33

La Cantera

Entre las gentes de las montañas circulan leyendas que hablan de una antigua raza, sumamente dotada para la magia y conocedora de muchas cosas que hoy en día ya se han olvidado sin remedio. Estas historias se parecen en más de un sentido a los cuentos de elfos y antiguos de los Seis Ducados. En algunos casos, los paralelismos son tales que puede considerarse sin lugar a dudas que se trata de la misma historia adaptada por pueblos distintos. Uno de los ejemplos más evidentes sería la historia de la Silla Voladora del Hijo de la Viuda. Entre las gentes de las montañas, esa leyenda de Gama se convierte en el Trineo Volador del Huerfanito. ¿Quién sabe qué versión es la original? Los habitantes del Reino de las Montañas te dirán que esa antigua raza es la responsable de algunos de los monumentos más peculiares con que se puede tropezar uno en los bosques. Se les atribuyen asimismo logros más modestos, como algunos de los juegos de estrategia a los que todavía juegan los niños de las montañas, y un instrumento de viento muy peculiar accionado, no por los pulmones del músico, sino por el aire atrapado en una vejiga inflada. También circulan leyendas que hablan de antiguas ciudades erigidas en lugares recónditos de las montañas, que en su día fueron la morada de estos seres. Pero en ninguna parte de su cultura, oral o escrita, he encontrado referencia alguna a la desaparición de ese pueblo.

Tres días después llegamos a la cantera. Habíamos tenido tres días de marcha en medio de un calor sofocante. El olor de las hojas y las flores inundaba el aire, así como los trinos de las aves y el zumbido de los insectos. A ambos lados de la senda de la Habilidad, la vida estaba en pleno apogeo. Me paseaba por ella, con los sentidos alerta, más consciente que nunca de estar vivo. El bufón no había vuelto a hablar de lo que fuera que había previsto en mi futuro. Le estaba agradecido por eso. Había descubierto que Ojos de Noche tenía razón. Saberlo ya era bastante difícil. No iba a recrearme en ello.

Estábamos en la cantera. Al principio pensamos que nos habíamos topado con un callejón sin salida. La carretera descendía por un desfiladero artificial de piedra desnuda hasta una zona dos veces más extensa que el castillo que Torre del Alce. Las paredes del valle eran verticales y áridas, con cicatrices allí donde se habían extraído inmensos bloques de piedra negra. En algunos puntos, la vegetación que caía desde la tierra al filo de la cantera cubría los rotos muros de piedra. En el fondo del barranco, el agua de lluvia acumulada se veía estancada y verdosa. Apenas si había más vegetación, pues escaseaba el suelo fértil. Bajo nuestros pies, más allá del final de la senda de la Habilidad, pisábamos la piedra negra viva con que se había creado la carretera. Cuando levantábamos la cabeza hacia el imponente acantilado que teníamos enfrente, veíamos piedra negra veteada de plata. En el suelo de la cantera había varios bloques inmensos abandonados entre montones de polvo y escombros. Los gigantescos bloques eran mayores que edificios. No lograba imaginarme cómo los habían cortado, menos todavía cómo podrían haberlos transportado. Junto a ellos había restos de grandes ingenios que me recordaban en parte a máquinas de asedio, con la madera podrida y el metal atacado por la herrumbre. Sus restos se agolpaban como huesos pulverizados. El silencio gobernaba la cantera.

Dos cosas sobre el lugar me llamaron la atención de inmediato. La primera era el pilar negro que se erguía en nuestro camino, inscrito con las mismas runas antiguas que nos habíamos encontrado antes. La segunda era la absoluta ausencia de vida animal.

Me detuve junto a la columna. Sondeé, y el lobo compartió mi búsqueda. Roca fría.

A lo mejor tenemos que aprender a alimentarnos de piedras, sugirió el lobo.

—Esta noche habrá que ir a cazar a otra parte —convine.

—Y encontrar agua limpia —añadió el bufón.

Kettricken también se había parado junto a la columna. Las jeppas merodeaban ya desconsoladas, en busca de algo verde que llevarse a la boca. Poseer la Habilidad y la Maña agudizaba lo que percibía en los demás, pero por el momento no sentía nada en mi reina. Su rostro era una máscara inexpresiva. Se apoderó de sus rasgos una especie de lasitud, como si envejeciera ante mis ojos. Su mirada se paseó por la piedra inerte y por casualidad reparó en mí. Una sonrisa enfermiza se propagó por sus labios.

—No está aquí —dijo—. Hemos recorrido todo este camino, y no está aquí.

No se me ocurrió nada que decirle. De todas las cosas que podría haber esperado encontrar al final de nuestra búsqueda, una cantera abandonada no era una de ellas. Intenté pensar en algo optimista. No se me ocurrió nada. Ésta era la última localización marcada en nuestro mapa, y evidentemente también el destino final de la carretera de la Habilidad. Kettricken se dejó caer lánguidamente hasta sentarse en la piedra que formaba la base de la columna. Se quedó allí, demasiado agotada y desalentada como para llorar. Cuando miré a Hervidera y Estornino, las descubrí observándome a su vez, como si yo debiera tener alguna respuesta. No la tenía. Me oprimía el calor sofocante. Para esto habíamos llegado tan lejos.

Huelo carroña.

Pues yo no. Era lo último en que me apetecía pensar en esos momentos.

No esperaba que la olieras con tu nariz. Pero no muy lejos de aquí hay algo muy muerto.

—Pues anda a revolearte y date el gusto de una vez —dije con bastante aspereza.

—Traspié —me regañó Hervidera mientras Ojos de Noche se alelaba decidido.

—Estaba hablando con el lobo —me disculpé sin convicción.

El bufón asintió, casi ausente. Hacía tiempo que no era él mismo. Hervidera había insistido para que continuara tomando la corteza feérica, aunque nuestra pequeña reserva lo limitaba a una dosis muy débil de la misma corteza hervida una y otra vez. De vez en cuando, me parecía atisbar el lazo de Habilidad que nos unía. Si lo miraba, a veces se giraba y me devolvía la mirada, incluso desde la otra punta del campamento. Era poco más que eso. Cuando se lo mencioné, me dijo que a veces sentía algo, pero que no estaba seguro de lo que era. No hice comentario alguno sobre lo que me había dicho el lobo. Con té de corteza feérica o sin él, permanecía solemne y letárgico. No parecía restablecerse durmiendo por las noches; en sueños gemía o musitaba. Parecía un hombre que se estuviera recuperando de una larga enfermedad. Hacía acopio de fuerzas de muy diversas y discretas maneras. Hablaba poco; aun su cáustico humor se había esfumado. Era otra preocupación con la que tenía que cargar.

¡Es una persona!

El hedor del cadáver inundaba las fosas nasales de Ojos de Noche. Estuve a punto de sufrir una arcada.

—Veraz —musité horrorizado.

Salí corriendo en la dirección que había tomado el lobo. El bufón siguió mis pasos más despacio, como si lo arrastrara la brisa. Las mujeres nos vieron partir sin comprender el revuelo.

El cuerpo estaba encajonado entre dos inmensos bloques de piedra. Estaba encogido, como si incluso muerto intentara esconderse. El lobo daba vueltas a su alrededor sin cesar, con el pelo erizado. Me detuve a cierta distancia y me sujeté el puño de la camisa con una mano, que levanté para taparme la nariz y la boca con él. Era un alivio, pero nada podría sofocar el hedor por completo. Me acerqué un poco más, reuniendo valor para hacer lo que sabía que debía hacer. Cuando llegué hasta el cadáver, estiré el brazo, cogí la capa untuosa y tiré para sacar el cuerpo.

—No hay moscas —observó el bufón, casi como en sueños.

Tenía razón. No había moscas ni gusanos. Sólo la pútrida mano de la muerte había alterado los rasgos del hombre. Tenía la piel oscura, bronceada como la de un arriero, pero más atezada. El miedo había contorsionado sus rasgos, pero supe que no era Veraz. Aun asi hube de contemplarlo por unos instantes antes de reconocerlo.

—Carrod —musité.

—¿El miembro de la camarilla de Regio? —preguntó el bufón, como si pudiera haber otro Carrod en los alrededores.

Asentí. Seguía cubriéndome la boca y la nariz con el puño de la camisa cuando me arrodillé junto a él.

—¿Cómo ha muerto? —preguntó el bufón.

No parecía molestarle el olor, pero a mí se me antojaba imposible abrir la boca sin vomitar. Me encogí de hombros. Para responder tendría que haber tomado aire. Alargué un brazo para palpar con renuencia las ropas del cadáver. El cuerpo estaba tieso y abotargado a un tiempo. Resultaba complicado auscultarlo, pero no encontré señales de violencia en él. Inspiré rápidamente y contuve la respiración antes de utilizar ambas manos para desabrocharle el cinturón. Lo retiré con la bolsa y el cuchillo todavía prendidos de él, y me apresuré a retirarme.

Kettricken, Hervidera y Estornino llegaron hasta nosotros cuando yo abría la bolsa. No sé qué esperaba encontrar, pero su contenido me decepcionó. Un puñado de monedas, pedernal y una pequeña piedra de amolar, eso era todo. Tiré la bolsa al suelo y me limpié la mano en el pantalón. El hedor de la muerte se quedó adherido a la pernera.

—Era Carrod —anunció el bufón a las demás—. Debe de haber llegado a través del pilar.

—¿Qué lo ha matado? —preguntó Hervidera.

La miré a los ojos.

—No lo sé. Creo que ha sido la Habilidad. Fuera lo que fuese, intentaba esconderse de ello. Entre esas rocas. Alejémonos de esta peste —sugerí.

Regresamos a la columna. Ojos de Noche y yo llegamos los últimos, más despacio. Estaba desconcertado. Comprendí que estaba esforzándome al máximo por mantener erguidas mis murallas de Habilidad. Ver a Carrod muerto me había conmocionado. Un miembro de la camarilla menos, me dije. Pero estaba aquí, en esta misma cantera cuando murió. Si era Veraz el que lo había matado con la Habilidad, quizá también él siguiera aquí. Me pregunté si íbamos a tropezamos con Burl y Will en alguna parte de la cantera, si es que también ellos habían venido para emboscar a Veraz. Más amarga era mi sospecha de que lo más probable era que encontráramos el cadáver de mi rey. No dije nada de mis temores a Kettricken.

Creo que el lobo y yo lo presentimos al mismo tiempo.

—Allí hay algo vivo —dije en voz baja—. En el interior de la cantera.

—¿Qué es? —preguntó el bufón.

—No lo sé.

Un escalofrío me recorrió de arriba abajo. Mi sentido de la Maña fluctuaba con lo que quiera que había allí. Cuanto más me esforzaba por intentar percibirlo, más me eludía.

—¿Veraz? —preguntó Kettricken.

Me partió el corazón ver cómo asomaba de nuevo la esperanza a sus ojos.

—No —dije suavemente—. No lo creo. No parece humano. No se parece a nada que haya sentido antes. —Hice una pausa antes de añadir—: Creo que deberíais esperar todos aquí mientras el lobo y yo vamos a echar un vistazo.

—No. —Fue Hervidera la que habló, no Kettricken, pero cuando miré de soslayo a mi reina, comprobé que estaba completamente de acuerdo con la anciana.

—En todo caso, deberíais quedaros aquí el bufón y tú mientras nosotras investigamos —dijo seriamente la anciana—. Aquí sois vosotros los que corréis peligro. Si Carrod ha estado aquí, Burl y Will podrían estar allí.

Al final decidimos que nos acercaríamos todos, pero con suma cautela. Nos desplegamos en abanico y cruzamos la cantera. No sabía decirles dónde presentía la presencia de la criatura exactamente, de modo que todos teníamos los nervios a flor de piel. La cantera era como la habitación de juegos de un niño gigantesco, con toda clase de juguetes desparramados por doquier. Pasamos junto a un bloque de piedra a medio tallar. Carecía de la delicadeza de las esculturas que habíamos visto en el jardín de piedra. Era tosco y basto, y en cierto modo obsceno. Parecía el feto de un ternero abortado. Me repugnaba y lo dejé atrás en cuanto pude.

Los demás estaban haciendo lo mismo, yendo de un parapeto a otro, procurando tener a la vista al menos a otro integrante de nuestro grupo. Pensaba que no podría ver nada más perturbador que esa grotesca talla de piedra, pero la siguiente estatua junto a la que pasamos me revolvió las tripas. Alguien había esculpido, con espeluznante detalle, un dragón que se hundía en la tierra. La criatura tenía las alas medio desplegadas y los ojos entornados en blanco a causa de la agonía. Había una joven humana montada en su lomo, aferrada al cuello ondulante, con la mejilla pegada a él. Su rostro era una máscara de agonía, tenía la boca abierta y los rasgos tensos, los músculos de su cuello sobresalían como cuerdas. La joven y el dragón se habían pintado con detallados colores y trazos. Podía ver las pestañas de la muchacha, cada cabello de su melena dorada, las finas escamas verdes que rodeaban los ojos del dragón, aun las gotas de saliva que colgaban de los arrugados labios de la bestia. Pero donde tendrían que estar las poderosas patas y la restallante cola del dragón, sólo había un charco de piedra negra, como si los dos hubieran aterrizado en un pozo de brea y no pudieran escapar.

Pese a ser sólo una estatua, helaba la sangre en las venas. Vi a Kettricken desviar la mirada, con lágrimas en los ojos. Pero lo que nos enervaba a Ojos de Noche y a mí era el efluvio de sentido de la Maña que se desprendía de la escultura. Era más tenue que lo que habíamos percibido en las estatuas del jardín, pero precisamente por eso más conmovedor. Era como el último estertor de una criatura moribunda. Me pregunté qué talento se habría empleado para infundir ese conato de vida en una estatua. Aunque apreciaba la maestría de tamaña proeza, no estaba seguro de aprobarlo. Pero lo mismo se aplicaba a gran parte de lo que había creado esta antigua raza tan dotada para la Habilidad. Al dejar atrás a la estatua, me pregunté si sería esto lo que habíamos percibido el lobo y yo. Se me puso el vello de punta al ver cómo se giraba el bufón y volvía la mirada hacia la escultura, con el ceño fruncido de incomodidad. Era evidente que también él sentía algo, aunque no igual de bien. Quizá sea esto lo que percibíamos, Ojos de Noche. A lo mejor no hay ninguna criatura viva en la cantera, tan sólo este monumento a la agonía.

No, huelo algo.

Ensanché las aletas de la nariz, las despejé con un bufido silencioso e inspiré profundamente. Mi olfato no era tan agudo como el de Ojos de Noche, pero los sentidos del lobo aumentaban los míos. Olí sudor y el débil tufo acre de la sangre. Recientes. El lobo se arrimó a mí de repente y como uno solo doblamos furtivamente el extremo de un bloque de piedra del tamaño de dos chamizos.

Me asomé a la esquina y avancé con cautela. Ojos de Noche me adelantó. Vi cómo doblaba la esquina de piedra el bufón, y sentí que las mujeres también se acercaban. Nadie decía nada.

Era otro dragón. Éste tenía al menos el tamaño de un barco. Todo él era de piedra negra, y yacía dormido sobre el bloque del que emergía. Rodeaban el suelo en torno al bloque esquirlas, trozos y polvo de roca. Aun a esa distancia, era impresionante. Pese a su sueño, cada línea de la criatura hablaba de fuerza y nobleza. Las alas plegadas a lo largo de su cuerpo eran como velas recogidas, en tanto el arco del poderoso cuello me trajo a la mente un ariete. Llevaba un momento observándolo cuando reparé en la pequeña figura gris tirada a su lado. La miré atentamente e intenté decidir si la titilante vida que sentía procedía de ella o del dragón de piedra.

Los fragmentos de piedra formaban casi una rampa que subía a lo alto del bloque del que surgía el dragón. Pensé que la figura se agitaría con el crujido de mis pisadas, pero no se movió. Tampoco detecté signos de respiración. Los demás se quedaron atrás, contemplando mi ascenso. Sólo Ojos de Noche me acompañó, y lo hizo con el lomo erizado. Estaba a un brazo de distancia de la figura cuando se irguió tambaleándose para encararse conmigo.

Era viejo y enjuto, con el pelo y la barba grises. El polvo rocoso cubría de gris sus jirones de ropa, y una mancha gris le tiznaba una mejilla. Las rodillas que asomaban entre las perneras de sus pantalones estaban cubiertas de costras y sangre por el tiempo arrodillado entre esquirlas de piedra. Llevaba los pies envueltos en harapos. Blandía una espada mellada en una mano enguantada de gris, pero no hizo ademán de levantarla. Percibí que ponía a prueba sus fuerzas el simple hecho de empuñar el arma. Por instinto separé los brazos del cuerpo, para demostrarle que iba desarmado. Me escudriñó embotado por un instante, antes de levantar la mirada despacio hasta mi cara. Permanecimos un momento mirándonos fijamente. Su escrutinio arduo, casi ciego, me hizo pensar en el arpista Josh. Entonces su boca se abrió desmesuradamente en medio de la barba, descubriendo unos dientes sorprendentemente blancos.

—¿Traspié? —dijo con vacilación.

Reconocí la voz, pese a su ronquera. Tenía que ser Veraz. Pero todo mi ser se oponía a la idea de que hubiera podido quedar reducido a esa ruina de hombre. A mi espalda oí el rápido crujido de unas pisadas y me giré a tiempo de ver cómo ascendía Kettricken la rampa de piedra desmenuzada. La esperanza y la desolación se disputaban su rostro.

—¡Veraz! —gritó, y en esa palabra sólo había amor. Corrió hacia él con los brazos extendidos, y apenas si fui capaz de prenderla cuando pasó por mi lado.

—¡No! —exclamé—. ¡No, no lo toques!

—¡Veraz! —volvió a chillar, y se debatió entre mis brazos, gritando—: ¡Suéltame, déjame ir con él!

No sé cómo conseguí retenerla.

—No —musité. Como ocurre a veces, la suavidad de mi orden consiguió que dejara de forcejear. Me interrogó con la mirada—. Tiene las manos y los brazos cubiertos de magia. No sé qué podría ocurrirte si lo tocaras.

Atrapada entre mis brazos, giró la cabeza para mirar a su esposo. Éste nos observaba con una sonrisa benigna y confusa en los labios. Ladeó la cabeza, como si nos evaluara, y se agachó lentamente para dejar la espada en el suelo. Kettricken vio entonces lo que yo ya había atisbado. El delator brillo de la plata hormigueaba por sus manos y antebrazos. Veraz no llevaba puesto ningún guantelete: la carne de sus brazos estaba impregnada de pura energía. La mancha de su mejilla no era polvo, sino un tiznote de poder allí donde se había tocado.

Oí llegar a los demás, moliendo lentamente la piedra con sus pies. No me hizo falta girarme para sentir la intensidad de sus miradas. Por fin, fue el bufón el que dijo suavemente:

—Veraz, mi príncipe, hemos venido.

Escuché un sonido a caballo entre un jadeo y un sollozo. Eso me hizo girar la cabeza y vi a Hervidera agachándose poco a poco, hundiéndose como un barco con el casco agujereado. Se llevó una mano al pecho y otra a la boca mientras caía de rodillas. Miraba las manos de Veraz con los ojos como platos. Estornino acudió de inmediato a su lado. En mis brazos, sentí que Kettricken me empujaba con delicadeza. Vi su semblante desencajado y la solté. Se dirigió a Veraz paso a paso y éste contempló su acercamiento. Su rostro no era impasible, pero tampoco mostraba ninguna señal de reconocimiento especial. A un brazo de distancia de él, Kettricken se detuvo. Todo era silencio. Se lo quedó mirando fijamente un momento, antes de menear despacio la cabeza, como si respondiera a la pregunta que formuló al mismo tiempo.

—Mi señor marido, ¿no me reconoces?

—Marido —dijo él débilmente. Su frente se arrugó todavía más, como si intentara rememorar algo que en su día se sabía de memoria—. Princesa Kettricken del Reino de las Montañas. Se prometió en matrimonio conmigo. Una muchacha cimbreña, una pequeña gata montés, con el cabello dorado. Eso era cuanto podía recordar de ella, hasta que me la trajeron. —Una débil sonrisa atemperó sus rasgos—. Aquella noche, desenredé su melena de oro como una cascada vaporosa, más delicada que la seda. Tanto que no me atrevía a tocarla, por miedo a que se desmenuzara entre mis manos encallecidas.

Las manos de Kettricken subieron hasta su cabello. Cuando llegó a sus oídos la noticia de que Veraz había fallecido, se cortó el pelo a ras del cuero cabelludo. Ahora le llegaba casi hasta los hombros, pero había perdido su sedosidad, embastecido por el sol, el polvo del camino y el trenzado al que lo sometía. Aun así deshizo la gruesa trenza que lo confinaba y dejó que le enmarcara el rostro.

—Mi señor —dijo suavemente. Nos miró, primero a mí y luego a él—. ¿No puedo tocarte? —imploró.

—Oh… —Pareció considerar su solicitud. Se miró los brazos y las manos, flexionando los dedos plateados—. Oh, me temo que no. No. No, será mejor que no.

Hablaba con pesar, pero me dio la impresión de que lamentaba el tener que denegar su propuesta, no el hecho de ser incapaz de tocarla.

Kettricken tomó aliento entrecortadamente.

—Mi señor —empezó, pero se le truncó la voz—. Veraz, perdí nuestro hijo. Nuestro hijo ha muerto.

No comprendí hasta ese momento la carga que había supuesto para ella buscar a su marido a sabiendas de que debía comunicarle esta noticia. Inclinó su orgullosa cabeza como si se preparara para recibir su cólera. Lo que obtuvo fue algo peor.

—Oh —dijo él. Luego—: ¿Teníamos un hijo? No me acuerdo…

Creo que fue eso lo que la destrozó, descubrir que sus estremecedoras noticias no lo enfurecían ni desconsolaban, tan sólo lo confundían. Debía de sentirse traicionada. Su desesperada huida del castillo de Torre del Alce y todas las penalidades que había soportado para proteger a su hijo nonato, los largos meses de soledad durante su embarazo, que culminaron con el desgarrador nacimiento de un bebé muerto, y el temor de tener que informar a su señor de su fracaso: ésa había sido su realidad durante todo un año. Y ahora que estaba delante de su rey y marido, éste pugnaba por acordarse de ella y la muerte de su hijo sólo le arrancaba un «Oh». Sentí vergüenza ajena por este vejestorio senil que miraba a la reina con ojos miopes y sonreía como un bobo.

Kettricken no gritó ni lloró. Se limitó a dar media vuelta y se alejó despacio. Percibí un inmenso autocontrol en su caminar, y una enorme ira. Estornino, agachada junto a Hervidera, observó a la reina cuando pasó por su lado. Hizo ademán de levantarse y seguirla, pero Kettricken se lo impidió con un discreto ademán. Sola, bajó del colosal estrado de piedra y se fue.

¿La sigo?

Por favor. Pero no la molestes.

No soy idiota.

Ojos de Noche me dejó para seguir a Kettricken. Pese a mi advertencia, supe que acudió directamente a su lado para apoyar su gran cabeza contra su pierna. Ella hincó una rodilla en el suelo de repente y lo abrazó, enterrando la cara en su abrigo, empapando con sus lágrimas su basto pelaje. Ojos de Noche le lamió la mano. Vete, me amonestó, y aparté mi conciencia de ellos. Pestañeé, comprendiendo que no había dejado de mirar fijamente a Veraz en todo ese tiempo. Sus ojos buscaron los míos.

Carraspeó.

—Traspié Hidalgo —dijo, y tomó aire para hablar. Lo dejó escapar en un suspiro—. Estoy tan cansado —dijo lastimeramente—. Y queda tanto por hacer. —Indicó el dragón que tenía a su espalda. Se agachó con dificultad para sentarse junto a la estatua—. Lo he intentado con tanto ahínco —dijo para nadie en particular.

El bufón recuperó la compostura antes que yo.

—Mi señor príncipe Veraz —empezó, antes de interrumpirse—. Alteza. Soy yo, el bufón. ¿Puedo serviros en algo?

Veraz contempló a la pálida y esbelta figura que se erguía ante él.

—Será un honor —dijo después de un momento. La cabeza oscilaba sobre su cuello—. Aceptar la lealtad y el servicio de quien tan bien sirvió a mi padre y a mi reina.

Por un instante atisbé una sombra del antiguo Veraz. Hasta que la certidumbre volvió a huir de su semblante.

El bufón se adelantó y se arrodilló ante él. Dio una palmada a Veraz en el hombro, levantando una pequeña nube de polvo de roca.

—Yo cuidaré de vos —dijo—. Como hice con vuestro padre. —Se incorporó de pronto y se volvió hacia mí—. Voy a buscar leña y agua fresca —anunció. Dirigió la mirada hacia las mujeres—. ¿Hervidera está bien? —preguntó a Estornino.

—Casi se desmaya —empezó, pero Hervidera la interrumpió.

—Me he llevado un susto de muerte, bufón. Y no tengo ninguna prisa por ponerme de pie. Pero Estornino es libre de hacer lo que deba.

—Ah. Bien. —El bufón parecía haber asumido el control total de la situación. Sonaba como si estuviera organizando una merienda—. En ese caso, si tienes la bondad, doncella Estornino, ¿querrías encargarte de montar la tienda? O mejor dos tiendas, si tal cosa es posible. Prepara la comida con lo que nos quede. Una comida generosa, pues creo que a todos nos vendrá bien. Yo volveré enseguida con leña y agua. Y hortalizas, si tengo suerte. —Me lanzó una mirada fugaz—. Cuida del rey —dijo en voz baja.

Después se alejó con largas zancadas. Estornino se había quedado boquiabierta. Luego se levantó y fue en busca de las jeppas extraviadas. Hervidera la siguió más despacio.

Y así, después de tanto tiempo y todo el camino recorrido, me quedé a solas con mi rey. «Ven conmigo», me había ordenado, y eso había hecho. Experimenté un instante de paz al comprender que esa voz imperiosa había enmudecido por fin.

—Bueno, aquí me tienes, majestad —musité para mí tanto como para él.

Veraz no respondió. Me había dado la espalda y se afanaba en arañar la estatua con su espada. Se arrodilló, aferrando la espada por la empuñadura y el filo, y escarbaba con la punta a lo largo de la piedra al borde de una de las patas delanteras del dragón. Me acerqué para verlo tallar la roca negra del estrado. Su expresión era tan decidida, sus movimientos tan precisos que no supe cómo interpretar todo aquello.

—Veraz, ¿qué haces? —pregunté en voz baja.

Ni siquiera me miró de reojo.

—Esculpiendo un dragón —contestó.

Varias horas después, seguía estando absorto en la misma tarea. El monótono rasca, rasca, rasca de la espada contra la piedra me hacía rechinar los dientes y encendía hasta el último nervio de mi cuerpo. Me había quedado en el estrado con él. Estornino y el bufón habían montado nuestra tienda y una segunda, más pequeña, improvisada con las mantas de invierno que ahora nos sobraban. Había un fuego encendido. Hervidera controlaba una olla de agua en ebullición. El bufón seleccionaba las hortalizas y tubérculos que había recogido mientras Estornino preparaba las camas dentro de las tiendas. Kettricken se había reunido con nosotros brevemente, pero sólo para coger su arco y su aljaba de los bultos de las jeppas. Había anunciado que salía a cazar con Ojos de Noche. El lobo me dirigió una mirada implorante con sus ojos negros y yo me mordí la lengua.

Había averiguado muy poco desde que encontramos a Veraz. Sus muros de Habilidad eran altos y fuertes. Casi no recibía ninguna impresión de su Habilidad. Lo que descubría al sondear hacia él era aún más inquietante. Percibí la aleteante impresión de la Maña que tenía de él, pero no pude entenderlo. Era como si su vida y su conciencia fluctuaran entre su cuerpo y la enorme estatua del dragón. Recordaba la última vez que había sentido algo parecido. Fue entre el hombre de la Maña y su oso; los dos compartían el mismo flujo vital. Supuse que si alguien sondeara hacia el lobo y yo, descubrirían la misma suerte de patrón. Habíamos compartido nuestras mentes durante tanto tiempo que en cierto modo éramos una sola criatura. Pero eso no explicaba cómo podría haberse vinculado Veraz a una estatua, ni por qué insistía en rascarla con su espada. Me moría por agarrar el arma y quitársela de las manos, pero me contuve. A decir verdad, parecía tan obsesionado con lo que estaba haciendo que casi temía interrumpirlo.

Al principio había intentado interrogarle. Cuando le pregunté qué había sido de los que partieron con él, meneó la cabeza despacio.

—Nos rodearon igual que rodea una bandada de cuervos a un águila. Rozándonos, graznando y picoteando, y huyendo cuando les plantábamos cara.

—¿Cuervos? —pregunté, con la mirada vacía.

Mi estupidez le hizo zangolotear la cabeza.

—Mercenarios. Nos atacaban emboscados. A veces nos asaltaban por la noche. Y algunos de mis hombres estaban aturdidos por culpa de la Habilidad de la camarilla. No lograba escudar la mente de los que eran susceptibles. Enviaban terrores nocturnos para acosarlos y sembrar la discordia entre ellos. Por eso les pedí que regresaran; imprimí mi propia orden de Habilidad en sus mentes para evitar que se mataran entre sí.

Fue casi la única pregunta a la que respondió. De las demás que le hice, eligió no contestar a muchas, y las pocas respuestas que me proporcionó eran inapropiadas o evasivas. De modo que desistí y en vez de presionarlo me descubrí dando parte ante él. Fue un informe prolijo, pues empezó con el día en que lo vi partir a caballo. Estaba seguro de que ya sabía muchas de las cosas que le dije, pero se lo repetí de todos modos. Si su mente estaba a la deriva, como me temía, quizá así lograra proporcionarle un ancla con la que afianzar sus recuerdos. Y si la mente de mi rey seguía siendo tan despierta como siempre bajo esa pátina de polvo, no le haría ningún daño poner todos los hechos en orden y perspectiva. No se me ocurría otra manera de llegar hasta él.

Había empezado, creo, a intentar hacerle comprender todo lo que habíamos sufrido para llegar hasta aquí. Deseaba además que cobrara conciencia de lo que ocurría en su reino mientras él holgazaneaba aquí con su dragón. Puede que esperara despertar de nuevo en él un poco de sentido de la responsabilidad por su pueblo. Me escuchó desapasionadamente, pero en ocasiones asentía con seriedad, como si le hubiera confirmado algún temor oculto. Y en todo momento la punta de su espada arañaba la piedra negra, ras, ras, ras.

Ya casi había oscurecido por completo cuando oí el roce de los pasos de Hervidera a mi espalda. Interrumpí mi relato de las aventuras que había corrido en la ciudad en ruinas y me giré para mirarla.

—Os traigo un poco de té caliente —anunció la anciana.

—Gracias.

Acepté la taza que me ofrecía, pero Veraz se limitó a mirarla de reojo sin dejar de rascar.

Hervidera se quedó un momento tendiendo su taza a Veraz. Cuando habló, no fue para recordarle que cogiera el té.

—¿Qué haces? —preguntó amablemente.

El sonido de las raspaduras cesó de repente. Veraz se volvió hacia ella y luego me miró, como si quisiera ver si también yo había oído su ridicula pregunta. Pareció sorprenderle mi expresión inquisitiva. Carraspeó.

—Estoy esculpiendo un dragón.

—¿Con el filo de tu espada? —preguntó Hervidera.

Su voz denotaba curiosidad, nada más.

—Sólo las partes más toscas. Para el trabajo más delicado empleo el cuchillo. Y luego, para los detalles, los dedos y las uñas. —Giró la cabeza despacio, admirando la inmensa estatua—. Me gustaría decir que ya está casi acabada —dijo con voz entrecortada—. Pero ¿cómo puedo decir algo así cuando todavía queda tanto por hacer? Tantísimo por hacer…, y temo que acabe demasiado tarde. Si es que no es ya demasiado tarde.

—¿Demasiado tarde para qué? —pregunté, imitando el tono de voz de Hervidera.

—Cómo…, demasiado tarde para salvar al pueblo de los Seis Ducados. —Me escudriñó como si me tomara por un botarate—. ¿Por qué si no iba a estar haciendo algo así? ¿Por qué si no habría dejado atrás a mi reina y mi tierra, para venir aquí?

Intenté asimilar lo que me decía, pero una pregunta asomó inexorable a mis labios.

—¿Crees que tú solo has tallado todo este dragón?

Veraz lo consideró.

—No. Claro que no. —Pero cuando empezaba a sentirme aliviado por el hecho de que no hubiera enloquecido del todo, añadió—: Todavía no está terminado. —Volvió a contemplar su dragón con la expresión de profundo orgullo que antaño reservaba para sus mejores mapas—. Pero sólo esto me ha llevado mucho tiempo. Mucho, muchísimo tiempo.

—¿No quieres tomarte el té antes de que se enfríe, señor? —preguntó Hervidera, ofreciéndole la taza de nuevo.

Veraz la miró como si se tratara de un objeto desconocido. Después la aceptó con gesto solemne.

—Té. Ya casi se me había olvidado lo que era el té. No será corteza feérica, ¿verdad? ¡Eda piadosa, cómo detestaba ese brebaje tan amargo!

Hervidera torció el gesto casi al oírle hablar de la corteza.

—No, señor, te lo prometo. Está hecho con hierbas del camino, me temo. Principalmente ortigas, con un toque de menta.

—Té de ortigas. Mi madre nos daba té de ortigas en primavera, como tónico. —Sonrió para sí—. Pondré eso en mi dragón. El té de ortigas de mi madre. —Probó un sorbo y pareció sobresaltarse—. Está caliente…, hace tanto tiempo que no tomaba algo caliente.

—¿Cuánto tiempo? —preguntó Hervidera en tono familiar.

—Mucho… tiempo —dijo Veraz. Tomó otro sorbo—. Hay peces en un arroyo, fuera de la cantera. Pero cuesta tiempo ir a pescarlos, por no hablar de cocinarlos. De hecho, se me olvida. He puesto tantas cosas en el dragón…, a lo mejor ésa es una de ellas.

—¿Y cuánto hace que no duermes? —insistió Hervidera.

—No puedo trabajar y dormir a la vez —señaló Veraz—, y hay mucho trabajo por hacer.

—Y el trabajo se hará —le prometió ella—. Pero esta noche te tomarás un descanso, sólo un momento, para cenar y beber algo. Y luego dormirás. ¿Ves? Mira aquello. Estornino te ha preparado una tienda, y dentro hay un lecho cálido y mullido. Y agua caliente, para que te asees. Y toda la ropa limpia que hemos conseguido reunir.

Veraz se miró las manos plateadas.

—No sé si puedo lavarme —confesó a la anciana.

—Entonces te ayudarán Traspié Hidalgo y el bufón —dijo alegremente Hervidera.

—Gracias. Eso estaría bien. Pero… —Su mirada se extravió por un momento—. Kettricken. ¿No estaba aquí, hace un rato? ¿O lo he soñado? Casi todo lo de ella era lo más fuerte, de modo que lo puse en el dragón. Creo que eso es lo que más he echado de menos, de todo lo que he puesto aquí. —Hizo una pausa antes de añadir—: Cuando consigo recordar qué es lo que echo de menos.

—Kettricken está aquí —le aseguré—. Ha salido a cazar, pero volverá pronto. ¿Te gustaría haberte bañado y cambiado de ropa cuando regrese?

En privado había decidido responder a las partes de su discurso que tuvieran sentido, sin molestarle abundando en las otras partes.

—Ella no se fija en esas cosas —me dijo, con una sombra de orgullo en su voz—. Aun así, estaría bien…, pero hay tanto trabajo por hacer.

—Ya no hay luz para seguir trabajando. Espera a mañana. El trabajo se hará —le aseguró Hervidera—. Mañana te echaré una mano.

Veraz negó despacio con la cabeza. Tomó un poco más de té. Aun ese brebaje aguado parecía restablecer sus fuerzas.

—No —musitó—. Me temo que no será posible. Verás, debo hacerlo yo solo.

—Mañana pensaremos en eso. Creo, si es que para entonces has recuperado la fuerza necesaria, que podría ser posible que te ayudara. Pero ya nos preocuparemos de eso a su debido tiempo.

Veraz suspiró y le ofreció la taza vacía. Hervidera aprovechó para agarrarlo del brazo y ponerlo en pie de un tirón. Era una mujer fuerte para su edad. No pretendía arrebatarle la espada, pero se le cayó de las manos. Me agaché para recogerla. Siguió a Hervidera dócilmente, como si el simple gesto de cogerlo del brazo le hubiera privado de toda su voluntad. Mientras los seguía, estudié la espada que había sido el orgullo de Capacho. Me pregunté en qué estaría pensando Veraz para coger un arma tan magnífica y convertirla en un cincel. Tenía los filos machacados y mellados a causa del mal uso, su punta no estaba más afilada que una cuchara. La espada se parecía mucho al hombre, reflexioné, y bajé con ellos al campamento.

Cuando llegamos a la fogata, casi me sorprendió ver que Kettricken había regresado. Estaba sentada junto al fuego, contemplándolo desapasionadamente. Ojos de Noche estaba tumbado encima casi de sus pies. Atiesó las orejas en mi dirección cuando me acerqué a la fogata, pero no hizo ademán de separarse de la reina.

Hervidera condujo a Veraz directamente a la improvisada tienda que habían erigido para él. Hizo una seña con la cabeza al bufón, que sin decir nada cogió una humeante palangana llena de agua que reposaba junto al fuego y la siguió. Cuando me aventuré a entrar también en la diminuta tienda, el bufón nos echó a Hervidera y a mí.

—No será el primer rey del que me hago cargo —nos recordó—. Confiad en mí.

—¡No le toques las manos ni los antebrazos! —le advirtió severamente Hervidera.

El bufón pareció quedarse asombrado ante eso, pero tras un momentó cabeceó para mostrar su conformidad. Cuando me fui estaba desatando los numerosos nudos que ceñían el raído jubón de Veraz sin dejar de hablar de inconsecuencias. Oí observar a Veraz:

—Cómo echo de menos a Charim. Nunca debí permitir que me acompañara, pero hacía tanto tiempo que estaba a mi servicio… Murió lenta y dolorosamente. Eso me resultó muy penoso, presenciar su agonía. Pero también él está en el dragón. Era preciso.

Me sentía incómodo cuando volví junto al fuego. Estornino estaba removiendo la olla de caldo, que burbujeaba alegremente. Un gran trozo de carne espetada chorreaba grasa sobre las llamas, haciendo que éstas saltaran y sisearan. Su aroma reavivó mi apetito e hizo que me rugiera el estómago. Hervidera estaba de pie, de espaldas al fuego, con la mirada perdida en la oscuridad. Los ojos de Kettricken pestañearon en mi dirección.

—Bueno —dije de repente—. ¿Cómo se ha dado la cacería?

—Ya lo ves —musitó Kettricken.

Señaló la cazuela y luego, con indiferencia, una cerda silvestre despiezada que había en el suelo. Me incliné para admirarla. No era un animal pequeño.

—Una presa peligrosa —comenté, intentando disimular el pavor que me inspiraba pensar en mi reina, enfrentada ella sola a una bestia tan temible.

—Era lo que necesitaba cazar —dijo, aún en voz baja.

La entendía a la perfección.

Ha sido una cacería estupenda. Nunca había conseguido tanta carne con tan poco esfuerzo, me dijo Ojos de Noche. Frotó afectuosamente la cabeza contra la pierna de Kettricken. La reina bajó una mano para tirarle suavemente de las orejas. El lobo gruñó de placer y se recostó pesadamente contra ella.

—Vas a malcriarlo —le recriminé en broma—. Dice que nunca había conseguido tanta carne con tan poco esfuerzo.

—Es tan inteligente. Lo juro, empujó al animal en mi dirección. Y tiene coraje. Cuando mi primera flecha no la abatió, la mantuvo a raya mientras recargaba mi arco —hablaba como si no tuviera otra cosa en la cabeza. Asentí, conformándome con limitar nuestra conversación a la cena. Pero de improviso me preguntó—: ¿Qué le ocurre?

Sabía que no se refería al lobo.

—No estoy seguro —musité—. Ha padecido grandes penalidades. Suficientes quizá para… debilitar su mente. Y…

—No. —La voz de Hervidera fue brusca—. Eso no es todo. Aunque admito que está exhausto. Cualquier persona lo estaría, después de hacer lo que ha hecho él solo. Pero…

—¡No creerás que ha esculpido el dragón entero sin ayuda! —la interrumpí.

—Sí lo creo —respondió con firmeza la anciana—. Es tal y como él lo ha dicho. Debe hacerlo él mismo, y eso es lo que ha hecho. —Meneó la cabeza despacio—. Nunca he oído cosa igual. Aun el rey Sapiencia contó con la ayuda de su camarilla, o de lo que quedaba de ella cuando llegó aquí.

—Nadie podría haber cincelado esa estatua con una espada —dije obstinado.

Lo que decía Hervidera me parecía un disparate.

A modo de respuesta, se puso en marcha y se perdió en la oscuridad. Cuando regresó, soltó dos objetos a mis pies. Uno había sido un escoplo, alguna vez. Su cabeza ahora no era más que un muñón, sin filo alguno. El otro era una antigua maza de hierro, con un mango de madera relativamente nuevo.

—Hay más, tirados por ahí. Debió de encontrarlos en cualquier otra parte —comentó antes de que pudiera preguntarle nada.

Miré fijamente las maltrechas herramientas y pensé en todos los meses que llevaba desaparecido Veraz. ¿Para esto? ¿Para tallar un dragón de piedra?

—No lo entiendo —dije débilmente.

Hervidera habló alto y claro, como si se dirigiera a alguien corto de entendederas.

—Se ha dedicado a esculpir un dragón y guardar todos sus recuerdos en él. Por eso parece tan desorientado. Pero hay algo más. Creo que empleó la Habilidad para matar a Carrod, y que resultó gravemente herido en el proceso. —Entristecida, meneó la cabeza—. Llegar tan cerca de tu meta, y que te derroten. Me pregunto cuan astuta es la camarilla de Regio. ¿Enviarían sólo a uno contra él, sabedores de que si Veraz mataba con la Habilidad, se derrotaría a sí mismo?

—No creo que ningún miembro de la camarilla estuviera dispuesto a sacrificarse voluntariamente.

Hervidera esbozó una sonrisa amarga.

—No he dicho que enviaran a ningún voluntario. Tampoco he dicho que el enviado supiera lo que se proponían sus compañeros. Es igual que el juego de las piedras, Traspié Hidalgo. El jugador coloca las piedras como mejor le convenga para ganar. El objetivo es la victoria, no llegar al final con todas las piedras intactas.