34

La Chica del Dragón

Cuando comenzaron nuestros enfrentamientos con los Corsarios de la Vela Roja, antes de que nadie hablara de guerra, el rey Artimaña y el príncipe Veraz comprendieron que la tarea a la que se enfrentaban era abrumadora. Ningún hombre solo, daba igual cuan hábil fuera, podría expulsar a los corsarios de nuestras costas sin ayuda. El rey Artimañas llamó entonces a Galeno, el Maestro de la Habilidad, y le ordenó crear una camarilla que ayudara al príncipe Veraz en sus esfuerzos. La idea no complacía a Galeno, y menos cuando descubrió que uno de sus pupilos sería un bastardo real. El Maestro de la Habilidad declaró que ninguno de los alumnos que se le habían presentado era digno de recibir sus lecciones. Pero el rey Artimaña, insistió y le encargó que hiciera con ellos cuanto pudiera. Cuando Galeno accedió a regañadientes, creó la camarilla que habría de llevar su nombre.

El príncipe Veraz no tardó en comprobar que la camarilla, pesr a su cohesión interna, no colaboraba con él como cabría desear. Por aquel entonces Galeno ya había fallecido, dejando Torre del Alce sin sucesor a la figura del Maestro de la Habilidad. Desesperado, Veraz buscó a otras personas versadas en la Habilidad que pudieran acudir en su ayuda. Aunque no se habían creado camarillas nuevas durante los pacíficos años del reinado de Artimañas, Veraz razonó que aún debían de vivir algunos hombres y mujeres pertenecientes a camarillas más antiguas. ¿No había sido siempre legendaria la longevidad de los miembros de una camarilla? Quizá pudiera encontrar a alguien que lo ayudara, o que adiestrara a otros en la Habilidad.

Pero todos los esfuerzos del príncipe Veraz a este respecto fueron en vano. Quienes pudo identificar como usuarios de la Habilidad gracias a los registros escritos y el boca a boca, estaban muertos o habían desaparecido misteriosamente. De modo que el príncipe Veraz hubo de librar su guerra en solitario.

Antes de que pudiera instar a Hervidera a aclarar sus respuestas, surgió un grito de la tienda de Veraz. Todos nosotros dimos un respingo, pero la anciana fue la primera en llegar a la puerta de lona. Salió el bufón, sujetándose la muñeca izquierda con la mano derecha. Se dirigió corriendo al cubo de agua y sumergió la mano. Tenía el rostro contorsionado de miedo o dolor, quizá de ambas cosas. Hervidera fue tras él para echar un vistazo a la mano que se sujetaba.

Meneó la cabeza, contrariada.

—¡Te lo advertí! Ven, sácala del agua, no servirá de nada. Nada servirá de nada. Para ya. Piensa. No es dolor de verdad, tan sólo una sensación que no habías experimentado antes. Toma aire. Tranquilízate. Acéptalo. Acéptalo. Respira hondo, respira hondo.

Mientras hablaba tiraba del brazo del bufón, hasta que éste sacó la mano del agua a regañadientes. Hervidera se apresuró a volcar el cubo de una patada. Frotó polvo de roca y grava sobre el agua derramada, sin soltar el brazo del bufón. Estiré el cuello para mirar por encima de ella. Los tres primeros dedos de la mano izquierda del bufón estaban ahora rematados en plata. Se los miró y sufrió un escalofrío. Nunca había visto al bufón tan asustado.

Hervidera habló con firmeza.

—No se quitará con agua. No se quitará por mucho que frotes. Ahora es parte de ti, así que acéptalo. Acéptalo.

—¿No te duele? —pregunté, nervioso.

—¡No le preguntes eso! —me espetó Hervidera—. No le preguntes nada en estos momentos. Ve a buscar al rey, Traspié Hidalgo, y deja que me ocupe yo del bufón.

Estaba tan preocupado por el bufón que me había olvidado por completo de mi rey. Me agaché para entrar en la tienda. Veraz estaba sentado en dos mantas dobladas. Pugnaba por abrocharse una de mis camisas. Deduje que Estornino había revuelto todas las mochilas en busca de ropa limpia para él. Me remordía la conciencia verlo tan delgado como para que le valiera una de mis camisas.

—Con permiso, majestad —sugerí.

Apartó las manos y se las puso detrás de la espalda.

—¿Está muy grave el bufón? —me preguntó mientras yo anudaba las cintas.

Sonaba casi como mi antiguo Veraz.

—Sólo se le han vuelto plateadas tres puntas de los dedos —le dije. Vi que el bufón había dejado en el suelo un peine y una cinta de cuero. Me coloqué detrás de Veraz y empecé a cepillarle el cabello. Se apresuró a colocar las manos delante de él. El gris de su cabello se había debido en parte al polvo de roca, pero sólo en parte. Su coleta de guerrero era ahora gris con franjas negras, y tan basta como la cola de un caballo. Me esforcé por alisarla. Mientras hacía un nudo a correa, le pregunté—: ¿Qué se siente?

—¿Por esto? —preguntó, levantando las manos y moviendo los dedos—. Oh. Es como habilitar. Sólo que más agudo, y en mis manos y brazos.

Vi que pensaba que había respondido a mi pregunta.

—¿Por qué lo hiciste? —pregunté.

—Bueno, para trabajar la piedra, ya sabes. Con este poder en las manos, la piedra debe obedecer a la Habilidad. Es una piedra extraordinaria. Como las Piedras Testigo de Gama, ¿lo sabías? Sólo que ésas no son tan puras como la que se encuentra aquí. Naturalmente, con las manos desnudas se trabaja muy mal la piedra. Pero una vez has quitado lo que sobra y llegas adonde aguarda el dragón, lo puedes despertar con tu contacto. Paso mis manos por la piedra y le recuerdo al dragón. Y todo lo que no es dragón se desvanece en trozos y fragmentos. Muy despacio, claro. Tardé todo un día en poner al descubierto sólo sus ojos.

—Ya veo —murmuré, completamente perdido.

No sabía si se había vuelto loco o si debería creer en él.

Se irguió cuanto pudo en la tienda baja.

—¿Se ha enfadado Kettricken conmigo? —preguntó de repente.

—Majestad, no me corresponde a mí decirlo…

—Veraz —me interrumpió con cansancio—. Llámame Veraz, y por el amor de Eda, responde a la pregunta, Traspié.

Sonó tanto como su antiguo yo que me dieron ganas de abrazarlo. En vez de eso, dije:

—No sé si está enfadada. Dolida sí, sin duda. Ha recorrido un largo y penoso camino para encontrarte, portadora de terribles noticias. Y a ti no pareció importarte.

—Me importa, cuando pienso en ello —dijo solemnemente—. Cuando pienso en ello, me duele. Pero debo pensar en tantas cosas, y no puedo pensar en todas a la vez. Me enteré cuando murió el niño, Traspié. ¿Cómo no iba a enterarme? También a él, con todo lo que sentí, lo he puesto en el dragón.

Se alejó lentamente de mí y lo seguí fuera de la tienda. En la calle se enderezó, pero no perdió el abatimiento de sus hombros. Veraz era ahora un anciano, mucho más viejo que Chade en cierto modo. No lo entendía, pero sabía que era verdad. Kettricken observó su acercamiento de reojo. Volvió a contemplar las llamas, y luego, casi contra su voluntad, se incorporó, apartándose del lobo dormido. Hervidera y Estornino estaban vendando los dedos al bufón con tiras de tela. Veraz se dirigió directamente a Kettricken y se detuvo a su lado.

—Mi reina —dijo solemne—. Si pudiera, te abrazaría. Pero ya has visto que mi contacto…

Indicó al bufón con un gesto y dejó su frase inacabada.

Había visto la expresión de Kettricken cuando anunció a Veraz el malogrado parto de su hijo. Esperaba que le diera la espalda, que lo hiriera como él la había herido a ella. Pero el corazón de Kettricken era demasiado grande para eso.

—Oh, esposo mío —dijo, y su voz se truncó.

Veraz abrió los brazos en cruz y ella se acercó a él para abrazarlo. El rey inclinó la canosa cabeza sobre el áspero oro del cabello de Kettricken, pero no podía permitir que su mano la tocara. Apartó de ella su mejilla plateada.

—¿Le pusiste algún nombre? —preguntó Veraz con voz áspera y rota—. ¿A nuestro hijo?

—Lo bauticé según las costumbres de vuestra tierra. —Kettricken tomó aliento. Pronunció la palabra tan suavemente que apenas si pude oírla—. Sacrificio —exhaló.

Apretó su abrazo y vi que un sollozo convulsionaba los enjutos hombros de Veraz.

—¡Traspié! —siseó bruscamente Hervidera. Me giré para encontrarla mirándome con el ceño fruncido—. Déjalos a solas —susurró—. Haz algo útil y tráele un plato al bufón.

Me había quedado plantado observándolos. Me di la vuelta, avergonzado por haberme quedado con la boca abierta delante de ellos, pero contento por haber presenciado su abrazo, aunque fuera uno de pesar. Hice lo que me pedía Hervidera, y me procuré algo de comer para mí al mismo tiempo. Llevé el plato al bufón, que estaba sentado, acunando la mano herida en su regazo.

Me miró cuando me senté a su lado.

—No se pega a nada más —se lamentó—. ¿Por qué se me ha adherido a los dedos?

—No lo sé.

—Porque estás vivo —dijo sucinta Hervidera.

Se sentó frente a nosotros como fuera a supervisarnos.

—Veraz me ha dicho que puede trabajar la roca con los dedos gracias a la Habilidad que hay en ellos —le dije.

—¿Es que tienes una bisagra en medio de la lengua para mover los dos extremos a la vez? ¡Hablas demasiado! —me recriminó Hervidera.

—Puede que yo no hablara tanto sí tu hablaras un poco más —repuse—. La roca no está viva.

Me miró.

—Eso ya lo sabes, ¿no? En fin, ¿para qué decir nada, si ya lo sabes todo?

Atacó su comida como si quisiera resarcirse de alguna afrenta personal. Estornino se sumó a nosotros. Se sentó a mi lado, con su plato encima de las rodillas y dijo:

—No entiendo lo de esta cosa plateada que se pega a las manos. ¿Qué es?

El bufón se rió con la nariz pegada al plato como un chiquillo travieso cuando Hervidera fulminó con la mirada a la juglaresa. Pero yo ya empezaba a cansarme de las evasivas de la anciana.

—¿Qué se siente? —pregunté al bufón.

Se miró los dedos vendados.

—No me duelen. Están muy sensibles. Puedo sentir el trenzado de los hilos de las vendas. —Su mirada se tornó distante. Sonrió—. Veo al hombre que lo tejió, y conozco a la mujer que lo hilvanó. Las ovejas en la ladera, la lluvia que cae sobre su grueso abrigo de lana, y la hierba que rumiaban… La lana viene de la hierba, Traspié. Una camisa tejida con hierba. No, hay más. La tierra, negra y fértil y…

—¡Para! —exclamó bruscamente Hervidera. Se volvió hacia mí con enfado—. Y tú, deja de hacerle preguntas, Traspié. A menos que quieras que siga la respuesta demasiado lejos y se pierda para siempre. —Propinó un codazo al bufón—. Come.

—¿Cómo es que sabes tantas cosas sobre la Habilidad? —le preguntó de pronto Estornino.

—¡Ahora tú! —declaró airada la anciana—. ¿Es que ya no se puede conseguir un poco de intimidad?

—¿Entre nosotros? No mucha —dijo el bufón, pero no la estaba mirando.

Observaba a Kettricken, con el rostro hinchado a causa del llanto, mientras servía comida para Veraz y ella. Su atuendo raído y sucio, el cabello embastecido y las manos agrietadas y la sencilla tarea hogareña que estaba realizando para su marido deberían hacer que pareciera una mujer cualquiera. Pero al mirarla vi a la que quizá fuera la reina más fuerte que hubiera conocido jamás Torre del Alce.

Vi encogerse ligeramente a Veraz cuando aceptó de su mano el simple plato y la cuchara de madera. Cerró los ojos un momento, resistiendo el tirón de la historia de los cubiertos. Compuso el semblante y probó un bocado de comida. Aun desde el otro lado del campamento, sentí cómo despertaba en él el apetito. No era sólo una comida caliente lo que añoraba, sino un sustento sólido de cualquier clase. Inspiró entrecortadamente y empezó a comer como un lobo famélico.

Hervidera también estaba observándolo. Una sombra de conmiseración le empañó el rostro.

—No. Nos queda muy poca intimidad a cualquiera de nosotros —dijo entristecida.

—Cuanto antes lo llevemos de vuelta a Jhaampe, antes podrá recuperarse —dijo conciliadora Estornino—. Deberíamos ponernos en marcha mañana, ¿no os parece? ¿O esperamos unos días a que reponga sus fuerzas comiendo y descansando en condiciones?

—No vamos a llevarlo de vuelta a Jhaampe —dijo Hervidera, con un dejo de aflicción en su voz—. Ha empezado un dragón. No puede dejarlo inacabado. —Nos miró a todos con expresión ecuánime—. Lo único que podemos hacer ahora por él es quedarnos aquí y ayudarle a terminarlo.

—Con las Velas Rojas prendiendo fuego a toda la costa de los Seis Ducados y Lumbrales atacando las montañas, ¿vamos a quedarnos aquí para ayudar al rey a esculpir un dragón?

La incredulidad de Estornino era palpable.

—Sí. Si queremos salvar los Seis Ducados y las montañas, eso es precisamente lo que deberíamos hacer. Ahora, si me perdonáis. Me parece que voy a poner un poco más de carne en el fuego. Nuestro rey tiene pinta de poder comer un poco más.

Dejé mi plato vacío a un lado.

—Deberíamos cocinarla toda. Con este tiempo, la carne se echará a perder enseguida —dije imprudentemente.

Dediqué la hora siguiente a cortar la cerda en porciones que pudieran pasarse toda la noche secándose al fuego. Ojos de Noche se despertó y ayudó a eliminar los despojos hasta acabar con el vientre inflado. Kettricken y Veraz conversaban en silencio. Intentaba no mirar en su dirección, pero aun así, era consciente de que la mirada del rey se apartaba con frecuencia de ella para posarse en el estrado donde su dragón se agazapaba sobre nosotros. El ronco rumor de su voz era vacilante, y a menudo se interrumpía por completo hasta que lo reanimaba una nueva pregunta de Kettricken.

El bufón se entretenía tocando cosas con sus dedos de Habilidad: un cuenco, un cuchillo, el paño de su camisa. Recibía los fruncimientos de ceño de Hervidera con una candida sonrisa.

—Estoy teniendo cuidado —le dijo una vez.

—Ni siquiera sabes lo que significa tener cuidado —se lamentó la anciana—. No te darás cuenta de que te has perdido hasta que hayas desaparecido.

Se apartó de nuestra labor de carnicería con un gruñido e insistió en volver a vendarle los dedos. Después de eso, Estornino y ella partieron juntas en busca de más leña. El lobo se incorporó con un gemido y las siguió.

Kettricken ayudó a Veraz a entrar en la tienda. Transcurrido un momento reapareció para entrar en la tienda principal. Salió cargada con sus mantas. Percibió mi mirada de soslayo y me abochornó mirándome directamente a los ojos.

—He cogido las manoplas largas de tu mochila, Traspié —dijo con calma, antes de reunirse con Veraz en la tienda más pequeña.

El bufón y yo miramos a todos lados salvo el uno al otro.

Volví a concentrarme en el despiece de la carne. Empezaba a hartarme de ello. El olor del animal era de repente el olor de algo muerto en vez del de la carne fresca, y los churretes de sangre pegajosa me llegaban hasta los codos. Tenía los raídos puños de mi camisa empapados de ella. Proseguí tenazmente con mi tarea.

El bufón vino a acuclillarse a mi lado.

—Cuando mis dedos rozaron a Veraz, lo conocí —dijo de improviso—. Supe que era un rey digno de mi devoción, tan digno como su padre antes que él. Sé qué es lo que se propone —añadió en voz más baja—. Al principio era demasiado para asimilarlo de golpe, pero he estado dándole vueltas. Y coincide con el sueño de Realder.

Me recorrió el cuerpo un escalofrío que nada tenía que ver con la temperatura del exterior.

—¿Cómo?

—Los dragones son los vetulus —dijo suavemente el bufón—. Pero Veraz no podía despertarlos. Así que está esculpiendo su propio dragón, y cuando esté terminado, lo despertará, y después irá a enfrentarse a los Corsarios de la Vela Roja. Él solo.

Solo. Esa palabra me conmocionó. Una vez más, Veraz pretendía combatir a los corsarios sin ayuda. Pero había demasiadas cosas que no comprendía del todo.

—¿Todos los vetulus eran dragones? —pregunté.

Mi mente se remontó a los llamativos dibujos y tapices de vetulus que había visto a lo largo de mi vida. Algunos tenían aspecto de dragón, pero…

—No. Los vetulus son dragones. Esas criaturas esculpidas en el jardín de piedra. Ésos son los vetulus. El rey Sapiencia consiguió despertarlos en su época, para reclutarlos para su causa. Cobraron vida por él. Pero ahora su sueño es demasiado profundo, o puede que están muertos. Veraz gastó demasiadas energías intentando despertarlos de todas las maneras que se le pudieron ocurrir. Al ver que no lo lograba, decidió que tendría que crear su propio vetulus, y avivarlo, y usarlo para combatir a los Corsarios de la Vela Roja.

Me quedé sentado, desorientado. Pensé en la impresión de Maña que habíamos percibido el lobo y yo en esas piedras. Con una punzada, recordé la angustia de la muchacha y el dragón atrapados en esta misma cantera. Piedra viva, retenida y paralizada eternamente. Me estremecí. Era otra especie de mazmorra.

—¿Cómo se hace?

El bufón meneó la cabeza.

—No lo sé. Creo que ni siquiera Veraz lo sabe. Lo intenta, a ciegas y a tientas. Moldea la piedra y le da sus recuerdos. Y cuando esté terminada, cobrará vida. Supongo.

—¿Te das cuenta de lo que estás diciendo? La piedra va a cobrar vida para defender los Seis Ducados de las Velas Rojas. ¿Y qué pasa con las tropas de Regio y las escaramuzas en la frontera con el Reino de las Montañas? ¿También va a resolverlo este «dragón»? —La rabia crecía lentamente en mi interior—. ¿Por esto hemos recorrido todo este camino? ¿Por una fantasía que no se creería ni un niño?

El bufón parecía ligeramente ofendido.

—Créetelo o no, como prefieras. Pero sé que Veraz cree en ello. O mucho me equivoco, o también Hervidera lo cree. ¿Por qué si no iba a insistir en que nos quedemos aquí y ayudemos a Veraz a completar el dragón?

Pensé en esto por un momento. Luego le pregunté:

—Tu sueño con el dragón de Realder. ¿Qué recuerdas de él?

Se encogió de hombros.

—Las sensaciones, básicamente. Exuberancia y júbilo, pues no sólo anunciaba la venida del dragón de Realder, sino que éste me iba a dejar volar en él. Me sentía como si estuviera un poco enamorado de él, sabes. Esa especie de alegría en el alma. Pero… —Se interrumpió—. No consigo recordar si amaba a Realder o a su dragón. En mi sueño, se entremezclan… Creo. Es tan difícil recordar los sueños. Uno debe atraparlos nada más despertar, y repetirlos rápidamente, para afianzar los detalles. De lo contrario se desvanecen enseguida.

—Pero en tu sueño, ¿volaba un dragón de piedra?

—En mi sueño anunciaba la llegada del dragón, y sabía que iba a volar en él. Todavía no lo había visto, en mi sueño.

—Entonces es posible que no tenga nada que ver con lo que hace Veraz. Quizá, en la época de la que provenía tu sueño había dragones de verdad, de carne y hueso.

Me observó con curiosidad.

—¿No crees que haya dragones de verdad, hoy en día?

—Nunca he visto ninguno.

—En la ciudad —acotó suavemente.

—Eso fue una visión de una época distinta. Has dicho hoy en día.

Levantó una de sus pálidas manos a la luz de la fogata.

—Creo que son como mi especie. Raros, pero no legendarios. Además, si no hubiera dragones de carne y hueso y fuego, ¿de dónde saldría la inspiración para esculpir esas estatuas de piedra?

Meneé la cabeza con cansancio.

—Esta conversación no nos lleva a ninguna parte. Estoy harto de acertijos, suposiciones y creencias. Quiero saber con certeza qué es real. Quiero saber por qué hemos venido aquí y qué debemos hacer.

Pero el bufón no tenía respuestas que ofrecerme. Cuando regresaron Estornino y Hervidera con la leña, el bufón me ayudó a atenuar el fuego y colocar la carne donde el calor pudiera eliminar su grasa La carne que no pudimos asar, la guardamos aparte en la piel de la cerda. Había un considerable montón de huesos y restos. A pesar del atracón que se había dado antes, Ojos de Noche se tendió para roer el hueso de una pata. Deduje que había regurgitado parte de su empacho de carne en alguna parte.

Nunca se tiene una reserva de comida demasiado grande, me dijo complacido.

Intenté persuadir a Hervidera para que me contara algo más, pero no sé cómo mis intentos desembocaron en una arenga sobre la atención especial que debía prestar ahora al bufón. Había que protegerlo, no sólo de la camarilla de Regio, sino del tirón de Habilidad de los objetos, que podría extraviar su mente. Por ese motivo, quería que montáramos guardia juntos. Insistió en que el bufón debía dormir boca arriba, con los dedos descubiertos mirando hacia arriba para no tocar nada. Como el bufón acostumbraba a dormir hecho un ovillo, esto no le hizo demasiada gracia. Pero al cabo nos dispusimos a pasar la noche.

No me tocaba montar guardia hasta pocas horas antes del amanecer. Pero fue poco antes de eso cuando el lobo vino a clavarme el morro en la mejilla, y a zarandearme la cabeza hasta que abrí los ojos.

—¿Qué? —pregunté adormilado.

Kettricken está caminando sola, llorando.

Dudaba que quisiera mi compañía. También dudaba que debiera estar sola. Me levanté sin hacer ruido y seguí al lobo fuera de la tienda. Hervidera estaba sentada junto al fuego, pinchando desconsoladamente la comida. Sabía que debía de haber visto salir a la reina, de modo que no me anduve con rodeos.

—Voy a buscar a Kettricken.

—Probablemente sea buena idea —musitó—. Me dijo que iba a echar un vistazo al dragón, pero está tardando mucho en volver.

No era preciso añadir nada más. Seguí a Ojos de Noche cuando se alejó decididamente del fuego. Pero no me condujo hasta el dragón de Veraz, sino a la entrada de la cantera. La luz de luna era escasa, y la poca que había parecían devorarla los inmensos bloques de piedra negra. Las sombras parecían caer en todas las direcciones a la vez, alterando la perspectiva. La cautela necesaria para seguir la estela del lobo hacía que la cantera pareciera inconmensurable.

Se me erizó el vello del cuerpo cuando comprendí que nos estábamos acercando a la columna. Pero encontramos a Kettricken antes de llegar allí. Estaba de pie, inmóvil como la piedra misma, junto a la muchacha montada en el dragón. Se había encaramado al bloque de piedra que atrapaba al dragón, y tenía un brazo levantado para apoyar una mano en la pierna de la joven. Un efecto de la luz hacía que pareciera como si los ojos de piedra de la muchacha apuntaran hacia ella. La luna destelló plateada en una lágrima de piedra, y rutiló en las que surcaban el rostro de Kettricken. Ojos de Noche aceleró el paso, subió de un salto al estrado sin esfuerzo y apoyó la cabeza en la pierna de Kettricken con un diminuto gañido.

—Chis —le dijo ella con suavidad—. Escucha. ¿Oyes cómo llora? Yo sí.

No lo dudé, pues podía sentir cómo sondeaba con la Maña, con más fuerza de la que había presentido nunca antes en ella.

—Mi señora —musité.

Se sobresaltó y se llevó la mano a la boca al girarse hacía mí.

—Te ruego que me perdones. No pretendía asustarte. Pero no deberías estar aquí sola. Hervidera teme que la camarilla suponga aún un peligro, y no estamos tan lejos de la columna.

Sonrió con amargura.

—Dondequiera que esté, estaré sola. Tampoco creo que pudieran hacerme nada peor de lo que me he hecho yo sola.

—Eso es porque no los conoces tan bien como yo. Por favor, mi reina, vuelve al campamento conmigo.

Se movió y pensé que iba a bajar. En vez de eso, se sentó y apoyó la espalda en el dragón. Mi sentido de la Maña percibió por igual la desdicha del dragón y su jinete, y la de Kettricken.

—Sólo quería acostarme a su lado —dijo en voz baja—. Abrazarlo, y que me abrazara. Que me abrazara, Traspié. Que pudiera sentirme… No a salvo. Sé que ninguno de nosotros está a salvo. Pero sentirme valorada. Querida. No esperaba más que eso. Pero se negó. Dijo que no podía tocarme. Que no se atrevía a tocar nada que estuviera vivo salvo su dragón. —Desvió la mirada—. Ni siquiera con las manos y los brazos cubiertos con guantes quiso tocarme.

Me descubrí subiendo al estrado. La cogí por los hombros y la puse en pie.

—Lo haría si pudiera —le dije—. Lo sé. Lo haría si pudiera.

Levantó las manos para taparse la cara, y las lágrimas que caían silenciosas por sus mejillas se convirtieron de pronto en sollozos. Habló entre hipidos.

—Tú… y tu Habilidad. Y él. Con qué facilidad dices saber lo que siente. Que me ama. Pero yo… Yo no tengo eso. Yo sólo soy… Necesito sentirlo, Traspié. Necesito sentir sus brazos a mi alrededor, estar cerca de él. Creer que me quiere. Como yo a él. Después de haberle fallado de tantas maneras. Cómo puedo creer…, cuando se niega incluso a…

La rodeé con mis brazos y apoyé su cabeza en mi hombro, mientras Ojos de Noche se recostaba contra los dos y gemía débilmente.

—Te quiere —le dije—. Te ama. Pero el destino os ha designado esta carga a los dos. Tenéis que soportar su peso.

—Sacrificio —exhaló, y no supe si estaba llamando a su hijo o definiendo su vida.

Continuó llorando, y la sostuve, acariciándole el cabello y diciéndole que todo se arreglaría, que algún día se arreglaría, que tendría una vida cuando todo esto hubiera acabado, e hijos, hijos que crecerían a salvo de los Corsarios de la Vela Roja y las ambiciones de Regio. Al cabo la sentí aquietarse, y comprendí que me había dirigido a ella con la Maña tanto como con palabras. Mis sentimientos hacia ella se habían mezclado con los del lobo y nos habían unido. Más delicadamente que un lazo de Habilidad, más cálido y natural, la sostuve con mi corazón tanto como con mis brazos. Ojos de Noche se apretaba contra ella, diciéndole que él la protegería, que su carne sería siempre la de ella, que no debía temer a nada que tuviera dientes, porque éramos una manada, y siempre lo seríamos.

Fue ella la que se separó por fin del abrazo. Exhaló un último suspiro entrecortado y se apartó de mí. Se secó las mejillas con el dorso de la mano.

—Oh, Traspié —dijo con tristeza, simplemente.

Y eso fue todo. Me quedé inmóvil, sintiendo el gélido vacío donde por un momento habíamos estado juntos. Me asaltó una repentina punzada de pérdida. Y luego un estremecimiento de temor al comprender su origen. La chica del dragón había compartido nuestro abrazo, consolada brevemente su desdicha de Maña por nuestra proximidad. Ahora, al separarnos, el distante y glacial lamento de la piedra brotó de nuevo, más alto y fuerte. Intenté bajar del estrado ágilmente de un salto, pero al aterrizar trastabillé y estuve a punto de caerme. De alguna forma había extraído fuerza de mí. Era aterrador, pero disimulé mi nerviosismo mientras acompañaba en silencio a Kettricken de regreso al campamento.

Llegué justo a tiempo de relevar a Hervidera en la guardia. Kettricken y ella fueron a acostarse, prometiendo enviar al bufón a montar guardia conmigo. El lobo me dirigió una mirada compungida y siguió a Kettricken al interior de la tienda. Le aseguré que no me importaba. Un momento después salió el bufón, frotándose los ojos con la mano izquierda, con la derecha entrecerrada y apoyada en el pecho. Se sentó en una piedra frente a mí mientras yo echaba un vistazo a la carne para ver a qué partes había que darles la vuelta. Me observó un momento sin decir nada. Luego se agachó, y con la mano derecha cogió un trozo de leña. Sabía que debería reprenderlo, pero en vez de eso me quedé mirando, sintiendo tanta curiosidad como él. Transcurrido un instante, dejó el tronco en el fuego y se enderezó.

—Tranquilo y encantador —me dijo—. Cuarenta años de crecimiento, invierno y verano, tormentas y sol. Y antes de eso, otro árbol lo engendró en forma de nuez. Y así se desmadeja el hilo, una y otra vez. No creo que deba temer demasiado de las cosas naturales, sólo de las creadas por el hombre. Entonces los hilos se enmarañan. Pero los árboles, creo, serán agradables al tacto.

—Hervidera dijo que no debías tocar nada que estuviera vivo —le recordé como a un niño revoltoso.

—Hervidera no tiene que vivir con esto. Yo sí. Tengo que descubrir los límites que me impone. Cuanto antes descubra qué puedo hacer y qué no con mi mano derecha, mejor.

Sonrió travieso e hizo un gesto insinuante para sí.

Meneé la cabeza, pero no pude contener la risa.

Unió sus carcajadas a las mías.

—Ah, Traspié —dijo quedamente un instante después—. No sabes lo mucho que significa para mí el ser capaz de hacerte reír todavía. Si consigo que te rías, yo también me puedo reír.

—Me sorprende que todavía te queden ganas de bromear.

—Cuando se trata de elegir entre reír o llorar, más vale reír —repuso. De pronto preguntó—: Antes te oí salir de la tienda. Después, cuando no estabas, pude percibir parte de lo que ocurría. ¿Adonde fuiste? Había muchas cosas que no comprendía.

Guardé silencio, pensativo.

—El lazo de Habilidad que nos une se podría estar fortaleciendo en vez de debilitarse. No creo que eso sea bueno.

—No nos queda corteza feérica. Se acabó hace dos días. Bueno o malo, es lo que hay. Ahora explícame qué ha ocurrido.

Me pareció que no tenía sentido negarse. De modo que intenté explicárselo. Me interrumpió con numerosas preguntas, pocas de la cuales pude responder. Cuando decidió que lo comprendía tan bien como podía explicarse con palabras, me dirigió una sonrisa torcida.

—Vayamos a ver a la chica del dragón —sugirió.

—¿Por qué? —pregunté receloso.

Levantó la mano derecha y movió los dedos plateados al tiempo que enarcaba una ceja.

—No —me opuse con firmeza.

—¿Asustado? —me azuzó.

—Tenemos que montar guardia —le dije seriamente.

—Entonces me acompañarás mañana.

—No es prudente, bufón. ¿Quién sabe qué efecto podría tener sobre ti?

—Yo no. Por eso precisamente quiero hacerlo. Además, ¿desde cuándo se le exige prudencia a un bufón?

—No.

—Pues tendré que ir yo solo —dijo con un suspiro teatral.

Me negué a picar el anzuelo. Transcurrido un momento, me preguntó:

—¿Qué sabes sobre Hervidera que yo no sepa?

Lo miré con incomodidad.

—Lo mismo que sé sobre ti que ella no sabe.

—Ah. Bien dicho. Esa frase podría firmarla yo —claudicó—. ¿No te preguntas por qué no ha intentado atacarnos de nuevo la camarilla?

—¿Es que ésta es tu noche de hacer preguntas inoportunas?

—Últimamente, son las únicas que se me ocurren.

—Cuando menos, me gustaría creer que la muerte de Carrod los ha debilitado. Debe de suponer una fuerte impresión perder a un miembro de tu camarilla. Casi tan fuerte como perder una bestia ligada a uno por la Maña.

—¿Y qué es lo que temes? —insistió el bufón.

Era una pregunta que había procurado desterrar de mi cabeza.

—¿Que qué temo? Lo peor, naturalmente. Temo que estén reuniendo fuerzas para superar el poder de Veraz. O puede que nos estén tendiendo una trampa. Temo que estén utilizando su Habilidad para buscar a Molly —añadí la última frase con suma renuencia.

Me parecía que tentaba a la mala suerte pensando en ello siquiera, más aún diciéndolo en voz alta.

—¿No puedes enviarle un aviso con la Habilidad?

Como si no se me hubiera ocurrido nunca.

—No sin traicionarla. Nunca he podido llegar hasta Burrich con la Habilidad. A veces, consigo verlos, pero no consigo que reparen en mí. Temo que incluso intentarlo podría bastar para revelar su paradero a la camarilla. Quizá Regio sepa de su existencia, pero no dónde se encuentra. Me dijiste que ni siquiera Chade sabía dónde estaba. Y Regio tiene muchos sitios a los que enviar sus soldados. Gama está lejos de Lumbrales, y las Velas Rojas siembran el caos. No creo que quiera enviar tropas allí para buscar a una muchacha.

—Una muchacha y una heredera de los Vatídico —me recordó solemne el bufón—. Traspié, no intento afligirte, tan sólo avisarte. He contenido la ira que siente hacia ti. Aquella noche, cuando me capturaron… —Tragó saliva y su mirada se perdió en la distancia—. Cómo he intentado olvidarlo. Si rozo siquiera esos recuerdos, hierven en mi interior como un veneno del que no me puedo librar. He sentido la misma esencia de Regio en mi interior. El odio que siente hacia ti se revuelve en su interior como los gusanos en un pedazo de carne podrida. —Sacudió la cabeza, repugnado por el recuerdo—. Ese hombre está loco. Te atribuye las ambiciones más horrendas que puede imaginar. Percibe tu Maña con asco y terror. No logra concebir que lo que haces, lo haces por Veraz. En su mente, juraste dedicar tu vida a perjudicarlo desde que llegaste a Torre del Alce. Cree que tanto Veraz como tú habéis venido a estas montañas, no para despertar a los vetulus con la intención de defender Gama, sino para encontrar algún tesoro o poder de la Habilidad que utilizar contra él. Cree que no le queda más remedio que actuar primero, encontrar lo que sea que estéis buscando y volverlo contra vosotros. A tal fin dedica todos sus esfuerzos y empeño.

Escuchaba al bufón con una suerte de horror paralizante. Sus ojos habían adoptado la expresión de quien recuerda una tortura.

—¿Por qué no me has contado antes todo esto? —le pregunté con delicadeza cuando se detuvo para recuperar el aliento.

La piel de los brazos se le había puesto de gallina.

Apartó la mirada.

—No es algo que me guste recordar. —Temblaba ligeramente—. Entraron en mi mente como niños malcriados y maliciosos, destrozando lo que no entendían. No podía ocultarles nada. Pero yo no les interesaba en absoluto. Para ellos era menos que un perro. Se enfurecieron al descubrir que no eras tú. Estuvieron a punto de destruirme porque yo no era tú. Después consideraron cómo podrían utilizarme contra ti. —Tosió—. Si no hubiera surgido esa ola de Habilidad…

Me sentí como si fuera Chade al decir en voz baja:

—Ahora aprovecharé eso en su contra. No pudieron someterte de ese modo sin revelarte gran parte de ellos mismos. Te pido que hagas memoria, todo lo que puedas, y me digas qué es lo que recuerdas.

—No dirías eso si supieras lo que me estás pidiendo.

Creía saberlo, pero me abstuve de decirlo. En vez de eso, dejé que el silencio lo instara a considerarlo. El alba agrisaba el cielo, y acababa de dar una vuelta a nuestro campamento cuando se decidió a hablar.

—Había libros sobre la Habilidad de los que nunca has oído hablar. Libros y pergaminos que Galeno sustrajo de los aposentos de Solícita cuando ésta languidecía en su lecho de muerte. La información contenida en ellos era sólo para un Maestro de la Habilidad, y algunos estaban protegidos incluso con ingeniosas cerraduras. Galeno tuvo muchos años para forzar esas cerraduras. Las cerraduras no sirven más que para hacer que un hombre honrado siga siendo honrado, sabes. Galeno descubrió en ellos muchas cosas que no comprendía. Pero también había pergaminos donde se enumeraban los nombres de quienes habían sido adiestrados en la Habilidad. Galeno visitó a todos los que pudo encontrar y los interrogó. Luego se libró de ellos, por miedo a que vinieran otros que pudieran hacerles las mismas preguntas. Galeno encontró muchas cosas en esos pergaminos. Cómo una persona puede vivir muchos años y gozar siempre de buena salud. Cómo infligir dolor con la Habilidad, sin necesidad de tocar al adversario. Pero en los escritos más antiguos halló referencias a un gran poder que aguardaba en las montañas a quien dominara la Habilidad. Si Regio lograra conquistar el Reino de las Montañas, podría adueñarse de un poder al que nadie sería capaz de hacer frente. Por ese motivo buscó la mano de Kettricken para Veraz, sin intención alguna de que llegara a convertirse en su esposa. A la muerte de Veraz, pretendía desposarse con ella en lugar de su hermano. Así conseguiría todo su patrimonio.

—No lo entiendo —musité—. En las montañas hay ámbar, pieles.

—No. No. —El bufón meneó la cabeza—. No tiene nada que ver con eso. Galeno no quiso compartir la totalidad de su secreto con Regio, pues entonces no tendría influencia alguna sobre su hermanastro. Pero puedes estar seguro de que, cuando Galeno murió, Regio se apoderó inmediatamente de esos libros y pergaminos para estudiarlos. No domina las lenguas antiguas, pero temía solicitar ayuda a nadie, por miedo a que descubrieran el secreto antes que él. Al final consiguió desentrañarlo, y cuando lo hizo, se sintió horrorizado. Pues por aquel entonces ya había despachado alegremente a Veraz con rumbo a las montañas, para que muriera en el transcurso de su fútil empresa. Por fin dilucidó que el poder que pretendía darle Galeno era poder sobre los vetulus. Decidió inmediatamente que Veraz había conspirado contigo para apropiarse de ese poder. ¡Cómo osa arrebatar a Regio el tesoro que lleva buscando tanto tiempo! ¡Cómo se atreve a ridiculizar a Regio de esa manera! —Sonrió débilmente—. En su imaginación, el control de los vetulus le corresponde por derecho de nacimiento. Vosotros se lo queréis robar. Cree que, al intentar asesinaros, defiende lo que es justo y legítimo.

Asentí para mí. Todas las piezas encajaban, hasta la última de ellas. Los huecos en mi comprensión de los motivos de Regio se rellenaban para mostrarme un cuadro aterrador. Sabía que ese hombre era ambicioso. También sabía que temía y recelaba de todos y todo lo que escapara a su control. Para él yo había supuesto un doble peligro, rivalizando con él por el afecto de su padre y dotado de un extraño talento para la Maña que no podía comprender ni destruir. Para Regio, cualquier otra persona en el mundo era una herramienta o una amenaza. Toda amenaza debía ser eliminada.

Seguramente nunca se le había ocurrido que lo único que quería de él era que me dejara en paz.