. Éstos —y volvió a agitar los dedos-me facilitan mucho el trabajo.
—Ándate con cuidado —le rogué.
—¿Yo? No tengo de eso. No puedo andar con lo que no tengo. ¿Adonde vas?
—A ver el dragón —respondí—. Si Hervidera puede trabajar en él, yo también. Es posible que mi Habilidad no sea tan fuerte, pero llevo mucho más tiempo vinculado a Veraz.